Ocho

LOS pensamientos bonitos tendían a quedar al margen cuando otros pensamientos cobraban prioridad. Eso fue lo que le pasó a Leah una vez que el médico le confirmó que estaba embarazada. Su reacción inicial fue de entusiasmo, compartida y magnificada por la reacción de Garrick. Pero luego aparecieron el miedo y la duda de cómo iba a superar un nuevo embarazo después de los dos anteriores.

—Me gustaría hablar con mi médico de Nueva York —dijo una noche, mientras Garrick y ella estaban sentados en los escalones de la cabaña. Había hecho un bonito día de mayo, tan sólo enturbiado por la angustia de Leah.

—Por supuesto —dijo Garrick—. Mañana bajaremos al pueblo a que llames por teléfono. La verdad es que he estado pensándolo y me gustaría instalar un teléfono aquí —era algo que nunca había considerado, pero ahora que Leah estaba embarazada se sentiría más tranquilo con un teléfono en la cabaña. Ella lo miró tímidamente.

—Me gustaría volver a Nueva York —murmuró—. Sólo para ver a John Reiner —se apresuró a añadir cuando él la miró horrorizado.

—¿No te ha gustado este médico?

—No se trata de eso. John conoce mi historial. Si hay alguien que puede arrojar un poco de luz sobre lo que sucedió antes y cómo prevenirlo esta vez, es él.

—¿No podríamos pedirle al doctor Henderson que lo llamara?

—Prefiero verlo en persona.

Garrick sintió que se le encogía el corazón, aunque no era una sensación totalmente nueva. Últimamente la había experimentado con bastante frecuencia, cada vez que Leah se sumía en el silencio y su expresión se nublaba.

—No estarás pensando en dar a luz en Nueva York, ¿verdad? —le preguntó tranquilamente.

—Oh, no —respondió ella rápidamente—. Pero me gustaría ver a John para quedarme tranquila. Sólo para un chequeo inicial. Puede que me dé algunas sugerencias... una dieta, ejercicio, descanso, vitaminas... Cualquier cosa que aumente las posibilidades del bebé.

Viéndolo de aquella manera, Garrick no podía negarse. Quería tener aquel bebé tanto como Leah. Incluso más, puesto que sabía lo mucho que significaba para ella. Aun así, no le gustaba la idea de que lo dejara, ni aunque fuera por unos pocos días. No le gustaba que se fuera a Nueva York. Y él no podía acompañarla.

—No quiero que hagas el viaje en coche —le dijo—. Puedes tomar un vuelo desde Concord. Le diré a Victoria que vaya a esperarte al aeropuerto.

—¿Tú no vendrás? —le preguntó ella muy suavemente, aunque presentía la respuesta.

Más que desagradarle la ciudad, Garrick parecía temerla. Incluso aquí ella habría preferido ver a un médico en un hospital, pero eso significaba ir a una ciudad de New Hampshire, y Garrick se negaba a pisar cualquier centro urbano. Había insistido en que viera a un médico local, aunque el más cercano estaba a cuarenta minutos en coche de la cabaña, y ni siquiera había querido parar a comer hasta que no alcanzaron el perímetro de esa pequeña zona en la que se sentía seguro.

Garrick tenía la mirada fija en el paisaje, pero su expresión era de angustia y fastidio.

—No —dijo finalmente—. No puedo ir.

Ella asintió y bajó la mirada a su regazo. Tendría que ocuparse seriamente de esa incapacidad arraigada en la mente de Garrick. Representaba un miedo que ella podía entender, pero no aceptar. Por otro lado, ¿quién era ella para intentar cambiarlo? ¿Acaso no se había mantenido firme a la hora de posponer el matrimonio, mientras que Garrick había aceptado su decisión aun no estando de acuerdo?

—Tendré que llamar para pedir una cita, pero no creo que pueda verme hasta dentro de una semana. Puedo emplear un día para hacer el viaje en coche.

—No es prudente, Leah. No quiero que viajes de noche. Con la presión del vuelo y la cita con el médico, estarás corriendo todo el día. Acabarás muy tensa y agotada.

—Entonces descansaré cuando regrese —protestó ella. No quería estar separada de Garrick más tiempo del necesario—. De momento todo va bien. Incluso las náuseas son una buena señal, según dijo el doctor Henderson. Con los otros dos embarazos no tuve náuseas matinales.

Pero Garrick se mostró inflexible.

—Pasa la noche con Victoria. Al menos así no me quedaré tan preocupado.

