38
Los técnicos siguen a Tammy cuando se dirige a la zona de comedor, donde comparte un desayuno con Bruce. El ambiente está tan cargado que saltan chispas. Tammy bebe a sorbitos chocolate tibio, fingiendo que lee Le Monde, y Bruce, con aire hostil, unta una rebanada de pan de almendras con mantequilla hasta que decide romper el silencio para comunicar a Tammy que ha averiguado unos datos sorprendentes sobre su pasado, entre ellos una aventura en Arabia Saudí, aunque no entra en más detalles. Bruce tiene el pelo húmedo y el cutis sonrosado debido a la ducha que acaba darse; luce una camiseta de Paul Smith color pistacho y más tarde tiene pensado asistir a un prestigioso almuerzo en un suntuoso ático situado en el decimosexto arrondissement que organiza Versace y al que sólo acudirá la crème de la crème. Bruce ha decidido lucir un ceñido mono negro y unos zapatos grises de Prada en el almuerzo, al que va a asistir porque a última hora ha tenido que cancelar otro compromiso.
—Nos encantará que vengas —comenta Tammy.
—A ti no te encantará en absoluto.
—No digas tonterías —protesta ella.
—Ya sé con quien has quedado esta tarde.
—¿Qué más vas a hacer hoy? —pregunta Tammy para cambiar de tema.
—Asistiré al almuerzo de Versace. Tomaré un sándwich de pollo y ensalada. Asentiré cuando corresponda. —Pausa—. Me ceñiré al guión.
La cámara gira en torno a la mesa a la que están sentados; Tammy permanece impasible y a Bruce le tiembla un poco la mano cuando se lleva la taza de Hermes a los labios, pero vuelve a depositarla en el platito sin haber probado siquiera el café con leche y cierra sus ojos verdes, sin fuerzas para discutir. El actor que hace el papel de Bruce inició una carrera muy prometedora como jugador de baloncesto en Duke y luego se fue con Danny Ferry a Italia, donde Bruce consiguió de inmediato trabajo de modelo y en Milán conoció a Bobby, que en aquella época salía con Tammy Devol. A partir de ahí las cosas se precipitaron. Entre ellos aparece un incongruente jarrón —de atrezzo— que contiene unos gigantescos tulipanes blanco.
—Estás celoso —murmura Tammy.
En éstas suena un móvil que hay sobre la mesa, pero ninguno de los dos atiende la llamada. Al final, temiéndose que sea Bobby, Bruce decide contestar. En realidad se trata de Lisa-Marie Presley, que quiere hablar con Bentley —a quien llama «hermana»—, pero Bentley está durmiendo porque ha llegado al amanecer acompañado por un alumno de cinematografía de la Universidad de Nueva York a quien se acercó anoche en La Luna porque el susodicho lucía una perilla rubia teñida que acentuaba sus desmesurados labios y manifestó una marcada afición a las prácticas incruentas de bondage que Bentley no pudo resistir.
—Estás celoso —repite Tammy, antes de marcharse.
—Cíñete al guión —le advierte Bruce.
En el preciso momento en que Tammy toma una caja de Vuitton que reposa sobre una mesa de acero en el vestíbulo, comienzan a sonar los primeros acordes de piano de «S.O.S.», de ABBA, y la canción sigue sonando el resto de la jornada de Tammy, aunque el Walkman que lleva puesto mientras atiende sus asuntos en la ciudad contiene una cinta que le grabó Bruce con canciones de los Rolling Stones, Bettie Serveert, DJ Shadow, Prince, Luscious Jackson, Robert Miles y una canción de Elvis Costello cargada de significado para ambos.
Un Mercedes recoge a Tammy y un chófer ruso llamado Wyatt la lleva a Chanel, en la Rue Cambon, donde Tammy sufre un ataque de nervios en un despacho. Al principio llora en silencio, pero luego las cosas se desmandan hasta que aparece Gianfranco y al intuir que algo va mal se larga a toda prisa después de avisar a un colaborador para que tranquilice a Tammy. Ella está destrozada, tanto que apenas se sostiene en pie durante las pruebas. Más tarde se encuentra con el hijo del primer ministro francés en un mercado de ocasión en Clignancourt y se sientan en un McDonald’s. Ambos llevan sendas gafas de sol, él tiene sólo tres años menos que Tammy, a temporadas vive en un palacio, odia a los nuevos ricos y a lo largo de su vida sólo ha follado con americanas (entre ellas su institutriz, cuando él tenía diez años). Tammy «se tropezó» con él hace cuatro meses en la Avenue Montaigne, delante de Dior. A ella se le cayó algo. Él la ayudó a recogerlo. Tenía el coche aparcado muy cerca. Empezaba a oscurecer.
El hijo del primer ministro francés acaba de regresar de Jamaica y Tammy le felicita por su bronceado, tras lo cual pasa a interesarse por su problema con la cocaína. ¿Se ha resuelto? ¿Le tiene preocupado? El sonríe con actitud evasiva, y comprende demasiado tarde que ha cometido una torpeza porque Tammy se ha puesto de mal humor. El joven pide un Big Mac y Tammy picotea una cajita de patatas fritas. Él le explica que se aloja en la suite presidencial del Bristol porque le están pintando el apartamento. En el McDonald’s hace mucho frío y, mientras conversan, su aliento forma unas nubecitas de vaho. Ella se mira las yemas de los dedos, preguntándose si la cocaína es perjudicial para el pelo. Él farfulla algo ininteligible y trata de agarrarle la mano, le acaricia el rostro mientras le dice que es una mujer muy sensible. Pero todo es inútil, una simple etiqueta, y él tiene que marcharse corriendo a cortarse el pelo.
—Estoy cansada —confiesa Tammy por fin.
Él —aunque Tammy lo ignora— se siente deprimido. No quedan en nada seguro, aunque comentan que ya se verán.
Tammy se aleja del McDonald’s. En la calle, donde aguarda el equipo de rodaje, hace calor, cae un chirimiri y la torre Eiffel constituye tan sólo una sombra sobre un gigantesco muro de niebla que comienza a disiparse. Tammy se concentra en las calles adoquinadas, en un algarrobo, en un policía que pasea llevando un pastor alemán sujeto de una cadena. Al cabo de unos minutos ella monta de nuevo en el Mercedes que conduce el chófer ruso llamado Wyatt. Muy a su pesar, no podrá asistir a un almuerzo en Chez Georges porque está demasiado disgustada; la situación se le escapa de las manos, por más que toma un Klonopin tras otro. Telefonea a Joan Buck para disculparse. Luego despide al chófer, se lleva la caja Vuitton y se desmarca del equipo de rodaje en la boutique de Versace en la Rue du Faubourg Saint-Honoré. Por espacio de treinta y cinco minutos nadie sabe dónde coño se ha metido esa tía.
Tammy entrega la caja Vuitton a un libanés extraordinariamente atractivo que está sentado al volante de un BMW negro aparcado junto a la acera, en el segundo arrondissement, no lejos de Chez Georges; de modo que cambia de parecer y decide acudir al almuerzo, donde encuentra al equipo de rodaje y al director y a Felix el cámara esperándola Tammy saluda a todo el mundo con dulzura y se disculpa murmurando distraídamente: «Me he perdido». Su agente le da una buena noticia: aparecerá en la próxima portada del Vogue inglés. Todo el mundo lleva gafas de sol. Se inicia una discusión sobre Seinfeld y los ventiladores de techo. Tammy rechaza una copa de champán, pero enseguida cambia de opinión.
El cielo empieza a despejarse y las nubes se disipan y la temperatura sube diez grados en quince minutos. Los estudiantes que comen en el patio abierto del Instituto de Estudios Políticos toman el sol mientras el BMW conducido por el libanés se detiene en el Boulevard Raspail, donde otros miembros del equipo aguardan instalados en los tejados de los edificios vecinos, dispuestos a filmar los siguientes acontecimientos con teleobjetivos.
En la calle todo el mundo emite suspiros de gozo y los estudiantes beben cerveza y se tumban descamisados sobre los bancos a tomar el sol leyendo revistas y compartiendo bocadillos mientras idean el medio de saltarse las clases. Alguien con una cámara de vídeo graba la escena en el patio y enfoca a un chico de veintiún años que está sentado sobre una manta llorando en silencio mientras lee una nota de su novia —que le acaba de dejar—, meciéndose y repitiendo: «No pasa nada, no pasa nada». La videocámara se aleja y enfoca a una joven que está dando un masaje en la espalda a una compañera suya. Un equipo de la televisión alemana entrevista a los estudiantes a propósito de las próximas elecciones. Los estudiantes comparten unos porros. Junto a ellos pasan unos jóvenes deslizándose sobre unos patines en línea.
Las instrucciones que ha recibido el libanés son muy sencillas: tiene que retirar la tapa de la caja Vuitton antes de abandonar el coche; pero como Bobby Hughes mintió con respecto al momento en que estallará la bomba —le dijo al chófer que aparcara y la dejara en el Boulevard Raspail, frente al instituto— el tipo va a morir en la explosión. El libanés, que participó en la planificación de un atentado en enero contra el cuartel general de la CIA en Langley, come unos M&M y piensa en una chica llamada Siggi a la que conoció el mes pasado en Islandia. Una estudiante llamada Brigid pasa junto al BMW y se fija en el libanés, que está inclinado sobre el asiento delantero, e incluso repara en su expresión de pánico cuando éste levanta un objeto segundos antes de que el vehículo salte por los aires.
Un simple destello de luz, una detonación y el BMW estalla.
No se sabe con exactitud el grado de destrucción, y las secuelas en realidad carecen de importancia. Lo principal es la bomba en sí, su colocación y activación; ése es el quid de la cuestión. No el hecho de que el cuerpo de Brigid haya estallado en mil pedazos; ni que la onda expansiva haya lanzado a los treinta estudiantes más próximos al vehículo a cuarenta, cincuenta metros en el aire; ni los cinco estudiantes que han muerto instantáneamente, dos de ellos a causa de la metralla que voló a través del patio para acabar empotrada en su pecho; ni la otra sección del coche, que al salir despedida amputó el brazo de uno de ellos; ni los tres estudiantes que se han quedado ciegos. El asfalto destrozado, los árboles calcinados, los bancos manchados de sangre…, todo eso tiene una importancia meramente relativa. Lo grave no es el resultado, sino la voluntad de llevar a cabo esa destrucción; lo otro es un simple elemento decorativo.
Tras un silencio sepulcral comienzan a oírse —entre las víctimas que siguen conscientes y que están cubiertas de sangre, no siempre la suya propia— unos gritos desgarradores.
Cincuenta y un heridos. Cuatro personas no volverán a caminar. Otras tres sufren graves daños cerebrales. Contando el chófer del BMW, han fallecido trece personas, entre ellas un anciano que muere a varias manzanas de distancia de un ataque coronario a causa de la detonación. (Una semana más tarde el ayudante de un maestro de Lyon morirá a causa de unas heridas en la cabeza, circunstancia que eleva el número de víctimas a catorce). Cuando aparecen las parpadeantes luces azules de las ambulancias en el lugar del atentado, el equipo de rodaje ya ha recogido sus trastos y se ha largado; dentro de unos días aparecerá en otro lugar previamente designado. Sin mirar a través del objetivo de las cámaras, a esa distancia todo les parece diminuto, insignificante y vagamente irreal. Sólo se distingue a los muertos de los vivos por el aspecto que presentan sus cuerpos al levantarlos para introducirlos en la ambulancia.
Aquella noche, durante una cena muy elegante y sexy celebrada en una sala del piso superior en el hotel Crillon, a la que da acceso una puerta flanqueada por unos guardas morenos y atractivos, Tammy charla con Ambet Valletta, Oscar de la Renta, Gianfranco Ferré, Brad Renfro, Christian Louboutin, Danielle Steele, la princesa de Gales, Bernard Arnault y varios rusos y editores de Vogue. Todo el mundo adopta posturitas; hay quien acaba de regresar de Marruecos —algunos de ellos se muestran menos cínicos después de ese viaje— y otros presentan sus respetos a Tammy mientras ésta charla en un rincón con Shalom Harlow sobre el hecho de que todas las chicas salgan con gente tan poco recomendable (tipos anodinos, gángsters, pescadores, gigolós, miembros de la Cámara de los Lores, jamaicanos con los que no tienen nada en común). Tammy se abanica con la invitación a una fiesta a la que ha decidido no asistir para ir a otra que organiza Naomi en el decimosexto arrondissement. Sirven sashimi, se gorrean cigarrillos a mansalva, Tammy se acerca a John Galliano y murmura: «Estás como una cabra, tío». Al darse cuenta de que se está pasando con el vino tinto opta por la Coca-Cola y más de una lesbiana se acerca a ella, como por casualidad, y alguien vestido con un quimono pregunta cómo está Bruce Rhinebeck, y Tammy, observando a una figura que baila en la oscuridad, contesta «Espera» en tono ensoñador, porque acaba de comprender que ésa es otra velada complicada.
37
Durante el otoño que pasamos en París, Jamie Fields, Bobby Hughes, Bentley Harrolds, Tammy Devol, Bruce Rhinebeck y yo vivimos en un gigantesco set que simula ser un apartamento situado en el octavo o decimosexto arrondissement. Ocupamos un triplex de quinientos metros cuadrados pagado con dinero iraquí blanqueado a través de Hungría. Para entrar en la casa hay que desactivar una alarma y atravesar un patio. Dentro, una escalera circular une los tres pisos. Predominan los tonos verde aceituna, marrón claro y rosa suave. En el sótano hay un gimnasio con las paredes cubiertas de dibujos de Clemente. La amplia cocina, diseño de Biber, contiene unos armarios de ébano de Makasar y madera de tulipero teñida, un horno y dos lavavajillas Míele, un frigorífico con la puerta transparente, un congelador Sub-Zero, un botellero y especiero hechos por encargo, unos fregaderos industriales de acero inoxidable y una rejilla escurreplatos de teca en la que se seca una vajilla con motas doradas. Junto a la mesa de la cocina, sobre la que pende una lámpara con una pantalla de seda de Fortuny, se alza un gigantesco mural de Frank Moore.
Sobre relucientes pavimentos de terrazo verde y blanco, y moquetas diseñadas por Christine van der Hurd, penden unas arañas de Serge Mouille. En la casa abundan los muros de cristal, gigantescas velas blancas de melisa, torres de cristal repletas de cedés, chimeneas de cristal blancas, sillas Dialogica tapizadas con chenille de Giant Textiles, puertas revestidas de cuero acolchado, aparatos de estéreo, sillones de Ruhlman dispuestos frente a los televisores conectados a un sistema de satélite digital que permite ver quinientos canales de todo el mundo; las paredes están cubiertas de estanterías repletas de arreglos florales y en las mesas reposan montones de móviles. Los dormitorios están decorados con tupidas cortinas diseñadas por Mary Bright, alfombras de Maurice Velle Keep, sillones y sofás de Hans Wegner tapizados con cuero de Spinneybeck, unos divanes tapizados con chenille de Larson, junto a los cuales aparecen unos bonsáis frutales, y las paredes de todos los dormitorios están revestidas de cuero. Los lechos fueron fabricados en Escandinavia y las sábanas y toallas son de Calvin Klein.
