Dos

GARRICK Rodenhiser se habría echado a reír si la figura que tenía a sus pies no hubiera sido tan patética. Victoria no le había enviado a aquella mujer; sabía que él valoraba demasiado su intimidad y la respetaba, y ésa era una de las razones por las que eran amigos.

Pero la figura que estaba agazapada en su puerta era verdaderamente patética. Estaba empapada, cubierta de barro y, a juzgar por sus temblores, helada. Naturalmente, los temblores también podían deberse al miedo. Y con razón.

Pero él no era ningún ogro. Fuera cual fuera la razón que había llevado a esa mujer hasta allí, no podía cerrarle la puerta y dejarla a la intemperie.

—Venga adentro —le dijo. La tomó del brazo para ayudarla a levantarse, pero ella intentó soltarse.

—¡Estoy asquerosa! —susurró.

La única respuesta del hombre fue agarrarla con más fuerza. Leah no protestó más. Tenía las piernas entumecidas y magulladas, y no estaba segura de poder levantarse por sí misma. Sin embargo, el hombre retiró la mano cuando estuvo en pie y se quedó detrás de ella para seguirla al interior de la cabaña.

Leah dio tres pasos y se detuvo. Tras ella se cerró la puerta. Delante tenía el fuego encendido, y a sus pies empezaba a formarse un charco de barro. Se quitó las gafas y empezó a frotarlas con la chaqueta, pero enseguida se dio cuenta de que no servía para nada. Con las gafas colgando, miró a su alrededor.

—No está precisamente vestida para este tiempo, ¿verdad? —dijo el trampero.

Su voz era profunda y grave. Leah le miró el rostro. Era difícil definir sus borrosas facciones, pero no su inmenso tamaño. Debía de medir un metro noventa y cinco, por lo menos, frente a su metro setenta y tres. Se preguntó si debería tenerle miedo.

—¿Es usted Garrick Rodenhiser? —le preguntó con una voz extraña. Sonaba ronca y temblorosa.

Él asintió, y Leah se fijó en que vestía con colores oscuros y que tenía barba. Pero si era quien decía, entonces era un amigo de Victoria y ella estaba a salvo en su presencia.

—Necesito ayuda —consiguió decir con gran esfuerzo—. Mi coche ha quedado atrapado en el barro...

—Le hace falta una ducha —la interrumpió Garrick, y se dirigió hacia el extremo opuesto de la habitación... la única habitación de la cabaña, donde abrió un armario y sacó varias toallas.

No sabía quién era su invitada, pero la mujer temblaba como un flan y le estaba poniendo el suelo perdido. Cuanto antes se lavara y calentara, antes podría explicar su presencia allí. De modo que encendió la luz del baño, dejó las toallas junto al lavabo y le hizo un gesto a Leah para que se acercara. Ella no se movió y él repitió el gesto.

—Hay agua caliente. Y jabón y champú.

Leah se miró la ropa. Apenas se parecía a lo que se había puesto esa mañana.

—En la película no pasaba esto —se quejó débilmente.

Garrick se puso rígido, preguntándose si le estaban tendiendo una trampa.

—¿Cómo dice?

—Tras el corazón verde. Los protagonistas salen de la lluvia y del barro, pero sus ropas están limpias.

Hacía cuatro años que Garrick no veía una película.

—Será mejor que se quite la ropa.

—Pero no tengo otra —farfulló entre dientes—. Lo tengo todo en mi coche.

Garrick se acercó al lateral de la habitación, donde una gran cama compartía la pared con un aparador. Abrió un cajón tras otro y finalmente reunió una pila de ropa doblada, que dejó en el baño junto a las toallas.

Volvió a hacerle un gesto a Leah y esa vez ella se movió. Su paso era forzado, y antes de que llegara al cuarto de baño fue detenida por una pregunta áspera y brusca.

—¿Qué le ha pasado en la pierna?

Ella se miró el muslo y tragó saliva. Ni siquiera el barro de sus pantalones podía ocultar que la tela se había rasgado y que estaba sangrando.

—Me caí.

—¿Contra qué se golpeó?

—Algo cortante —respondió ella, y se quedó inmóvil, tanto por la curiosidad como por el cansancio, viendo cómo Garrick se dirigía hacia la parte de la cabaña que servía de cocina y sacaba un gran botiquín de un armario. Extrajo un bote de desinfectante y material de vendaje y lo puso todo junto a las ropas y las toallas.