De modo que a la semana siguiente Leah viajó en avión a Nueva York, vio a John Reiner y pasó la noche en casa de Victoria. Debería haber sido un encuentro feliz, y en algunos aspectos lo fue. Victoria estaba encantada de que Leah y Garrick se hubieran enamorado, y no cupo en sí de gozo cuando, nada más aterrizar, Leah le habló de su embarazo.

Pero algunas de las cosas que le dijo el médico rebajaron la excitación de Leah. Y una sensación de desasosiego la acompañaba cuando se bajó del avión en Concord al día siguiente por la tarde.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Garrick mientras se dirigían hacia el aparcamiento del aeropuerto. La noche anterior había llamado a Victoria desde el teléfono recién instalado en la cabaña y sabía que el médico había confirmado el embarazo y el buen estado de Leah.

—Cansada. Tenías razón. Todo ha sido frenético. Me cuesta creer que viviera en un sitio así... y que me gustara.

Garrick le puso una mano en el hombro.

—Vamos a llevarte a casa.

Leah permaneció en silencio casi todo el trayecto. Con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, intentaba decidir cuál era la mejor manera de decir lo que tenía que decir. No encontró la respuesta aquella noche, porque cuando llegaron a la cabaña Garrick la sorprendió con un pequeño telar y varios manuales para tejer cinturones y otras prendas sencillas. A Leah la emocionó tanto aquel detalle que no quiso estropear el momento. Y luego, cuando Garrick le hizo el amor con una ternura exquisita, no pudo pensar en nada más que en él.

Pero a la mañana siguiente sabía que tenía que decírselo. No importaba su angustia. Lo que importaba era que su bebé, suyo y de Garrick, naciera vivo.

—Cuéntamelo, cariño —le pidió él con dulzura.

Ella se sobresaltó y contuvo la respiración. Había estado tumbada de espaldas en la cama, pero al oír su voz giró bruscamente la cabeza y se encontró con su mirada.

Él se apoyó en un codo.

—Llevas una hora despierta. Y yo he estado aquí, observándote. Te ocurre algo.

Ella se humedeció los labios y le tocó la barba con los dedos, bajo la que podía sentir la fuerza de su recia mandíbula.

—John me sugirió algo que no creo que te guste.

—Oh, oh. No quiere que hagamos el amor.

Ella esbozó una triste sonrisa y le tiró de la barba.

—No es eso.

—¿Entonces qué?

Leah respiró hondo antes de responder.

—Ha pensado que sería mejor si permaneciera cerca de un hospital a partir de la mitad del embarazo.

—«Permanecer cerca». ¿Qué significa eso exactamente?

—Significa vivir en la ciudad. Me dio el nombre de un colega suyo, un médico que dejó Nueva York hace años para dirigir el departamento de obstetricia en un hospital de Concord. John tiene plena confianza en él. Quiere que se ocupe de mi embarazo.

—Entiendo —dijo Garrick. Se hundió tranquilamente en la almohada y levantó la vista hacia el techo—. ¿Y tú qué opinas al respecto?

Leah retiró la mano de su rostro.

—Quiero lo mejor para el bebé.

—¿Quieres que nos vayamos a la ciudad?

—¿Personalmente? No.

—Entonces no lo hagas.

—No es tan sencillo. Lo que yo quiera o sienta es secundario. Lo primero es el bebé.

—Y según tu médico, ¿qué es exactamente lo que este hombre de Concord podría hacer?

—Realizar pruebas más fiables con instrumentos más sofisticados de los que dispone cualquier médico de por aquí. Seguir de cerca la evolución del bebé y detectar cualquier problema potencial antes de que sea demasiado tarde.

Garrick tenía que admitir, aunque de mala gana, que todo aquello tenía sentido. También era su bebé, y no quería que nada se torciera.

—¿No fue eso lo que hicieron las otras veces?

—No tan bien como pueden hacerlo ahora. Han pasado casi tres años. La ciencia médica ha avanzado mucho en ese tiempo.

—Bueno... —murmuró él con un suspiro—. No tenemos que tomar una decisión ahora mismo, ¿verdad?

—Supongo que no. Pero John me sugirió que viera pronto a este médico. Ellos dos estarán en contacto, y John enviará cualquier informe que pueda ser de utilidad. Normalmente... —dudó un momento—. Normalmente tendría que verme cada mes, pero John quiere que me vea cada dos semanas.

Garrick cerró los ojos y apretó los párpados con fuerza.

—Eso significa ir a Concord cada dos semanas.

—Concord no está tan mal.

Él no dijo nada.

—Y además, ahora empieza el buen tiempo. No sería un trayecto tan largo —arguyó, pero sabía que el problema no era el trayecto ni el tiempo—. ¿Me llevarás dos veces al mes? —le preguntó. Podría conducir ella misma, pero necesitaba que Garrick la acompañara en todo momento.