El apartamento dispone de un complejo sistema de vídeos de seguridad (las cámaras exteriores están provistas de iluminación incorporada) junto con un sofisticado sistema de alarma. Los códigos se memorizan y rememorizan, porque la secuencia se modifica cada semana. Los dos BMW aparcados en el garaje están equipados con sistemas de localización global, matrículas no identificables, cristales blindados, neumáticos antirreventones, luces halógenas cegadoras en la parte delantera y trasera y parachoques de ataque. Dos veces a la semana se efectúa una inspección del apartamento pata detectar cualquier anomalía: líneas telefónicas, enchufes, ordenadores, pantallas de las lámparas, retretes y todos los componentes eléctricos. Detrás de las puertas cerradas a cal y canto hay unas habitaciones, y detrás de esas habitaciones más puertas cerradas a cal y canto, y esas habitaciones contienen docenas de maletas —en su mayoría Vuitton y Gucci— que no esperan otra cosa que ser utilizadas. Otras estancias secretas contienen máquinas de coser ultramodernas, explosivos, granadas de mano, rifles M-16, metralletas, un archivador que contiene cargadores de baterías, detonadores, Semtex y cebos eléctricos. En un armario ropero cuelgan docenas de trajes de diseño forrados con Kevlar, un material lo suficientemente grueso para absorber el impacto de un disparo de rifle o metralla de bombas.
Todos los teléfonos de la casa analizan las voces de las personas que llaman a fin de detectar las microoscilaciones subaudibles que se producen cuando el interlocutor está nervioso o miente, procurando al oyente información constante. Todos los teléfonos de la casa están equipados con unos sistemas que emiten impulsos eléctricos a través de la línea y que procuran al oyente una lectura positiva si la llamada está siendo rastreada. Todos los teléfonos de la casa disponen de un aparato de interferencias que convierte las voces en códigos binarios y que permite a la persona que está al otro lado de la línea telefónica descodificarlos, para que una hipotética tercera persona no capte más que ruido blanco.
De improviso, aquella primera semana en París, Bobby organizó un elegante cóctel en honor de Joel Silver, quien presumió ante Richard Donner, que acababa de regresar de Sacramento en su jet privado, de haberse comprado una caravana de tres millones de dólares; alguien más comentó que sus perros habían viajado en el Concorde. En éstas llegó Serena Altschul y nos puso al corriente sobre las últimas novedades de la campaña de Bush y sobre un rapero que no tardaría en morir asesinado. Hamish Bowles se presentó con Bobby Short y acto seguido llegaron —pam, pam, pam, uno tras otro— la princesa heredera Katherine de Yugoslavia, el príncipe Pavlos de Grecia, la princesa Sumaya de Jordania y Skeet Ulrich, que lucía un traje y una camisa de Prada con unos solapones de aquí te espero. Al principio se mostró encantado de verme aunque la última vez que nos encontramos yo salí disparado por una oscura calle de SoHo. Skeet se mostró preocupado por la insistencia con que yo observaba un Mentos que yacía en el suelo de terrazo. Por fin me agaché y, después de limpiarlo un poco, me lo metí en la boca y empecé a masticarlo rápidamente.
—Es preciso que… en fin, que des un giro positivo a tu vida —me aconsejó Skeet, no sin cierta turbación.
—He decidido sumirme en la nada —repuse sin dejar de masticar. Skeet permaneció en silencio, se encogió de hombros, asintió con aire deprimido y finalmente se alejó.
En éstas pasó Aurore Ducas, seguida por Yves Saint-Laurent y Taki. Un embajador iraquí se pasó toda la fiesta pegado como una lapa a Bobby, quien me hacía constantemente señales con la mano para que me animara a circular y a charlar con el personal. La primera parte de la velada me dediqué a conversar —procurando reprimir mis nervios— con Diana de Furstenberg y Barry Diller. También intentaba aproximarme a Jamie, quien a ratos fingía no reparar en mí y otras veces se echaba a reír como una histérica mientras acariciaba a un basset que había traído un invitado. Los camareros servían champán en unas copas aflautadas de cristal fino con ademán grave y ausente. Como era de prever, la fiesta fue animándose y la gente se puso a bailar al son de la música de los República. Kate Moss y Naomi Campbell llegaron con el artista antes conocido como Prince, y Tom Ford se presentó con Dominique Browning. Tuve una conversación de lo más heavy con Michael Douglas sobre safaris sin dejar de sostener un plato de langosta con expresión benévola. Mientras atronaba «I’m Your Boogie Man» de los K.C. and the Sunshine Band, momento en el que según el guión Jamie debía ponerse a bailar mientras yo la contemplaba con aire pensativo. Los arreglos florales corrieron a cargo de Baptiste Pitou. Sobre nuestras cabezas resplandecía intermitente la palabra FIESTA en brillantes letras multicolores.
Bruce se marchó en cuanto apareció el hijo del primer ministro francés y Tammy se encerró en un dormitorio con una botella de champán y cayó en un lamentable estado de histerismo. Un tipo completamente colocado —el estudiante de cinematografía de la Universidad de Nueva York que había pasado unas noches en el apartamento y se dedicaba a encender los cigarrillos de todo el mundo— me dio su número de teléfono y firmó en el dorso de un viejo ejemplar de Le Monde con una pluma carísima que había pedido prestada a algún famoso de por allí. En Pigalle estaba a punto de inaugurarse un nuevo gimnasio David Barton y la princesa Sumaya de Jordania, que no salía de su estupor, exclamó: «¡Ah, perfecto!». El director y Felix, junto con la mayoría de los miembros del equipo, se mostraban entusiasmados con el rumbo que había tomado la fiesta. Yo acabé tirado en un banco del patio, con una curda de las que hacen época.
—Bonjour, colega —saludé a Peter Jennings cuando se marchó.
Como se me había dormido un pie me incorporé de nuevo a la fiesta cojeando y traté de bailar con Jamie, pero Bobby no me dejó.
36
Hoy hemos asistido a los siguientes desfiles: Gaultier; Comme des Garçons y, después de darnos una vuelta por el nuevo local de Frank Malliot situado más abajo de los Campos Elíseos, también Galliano (un gigantesca cortina blanca, una iluminación insólitamente moderna, «Stupid Girl» de Garbage tronando por los altavoces, las modelos saludando al público, nosotros mostrando nuestros pases para entrar), y luego la inevitable cena en Les Bains en honor de Dries von Noten. Los gorilas de la entrada nos conducen dentro casi en volandas. Yo llevo un atuendo de Prada y voy medio puesto tras ingerir grandes dosis de Xanax. Es un montaje impresionante. «Eh, qué te cuentas», saludo a Candelas Sastre, a Peter Beard, a Eleanore de Rohan-Chabot, a Emmanuel de Bantes, a Greg Hansen, a un dentista a quien hice una breve visita en Santa Fe cuando Chloe estuvo allí rodando exteriores, y a Inés Rivero. Sobran fotógrafos, compradores y relaciones públicas. Todas las chicas llevan bolsos de paja y vestidos de colorines. El local está adornado con inmensos arreglos florales de gardenias y rosas. Escucho machaconamente la palabra «insectos», y cuando enciendo un cigarrillo reparo en que estoy sosteniendo en la mano los mil francos que por algún motivo me dio Jamie durante el pase de Galliano, mientras yo me hallaba sentado a su lado temblando como un poseso. Esta mañana, durante el desayuno, Bobby no dijo una palabra acerca de adónde pensaba ir, pero como hay muchas escenas en las que yo no aparezco, me dedico a memorizar mis diálogos según el programa de rodaje y procuro mantenerme en un discreto segundo plano.
Me acerco adonde se encuentran los miembros del equipo y me apresuro a encender el cigarrillo de Jamie. Luce un ceñido traje pantalón con lentejuelas de Valentino y los ojos perfectamente delineados para resaltar las pestañas. Por los altavoces empieza a sonar la música de Eric Clapton, que es la señal para que yo entre en escena.
—Eric Clapton es un mamón.
—¿Ah, sí? —pregunta Jamie—. Pues qué bien.
Un camarero pasa deslizándose junto a nosotros y yo cazo al vuelo una copa de champán. Jamie y yo nos encontramos en la pista de baile, uno junto a otro, procurando no mirarnos.
—Te deseo —digo con una sonrisa desvaída y saludando con la cabeza a Claudia Schiffer cuando pasa—. Te deseo con locura.
—Eso no está en el guión, Victor —me advierte Jamie, que me corresponde con una sonrisa de idénticas características—. No cuela, guapo.
—Por favor, Jamie —protesto—. Hablemos. Bobby no ha llegado todavía.
—Quítate de la cabeza esas fantasías de salir conmigo y violarme —responde ella, exhalando el humo del cigarrillo.
—Te juro que no quiero hacerte ningún daño —afirmo con sinceridad.
—Si sigues así acabarás haciéndonos daño a los dos.
—¿A qué te refieres? —pregunto.
Jamie se aleja unos pasos. Yo me acerco a ella.
—Jamie… —Alargo la mano y le toco el hombro—. ¿Qué pasa?
—Ni siquiera sabes dónde estás, Victor —contesta Jamie con solemnidad pero sin perder la sonrisa, mientras devuelve con la mano el saludo a alguien que acaba de pasar por ahí—. No tienes ni remota idea de dónde estás.
—Pues, dímelo tú.
—No puedo hacer eso, Victor.
—Tú no le quieres, lo presiento. No quieres a Bobby. Sólo es un trabajo, ¿verdad? Forma parte de un plan, ¿no es cierto? Representas un papel.
Jamie no responde.
Bobby aparta una cortina de terciopelo verde y aparece luciendo un deslumbrante esmoquin de Valentino y una mochila de Prada que no ha dejado en guardarropía. Echa un vistazo a su alrededor mientras enciende un cigarrillo, momentáneamente deslumbrado por los paparazzi. Acaba de llegar de una fiesta en Anahi y tiene el pelo húmedo. Al vernos atraviesa la pista de baile en dirección hacia donde estamos con una sonrisa forzada.
—Mi teoría es que no le quieres, sino que le tienes miedo —digo a Jamie.
—Mira, ya hablaremos de eso la semana que viene, ¿vale? —responde, bastante nerviosa.
—Dime que le quieres, anda —murmuro—. Dime siquiera que te gusta.
De golpe la cámara deja de girar alrededor de nosotros y nos enfoca de frente, mientras los dos observamos impotentes a Bobby, que avanza hacia nosotros.
—Silencio —me ordena Jamie, y asiente en dirección a alguien que pasa entre las sombras.
—Voy a decirle un par de cosillas —susurro—. No le tengo miedo.
—Baja el volumen, Victor —me advierte Jamie sonriendo abiertamente.
—Espero que fuera una referencia humorística a algo que no he oído, Victor —comenta Bobby, que se acerca y estampa a Jamie un beso en toda la boca.
—Mmmm —ronronea Jamie, relamiéndose—. ¿Margarita?
—¿De qué estás hablando, Bobby? —le suelto en un tono que hace imposible adivinar si me hago el ingenuo o el duro. Pero Bobby observa con interés algo que se encuentra al otro lado de la habitación, como dando a entender que le importa un bledo.
—Me muero de hambre —tercia Jamie.
—¿Qué? —murmura Bobby, ladeando la cabeza.
—He dicho que me muero de hambre —repite Jamie nerviosa.
Sintiendo una leve punzada de pánico, ingiero otro Xanax y observo al equipo de la MTV que entrevista a Nicole Kidman, que luce un bindi en la frente.
—Rhinebeck está de un humor de perros —comenta Bobby contemplando a Bruce, que está sentado con cara de pocos amigos en un sofá situado en la periferia de la fiesta junto a Tammy, fabulosa e impávida, con las gafas de sol puestas. Ambos están rodeados de un grupo de jóvenes londinenses.
—Ya se le pasará —contesta Jamie.
—Puede, pero Tammy sufre y eso podría joder todo el montaje —dice Bobby—. Disculpadme.
Bobby se dirige al sofá donde están sentados Bruce y Tammy, estrechando la mano de todo el que se siente impresionado por su presencia. Bruce apenas se fija en él. En éstas aparece Bentley acompañado por Marc Jacobs. Tammy alza la vista cuando Bentley le muestra el reloj que lleva y sonríe brevemente a Marc, pero cuando el resto de los presentes estalla en carcajadas su rostro adquiere una expresión pétrea.
—Habla con él —le digo a Jamie—. Dile que todo ha terminado entre vosotros. Dile que todo irá bien.
—¿Que todo irá bien? —pregunta Jamie—. No seas idiota —murmura entre dientes.
—Sólo trato de expresar cómo me siento.
—A estas alturas, Victor, tu primera obligación…
—Cállate —replico suavemente.
—… es olvidarte de mí.
—Fuiste tú quien empezó todo esto.
—Esto no es más que la punta del iceberg —dice Jamie. Luego, sin poder evitarlo, su rostro se relaja y me mira fijamente a los ojos—. Por favor, Victor —murmura apresuradamente—, compórtate con discreción. Ya hablaremos más tarde.
—¿Cuándo? —inquiero.
Bobby regresa con Bentley y Marc Jacobs, que han ido a echar un vistazo al cuartel general de Marc junto al Pont Neuf; Marc está de los nervios porque uno de los nuevos diseñadores estrella es una drag queen adolescente que se inspira en un chihuahua llamado Hector.
—Estaba atrapado en una conversación con un iconoclasta belga y el señor Jacobs aquí presente me salvó —explica Bentley, y ahuyenta una mosca.
Marc se inclina, besa a Jamie en la mejilla y me saluda con un gesto de la cabeza.
—Hola, Victor.
—Santo Dios, qué frío hace aquí —protesta Bentley emitiendo unas nubecitas de vaho—. Pareces cansado, Victor —añade observándome—. Estás de un guapo subido, pero cansado.
—No, estoy bien —contesto sin alterarme—. Todo va bien.
—Toma, olvidaste esto. —Bobby entrega a Bentley la mochila de Prada mientras Marc divierte a Jamie haciendo muecas a espaldas de Bentley; hasta Bobby esboza una media sonrisa.
—¿Por qué no la has dejado en guardarropía? —se queja Bentley—. ¡Pero bueno, Bobby, por el amor de Dios!
—No tenía pensado quedarme —aduce Bobby sin quitarme ojo.
