33
—¡Motas! ¡Motas por todas partes! Fijaos en el tercer panel. Éste no: ése. El segundo empezando por abajo. Y que conste que ayer ya habría dejado resuelto el tema, pero en ésas llegó el fotógrafo y el tal Yaki Nakamari o como coño se llame el que ha diseñado esto, un chapuzas de mucho cuidado, entre una cosa y otra al final me tomó por no sé quién y no me hizo ni puto caso. Bueno, a lo que iba ¿Las veis, no? Está claro que todos estos puntitos asquerosos son motas, ¿no? Y a mí no me parece que hayan salido por pura casualidad. A mí me parece más bien que los han hecho con vete a saber qué máquina. O sea que no os vayáis por las ramas, ¿eh? Id al grano y sed concretos. ¿Esto es lo que hay? Pues esto, venga. Sin florituras. El quién, el qué, el dónde, el cuándo y, si puede ser, el porqué, aunque, por la cara de desgraciados que ponéis, me da la impresión de que el porqué no me lo va a contar nadie. Venga ya, coño, ¡qué pasa!
En este mundillo siempre hay alguien con la respuesta a punto.
—Este bar es de George Nakashima, cielo —me corrige Jotadé sin alterarse—, no de este… Yaki Nakamashi, o sea… Yuki Nakamorti… Ay, no, ¿cómo era…? Peyton, hijo, échame un cable, por el amor de Dios.
—Para este nivel se escogió el proyecto de Yoki Nakamuri —señala Peyton.
—No me digas… ¿Y se puede saber quién lo escogió? —pregunto.
—Pues… en fin, de hecho… moi —dice Peyton.
Breve silencio durante el que Peyton y Jotadé son fulminados por sendas miradas.
—¿Y se puede saber quién coño es Mua? —pregunto—. Porque lo que es yo no tengo ni puta idea de quién es ese tal Mua.
—Victor, por el amor de Dios —dice Peyton—, pero si Damien y tú ya lo tenéis todo más que hablado.
—Pues sí. Pero ya me estáis diciendo uno de los dos quién coño es este Mua, porque es que, si no, a mí me va a dar un ataque.
—Moi es Peyton, cielo —contesta Jotadé sin alterarse.
—Moi soy yo —asiente Peyton—. Moi es «yo» en francés.
—Oye, ¿tú estás seguro de que esas motas no están donde tienen que estar? —Jotadé toca el panel—. Hijo, no sé, a lo mejor están como de moda o algo así.
—Alto ahí —digo con la mano levantada—. ¿A ti te parece que esas motas están de moda?
—Victor, hijo, ¿tú has visto la lista de asuntos que aún tenemos pendientes? —Jotadé me enseña una larga lista de asuntos pendientes—. Pues hazme el favor de desentenderte de las motas, que ya encontraremos a alguien que se las lleve de paseo. Y acuérdate de que tenemos a un mago esperando abajo.
—¿Entre hoy y mañana por la noche? —digo a gritos—. Jotadé, ¿me juras que no me las voy a encontrar aquí mañana por la noche?
—Pues yo creo que sí se podrá arreglar, ¿no? —Jotadé mira a Peyton y éste asiente.
—En esta ciudad «mañana» puede significar cualquier cosa, desde cinco días hasta todo un mes. Santo Dios, ¡pero qué más tengo que hacer para que os deis cuenta de que estoy que muerdo!
—Lo dices como si nosotros hubiéramos estado mano sobre mano…
—Mira, me parece que la situación es de lo más simple ¿Ves eso? —Señalo—. Son motas. ¿Hago venir a alguien para que te traduzca la frase? ¿O… te das por enterado?
Nos acompaña una «reportera» de Details. Misión: seguirme durante una semana entera, Titular: «Génesis de un local nocturno». Descripción: wonderbra, perfilador de ojos en abundancia, gorra de marinero ruso, bisutería floral de plástico y un ejemplar del W enrollado bajo un brazo paliducho y con muchas horas de gimnasio. Uma Thurman con treinta centímetros menos y cara de sueño. Tras ella, un tipo con camiseta de rugby, chaleco acolchado y chupa de cuero que se encarga de filmar la escena.
—Por cierto… —Doy una calada de un Marlboro que me ha pasado no sé quién y prosigo—. ¿Tú qué opinas de las motas?
La reportera se baja las gafas de sol.
—Pues la verdad, no sé. —Aún no tiene claro a qué carta quedarse.
—East Coast girls are hip —digo, y me encojo de hombros—. I really dig those styles they wear.[1]
—Yo no estoy muy al día —se disculpa.
—Pues anda que esta pandilla… —digo con un bufido—. Lo que hay que oír…
Beau se asoma a la barandilla del último piso y grita:
—¡Victor! ¡Chloe por la diez!
Acto seguido la reportera abre el bloc de notas que llevaba disimulado bajo el brazo, enrollado en el W, y garabatea unas palabras. Era de esperar que algo así la sacara temporalmente de su letargo.
Sin apartar la vista de las motas, respondo también a gritos:
—¡Dile que ahora estoy ocupado! ¡Que estoy reunido! ¡Que ha habido un accidente! ¡No, que estoy reunido y que, además, ha habido un accidente! ¡Que la llamo en cuanto logremos apagar el incendio!
—¡Victor! —insiste Beau—. ¡Ya es la sexta vez que llama en lo que va de día! ¡Peor! ¡Ya es la tercera vez que llama en lo que va de hora!
—¡Pues dile que en el Doppelganger a las diez!
Me arrodillo —Peyton y Jotadé hacen lo mismo— y recorro el panel con la palma de la mano mientras les indico dónde empiezan y acaban las motas y dónde reaparecen.
—Míralas… la madre que las parió. Y fíjate cómo brillan. Fíjate, Jotadé —susurro—. Santo Dios, las hay por todas partes. —De pronto reparo en una concentración de motas que aún no había visto y no puedo reprimir un grito—. ¡Se expanden! ¡Estas de aquí no estaban antes! ¿Verdad que no? —Trago saliva y luego prosigo con voz ronca—: Tengo la boca superseca de tanta mota, ya. A ver, que alguien me traiga un té frío. Un Arizona light de botella. Pero que sea de botella, no de lata.
—Pero oye, ¿no te comentó Damien lo del diseño? —pregunta Jotadé—. ¿En serio no sabías que iban a poner motas?
—Yo no sé nada de nada. Nada. Niente. Que te quede claro. Yo nunca sé nada. Nunca des por sentado que yo sé algo. Nunca. Nada. Yo no sé nada. Nada de nada. Nunca.
—Vale, hijo, vale —me interrumpe cansado Jotadé antes de ponerse en pie.
—Pues qué queréis que os diga… yo no veo nada —observa Peyton desde el suelo.
Jotadé suspira.
—¿Lo ves, Victor? No ve nada. Y es Peyton.
—Dile a ese vampiro que se quite las gafas de sol de una puta vez. Lo que hay que oír…
—No tolero que me llamen vampiro —protesta Peyton.
—¿Perdón? ¿Toleras que te den por el culo pero no que te llamen Drácula en broma? ¿Habré cambiado de planeta sin darme cuenta? Venga, andando. —Y aparto un obstáculo invisible con la mano.
Mientras la comitiva baja conmigo las escaleras en dirección al segundo piso, el chef —venezolano, de nombre Bongo, ex Vunderbahr, ex Moonclub, ex Paddy-O y ex MasaMasa— enciende un cigarrillo, se baja las gafas de sol e intenta seguir mi paso.
—Victor, tengo que hablar contigo. —Tose y agita la mano para hacer desaparecer el humo—. Los pies me están matando. Ten compasión.
La comitiva se detiene.
—Un segundo —le digo al darme cuenta de las miradas de preocupación que dedica a Kenny Kenny, que tiene algo que ver con Glorious Foods y que aún no sabe que la cena de mañana por la noche la organiza otra empresa de catering.
Peyton, Jotadé, Bongo, Kenny Kenny, el cámara y la reportera esperan alguna reacción por mi parte. Para salir del paso, me asomo a la barandilla del segundo piso.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo ahí parados? Que aún me quedan tres pisos y cinco barras, hombre, por favor. Y no me agobiéis, ¿eh?, que la cosa está que arde. ¡Por poco me da algo con la historia esta de las motas!
—Victor, nadie dice que las motas no existan —interviene Peyton con delicadeza—, pero no sé cómo explicarte. Deberías ver esas motas con cierta perspectiva.
En uno de los muchos monitores que cubren las paredes del segundo piso, la MTV, un anuncio, Helena Christensen, campaña institucional en favor del voto juvenil.
—¡Beau! —grito—. ¡Beau!
Beau se asoma a la barandilla del último piso.
—¡Dice Chloe que a las once y media en el Metro CC!
—¡Espera, espera! ¿Qué se sabe de Ingrid Chavez? ¿Ya ha confirmado si va a venir? —grito.
—Un momento, a ver. A la cena, ¿no?
—Sí, y no me digas que no porque estoy que trino ¿Cómo van las ces?
—Victor, por lo que más quieras, tengo que hablar contigo —dice Bongo con un acento tan raro que no sé ni de dónde lo ha sacado, y me agarra del brazo—. En serio, es im-pres-cin-di-ble.
—Bongo, hazme un favor, anda —dice Kenny Kenny con una mueca—. Vete a la mierda. Ten, Victor, prueba los picatostes.
Agarro uno casi a traición.
—Mmm… con romero. Buenísimo, oye.
—Es salvia, Victor. Salvia.
—A la mierda te vas tú —farfulla Bongo—. Y ya de paso te llevas tus asquerosos picatostes.
—A ver, vosotros dos: os tomáis un Xanax y os calláis de una puta vez. ¿No habéis dejado nada en el horno? Pues venga ¡Beau! ¡Contesta, coño!
—Naomi Campbell, Helena Christensen, Cindy Crawford, Sheryl Crow, David Charvet, Courteney Cox, Harry Connick Jr., Francisco Clemente, Nick Constantine, Zoe Cassavetes, Nicolas Cage, Thomas Calabro, Cristi Conway, Bob Collacello, Whitfield Crane, John Cusack, Dean Cain, Jim Courier, Roger Clemens, Russell Crowe, Tia Carrere y Helena Bonham Carter. Bueno, a ésta no sé si ponerla en la be o en la ce.
—¡Ingrid Chavez, Beau! ¡Ingrid Chavez! ¿Ha confirmado ya si va a venir?
—¡Los famosos y sus babosos relaciones públicas se quejan de que tu contestador no funciona! —estalla Beau—. ¡Dicen que suenan treinta segundos de «Love Shack» y luego sólo les quedan cinco para dejar el mensaje!
—La pregunta no puede ser más fácil. Sólo tienen que contestar «sí» o «no». Venga ya, como si toda esta gente tuviera mucho más que contarme… A mí me parece una pregunta bien sencillita ¿Piensas venir a la cena y a la inauguración del local o no? ¿Tanto cuesta entenderlo? Oye, ¿sabes que eres igualita que Uma Thurman?
—Victor, Cindy no es «toda esta gente». Verónica Webb no es «toda esta gente». Elaine Irwin no es «toda esta gente»……
—¡Beau! ¿Cómo andamos de aes? Kenny Kenny, haz el favor de dejar a Bongo en paz. No le pinches.
—¿Te leo los nueve? —grita—. Carol Alt, Pedro Almodóvar, Dana Ashbrook, Kevyn Aucoin, Patricia, Rosanna, David y Alexis Arquette y Andre Agassi. Ni Giorgio Armani ni Pamela Anderson.
—Mierda. —Enciendo otro cigarrillo y me vuelvo hacia la reportera—. Esto… mierda en el buen sentido, quiero decir.
—O sea… mierda en plan bien, ¿no?
—Eso es. ¡Eh, Beau! —grito—. ¡Por lo que más quieras, contrólame que en todos los monitores se vea la cinta esa de realidad virtual! O, si no, la MTV o algo por el estilo. Acabo de pasar por delante de uno y sólo salía un pueblerino barrigón con sombrero de vaquero, hecho un mar de lág…
—¿De verdad tienes intención de quedar con Chloe en el Flowers… digo en el Metro CC? Porque yo paso de decir más mentiras.
—¡Qué vas a pasar…! —le replico—. ¡Si mientes más que hablas! —Y luego, después de llamar disimuladamente la atención de la reportera—: ¡Pregúntale si Beatrice y Julie también vienen!
El silencio de Beau me tiene unos segundos en ascuas.
—¿Te refieres a Beatrice Arthur y a Julie Hagerty? —pregunta Beau sin ocultar su enfado.
—¡No…! —me reprimo—. ¡Me refiero a Julie Delpy y a Beatrice Dalle! Lo que hay que aguantar. Anda, haz lo que te he dicho. —¿Beatrice Dalle no estaba con Ridley Scottrodan…?
—Esta historia de las motas me ha matado. ¿Y sabes por qué? —pregunto a la reportera.
—¿Porque había… muchas?
—No, querida. Porque soy un perfeccionista. Por eso. Escríbelo, escríbelo. Te espero, no te preocupes. —De repente echo a correr hacia el bar que tiene los paneles moteados bajo la barra y toda la comitiva echa a correr tras de mí—. ¡Motas! —gimo—. ¡Santo Dios! ¡Auxilio! ¿Por qué os comportáis todos como si sólo se tratara de decidir si las motas existen o son un espejismo? A mí me parece evidente que existen…
—La realidad es un espejismo —interviene Jotadé, conciliador—. La realidad es un espejismo.
Nadie vuelve a abrir la boca hasta que alguien me pasa un cenicero, en el que apago el cigarrillo que acabo de encender.
—Lo que hay que aguantar —digo, mirando a la reportera—. Pues sí que empezamos bien, ¿verdad?
La reportera demuestra su indiferencia con un gesto, se desentumece los hombros y vuelve a garabatear algo.
—No podríamos estar más de acuerdo —comento en voz baja.
—Ay, antes de que se me olvide —dice Jotadé—, Jann Wenner no puede venir, pero dice que, de todas maneras, nos enviará… —consulta su bloc de notas— un talón.
—¿Un talón? ¿Qué talón? ¿Para qué?
—Pues no sé… —Consulta el bloc de nuevo—. Un talón.
—Santo Dios. ¿Beau? ¡Beau! —grito.
—Yo creo que la gente se extraña de que no tengamos una… ¿Cómo se llama esto? —dice Peyton. Y, tras mucho chasquear los dedos, continúa—: Ah sí, una causa.
—¿Una causa? —protesto—. Santo Dios, ya me imagino la clase de causa que os gustaría. Una beca para Keanu. Una pluma para Marky Mark. Un pasaje a la selva para Linda Evangelista para así poder abalanzarnos a gusto sobre Kyle MacLachlan. No, gracias.
—Oye, ¿seguro que no deberíamos tener una causa? —dice Jotadé—. Algo así como el calentamiento global o el Amazonas… Algo, no sé, lo que sea.
—Passé, passé, passé. —Me paro en seco—. Un momento, ¡Beau! ¿Suzanne DePasse viene?
—¿Y el sida?
—Peor aún.
—¿Y el cáncer de mama?
—Huy, sí, qué total, qué moderrrno… —Ahogo un grito y me conformo con darle un cachetito—. Anda, piensa un poco. ¿A quién iba a beneficiar esa causa? ¿A David Barton? Porque, que yo sepa, en esta ciudad no quedan más tetas que las suyas.
—Me has entendido de sobras —insiste Jotadé—. Nos falta un eslogan. Algo así como «No nos toquéis los bosques» o yo qué sé.
—Eso digo yo. No me toques más los bosques. —Considero su propuesta—. Una causa, ¿eh? ¿Para qué? —Enciendo distraídamente otro cigarrillo—. ¿Para ganar más dinero?
—Y para que la gente se divierta —me recuerda Jotadé mientras se rasca el forzudo en miniatura que lleva tatuado en un bíceps.
—Claro, claro. Para que la gente se divierta. —Una calada—. Pues mira, me lo voy a pensar. Faltan… Huy, menos de veinticuatro horas para la inauguración, pero da lo mismo: me lo voy a pensar.
—¿Sabes qué se me acaba de ocurrir? —dice Peyton con aire pícaro—. Ya sé que es ser muy malote, pero me dan ganas de… No te asustes, ¿eh?
—Mientras no me digas con quién te acostaste la semana pasada…
Peyton abre los ojos como platos, da una palmada y suelta:
—«Nuestras amigas, las motas». —Que, después de un gesto de desesperación por mi parte, se queda sólo en—: Bueno, pues… «salvemos las motas».
—¿Salvemos las motas? —repite anonadado Jotadé.
—Exacto «Salvemos las motas» —insiste Peyton—. Damien quiere techno, ¿no? Pues ya me diréis si hay algo más techno que las motas.
—Todos queremos techno —le explica resignado Jotadé—, pero un techno sin motas.
El cámara saca un primerísimo plano de las motas. Se produce un largo silencio interrumpido sólo por un comentario suyo acompañado de un bostezo:
—Perfecto.
—A ver, a ver. A ver —digo con los brazos en alto—. ¿Sería mucho pedir que inauguráramos el local sin perder la compostura? —Avanzo unos pasos hacia las escaleras—. Porque empiezo a tener la sensación de que es pedir un imposible ¿Capito?
—Victor, por lo que más quieras —dice Bongo mientras me alejo.
—Espera, espera… —Kenny Kenny me sigue con una bolsa llena de picatostes.
—No sé, lo veo todo tan… tan… tan ochenta y nueve —me lamento.
—Gran año —Peyton intenta pillar la onda—. ¡Qué digo grande! ¡Glorioso!
Me paro, cuento hasta tres y luego doy media vuelta hacia él despacito. Peyton está temblando de emoción.
—Peyton, reconócelo. Hoy te has pasado de la raya, ¿no? —le pregunto sin perder la calma.
Peyton asiente avergonzado, como si le acabara de arrancar una confesión, y luego aparta la vista.
—La vida te ha tratado muy mal, ¿verdad? —digo en tono lastimero.
—Victor, por el amor de Dios —interviene Jotadé—, Peyton lo decía en broma. No queremos salvar las motas. Tienes toda la razón. No se lo merecen. Que las parta un rayo, oye.