Él no respondió enseguida. De hecho, ni siquiera respondió. En vez de eso se volvió hacia ella y la tomó en sus brazos. Leah sintió la palpitación de su fuerza masculina, olió su fragancia almizclada y natural, y cuando sus labios se encontraron, probó su miedo, su angustia... y su amor.

Garrick la llevó a Concord dos veces al mes, pero la tensión no lo abandonaba durante todo el trayecto, y después de cada cita, metía a Leah rápidamente en el coche y la llevaba de vuelta a casa. Sólo en su ambiente familiar se sentía cómodo y relajado, pero incluso esa tranquilidad empezó a empañarse a medida que se acercaba el verano.

Por fuera, la vida era maravillosa. Cambiaron los jerséis y los pantalones por camisetas y shorts, y a menudo Garrick se desnudaba de cintura para arriba cuando trabajaba al aire libre. Leah podría haberse pasado días enteros contemplándolo. Los músculos de su espalda y de sus brazos se flexionaban y marcaban al clavar una pala en la tierra o al oscilar un hacha. Su piel se cubrió de un intenso bronceado, mientras que el color rubio de sus cabellos adquirió un matiz más claro. Era guapísimo y así se lo dijo Leah, comprobando con sorpresa y regocijo cómo el cumplido lo hacía ruborizarse.

Garrick dedicaba largas horas a cultivar el huerto, y Leah se sentaba cerca de él, observando, tejiendo, tomando el sol o trabajando en los crucigramas que mandaba regularmente a Nueva York. Gracias a que ahora disponían de un teléfono en la cabaña podía comunicarse fácilmente con su editora. A finales de junio dejó de sentir náuseas y fatiga, y en julio empezó a ser evidente su embarazo.

Estaban más enamorados que nunca. Leah intentaba protestar cada vez que Garrick empezaba a adorarla, pero pronto cedía a su afecto y atenciones. A cambio, ella hacía todo lo posible porque los días de Garrick fueran especiales, aunque también lo hacía por un motivo egoísta. Cuanto más ocupada y consagrada estuviera a la felicidad de Garrick, menos pensaba en el hijo que crecía en su interior.

No quería pensar en ello. Temía albergar esperanzas e ilusiones sobre algo que tal vez nunca llegara. A mediados de julio le practicaron la amniocentesis, y aunque la prueba indicó que el feto estaba sano, Leah no quiso saber su sexo.

Tampoco quiso saberlo Garrick. En ocasiones, cuando estaba cultivando el huerto, tallando o escuchando la música de Leah, su mente empezaba a divagar. Y había momentos en los que sentía una mezcla de emociones enfrentadas por el bebé. Sí, deseaba tenerlo, pero también estaba resentido, porque algo le decía que Leah iba a marcharse. Ella no había mencionado nada al respecto, y los dos evitaban deliberadamente sacar el tema de lo que pasaría en agosto, cuando Leah llegara a la mitad del embarazo. Pero sabía lo que ella estaba pensando cuando la veía bajar la mirada y fruncir el ceño, y temía la fecha inminente en que tuvieran que tomar una decisión.

Le habría gustado poder parar el tiempo. Así tendría a Leah, al bebé creciendo saludablemente en su interior, la tierra fértil y la infinita generosidad de la montaña. No quería que las cosas cambiaran. Así se sentía seguro, útil y amado.

Pero no podía detener el tiempo. El calor del día dejaba paso al frío del crepúsculo. El sol se ocultaba y caía la noche. El vientre de Leah crecía hasta que fue tan voluminoso como la col que Garrick había plantado en el huerto. Y cuando Leah lo abordó a mediados de agosto, él supo que su tiempo de felicidad había acabado.

—Tenemos que hablar —dijo ella, sentándose a su lado en el columpio del porche. Se había puesto un jersey sobre la camiseta de Garrick que cubría el bulto de la barriga.

—Lo sé.

—El doctor Walsh quiere que esté cerca del hospital.

El asintió.

—¿Vendrás conmigo?

Garrick desvió la mirada hacia la oscuridad del bosque y respiró hondo.

—No puedo.

—Puedes hacerlo si quieres.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque éste es mi hogar. No puedo vivir otra vez en la ciudad.

—Puedes hacerlo si quieres —repitió ella.

—No.

—No te estoy pidiendo que vivas allí para siempre. Sólo serían cuatro meses, como mucho. El doctor Walsh está pensando en un parto por cesárea a mediados de diciembre. Garrick tragó saliva.