Después de haberme sentado a la mesa con Donatella Versace, Mark Vanderloo, Katrine Boorman, Azzedine Alaïa, Franca Sozzani y el iconoclasta belga, y de habernos reído un rato a costa de otra gente y de habernos fumado docenas de cigarrillos, y de que los camareros hayan retirado los platos de comida que apenas hemos mirado y menos aún probado, y de que todos hayamos susurrado secretitos al oído de la persona que está a nuestra izquierda, Jamie se acerca a la mesa con un porro y pide fuego a Donatella, quien a su vez está sentada junto a mí, y Jamie —que finge charlar con Donatella, que está hablando con Franca— me informa de que Bobby parte mañana para Beirut y que luego se trasladará a Bagdad y a Dublín, donde ha de reunirse con un miembro de un grupo paramilitar de Virginia, y que regresará dentro de cinco días. Yo la escucho con atención mientras me lo cuenta y me río alegremente, de forma que si uno estuviera al otro lado de la habitación —como lo está Bobby— deduciría que Jamie le está comentando a Donatella lo sensacional que está Victor o reflexionando en voz alta sobre lo fabulosa que es su vida (la de Jamie). Jamie da una calada al porro antes de pasarlo a los demás comensales. Se me ha dormido el pie y trato de seguirla a la pata coja. Choco con unos cuerpos y unas sombras que se mueven lentamente. En éstas el grupo de rock Autour de Lucie empieza a afinar sus instrumentos y se disponen a tocar su primera canción, una versión de «Substitute» de los Who.
35
La banda sonora emite la canción «Voulez-Vous» de ABBA. Frente a Les Bains aguarda un Range Rover blanco; el director de otro equipo de rodaje está sentado en el asiento del acompañante, repasando la secuencia de esta noche mientras al fondo varios ayudantes con cara de concentración se comunican a través de unos auriculares inalámbricos con la segunda unidad, que ya ha instalado el decorado correspondiente. Bentley, con la mochila de Prada al hombro, se monta en el Range Rover y el vehículo inicia su trayecto, seguido por un Citroën negro, hacia el Boulevard Saint-Germain. Durante toda la semana se han dedicado a examinar minuciosamente el café Flore, y una detallada descripción de la disposición de sus instalaciones les ha permitido elegir la mesa idónea para dejar en ella la mochilita de marras. Bentley estudia la siguiente escena en dos hojas de papel enviadas por fax y memoriza los diálogos.
El taxi deja a Bentley a una manzana del café Flore y echa a andar con paso rápido y decidido hacia una mesa de la terraza, junto a la acera, donde Brad, el actor que encarna al estudiante de cinematografía de la Universidad de Nueva York que Bentley conoció la semana pasada en La Luna, está sentado con dos amigos, unos chicos de Seattle con aspecto de gamberros que estudiaron en Camden con Brad. Los tres mascan chicle ruidosamente y fuman Marlboro, repantigados en sus sillas con el peinado impecable. En el centro de la mesa hay un vasito vacío de Starbucks y junto a los pies de Brad una bolsa de Gap que contiene unas camisetas recién compraditas.
—Pongámonos finolis —dice Brad al ver que Bentley se dirige a la mesa vestido con un esmoquin de Versace.
El café Flore está atestado y deslumbrante; no queda ni una mesa libre. Bentley observa la terraza con cierta satisfacción, pero se siente perdido. No deja de pensar en la película Grease y le obsesionan sus piernas, que se le antojan excesivamente delgadas, aunque nadie ha reparado en este detalle ni le ha perjudicado en su carrera de modelo. Por otra parte, no ha logrado olvidar a un chico que conoció en un concierto de los Styx en 1979, en un estadio ubicado en el Medio Oeste, en las afueras de un pueblecito al que Bentley no ha regresado desde que se marchó de allí a los dieciocho años. El chico se llamaba Cal y se hacía pasar por heterosexual, aunque se sintió inmediatamente atraído por el supermagnetismo de Bentley. Cal sabía que Bentley sufría graves desórdenes emocionales y el hecho de que no creyera en el cielo no contribuyó a mejorar la situación, de modo que Cal le dejó plantado e inevitablemente se convirtió en jefe de la programación de la HBO, cargo que ocupó durante un par de años. Bentley se sienta a la mesa, en la que los técnicos han instalado ya los micrófonos, concretamente en una silla tapizada en escarlata y verde musgo, y por fin enciende un cigarrillo. Junto a ellos unos turistas japoneses examinan unos mapas y de vez en cuando toman una fotografía. Ésta es la primera toma del día.
—Hola, Bentley —le saluda Brad—. Te presento a Eric y Dean. Estudiaron en Camden y aspiran a convertirse en modelos. Hemos estado comparando dietas.
—Ahora me explico ese aspecto tan estupendo que tenéis —responde Bentley. La referencia a Camden le hace pensar súbitamente en Victor y la suerte que le espera.
—Esta noche Laurent Garnier se encargará de la música en el Rex —dice Brad confiando en que alguien se apunte.
—Ya veremos, ya veremos —contesta Bentley, que asiente y exhala una bocanada de humo. Al observar el tatuaje que luce Dean alrededor de la muñeca comenta—: Muy bonito.
—¿Lo tienes? —pregunta Brad, refiriéndose al Ecstasy que quedaron en que Bentley traería al café Flore.
—Tendré que ir al apartamento de Basil —responde Bentley, como si quisiera restar importancia al asunto. Sonríe de nuevo a Dean.
—¡Qué rollo! —protesta Brad—. Tardarás horas en ir y volver.
—Paciencia. ¿A qué viene tanta prisa? Sólo tienes veintitrés años, tío —comenta Bentley, al tiempo que da unos golpecitos en el muslo de Brad y se lo pellizca. Gracias a estas muestras de confianza, Brad se siente más relajado, aunque se sonroja levemente—. Ya verás, como mucho tardaré veinte minutos —le promete Bentley mientras apaga el cigarrillo en un cenicero. Acto seguido se levanta.
—¿Cómo sé que vas a volver? —inquiere Brad mirando a Bentley.
—Te dejo esto —contesta Bentley, y acto seguido deposita la mochila de Prada sobre las rodillas de Brad—. Vigílala.
—Venga, ya tardas. —Brad sonríe—. Necesitamos con urgencia un poco de carburante.
—Eres igualito a Jon Bon Jovi —observa Bentley.
—Eso me han dicho —replica Brad con una sonrisa de satisfacción.
—Por eso me gustas tanto.
—¿Dónde suena esa música de ABBA? —pregunta Dean, volviéndose.
—Volveré —promete Bentley, sacudiendo unos pedacitos de confeti del hombro de Brad—. Volveré.
La imitación de Amold Schwarzenegger no funciona una segunda vez y Bentley, que en el fondo piensa que Brad no es mal chico, suelta un taco por lo bajinis.
—¿Qué es eso? —pregunta Bentley al fijarse en el tosco dibujo de una hoja y un número que Brad ha garabateado en una servilleta.
—El diseño de un tatuaje que quiero que me hagan.
—¿Por qué has elegido el cuatro? —inquiere Bentley.
—Es mi número favorito.
—Me parece muy bien.
—Esto es una hoja. ¿Lo ves? —señala Brad.
Pero ha llegado le momento de que Bentley se marche, según le indican por medio de gestos y señales desde diversos coches y furgonetas que están estratégicamente aparcados al otro lado del bulevar. Las cámaras siguen filmando la escena.
—Estás buenísimo —dice Brad, y besa a Bentley suavemente en la boca.
—No la pierdas —le advierte Bentley, señalando la mochila de Prada.
—Descuida, no me separaré de ella —responde Brad un tanto irritado. Sujeta la mochila y conmina a Bentley a que se largue de una vez.
Bentley echa a andar y desaparece entre la multitud que pasea esta noche por el bulevar.
—Tiene un apartamento impresionante —es la última frase que Bentley oye pronunciar a Brad.
Después de recorrer una manzana, Bentley atraviesa el Boulevard Saint-Germain y se monta en el Citroën negro que espera junto a la acera. Su rostro se ensombrece con una siniestra sonrisa.
Un teleobjetivo enfoca la mochila de Prada que reposa sobre las rodillas de Brad.
La onda expansiva de la primera explosión arroja a Brad por los aires, le arranca una pierna de cuajo a la altura del muslo y le provoca una herida de más de un palmo en el abdomen. Su cuerpo destrozado yace en la acera del Boulevard Saint-Germain, bañado en su propia sangre, sacudido por los espasmos de la muerte. La segunda bomba colocada dentro de la mochila de Prada está activada.
Dean y Eric, cubiertos por la sangre de Brad y la de sus propias heridas, consiguen acercarse al lugar donde yace su compañero y gritan pidiendo auxilio. Al cabo de unos segundos se produce la segunda explosión.
Esta bomba es mucho más potente que la primera y los daños que causa son más extensos, tanto que hasta abre un cráter de diez metros de diámetro frente al café Flore.
Dos taxis que pasaban en aquel preciso momento quedan con las ruedas para arriba a causa de la detonación y comienzan a arder.
Lo que queda del cadáver de Brad sale despedido a través de un gigantesco póster de Calvin Klein, situado sobre un andamio al otro lado de la calle, salpicándolo todo de sangre, visceras y fragmentos de hueso.
Eric atraviesa una ventana de la boutique Emporio Armani situada al otro lado de la calle.
El cadáver de Dean cae sobre la valla de hierro que separa la acera del bulevar y queda empalado en un barrote.
La metralla vuela en todas las direcciones y hiere a una mujer de mediana edad que está sentada en el interior del café en el cuello, el rostro y el pecho. La mujer muere instantáneamente.
Una japonesa que había ocupado una mesa junto a la de Brad aparece trastabillando a través del humo, aturdida, con ambos brazos amputados a la altura del codo, y se desploma sobre un montón de cascotes en la acera.
Un joven armenio yace con medio cuerpo en la calzada y medio en la acera. La explosión le ha arrancado la cabeza pero conserva la moto entre las piernas.
De un saliente de la fachada blanca cuelga un brazo separado del tronco y grandes pedazos de carne han ido a empotrarse en el letrero del café Flore.
Detrás de las cámaras, en las azoteas y en el interior de varias furgonetas, se repite la escena habitual: gente que huye despavorida, desangrándose a través de la negra y densa humareda; los gritos de los heridos y los moribundos; un hombre arrastrándose por el bulevar vomitando sangre; unos cadáveres calcinados asomando a través de las portezuelas de los coches que pasaban frente al café Flore en el instante en que estallaron las bombas; unas bolsas de la compra empapadas de sangre junto a la entrada del establecimiento. El caos, las sirenas, el centenar de heridos …a estas alturas todo me resulta ya familiar. El director ha encargado a un excelente profesional el montaje de las secuencias y comunica a los miembros del equipo que ha llegado el momento de largarse. Cuando el Range Rover abandona a toda prisa la escena del atentado, pasando frente al Citroën negro, Bentley observa, durante unos segundos a una mujer que yace en la acera gritando, con el muslo destrozado.
—Llévame de regreso a Les Bains, s’il vous plaît —le dice al director mientras enciende un cigarrillo.
Allí escucha a Jean Tripplehorn, que se tira una hora perorando sobre los buñuelos de queso de Taillevant. Bentley le comenta que no aprueba las relaciones interraciales.
34
Todo el mundo se ha ido. Bobby esta mañana, Tammy a pasar el fin de semana en casa de Jacques Levy, Bruce a revisar el plano de las terminales del aeropuerto de Orly, Bentley de vacaciones: «No sé, a lo mejor a Grecia». Yo acompaño a Jamie al salón de Carita en la Rue du Faubourg Saint-Honoré, donde (no necesariamente en este orden) le tiñen el pelo, le dan un masaje, le aplican un tratamiento antiestrés y de aromaterapia, una sesión de manipulación magnética para equilibrar las energías, tras lo cual un asesor New Age (dieciocho años, un bombón) la conduce a una «playa apacible» provista hasta de sonidos grabados de moluscos que se arrastran sobre una inmensa y escarpada roca. Yo aguardo junto con los guardaespaldas, que a su vez esperan a unas millonarias brasileñas, a dos emperatrices, a la princesa de Monaco y a Judith Godreche. Entre tanto nos tomamos unas copitas de Château de Bellet del 92 y yo ingiero unos Xanax mientras el equipo de rodaje me filma hojeando con aire ausente un libro de fotografía sobre las revistas de cine de los sesenta, hasta que el técnico de efectos especiales golpea a uno de los guardaespaldas en la cabeza y el director se aburre y el equipo se va a cenar antes de preparar el siguiente decorado.
En la Opéra Garnier se oyen opiniones contradictorias sobre el libreto japonés, pero en realidad estamos allí sólo para complacer a los paparazzi que aguardan al pie de la escalera; por eso Jamie y yo nos detenemos en lo alto. Entre los asistentes está Christian Brandolini, Sao Schlumberger pierde una lentilla e Irene Amic murmura «Me estás pisando el vestido», pero cuando se vuelve y ve mi rostro, angustiado e iluminado por el resplandor de la araña, suaviza el gesto, sonríe y me dice que soy muy guapo. Candy Spelling saluda a Jamie con la mano y Amira Casar y Astrid Kohl me hablan sobre una fiesta que se celebró hace una semana en Les Bains, a la que no me invitaron.
Veo al doble de Christian Bale con el que me topé en Bond Street, en Londres. En esta ocasión luce un esmoquin y cuando se da cuenta de que le estoy mirando como hipnotizado, me saluda inclinando brevemente la cabeza. Jamie y yo decidimos marcharnos durante el primer entreacto.
Un Citroën negro nos lleva al Buddha Bar y después de sentarnos a una mesa, conmocionados, mirándonos sin articular palabra, Jamie saca el móvil de su bolso de Prada y llamada al Hotel Costes. Gracias a su amistad con Jean Louis y Gilbert cuando llegamos al número 239 de la Rue Saint-Honoré hay una habitación dispuesta para nosotros. El ayudante del director examina una lista de llamadas y nos comunica que debemos presentarnos en el plato principal a las 9 de la mañana. Es medianoche y Jamie entra apresuradamente en el vestíbulo, arropándose en el abrigo de piel de poni de Helmut Lang. Yo la sigo.
La puerta se cierra a nuestras espaldas y Jamie y yo nos dejamos caer en la cama mientras la beso en la boca y ella me abraza. Una vez desnudo, me pongo a temblar con tal violencia que Jamie se aparta. De pronto alguien llama.
Jamie se levanta, también desnuda, se cubre con el abrigo de Helmut Lang y se dirige perezosamente hacia la puerta. La abre sin preguntar siquiera quién es.
Unos técnicos de rodaje que yo no había visto con anterioridad entran en la habitación portando una voluminosa cámara Panavision que se desliza sobre ruedas e instalan los focos. El primer ayudante de dirección me indica el lugar donde debo tumbarme en la cama mientras Jamie cambia impresiones con el director y la script. El jefe de atrezzo descorcha una botella de champán y llena dos copas. La escena requiere la presencia de un porro —que no sea de atrezzo— y Jamie se tiende junto a mí mientras yo lo enciendo. Alguien deshace un poco la cama y cuando el director grita «¡Playback!». Jane Birkin empieza a suspirar «Je T’Aime» en un cedé. Los técnicos constituyen una mera sombra detrás de los focos. Hace tanto frío en la habitación que nuestro aliento forma unas nubecitas de vaho.