Mientras se enciende un porro descomunal, el cámara va filmando la vista a través de las cristaleras. Plano del parque de Union Square con los árboles sin hojas, plano de un camión en marcha con un logo enorme de Snapple, plano de las limusinas que hay aparcadas en la calle. Bajamos otro tramo de escaleras en dirección al último piso.
—A ver, por favor, algún buen samaritano que quite esas motas. Bongo, tú vuélvete a la cocina, anda. Y no te preocupes, que para ti habrá un premio de consolación. Peyton, que le den a Kenny Kenny dos escurridores y una hermosa espátula. —Los despido con un gesto de la mano y una mirada asesina. Dejamos a Kenny Kenny al borde de las lágrimas, acariciándose con una mano temblorosa el Casper que lleva tatuado en un bíceps—. Ciao.
—A ver, Victor ¿Qué esperanza de vida tiene un local nocturno hoy en día? ¿Cuatro semanas? Hijo, si habremos cenado y la gente aún no se habrá percatado de que había motas…
—Si vas a ponerte en ese plan, ahí tienes la puerta.
—Seamos realistas, anda —insiste Jotadé—. O por lo menos finjamos que lo somos. Que ya no estamos en el ochenta y siete, por el amor de Dios.
—Mira, hoy no estoy de humor para realismos. Desde luego, lo que hay que aguantar……
Al pasar junto a una de las mesas de billar, envío de un manotazo la bola número ocho a la tronera de la esquina. La comitiva sigue bajando escaleras. Hemos llegado a la planta baja y hay poca luz. Peyton me presenta al negrazo con gafas aerodinámicas que está en la entrada comiendo sushi de un recipiente de cartón.
—Victor, éste es Abdullah, pero nosotros le llamaremos Rocko. Va a llevar todo el tema de la seguridad. Salía en aquel vídeo de los TLC que dirigió Matthew Ralston Mmm… Qué pinta tiene ese toro.
—También me llaman Gran Maestro B.
—También le llaman Gran Maestro B —repite Jotadé.
—Ya nos presentaron la semana pasada en South Beach —me dice Abdullah.
—Qué bien. Lástima que la semana pasada no estuviera en South Beach. Y eso que por allí me conocen bastante. —Mirada rápida a la reportera—. Apunta, apunta.
—Ya lo creo que estuviste —dice Rocko—. En el vestíbulo del Flying Dolphin, haciéndote fotos. Rodeado de almejas.
Pero Rocko ya ha pasado a la historia. Ahora sólo veo los tres detectores de metales que ocupan el vestíbulo, iluminados débilmente por una enorme araña blanca que cuelga del techo.
—Esto… ya sabías que los iban a poner, ¿verdad? —pregunta Jotadé. Y, tras una pausa sumisa, añade—: Es que Damien… insistió.
—¿Insistió en qué?
—Pues… —Peyton extiende los brazos como si los detectores fueran premios—. En esto.
—Hombre, pues ya de paso ¿por qué no nos traemos un mostrador de aduana, dos azafatas y un DC-10? ¡Se puede saber qué coño hace todo esto aquí!
—Medidas de seguridad —explica Abdullah.
—¿Seguridad? Pues, mira, ya puestos, podrías pasarte la noche cacheando a los famosos. ¡Habráse visto! ¡Ni que fuéramos a invitar a una pandilla de delincuentes!
—Tenemos confirmados a Mickey Rourke y a Johnny Depp para la cena —me anuncia Peyton al oído.
—Si quieres que cacheemos a los invitados… —dice Rocko.
—¿Cómo? ¿Que si quiero que cachees a Donna Karan? ¿Que si quiero que cachees a Marky Mark? ¿Que si quiero que cachees a Diana de Furstenberg? ¡Santo Dios! —grito—. ¡Pero esto qué es!
—No, no nos has entendido —me ilustra Peyton—. Hemos instalado detectores de metales precisamente para no tener que cachear a Diana de Furstenberg ni a Marky Mark.
—Chuck Pfeiffer lleva un placa de metal en el cráneo ¡Y Princess Cuddles una barra de acero en la pierna! —aúllo.
Jotadé se encarga de poner en antecedentes a la reportera:
—Una caída esquiando en Gstaad. Y no me preguntes cómo se escribe, porque no tengo ni idea.
—A ver, ¿qué pasará cuando Princess Cuddles pase por debajo de uno de estos trastos, se dispare la alarma y empiecen a parpadear todas las lucecitas? Santo Dios, ¡le va a dar un infarto! ¿En serio os apetece verla en plena crisis cardíaca?
—Nada, hombre. Ahora mismo anotamos en la lista de invitados que Chuck Pfeiffer lleva una placa de metal en el cráneo y Princess Cuddles una barra de acero en la pierna —dice Peyton mientras lo apunta distraídamente en su bloc.
—Mira, Abdullah, yo lo único que quiero es que no se nos cuele ninguna persona non grata. Y por persona non grata entiendo cualquiera que reparta invitaciones para otros locales. Por persona non grata entiendo cualquier desarrapado que se acerque a Barry Diller en plena cena con una invitación para el Spermbar. ¿Está claro? No quiero ver a nadie repartiendo invitaciones para otros locales.
—¿Qué otros locales? —protestan Peyton y Jotadé—. En esta ciudad no hay más local que éste.
—No, si… Lo que hay que oír —protesto a mi vez mientras recorro la planta baja—. Santo Dios. ¿A vosotros os parece que esos trastos están hechos a la medida de Christian Laetner? —La iluminación se hace aún más escasa a medida que nos adentramos en el local camino de la escalera que lleva a una de las pistas de baile instaladas en el sótano.
Beau me llama desde el último piso.
—¡Alison Poole por la catorce! ¡Dice que quiere hablar contigo ahora mismo!
La reportera toma nota mientras los demás desvían la mirada. El cámara le dice algo en voz baja y ella asiente sin dejar de escribir. A lo lejos se oye un viejo tema de los C + C Music Factory.
—¡Dile que he salido! ¡Que estoy hablando por la siete!
—Dice que es urgéeente… —salmodia.
Cuento hasta tres y estudio las reacciones de los demás. Las miradas se dirigen a todas partes menos a mí. Peyton susurra algo al oído de Jotadé y éste asiente brevemente.
—Cuidadito con lo que dices —le advierto.
Sigo el objetivo de la cámara hasta la hilera de apliques que está filmando y espero noticias de Beau, que por fin se asoma a la barandilla del último piso y dice:
—¡Milagro! Ha colado. Dice que te espera a las seis.
—Bueno. —Me vuelvo de repente hacia la comitiva—. Que los letrados se acerquen al estrado. Bongo, tú ya puedes irte. Y no comentes tu testimonio con nadie. Andando, venga. Jotadé, tú ven para acá. Tengo que contarte un secretito. El resto id donde esa barra a ver si encontráis más motas. Cámara, enfoca otra cosa, haz el favor. Tiempo, ¿vale?
Tiro de Jotadé y a él le falta tiempo para ponerse a farfullar excusas.
—Oye, si es porque Mica no está y no hay manera de encontrarla, aún es pronto para alterarse. Ya encontraremos otro DJ.
—Calla. Mica no tiene nada que ver. —Pausa—. ¿Qué dices que pasa con Mica?
—Ay, hijo, no sé. El martes estuvo pinchando en Jackie 60, luego en la fiesta de cumpleaños de Edward Furlong, y ahora, de repente, puf.
—¿Cómo que puf? ¿Qué significa «puf»?
—Pues que ha desaparecido. No hay manera de dar con ella.
—Mierda, coño, ¿y ahora qué…? No, mira, ya te las apañarás —le digo—. Lo que yo quería preguntarte es otra cosa.
—Si Kenny Kenny nos va a meter un pleito.
—No.
—Si ya están adjudicadas las sillas de la cena.
—No.
—Quién es el mago ese tan cachas del sótano.
—¡Jotadé, por el amor de Dios! —Y luego, en voz baja—: Se trata de una cuestión… personal. Necesito consejo.
—Ay, por lo que más quieras, no me metas en nada desagradable —suplica—. Me ponen malo las cosas desagradables.
—Escucha un momento. —Mirada rápida a la reportera y los demás. Todos apoyados en la barra—. ¿Has oído hablar de cierta… foto?
—¿Una foto? ¿De quién? —exclama.
—Chisst… ¡No grites! Santo Dios… —Miro alrededor—. No sé por qué me fío de un tío que dice que los Erasure son un buen grupo, pero en fin.
—Oye, que no lo digo yo solo, que lo…
—En este momento —lo interrumpo— alguien tiene en su poder una foto, digamos comprometedora, en la que aparecemos un servidor y cierta… ejem… señorita. Y quiero que averigües si ese alguien tiene intención de hacerla llegar en un futuro inmediato, puede que incluso mañana mismo, a uno de los rotativos menos respetables y sin embargo más leídos de la ciudad, o si se ha obrado el milagro y resulta que no.
—Supongo que aún se puede ser menos concreto, pero vaya, uno ya está acostumbrado a todo —dice Jotadé—. Espera veinte segundos a ver si descifro lo que me has dicho y luego te cuento.
—No dispongo de veinte segundos.
—Supongo… No. Espero que la señorita en cuestión sea Chloe Byrnes, o sea, tu novia.
—He cambiado de opinión. Que sean treinta.
—Oye, ¿no estaremos por casualidad ante una situación «That’s me in the corner/that’s me in the spotlight moment»[2]?
—Vale, vale, te explico. Es una foto comprometedora de cierto chico de moda con una chica que… No es que en la foto se vea nada del otro mundo, lo que pasa es que… En fin, que la semana pasada ella lo abordó a él en una presentación en Central Park y alguien, sin que ellos se dieran cuenta, inmortalizó el momento. Siendo como soy parte interesada, podría parecer… raro… que… Bueno, que tengo la impresión de que, si yo mismo preguntara, podría dar lugar a… ejem… a algún malentendido. ¿Es necesario que siga?
Beau se asoma.
—¡Chloe te espera a las nueve y media en el Doppelganger! —berrea.
—¿Qué se hizo del Flowers… digo del Metro CC a las once y media? —grito en respuesta—. ¿Qué se hizo del Café Tabac a las diez?
Pausa más bien larga.
—¡Ahora dice que a las nueve en el Bowery Bar! ¡Y punto! —Luego, silencio.
—A ver, ¿qué indignidad me vas a pedir que cometa? —dice Jotadé, y, tras una pausa, añade—: Victor, si esa foto… llegara a publicarse… ¿no acabaría por casualidad con la relación de ese cierto chico con cierta joven modelo llamada Chloe Byrnes y con el imprevisible propietario de… pongamos por ejemplo «este» local, o sea, el señor Damien Nutchs Ross?
—Eso es lo de menos. —Me acerco más a Jotadé y él, sorprendido, me guiña un ojo y parpadea hasta que le paro los pies—: No te hagas ilusiones. —Suspiro profundamente—. La cuestión es que la foto existe y que algún capullo la va a publicar en la columna de sociedad. Y, si nos asusta la idea de ver a Princess Cuddles padeciendo un ataque de corazón, te aseguro que no es nada comparada con esto. —Sigo lanzando miradas a la barra hasta que, por fin, anuncio en voz alta—: Tenemos que bajar un momento a hablar con el mago. Enseguida volvemos.
—Oye, ¿y qué pasa con Matthew Broderick? —pregunta Peyton—. ¿Qué pasa con las ensaladas?
—¡Que se coma dos! —grito mientras arrastro a Jotadé hacia el sótano por un tramo de escaleras especialmente empinado. Hay tan poca luz que los dos vamos con pies de plomo.
Jotadé sigue farfullando excusas.
—Victor, tú ya sabes que me tienes a tu disposición para lo que haga falta. Que no hay estrella que se me «resista». Que he ayudado a llenar esta fiesta de famosos con mayúsculas. En fin, que por ti haría cualquier cosa. Pero lo que me pides es imposible. No pue…
—Jotadé, mañana tengo una sesión de fotos, un pase, una entrevista con los House Of Style para la MTV, almuerzo con mi padre y ensayo con el grupo. Y no necesariamente en ese orden. Hasta tengo que pasar a recoger el esmoquin de marras. En otras palabras, estoy con el agua al cuello. Y además, hay que inaugurar esta pocilga. No-tengo-tiempo.
—Veré qué se puede hacer; como siempre. —Jotadé sigue bajando escalones prácticamente a tientas—. En cuanto al mago…
—A la mierda el mago ¿Y si contratamos un par de payasos con zancos y pedimos que nos traigan un elefante o dos?
—Hace trucos de naipes y acaba de actuar en Los Ángeles, en la fiesta que dio Brad Pitt en Jones para celebrar su cumpleaños.
—¿Ah, sí? —pregunto con cierto recelo—. ¿Y quién fue a esa fiesta?
—Ed Limato, Mike Ovitz, Julia Ormond, Madonna, muchas modelos. Además de un montón de abogados y de gente enrollada.
El frío se intensifica a medida que nos acercamos al último tramo de escaleras.
—Lo que quiero decir —continúa Jotadé— es que, dentro de lo que cabe, está bastante in.
—Lo in está out —le explico mientras entorno los ojos para ver dónde estamos. Hace tanto frío que el aliento forma nubes, y la barandilla me parece hecha de hielo.
—¿Perdón?
—Lo out está in ¿Captas?
—¿Lo in ya no está… in? —pregunta—. ¿Es eso?
Me vuelvo un momento hacia él mientras bajamos el siguiente tramo de escaleras.
—No. Lo in está out y lo out está in. Más fácil imposible, ¿no?
Jotadé parpadea dos veces sin dejar de tiritar. Nos adentramos aún más en la oscuridad.
—Lo out está in. ¿Lo entiendes? —insisto.
—Victor, hijo, bastante tengo ya con lo que me ha caído —dice Jotadé—. No me amargues el día.
—Pero si no tiene más secreto. Lo out está in. Lo in está out.
—A ver un momento. Lo in está out. Es eso, ¿no?
En el sótano hace tanto frío que las velas se apagan cuando pasamos cerca de ellas y en los monitores de televisión sólo se ven interferencias. Al pie de las escaleras, junto a la barra del bar, un mago que parece un Antonio Banderas joven en versión alemana, con el pelo cortado a la última, baraja distraídamente un mazo de cartas. Hombros caídos, porro discreto, Coca-Cola Light, vaqueros rotos y minicamiseta, o sea, look básico, pero no demasiado desaliñado. A su espalda, varias hileras de copas de champán vacías reflejan la poca luz que llega hasta aquí.
—Ajá. Y lo out está in.
—Pero ¿qué está in exactamente? —pregunta Jotadé con una nube de vaho pegada a los labios.
—Pues lo que está out.
—O sea, que lo in no está in.
—Premio para el caballero. —Hace tanto frío que se me estremecen los bíceps.
—¿Y qué está out? ¿Todo lo que está out está in? ¿O depende?
—Si necesitas que te lo explique —le digo en voz baja—, igual es que te has equivocado de ambiente.
El mago nos recibe con algo que parece querer ser el signo de la paz.
—¿Es verdad que actuaste en la fiesta de Brad Pitt? —le pregunto.
El mago toma una baraja de cartas, el taburete donde está sentado, uno de mis zapatos y una botella grande de Absolut Currant, los hace desaparecer uno por uno, y luego dice:
—Abracadabra.
—¿Es verdad que actuaste en la fiesta de Brad Pitt… —suspiro— …o no?
Jotadé me da un codazo disimuladamente y señala hacia arriba. Hay una esvástica roja descomunal pintada en el techo abovedado.
—Tendremos que ocuparnos de eso, ¿no?
32
Avanzo en zigzag hacia la sucursal del Chemical Bank que hay cerca del Gap nuevo. Es miércoles, pero en la calle parece más bien lunes. La ciudad tiene un aspecto vagamente irreal: hay un cielo como de octubre del setenta y tres o algo así. Ahora mismo, a las cinco y media, Manhattan es el colmo del ruido: martillos neumáticos, cláxones, sirenas, cristales rotos, camiones de reciclado, silbatos, el retumbo que sale del nuevo Ice Cube y toda clase de ruidos desagradables que me persiguen mientras me dirijo al banco a bordo de mi Vespa y me sumo a la cola de los que esperan frente al cajero automático; la mayoría orientales que me miran y se apartan, dos de ellos incluso se inclinan para intercambiar comentarios al oído.
—¿Y esa moto? —me pregunta un imbécil.
—¿Y esos pantalones? —lo imito—. Oye, mira, la moto no tiene tarjeta, no te va a quitar nada. Tómatelo con calma, ¿eh? Santo Dios…
Según parece, sólo uno de cada diez cajeros tiene dinero, de modo que, mientras espero, me veo obligado a contemplar mi imagen reflejada en los paneles de acero que recubren los pilares donde están empotradas las máquinas: pómulos altos, cutis ebúrneo, cabello negro azabache, ojos semiasiáticos, nariz perfecta, labios hipercarnosos, mandíbula bien definida, vaqueros con rodilleras deshilachadas, camisa de solapones con camiseta debajo, chaleco rojo, chaqueta de terciopelo, pose indolente y patines en línea al hombro. De repente caigo en que se me ha olvidado dónde he quedado con Chloe esta noche y justo en éstas suena el busca. Es Beau. Abro el Panasonic EBH70 y lo llamo enseguida al local.
—No me digas que a Bongo le ha dado un ataque.
—No, te llamaba por lo de las confirmaciones. El que ha tenido un ataque es Damien. Me acaba de llamar hecho un basilisco…
—¿Le has dicho dónde estoy?
—¿Cómo quieres que se lo haya dicho si no lo sé? —Pausa—. ¿Dónde estás? Damien ha llamado desde un helicóptero Bueno, desde la pista. Acababa de bajar del aparato.
—Beau, ni yo mismo sé dónde estoy ¿Te parece suficiente respuesta? —La cola avanza a paso de tortuga—. ¿Está aquí, en la dudad?
—No. Ya te he dicho que ha llamado desde un helicóptero. Des-de-un-he-li-cóp-te-ro.
—¿Y dónde estaba ese he-li-cóp-te-ro?