—Estaré contigo para entonces.

—Pero yo quiero que estés conmigo ahora.

Él la miró con dureza.

—No puedo, Leah.

—Por favor, dime por qué —le rogó ella. Intentaba ser comprensiva, pero le faltaban razones.

Garrick se levantó del columpio y se apoyó en la barandilla del porche, de espaldas a Leah.

—Hay mucho que hacer aquí. La temporada de caza empieza a finales de octubre. Y antes hay que hacer otras muchas cosas.

—Podrías vivir a caballo entre Concord y la cabaña. Eso sería mejor que nada.

—No veo por qué tienes que vivir en Concord. Si hubiera algún problema, podría llevarte al hospital en muy poco tiempo.

—Garrick, son dos horas de trayecto. En mis dos embarazos anteriores, las cosas salieron mal en cuanto me puse de parto. Esas dos horas podrían ser vitales.

—Tenemos teléfono. Podríamos llamar a una ambulancia o... o a la policía si fuera necesario.

—El personal de las ambulancias no está preparado para tratar las complicaciones de un parto. Y tampoco la policía.

—De acuerdo —dijo él, volviéndose hacia ella—. Entonces podemos ir a Concord en noviembre. ¿Por qué tiene que ser en septiembre?

—El doctor Walsh quería que fuera en agosto, pero le hice posponer la fecha.

—Haz que la posponga unos meses más.

Leah se apretó el jersey contra el cuerpo y bajó la mirada al suelo del porche.

—¿Quieres tener este hijo, Garrick?

—Esa pregunta es absurda. Sabes que quiero tenerlo.

—¿Me amas?

—¡Claro que sí!

Ella levantó la mirada.

—Entonces, ¿por qué no puedes hacer esto por mí... por el bebé... por nosotros tres?

Garrick soltó un gruñido de frustración y volvió a girarse.

—No lo entiendes.

—Creo que sí lo entiendo —gritó ella. Se levantó del columpio y se acercó a él—. Creo que tienes miedo... de la gente, de la ciudad, de que te reconozcan. ¡Pero es ridículo, Garrick! Has rehecho tu vida. No tienes nada de lo que avergonzarte.

—Te equivocas. He pasado diecisiete años de mi vida comportándome como un ser despreciable.

—Pero ya pagaste ese precio y empezaste otra vez desde cero. ¿Qué importa si alguien te reconoce? ¿Te avergüenzas de lo que eres ahora?

La pálida luz de la luna se reflejó en los destellos plateados de sus ojos.

—¡No!

—Entonces, ¿por qué no puedes salir ahí fuera con la cabeza bien alta?

—No tiene nada que ver con el orgullo. Lo que tengo ahora es mucho mejor de lo que nunca tuve. Tú eres mucho mejor que cualquier otra mujer que haya conocido en mi vida.

—¿De qué se trata, entonces? ¿Qué te hace tener tanto miedo cada vez que nos acercamos a la civilización? He visto ese miedo, Garrick. Tus hombros se tensan y mantienes la cabeza gacha. Evitas mirar a los ojos a los desconocidos. Te niegas a entrar en restaurantes. Quieres escapar de allí lo más rápido posible.

—¿Te molesta no ir más al pueblo?

—¡Pues claro que no! Lo que me molesta es que estés incómodo. Te quiero y me siento orgullosa de ti. Por eso me duele ver cómo vacilas en cada esquina, como si... como si hubiera una trampa colocada al otro lado.

—Lo sé todo sobre las trampas. A veces no puedes verlas hasta que has quedado atrapado.

—Pues ahí tienes al coyote, que no volverá a caer en la misma trampa dos veces.

—El coyote es un animal. Yo soy un ser humano.

—Exacto. Eres listo, bueno y fuerte...

—¿Fuerte? No tanto.

Se giró para encararla. La luz que salía de la cabaña iluminó sus rasgos de costado, añadiendo aún más dureza a su expresión.

—Lo que sufrí durante diecisiete años era ana enfermedad, Leah. Una adicción. Y lo único que un ex adicto no hace es dejar que lo prohibido vuelva a tentarlo. No entraré en un bar, porque tendría que pasar junto a todo el muestrario de botellas. No miraré a la gente a los ojos, porque si me reconocieran vería reflejada en ellos a la estrella que fui. No veo la televisión ni voy al cine. Y lo último que quería cuando llegaste aquí era tener sexo —soltó un bufido—. Supongo que en eso último tuve una recaída.

—No confías en ti mismo —dijo ella, comprendiendo al fin el alcance de su miedo.