Jamie permanece tumbada de espaldas, fumando con aire lánguido el porro que le he pasado; retiene el humo en la boca unos instantes antes de expelerlo despacio, tras lo cual comienza a desgranar con tono vacilante pero deliberado un discurso entrecortado y perdido, con los ojos entornados.
—Bobby entró en Superstudio Industria… La sesión de fotos se había retrasado… No recuerdo si era para la campaña de Anne Klein… Nos pagaban cien mil dólares diarios y merecía la pena… Debían de ser las diez o la once… Fue en diciembre de 1990… No sé, hará cuatro o cinco años… Se había producido una avería en el fluido eléctrico y… nos quedamos a oscuras… Encendieron unas velas, pero no veíamos ni torta y hacía un frío polar… En pocos minutos la temperatura bajó brutalmente… Yo estaba muerta de frío aquella noche en Industria, tenía la piel de gallina. En éstas vi una figura que se movía en la oscuridad…, una persona alta que avanzaba hacia donde me hallaba yo, sola… Se puso a dar vueltas alrededor de mí. Esa persona iba silbando una canción que me sonaba mucho… «On The Sunny Side of the Street», creo… No cesaba de canturrear.
»Entonces me di cuenta de que los técnicos de rodaje le seguían a una distancia prudencial… Los focos estaban apagados… Pero seguían a esa figura, esa persona… Cuando encendió un cigarrillo vi su rostro y le reconocí… Me llevó a la sala vip del club Xerox… Al fondo estaban los técnicos de rodaje… En alguna parte del local sonaba la música de los Who…
»No puedo explicar con exactitud qué me motivó… No puedo darte detalles… Era una época muy triste en mi vida… Odiaba mi cuerpo, detestaba mi aspecto. Tomaba pastillas, visitaba a psiquiatras, acudía al gimnasio porque creía que era la única forma de gustar a la gente. Incluso pensé en hacerme la cirugía estética… Tenía veintitrés años… Mis padres se habían divorciado, una experiencia muy traumática, y mi madre se hundió en la depresión… Por la noche mis sueños consistían en unas horas de espacio negro, interrumpidas a veces por huesos y esa canción que Bobby silbaba aquella noche en Industria… Yo había mantenido una complicada relación con un fotógrafo bastante famoso y una breve aventura con un chico que había trabajado en un vídeo de Aerosmith. Tenía muchos planes: quería aparecer en la portada de más revistas, quería ser guapa, quería ser rica y famosa… Me habían retratado los mejores fotógrafos: Lindbergh, Elgort, Demarchelier… Había hecho un montón de pases, pero no pasaba de ser una del montón… Me sentía muy desgraciada… Quería algo más… Bobby también se había propuesto unas metas… Durante nuestra relación yo… fui evolucionando. Bobby se dio cuenta enseguida de lo limitado que era mi mundo y me motivó… Yo nunca me había considerado guapa y él hizo que… me sintiera atractiva… Me mimaba y yo… me sentí mejor. Me dijo que tenía un físico perfecto… Y yo decidí seguirlo a donde fuera… Pasé una primavera con él en Los Ángeles y me presentó a sus amigos… “El genio”, un hombre llamado Mister Leisure… y Steven Meisel contribuyeron a impulsar mi carrera. Pero te juro, Victor, que… yo no estaba al corriente de lo que hacía Bobby. No me informaba de sus proyectos. Sólo sabía que era un ave nocturna…, como yo, por otra parte… Durante una inauguración en MOCA…, una cosa llamada “La historia del moteado”… Cuando…».
—Lo recuerdo, yo también asistí.
—… estábamos charlando en un rincón… Bobby empezó a contarme en voz baja ciertas cosas… Yo le rogué que parara…
Jamie rompe a llorar en silencio. Enciendo de nuevo el porro y se lo paso. Ella lo toma sin incorporarse en la cama, da una calada y tose un poco.
—¿Cómo reclutaba a la gente…? Sólo le interesaban los modelos, masculinos y femeninos, los modelos famosos… Se aprovechaba del hecho de que nos pasamos el día de un lado para otro, cumpliendo un horario que nos viene impuesto… Nosotros le escuchábamos… Era una analogía que resultaba coherente… Al fin… cuando él nos pedía ciertas cosas… No le resultó difícil reclutar a gente… Todo el mundo quería unirse a nosotros…, todo el mundo quería ser artista de cine… Y al final, todos nos convertimos en psicópatas… Todas las chicas íbamos peinadas con moño…, siempre sonaba en alguna parte la música de los Who…
»Recuerdo muy poco sobre el principio de aquella época… Una vez reclutada… Hubo largas temporadas monótonas y aburridas… Seguía un régimen muy estricto, iba al gimnasio, que era una obsesión de Bobby…, ausencias…, espacios gigantescos… He olvidado muchas cosas… Era una existencia tan vacía… Todo lo que hacíamos era ultramoderno… los restaurantes donde comíamos, los hoteles en los que nos hospedábamos, la gente que frecuentábamos… En Nueva York solíamos bromear sobre el hecho de que nunca nos hospedábamos en unas señas que no tuvieran el código postal 10021… Acudíamos a bodas en jets privados… Los camareros jamás nos metían prisa… Podíamos fumar donde nos daba la real gana… La gente nos envidiaba porque éramos jóvenes, ricas y guapas… Y nadie, nadie, nadie se alegró de mi éxito… Pero eso, según Bobby, era algo inevitable… No obstante tampoco sospechaban de nosotros…
»Viajábamos a Palm Beach, Aspen, Nigeria… Pasábamos las Navidades en St. Bart’s…, una semana en la casa de Armani en Pantelleria… Bobby me consiguió muchos trabajos, y luego vinieron Cindy Crawford, Paulina Porizkova y… Claudia Schiffer… Y Yasmeen Ghauri, Karen Mulder, Chloe Byrnes, Tammy Devol, Naomi, Linda, Elaine y… Jamie Fields… Hay que conocer las claves para comprender cómo funcionan las cosas en este mundo… Era casi como aprender el lenguaje de los signos… La gente se comportaba correctamente en mi presencia… Cuando empecé a salir con Bobby Hughes las chicas me trataban de forma distinta… Pero de golpe empezaron a aparecer unos esquemas siniestros… Cuando me quejé a Bobby de que nadie era como aparentaba, de que todo era falso, Bobby me hizo callar y luego murmuró: “Son tal como aparentan…”.
»Bobby trató de instruirme, de hacerme comprender los motivos de lo que hacía, adónde iba y todo eso… “Oye, tía, George Washington fue un terrorista”, me dijo. Yo contemplaba aquellos ojos, aquellos labios… Empecé a entender la situación, a adquirir cultura… Bobby decía que al mostrar al mundo ciertas cosas le mostrábamos lo que pretendíamos conseguir… Me hacía leer novelas de E. M. Forster qué jamás llegué a comprender y, curiosamente, Bobby parecía como aliviado… “No somos sino un reflejo de nuestra época”, me dijo, aunque no entró en más detalles… “¿Qué significa fin de siècle?”, le preguntaba yo a veces, y entonces él se tiraba una hora hablando de la maldad inherente a la música rap… Y siempre sonaba una canción de los Who…
»Yo sabía que Bobby no me era fiel. Se acostaba con modelos importantes, mujeres de la alta sociedad, guapas y ricas… De vez en cuando se acostaba con un tío o con una menor, niñas que estudiaban en Spence, Chapin y el Sagrado Corazón, y si sus madres se ponían pesadas se las tiraba también… Controlaba a las chicas, no podías pasar de cierto peso… Y por lo general, aunque no siempre, tenías que medir una cierta estatura… para follar con Bobby Hughes. Si te subías a la báscula y pasabas la prueba…, Bobby se acostaba contigo…
Noto que se me han dormido los brazos y cambio de postura; enciendo otro porro que me pasa un miembro del equipo de rodaje.
—Muchas chicas desaparecían o la palmaban de una sobredosis. A veces sufrían un accidente. Yo empecé a alucinar cuando volaba en el Concorde, cuando veía la curva de la Tierra y las nubes parecían estar a centenares de kilómetros debajo de nosotros… Tuve unas crisis espantosas…, pese a ingerir grandes dosis de Xanax y de haber llegado a lo más alto. Por mi culpa aumentó la tasa de suicidios entre adolescentes y mujeres jóvenes que sabían que nunca lograrían parecerse a mí… Me lo decían en las columnas de los periódicos, en las cartas que recibía de madres obesas…, en artículos escritos por mujeres pertenecientes al movimiento feminista… Me decían que destruía vidas, pero a mí nada de eso me afectaba porque esas personas no eran reales, la gente parecía… ficticia… A Bobby le gustaba que yo encarara el problema de ese modo, decía que era positivo… Al final, me hice tan famosa que él ya no podía deshacerse de mí…
Su voz se quiebra, recobra la serenidad, vuelve a vacilar y de pronto comienza a mascullar una sarta de frases sobre cómo empezó en el cine, su primer a película, La noche del pozo sin fondo, la tramitación de pasaportes falsos, los mercenarios de Tailandia, Bosnia, Utah, los nuevos números de la Seguridad Social, las cabezas golpeadas con tal violencia que se partían como cáscaras de huevo, un método de tortura que consistía en obligar a la víctima a tragarse una cuerda.
—En Bombay… —Jamie se estremece, traga saliva; las lágrimas brotan a través de sus párpados entornados—. En Bombay…
Pero no puede continuar. Comienza a gritar incoherencias sobre un asesino en serie con el que Bobby trabó amistad en Berlín, momento que aprovecho para levantarme de un salto y decir al director:
—Vale, ya está.
Mientras recogen las cosas para largarse, Jamie se revuelca en la cama, sollozando como una histérica, agarrando las sábanas y gritando nombres en árabe.
33
Ante la fachada del edificio situado en el octavo arrondissement, o tal vez en el decimosexto, bajo una tenue e iridiscente bruma que flota sobre el plató, los técnicos aguardan una vez que el director y Felix el cámara han preparado la primera toma del día, en la que aparecemos los seis dirigiéndonos «alegremente» hacia un Citroën negro que está aparcado junto a la acera y ha de llevamos a una fiesta en el Natacha. Pero este equipo no sabe que esta misma tarde bien tempranito los técnicos de rodaje a los que me presentaron la otra noche en el hotel Costes se han instalado en la casa, después de que Bobby les franqueara la entrada, y han pasado las tres últimas horas colocando cables y focos y rodando unas secuencias en las que yo no aparezco, entre ellas una larga discusión entre Tammy y Bruce que no conduce a nada, una escena de cama entre Jamie y Bobby, y otra toma en la que aparece Bruce, a solas, tocando la guitarra y cantando «It Don’t Matter to Me», la vieja canción de Bread. Se mueven discretamente por el cuarto de estar —los electricistas, una foquista imponente y un director con una barba negra—, hablando con el cámara, que se parece a Brad Pitt en Johnny Suede. Arriba, en el dormitorio de Bentley, el primer ayudante de dirección no cesa de descorrer las gruesas cortinas de Mary Bright para observar a los otros técnicos de rodaje que están en la calle, ofreciéndoles indicaciones a través de los sofocados sonidos de otra pelea entre Tammy y Bruce —ésta no está incluida en el guión— referente al actor que encarna al hijo del primer ministro francés. Se oyen portazos, voces airadas y finalmente más portazos.
Yo llevo un traje de Prada que no sé quién me ayudó a ponerme y estoy sentado en uno de los sillones Dialogica en el cuarto de estar, jugueteando con una corbata verde lima que alguien ha elegido para mi. En la pantalla del televisor y sin sonido bajado, aparecen unas imágenes de viejos episodios de Cheers seguidos por otros de Un chapuzas en casa grabados en una cinta que alguien ha introducido en el vídeo. Un ayudante de dirección me entrega un cuaderno en el que, según me informa, Bobby ha anotado una completa lista. Investigar posibles contenedores, reproducir el plano de planta del Ritz, obtener a través de un ordenador de la terminal de la TWA en el Charles de Gaulle unos planos del aeropuerto, conseguir unos esquemas de las instalaciones del Harry’s Bar en Venecia, entrevistar a grafólogos para que verifiquen unas firmas, revisar las entradas en un diario de un tal Keith referentes a un viaje que hizo a Oklahoma City. Hay numerosas páginas dedicadas; a explosivos plásticos, los cables más adecuados, el temporizador idóneo, el contenedor apropiado, el mejor detonador.
Leo: «Semtex se fabrica en Checoslovaquia». Leo: «Semtex es un explosivo plástico inodoro e incoloro». Leo: «Libia posee toneladas de Semtex». Leo: «Se precisan 170 gramos de Semtex para hacer estallar un avión». Leo unas especificaciones sobre un nuevo explosivo plástico denominado Remform, fabricado y distribuido sólo «clandestinamente» en Estados Unidos y que aún no ha llegado a Europa. Leo una lista de las ventajas e inconvenientes del Remform. Leo las palabras que Bobby ha garabateado en los márgenes de una página: «¿Más útil que Semtex?», seguidas de tres palabras que me quedo mirando fijamente hasta que me ordenan que me levante del sillón Dialogica y me dirija a la cocina para prepararme una copa: «… pendiente de comprobación…».
Con las dosis de Xanax que ingiero me resulta increíblemente fácil concentrarme en la preparación de un cosmopolitan. El truco consiste en no pensar en otra cosa mientras echas zumo de arándanos, una medida de Cointreau y unas gotas de limón en una coctelera llena de hielo pilé, tras lo cual cortas una lima, añades el zumo a la coctelera, viertes el líquido a través de un colador en una copa de cóctel gigantesca y regresas al cuarto de estar. La estilista me arregla el pelo. Alzo la vista al techo, imaginándome lo que Jamie y Bobby estarán haciendo en el dormitorio. Me bebo el cosmopolitan a sorbitos y alucino con la pegatina de Paul McCartney y los Wings adherida a la tapa del cuaderno de notas que Bobby ha confeccionado para mí.
—¿Aplicamos Sérifos? —pregunta la estilista.
—¿Que ligamos en el Sérifos? —pregunto perplejo—. Ah; sí, sí; perdona.
Trato de leer una entrevista que Jamie concedió el miércoles a Le Figaro pero no entiendo una palabra, sin duda porque no tengo ni pajolera idea de francés. Reparo en la granada de mano que está apoyada contra un rifle automático sobre la mesa donde reposa mi cosmopolitan, pero sólo muy por encima; me resulta mucho más fácil concentrarme en la curiosa presencia de esta pegatina de Paul McCartney y los Wings en la cubierta del cuaderno de notas. Los técnicos de sonido discuten sobre si deben poner el último disco de los U2, hasta que el director ordena que todo el mundo se calle.
En éstas aparece Bobby. Yo levanto la vista de lo que estoy haciendo y le observo con aire solemne.
—Estás muy elegante —comenta Bobby.
Yo suavizo el gesto y sonrío tímidamente.