—Dúchese —ordenó—. Prepararé café.

—Brandy. Necesito brandy —espetó ella.

—Lo siento. No tengo brandy.

—¿Whisky? —preguntó más amablemente. ¿Acaso no era eso lo que bebían todos los leñadores y cazadores?

—No, lo siento.

—¿Algo? —susurró ella.

Garrick negó con la cabeza. Casi deseaba tener algo más fuerte que ofrecerle. A pesar del calor de la cabaña, la mujer seguía temblando. Si había atravesado el bosque bajo la lluvia, seguramente estaba sufriendo las consecuencias del shock. Pero él no tenía ni una gota de alcohol. No había mirado una botella desde que se marchó de California.

—Entonces que sea café... caliente —intentó sonreír, pero los músculos faciales no respondían. Tampoco sus piernas estaban dispuestas a colaborar, y protestaron dolorosamente cuando las obligó a llevarla al cuarto de baño.

Con la punta de un dedo mugriento cerró la puerta. Lo que realmente quería era darse un baño, pero no había bañera. Eso sí, el cuarto de baño era grande, moderno, limpio y bien equipado.

—Hay un calentador —dijo Garrick desde el otro lado de la puerta.

Ella lo encontró y lo encendió, intentando no mirarse en el espejo. Dejó las gafas junto al lavabo y abrió el grifo de la ducha. En cuanto salió agua caliente, se metió sin desvestirse siquiera.

La sensación del agua caliente cayéndole en la cabeza y resbalándole por todo el cuerpo era una auténtica delicia. No fue consciente del tiempo que permaneció bajo el chorro, ni le importó. Garrick le había ofrecido su cuarto de baño, y aunque ella nunca había sido egoísta ni avariciosa, estaba dispuesta a aprovechar hasta la última gota. Las circunstancias eran atenuantes, y después del infierno que había pasado, su cuerpo merecía un poco de mimo.

Además, estar bajo la ducha era como estar en el limbo. Sabía que una vez que saliera tendría que enfrentarse a un futuro tan horrible como su ropa, y no tenía ninguna prisa por encararlo.

Poco a poco fue desapareciendo el entumecimiento de sus manos y pies. Empezó a desnudarse, lentamente y de mala gana. Cuando la última de sus prendas yacía en un montón en una esquina del plato de ducha, empezó a enjabonarse y a enjuagarse, una y otra vez, impulsada por una necesidad casi obsesiva de librarse de aquel barro que asociaba con el terror.

Cuando finalmente cerró el grifo, el dolor de sus miembros había dejado paso al agotamiento más absoluto. Lo que más deseaba en aquel momento era un sillón, un sofá, o mejor aún, una cama. Pero antes había trabajo que hacer. Salió de la ducha y, tras enrollarse una toalla al pelo, empezó a secarse el cuerpo con otra. Cuando pasó la toalla por el muslo soltó un grito ahogado. Buscó a tientas las gafas y las limpió y secó, antes de ponérselas temblorosamente sobre la nariz.

Casi deseó no haberlo hecho. El muslo presentaba un profundo corte de tres centímetros que sólo de mirarlo le entraban náuseas. Leah cerró los ojos, se presionó una mano contra el estómago y respiró hondo varias veces. A continuación, y evitando mirar la herida, agarró la ropa que Garrick había dejado. Los pedigüeños no podían ser escrupulosos, por lo que prefirió no sacarle defectos a la camiseta térmica de color gris ni a la camisa verde de franela. La camiseta le llegaba al muslo, y la camisa era aún mayor. Pero el calor que proporcionaban era muy agradable.

Tirándose de los faldones, se sentó en la tapa del inodoro y abrió el frasco de desinfectante. Vertió un poco en un extremo de la toalla y se lo presionó contra el corte.

Un dolor agudo y ardiente le recorrió la pierna. Gritó y arrojó la toalla, al tiempo que la otra mano se le quedaba flácida y dejaba caer el frasco al suelo, donde se hizo añicos.

Garrick, que había permanecido de pie junto al fuego, pensativo, levantó la cabeza al oír el grito. En cuestión de segundos había atravesado la cabaña e irrumpido en el cuarto de baño.

Leah tenía los puños cerrados sobre las rodillas y se balanceaba hacia delante y atrás, esperando que se le pasara el dolor de la pierna.

—No pensé que dolería tanto —susurró, mirándolo.