—No, no confío en mí. Cuando apareciste aquí pensé que eras una periodista. Quería librarme de ti lo más pronto posible, ¿y quieres saber por qué? Si una periodista, especialmente una tan sexy como tú, me entrevistara, volvería a sentirme importante. Y entonces empezaría a pensar que ya había pagado por mis pecados y tal vez volvería a intentarlo.

—Pero me dijiste que no querías volver a esa vida.

—Cuando estoy aquí, no. Cuando lo pienso racionalmente, no. Pero he pasado muchos años actuando irracionalmente. ¿Cómo puedo estar seguro de que no volvería a hacerlo?

—No lo harías. No después de lo que has pasado.

—Eso es lo que me digo a mí mismo —corroboró él en tono cansado—. Pero no es una garantía cien por cien segura —se echó un puñado de pelo hacia atrás, pero volvió a caer sobre su frente—. No sé cómo reaccionaría si me viera frente a frente con la tentación.

Ella le deslizó una mano bajo la manga de la camiseta hasta el hombro.

—¿No crees que ya es hora de que lo intentes? No puedes pasarte el resto de tu vida bajo una sombra —le dio una pequeña sacudida—. Aquí has sido feliz. Te sientes satisfecho con esta vida. ¿No sería bonito demostrarte a ti mismo de una vez por todas que tienes esa fortaleza que yo sé que tienes?

—Tú me quieres. Me ves a través de unos cristales de color rosa.

Leah retiró la mano y reprimió un brote de furia.

—Mis cristales son incoloros, gracias, pero eso que has dicho es de pésimo gusto. Sí, te quiero, pero ya pasé una vez por el amor y soy realista. He entrado en esta relación con los ojos bien abiertos...

—Eres miope.

—No con los sentimientos y emociones. Y puedo ver tus defectos. Todos los tenemos, Garrick. Eso significa ser humano. Pero una vez aceptaste tu debilidad y saliste triunfador. ¿Por qué no puedes hacerlo esta vez?

—¡Porque podría fracasar, maldita sea! Podría enfrentarme a la tentación y sucumbir a ella, ¿y adonde me llevaría eso, o a ti, o al bebé?

—Eso no sucederá —declaró ella tranquilamente.

—¿Cómo puedes estar tan segura? ¿Tienes alguna garantía?

—En la vida no hay garantías de nada.

—Exacto.

—Pero ahora cuentas con mucha más seguridad que antes —argüyó Leah—. Te has hecho a ti mismo y has conseguido la vida que quieres. Y me tienes a mí. ¿Acaso crees que me quedaría de brazos cruzados viendo cómo te destruyes a ti mismo? No quiero que vuelvas a esa vida de sufrimiento, Garrick. Te quiero. ¿Eso no significa nada para ti?

Él agachó la cabeza y le buscó a ciegas la mano.

—Significa más de lo que puedas imaginar —dijo con voz ronca, entrelazando los dedos con los suyos.

—Ven conmigo —le pidió ella—. Sé que te estoy pidiendo mucho, porque tendrías que renunciar a la temporada de caza. Pero no te hace falta el dinero. Tú mismo lo dijiste. Y éstas son circunstancias excepcionales. No sería así cada año. Puede que no vuelvan a darse nunca más.

—Por Dios, Leah...

—Te necesito.

—Tal vez necesitas algo que yo no puedo darte.

—Pero eres un superviviente. Mira por lo que has pasado. ¿Cuántos hombres destrozados de cuerpo y espíritu habrían sobrevivido a un accidente y se habrían convertido en la clase de persona que...? —vaciló en busca de palabras—. ¿En la clase de persona que acogería en su casa a una mujer cubierta de barro con la sospecha de que estuviera detrás de un reportaje?

Garrick emitió un ruido que, en otras circunstancias y echándole imaginación, habría sonado como una carcajada.

—Tenías un aspecto patético.

—Lo que importa es que tu corazón está donde tiene que estar —siguió ella—. Quieres lo mejor... para ti, para mí, para el bebé. Puedes conseguir lo que te propongas. Y puedes darme lo que quieras.

Garrick cerró los ojos, se llevó una mano a los tensos músculos de la nuca y empezó a girar lentamente la cabeza.

—Ah, Leah, haces que parezca tan fácil... Quizá podría hacerlo si te tuviera a mi lado en todo momento, susurrándome al oído como Pepito Grillo. Pero no puedo hacerlo. No quiero hacerlo. Necesito tener los pies en el suelo. Y eso sólo puedo hacerlo aquí.

—Me pediste que me casara contigo. ¿Estás diciendo que nunca iremos de vacaciones a ningún lado, nunca saldremos de aquí?