—¿Qué bebes? —pregunta Bobby.
Antes de responder echo un vistazo al color de mi copa para cerciorarme.
—Un cosmopolitan.
—¿Me das un poco?
—No faltaba más —respondo pasándole la copa de cóctel.
Bobby toma un trago y sonríe.
—Un cosmo genial, tío.
Una larga pausa mientras espero que me devuelva la copa.
—Gracias por… el cumplido.
—Oye, Victor —empieza a decir Bobby, arrodillándose ante mi.
Yo me tenso y cruzo las piernas, dejando que el número de Le Figaro se deslice al suelo de terrazo.
—Te agradezco que te ocuparas de Jamie y…
—Oye, tío, yo…
—… sólo quiero que sepas que…
—Oye, tío, yo…
—Tranquilo, no pasa nada. —Bobby inspira y me mira fijamente—. Mira, si a veces me muestro duro contigo, si… —Hace una pausa para subrayar sus palabras—. Si te hablo con aspereza para recordarte el papel que desempeñas en todo esto, es para que te mantengas alerta. —Bobby se interrumpe sin dejar de mirarme a los ojos—. Yo me fío de ti, Victor. —Otra pausa—. Te lo juro.
Una larga pausa, esta vez por mi parte.
—¿Qué va a ocurrir, Bobby?
—Descuida, ya te informaremos —contesta él—. Te pondremos al corriente de todo lo que debes saber. Recibirás la suficiente informa…
De pronto suena un portazo arriba, Tammy grita y luego se produce el silencio. Se oyen unos pasos por un pasillo y una sarta de palabrotas. Del dormitorio de Tammy brota la estruendosa música de Prodigy. Bobby hace una mueca y suspira.
—Esa situación se está desmadrando.
—¿Qué pasa? —pregunto despacio.
—Tammy tiene una aventura con cierta persona que es importante para nosotros pero que no debería afectar a Bruce. —Bobby vuelve a suspirar, sin levantarse del suelo—. Pero el caso es que le afecta. Se está convirtiendo en un problema. Es preciso que Bruce lo supere. Cuanto antes.
—¿Cuál es… —empiezo a decir, inspirando—. ¿Cuál es el problema?
—El problema… —Bobby me mira con aire de reproche. Luego sonríe—. El problema no te incumbe. No tardaremos en resolverlo.
—Ajá, ajá —contesto, tratando de beber un trago del cosmopolitan.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Bobby.
—Tan bien… como… —tomo un sorbo de cóctel— cabe esperar.
—En realidad creo que te encuentras mejor de lo que piensas —replica Bobby.
—¿Y eso qué significa? —pregunto con franca curiosidad.
—Que te has adaptado a la situación sin ningún problema.
Una larga pausa antes de que yo atine a murmurar.
—Gracias.
Bruce baja por la escalera circular luciendo un traje negro de Prada, un jersey de cuello vuelto color naranja y sosteniendo una botella de agua Volvic. Sin dirigirnos siquiera una mirada, se apoltrona en un rincón de la habitación y se pone a rasguear la guitarra antes de tocar de nuevo la canción «It Don’t Matter to Me» de Bread. El equipo de rodaje aguarda en silencio. Bobby contempla a Bruce durante un buen rato antes de volverse hacia mí.
—Mira, Victor —dice—, comprendo cómo te sientes. Nos dedicamos a colocar bombas. El Gobierno se encarga de que cualquier sospechoso desaparezca.
—Ajá.
—La CIA tiene las manos más manchadas de sangre que la OLP y el IRA juntos. —Bobby se acerca a una ventana, descorre unos visillos de encaje oscuro y observa a los otros técnicos congregados en la calle, unas meras siluetas hablando por sus walkie-talkies, moviéndose a través de la bruma, esperando—. El Gobierno es nuestro enemigo. —Bobby se vuelve hacia mí—. ¡Por el amor de Dios, pero si lo sabes de sobra, Victor!
—Pero si es que a mí… no me interesa la política —balbuceo.
—La política nos interesa a todos —replica Bobby, y se vuelve de nuevo hacia la ventana—. Es inevitable.
Mi única respuesta es apurar de un trago el resto del cosmopolitan.
—Tienes que aclarar tus ideas sobre la situación mundial —afirma Bobby—. Tienes que asimilar la información que recibes.
—Asesinamos a personas inocentes —murmuro.
—El año pasado se cometieron veinticinco mil asesinatos en nuestro país, Victor.
—Pero… yo no cometí ninguno de ellos, Bobby.
Bobby sonríe con benevolencia y se acerca al sillón en el que estoy sentado. Yo le miro, expectante.
—¿Crees que es preferible mantenerse al margen, Victor?
—Sí —murmuro.
—Todos estamos implicados —murmura Bobby a su vez—. Tienes que comprenderlo.
—Es que, tío, es que, tío…
—Victor…
—Me cuesta justificar todo esto y… —Miro a Bobby con expresión implorante.
—No creo que debas justificar nada.
—Pero es que yo… soy americano, ¿sabes?
—¡No te jode! Y yo —replica Bobby.
—¿Por qué me elegiste a mí, Bobby? —pregunto—. ¿Por qué confías en mí?
—Porque crees que la franja de Gaza es un numerito erótico que se montan las bailarinas de la danza del vientre —responde Bobby—. Porque crees que la OLP grabó los singles «Don’t Bring Me Down» y «Evil Woman».
Silencio hasta que suena el teléfono. Bobby contesta. Bruce deja de tocar la guitarra. Nos comunican que el equipo situado fuera está preparado. Bobby les dice que salimos enseguida. Los técnicos que rodaban dentro de la casa empiezan a recoger los trastos. El director, decididamente satisfecho, conversa con Bobby, que asiente con la cabeza sin quitar ojo a Bruce. En el momento indicado, Tammy, Bentley y Jamie descienden por la escalera circular; los técnicos situados fuera nos filman tres veces dirigiéndonos entre alegres risas desde la puerta hasta el Citroën negro. Bentley abre el cortejo, seguido por Jamie y Bobby, que avanzan del brazo haciéndose carantoñas, mientras Bruce y yo flanqueamos a Tammy, que camina de la mano de ambos, mirándonos feliz porque según el guión de la película que rueda el equipo situado en el exterior yo estoy enamorado de ella. Jamie se traslada al Natacha en un Mercedes negro porque lleva un vestido que vale treinta mil dólares.
En el Natacha los de la MTV graban una fiesta que se celebra arriba. Las chicas están todas divinas con su aspecto demacrado, y los tíos están cachas; todos llevan gafas de sol y esperan que los técnicos les enciendan los cigarrillos. Abajo se celebra otra fiesta en la que Lucien Pellat-Finet charla con el diseñador de sombreros Christian Liagré y Andre Walker aparece del brazo de Claudia Schiffer, que luce un mono adornado con plumas y una peluca pelirroja cortada a lo paje; Galliano luce un pequeño sombrero de fieltro y Christian Laboutin toca «Je T’Aime» en el piano mientras Stephanie Marais, de pie junto a él, canta el papel de Jane Birkin. Recibimos a nuestros fans en la mesa ante la que estamos sentados; la gente se agolpa alrededor de nosotros, murmurando, emitiendo las exclamaciones de rigor. Hay unas bandejas de plata con canapés de caviar, que ni siquiera hemos probado; reina un ambiente muy a lo youthquake y relajado hasta que aparecen Ralph y Ricky Lauren. El tema de esta noche es la insoportable levedad del ser; todo es ubicuo; en la sala flota cierto olor a mierda.
—Victor —me advierte Bobby cuando alguien me pasa un paquete de cocaína, recordándome que mañana tengo una misión—. Oye, Bentley, cuidadito, tío.
Bentley tiene los ojos vidriosos tras haber pasado casi todo el día bronceándose con una lámpara de rayos UVA y alucina al ver a tantos chicos adolescentes vestidos con camisetas que marcan músculo. Se me ha dormido el pie y noto un cosquilleo en toda la pierna. Echo un vistazo a mi nombre escrito en la invitación a la fiesta de esta noche. Los fotógrafos no dejan de acribillar nuestra mesa con los flashes. Tammy aparta la vista; lleva la boca pintada con una gruesa capa de lápiz labial Urban Decay.
—Está locamente enamorado de ese camarero. —Jamie sonríe y enciende un cigarrillo.
Todos nos volvemos.
—En cierta ocasión leí en la revista Time un artículo sobre camareros guapos —responde Bentley encogiéndose de hombros—. ¿Qué queréis? La carne es débil.
—El proyecto de Venecia se ha cancelado —anuncia Bobby en voz alta para hacerse oír en medio del barullo.
—¿Harry’s Bar? —pregunta Bruce, apartando la vista de Tammy.
—No —contesta Bobby al tiempo que saluda con la mano a alguien que está al otro lado de la sala.
Vagamente, sin necesidad de preguntar nada, comprendo que eso significa que no vamos a poner ninguna bomba en el Harry’s Bar.
Abajo, en la penumbra del Natacha, el equipo de la MTV interrumpe los comentarios de Bobby sobre un proyecto denominado «Band on the Run». El entrevistador ruega a Bobby, a Jamie y a Bentley que se aproximen para que la cámara pueda captarlos, a lo cual los tres acceden amablemente.
—Lo importante es la actitud en cuanto estilo de vida —afirma Jamie.
—Tía, eso suena como un anuncio de Calvin Klein. Qué vulgaridad —gruñe Bobby.
Jamie saluda a la cámara con la mano en un gesto desenfadado hasta que preguntan a Bobby sobre su colaboración con Amnistía Internacional. Al girar la cara veo a Dennis Rodman paseándose por la habitación luciendo un taparrabos, un par de alas descomunales y un arito de brillantes en la nariz. Cuando me vuelvo de nuevo hacia la mesa, el VJ pregunta a Bentley si le gusta París.
—Me encanta todo menos los americanos —responde Bentley con un bostezo, procurando ser vagamente divertido—. Los americanos son un desastre a la hora de aprender idiomas ¿Mi idea del tedio? Escuchar a un imbécil de Wisconsin esforzándose en pedir un té helado en el Deux Magots.
A mis espaldas oigo que el director le dice a alguien:
—Eso no vamos a incluirlo.
—No te metas tanto con la gente, Bentley —le aconseja Jamie con delicadeza. Se inclina hacia él y le arrebata el cigarrillo—. Te va a dar algo.
—Veamos los modelítos —dice el VJ. Las luces y las cámaras se mueven alrededor de nosotros—. Venga, vosotros a vuestro aire.
En el Natacha hace un frío que pela; nuestro aliento forma unas nubecitas de vaho. Por más que las ahuyentamos, las moscas no nos dejan en paz, el suelo está sembrado de confeti y el hedor a mierda se intensifica después de que le pego dos esnifadas al paquete de farlopa que devuelvo muy a mi pesar a Bentley. Markus Schenkenberg, que cree sin razón que es amigo mío, se sienta en un sillón junto al mío para chupar cámara, para exhibir su cazadora de piel de serpiente negra y para decirme:
—No somos infalibles, Victor.
—¿Me lo dices o me lo cuentas?
Markus bosteza cuando Beatrice Dalle hace una entrada de lo más teatral. Luego se vuelve para observarme.
—Es un terrorista —informo a Markus, señalando a Bobby.
—No —replica Markus meneando la cabeza—. No tiene aspecto de terrorista. Es demasiado guapo.
—Ponte las pilas, nenita —contesto, repantigándome en el sillón—. Ese tío es un terrorista.
—No —insiste Markus—. Conozco a varios terroristas y ese guaperas no tiene pinta de serlo.
—Lo que hay que oír. —Bostezo, observándolo por el rabillo del ojo—. Eres un renegado total.
—Si te digo la verdad, ando un poco descontrolado —confiesa Markus—. Ahora mismo lo que más me apetece es meterme un par de rayas.
—Te aseguro que ese tío es el malo de la película —suspiro.
Un tipo que estudió en Camden se acerca a Jamie, un francés llamado Bertrand que era compañero de cuarto de Sean Bateman, y le susurra algo al oído. Ambos se vuelven para mirarme. Jamie asiente con la cabeza pero de pronto Bertrand suelta algo que hace que se tense y deje de asentir. Con cara de angustia, Jamie aparta bruscamente a Bertrand, quien me mira mosqueado antes de perderse entre la multitud. En éstas aparecen Mario Sorrenti y David Sims y se ponen a charlar con Markus Bobby se dedica a ir de mesa en mesa saludando al personal en compañía de Shoshanna Lonstein, una ex presentadora de televisión, el mago David Blaine y Snoopy Jones. Tammy, deshecha en lágrimas, se aleja de Bruce, que tiene a China Chow sentada en las rodillas. Un díler amiguete de Bentley llamado el Grand Poobah me susurra al oído «¿Lo has probado?», tras lo cual cerramos el trato.
32
Un pedazo de cinta adhesiva aplicado con guantes de goma a un bote de gas de metal blanco. Este plano —filmado mientras la cámara se aleja lentamente— acaba con un corte directo a otro plano en el que aparezco yo dándome una ducha, enjabonándome despacio el pecho y las piernas; la cámara se desliza innecesariamente sobre mi culo mientras el agua cae sobre mi musculosa espalda. Otro plano del recio bote de metal reposando sobre un diván de Hans Wegner. Un rápido montaje de mi personaje vistiéndose: unos calzoncillos Calvin Klein, un jersey de cuello vuelto Prada y un traje Yohi Yamamoto con un primer plano de la etiqueta para mayor deleite del público. Un primer plano de mi rostro, una mano tomando unas Ray-Ban negras (un ejemplo de publicidad encubierta bien remunerada). Otro primer plano de mi mano depositando una pastilla de Xanax sobre la lengua y acercando una botella de agua Volvic a los labios. Un plano de las manos metiendo el bote de gas en una bolsa Louis Vuitton.
Un plano exterior del Hozan. Un breve plano interior en el que salgo yo almorzando. En éstas pasa junto a mí el doble de Christian Bale, pero yo no reparo en él porque estoy observando a unos tipos que patrullan armados con metralletas, y también porque en ese momento sólo pienso en que se me ha dormido el brazo. Unos planos de mi personaje echando a caminar por la Rue de Fourey hacia el Sena, luego en el Pont Marie atravesando la Île Saint-Louis, con la silueta de Notre Dame al fondo. El cielo está encapotado. A continuación cruzo el Sena y me dirijo a la Rive Gauche. Un plano de mí doblando a la derecha en el Boulevard Saint-Germain. Un plano de mí bajando las escaleras de la boca del metro. La cámara se detiene unos segundos sobre un grupo de desastrados turistas.