Garrick aferró con fuerza el pomo de la puerta, y por un segundo pensó en retirarse. Hacía más de cuatro años que no veía unas piernas como ésas... largas y esbeltas, de piel cremosa y tan suave como la seda. La miró a los ojos y se dijo a sí mismo que tenía que salir de allí... pero entonces vio la mancha roja y supo que no iba a ir a ninguna parte.

Agachándose ante ella, agarró la toalla del suelo y tocó suavemente la zona que rodeaba el corte. El color del antiséptico se distinguía claramente en la toalla de rizo. Garrick le dio la vuelta a la toalla y miró a Leah a los ojos.

—Aguanta.

Con un movimiento suave, le aplicó lo poco que quedaba de desinfectante en el corte. Ella contuvo la respiración y se puso una mano sobre el muslo para mantenerlo quieto. Aun así la pierna le temblaba cuando Garrick tomó los vendajes.

—Puedo hacerlo yo —dijo. Gotas de sudor le resbalaban por la nariz, haciendo que las gafas se le deslizaran. Volvió a colocárselas con dedos temblorosos, pero se sentía muy estúpida por el frasco que había roto, y necesitaba desesperadamente mostrar que tenía el control de la situación.

Fue como si no hubiera dicho nada, porque Garrick procedió a cubrirle la herida con un trozo de gasa, que sujetó con una tira de esparadrapo. Cuando hubo terminado, recogió los pedazos de cristal y los dejó en la encimera.

Entonces la miró, examinándole el rostro hasta que su mirada se posó en la sien. Tomó un poco de gasa, la mojó en los restos de desinfectante que quedaba en el fondo del frasco roto y, con la misma suavidad que antes, limpió los arañazos que había encontrado.

Leah no había sido consciente de esos rasguños. Recordaba vagamente haberse arañado el rostro con las ramas de un árbol, pero unos arañazos superficiales habían sido la menor de sus preocupaciones cuando el resto de su cuerpo estaba tan congelado y dolorido. Incluso ahora se olvidó rápidamente de los rasguños, pues Garrick había desviado la atención hacia su mano, que había permanecido cerrada en un puño durante todo el proceso. Contuvo la respiración cuando él se la tomó.

Sin preguntarse a sí mismo por qué, Garrick le separó lenta y cuidadosamente los dedos y miró las marcas rojas que las uñas habían dejado en la palma. Eran el testimonio de la clase de autocontrol que él admiraba, y no desaparecieron ni cuando las frotó con el pulgar. Sujetando la mano en la suya, levantó la mirada hacia los ojos de la mujer.

Ella no estaba preparada para el intenso brillo de sus ojos. Su mirada la penetró, calentándola y al mismo tiempo asustándola de un modo que no podía entender. Aquellas profundidades color avellana con destellos plateados hablaban de soledad y necesidad, y la envolvieron en una nube de calor sin exigir nada y a la vez exigiéndolo todo.

Fue un momento increíble.

De todas las experiencias que había tenido aquel día, aquélla era la más sorprendente. Porque Garrick Rodenhiser no era el viejo trampero que había esperado encontrar en una rústica cabaña en medio del bosque. Era un hombre en la flor de la vida, y los únicos olores que despedía eran su embriagadora fragancia masculina y el olor a leña quemada.

De repente, Leah se sintió inexplicablemente atraída hacia él.

Incapaz de soportar la idea de sentirse atraída por alguien, y mucho menos por un desconocido, apartó la mirada. Pero no fue ella la única aturdida por el breve impacto visual. También Garrick había sido sacudido por nuevas e inesperadas emociones. La soltó bruscamente de la mano y se levantó.

—No toque el cristal —le advirtió ásperamente—. Yo me ocuparé cuando haya terminado.

Se dio la vuelta y salió del cuarto de baño para regresar junto a la chimenea. Aún seguía allí, con los antebrazos sobre la repisa de madera y la frente sobre los brazos, cuando oyó que la puerta del baño se abría un rato después.

Con movimientos calculados se irguió y se giró, preparado para comenzar su interrogatorio. Aquella mujer, quienquiera que fuese, estaba invadiendo su intimidad, y a él no le gustaban las visitas indeseadas ni nada que amenazara su tranquilidad.

Pero no había contado con lo que vería, ni con lo que sentiría al verlo. Si pensaba que había recuperado el control de sus sentidos durante los últimos minutos, se había equivocado. Ahora, mirando a aquella mujer de la que no sabía absolutamente nada, lo invadió el mismo deseo que había alterado su organismo minutos antes.