—Si te molesta estar aquí...

—¡No me molesta y lo sabes! Pero todo el mundo necesita cambiar de ambiente de vez en cuando. Suponte que nuestro hijo viva...

—Vivirá —espetó él.

—¿Lo ves? Puedes ser optimista porque no tuviste que pasar por el mismo infierno que yo. Y aun así estoy deseando volver a intentarlo...

—Todo sucedió sin más. No lo habíamos planeado.

—Podría haber abortado.

—No eres esa clase de persona.

—Igual que tú tampoco eres la clase de persona que se rinde fácilmente. Podrías haber vuelto a la bebida después de tu accidente, pero no lo hiciste. Estabas decidido a empezar una nueva vida. Muchas personas no se hubieran atrevido, pero tú sí. Lo único que te estoy pidiendo ahora es que des un paso más —sacudió la cabeza en un gesto de frustración—. Pero no es eso lo que quería decirte. Lo que iba a decir es que si el bebé sobrevive, y crece y se vuelve activo y exigente, habrá momentos en los que me apetezca irme con mi marido a alguna parte, los dos solos. Tal vez a algún sitio cálido en invierno, o a algún sitio fresco en verano. O quizá quiera ir a algún sitio exótico y emocionante, como Madrid, Pekín o El Cairo. Y no sería porque me moleste vivir aquí o porque no quiera a nuestro hijo; simplemente porque me motiva el deseo de aprender cosas nuevas y descubrir otros lugares. ¿Te negarías a eso?

Él guardó silencio durante un minuto.

—No había pensado en un futuro tan lejano.

—Quizá deberías hacerlo.

—¿Antes de volver a mencionar el matrimonio?

—Eso es.

—¿Me estás lanzando un ultimátum, Leah?

Ella apartó la mirada, exasperada.

—¿Un ultimátum? ¿Yo? He usado la palabra en docenas de crucigramas, pero no sabría cómo aplicarla a la vida real —se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz—. No es ningún ultimátum. Sólo es algo en lo que convendría pensar.

Entonces Garrick alargó los brazos y le hizo levantar la cabeza. Al ver las lágrimas en sus ojos sintió que se le hacía un nudo en el pecho, pero aun así dijo lo que tenía que decir.

—Te quiero, Leah. Eso no cambiará, estés aquí o en Concord. Pero no puedo ir contigo. Todavía no. Aún tengo muchas cosas que resolver en mi cabeza. Quiero casarme contigo, y eso tampoco cambiará, pero tal vez sería conveniente que estemos separados un tiempo. Si estás en Concord, bajo la vigilancia del doctor Walsh, sabré que estás bien atendida. Mientras estés allí podrás pensar con calma si realmente soy la clase de hombre que deseas. Salvo un par de días, hemos estado juntos durante cinco meses. Si hubieran sido cincuenta meses o años, seguiría sintiendo lo mismo por ti. Pero tienes que aceptarme por lo que soy. Con o sin hijos, tienes derecho a ser feliz. Y si mis defectos van a impedírtelo, entonces... quizá deberías replantearte algunas cosas.

Leah no supo qué decir, aunque el nudo de la garganta le hubiera impedido articular palabra. Había cosas que quería decir, pero ya las había dicho y no habían servido para que Garrick cambiara de opinión. Ella nunca había sido una mujer que acosara o increpara, y no iba a serlo ahora. De modo que se limitó a cerrar los ojos y buscó en los brazos de Garrick el amor que necesitaría en la larga soledad que se avecinaba.

Se fue al día siguiente, mientras Garrick estaba en la montaña. No le llevó mucho tiempo hacer el equipaje, pues tenía muy poca ropa de embarazo. Las cosas más preciadas eran sus libros, su música y su telar, y todo eso llevó al coche en varios viajes. Se movió tan rápidamente como pudo, y sólo se detuvo al final para escribir una breve nota.

Querido Garrick:

Todos tenemos nuestros momentos de cobardía, y supongo que éste es el mío. Voy de camino a Concord. Te llamaré esta noche para decirte dónde me alojaré. Por favor, no te enfades conmigo. No estoy poniendo al bebé por delante de ti. Os quiero a ambos. Dijiste que me querrías estuviera donde estuviera, y necesito creer que sea así, porque yo siento lo mismo. Pero quiero tener la oportunidad de amar aun hijo tuyo y que tú también tengas esa oportunidad. Por eso me voy.

Leah

Aunque no había pedido cita para aquel día, Gregory Walsh la atendió poco después de que día llegara a su consulta.

—¿No te sientes bien? —le preguntó tan pronto estuvo ella sentada.