Un plano de mí en un tren, sentado junto a la bolsa Louis Vuitton. Indicaciones: coloca la bolsa debajo del asiento, hojea un ejemplar de Le Monde, frunce el ceño, finge que lee, levanta la vista y observa a un adolescente guapísimo que trata de enrollarse contigo. Un plano de Victor forzando una sonrisa y desviando la mirada, un sutil rechazo, un pequeño movimiento de la cabeza, un gesto que dice: «No me interesa». Otro plano del chico encogiéndose de hombros, esbozando una leve sonrisa. Yo repito para mis adentros la frase de una canción —when Jupiter aligns with Mars when Jupiter aligns with Mars[59]— y como no me han informado de lo que transporto en la bolsa Vuitton, la coloco debajo del asiento sin dar más vueltas al asunto. Más tarde averiguaré que han depositado la bomba en un bote de gas de quince kilos junto con unos pernos, unos fragmentos de vidrio y unos clavos, y que eso es lo que transporto en la bolsa, la misma que dejé en el guardarropía del Hozan mientras almorzaba esta tarde, la misma que he llevado tan campante por las calles de París.
Atribuirían el atentado a un grupo guerrillero argelino, a un fundamentalista musulmán, a una facción islámica o a un grupo escindido del movimiento separatista vasco (qué cachas están los vascos); todo depende del significado que atribuya al hecho el jefe del servicio de contraespionaje francés. Yo no controlo el detonador. Una imagen de la infancia: estás en una pista de tenis, empuñas una raqueta, como música de fondo suena el disco Rumours de Fleetwood Mac, acaba de empezar el verano y tu madre aún vive, pero de alguna manera sabes que la tragedia es inminente.
Quince minutos después de apearme del tren, justo pasadas las 6 de la tarde, en el cruce del Boulevard du Montparnasse y el Boulevard Saint-Michel, frente al Cloiserie de Lilas, la bomba mata a diez personas en el acto. Otras siete mueren en el transcurso de los tres días siguientes, todas a causa de quemaduras graves. Ciento treinta han de ser hospitalizadas debido a heridas de diversa consideración, veintiocho de ellas de pronóstico reservado. Posteriormente rodarán una escena en la que Bobby expresa su indignación de que la bomba no estallara bajo tierra, donde la repercusión habría sido «mucho mayor», en lugar de hacerlo en Pont Royal, que está parcialmente al aire libre. Bobby recalca que la bomba debía explotar en la estación de Saint-Michel-Notre Dame, junto al Sena, en el preciso instante en que las puertas se abrían sobre la plataforma situada frente a la catedral.
En lugar de ello: la deflagración.
Un plano de las ventanillas del tren implosionando debido a la fuerza de la detonación.
Un plano de las puertas derrumbándose.
Un plano del tren precipitándose hacia adelante, envuelto en llamas.
Un plano de la multitud huyendo despavorida.
Varios planos de gente que vuela por los aires hecha pedazos, extras y especialistas que salen despedidos del vagón de acero y aterrizan sobre la vía.
Planos de restos humanos —piernas, brazos y manos, en su mayoría reales— deslizándose sobre la plataforma. Planos de víctimas mutiladas que yacen amontonadas. Planos de gente sin rostro. Planos de asientos fundidos y destrozados. Supervivientes que se incorporan entre la espesa humareda negra, tosen, prorrumpen en llanto, se asfixian en medio del pestazo a pólvora. Un plano del tipo igualito a Christian Bale agarrando un extintor y abriéndose paso a través de la aterrorizada multitud para alcanzar el vagón calcinado del metro. Música de fondo: la canción «Je T’Aime» de Serge Gainsbourg.
Un montaje: centenares de policías se presentan en el lugar del atentado junto al puente que atraviesa el Sena y conduce a Notre Dame. Victor pasa a pie frente a la tienda de Gap y un tipo vestido con una amplia camisa de Tommy Hilfiger lo adelanta patinando. Victor tomando una copa en la brasserie de la Rue Saint-Antoine, jugando con sus Ray-Ban. El primer ministro francés llega al lugar del atentado en un helicóptero, mientras Tammy y el hijo del primer ministro francés —filmados por la segunda unidad— pasan el día en Les Halles tras recibir una llamada que los aleja del Louvre (una llamada realizada por Bruce desde una cabina telefónica en la Rue de Bassano, cerca del Arco de Triunfo). Ambos llevan gafas de sol. Tammy parece feliz y contenta, y consigue hacer sonreír al hijo del primer ministro francés pese al mono que sufre el muchacho tras haber pasado tanto tiempo dándole a la coca que incluso llegó a vomitar sangre. Ella le ofrece un diente de león. Él sopla sobre la flor y el esfuerzo le provoca un ataque de tos.
Luego: unos planos de los controles de seguridad en las carreteras, en las fronteras, en varios grandes almacenes. Planos del tren siniestrado siendo arrastrado hasta un laboratorio policial. Un montaje de controles policiales en los barrios musulmanes. Un Corán —un objeto de atrezzo que ha dejado el equipo de rodaje francés—, junto con unos disquetes que revelan unos planes de asesinar a varios importantes funcionarios franceses, es hallado en un contenedor de basura carca de una urbanización en Lyon y, debido a una pista que Bobby ha dejado, un actor que encarna a un joven fugitivo argelino es abatido a tiros frente a una mezquita.
31
Vestido con un traje de Armani forrado con Kevlar, conduzco a Jamie a través de las vallas metálicas que la policía ha colocado frente al Ritz debido a que esta semana se hospeda en el hotel una delegación diplomática japonesa. Pese a mi invitación y la participación de Jamie en el pase, nos obligan a mostrarles los pasaportes «por precaución», para que puedan comprobar nuestros nombres en unas listas que chequean en tres puntos de control antes de que consigamos llegar al backstage. Jamie pasa sin mayores problemas por los detectores de metal, lo cual demuestra la ineficacia de estos aparatos como método de protección.
En el backstage hace un frío polar; todo está lleno de cámaras de vídeo y de preparadores físicos franceses que aspiran el humo de unos porros bastante mal liados; veo a un adolescente con pinta de gamberro que trabajó en Poltergeist V: La Pierna de pie, discutiendo junto a una mesa repleta de botellas de champán. Oigo —aunque no presto atención— a Jamie y a Linda Evangelista charlando sobre el hecho de que no las llamaran para participar en el último bombazo, sobre el amanecer en Asia, sobre Rupert Murdoch. Ofrezco una sonrisa un tanto forzada cuando Linda me da un golpecito en el hombro y dice: «Anda, Victor, anímate, hombre». Apuro otra copa de champán, me concentro en las modelos que trajinan a nuestro alrededor, percibo de nuevo un olor a mierda, me siento molesto porque el brazo y un lado del cuello se me han dormido.
Han instalado una pasarela sobre la piscina de la planta baja para el pase de modelos de un célebre diseñador japonés que acaba de abandonar una clínica de rehabilitación para toxicómanos. El pase se abre con un vídeo del viaje a Groenlandia que hizo el amiguito del diseñador, mientras una voz de fondo comenta su comunión con la naturaleza. Al cabo de unos momentos el silbido de los gélidos vientos que suena a nuestras espaldas da paso a Yo La Tengo y cuando se encienden unas luces muy blancas, las modelos, encabezadas por Jamie, comienzan a desfilar descalzas por la pasarela hacia una gigantesca pantalla gris. Yo observo a Jamie en un pequeño monitor en el backstage junto con Fréderic Sanchez y Fred Bladou, los productores de la música para el pase. Sigo el ritmo con el pie para transmitirles mi aprobación, pero ellos no reparan en ese detalle.
Más tarde, en la fiesta, poso para los paparazzi —tal como me han indicado— con Johnny Depp, con Elle Macpherson, con Desmond Richardson y con Michelle Montagne; luego poso entre Stella Tennant y Ellen von Unwerth, con una expresión idiotizada a más no poder. Concedo una breve entrevista a la MTV de Taipei, pero el pestazo a mierda hace que me lloren los ojos y me alejo de los paparazzi para tomarme otra copa de champán. Cuando recobro la visión normal y consigo respirar con calma por la boca, distingo al actor que encarna al hijo del primer ministro francés.
Enciende un puro con una cerilla muy larga al tiempo que ahuyenta una mosca y conversa con Lyle Lovett y Meg Ryan. Sin apenas darme cuenta, me acerco a él; de pronto me doy cuenta de que estoy hecho polvo. Con un rápido ademán, alargo el brazo y le toco en el hombro; aunque luego retiro la mano de inmediato.
Él se vuelve, a mitad de un chiste que está contando, y al verme sonríe:
—¿Qué quieres? —pregunta.
—Tengo que hablar contigo —respondo, tratando de sonreír.
—No lo creo. —El actor se vuelve y empieza a gesticular.
—Que sí, hombre —insisto, tocándole de nuevo en el hombro—. De verdad: es muy importante que hablemos.
—Lárgate —contesta el actor, impacientándose. Al darse cuenta de que Lyle y Meg se han puesto a charlar, suelta una palabrota en francés.
—Creo que corres peligro —susurro—. Si sigues saliendo con Tammy Devol acabarás mal, ya verás. Creo que corres un gran peligro…
—Lo que yo creo es que eres imbécil perdido —contesta el otro—. Y también creo que si no te largas enseguida el que correrá peligro vas a ser tú.
—Por favor… —insisto, tocándole de nuevo en el hombro.
—¡Tío, ya vale! —exclama el actor, encarándose conmigo.
—Aléjate de ellos…
—¿Qué? ¿Te envía Bruce? —inquiere el actor con tono despectivo—. ¡Qué patético! Dile a Bruce Rhinebeck de mi parte que se comporte como un hombre y me diga lo que tenga que decirme a la cara.
—No se trata de Bruce —respondo, inclinándome hacia él—. Son todos…
—¿Te vas a largar de una vez, coño?
—Sólo trato de ayudarte…
—¿Es que no me has oído? —me espeta el actor—. ¿Hay alguien ahí? —agrega dándome unos golpecitos en la sien con el dedo con tal fuerza que parpadeo y tengo que apoyarme en una columna para no caerme.
—Vete ya, joder —concluye el actor—. ¡Que me dejes en paz!
En éstas Jamie me agarra del brazo y arrastra a otra parte.
—Eso ha sido una estupidez, Victor —me susurra al oído.
—Au revoir, colega —dice el actor, imitando el socorrido acento de un joven americano.
—Eso ha sido una estupidez —susurra Jamie de nuevo, repitiendo la frasecita de marras mientras me conduce a través de la multitud, deteniéndose cuatro, once veces para posar ante las cámaras.
Al salir del Ritz veo al doble de Christian Bale de pie junto a la base de la columna cubierta de verdín en la Place Vendôme, pero me abstengo de comentárselo a Jamie mientras echamos a andar junto a la verja de hierro que conduce a la Cour Vendôme. Un policía le dice algo a Jamie y ella asiente. Doblamos hacia el extremo sur de la plaza Jamie, incapaz de hallar nuestro coche, suelta unos cuantos tacos. Yo voy tras ella; los ojos siguen llorándome y trago saliva constantemente para aliviar la opresión que siento en el pecho. El doble de Christian Bale ha desaparecido. Finalmente Jamie asoma la cabeza por la ventanilla del BMW negro que nos condujo hasta aquí y dirige un par de palabras al chófer.
Bobby se ha marchado esta mañana con su tarjeta de embarque para el puente aéreo París-Londres de la British Airways. Nuestras instrucciones: llegar al Ritz, asistir al pase de modelos, envenenar el agua de la piscina con unas cápsulas de LiDVl96#, dejar que los paparazzi nos fotografíen, pedir unas copas en el bar del Ritz, esperar veinte minutos, marcharnos tan ricamente. Los rumores de que Jamie Fields sale con Victor Ward mientras Bobby Hughes está ausente podrían ser —según las notas de Bobby— «un excelente sistema para distraer la atención de la gente».
Un montaje de Jamie y Victor caminando por el Quai de la Tournelle: empiezan junto a las torres de Notre Dame y luego contemplan las barcazas que navegan por el Sena. Jamie procura tranquilizarme cuando me pongo histérico y empiezo a arañarme la cara respirando con dificultad, sin dejar de gemir, «¡me muero! ¡me muero!». Me conduce hacia un área separada por un muro junto al Boulevard Saint-Michel. Terminamos rodando de nuevo mi crisis histérica cerca del Quai de Montebello, donde me suministran más Xanax. Luego un taxi nos conduce al Boulevard Saint-Germain y Jamie y yo nos sentamos a una mesa en la terraza de Les Deux Magots, donde confieso:
—Es que llevo unos calcetines muy incómodos que me compré en Gap.
Tras lo cual me sueno y me pongo a reír como un histérico.
—Cálmate —dice Jamie mientras me pasa otro kleenex.
—¿Es que no me quieres? —pregunto.
—Sí, claro; aunque sospecho que le diste al taxista una propina de cien dólares, te quiero —me contesta.
—No me extraña que soltara un silbido de asombro —comento.
Al llegar a la habitación que siempre compartimos en el Hôtel Costes compruebo que han abierto la cama y han esparcido un poco de confeti sobre la colcha. Deposito la Walther automática del calibre 25 en la mesilla de noche, y mientras follamos, Jamie se coloca de forma que yo pueda contemplar las imágenes de los vídeos que aparecen en el televisor, hacia el cual me obliga a volver la cara continuamente, porque a pesar de tener los ojos cerrados Jamie asegura que siente mi anhelo, la necesidad que irradian mis ojos, lo insoportable que es todo. Es posible que Jamie haya experimentado un chispazo, que haya llorado un poco. Es posible que yo haya dicho: «Te quiero».
Más tarde, repantigado en un sillón frente a la cama, fumando un cigarrillo, le pregunto:
—¿Qué te decía Bertrand?
—¿Dónde? —pregunta ella sin vacilar—. ¿Quién?
—La otra noche, en el Natacha —respondo, exhalando el humo del cigarrillo—. Bertrand, te dijo algo y tú le apartaste de un empujón.
—¿Ah, sí? —contesta Jamie, encendiendo un cigarrillo con expresión lánguida—. Nada. Olvídalo.
—¿No lo recuerdas de Camden?
—Creo que sí —responde Jamie, midiendo bien sus palabras—. ¿En Camden?
—Era el compañero de cuarto de Sean Bateman…
—Joder, tío, por el amor de Dios —me interrumpe Jamie; su aliento forma unas nubecitas de vapor—. Sí. Bertrand estudió en Camden. Sí. Nos vimos en el Natacha. Vale.
Apago el cigarrillo y me trago otro Xanax con una copa de champán.
—¿Está implicado Bertrand? —pregunto.
—¿Está implicado Bertrand? —repite Jamie articulando despacio las palabras, revolcándose en el lecho y dando patadas a las sábanas con sus largas piernas morenas.
—¿Está implicado Bertrand en el proyecto «Band on the Run»? —pregunto.
—No —contesta Jamie tajante—. Ese juego es el de Bobby.
—Jamie, yo…
—¿Por qué fuiste a Londres, Victor? —pregunta ella, evitando mi mirada—. ¿Qué hacías allí? —Luego, tras una larga pausa, cierra los ojos y añade—: Por lo que más quieras, dímelo.
Respiro hondo.
—Me enviaron para que te localizara —sin vacilar.