—Damien cree que la cosa se está yendo al carajo. Todavía hay cuarenta invitados por confirmar, con lo cual la distribución que habíamos pensado para la cena se nos puede quedar en nada.
—Beau, querido, eso depende de cómo definas la nada.
Pausa larga.
—Y no me salgas con que significa un montón de cosas, si puede ser. A ver, te leo las oes para que te hagas una idea: Tatum O’Neal, Chris O’Donnell, Sinead O’Connor y Conan O’Brien. Los cuatro han dicho que sí. En cambio, no sabemos nada de Todd Oldham, excepto que por lo visto el pobre anda desquiciado por culpa de un tarado que lo persigue; ni de Carrie Otis, ni de Oribe…
—Tranquilo —le digo en voz baja—. Eso es porque todos tienen pases. Mañana hablo con Todd en el desfile. Pero, oye, ¿qué es eso de que Conan O’Brien sí viene pero Todd Oldham y Carrie Otis puede que no? Imposible, querido. Oye, mira, estoy en un cajero automático con la Vespa y ahora mismo no puedo hablar (Eh, tú, ¿qué miras?). Pero acuérdate de que a Chris O’Donnell no lo quiero en mi mesa. Chloe lo encuentra monísimo y mañana por la noche no voy a estar de humor para hostias.
—De acuerdo. Fuera Chris O’Donnell. Entendido. Oye, Victor, mañana a primera hora sin falta tenemos que repasar las listas largas: las emes y las eses.
—Beau, todo saldrá bien. No seas llorica. Te noto preocupado. Ya me toca: oye, cuelgo…
—¡Espera, espera! Rande Gerber está en la ciudad y…
—Ponle en la ge, pero que no venga a cenar. A no ser que venga con Cindy Crawford. En ese caso, le invitas a cenar y ya sabes en qué letra apuntarlo.
—Victor, ¿tú tienes idea de lo que es entenderse con el publicista de Cindy? ¿Tú sabes lo que es intentar sacar algo en claro del publicista de Antonio Sabato Jr…?
Cuelgo. Introduzco la tarjeta, tecleo el código secreto (COMOMOLO) y, mientras espero, sigo dando vueltas a la distribución de los invitados de las mesas uno y tres. De repente unas letras verdes en la pantalla negra me informan de que la cuenta está en número rojos (saldo negativo de 143 dólares) y que, por lo tanto, no se puede efectuar ningún reembolso en efectivo. Cuando pienso que me cepillé el último dinero que me quedaba comprándome un frigorífico con la puerta transparente porque Elle Decor venía a hacer un reportaje sobre mi casa que al final no se publicó… Propino un manotazo a la máquina, mascullo «Lo que hay que aguantar» y, como sé que no serviría de nada intentarlo de nuevo, me registro los bolsillos en busca de un Xanax, hasta que alguien me aparta de un empujón y salgo del banco con la moto a rastras y la moral por los suelos.
Me paro en el semáforo de Barneys, en plena Madison, y Bill Cunningham me saca una foto.
—¿Es una Vespa? —grita. Yo levanto el pulgar en señal de asentimiento y en éstas me doy cuenta de que tiene al lado a Holly, una rubia explosiva clavadita a Patsy Kensit, que la semana pasada, mientras fumábamos heroína juntos, me contó que igual era lesbiana, lo que en ciertos círculos se consideraría una buena noticia. Holly me indica por señas que me acerque. Lleva minishorts de terciopelo, botas de plataforma a rayas blancas y rojas, y un colgante de plata en forma de símbolo de la paz. En la portada del Mademoiselle de este mes sale superdelgada y, después de todo un día pasando en Bryant Park, se la ve acelerada pero en plan bien.
—Hey, Victor… —Ya he subido la Vespa a la acera, pero ella sigue haciéndome señas.
—Hey, Holly…
—Me llamo Anjanette, Victor.
—Ah, Anjanette. ¿Qué tal? Oye, vas de un Uma total. Me encanta el modelito.
—Entre retro y chalado, ¿no? Hoy he hecho seis pases. Estoy muerta —comenta mientras firma un autógrafo—. Por cierto, te he visto en el pase de Calvin Klein, animando a Chloe. Eres un sol.
—Imposible. No he estado ahí. Pero eso no quita que tú vayas de un Uma total.
—Pero Victor, pues claro que has ido. ¡Si te he visto sentado en la segunda fila, con Stephen Dorff, David Salle y Roy Liebenthal! Y luego te he visto posando para una foto en la calle Cuarenta y Dos, y subiéndote a un coche negro que daba miedo sólo de verlo.
Cuento hasta tres, tiempo suficiente para procesar esa información, y luego digo:
—¿En la segunda fila? Tú alucinas, cariño. Ya veo que aún no te has puesto las pilas. ¿Vendrás mañana por la noche?
—Con Jason Priestley.
—¿Y por qué no vienes conmigo? ¿Soy el único que cree que Jason Priestley parece una oruga enana?
—Victor, no seas malo —protesta—. ¿Qué diría Chloe?
—Ella también opina que Jason Priestley parece una oruga enana —musito pensativo—. ¡En la segunda fila! No te jode…
—No me has entendido —dice Anjanette—. Quería decir qué diría Chloe si…
—Lo que hay que aguantar. En fin. Pero que conste que estás estupenda. —Pongo en marcha la Vespa—. Take your passion and make it happen[3].
—Bueno, ya he oído decir que has sido muy travieso, así que ya no me extraña nada —dice amenazándome desganadamente con un dedo, gesto que Scooter, un guardaespaldas clavado al Marcellus de Pulp Fiction, interpreta como un «acércate».
—¿Por qué «travieso»? —pregunto—. ¿Qué te han contado?
Scooter le habla en voz baja y señalándole el reloj. Anjanette enciende un cigarrillo.
—Siempre hay un coche esperando. Siempre hay una sesión de fotos con Steven Meisel. Cielos, Victor. ¿Cómo es posible? ¿Cómo logramos sobrevivir en medio de esta locura? —Un flamante sedán negro avanza en dirección a ella. Scooter le abre la puerta.
—Nos vemos, encanto. —Le regalo el tulipán que llevo por casualidad en la mano y bajo la Vespa de la acera.
—¡Victor! —grita Anjanette mientras deja el tulipán en poder de Scooter—. ¡Me han dado el trabajo! ¡Ya he firmado el contrato!
—Qué bien. Bueno, tengo prisa. Oye, ¿de qué trabajo me hablas?
—¿Guess?[4]
—¿Matsuda? ¿The Gap? —Trato de sonreír intimidado por los cláxones de las limusinas que esperan detrás de mí—. Oye, nos vemos mañana por la noche.
—¡No! ¡Guess?!
—Ya lo he intentado, cielo. No me apetece devanarme los sesos.
—¡Guess?! —insiste mientras me alejo.
—¡Estás estupenda! —grito yo—. ¡Llámame! ¡Deja un mensaje! ¡A casa, no, al local! Venga.
—¡Guess?! —grita.
—Nena, estás fantástica —le digo ya casi con los auriculares puestos y en plena calle Sesenta y uno—. ¡No va a haber quien te pare! —grito, y le digo adiós con la mano—. El domingo, después de los pases, nos tomamos unas copas en el Monkey Bar —propongo al aire mientras pongo rumbo a casa de Alison. Al pasar por el quiosco que hay al lado del nuevo Gap, veo que sigo en la portada del último número de YouthQuake, bastante guapo, por cierto. El titular 27 Y EN BOGA escrito en negrita de color lila subraya mi cara sonriente e inexpresiva. Me muero por comprar otro ejemplar, pero a ver con qué, si no me queda un céntimo.
31
Desde la esquina de la calle Setenta y dos con Madison llamo al portero de Alison, que ya ha comprobado que el jeep negro de los matones de Damien no está aparcado en la puerta. Al llegar a la calle Ochenta con Park desmonto y entro con la Vespa en el vestíbulo, donde encuentro a Juan —un chico de unos veinticuatro años bastante potable— vestido con su uniforme de trabajo. Lo saludo con el signo de la paz, arrastro la Vespa hacia el ascensor y veo que abandona el mostrador y me sigue.
—Oye, Victor, ¿ya has hablado con Joel Wilkenfeld? —me pregunta pisándome los talones—. Es que la semana pasada me prometiste que hablarías con él y…
—Eh, tranquilo, tranquilo, déjalo en mis manos… —digo mientras introduzco la llave en la cerradura que abre el ascensor y pulso el botón del último piso.
Juan pulsa otro botón para evitar que la puerta se cierre.
—Tío, dijiste que me llamaría y que me arreglaría lo de la entrevista con…
—Estoy en ello, tío. Déjalo en mis manos —insisto mientras vuelvo a pulsar el botón del último piso—. Vas a ser el próximo Markus Schenkenberg. El Tyson blanco. —Extiendo la mano para retirar la suya del panel.
—Soy hispano —comenta sin soltar el botón.
—Entonces vas a ser el próximo Markus Schenkenberg hispano. El este… el Tyson hispano. —Vuelvo a apartarle la mano—. El día menos pensado te verás convertido en una estrella.
—Oye, si lo vas a hacer por compromiso…
—Lo que hay que oír. —Sonrío—. La palabra «compromiso» no forma parte del vocabulario de este caballero —respondo, señalándome a mí mismo.
—Venga, pues —se despide Juan antes de soltar el botón y levantar un pulgar tembloroso a modo de saludo—. Lo dejo en tus manos.
El ascensor me transporta hasta el último piso y me deja en el ático de Alison. Echo un vistazo al pasillo y aguzo el oído para comprobar si andan por ahí los perros y, como no dan señales de vida, saco la Vespa del ascensor sin hacer ruido y la dejo apoyada contra la pared del recibidor, justo al lado de un sofá-cama de Vivienne Tam.
Luego avanzo de puntillas en dirección a la cocina hasta que llega a mis oídos la respiración ronca de los chow-chows, que, según parece, ya me habían visto y se habían apostado en el otro extremo del corredor, gruñendo tan bajo que no había reparado en ellos hasta ahora. Me vuelvo hacia ellos y les obsequio un esbozo de sonrisa.
Sin darme apenas tiempo de exclamar «¡Mierda!», los dos echan a correr a la vez en dirección a su objetivo: yo.
Los dos chow-chows —uno de color chocolate y otro de color canela— se abalanzan sobre mí con la dentadura al descubierto, me muerden las rodillas, me arañan las pantorillas y ladran como posesos.
—¡Alison! ¡Alison! —grito, e intento desesperadamente librarme de ellos.
Al oír el nombre de su ama, los dos perros dejan de ladrar y echan un vistazo al pasillo para ver si acude a mis gritos. Al cabo de unos segundos, y dado que no aparece, dan por finalizada la tregua —durante la cual hemos permanecido inmóviles los tres, el chucho rojo erguido sobre las patas traseras y con las delanteras apoyadas en mi entrepierna, y el negro con las cuatro patas en el suelo y una bota Gucci en la boca— y vuelven inmediatamente a la carga, gruñendo y haciendo lo de siempre: jorobar.
—¡Alison! —grito—. ¡Santo Dios!
Calculo la distancia que me separa de la cocina y decido que una carrera puede ser la solución, pero, apenas echo a correr, los dos chuchos hacen lo propio, desgastándose y dándome mordiscos en los tobillos.
A pesar de todo consigo llegar a la cocina y encerrarme en ella de un portazo. Oigo a los dos perros deslizarse por el suelo de mármol hasta arrearse sendos porrazos contra la puerta, y luego los oigo rebotar, tomar impulso y atacar de nuevo. Turbado por semejante experiencia, abro un Snapple, vacío media botella de un solo trago, enciendo un cigarrillo y compruebo si los mordiscos han atravesado la tela del pantalón. En éstas oigo que Alison da unas palmadas y la veo entrar en la cocina completamente desnuda salvo por la bata de la gira de los Aerosmith que lleva puesta sin abrochar. Sostiene un teléfono móvil entre la cabeza y el hombro y un porro sin encender en la boca.
—¡Señor Chow! ¡Señora Chow! ¡Quietos! ¡Quietos he dicho! ¡Dios…!
Alison arroja los perros al interior de la despensa, les lanza un puñado de galletas de colores que llevaba en el bolsillo y los encierra de un portazo. Compruebo con alivio que a través de la puerta apenas si se les oye disputarse el botín.
—Sí, ajá, sí, Malcolm McLaren… Sí, no, Frederic Fekkai. Sí. Todos tenemos resaca, cielo. Todos. —Hace una mueca—. ¿Andrew Shue y Leonardo DiCaprio…? ¿Qué…? Ah no, eso sí que no. —Me guiña un ojo—. No estás en ninguna mesa de Mortimer’s al lado de la ventana ¡Despabila! ¡Dios…! Ciao, ciao. —Alison desconecta el móvil y deposita el porro sobre el mostrador de la cocina—. Conferencia a tres con doctor Dre, Yasmine Bleeth y Jared Leto —me explica.
—Alison, esos chuchos han intentado matarme —me quejo.
Ella da un salto y me atenaza la cintura con las piernas.
—Cariño, el señor Chow y la señora Chow no son chuchos. —Y me sella la boca con la suya mientras avanzo torpemente hacia el dormitorio con ella a cuestas. Una vez allí se deja caer de rodillas, me desabrocha los vaqueros de un tirón y, sin más preámbulos, se dispone a ejecutar una felación como si no se hubiera dedicado a otra cosa en toda su vida, sospecha que se ve confirmada por la técnica tristemente depurada de su garganta profunda. La obligo a dejar libre una mano para que no me apriete tanto las nalgas, echo la última calada al cigarrillo que aún tengo encendido, busco algún lugar donde apagarlo, agarro una botella medio vacía de Snapple, me deshago de la colilla del Marlboro y oigo que se apaga con un silbido.
—Más despacio —susurro—. Vas demasiado deprisa.
Alison se quita la polla de la boca, levanta la vista hacia mí, y me dice con una voz grave y pretendidamente sexy:
—Estoy especializada en urgencias.
De pronto se levanta, se quita la bata, se echa sobre la cama con las piernas abiertas y me obliga a arrodillarme en un suelo cubierto de ejemplares no consecutivos del WWDs. Con la rodilla derecha arrugo una contraportada donde aparecemos Alison, Damien, Chloe y yo en la fiesta de cumpleaños de Naomi Campbell, apretujados en un reservado del Doppelganger, y acto seguido me encuentro mordisqueando el tatuaje minúsculo que decora el interior de un muslo musculoso. Alison se corre —una, dos, tres veces— en cuanto le meto la lengua. Como sé de sobras dónde no va acabar esto, me masturbo un poco hasta casi correrme, pero luego me digo: «Joder, con la cantidad de cosas que aún tengo pendientes», y decido fingir. Desde donde estoy, gimiendo exageradamente con la cabeza entre sus piernas y moviendo el brazo derecho, puedo darle la impresión de que, efectivamente, aquí abajo está pasando algo. La música que se oye de fondo es de los Duran Duran, pero ni del principio ni del final. Entre los escenarios de nuestras citas se cuentan, hasta ahora, el patio del Remi, la habitación 101 del Paramount y el museo Cooper-Hewitt.
Trepo hasta el colchón y me quedo tumbado como si me faltara el aliento.
—¿Dónde has aprendido a tocar el saxo de esa manera? ¿En Sotheby’s? Santo Dios… —La rodeo con un brazo para alcanzar el paquete de cigarrillos.
—Pero bueno… ¿y ya está? —Alison enciende un porro y aspira tan profundamente que carboniza la mitad—. ¿Y tú?
—Yo estoy perfectamente —digo con un bostezo—. Me conformo con que no me saques aquel arnés de cuero. Ni a Chispas, el tapón gigante.
Me levanto, me subo a la vez los vaqueros y los Calvin Klein, me acerco a la ventana y levanto la persiana veneciana. Abajo en Park, entre la Setenta y nueve y la Ochenta, está aparcado un jeep negro. Los dos matones de Damien están leyendo lo que podría ser el último número del Interview, con Drew Barrymore en la portada. Uno parece Woody Harrelson en negro y el otro Damon Wayans en blanco.
Alison, que sabe qué estoy mirando, dice desde la cama:
—No te preocupes. He quedado con Grant Hill para tomar una copa en el Mad.61. Me seguirán. Cuando veas que se han ido, sales tú. Me siento en la cama de un salto, enciendo la Nintendo, busco los mandos y me pongo a jugar al Super Mario Bros.
—Damien dice que Julia Roberts sí vendrá, y también Sandra Bullock —comenta distraídamente Alison—. Y Laura Leighton, y Halle Berry, y Dalton Kames. —Me pasa el porro después de dar otra calada—. He hablado con Elle Macpherson en el pase de Anna Sui, y me ha dicho que vendrá a la cena. —Está hojeando un ejemplar del Detour. En la portada, Robert Downey Jr. con las piernas abiertas y primer plano del paquete—. Ah, y Scott Wolf también estará.
—Chisst… déjame jugar —protesto—. Yoshi se ha comido cuatro monedas de oro y va por la quinta. No me desconcentres.
—Ay, Dios mío, qué tontería —dice Alison con un suspiro—. ¿Desde cuándo tiene el más mínimo interés que un enano gordinflón montado en un dinosaurio salve o no salve a su novia de las garras de un gorila enfadado? Un poco de seriedad, por favor.
—No es su novia; es una princesa. Y no sale ningún gorila —recalco—. Es Lemmy Koopa, el jefe de los malos. No te enteras de nada, para variar.
—Pues ilústrame, anda.
—Lo bueno del Super Mario es que es real como la vida misma.
—Te escucho, te escucho —dice, y se mira las uñas—. No sé por qué, pero te escucho.
—Se trata de matar o morir.
—Ajá.
—Contrarreloj.
—Sí.
—Y, al final, siempre estás solo.
—Ya. —Se levanta—. Bueno, yo creo que has hecho un perfecto resumen de nuestra relación. —Y desaparece en el interior de un vestidor más grande que el dormitorio—. Si los de Worth te hubieran pedido una entrevista para preguntarte sobre la colección de juegos Nintendo de Damien, también serías el primero en querer matar a Yoshi.
—Supongo qué tendrías que volver a nacer para entenderlo —digo en voz baja—. ¿No?