Leah forzó una pequeña sonrisa.

—Sí, pero... necesito ayuda. Acabo de llegar y todas mis cosas están en el coche. Me... me temo que no he planeado muy bien esto. No... —puso una mueca de disgusto—. No tengo un lugar para quedarme. Usted conoce esta zona. ¿Podría recomendarme algún apartamento o an dúplex cerca del hospital, a ser posible que esté amueblado?

Walsh guardó silencio unos minutos. Su mirada tranquila y amable hacía que Leah se sintiera cómoda.

—Estás sola —dijo finalmente, con voz suave y sin el menor reproche.

Lean bajó la mirada a sus pulgares entrelazados.

—Sí.

—¿Dónde está Garrick?

—Se ha quedado en la cabaña.

—¿Hay algún problema?

—No exactamente. Pero cree que no sería capaz de... estar aquí durante una larga temporada.

—¿Y cómo te sientes tú al respecto?

—Bien.

—¿De verdad?

—Supongo.

Walsh volvió a quedarse en silencio, pero esa vez con una expresión más seria. Aunque cuando volvió a hablar, su voz era extremadamente amable.

—La gente piensa que mi trabajo es puramente físico, examinando a una mujer embarazada tras otra, recetando vitaminas, asistiendo partos... Pero es mucho más que eso, Leah. El embarazo trae cambios emocionales, y mi trabajo, y deseo, es ayudar a superarlos. Desde un punto de vista médico, una madre relajada es una madre saludable, y en consecuencia su hijo también lo será. Según tu historial médico, has tenido bastantes preocupaciones. Tenerte cerca del hospital facilitaría mi labor médica, pero también ayudaría a aliviar tus temores.

Leah levantó la cabeza.

—Así es. Por eso estoy aquí.

—Pero hasta ahora has estado con Garrick. Habría que ser ciego para no ver lo unidos que estáis. Y habría que ser de piedra para no percibir la angustia que te supone su ausencia. Me gustaría pensar que no soy ciego ni de piedra. Y me gustaría pensar también que te sientes lo bastante cómoda conmigo para decirme lo que sientes con toda sinceridad.

—Me siento muy cómoda —respondió ella suavemente. Era imposible no sentirse cómoda con un hombre como Gregory Walsh. A sus cincuenta y pocos años, ofrecía un aspecto y unos modales muy agradables. Parecía tener una sensibilidad especial con las necesidades de sus pacientes; sabía cuándo hablar y cuándo escuchar. Ni una sola vez había percibido Leah una actitud condescendiente hacia ella.

—Entonces dime cómo te sientes porque Garrick se haya quedado en la cabaña.

Ella lo pensó durante un minuto, y cuando habló lo hizo con voz ligeramente temblorosa.

—Siento... muchas cosas.

—Dime una.

—Tristeza. Lo echo de menos. Sólo han pasado unas pocas horas, pero ya lo echo de menos. No sólo eso; me lo imagino solo en la cabaña y sufro por él. Sé que es una estupidez. Fue su decisión quedarse allí, y además, ya es mayorcito. Ha vivido solo en esa cabaña durante mucho tiempo. Puede cuidar de sí mismo. Pero aun así... no me gusta que se haya quedado solo.

—Porque lo quieres.

—Sí.

Walsh asintió, animándola a seguir.

—¿Qué más sientes?

Leah volvió a quedarse pensativa, con el ceño fruncido.

—Angustia. Yo también he vivido sola y he cuidado de mí misma. Y sin embargo aquí estoy, quejándome en su consulta y sin saber dónde voy a pasar la noche. Me siento como una... minusválida.

—Estás embarazada. Es normal que te sientas un poco más vulnerable.

—Eso es. Vulnerabilidad. También me siento así.

—¿Qué más?

Ella levantó un hombro e inclinó la cabeza hacia un lado.

—Furia. Resentimiento... Garrick tiene sus motivos para hacer lo que está haciendo, y yo intento comprenderlo, pero me resulta difícil.

—¿Porque te sientes sola?

—Sí.

—¿Y un poco traicionada?

—Tal vez. Pero no tengo derecho a sentirme así. Garrick nunca me dijo que fuera a venir conmigo. Desde que lo conozco, nunca ha prometido nada que no haya cumplido.

—Es normal que te sientas traicionada, Leah.

—Él fue quien quiso que nos casáramos.

—¿Ha cambiado de opinión?

—No. Pero aunque estuviéramos casados, dudo que hubiese venido conmigo. Tiene una especie de... complejo. No sé cómo explicarlo.