Una larga pausa, durante la cual Jamie deja de propinar patadas a las sábanas.
—¿Quién, Victor?
—No sé, un tipo. Me dijo que tus padres andaban buscándote.
Jamie se incorpora, cubriéndose los pechos con una toalla.
—¿Qué has dicho? —pregunta mientras apaga el cigarrillo con mano temblorosa.
—Un hombre llamado Palakon me ofreció dinero para que viniera a locali…
—¿Por qué? —inquiere Jamie, alerta, mirándome por primera vez desde que entramos en la habitación del hotel.
—Para que te llevara de regreso a Estados Unidos —respondo suspirando.
—¿Eso…? —Jamie se detiene, como si dudara—. ¿Eso figuraba en el guión? ¿Ese tal Palakon figuraba en el guión?
—La verdad, no lo sé seguro —contesto—. Hace tiempo que no tengo noticias de él.
—¿Ese tipo… te dijo que mis padres andaban buscándome? —pregunta Jamie, asustada—. ¿Mis padres? Eso es absurdo, Victor. ¡Dios, Victor!
—Me ofreció dinero para que te encontrara —suspiro.
—¿Para que me encontraras? —inquiere Jamie, abrazándose—. ¿Por qué lo hiciste? ¿De qué estás hablando?
—Tenía que marcharme, tenía que…
—¿Qué pasó, Victor?
—Vine en el Queen Elizabeth II. Ese hombre me ofreció dinero para que viniera a Europa en busca de una chica que había sido compañera mía en el instituto. No tenía previsto ir a Londres. Conocí a una chica en el barco y decidí ir a París con ella. —Me detengo porque no sé muy bien adónde me conduce esto.
—¿Y qué ocurrió? —pregunta Jamie—. ¿Por qué no fuiste a París con ella?
—Porque… desapareció.
De golpe se lo cuento todo atropelladamente: la desaparición de Marina, nuestras escenas juntos, las fotos que hallé en el bolso de Prada de un chico clavadito a mí, en el concierto de Wallflowers, en el Sky Bar, en la sesión de fotos de Brigitte Lancome, los dientes incrustados en la pared del baño, el rastro de sangre detrás del váter, la ausencia del nombre de ella en la lista de pasajeros, las fotografías retocadas de la cena con los Wallace.
Jamie aparta el rostro.
—Dime la fecha.
—¿La fecha de qué?
Jamie me lo aclara. La noche en que había niebla y conocí a Marina. La noche en que regresamos a mi camarote. La noche en que pillé un ciego épico. La noche que vi a una figura registrando los cajones de mi habitación y perdí el conocimiento. Yo le digo la fecha.
—¿Cómo se llamaba la chica, Victor?
—¿Qué? —De golpe me siento perdido, muy lejos de Jamie.
—¿Cómo se llamaba? —pregunta de nuevo.
—Marina. —Suspiro—. ¿Qué mas da?
—¿Se llamaba…? —Jamie se detiene unos instantes, como si se sintiera confusa; luego inspira y concluye la frase—. ¿Marina Cannon?
El pensar en ello, el oír a otra persona pronunciar su nombre, contribuye a aclararme las ideas.
—No, no era Cannon.
—¿Cómo se llamaba? —insiste Jamie, transmitiéndome ciertas vibraciones de temor.
—Marina Gibson —respondo, y me doy cuenta de que logro articular las palabras con nitidez.
En éstas Jamie alarga una mano y vuelve la cabeza, un gesto que no hemos ensayado. Me acerco a ella con paso vacilante y tomo su rostro suavemente en mis manos, pero la intensidad de su expresión me hace retroceder, impresionado. Jamie se levanta de la cama, corre hacia el baño y cierra de un portazo. Al cabo de unos instantes me llegan unos gemidos, como si alguien sofocara sus gritos con una toalla. Las dimensiones de la cama me permiten tumbarme cómodamente de espaldas y contemplar el techo mientras las luces de un vídeo de Bush se proyectan sobre mi rostro en la penumbra. Subo el volumen para no oír los sonidos que proceden del baño.
30
Tammy y yo no sentamos en un banco frente al Louvre, junto a la pirámide de cristal que se alza en el centro de la entrada por la que en estos momentos desfilan unos estudiantes japoneses. En alguna parte suena una música; ambos llevamos gafas de sol y Tammy se ha puesto un modelo de Isaac Mizrahi y yo un traje negro de Prada; mientras esperamos al director encendemos unos cigarrillos y charlamos en voz baja sobre un restaurante muy de moda, un lugar donde nos tomamos unos margaritas Midori. Yo sigo ingiriendo Xanax a mansalva y Tammy tiene resaca debido a la heroína que se metió anoche. Lleva el pelo teñido de rubio. Cuando uno de los técnicos del equipo me hace una pregunta mientras nos bebemos unos capuchinos calentitos que nos han servido, respondo: «No opino». Luego, para animar a Tammy, le cuento lo que me pasó la última vez que me dio por la heroína y le explico que a la mañana siguiente no podía ni abrir los ojos y que cuando me bebí una Coca-Cola la vomité en cuestión de segundos, tan pronto la devolví que aún hacía burbujitas en el agua del váter. Tammy trata de memorizar el estúpido diálogo sobre nuestra «relación». Hemos rodado la escena cuatro veces esta mañana, pero Tammy está distraída, se olvida de lo que tiene que decir y da un tono lacrimógeno a unas frases inocuas porque no deja de preocuparse por el hijo del primer ministro francés en lugar de pensar en Bruce Rhinebeck, que es de quien estamos hablando en esta escena. Para colmo, la película está rodada por un equipo internacional cuyos miembros hablan diversos idiomas, por lo que las reuniones con la producción requieren unos intérpretes, y el director se queja de que el rodaje es precipitado, que el guión necesita un repaso. Han contratado a un profesor de arte damático, hablamos sobre motivación, practicamos ejercicios mnemotécnicos y ejercicios de respiración. Me fijo vagamente en que las fuentes que rodean la pirámide no funcionan.
El director se arrodilla junto a nosotros. Hace frío y su aliento forma unas nubecitas de vaho.
—Debéis representar esta escena con mucha ternura —nos explica bajándose las gafas de sol—. Los dos apreciáis a Bruce. No queréis herir sus sentimientos. Bruce es tu novio, Tammy. Bruce es tu mejor amigo, Victor. —Tras una pausa el director continúa con tono solemne—: Pero vuestro amor, la pasión que os consume, es superior a todo. No podéis seguir ocultando la verdad a Bruce. Quiero sentir en vosotros esa desesperación, ¿entendido?
Tammy asiente en silencio, apretando los puños.
—Trataré de darte lo que me pides —digo al director.
—Lo sé —contesta éste.
El director se retira y conversa durante unos momentos con Felix el cámara. Yo me vuelvo hacia Tammy y alguien grita: «¡Acción!».
Yo tengo que sonreír y acariciar la mano de Tammy. Ella tiene que mirarme y devolverme la sonrisa, cosa que consigue no sin cierta dificultad.
—Hace frío —observa ella, tiritando.
—Si —respondo—. Ven, abrígate.
—Sí —dice ella distraídamente—. Lamento lo de anoche.
—¿Dónde está Bruce? —pregunto—. ¿Qué está pasando?
—No me atormentes, Victor —suspira Tammy—. Se ha ido a Atenas. No quiero que se interponga entre nosotros. Cuando vuelva se lo contaré todo, absolutamente todo; te lo prometo.
—Da igual, porque ya lo sospecha —respondo yo.
—If I could only turn back time[60] —dice Tammy, pero le falta un toque de nostalgia.
—Can I believe the magic in your sighs?[61] —respondo, inclinándome hacia ella para besarla.
—Sabes que sí. —Tammy pronuncia esa frase con excesiva indiferencia.
—¡Corten! —grita el director. Luego se acerca a nosotros y se arrodilla junto a Tammy—. ¿Te encuentras bien, nena?
Tammy, incapaz siquiera de asentir, se rasca un punto de la espalda que no logra alcanzar.
—Verás, nena, en esta escena lo principal es la sutileza —le explica el director, bajándose las gafas.
Tammy se sorbe los mocos y responde: «Sí, ya lo sé», pero no, qué va a saber ella. En éstas le dan unos temblores tan violentos que tenemos que suspender el rodaje de la escena. El director la agarra del brazo y se la lleva casi a rastras a pesar de las protestas de Tammy, que trata inútilmente de soltarse. Helado de frío, enciendo un cigarrillo y contemplo el Sena. El pestazo a mierda lo invade todo. A mis espaldas se alza el Louvre, un edificio inmenso y aburrido. De pronto imagino que ante mí pasa un Saab con un perrito faldero en el asiento del acompañante. Se me ha dormido el pie.
Tammy se vuelve varias veces para mirarme, a fin de comprobar si estoy al tanto de la hora. Yo consulto el reloj que me entregó anoche un miembro del equipo de rodaje francés.
Sus números digitales indican: 9.57
Un miembro del equipo de rodaje inglés pasa frente a mí deslizándose sobre unos patines en línea, disminuye la velocidad para que repare en él, me saluda con un gesto de la cabeza y sigue su camino.
Me levanto, lanzo la colilla al suelo, me acerco a la silla del director y recojo una mochila negra de Prada que hay debajo de la misma.
—Tengo que ir al lavabo —informo a un ayudante de producción.
—Vale —responde éste encogiéndose de hombros, sin dejar de examinarse un tatuaje consistente en un pentagrama que tiene en el bíceps—. Y a mí qué.
Tomo la bolsa y aguardo a la entrada del museo hasta que el reloj señala las diez en punto.
Siguiendo las órdenes que me han dado, me coloco los auriculares del Walkman y ajusto el volumen mientras sujeto el aparato a una pinza que llevo en el cinturón.
Oprimo el botón Play.
A través de los auriculares empiezan a sonar los primeros compases del Bolero de Ravel.
Me monto en una escalera automática.
Debo depositar la mochila negra de Prada junto a uno de los tres teléfonos públicos del tiovivo situado al pie de la escalera automática de la Allée de Rivoli.
Desde los primeros compases del Bolero hasta su apoteósico final transcurren 12 minutos y 38 segundos.
10.01: La bomba es activada oficialmente.
Abro un mapa que me indica adónde debo dirigirme.
Al pie de la escalera automática aguardan seis miembros del equipo francés, incluido su director; todos ellos van vestidos de negro y asumen un aire grave.
El director asiente con la cabeza desde detrás del operador de la Steadicam. El director quiere rodar esta secuencia de un tirón. Me indica que me quite las gafas de sol que olvidé quitarme mientras bajaba por la escalera automática.
Echo a andar lentamente por el salón Napoleón. Mientras escucho el Bolero, que va adquiriendo vehemencia, me afano en no caminar erráticamente y mantener un ritmo regular, contando los pasos que doy, con la vista clavada en el suelo, al tiempo que formulo un deseo.
10.04: Veo los teléfonos.
10.05: Deposito la mochila de Prada a mis pies y simulo que hago una llamada por teléfono que acepta tarjetas de crédito.
10.06: Miro mi reloj.
Me alejo de los teléfonos, seguido por el equipo de rodaje.
Me han indicado que me detenga y compre una Coca-Cola en un puesto callejero. Hago lo que me ordenan y bebo un sorbo antes de tirar la lata a un contenedor de basuras.
Acto seguido regreso al salón, seguido por el equipo de rodaje; el operador de la Steadicam echa a andar frente a mí.
10.08: El Bolero se hace más insistente, más frenético.
Pero de pronto el equipo disminuye la marcha lo cual me obliga a hacer otro tanto.
Al alzar la cabeza observo la expresión atónita de sus rostros.
El cámara se detiene y aparta la cara del visor.
Alguien me da un golpecito en el hombro.
Me quito los auriculares y me vuelvo rápidamente, atemorizado.
Es una ayudante de producción del equipo de rodaje norteamericano, una tía que se parece a Heather Graham. Su rostro refleja una curiosa mezcla de preocupación y alivio. Jadea un poco, como si hubiera realizado un esfuerzo, y luego sonríe tímidamente.
—Te has dejado esto en la cabina —dice.
Yo me quedo mirando la mochila de Prada que sostiene en la mano.
—¿Victor? —pregunta la joven—. Toma.
—¿Ah… sí? —contesto, tomando la mochila.
La entrego de inmediato a un ayudante de producción del equipo de rodaje francés. Temblando, el ayudante de producción agarra la mochila y se la pasa al director.
El director contempla la mochila de Prada y se la devuelve de inmediato a la ayudante de producción, que tuerce el gesto.
—¿Quiénes son estas personas? —pregunta la joven, sonriendo, como si estuviera esperando que yo la presente.
—¿Qué? —pregunto distraído.
—¿Pero qué pasa? —pregunta la chica con insistencia, sin dejar de sonreír.
El director chasquea los dedos y alguien le trae de inmediato un móvil. Lo abre, marca un número, se vuelve y murmura algo en francés.
—¿Quiénes son? —pregunto como un idiota—. ¿A qué te refieres?
10.09.
—A esa gente —contesta la chica. Luego se inclina hacia mí y susurra—: Esos que están detrás de ti.
—Ah, ¿ésos? —contesto volviéndome—. Me siguen por todas partes, pero no sé quiénes son.
El ayudante de producción me mira con ojos muy abiertos; su respiración es audible.
El Bolero de Ravel sigue adquiriendo ímpetu.
Se me ocurre un número infinito de posibilidades.
Apenas me atrevo a respirar.
—Anda, Victor, creo que deberíamos marcharnos —murmura la chica tocándome en el brazo con una mano muy pequeña para una joven de su edad.
Miro al director, quien asiente con un gesto.
Mientras subimos por la escalera automática, me vuelvo.
El equipo de rodaje francés se ha esfumado.
—¿Por qué se han quedado con tu mochila, Victor? —pregunta la chica—. ¿Es que los conoces?
—Oye, tía, tú tranquila, ¿eh? —respondo cansado—. Estáte calladita.
—¿Pero por qué se han quedado con tu mochila? —insiste ella.
El Bolero de Ravel termina.
La cinta del Walkman se detiene automáticamente.
Yo no me molesto en consultar mi reloj.
Tammy, que me espera junto a la pirámide, me mira perpleja y consulta su reloj. Parece haberse recobrado.
—Me he perdido —digo, encogiéndome de hombros.
A lo lejos, desde donde me hallo repantigado en una silla, veo a la ayudante de producción que se parece a Heather Graham conversando con el director y con Felix, quienes me miran fijamente: sospecha, murmullos, cierto aire de preocupación. Todo está cubierto de confeti; unos pedacitos caen sobre nosotros desde lo alto, pero yo apenas reparo en ello. Igual podría estar tumbado sobre una toalla en la playa de Malibú. Igual podría ser el año 78 o el 83. Igual podrían estar atacándonos los extraterrestres. Igual yo podría ser una chica que se siente sola y cubre la lámpara de su dormitorio con un chal. Durante toda la semana he tenido unos sueños que consistían en unas imágenes de un helicóptero en el momento de despegar por encima de un gigantesco espacio metálico mientras las palabras «más allá» flotan en letras blancas y doradas. Alguien del equipo me entrega una pandereta.