—¿Qué haces hoy a la hora de cenar? —me pregunta a gritos desde el vestidor.
—¿Por qué? ¿Damien no está?
—No, se ha ido a Atlantic City. O sea que tenemos toda la noche para nosotros. Porque ya me imagino que Chloe estará très fatiguée después de todo un día de lucir el palmito en las pasarelas.
—Yo no puedo —contesto también a gritos—. Hoy quiero acostarme temprano. Paso de cena. Tengo que pensar en… ¡mierda! en cómo voy a sentar a los invitados.
—Victor… —lloriquea—. Con las ganas que tenía de ir al Nobu esta noche… Me apetece un rollito de tempura de gambitas.
—¿Para qué quieres otro rollito? —me burlo, imitándola—. ¿No tienes bastante contigo misma?
Suena el teléfono y salta el contestador. Tras unos compases de lo último de Portishead, se oye el pitido.
—«¡Hola, Alison! Soy yo, Chloe. —Me temo lo peor—. Gracias por llamar. Tengo que hacer algo para los de Fashion TV en el Royalton, con Amber y Shalom, y luego a las nueve y media he quedado con Victor para cenar en el Bowery Bar. Estoy muerta… Llevo todo el día desfilando. Bueno, ya veo que no estás. Hablamos en otro momento. Ah, otra cosa: te he dejado un pase para el backstage de lo de Todd mañana. Hasta luego». —Fin de la llamada.
El silencio del vestidor se convierte en un reproche que podría degenerar en violencia:
—¿Que decías de los invitados? ¿Que decías de acostarte tem-pra-no?
—You can’t keep me in your penthouse —canto—. I’m going back to my plow[5].
—¡Vas a cenar con ella! —grita.
—Cielo, no tenía ni idea.
Alison vuelve al dormitorio con un vestido cruzado de Todd Oldham en la mano, se lo coloca delante para que luzca aún más y espera mi reacción: negro y beige —básico ma non troppo—, escote palabra de honor, aire navajo y acolchado fosforescente.
—Un Todd Oldham —digo al fin.
—Me lo pondré mañana por la noche. —Pausa—. Es auténtico —susurra con voz seductora y ojos deslumbrantes—. A mi lado, tu novia va a parecer un adefesio.
Alison extiende un brazo para arrebatarme la videoconsola de la mano y sustituirla por un vídeo de Green Day. Al compás de la música se acerca al espejo diseñado por Vivienne Tam y, cuando considera que ya se ha mirado bastante, ejecuta un giro sin mucho entusiasmo. Se la ve contenta, pero también muy cansada.
Me repaso las uñas. En este apartamento hace tanto frío que se forma escarcha en las ventanas.
—¿Soy yo, o aquí hace un frío que pela?
Alison se prueba el vestido otra vez, chilla como si se hubiera vuelto loca y echa a correr de nuevo hacia el vestidor.
—¿Decías, cariño?
—¿Sabías que las vitaminas refuerzan las uñas?
—¿Quién te lo ha dicho? —me pregunta a gritos.
—Chloe —confieso mientras me arranco un repelo con los dientes.
—Pobrecilla. ¡Señor! ¡Cómo se puede ser tan mema!
—Acaba de volver de la entrega de los premios MTV. Y justo antes de irse tuvo una crisis nerviosa, con que pórtate bien.
—¡Mejor que mejor! —contesta—. Tengo entendido que ya no se pincha.
—Hay que tener paciencia. Es una persona muy inestable —le explico—. Y no, ya no se pincha.
—Pues no será precisamente gracias a tu gran ayuda.
—Para que lo sepas, la he ayudado y mucho. —Me incorporo dispuesto a prestar más atención a la conversación—. De no ser por mí, ahora mismo podría estar muerta.
—De no ser por ti, cabeza de chorlito, puede que nunca se hubiera buscado la vena.
—De vena nada —puntualizo—. Lo de Chloe nunca ha pasado de la nariz. —Cuento hasta tres mientras me examino de nuevo las uñas—. Pero ahora mismo no le convienen los sobresaltos.
—No me digas. Pues que no le salga ninguna espinilla, que podría intentar suicidarse.
—Ella y cualquiera, no te fastidia. —Me incorporo del todo.
—No vacancy, no vacancy, no vac…[6]
—Te recuerdo que ha inspirado canciones a Prince y a Axl Rose.
—Sí, «Welcome to the Jungle» y «Let’s Go Crazy». —Alison sale del vestidor envuelta en una toalla negra y me dedica un gesto de desdén—. Sí, ya lo sé, ya lo sé. Chloe nació para ser modelo.
—¿Crees que tus celos me la ponen dura?
—No, para eso ya está mi novio.
—Oye, que yo no quiero tener nada que ver con Damien…
—Dios. Pero qué bruto eres.
—Tu novio es un sinvergüenza de mucho cuidado. Un fanfarrón.
—Mi novio, querido, es quien te ha abierto todas las puertas.
—¡Y una mierda! —protesto—. Este mes salgo en la portada del YouthQuake.
—Más a mi favor. —Alison se enternece de repente, se sienta en la cama, a mi lado, y me aprieta la mano—. Victor, te has presentido a las pruebas de Real World las tres temporadas, y la MTV te ha rechazado las tres. —Una pausa sincera—. ¿Tú cómo interpretas eso?
—Sí, bueno, pero, si quisiera, ahora mismo podría llamar a Lome Michaels y hablar con él.
Alison me mira fijamente, sonríe y, sin soltarme la mano, dice:
—Pobrecillo. Si supieras lo guapo y lo descontento que te veo ahora mismo.
—El amante ideal —mascullo, resentido.
—Me gusta que pienses así —dice distraídamente.
—¿Me preferirías deforme y al borde del suicidio? —le pregunto—. Santo Dios, Alison, a ver si te aclaras de una puta vez.
—¿Que me aclare yo? —repite, y retira la mano para ponérsela sobre el esternón e ilustrar así su perplejidad—. ¿Que me aclare yo? —Y se echa a reír como una colegiala.
—¿A ti cómo hay que explicarte las cosas? —Me levanto de la cama, enciendo un cigarrillo y me pongo a dar vueltas por la habitación—. Mierda.
—A ver, ¿qué es eso que te tiene tan preocupado?
—¿En serio quieres que te lo cuente?
—No, pero da igual. —En éstas se dirige al armario y saca un coco del interior. Yo hago como si nada.
—Pues que me he quedado sin DJ. Eso es lo que me tiene tan preocupado. —Echo una calada tan bestia que luego tengo que apagar el Marlboro—. Nadie tiene ni puta idea de dónde está.
—¿Que Mica ha desaparecido? —pregunta Alison—. ¿Seguro que no está en la clínica?
—Yo ya no estoy seguro de nada —murmuro.
—No hace falta que me lo jures —dice sin la menor intención de consolarme, antes de dejarse caer en la cama y ponerse a buscar algo—. ¡Eres un mentiroso! —grita con un repentino cambio de tono—. ¿Por qué no me has dicho que el fin de semana pasado estuviste en South Beach?
—Porque no estuve. Ni en South Beach el fin de semana ni hoy en el pase de Calvin Klein. —Por fin creo que ha llegado el momento—. Alison, tenemos que hablar.
—No lo digas, no lo digas. —Alison deja caer el coco en su regazo y levanta las dos manos. En éstas repara en el porro que había dejado en la mesita y lo toma—. Ya lo sé —dice con una buena dosis de teatro—. Existe una foto comprometedora de Victor Ward con una chica… —parpadea como un personaje de dibujos animados— que podría ser yo, etcétera, etcétera, etcétera. Foto que no sólo podría arruinar tu relación con esa cretina con la que sales, sino también… —una pausa para encender el porro y proseguir con fingida tristeza— con el cretino con el que salgo yo. Resumiendo —da una palmada—, dicen que la publicará mañana el Post, el Tribune o el News. Pero estoy en ello. Ya he movilizado a varias personas. Y tengo perfectamente claro que es el punto más importante del orden día, con que no te preocupes. —Alison encuentra lo que andaba buscando entre los pliegues de la colcha y lo agarra: es un destornillador.
—¿Por qué, Alison? ¿Por qué tuviste que escoger precisamente una noche de estreno? —gimoteo.
—Ahora no me vengas con tonterías. Esas cosas sólo pueden hacerse entre dos.
—No, si uno de esos dos está inconsciente y tiene al otro sentado en la cara.
—Si me hubiera sentado en tu cara, nadie sabría que eres tú —Alison se encoge de hombros, se levanta y toma el coco—. Y entonces todos seremos salvados, la la la…
—Por desgracia, la foto la tomaron en otro momento. —La sigo hasta el cuarto de baño. Allí practica cuatro agujeros en el coco con ayuda del destornillador, se inclina sobre el lavabo diseño de Vivienne Tam y se empapa el cabello con la leche.
—Sí, tienes razón. —Alison arroja la cáscara a la papelera y procede a hacerse un masaje en el cuero cabelludo—. Si Damien se entera, te encontrarás trabajando en un White Castle.
—Y tú tendrás que pagarte tus abortos. Lo que hay que aguantar. —Levanto los brazos en un gesto de desesperación—. ¿Por qué siempre tengo que ser yo el que te recuerde que deberíamos dejar de vernos? Si esa foto sale a la luz, se nos acabó la buena vida.
—Si esa foto sale a la luz diremos que fue un momento de debilidad. —Alison se echa el cabello hacia atrás y se lo envuelve en una toalla—. ¿No te parece una buena excusa?
—Santo Dios, Alison, ¿cómo puedes decir eso sabiendo que hay dos gorilas delante de tu puerta?
—Sí, ya los he visto. —El espejo le devuelve su imagen sonriente—. Emocionante, ¿verdad?
—¿Por qué siempre tengo que ser yo el que te recuerde que, en teoría, yo sigo saliendo con Chloe y tú sigues saliendo con Damien?
Alison da la espalda al espejo y se apoya en el lavabo.
—Si se te ocurre dejarme, tendrás que enfrentarte a problemas mucho más graves —me amenaza antes de dirigirse de nuevo al vestidor.
—¿Por qué? —pregunto, y echo a andar tras ella—. Explícate.
—Bueno… Digamos que circulan rumores de que el local se te ha quedado pequeño. —Una pausa para escoger los zapatos—. Y sabes tan bien como yo que, si Damien supiera que has considerado siquiera la posibilidad de abrir tu propio tugurio mientras él te paga para llevar el suyo, él se sentiría profundamente herido en su sentido de la lealtad y tú tendrías los días contados. —Alison deja caer los zapatos al suelo y sale del vestidor.
—No es verdad —insisto sin perderla de vista—. Te juro que no es verdad Santo Dios, ¿de dónde lo has sacado?
—¿Lo niegas?
—No… bueno… sí, claro. En fin… —No sé qué decir.
—Bah, qué más da. —Alison se quita la bata y se pone unas bragas—. ¿Mañana a las tres?
—Mañana estoy a tope. No te pases —farfullo—. Oye, en serio, ¿quién te ha dicho que estoy buscando otro local?
—Está bien. Entonces el lunes a las tres.
—¿Por qué a las tres? ¿Por qué el lunes?
—Porque a Damien le toca limpieza —responde, y se pone una blusa.
—¿Limpieza de qué?
—De lo que lleva… —casi no se la oye— postizo.
—¿Damien lleva peluca? —repito—. ¡Qué asco! Ese tío es un peligro público.
Alison se acerca al armario y rebusca en una caja enorme llena de pendientes.
—Por cierto, este mediodía me he encontrado con Tina Brown en el 44 y me ha dicho que mañana vendrá sin Harry. Y Nick Scotti también vendrá. Sí, ya lo sé, ya lo sé, está pasado de moda. Pero es que es tan guapísimo…
Vuelvo despacio hasta, la ventana cubierta de escarcha y echo un vistazo al jeep a través de los listones de la persiana.
—También he hablado con Winona. Otra que se apunta. Por cierto. —Se pone dos pendientes en una oreja, tres en la otra; luego se los vuelve a quitar—. ¿Johnny viene?
—¿Qué? —pregunto—. ¿Quién?
—¡Johnny Depp! —contesta con un zapatazo.
—Supongo —digo sin convencimiento—. Sí.
—¡Yupi! —se regocija—. He oído decir que Dave Pimer anda liado con la heroína. Yo que tú no dejaría que Chloe se le acercara mucho. También dicen que Winona estaría dispuesta a volver con Johnny si Kate Moss se perdiera de vista. O si un pequeño tornado nos hiciera a todos el favor de llevársela de vuelta a Auschwítz. —Alison repara en la colilla que flota en la botella de Snapple, se da la vuelta, me señala con un dedo acusador y me dice no sé qué sobre la Señora Chow y su debilidad por el Snapple con sabor a kiwi. A todo esto, yo estoy repantigado en un sillón gigantesco de Vivienne Tam—. Madre mía —exclama en voz baja—. Con esta luz —una pausa provocada por autentica emoción— estás buenísimo.
Reúno las fuerzas necesarias para entornar los ojos y, finalmente, respondo:
—Desde más arriba se llega más lejos.
30
Estoy en casa, en un apartamento céntrico, vestido y a punto para salir hacia el Bowery Bar, donde he quedado en reunirme con Chloe antes de las diez.
Voy de un lado para otro con el móvil en la mano, a la espera de que mi agente de la CCA se digne ponerse al teléfono. Mientras tanto, enciendo velas votivas perfumadas con esencia de cítricos para relajar el ambiente y ayudarme a liberar la tensión acumulada. Hace tanto frío que el apartamento casi parece un iglú. Cisne negro, vaqueros blancos, chaqueta Matsuda y calzado cómodo: sencillo a la par que moderno. De fondo, casi sin volumen, música de Weezer. En la televisión —la tengo encendida sin sonido— están dando un resumen de todos los pases que se han hecho hoy en Bryant Park. Chloe es la modelo omnipresente. Por fin, un clic, un suspiró, ruido lejano de voces y otro suspiro de Bill.
—¿Bill? ¿Eres tú? —digo—. ¿Bill? ¿Qué haces? ¿Dejarte enjabonar en Melrose? ¿Con los auriculares puestos, como si fueras un controlador aéreo del aeropuerto de Los Angeles?
—¿Tengo que repetirte que soy más poderoso que tú? —pregunta Bill sin el menor entusiasmo—. ¿Tengo que repetirte que sin auriculares no se va a ninguna parte?
—Eres mi billete a la fama.
—Esperemos que pueda forrarme a tu costa.
—Bueno, ¿qué se sabe de la secuela de Línea mortal? Porque el guión es algo así como alucinante ¿Qué me cuentas? Venga.
—¿Que qué te cuento? —repite Bill sin alterarse—. Pues cuento básicamente lo siguiente: esta mañana he asistido a una proyección. El producto en cuestión tenía grandes cualidades: estaba bien estructurado, era fácil de entender y no resultaba tan penoso como la mayoría. Pero, por alguna extraña razón, no me ha gustado. Sospecho que porque hasta un puñado de marionetas habría sabido sacar más partido del guión que esos actores.
—¿Qué peli era?
—Aún no tiene título —responde Bill en voz baja—. Es algo a medio camino entre Calígula y El club de los cinco.
—Ésa la he visto, creo. Dos veces, además. Oye, Bill…
—Hoy, en el Barney Greengrass, me he pasado buena parte del almuerzo contemplando las colinas de Hollywood, escuchando a alguien que intentaba colocarme un argumento sobre un fabricante de pasta gigante al que le da por cometer no sé qué excesos.
Apago el televisor y busco el reloj por todo el apartamento.
—¿Y tú en qué pensabas, mientras tanto?
—En cuánto tiempo me queda de vida. —Pausa—. Francamente, no creo que uno deba pensar en esas cosas a los veintiocho años. Y mucho menos en el Barney Greengrass.
—Bueno, los veintiocho los tienes.
—El contacto con un sifón sumergido en hielo me ha devuelto a lo que en general suele considerarse la realidad, y la ingestión de medio plato de natillas ha dado solidez al proceso. Al final, mi interlocutor ha hecho un esfuerzo por bromear y yo he correspondido tratando de reír. —Pausa—. Entonces ha empezado a cobrar forma el proyecto de cenar en The Viper Room, como mal menor, se entiende.
Abro el frigorífico de puerta transparente, tomo una naranja sanguina y levanto la vista al cielo. «Lo que hay que aguantar», pienso mientras la voy pelando.
—Estando aún en el Barney Greengrass —continúa Bill—, alguien de una agencia rival se me ha acercado por detrás y me ha enganchado en el cogote, con pegamento industrial y por razones que todavía se me escapan, una gran estrella de mar. —Pausa—. Ahora mismo dos empleados están intentando quitármela.
—Menuda broma —toso—. Estás empezando a meter ruido, ¿eh?
—Mientras hablo contigo, Fahoorzi Zaheedi me está sacando unas fotos para el Buzz… —A una tercera persona—: ¿Que no se pronuncia así? ¿Y tu qué sabes? ¿Te crees que sabes pronunciarlo sólo porque te llamas así?
—¿Billy? Hey, Bill, ¿pero de qué vas? —pregunto—. ¿El Buzz? Pero si esa revista sólo sirve para matar moscas, tío. Venga, Bill, ¿qué pasa con la secuela de Línea mortal? Oye, que me he leído el guión y… hay problemas de estructura y eso, ya he ido tomando nota, pero, aun así, me parece alucinante. Y no hará falta que te diga que el papel de Ohman me viene como anillo al dedo. —Me meto otro gajo de naranja en la boca y, sin dejar de masticar, sigo—: Alicia Silverstone quedaría genial en el papel de la hermana atribulada de Julia Roberts.
—Ayer salí con Alicia Silverstone —anuncia Bill con el pensamiento en otra parte—. Y mañana salgo con Drew Barrymore. —Pausa—. Estoy de interino entre marido y marido.
—¿Y qué hicisteis? Alicia y tú.
—Pues nos pusimos a ver El rey león en vídeo y nos comimos un melón que me encontré en mi huertecillo. Según cómo se defina «agradable», podría decirse que fue una velada agradable. Yo le pedí que me mirara mientras me fumaba un puro y ella me dio consejos sobre nutrición tales como «Abstente de tomar entremeses». —Pausa—. La semana que viene tengo previsto hacer exactamente lo mismo con la viuda de Kurt Cobain.