—Sí lo sabes, pero no quieres hacerlo porque eso significaría traicionarlo —insinuó Walsh, con una perspicacia que atrajo la mirada agradecida de Leah—. Te respeto por eso, Leah. Y en cualquier caso, no pretendo ser un psiquiatra. Lo único que quiero es ayudarte en lo que pueda. ¿Mantendrás el contacto con Garrick mientras estés aquí?

—Le dije que lo llamaría esta noche. Si no lo hiciera, se asustaría.

—¿Vendrá a visitarte?

—No lo sé. Dijo que estaría aquí cuando el bebé naciera.

—Bien, en ese caso hay que esperar con ilusión. La furia, el rencor, la sensación de traición... todas esas cosas tendréis que solucionarlas entre Garrick y tú. Lo único que puedo decirte es que no debes negar esas emociones ni sentirte culpable por tenerlas —levantó una mano—. No estoy criticando a Garrick. No he oído su versión de la historia y no me atrevo a imaginar lo que se le pasa por la cabeza.

—Seguramente él también se siente traicionado, porque yo he optado por venir aquí en vez de quedarme con él. Me siento culpable por eso, ¡pero no tenía más remedio que hacerlo!

—Hiciste lo que creías que tenías que hacer. Ésa es tu justificación, Leah. No significa que te guste la situación. Pero si hubieras vuelto con él ahora mismo, mañana te habrías presentado otra vez aquí. En el fondo sabes que estás haciendo lo mejor para el bebé, ¿verdad?

—Sí —respondió Leah en un susurro.

—Y por tanto quiero que te repitas eso a ti misma —sonrió inesperadamente—. En cuanto al problema de alojamiento, creo que tengo la solución perfecta. Puedes quedarte en mi casa.

—¡Doctor Walsh!

El se echó a reír.

—Me encanta cuando las mujeres jóvenes y guapas me malinterpretan. Permíteme que me explique. Mi mujer y yo nos mudamos aquí cuando el menor de nuestros cuatro hijos, tenemos cuatro, se graduó en la universidad. Todos se habían independizado, y creímos que era el momento de dar un cambio a nuestras vidas. Nos gustaba vivir en Nueva York, pero cada vez era más difícil para Susan, mi mujer. Tiene artritis y está confinada a una silla de ruedas.

Leah ahogó un gemido.

—Lo siento.

—Yo también, aunque ella se lo toma con mucha filosofía. Nunca se quejó de vivir en Nueva York, pero yo sabía que le gustaría estar en un sitio donde pudiera moverse con más libertad. Cuando me ofrecieron trabajar en este hospital, no lo dudé. Nos compramos una casa a diez minutos de aquí —volvió a reírse—. En Nueva York, una casa a esa distancia del trabajo seguiría estando en el centro de la ciudad. Aquí, supone estar en un sitio tranquilo y rodeado de árboles. Una de las cosas que más nos gustaron fue que habían transformado el garaje en un apartamento, convenientemente separado de la casa. Pensamos que era ideal para nuestros hijos cuando vinieran de visita. Y vienen a visitarnos, pero nunca se quedan más de una noche o dos, y normalmente duermen en el sofá del salón —se irguió en su sillón—. Así que el apartamento es tuyo si lo quieres. Estarías muy cerca del hospital, y al mismo tiempo alejada del tráfico. Y a Susan le encantaría tener compañía.

Leah se había quedado atónita.

—Pero yo no quiero molestar...

—No molestarías a nadie. Estarías viviendo en tu propia casa, y sé que estarías muy cómoda.

—¿Es sensato para un médico ofrecerle algo así a una paciente?

—¿Sensato? Déjame que te diga algo, Leah. Ésa es otra de las razones por las que me fui de Nueva York y por las que estaba cansado de la política interna de un gran hospital. Aquí hago lo que quiero y decido lo que es sensato. Y sí, creo que mi oferta es muy sensata, igual que creo que sería muy sensato por tu parte aceptarla.

—Pero quiero pagar un alquiler —dijo ella, y enseguida puso una mueca—. La última vez que dije eso, me encontré con que el lugar había sido arrasado hasta los cimientos.

—La casa está en pie, y puedes pagar un alquiler si eso hace que te sientas mejor.

—Claro que sí —afirmó ella, sonriendo—. Gracias, doctor Walsh.

—No, gracias a ti. Acabas de alegrarme el día —dijo, recibiendo una mirada interrogativa de Leah—. Cuando consigo que una paciente sonría, especialmente una que ha entrado en mi consulta tan seria como tú, sé que he hecho algo bien.

—Lo ha hecho —le aseguró ella sonriendo aún más—. Por supuesto que lo ha hecho.