29
Esta noche todo el mundo está presente en la suite Windsor del Ritz, situada en el primer piso. Entre los asistentes: Kristen McMenamy, Sting y Trudie Styler, Kate Moss, Jennifer Saunders, Brian Ferry, Tina Turner, Donatella Versace, Jon Bon Jovi, Susie Bick, Nadja Auermann con un traje de cóctel estilo burbuja adornado con encaje, Marie-Sophie Wilson con un vestido rosa inca, un puñado de nuevos ricos rusos, un famoso productor recién salido de la cárcel o de una clínica de rehabilitación, a saber. Por la sala se pasea un pequinés que trata desesperadamente de evitar que le pisen. No tengo ni pajolera idea de qué va todo este montaje, quizá lo hayan organizado para lanzar el nuevo perfume Pandemonium. Me siento como descoyuntado, al borde de un ataque, tengo la boca reseca por culpa de tanto Xanax. Hemos pasado el día en un yate, mirándonos unos a otros y asintiendo casi por inercia. Oribe se presentó de improviso y nos peinó a todos. Alguien que está de pie en un rincón se desvanece, según observo distraídamente mientras enciendo un cigarrillo. Por los altavoces suena la típica música disco.
Jamie luce —obligada por Bobby— la crinolina de seda con estampado de leopardo amarillo canario, y en estos momentos charla con Shalom Harlow y Cecilia Chancellor; las tres no paran de reír con expresión cansina. Cecilia, vestida con un jersey de cuello vuelto negro y un pantalón ceñido que le deja el ombligo al descubierto, se ha quedado un poco sorda porque su novio se ha pasado el día siguiéndola y encendiendo petardos.
Cuando Jamie me mira lo hace con una expresión que me recuerda: estás más solo que la una.
Un rubiales situado detrás de mí, con el pelo a lo rasta y un piercing en la barbilla, pide una cerveza.
Bertrand Ripleis se acerca a Jamie, besa a Shalom, abraza a Cecilia por la cintura y de vez en cuando me dirige una mirada asesina.
Yo estoy obsesionado por la mosca que no cesa de revolotear sobre un gigantesco bol de plata lleno de beluga, por el leve olor a mierda que flota en la habitación. —«¿Pero vosotros no lo oléis?», pregunto. «Oh, sí», responden todos con expresión de complicidad—, por el tipo que se pasea vestido con una bata blanca de laboratorio, por los planos de cohetes y los expedientes clasificados información secreta que vi sobre la mesa en un dormitorio de la casa situada en el octavo o decimosexto arrondissement y por la chica que está junto a mí, sosteniendo una sombrilla y repitiendo en tono plañidero:
—Qué démodé. Todo está archivisto.
—Sí, es bastante patético —observo, tiritando.
—Qué cruel eres —replica ella haciendo girar la sombrilla. Luego se aleja danzando y me deja allí tirado, como un náufrago. Llevo tanto rato de pie que se me ha dormido la pierna.
Un Edgar Cameron más delgado —un tipo al que conocí brevemente en Nueva York y al que no veía desde Navidad y cuya novia, Julia, es una cretina relativamente elegante a la que me tiré después de haberme enrollado con Chloe— me ha saludado varias veces con la cabeza desde que llegó a la fiesta y como me he quedado solo, sosteniendo una copa de champán, procurando no dar la impresión de estar deprimido, me he convertido en un excelente candidato para una visita. Julia me dijo en cierta ocasión que Edgar tiene un gato sin pelo y bebe tanto que un día se comió una ardilla que se encontró en un callejón junto a Mercer Street «por una apuesta». Yo besaba a Julia como si la amara sinceramente, como si no pensara abandonarla nunca.
—Te debo dinero, Victor —dice Edgar en tono de disculpa—. Lo sé, te juro que ya lo sé. Te debo… ¿cuánto? Pongamos doscientos para redondear la cifra. —Edgar se detiene con expresión preocupada—. ¿Aceptas francos?
—No me debes nada, Edgar —contesto suavemente, mientras observo a Jamie que posa para un fotógrafo.
—Te lo agradezco, Victor. Yo habría pagado mi consumición en el Balthazar pero…
—¿Se puede saber de qué me estás hablando? —le interrumpo con un suspiro.
—Sí, hombre. ¿No te acuerdas de lo de la semana pasada? —responde Edgar, al tiempo que saluda vagamente a alguien con la mano—. En el Balthazar. En Nueva York. Cuando pagaste la cuenta con la tarjeta de crédito.
Pausa.
—Yo no estuve en el Balthazar la semana pasada, Edgar —aseguro, aunque no las tengo todas conmigo—. Llevo fuera de Nueva York desde… —Me detengo. Algo diminuto y duro comienza a cobrar forma.
Pero Edgar se echa a reír.
—Pues la verdad, la otra noche parecías bastante más animado. En fin, será que París te ha dejado por los suelos. Mira, ahí está Mouna Al-Rashid.
—Y que lo digas —murmuro—. ¿Cuándo cenamos tú y yo, Edgar?
—El martes pasado —responde Edgar. Se ha puesto serio, su sonrisa se ha disipado—. En el Balthazar. Éramos un montón de gente. Pagaste con la tarjeta de crédito. Todos te pagaron en metálico. —Pausa. Edgar me mira como si de pronto me hubiera quedado dormido—. Todos menos yo, claro. Te propuse ir a un cajero automático y pagarte…
—Yo no estaba ahí, Edgar —declaro en voz baja; los ojos me lagrimean—. No era yo.
—Pero si más tarde fuimos a bailar —insiste Edgar—. Lo estabas celebrando —añade haciendo unos gestos para indicar que nos corrimos la gran juerga—. Toda la noche rodeados de modelos, una mesa en el Cheetah. Fue genial.
Me seco una lágrima que se desliza por la mejilla y fuerzo una ligera sonrisa.
—¡Joder, tío!
—Hombre, Victor, no… —dice Edgar tratando de reír sin conseguirlo—. Al día siguiente te llamé a tu apartamento. Dejé un mensaje. Quería invitarte a almorzar.
—No recuerdo nada de eso, Edgar. —Tengo un nudo en la garganta.
—Estabas muy animado —prosigue Edgar, como si tratara de convencerme—. Comentaste que querías volver al instituto, a Columbia o a la NYU. —Pausa—. No estabas borracho, Victor. De hecho, creo que no te tomaste ni una copa siquiera. —Otra pausa—. ¿Te encuentras… bien? —De nuevo una pausa—. ¿Llevas maría?
—¿Y tú, Edgar? ¿Te encuentras bien? —me defiendo—. Quizás eras tú el que estaba borracho, quizá…
—¿Te acuerdas de mi novia, Julia? Pues ella…
—No, no la recuerdo.
—Me contó que al día siguiente se encontró contigo en Gap —dice Edgar, arrugando el ceño—. El que está en la Quinta Avenida. ¿Recuerdas? —Pausa—. Me dijo que estabas comprando crema solar y que parecías bastante contento.
—Un momento ¿Quién más fue a esa cena en el Balthazar? —pregunto.
—Pues Julia, yo y… Oye, no te estarás quedando conmigo, ¿verdad, Victor?
—Contesta —insisto, enjugándome otra lágrima que se desliza por mi mejilla—. Por favor.
—Pues Julia y yo, Rande Gerber, Mira Sorvino, alguien de la productora de Demi Moore, Ronnie Newhouse, un tipo de Cardigans y, por supuesto, Damien y Lauren Hynde.
Entrego a Edgar la copa de champán que sostengo, procurando no derramar el líquido, y él la toma, perplejo.
—Estabas encantador, Victor —dice Edgar—. Te lo juro. No llores, hombre. Tú y Damien hicisteis las paces, el local va viento en popa y…
—Por lo que más quieras, Edgar. —Siento un subidón de adrenalina. Tras rebuscar en mi bolsillo encuentro dos pastillas de Xanax. Me las meto en la boca y levanto bien la cabeza. Tomo de nuevo la copa de champán de manos de Edgar y la apuro tan rápidamente que me provoca un ataque de tos.
—Tú y Damien comentasteis la posibilidad de abrir otro local. En TriBeCa, si no recuerdo mal —continúa Edgar.
—Edgar —respondo, inclinándome hacia él y respirando con dificultad—. Ése no era yo.
—Pues quienquiera que fuera. —Edgar titubea, se aparta un poco—. Estuvo muy amable y… Oye, tengo que irme. Nos vemos más tarde, Victor. —Edgar desaparece en la vacuidad de la fiesta.
Tengo calor pese a que mi aliento forma unas nubecitas de vaho cada vez que respiro. Las palabras «más allá» —que se repiten constantemente en mis sueños— aparecen sobre la concurrencia, cerca del techo, como un letrero luminoso. Da la impresión de que todos los presentes llevan por lo menos diez horas aquí.
—Sería preferible que no ahuyentaras a la gente, ¿no crees, Victor?
Felix el cámara aparece de pronto luciendo una americana color chartreuse adornada con unas charreteras. Me guiña el ojo, como dándome pie para que pronuncie mi siguiente frase. Trato de recobrarme, pero nada, no lo consigo.
—Si tú lo dices…
El director, en quien yo no había reparado, manifiesta su presencia plantándose ante mi y mirándome con aire de reproche.
—Una noche estelar —observa.
—¿Qué? —pregunto, y enseguida añado—: Supongo que sí.
—¿Qué pasa? —inquiere el director—. ¿Te preocupa algo, Victor?
—No. Me siento… no sé, como abrumado.
—Es lógico que un tipo de tu categoría asista a estos eventos, ¿no?
—Desde luego —asiento—. Es por eso que me siento abrumado.
—Victor… —empieza a decir el director.
—¿Sí?
—¿Con quién has hablado últimamente? —pregunta el director—. Aparte de las personas que viven en la casa, quiero decir.
—Con… nadie. —Me encojo de hombros—. Sólo… conmigo mismo.
—¿Qué ha pasado esta mañana en el Louvre? —pregunta Felix—. Dimity, la ayudante de producción, me ha comentado que un equipo de rodaje estaba siguiendo todos tus movimientos.
—Dimity no tiene ni puta idea de lo que dice —respondo cuando recobro la voz—. Aunque debo decir que… a su manera… no deja de ser… —Trago saliva—. Bueno, que es una persona encantadora.
—También nos gustaría saber qué le ocurrió al actor que hacía el papel de Sam Ho —suelta el director de sopetón—. ¿Tienes idea de dónde puede estar?
El nombre —Sam Ho— me suena vagamente.
Por un momento me siento transportado al gimnasio en el sótano de aquella casa en Londres: Jamie gritando como una posesa, Bobby cubierto con un pasamontañas, Bruce esgrimiendo un cuchillo, la sangre, los cables, las luces que parpadean, el maniquí eviscerado, la fiesta a la que asistimos la noche siguiente y la chica que me dejó plantado.
—No quiero hablar sobre… el pasado —atino a decir—. Concentrémonos en el pre-pre-presente.
Pausa.
—Bien… —empiezo a decir—. ¿Habéis hablado con… el chófer?
—Tampoco hemos podido localizarlo —contesta el director—. ¿Qué ocurrió aquella noche, Victor?
—¿Regresó Sam Ho contigo a la casa aquella noche, Victor? —pregunta Felix—. Esto es muy importante. Piénsalo con calma.
—No, no regresó conmigo —contesto ruborizado.
—Mientes —me espeta el director.
—Ese comentario me ofende.
—¡Joder! —replica el director.
—Victor —interviene Felix sin perder la calma, aunque en tono agresivo—. ¿Qué le ocurrió a Sam Ho aquella noche? Después de que tú y él os marcharais del Pylos.
—Él… empezó a insinuarse.
—¿Pero adónde fuisteis? —inquiere el director, avanzando un paso—. ¿Por qué no os quedasteis fuera del local? El equipo de rodaje estaba ahí. Dijeron que te vieron echar a correr hacia la limusina y que os largasteis a toda velocidad.
—¿Pero a qué viene todo esto? ¿Crees que voy a hacer… yo qué sé, una sorprendente declaración sobre dónde…? ¡Lo que hay que aguantar!
—¿Adónde os fuisteis Sam Ho y tú?
—No lo sé —contesto, derrotado—. Fuimos a… dar una vuelta. Fue idea de Sam. Me propuso ir… a otro local, si no recuerdo mal. —Entorno los párpados para dar la impresión de que me estoy devanando los sesos—. No lo recuerdo bien… Creo que Bobby me dijo que regresara con él a la casa pero…
Felix y el director se miran.
—Alto ahí —dice el director—. ¿Bobby te dijo que regresaras con él a la casa?
—Sí —contesto. Al fijarme en lo que está mirando Felix veo a Bobby al otro lado de la habitación.
Bobby, que parece de lo más relajado, le enciende el cigarrillo a Cameron Diaz. Cuando se vuelve hacia mí, se da cuenta de con quién estoy charlando, se pone pálido (aunque trata de disimularlo), y se disculpa con la gente que le acompaña, unas personas que no logro reconocer porque a estas alturas ya veo borroso.
—Pero eso no estaba en el guión —objeta Felix—. Eso no figuraba para nada en el guión.
—¿Por qué quería Bobby que regresaras con Sam Ho a la casa, Victor? —pregunta el director suavemente.
Yo me encojo de hombros porque no sé qué responder. Observo que en la manga de mi chaqueta negra hay un poco de confeti.
Bobby apoya una mano en ese brazo y esboza una amplia sonrisa dirigida a Felix y al director.
—Tengo que hablar con nuestro amigo —dice—. ¿Os importa que os prive de su presencia?
Más que una pregunta es una exigencia.
—Pues si. Estamos hablando con él.
—¿Interrumpo algo importante? —pregunta Bobby, que me sujeta con fuerza.
—No, nada, una charla intrascendente.
—Oye, que yo no soy el supervisor del guión, colega —replica Bobby—. Eso coméntaselo a otro.
Felix y el director se callan. Se diría que obedecen las vibraciones silenciosas que les transmite Bobby: soy bello, tengo un propósito en la vida, regresad a vuestros sueños. Pasamos junto a un grupo de extras. Bobby me echa el brazo alrededor del cuello y me da unos golpecitos en el hombro mientras me conduce hacia donde se encuentra Jamie, junto a la salida. Jamie se ríe de modo forzado de algo que acaba de decir alguien a quien ni siquiera conoce.
—¿Qué te parecería si todas las personas que están aquí murieran y este hotel se derrumbara? —me pregunta Bobby. Aunque sonríe, sé que está hablando en serio.
—Joder, tío —murmuro, hecho polvo.
—Anda, tómate esto —dice Bobby, metiéndome una pastilla en la boca y ofreciéndome su copa de champán mientras me acaricia el cogote—. Es como un arco iris.