—Vaya, veo que eres un tío… rompedor.
—Me has pillado posando para Buzz y, además, preparando la próxima superproducción de terror políticamente correcta. Hace un momento hemos estado discutiendo sobre cuántas violaciones tienen que salir. Mis socios dicen que dos. Yo voto por media docena. —Pausa—. Y hay que hacer algo para glamurizar un poco más la discapacidad de la protagonista.
—¿Por qué? ¿Qué le pasa?
—Que no tiene cabeza.
—Genial. Genial.
—A eso añádele que mi perro se acaba de suicidar. Se ha bebido todo un cubo de pintura.
—Bill, tío, ¿va a haber secuela o no? Venga, ya, hombre. ¿Van a rodar Línea mortal II? ¿Bill?
—¿Sabes qué les pasa a los perros cuando se beben un cubo de pintura? —pregunta Bill como si estuviera pensando en otra cosa.
—¿Shumacher está metido en el proyecto? ¿Qué dice Kiefer?
—Mi perro era un obseso sexual con tendencias depresivas. Se llamaba Max el Judío y estaba muy pero que muy deprimido.
—Bueno, por eso ha debido de beberse la pintura. ¿No?
—Podría ser. Por eso o porque la ABC ha dejado de emitir My So-Called Life. —Pausa—. Todavía no sabemos nada concreto.
—¿Has oído alguna vez la frase «Gánate tu diez por ciento»? —pregunto mientras me lavo las manos—. Have you seen your mother, baby, standing in the skadows?[7]
—El centro se viene abajo, amigo mío —salmodia Bill.
—Eh, Bill, ¿y si no hubiera tal centro? ¿Eh? —pregunto con un puteo considerable.
—Lo tendré en cuenta. —Pausa—. A Firhoozi le ha gustado la estrella de mar. Sólo me faltaba eso. Oye, tengo que dejarte. Ya hablaremos tan pronto como sea posible.
—Sí, yo también tengo prisa, pero oye, ¿y si habláramos mañana? —Paso las páginas de la agenda como un loco—. Digamos a las… A las tres y veinticinco, si te va bien; si no, a las cuatro o cuatro y cuarto. O, bueno, si no, a las… mierda, hasta las seis y diez nada.
—De doce a doce voy de galerías con el reparto de Friends.
—Menuda fantasmada, tío.
—Oye, Dagby, tengo que colgar. Firhoozi quiere sacarme una de perfil sin estrella de mar.
—Espera, espera. Sólo quiero saber si me has propuesto para la secuela de Línea mortal. Y no me llamo Dagby.
—Si no eres Dagby, ¿quién demonios eres? —dice Bill con desgana—. ¿Con quién hablo?
—Soy yo. Victor Ward. Mañana por la noche inauguro algo así como el mejor local nocturno de Nueva York.
—No —responde tras una pausa.
—He hecho pasarela con Paul Smith. He salido en un anuncio de Calvin Klein.
—No… —prosigue tras otra pausa. Oigo que se revuelve, que cambia de postura.
—Todo el mundo pensaba que salía con David Geffen, pero no era verdad.
—Con eso no basta.
—¡Estoy saliendo con Chloe Byrnes! —grito—. Chloe Byrnes, tío, la supermodelo.
—De ella sí he oído hablar, pero de ti no, Dagby.
—¡Santo Dios, Bill, salgo en la portada del YouthQuake de este mes! Te estás pasando con el Halcion, tío.
—En este preciso instante ya ni siquiera pienso en ti.
—¡Eh! —digo ya como ultimo recurso—. Dejé la ICM por vosotros.
—Oye, Dagby, o como te llames, te oigo muy mal. Estoy en Mulholland y este túnel no se acaba nunca. —Pausa—. ¿No oyes las interferencias?
—¡Pero si te acabo de llamar yo al despacho! Y tú mismo me has dicho que Firhoozi Zahidi te estaba haciendo un reportaje. Dile que se ponga, anda.
Una pausa larga seguida de estas palabras, que Bill pronuncia con infinito desdén:
—Te crees muy listo.
29
Delante del Bowery Bar se ha formado tal aglomeración que me veo obligado a trepar por encima de una limusina estacionada de cualquier manera en la acera, no ya para entrar en el local, sino para empezar a abrirme paso a empujones entre el gentío. Los paparazzi que no han podido colarse intentan desesperadamente llamar mi atención a gritos para sacarme una buena foto. Yo me uno a Liam Nesson, Carol Alt y Spike Lee hasta llegar donde están Chad y Anton, con cuya ayuda logramos penetrar en el interior del restaurante. Nos reciben los primeros acordes del «Sick of Myself»[8] de Matthew Sweet. El bar está a tope: tíos blancos con tirabuzones rasta, tías negras con camisetas de los Nirvana, coleguillas grungy, cuerpazos de gimnasio, peinados a la última, mohair, tejidos fosforescentes, Janice Dicketson, guardaespaldas con sus correspondientes modelos —espléndidas pero agotadas después de un día de pases—, borreguillo sintético, neopreno, coletas, silicona, Brent Fraser, Brendan Fraser, pompones, mangas de chenille, guantes de halconero y mucho acaramelamiento por todas partes. Saludo de lejos a Pell y a Vivien, que están bebiendo cosmopolitans con Marcus —ataviado para la ocasión con una peluca de letrado inglés— y una lesbiana guapísima de nombre Egg que luce una corona obsequio de la margarina Imperial. A su lado hay dos personas que, por el atuendo, podrían pasar por sendas componentes de las Banana Splits —cuáles, no sé—. Es una noche así como viva el kitsch y hay montones de admiradores del chic.
Mientras inspecciono el comedor en busca de Chloe (una pérdida de tiempo, comprendo algo demasiado tarde, porque ella se sienta siempre en uno de los tres grandes reservados para vips), me doy cuenta de que tengo al lado a Richard Johnson, de Page Six, que también anda buscando a alguien junto con Mick y Ann Jones, y me vuelvo hacia él con la palma en alto.
—¡Hey, Dick! —grito, para que me oiga a pesar del barullo—. Tienes que hacerme un favor.
—Lo que sea, Victor —contesta Richard—. En cuanto encuentre a Jenny Shimuzu y a Scott Bakula.
—Hey, pero si Jenny vive en el mismo bloque de apartamentos que yo. No veas cómo se enrolla. Le encantan los helados de yogur Häagen-Dazs, sobre todo los de piña colada. Somos muy amigos. Oye, ¿no habrás oído hablar por casualidad de una foto que va a salir en el News o así mañana?
—¿Una foto? —pregunta—. ¿Una… foto?
—Tío, no te pases —protesto tartamudeando—. Cuando lo dices dos veces da hasta miedo. Esto… ¿Sabes quién es Alison Poole?
—Pues claro. La media naranja de Damien Nutchs Ross —contesta mientras levanta el pulgar, lo baja y lo vuelve a levantar para comunicarse a distancia con algún conocido—. ¿Qué tal va todo por el local? ¿Todo a punto para mañana por la noche?
—Sí, sí, sí. Oye, esta foto… ¿tú crees que podría comprometerme?
Richard ha desviado su atención hacia un periodista que está entrevistando a un camarero guapísimo no lejos de donde estamos nosotros.
—Victor, éste es Byron, de la revista Time —y nos presenta con un gesto.
—Qué hay. No me pierdo tus reportajes, tío —le digo—. Oye, Richard, lo que te…
—Byron está preparando un reportaje sobre camareros guapísimos para Time —anuncia Richard sin asomo de entusiasmo.
—¡Ya era hora que alguien se decidiera! —digo—. Richard, espera…
—Si es una fotografía desagradable, el Post no la publicará porque no publica fotografías desagradables, etcétera, etcétera, etcétera —concluye Richard, ya desde lejos.
—Eh, ¿quién ha dicho que sea desagradable? —grito—. Yo he dicho «comprometedora».
Candy Bushnell aparece abriéndose paso entre la multitud y gritando «¡Richard!». De repente me ve, sube el tono algo así como ochenta octavas, exclama «¡Pony!», me besa escandalosamente en la cara y aprovecha para meterme mano. Richard ha encontrado por fin a Jenny Shimuzu, pero no a Scott Bakula, y Chloe está con Roy Liebenthal, Eric Goode, Quentin Tarantino, Kato Kaelin y Baxter Priestly. Este último está prácticamente encima de ella, de modo que tengo que hacer acto de presencia en el reservado azul y atajar el asunto de raíz si no quiero cargar luego con las consecuencias en forma de jaqueca de caballo. Saludo de lejos a John Cusack, que comparte un plato de calamares con Julien Temple, atravieso la sala abarrotada en dirección al reservado donde Chloe finge tomar parte en la conversación mientras apura nerviosamente un Marlboro Light.
Chloe nació en 1970, es piscis y clienta de la CAA. Labios carnosos, delgada a más no poder, busto generoso (de silicona), piernas largas y musculosas, pómulos altos, enormes ojos azules, piel sin mácula, nariz recta, cincuenta y seis centímetros de cintura, sonrisa franca, factura mensual de 1200 dólares en llamadas de móvil, y un odio probablemente injustificado hacia sí misma. La descubrieron mientras bailaba en una playa de Miami y se la ha visto medio desnuda en un vídeo de Aerosmith, en el Playboy, y dos veces en el número de bañadores del Sports Illustrated, así como en la portada de cuatrocientas revistas. Se han vendido dos millones de ejemplares de un calendario para el que posó en St. Bart’s. Su libro Así soy de verdad, escrito en realidad por Bill Zehme, estuvo en la lista de los más vendidos del New York Times algo así como doce semanas. Siempre está al teléfono atendiendo a managers que renegocian sus contratos, y tiene un agente que se lleva el quince por ciento de sus ingresos, tres publicistas (aunque, en el fondo, la PMK lo hace prácticamente todo), dos abogados y varios asesores financieros. En este preciso momento está a punto de firmar un contrato multimillonario con Lancôme, aunque muchos otros también la pretenden, sobre todo después de que los «rumores» sobre su «flirteo» con las drogas fueran «desmentidos» rápidamente. A saber: Banana Republic (no), Benetton (no), Chanel (sí), The Gap (puede), Christian Dior (mmm…), French Connection (por favor…), Guess? (ni hablar), Ralph Lauren (problemático), Pepe Jeans (¡hasta ahí podríamos llegar!), Calvin Klein (ya está), Pepsi (siniestro, pero posible), etcétera. Tiene rigurosamente racionados los bombones, la única comida de la que disfruta mínimamente. No toma arroz, ni patatas, ni grasas de ninguna clase, ni pan; sólo verduras al vapor, algunas frutas, pescado sin aderezo y pollo hervido. Hace días que no cenamos juntos porque la semana pasada tuvo las pruebas de vestuario para los quince pases que va a hacer esta semana, lo que seguramente representó probarse ciento veinte modelos multiplicados por quince diseñadores. Además de los dos desfiles de mañana, aún tiene que rodar parte de un anuncio para la televisión japonesa y verse con un director de vídeo para repasar unos storyboards que ella ni siquiera entenderá. Caché por diez días de trabajo: 1,7 millones de dólares. Tiene un contrato no sé dónde que estipula esta cantidad.
Esta noche lleva un vestido largo de Prada, negro y con la espalda al aire, sandalias de charol negro y unas gafas aerodinámicas de color verde metalizado que se quita en cuanto me ve aparecer.
—Perdona, cariño, me he perdido —digo mientras me introduzco en el reservado.
—Mi héroe… —me recibe Chloe con una sonrisa forzada.
Roy, Quentin, Kato y Eric se largan, muy decepcionados los cuatro, mascullando «Eh, tío» y asegurándome que mañana por la noche asistirán a la inauguración. Baxter Priestly, en cambio, sigue sorbiendo su caramelo de menta sin inmutarse y con una sola solapa asomando de su chaleco rosa Pepto-Bismol. Licenciado en cinematografía por la Universidad de Nueva York, rico, veinticinco años, modelo a tiempo parcial (hasta el momento sólo fotos de grupo para campañas de Guess?, Banana Republic y Tommy Hilfiger), rubio, corte a lo paje, ex acompañante de Elizabeth Saltzman (ya tenemos algo en común).
—¿Qué hay? —saludo con un suspiro mientras me inclino para besar a Chloe en la boca, y empiezo a temer el intercambió de comentarios que se avecina.
—Hey, Victor. —Baxter me estrecha la mano—. ¿Qué tal el local? ¿Todo listo para mañana?
—Do you have the time to listen to me whine? [9]
Nos sentamos de cara al resto de la sala, yo con la mirada fija en la gran mesa del centro donde, bajo una lámpara hecha a base de flotadores de cisterna del váter y hierros de frigorífico, Eric Bogosian, Jim Jarmusch, Larry Gagosian, Harvey Keitel, Tim Roth y —quién iba a suponerlo—. Ricki Lake comen ensaladas. Eso me recuerda algo: tengo que ocuparme del tema de los picatostes antes de que la cosa se desmande por completo.
Al cabo de un rato, Baxter capta la indirecta, se levanta, se guarda en el bolsillo su Audiobox MVX —que hasta ahora había estado haciendo compañía al Ericsson DF de Chloe—, y vuelve a estrecharme la mano con torpeza.
—Os veo mañana —insiste mientras el caramelo de menta emerge de entre sus labios carnosos y rosados—. Bueno, pues, hasta mañana.
—Adiós, Baxter —dice Chloe, cansada pero encantadora, como siempre.
—Eso. Hasta luego —lo despido sin contemplaciones. Es una fórmula que nunca falla. En cuanto calculo que ya no puede oírnos, me vuelvo hacia Chloe y le pregunto delicadamente—: ¿Qué pasa, cariño? ¿Quién era ese tipo?
En vez de contestarme, Chloe se limita a fulminarme con la mirada.
Pausa.
—Santo Dios, me estás mirando como si me hubieras sorprendido en un concierto de Hootie and the Blowfish. Calma, ¿no?
—¿El nombre de Baxter Priestly te dice algo? —pregunta con aire taciturno mientras pica cilantro de un plato.
—No. ¿Quién es? —Saco un paquete de yerba de primera y la cajita del papel de fumar—. ¿Quién coño es Baxter Priestly?
—Sale en el programa nuevo de Darren Star y toca el bajo en el grupo Hey That’s My Shoe —dice, y enciende otro cigarrillo.
—¿Baxter Priestly? ¿Qué clase de nombre es ése? —mascullo, contemplando unas semillas que están pidiendo a gritos que las quite de ahí.
—¿Y tú te burlas de su nombre? ¿Tú, el compañero inseparable de Plez, de Fetiche y de alguien a quien sus padres tuvieron el valor de llamar Tomate?
—Ya han reconocido que tal vez se excedieron.
—¿Tú, que trabajas con gente como Benny Benny y Damien Nutchs Ross? ¿Y antes siquiera de disculparte por llegar una hora tarde? He tenido que esperarte arriba, en el despacho de Eric.
—¡Bueno! Ya me imagino lo contento que se habrá puesto —protesto sin apartar la vista de la maría—. Hey, ¿qué pasa? Sólo quería compartirte un rato con los paparazzi. —Pausa—. Y no se llama Benny Benny, sino Kenny Kenny.
—Ya me has compartido todo el día —se queja con un suspiro.
—¿Baxter Priestly? ¿Y cómo es que no me suena de nada? —pregunto sinceramente. En éstas diviso a Cliff, el maitre, y me dispongo a pedirle algo de beber; pero ya es demasiado tarde: Eric nos hace llegar una botella de Cristal 1985 con sus mejores deseos.
—Por suerte, ya me voy acostumbrando a tus olvidos —dice.
—Oye, tú eres la que se hace fotos con abrigos de piel y luego da dinero a Greenpeace. Aquí sólo hay una contradicción andante, querida, y eres tú, no yo.
—Baxter había salido con Lauren Hynde. —Chloe apaga el cigarrillo y sonríe agradecida al guapísimo camarero que nos sirve el champán en sendas copas aflautadas.
—¿Baxter había salido con Lauren Hynde?
—Sí.
—¿Y quién demonios es Lauren Hynde?
—Lauren Hynde es Lauren Hynde, Victor —insiste, como si el nombre tuviera que sonarme de algo—. ¡Saliste con ella, por el amor de Dios!
—¿Yo? ¿En serio? Ah.
—Buenas noches.
—Oye, lo siento, no me acuerdo. ¿Qué quieres que te diga? Te presento mis más humildes disculpas.
—¿No te acuerdas de Lauren Hynde? —repite anonadada—. ¿No recuerdas haber salido con ella? Por el amor de Dios, Victor, ¿qué dirás de mí?
—De ti no voy a decir nada —contesto, satisfecho con el resultado de la operación de despepitado—. Porque tú y yo nos casaremos y envejeceremos juntos. ¿Qué tal los pases? Mira, Scott Bakula. Hey, tío. ¿Qué tal? Richard andaba buscándote.
—Lauren Hynde, Victor.
—Hey, total. ¡Alfonse! Qué pasada de tatuaje, tío. —Me vuelvo de nuevo hacia Chloe y sigo—: ¿Sabías que Damien lleva bisoñé? Al parecer, es un loco de las pelucas.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Uno de sus empleados —contesto sin titubear.
—Lauren Hynde, Victor. Lauren… Hynde.
—¿Quién será? ¡Cielos! —digo con una mueca de horror antes de inclinarme hacia Chloe y besarla ruidosamente en el cuello. Patrick McMullan aparece como por arte de magia y pide permiso cortésmente para hacemos una foto, no sin antes felicitar a Chloe por su trabajo en las pasarelas del día. Chloe y yo nos acercamos, levantamos la cara hacia el objetivo, sonreímos y esperamos el resplandor del flash.
—¡Hey, que no salga la maría! —le aviso, pero él ya ha echado a correr en pos de Patrick Kelly.
—¿Crees que me habrá oído?
—Victor, Lauren Hynde es una de mis mejores amigas.
—Yo no la conozco de nada. Pero, oye, si dices que es amiga tuya, que no se hable más del tema: los amigos de mi novia… —Empiezo a liar el porro.
—Fuisteis juntos a la universidad.
—Ah no, eso sí que no —farfullo mientras saludo con la mano a Ross Bleckner y a su nuevo acompañante, la señora de Ross Bleckner, un tío que trabajaba en un local de Amagansett llamado Salamanders; Bikini le dedicó un reportaje no hace mucho.
—Corrígeme si me equivoco, pero Lauren Hynde y tú fuisteis juntos a Camden. —Chloe enciende otro cigarrillo y por fin se decide a probar el champán.
—Pues claro, pues claro —digo para tranquilizarla—. Ahora me acuerdo.
—¿Recuerdas haber ido a la universidad?
—¿Literalmente o en sentido figurado?
—¿Habría alguna diferencia? —pregunta—. ¡Pero cómo se puede ser tan lerdo!
—No sé. Tiene algo que ver con la sustitución de un gen.
—Es increíble. Te burlas del nombre de Baxter Priestly y luego te tratas con gente que se llama Huggy, Pidgeon y Na Na.
—Oye —protesto al fin—, que tú te has acostado con Charlie Sheen. Todos tenemos nuestras miserias.
—Tendría que haber ido a cenar con Baxter —murmura.
—No te lo tomes así, cariño. Bébete el champán, pídete un sorbete… En cuanto acabe de liar un par de éstos, verás cómo nos relajamos. A ver, ¿quién es este Baxter?
—Os conocisteis en un partido de los Knicks.
—¡Es verdad, ahora caigo! El nuevo desheredado: desnutrido, despeinado y víctima de los tratamientos de desintoxicación. —Me callo de repente, compruebo con aprensión la reacción de Chloe y, sin solución de continuidad, sentencio—: La estética grunge ha acabado con la buena imagen del hombre americano. Le dan ganas a uno de volver a los ochenta.
—Ese tipo de cosas sólo se te ocurren a ti.
—De todos modos, me paso los partidos de los Knicks mirando cómo coqueteas con John-John.
—Niega que, si pudieras, me cambiarías por Daryl Hannah.
—Cariño, si lo que buscara fuera publicidad, te cambiaría por John-John. —Cuento hasta tres antes de preguntar con gesto travieso—: ¿Crees que él…?
Chloe se limita a mirarme fijamente.
—Anda, ven aquí. —La atraigo hacia mí y la beso hasta notar que mi mejilla se empapa de aceite de coco. Chloe siempre lleva el pelo mojado y peinado hacia atrás—. De vez en cuando podrías secarte el pelo, ¿no?
Los objetivos de Fashion TV peinan el local. Salgo disparado a buscar a Cliff para que le diga a Eric que se asegure de que las cámaras no se acercan a Chloe. M People deja paso a Elvis Costello —un tema de mediados de su carrera— y éste a lo último de los Better Than Ezra. Pido un sorbete de frambuesa e intento poner a Chloe de buen humor añadiéndole una melodía de Prince: «Y ella se comió el sorbete de frambuesa. Uno de esos que sirven en el Bowery Bar…».
Pero Chloe no levante su mirada triste del plato.
—No es más que un plato de cilantro. ¿Qué te pasa?
—Llevo en pie desde las cinco de la mañana y tengo ganas de llorar.
—Hey, ¿que tal el gran almuerzo en el Fashion Café?
—James Truman se ha comido una trufa enorme en mis mismísimas narices. Por poco lo mato.
—¿Porque a ti también te apetecía?
—No. Victor, por el amor de Dios, no te enteras de nada.
—Lo siento, perdona, perdona. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me vaya un año a Florencia a estudiar cerámica renacentista? Te recuerdo que cada mes vas diez veces a Elizabeth Arden a depilarte.
—¿Y qué? Tú te pasas horas enteras pensando en cómo sentar a los invitados de una cena.
—Alto, alto, alto —protesto mientras enciendo el porro—. Mira, la DJ me ha dejado plantado, mañana inauguro el local, tengo una sesión de fotos, un pase y almuerzo con mi padre. —Una pausa—. ¡Mierda! Y ensayo.
—¿Qué tal tu padre? —pregunta ella sin interés.
—Tramando algo —murmuro—. Conspirando contra mi.
Peggy Siegal pasa a pocos metros vestidita de tafetán En cuanto la veo, me escondo debajo de la mesa, apoyo la cabeza en el regazo de Chloe, sonrío y doy una buena calada.
—Peggy quería llevarnos la publicidad —le explico tras recuperar la verticalidad.
Chloe se limita a mirarme fijamente.
—O sea que… —continúo—. James Truman se ha comido una trufa enorme. En el almuerzo Entertamment Tonight, ya. Adelante, adelante.
—Era todo tan in que me han dado ganas de echar a correr.
—¿Y qué has comido? —pregunto con indiferencia mientras saludo con la mano a Frederique, que junta los labios y entorna los ojos como si estuviera haciendo mimos a un niño pequeño o a un cachorro gigante.
—Correr, Victor. ¡Correr! Por el amor de Dios, ¿es que nunca me escuchas?
—Era una broma, cielo. Una broma. Te he entendido perfectamente.
Chloe me mira y espera que se lo demuestre.
—Que hay que correr para estar in. ¿No es eso lo que has dicho?
Chloe se limita a mirarme fijamente.
—Está bien, lo confieso, estaba distraído. —Echo otra calada y le lanzo una mirada nerviosa—. Oye, y esto del vídeo de mañana… ¿de qué va exactamente? —Pausa—. ¿Te han pedido que salgas desnuda? —Otra pausa y otra calada. Luego agacho la cabeza para que el humo no le de en la cara—. Venga, cuenta.
Chloe sigue mirándome.
—¿Eso significa que no te lo han pedido… o que sí te lo han pedido? —insisto.
—¿Por qué? —me suelta—. ¿Desde cuándo te importa?
—Alto ahí, ¿eh? Cuidado. Te recuerdo que la última vez que te lo pidieron tuviste que salir bailando encima de un coche en sujetador. ¿Que si me importa? —pregunto con un gesto de incredulidad—. ¡Me quita el sueño!
—A ver, tú has hecho… ¿cuantos anuncios de bañadores calculas? Y luego están aquellas fotos para el libro erótico de Madonna. Y corrígeme si me equivoco, pero recuerdo cierto anuncio de Versace en que se te veía el vello púbico.
—Sí, bueno, pero Madonna al final no usó las fotos, afortunadamente. Y hay una gran diferencia entre mi vello púbico, que además salía decolorado… ¡y tus tetas! Dios mío. Bueno, mira, dejémoslo, no sé ni…
—Eso se llama doble moral, Victor.
—¿Doble moral? —Echo otra calada casi sin querer y luego intento hacer las paces—: A ver, ¿quién dijo que no al Playgirl?
—Felicidades. Pero no lo hiciste por mí, sino por tu padre; con que no me vengas ahora con cuentos.
—Me gustan los cuentos ¿Qué pasa? —Me encojo de hombros con una naturalidad pasmosa.
—Los cuentos están muy bien para los niños de siete años. En los de veintisiete son un síntoma de retraso mental.
—Chloe, estoy hecho polvo. Mica, la DJ, ha desaparecido; mañana tengo un día que ni te cuento; y lo de la secuela de Línea mortal sigue en el aire. No tengo ni idea de cómo va a acabar la cosa. Bill está convencido de que me llamo Dagby… Santo Dios, ¿tienes idea del tiempo que he invertido en repasar ese guión y darle un poco de…?
—¿Y lo del anuncio de patatas fritas?
—¿Corretear al borde del mar con una Pringle en la boca y poner cara de sorpresa porque…? ¡Oh cielos! ¡No sabe a patata! No compares, por favor —gimoteo mientras me hundo en el asiento—. ¿Llevas Visine encima?
—Al menos es trabajo. Trabajo remunerado.
—Creo que lo de pasarme a la CAA ha sido un error. Esta tarde, mientras hablaba con Bill, me he acordado de aquella historia terrorífica que contabas sobre Mike Ovitz.
—¿Qué historia?
—Sí, mujer. Cuando te invitaron a una proyección en Wilshire con gente de la agencia… Bob Bookman, Jay Mahoney y no sé quién más. Y fuiste y resultó que la película en cuestión era una copia nueva de ¡Tora!¡Tora!¡Tora! y ellos se pasaron toda la película partiéndose de risa. Me lo contaste tú, ¿no te acuerdas?
—¿Sabes? —susurra sin escucharme—. El otro día estaba en el SoHo con Lauren, almorzando en el Zoe, y una persona se me acercó y me dijo: «Eres la viva imagen de Chloe Byrnes».
—Y tú te enfadaste y le dijiste: «¡Será posible!». ¿No? —le pregunto sin atreverme a mirarla de frente.
—No. Le solté: «No me diga».
—Debías de tener la tarde bastante… libre. —Toso y me trago el humo con un sorbo de champán—. ¿Qué Lauren dices?
—Victor, no me estás escuchando.
—Chloe, por lo que más quieras… When you were young and your heart was an open book you used to say live and let live. —Me callo para echar otra calada—. You know you did, You know you did. You know you did.[10] —Vuelvo a toser y lo lleno todo de humo.
—¡No estás hablando conmigo! —me censura Chloe con una vehemencia excesiva—. ¡Me miras pero no hablas conmigo!
—Cariño, yo soy tu admirador número uno —le aseguro—. Pero que conste que lo admito porque voy un poco puesto.
—Tu madurez me conmueve.
Las nuevas It Girls pasan revoloteando junto a nuestro reservado de camino a la pista de baile que hay frente a los lavabos y lanzan miradas nerviosas a Chloe. Una de ellas se está comiendo una nube de algodón de azúcar de color lila. En éstas me doy cuenta de que Chloe está desencajada, como si se acabara de beber algo de color negro o se hubiera comido una porción de sashimi en mal estado.
—Anímate, cielo. ¿O es que quieres acabar en Australia, ordeñando dingos en una granja de ovejas? ¿Quieres pasarte el resto de tu vida conectada a Internet poniendo al día tu correo electrónico? No seas así. Anímate, anda.
Chloe guarda silencio unos segundos antes de preguntar.
—¿Ordeñando… dingos?
—La mayoría de esas chicas no ha pisado siquiera una universidad.
—Bueno, tú estudiaste en Camden, que viene a ser lo mismo. Anda, vete a hablar con ellas.
La gente se acerca sin parar al reservado a pedir de rodillas invitaciones para la inauguración, y yo me muestro tan generoso como requiere la ocasión. Me dicen que la semana pasada me vieron en el Marlin de Miami, en las oficinas que tiene la agencia Elite en la planta baja del hotel, y luego en la playa. En fin que, cuando llega Michael Bergin preguntando que si me acuerdo del latte frío que compartimos en Cayo Biscayne mientras posábamos para Bruce Weber/Ralph Lauren, estoy tan cansado que se me quitan las ganas de decirle que el pasado fin de semana no estuve en Miami. En vez de eso, le pregunto si el latte estaba bueno, me dice que regular, y de repente noto que la temperatura del local cae en picado. Chloe, con la mirada perdida y la cabeza en otra parte, bebe champán a sorbitos, como por obligación. En éstas veo a Patrick Bateman, que está con un grupo de publicistas y con los tres hijos de un conocido productor cinematográfico. Patrick se acerca, me da la mano, se vuelve hacia Chloe, pregunta qué tal va el local y si lo de mañana por la noche sigue en pie, comenta que Damien lo ha invitado a la inauguración y me regala un habano. Lleva un traje Armani que cuesta casi más que un coche, con las solapas llenas de manchas.
—No te preocupes: hemos puesto toda la carne en el asador.
—Me gusta ver que no soy el único que se toma el trabajo tan… a pecho —dice, y le guiña un ojo a Chloe.
Cuando se va, apuro el porro e intento consultar el reloj, pero me doy cuenta de que no llevo y me quedo contemplando mi muñeca.
—Qué tío más raro —dice Chloe—. Me apetece tomarme una sopa.
—Qué dices. Pero si es superlegal.
Chloe se hunde en el asiento y me mira con cara de asco.
—¿Qué pasa? Oye, que tiene su propio escudo de armas.
—¿De dónde has sacado eso?
—Me lo ha dicho él. Me lo contó un día. Que tenía su propio escudo de armas.
—Lo que hay que oír —dice ella.
Chloe toma la cuenta y yo, para quitarle hierro al asunto, me acerco y la beso. Los paparazzi aprovechan la ocasión para montar otro de los circos a los que nos tienen acostumbrados.
28
Instantáneas del loft de Chloe en un espacio que parece diseñado por Dan Flavin: dos sofás de Toshiyuki Kita, metros y metros cuadrados de pavimento de madera blanca de arce, seis copas de vino Baccarat Tastevin —regalo de Bruce y Nan Weber—, tulipanes blancos por docenas, un StairMaster y un juego de mancuernas, libros de fotografía —de Matthew Rolston, de Annie Leibovitz, de Herb Ritts— con la correspondiente dedicatoria del autor, un huevo de Fabergé que le regaló Bruce Willis —antes de Demi—, un gran retrato al natural de Chloe obra de Richard Avedon, gafas de sol por todas partes, una foto de Chloe atravesando medio desnuda el vestíbulo del Malperisa de Milán ante la indiferencia general —obra de Helmut Newton—, un William Wegman de gran formato y carteles de tamaño gigante de La mujer marcada, La noche de los maridos —con Carolyn Jones—, y de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Una hoja interminable de papel térmico pegada sobre el tocador reza: lunes, 09.00 Byron Lars, 11.00 Mark Eisen, 14.00 Nicole Miller, 18.00 Ghost; martes, 10.00 Ralph Lauren; miércoles, 11.00 Anna Sui, 14.00 Calvin Klein, 16.00 Bill Blass, 19,00 Isaac Mizrahi; jueves, 09.00 Donna Karan, 17.00 Todd Oldham, y así sucesivamente hasta el domingo. Rara es la mesa o la superficie de cualquier otro mueble donde no haya un fajo de divisas y alguna botella vacía de Glacier. En la nevera la espera el desayuno que Luna le deja preparado: pomelo rojo, Evian, infusión fría, yogurt natural desnatado con moras, un cuarto de bagel con semillas de amapola —unas veces tostado y otras no, con beluga si es un día especial—. La han llamado mientras no estaba Gilles Bensimon, Juliette Lewis, Patrick Demarchelier, Ron Galotti, Peter Lindbergh y Baxter Priestly.
Me duchó, me aplico Preparation H y Clinique Eye Fitness en los párpados inferiores, y escucho mis mensajes: Ellen von Unwerth, Eric Stoltz, Alison Poole, Nicolas Cage, Nicolette Sheridan, Stephen Dorff y alguien de Tristar, seguramente con malas noticias. Cuando Salgo del baño —con una esponjosa toalla de Ralph Lauren atada a la cintura—, me encuentro a Chloe sentada en la cama con las rodillas pegadas al pecho, los ojos llenos de lágrimas y cara de funeral. La veo estremecerse y tomarse un Xanax para alejar un inminente ataque de ansiedad. En la pantalla panorámica del televisor, un documental sobre los riesgos de los implantes.
—Pero si sólo es un poco de silicona —le digo para tranquilizarla—. Peor es lo mío, que tomo Halcion. Por no hablar del medio bocadillo de beicon que me zampé el otro día. Y te recuerdo que los dos fumamos.
—Victor, por el amor de Dios. —Más escalofríos.
—¿Te acuerdas de cuando te rapaste el pelo casi al cero? Te pasaste toda la temporada tiñéndotelo de diferentes colores y llorando sin parar…
—Estaba al borde del suicidio —solloza—. Estuve a punto de tomarme una sobredosis.
—Lo importante es que ni siquiera entonces perdiste ni un solo contrato.
—Ya, pero ahora tengo veintiséis años, que, para una modelo, es algo así como tener ciento cinco.
—Chloe, no entiendo esta inseguridad tuya. —Le froto los hombros—. Eres un mito —le susurro al oído—. Un punto de referencia. —Le beso el cuello—. La personificación del ideal físico de nuestro tiempo. —Luego añado—: Tú no eres una simple modelo, cariño. Tú eres una estrella. La belleza sale del alma —añado mientras le tomo la cara con ambas manos.
—Mi alma no tiene que hacer veinte pases seguidos —llora—. Mi alma no tiene que salir en la portada del Harper’s el mes que viene. Mi alma no tiene que negociar un contrato con Lancôme. —Más sollozos, un grito sofocado… en fin, la apoteosis. Es el fin del mundo, el fin de todo.
—Oye —me aparto—, no tengo ningunas ganas de despertarme un día y encontrarme con que te ha vuelto a dar el ataque de los implantes y te has ido a Hollywood a esconderte en el Chateau Marmont y a ver a Kiefer, a Dermot y a Sly. Con que… tranquilízate, ¿vale?
Al cabo de diez minutos de silencio —o puede que sean sólo dos— el Xanax surte efecto.
—Ya se me ha pasado un poco —concede.
—Andy dijo una vez que la belleza es un síntoma de inteligencia.
Chloe se vuelve despacito hacia mí.
—¿Andy? ¿Qué Andy, Victor? ¿Andy qué más? —Tose y se suena la nariz—. ¿Andy Kaufman? ¿Andy Griffith? ¿De dónde lo has sacado? ¿De Andy Rooney?
—Warhol —digo en voz baja, ofendido—. Chloe…
Chloe se levanta de la cama, se mete en el baño, se lava la cara y se aplica Preparation H bajo los ojos.
—De todas maneras, el mundo de la moda está en las últimas —dice con un bostezo mientras se despereza. Luego se dirige a uno de sus vestidores y lo abre—. Qué té voy a contar.
—Algo agradable, para variar —digo por decir camino del televisor.
—¿Quién paga esta hipoteca? —grita—. ¿Tú o yo?
Busco el vídeo de Línea mortal que me dejé aquí la semana pasada, pero sólo encuentro una cinta con el programa de Arsenio al que Chloe asistió como invitada, dos películas en las que participó como actriz (Party Mountain, con Emery Roberts, y Teen Town, con Hurley Thompson), otro documental sobre los efectos secundarios de los implantes de silicona y el episodio de la semana pasada de Melrose Place. En la pantalla, un anuncio. La imagen tiene mucho grano, parece copia de otra copia. En éstas me doy la vuelta y me encuentro a Chloe delante del espejo de cuerpo entero, comprobando cómo le quedaría el vestido que sostiene en la mano y guiñándose un ojo a sí misma.
El vestido es un Todd Oldham auténtico, negro y beige —básico ma non troppo—, escote palabra de honor, aire navajo y acolchado fosforescente.
Lo primero que se me ocurre es que se lo ha robado a Alison.
—Cariño… —Carraspeo—. ¿Qué haces?
—Practico el guiño para el vídeo —dice con otro guiño—. Rupert dice que no acaba de salirme bien.
—Ajá. Bueno, me tomo unas horas libres y practicamos. —Cuento hasta tres e insisto disimuladamente—. ¿Y el vestido?
—¿Te gusta? —pregunta con la cara iluminada y vuelta hacia mí—. Es para mañana por la noche.
—¿Qué?
—¿Cómo que qué? ¿Qué pasa? —Devuelve el vestido al armario.
—Es que… —digo con un gesto negativo de la cabeza— no lo acabo de ver claro.
—Tranquilo. No tienes que ponértelo tú.
—Tampoco tú tienes ninguna obligación, ¿no?
—No empieces. No tengo ganas de…
—Vas a parecer Pocahontas.
—Todd me lo ha dado especialmente para la inauguración.
—¿Y si te pusieras algo más sencillo, menos étnico…? Menos políticamente correcto, vamos. Algo tipo… Armani. —Me acerco al vestidor—. Déjame escoger a mí.
—Victor —dice, y me cierra el paso—, la elección ya está hecha. —En éstas se fija en mis tobillos—. ¿Eso son arañazos?
—¿El qué? —Y agacho la cabeza yo también.
—Lo que tienes en los tobillos. —Chloe me obliga a tenderme en la cama para poder ver más de cerca las marcas rojas que tengo en los tobillos y en las pantorrillas—. Parece como si te hubiera mordido un perro. ¿Se te ha acercado algún perro?
—¿Además de Beau y Jotadé? ¡Si yo te contara! —me lamento con la vista levantada al cielo.
—Victor, te ha mordido un perro.
—Ah —me incorporo—, ¿lo dices por estas marcas? —pregunto como si las acabara de ver—. Me las habrán hecho Beau y Jotadé cuando me han atacado a traición. ¿Tienes Bactine?
—¿Dónde ha sido? ¿Qué perro? —insiste.
—Vale ya, ¿eh?
Chloe echa un último vistazo obediente a los arañazos y luego se mete en su lado de la cama con un guión que ha recibido de parte de la CAA: otra miniserie ambientada en una isla tropical. La palabra «miniserie» no es tabú, pero a ella la idea de hacerla la horroriza lo mismo. Considero la posibilidad de decirle algo así como «Por cierto, en el periódico de mañana igual ves algo que no acaba de gustarte». En la MTV, imágenes de una casa casi sin amueblar en forma de traveling ininterrumpido de Steadycam.
Me apresuro a colocarme a su lado.
—Parece que ya tenemos el local nuevo —digo—. Mañana he quedado con Waverly.
Chloe no contesta.
—Según Burl, podría estar abierto dentro de tres meses. —La miro—. Te veo preocupada.
—No sé si haces bien.
—¿Haciendo qué? ¿Abriendo mi propio local?
—Más de una relación podría resentirse.
—La nuestra no, espero —digo, y le tomo la mano.
Chloe no aparta la vista del guión.
—Oye, pero ¿qué pasa? —Me incorporo—. Mira, a estas alturas de mi vida, lo único que quiero, aparte de un papel en la secuela de Línea mortal, es mi propio local, algo que sea mío y solamente mío.
Chloe suspira, pasa una página que aún no ha leído y acaba por dejar a un lado el guión.
—Victor…
—No, no lo digas. ¿Tan descabellada te parece la idea? ¿Te parece que es mucho pedir? ¿Te parece una tontería que quiera hacer algo con mi vida?
—Victor…
—Cariño, toda la vida he…
—… ¿me has engañado alguna vez? —me espeta sin previo aviso.
—Cariño… —reacciono después de un silencio ni corto ni largo. Luego me acerco a ella y le acaricio los dedos sin separárselos del logo de la CAA—. ¿A qué viene eso? —disimulo antes de preguntar lo que ya sé—. ¿Me has engañado tú a mí?
—Sólo quiero saber si me has sido siempre fiel. —Baja la vista al guión y luego la vuelve hacía la pantalla del televisor, donde desde hace varios minutos no se ve otra cosa que una bonita bruma de color rosa—. Para mí la fidelidad es muy importante.
—Siempre, cariño. Siempre. ¿Cómo iba a caer tan bajo?
—Victor —susurra—, haz el amor conmigo.
La beso en los labios con ternura. Ella me corresponde con tanta pasión que tengo que apartarme.
—Cariño —susurro—, estoy hecho polvo.
En la MTV están poniendo el vídeo nuevo de Soul Asylum y levanto la cabeza para verlo. Quiero que Chloe también lo vea, pero ya se ha dado la vuelta. Tiene en la mesilla una foto bastante buena que me hizo Herb Ritts. La única que le he dejado enmarcar.
—¿Sabes si Herb piensa venir mañana? —le pregunto en voz baja.
—No creo —responde con un nudo en la garganta.
—¿Sabes dónde está? —pregunto a su pelo, a su nuca.
—Tal vez no importe.
Los afrodisíacos de Chloe: un cedé de Sinead O’Connor, velas de cera de abeja, mi colonia, una mentira. Más allá del perfume del coco, su cabello huele a enebro, a sauce incluso. Está a mi lado, dormida, soñando con fotógrafos que disparan fotómetros a escasos centímetros de su cara, con una playa por la que tiene que correr en pleno invierno fingiendo que es verano, con una palmera llena de arañas bajo la que tiene que sentarse en Borneo, con un avión del que baja tras una noche entera de vuelo, con otra alfombra roja por la que deslizarse, con paparazzi que esperan. Miramax no para de llamar. Un sueño dentro de otro. Las maratones de seiscientas entrevistas se confunden con pesadillas donde aparecen playas de arena blanca del Pacífico Sur, atardeceres mediterráneos, los Alpes franceses, Milán, París, Tokio, olas heladas, periódicos extranjeros de color salmón, montañas de revistas con su rostro inmaculado en la portada. No puedo dormir. Hay una frase del artículo sobre Chloe que publicó Kevin Nessums en el Vanity Fair que no me puedo quitar de la cabeza: «Nunca la hemos visto en persona y, sin embargo, hay algo en su cara que nos resulta extrañamente familiar, como si la conociéramos de toda la vida».
27
Trayecto en Vespa para desayunar con Damien en el local a las 07.30, tres paradas en tres quioscos diferentes para inspeccionar los periódicos (nada, ni rastro de la foto, alivio insignificante, puede que algo más) y llegada al comedor principal, que esta mañana me parece frío e impersonal con sus paredes blancas y sus bancos de terciopelo negro, y donde los flashes que dispara un fotógrafo del Vanity Fair tocado con un sombrero de arrocero tailandés irrumpen con frecuencia en mi campo de visión, mientras algunos monitores muestran imágenes de Casino Royale y otros de El descenso de la muerte. Comparto mesa y desayuno con Damien, Jotadé (sentado a mi lado y encargado de tomar notas) y los dos gorilas del jeep negro, ambos vestidos con camisas negras de Polo. Peyton está arriba porque a Beau le hacía falta un hombre (ejem) de refuerzo para atender las llamadas. Los periódicos del día, esparcidos por todas partes, destacan la noticia de la inauguración de esta noche: Richard Johnson habla de nosotros en el Post, George Rush hace lo propio en el News y añade una foto mía con un pie que me describe como «el hombre de moda», Michael Fleming nos menciona en el Variety, Michael Musto nos hace publicidad en el Volee, y Cindy Adams, Liz Smith, Buddy Seagull, Billy Norwich, Jeanne Williams y A. J. Benza también se hacen eco del evento. Al final he optado por dejar un mensaje en el buzón de voz de mi agente, Bill, con el nombre de Dabgy. Damien saborea un latte frío descafeinado con aroma de vainilla y avellana, y amenaza con encender el Monte Cristo que blande en la otra mano. Muy macho él, con su camiseta negra Comme des Garçons, su americana negra de doble botonadura, su reloj Cartier Panthere en una muñeca semipeluda, sus gafas graduadas Giorgio Armani ajustadas a una cabeza nada desdeñable, y su móvil Motorola Stortac al lado de la misma muñeca semipeluda. Damien adquirió un 600SEL la semana pasada, y esta mañana, camino del local, él y sus gorilas han acompañado a Linda Evangelista hasta el pase de Cynthia Rowley. Hace frío, comemos muesli, llevamos patillas y, si no fuera por el madrugón, todo me parecería liso, radiante y pop.
—Pues ayer, en el desfile de Calvin Klein, nos fuimos a dar una vuelta por el backstage. Dolph y yo, mano a mano con nuestra botella de Dewar’s. ¿Y a quién nos encontramos? A Kate Moss, desnuda de cintura para arriba y con los brazos cruzados para que no se le vieran las tetas. Y digo yo: ¿qué tetas? Luego fuimos al Match Uptown, y ahí me pasé con los martinis. Dolph tiene un máster en ingeniería química, y además está casado. Y no con cualquiera: con una mujer de armas tomar. Total, que en la sala vip no había ni una triste chica que valiera la pena a la vista. Mucho eurolobo, pero de heroína, lesbianas, toque oriental y todo eso… cero. Nada digno del Esquire, vamos. Estuvimos un rato con Irina, esa esquimal siberiana que dicen que va a ser la próxima supermodelo. Pero después del quinto martini le pregunté que qué tal era eso de vivir en un iglú… y ahí se acabó la velada. —Damien se quita las gafas, se frota los ojos y ajusta las pupilas a la luz por primera vez en lo que va de mañana para echar un vistazo a los titulares—. ¿Helena Christensen se separa de Michael Hutchence? ¿Prince está saliendo con Verónica Webb? Desde luego, el mundo se ha vuelto loco.
Beau aparece de repente con la última versión de la lista de invitados, me dice no sé qué sobre Gap al oído, y me pasa una invitación de muestra (hasta ahora Damien no se había interesado por el tema) junto con varias polaroids y fotos de 20 X 24 de las camareras que hemos contratado para esta noche. Las de Rebecca y Pumpkin, ex Doppelganger, se las queda él. Son sus favoritas.
—Shalom Harlow me estornudó encima —dice Damien.
—I’ve got chills —confieso—. They’re multiplying.[11]
Repaso el menú que Bongo y Bobby Flay se han inventado para la ocasión: montaditos de pan moreno con gravlax curado a la jalapeña, arugula picante y guarnición de mesclun, cogollos de alcachofa del suroeste con focaccia, funghi porcini y pechugas de pollo asado a las hierbas y/o atún a la plancha con granos de pimienta negra, fresas bañadas en chocolate y surtido selecto de granizados.
—¿Habéis leído la entrevista que le han hecho a Marky Mark en el Times? —pregunta Damien—. Aún está medio traumatizado por lo de la ropa interior.
—No me extraña, yo también —digo—. Atiende, que te digo cómo he sentado a los invitados.
Pero Damien sigue esperando la reacción de Beau.
Beau se da cuenta, da varias explicaciones sobre el menú, y luego, midiendo sus palabras, añade:
—Y yo. Yo también estoy medio traumatizado.
—Ayer me habría tirado lo menos a veinte tías. Tías normales y corrientes que me crucé por la calle. Hubo una… La única que no había visto el 600SEL. La típica que no sabría distinguir un Versace de un trapito de Gap… Vamos, con decir que ni siquiera se fijó en el Patek Philippe…
En éstas se vuelve hacia los gorilas, incluido el que lleva rato mirándome como si me tuviera ganas, y dice:
—Vosotros igual no llegáis a tener un reloj así en la vida. Bueno, pues ésa fue la única que se dignó dirigirme la palabra. Estábamos en el Chemical Bank. Se me acerca, más bien gordita ella, y se me insinúa. Entonces yo voy, pongo cara de compungido, y con gestos y tal le explico que soy mudo, que no tengo lengua… que no puedo hablar, vaya. Y ahora viene lo mejor. ¡Resulta que sabía hablar con las manos!
Damien se me queda mirando y me veo obligado a exclamar:
—Caray.
—Te lo digo en serio, Victor —continúa Damien—. El mundo está lleno de sorpresas. La mayoría no son tan interesantes, pero es igual: siguen siendo sorpresas. Ya os podéis imaginar el mal rollo que me dio. Horroroso. Bueno, como que casi me muero de la vergüenza. Al final me sobrepuse… —sorbito de latte—, pero hubo un momento en que pensé: ¿será que no estoy al día? Qué pánico, oye. Me sentí… mayor.
—Anda ya, pero si sólo tienes veintiocho años. —Indico a Beau con una seña que ya puede volver a lo suyo.
—Veintiocho. —Damien considera el alcance de esta cifra y decide cambiar de tema—. ¿Va todo bien? —pregunta mientras señala los periódicos esparcidos sobre la mesa—. ¿O se prevé algún desastre inminente del cual deba estar informado?
—Echa un vistazo a las invitaciones —digo, y le paso la muestra—. Me parece que hasta ahora no habías tenido tiempo de verlas.
—Bien, muy originales. O, como diría mi amiga Diana de Furstenberg, «oguiguinales».
—Sí. Hemos usado papel reciclado y tinta de paja… digo de soja. —Cierro los ojos y sacudo la cabeza para despejarme—. Perdón, con ese par de cretinos ahí arriba ya no sé lo que me digo.
—Victor, abrir un local como éste implica una declaración de principios —observa Damien—. Te habrás dado cuenta.
«Lo que hay que aguantar», pienso, pero digo:
—¿Ah, sí?
—Estamos vendiendo una utopía.
—¿Una autoqué?
—Una autonada. Una utopía, con u. ¿De qué está hecha la marca Fruitopía? De fruta y…
—¿Utopía?
—Exacto. —Damien se despereza y se arrellana en el asiento—. No lo puedo evitar —confiesa perplejo—. Cada vez que pongo los pies aquí noto que la atmósfera está cargada de sexo, que el sexo se apodera de mí.
—Ahora que lo dices…
—Esto no es un local, Victor. Es un afrodisíaco.
—Mira, ésta es la distribución de las mesas, con los nombres de los invitados a la cena, y éstos son los periodistas que asistirán al cóctel. —Le entrego el correspondiente fajo de papeles y él se lo pasa a uno de sus gorilas, que se lo queda mirando en plan «¿eh?».
—Me basta con que me digas a quién has puesto en mi mesa —dice Damien con aire distraído.
—A ver, dame. —Tiendo la mano para recuperar los papeles y el gorila que los custodia me mira mal y duda un instante antes de soltarlos—. A ver, en la mesa número uno vais a estar tú, Alison, Alec Baldwin, Kim Basinger, Tim Hutton, Uma Thurman, Jimmy y Jane Buffett, Ted Field, Christy Turlington, David Geffen, Calvin y Kelly Klein, Julian Schnabel, Ian Schrager… y Russell Simmons más sus respectivos cónyuges, acompañantes, etcétera.
—A mí me has puesto entre Uma Thurman y Christy Turlington, ¿no?
—Entre Alison y Kelly.
—No, no, no, no, no. A mí me sientas entre Uma Thurman y Christy Turlington, ¿entendido? —Me amenaza con el dedo.
—No sé cómo le sentará eso a… —deslizo con un carraspeo— Alison.
—¿De qué tienes miedo? ¿De que me pellizque?
—Vale, vale —acepto—. Jotadé, tú mismo.
—A partir de mañana aquí no entra nadie gratis. Bueno, sólo las lesbianas guapas. Y si se os cuela alguien vestido como Garth Brooks, lo ponéis de patitas en la calle. Queremos una clientela que eleve el coeficiente de clase.
—Que eleve el coeficiente de clase. Perfecto. —Sin querer, los ojos se me van a la cabeza de Damien.
—Ground control to Major Tom[12] —me dice él chasqueando los dedos.
—¿Eh?
—¿Qué cojones estás mirando? —me pregunta.
—Nada. Sigue, sigue.
—¿Por qué me mirabas?
—Por nada. Estaba distraído. Di, di.
Tras una breve pero escalofriante pausa, Damien continúa dando instrucciones:
—Si esta noche veo por aquí a alguien que no esté a la última —amenaza con frialdad—, y os recuerdo que una sola persona ya es alguien, os mato.
—Me has dejado la garganta tan seca que no puedo ni tragar saliva, tío.
Damien se ríe y vuelve a mostrarse relajado, y yo hago lo posible por imitarlo.
—Mira —dice—, lo que no quiero es que mis amigos tengan que aguantar a ningún bohemio tarado ni a gente de esa que pregunta «¿entiendes?» con segundas.
—¿Has tomado nota? —digo.
—«Gente de esa que pregunta “¿entiendes?” con segundas» —repite Jotadé mientras apunta.
—¿Y qué pasa con la DJ esa de los cojones? —pregunta Damien sin demasiado interés—. Esa tal Misha Alison me ha dicho que ha desaparecido.
—Estamos llamando a todos los hoteles de South Beach, de Prague y de Seattle —explico—. Y a todas las clínicas de desintoxicación del noreste del país.
—Pero ya es un poco tarde, ¿no? —dice Damien—. Aunque la encontréis, ya es un poco tarde, ¿no?
—Victor y yo estaremos entrevistando a posibles candidatos todo el día —anuncia Jotadé para tranquilizarlo.
—Hemos llamado a todo el mundo, desde Anita Sarko hasta Smokin Jo pasando por Sister Bliss. Tendrás tu DJ.
—Son casi las ocho, tíos —dice Damien—. Y no hay nada peor que un DJ que no esté a la altura. Prefiero morirme antes que contratar a un DJ que no esté a la altura.
—¡Pero si no podemos estar más de acuerdo! —insisto—. Por eso ya teníamos pensadas un montón de sustitutas. Tendrás tu DJ, no te preocupes. —De pronto, no sé por qué, empiezo a sudar. Cuanto antes se acabe este desayuno, mejor—. Oye, ¿dónde podremos localizarte si te necesitamos para algo antes de esta noche?
—En la suite presidencial del Mark. Aún estoy de obras y… en fin. —Se encoge de hombros y mastica un bocado de muesli—. ¿Tú aún vives en el centro?
—Sí.
—Pues a ver cuándo te mudas a una zona decente, como hemos hecho los demás. Eh, estáte quieto de una vez —dice refiriéndose a un zapato negro de cordones de Agnès B que no para de moverse y que resulta ser de mi propiedad—. ¿Te pasa algo?
—¿A mí? Nada. Oye, tenemos que…
—¿Qué pasa? —Damien ha dejado de masticar y me observa atentamente.
—Sólo te iba a pedir… —Respiro hondo.
—¿Qué me estás ocultando?
—Nada…
—No me lo digas. Te has matriculado en Harvard en secreto. ¿A que sí? —Damien se ríe y mira a los demás para que hagan lo mismo.
—En Harvard. Exacto. —Yo también me río.
—Últimamente no paro de oír rumores sobre ti y Alison. De momento, no hay pruebas —se carcajea—, pero el tema me tiene… escamado.
Los gorilas no se ríen.
Jotadé no levanta la vista de sus notas.
Y yo, cuando quiero darme cuenta, estoy ejercitando la musculatura pélvica.
—Pero qué dices. No la tocaría ni por todo el oro del mundo. Te lo juro.
—Ya. —Se nota que está pensando en voz alta—. Tú ya tienes a Chloe Byrnes. ¿Para qué ibas a querer tirarte a Alison? Chloe Byrnes. —Suspira—. Que se dice pronto. —Silencio—. ¿Cómo te lo montas?
—¿Cómo me monto el qué?
—¿Sabíais que a este tío le ha tirado los tejos Madonna? —explica Damien a sus guardaespaldas, que disimulan perfectamente su entusiasmo.
Sonrío algo avergonzado.
—¿Y tú qué? —contraataco—. Tú te lo has montado con Tatjana Patitz.
—¿Con quién?
—Con la tía que se cargan en pleno polvo en Sol naciente. La de la mesa.
—Sí, bueno, pero tú sales con Chloe Byrnes. No compares —insiste Damien, arrobado—. ¿Cómo te lo montas? Cuéntanos el secreto.
—Oye, que no tengo ningún secreto. En serio.
—No, imbécil. —Damien me lanza una pasa—. Tu secreto con las mujeres.
—Pues… no decirles cumplidos —contesto in extremis.
—¿Qué? —Damien se inclina hacia mí.
—Lo que no significa tratarlas con indiferencia. Por ejemplo. Que te preguntan si se nota que se han aclarado el pelo, pues tú les dices que sí. Que si les ves la nariz demasiado ancha, pues también. —Estoy sudando—. Pero sin pasarse, claro. —Pongo cara de nostalgia, cuento hasta tres y sigo—: Y ya está, ya las tienes en el bote.
—Joder con el chaval —dice Damien con admiración. Y después de llamar la atención de uno de sus gorilas con el codo—: ¿Lo has oído?
—¿Qué tal está Alison? —pregunto.
—La ves tú más que yo, seguramente.
—No creas.
—¿Ah, no?
—Bueno, Chloe y… No creo, no. Pero… En fin, qué más da.
—No te has comido el muesli —comenta Damien tras un largo y gélido silencio.
—Ah, sí, ahora voy —digo con la cuchara en alto—. Jotadé, ¿me pasas la leche?
—Alison —se queja Damien—. Joder. No sé si he dado con una obsesa o con una obtusa.
Flashback: Alison me mira con desdén mientras el Señor Chow le lame los pies. Luego parte un coco, enumera sus actores de cine favoritos menores de veinticuatro años, incluidos los que ya han pasado por su cama, y bebe un Snapple tras otro.
—Puede que con las dos cosas —aventuro.
—La quiero. Qué le voy a hacer. Para mí es como un arco iris; como una flor. Joder —se lamenta—, si no fuera por ese aro que lleva en el ombligo… Y por las sesiones de láser que me va a costar quitarle los tatuajes…
—No… no sabía que Alison llevara un… pendiente en el ombligo.
—¿Y por qué tenías que saberlo? —pregunta.
—En fin… —interviene Jotadé.
—También he oído decir que andas buscando un local —dice con un suspiro y sin quitarme ojo—. Dime por favor que sólo es un rumor desafortunado e infundado.
—Yo diría más bien malintencionado. Tranquilo, ni siquiera se me ha pasado por la imaginación. Ahora lo que me interesa es el cine.
—Sí, ya lo sé. Pero esta inauguración ha atraído mucho la atención de los medios. En parte gracias a ti, desde luego, eso no te lo voy a negar.
—Gracias.
—Como tampoco pienso negar que, si nos utilizaras… A ver si encuentro la palabra justa… Ya. Si nos utilizaras como plataforma de lanzamiento y nos dejaras con un palmo de narices en cuanto esto marchara viento en popa para poder abrir tu propio local con ese caché…
—Espera, espera. Las cosas no son tan simples.
—… si nos dejaras a mí, a los demás socios y a varios ortodoncistas de Brentwood (incluido uno que es medio vegetal) que han invertido mucho dinero en…
—Damien, ¿de dónde quieres que saque yo la pasta para montar un local?
—Yo qué sé. De los nipones. De alguna estrella que te hayas tirado por ahí. De algún millonario marica que te pretenda.
—Damien, primera noticia, en serio. Y no descansaré hasta que descubra quién ha filtrado ese rumor.
—Mi más sincero agradecimiento.
—Cualquier cosa con tal de desfruncir ese ceño.
—Tengo partida de golf —anuncia Damien mientras mira el reloj—. Y luego he quedado para almorzar en el Fashion Café con Christy Turlington, la modelo con menos poder de convocatoria del momento según el último número del Top Model. En el Fashion Café tienen una réplica virtual. Un día tenéis que ir a verla. Le llaman «el maniquí parlante» y es clavada a Christy. Dice cosas como «Vuelve pronto, así a lo mejor podremos conocemos personalmente». Cita a Somerset Maugham, habla de la situación política en El Salvador, comenta su contrato con los cereales Kellogg’s… Sí, ya sé lo que estáis pensando, pero os aseguro que da un toque de distinción al local.
Damien se levanta seguido por sus gorilas.
—¿Hoy tienes pensado dejarte caer por las pasarelas? —pregunto—. ¿O juzgan a otro Gotti?
—¿Qué? ¿Hay otro? —Entonces se da cuenta—. Te crees muy gracioso, ¿verdad? Pues no lo eres.
—Gracias.
—Pues claro que voy a ir a los desfiles. Es la Semana de la Moda, ¿no? ¿Adónde voy a ir, si no? —Suspira—. Tú sales en uno, ¿verdad?
—Sí. El de Todd Oldham. Salimos varios acompañando a nuestras respectivas novias. Es el leitmotiv de la colección, como si dijéramos: «Detrás de cada gran mujer…».
—… hay una sabandija. ¡Ja! Promete, promete. —Se despereza—. ¿A punto para esta noche?
—¡Qué pregunta! I am a rock. I am an island.[13]
—Si tú lo dices…
—Así soy yo, Damien. Positivo al ciento por ciento.
—Are you down with OPP?
—Hey, you know me.[14]
—Te conozco. Y sé que estás pirado.
—Lucidez. Lucidez total, tío.
—Ojalá supiera qué significa eso.
—Te lo diré en tres palabras: Prada, Prada y Prada.
26
Un pequeño edificio de TriBeCa a punto de salir del anonimato, un tramo de escaleras no demasiado empinadas y un corredor oscuro que conduce hasta: una barra larga de granito, paredes recubiertas de apliques de metal envejecido, una pista de baile de tamaño mediano, una docena de monitores de vídeo, un cuartucho fácilmente reconvertible en cabina para el DJ, un ambiente separado al que sólo le faltan los vips y varias bolas de espejos suspendidas de un techo muy alto. En otras palabras: lo básico. «Ves una luz intermitente y crees que esa luz intermitente eres tú».
—Ah… —exclamo viendo todo lo que me rodea—. ¡La noche…!
—Sí —Jotadé, inquieto, me sigue de un lado a otro.
Los dos llevamos pegados a los labios sendos botellines de Snapple Light con sabor a melón y fresa que Jotadé se ha encargado de comprar.
—Este local tiene encanto —comento—. Venga, cabroncete, admítelo.
—Victor.
—Sí, ya sé. La fragancia masculina que desprende mi cuerpo hace que te de vueltas la cabeza.
—No le tomes tanto cariño —me previene—. Sabes de sobra que la esperanza de vida de este local será corta, que será un negocio a corto plazo.
—Tú sí que eres un negocio a corto plazo. —Acaricio la superficie lisa de granito con las manos: escalofríos.
—Uno invierte mucha energía en ponerlo en pie y todos los que al principio contribuyen a convertirlo en un lugar hermoso e interesante… (eh, no te rías), luego te dan la patada a la primera de cambio.
Bostezo.
—Dicho así, parece una relación homosexual.
—Perdona, tesoro, nos hemos perdido.
Waverly Spear —diseñadora de interiores y doble de Parker Posey— hace su entrada ataviada con gafas, mono ceñido y boina de lana. La acompañan una putita de estética hip-hop y un motero —muy guapo, eso sí— con una camiseta que proclama «Lo hago como Dios».
—¿Dónde te habías metido?
—Me he perdido en el vestíbulo del Paramount —se excusa Waverly—. He subido las escaleras en vez de bajarlas.
—Oh, cielos…
—Y luego además resulta… —Rebusca en su bolso negro con aplicaciones de estrás diseñado por Todd Oldham—. Resulta que Hurley Thompson está en Nueva York.
—Sigue.
—Hurley Thompson está en Nueva York.
—¿Pero no tenía que estar rodando la secuela de la segunda parte de Sun City? —pregunto ligeramente ofendido—. ¿No tenía que estar en Phoenix?
Waverly deja a un lado a los dos zombis que la acompañan y me lleva aparte.
—Victor, en este preciso momento Hurley Thompson está en la suite Celine Dion del Paramount tratando de convencer a alguien de que lo del preservativo es un engorro.
—¿Entonces no está en Phoenix?
—Ya hay varias personas al corriente de su viaje —dice con voz intencionadamente grave—. Pero no al corriente del porqué de su viaje.
—¿Lo sabe alguno de los que estamos aquí? No me digas que tendré que preguntárselo a ese par de joyas.
—De momento, te diré que Sherry Gibson va a pasarse una buena temporada sin grabar episodios de Los vigilantes de la noche —dice antes de echar una calada que amenaza con consumir el cigarrillo entero.
—Sherry Gibson, Hurley Thompson. Te sigo. Amigos, amantes y relaciones públicas.
—Según parece, Hurley se ha estado metiendo cocaína por un tubo y, después de lo de Sherry, ha tenido que salir del set de Sun City III por piernas. En la cara le fue a pegar, nada menos. Por eso ahora está en el Paramount Se ha registrado con un nombre falso: Carrie Fisher.
—Entonces ha dejado el rodaje…
—Sherry parece un oso panda y no hace más que llorar.
—¿Lo sabe alguien más?
—No. Moi y nadie más.
—¿Y quién es Mua?
—Moi soy yo, zoquete.
—Our lips are sealed.[15] —Dejo a Waverly, doy una palmada que sobresalta a los demás, y me dirijo al centro de la pista.
—Waverly, quiero que este local tenga un look minimalista. Pero minimalista al margen de las etiquetas. Algo entre industrial y elitista.
—¿Con un toque cosmopolita? —Waverly me sigue casi sin aliento mientras enciende otro Benson & Hedges Menthol 100.
—Los noventa son sinceros, directos. Y eso es lo que tiene que reflejar este local —preciso sin dejar de dar vueltas—. Quiero algo clásico, pero no deliberadamente clásico. Quiero fluidez en la transición del exterior al interior, de lo formal a lo informal, de lo húmedo a lo seco, de lo blanco a lo negro, de lo lleno a lo vacío… Uf, que alguien me pase una compresa fría.
—Lo que tú quieres es simplicidad, tesoro.
—Tenemos que enfocar la vida nocturna con la máxima seriedad. —Enciendo un Marlboro.
—Sigue hablando así y llegaremos lejos.
—Para mantener su negocio a flote, querida, el dueño de un local debe cultivar una imagen de hombre de empresa y de tipo legal desde todos los puntos de vista. —Pausa—. Y yo… soy un tipo legal.
—¿Y un hombre de empresa? —pregunta Jotadé.
—Los tipos legales no respondemos a las provocaciones —lo atajo entre calada y calada—. Hey, ¿me has visto en la portada del Youth-Quake?
—No, esto —empieza Waverly, pero algo la hace cambiar de opinión y dice—: Ah, ¿pero eres tú? Te han sacado genial.
—Ajá —asiento sin convencimiento.
—Donde sí te vi fue en el pase de Calvin Klein, y oye…
—Imposible. No fui. Y oye… ¿te has fijado en esa pared? Es de color pesto. O sea, imposible.
—De rigueur —corrobora a su espalda ese prodigio de la naturaleza en forma de jovencito.
—Victor —anuncia Waverly—, te presento a Ruby. Diseña boles. Los fabrica con arroz y cosas así.
—Diseñadora de boles, ¿eh? Caramba.
—Los fabrica con arroz y cosas así —insiste Waverly sin parpadear.
—Con arroz, ¿eh? Caramba. —Yo también la miro fijamente—. ¿Me has oído ya, o tengo que repetir «caramba»?
El motero se ha quedado embelesado mirando las más de doce bolas de espejos que cuelgan del techo en la pista de baile.
—¿Y el rebelde sin causa?
—Félix. Estuvo trabajando en Gap —me informa entre inspiración y espiración—. Y luego en Bali, diseñando decorados para The Real World.
—No me hables de ese programa —digo entre dientes.
—Perdona, tesoro, yo es que tan temprano… Oye, no seas malo con Félix, ¿eh? Acaba de salir de la clínica.
—Qué me dices. ¿El estuco crea adicción?
—Es amigo de Blowpop y de Pickle, y ha trabajado para Connie Chung, Jeff Zucker, Isabella Rossellini y Sarah Jessica Parker. Se dedica a los armarios.
—Ah, genial. Genial —digo con un gesto de reconocimiento.
—El mes pasado él y su ex novio se lo montaron en las salinas de Bonneville, y hace tres días el cráneo del tal Jackson apareció en un pantano, con que… procuremos ir con un poco de cuidado.
—Muy bien Santo Dios, qué frío hace aquí…
—Veo flores de color naranja. Veo bambú. Veo porteros españoles. Oigo a Steely Dan. Veo a Fellini… —Waverly se queda boquiabierta, suelta una bocanada de humo y arroja la ceniza al suelo—. Veo los años setenta, tesoro. Y me corro de gusto sólo de pensarlo.
—Me estás ensuciando el local —señalo, contrariado.
—¿Qué te parece la idea de Felix de poner una barra de zumos?
—Felix sólo piensa en dónde tirarse a su próximo tranquilizante orgánico. —Introduzco la colilla de mi Marlboro en el botellín medio vacío de Snapple que me tiende Jotadé—. Además, no me da la gana de ahogar mis penas en una barra donde sólo se sirven… zumos. ¡Santo Dios! ¿Tienes idea de la cantidad de cosas que tengo pendientes? Barra de zumos. Lo que hay que aguantar.
—O sea, fuera la barra de zumos —concluye, y toma nota.
—Mira —protesto—, para eso nos ponemos a vender bocadillos o pizzas. Coño, hasta nachos, si tanta ilusión os hace. —Suspiro—. Oye, tu amigo y tú no estáis siendo muy creativos que digamos…
—Tienes razón, tesoro —admite Waverly mientras finge que se enjuga el sudor de la frente—. Tenemos que ponernos las pilas.
—¿Waverly? Atiende de una vez: para estar de moda no hay que ir a la moda.
—Hay que ir pasado de moda…
—No. Hay que pasar de la moda.
—O sea, ¿lo in está out?
—¿Lo ves? —digo a Jotadé después de propinarle un puñetazo en el hombro—. Ella lo ha cogido a la primera.
—Qué maravilla. Hasta se me ha puesto la piel de gallina, mira —dice mientras me muestra el antebrazo.
—¡Limones, Victor! Limones por todas partes —proclama Waverly dando vueltas sobre sí misma.
—Y el tío Heshy que no pase de la puerta, ¿entendido?
—Sweet dreams are made of this,[16] ¿eh, Victor? —dice Jotadé, que contempla con desgana las evoluciones de la diseñadora.
—¿Crees que nos habrán seguido? —pregunto, y enciendo otro cigarrillo sin perder de vista a Waverly.
—¿Tienes miedo de que nos hayan seguido y no estás dispuesto a admitir que abrir este local a espaldas de Damien no es tan buena idea como parecía?
—«Respuesta insatisfactoria. Me dispongo a abrir fuego». —Y lo fulmino con la mirada—. Tú has perdido el tren, chaval.
—Lo que he perdido son las ganas de que me rompan las piernas —dice con cautela—. Sobre todo por culpa de un local ¿Te suena la frase «Resiste el impulso»?
—¡Damien Nutchs Ross aún no ha bajado de los árboles! —Suspiro—. Y tu punto de vista debería ser: persona dormida zzzzz.
—¿Se puede saber por qué quieres abrir otro local?
—Otro no. Mi propio local.
—No, no me lo digas… Ya lo tengo. Para hacer amistades de la noche a la mañana. —Jotadé se estremece. Hace tanto frío que su aliento forma nubes.
—¿Qué amistades ni qué niño muerto? ¿Sabes en qué pienso cuando veo todo esto? En mi cuenta corriente. Con que no me seas capullo.
—Claro. Alguna afición hay que tener, ¿no?
—Tómate otra dosis de Prozac, a ver si así pierdes menos aceite.
—Y tú una de realismo. Doble, si puede ser.
—You need coolin’, I’m not foolin’ [17]
—Victor, esto no es ningún juego —dice Jotadé—. ¿O si?
—No —contesto—. Vámonos al gimnasio.