Si aquel deseo hubiera sido meramente físico, se habría sentido mucho menos amenazado. Las necesidades hormonales eran tan comprensibles como aceptables, y fácilmente reprimibles.

Pero lo que sentía trascendía del plano físico. Había prendido cuando entró en el baño y vio aquellas piernas de marfil. No había nada seductor en el modo en que temblaban, pero aun así le habían provocado un extraño desasosiego. Le había recordado a la cierva que encontró una vez en el bosque. Aquel animal lo había mirado completamente inmóvil, salvo por el temblor de sus patas que revelaba un miedo primario. En aquel momento se había sentido frustrado, incapaz de hacerle ver a la cierva que no pensaba hacerle daño. Y ahora se sentía igualmente frustrado, porque la mujer parecía tan asustada e indefensa como la cierva y él no podía encontrar las palabras adecuadas.

El deseo se había intensificado mientras la curaba, cuando sus dedos le rozaron el muslo y lo encontró cálido y suave. Era un ser humano, vivo. Un miembro de su propia especie. Y él había sentido la instintiva necesidad de asegurarle que era tan humano como ella.

Cuando le había tomado la mano, había sentido el impulso de protegerla. La fragilidad, la necesidad de protección, la llamada a la intimidad... Había sido incapaz de negar sus sensaciones, pero lo habían dejado perplejo.

Y cuando la había mirado a los ojos, había visto en ellos una expresión de desconcierto que seguramente reflejaba la suya propia.

No estaba seguro de que todo aquello no fuera una actuación. Había conocido a demasiados actores convincentes como para creerse nada a primera vista. Pero de una cosa sí estaba seguro: sus sentimientos intentaban decirle algo que no quería saber.

Y esos sentimientos volvieron a golpearlo con fuerza mientras la observaba. No podía decir que fuera hermosa. Su pelo negro y liso le caía hasta los hombros, con el flequillo cubriéndole la frente. Sus rasgos eran bastante normales, y su rostro estaba dominado por unas gafas enormes. No, no era guapa, y tampoco sexy, vistiendo la ropa masculina que él le había dejado. Pero su palidez le provocaba algo extraño, así como la curva de sus hombros al rodearse la cintura con los brazos. Era la imagen de la vulnerabilidad, y viéndola también él se sintió vulnerable. Quería abrazarla, nada más, sólo para sostenerla. No podía entenderlo, no quería admitirlo, pero así era.

—No sé qué hacer con mi ropa —dijo ella. Su expresión era de desconcierto, pero su voz sonaba tranquila—. La he enjuagado tanto como he podido. ¿Hay algún sitio donde pueda colgarla para que se seque?

Garrick agradeció la trivialidad de la pregunta, pues le permitía alejarse de pensamientos más profundos.

—Será mejor lavarla bien primero —dijo, señalando con la cabeza hacia la cocina.

A través de los cristales limpios y secos de las gafas, Leah vio lo que no había sido capaz de ver antes. Una lavadora y una secadora más allá del fregadero, no lejos de un lavavajillas y de un horno microondas. Una moderna cocina, un moderno cuarto de baño... Parecía que Garrick Rodenhiser sólo era basto hasta cierto punto.

Volvió al cuarto de baño a por la ropa y la metió en la lavadora, junto a una generosa dosis de detergente. Una vez que la máquina se puso en marcha, Leah vio la cafetera.

—Sírvase usted misma —la invitó Garrick, y la vio abrir un armario tras otro hasta encontrar una taza.

—¿Tomará usted un poco? —le preguntó ella sin volverse.

—No.

La mano le temblaba mientras servía el café, y hasta el menor movimiento repercutía en sus hombros tensionados. Con la taza en la mano, caminó descalza hacia la ventana para escudriñar por la pequeña abertura entre los postigos que hacían las veces de cortinas. No podía ver mucho, pero el constante repiqueteo de la lluvia contra el tejado le dijo lo que quería saber.

Se enderezó y se volvió hacia Garrick.

—¿Hay alguna posibilidad de volver a mi coche esta noche?

—No.

La respuesta monosilábica fue la confirmación de lo que ya sospechaba. Y no parecía que tuviera sentido protestar contra lo inevitable.

—¿Le importa si me siento junto al fuego?

Él se apartó de la chimenea en una invitación silenciosa.

Las planchas de roble le calentaron los pies desnudos mientras atravesaba la habitación. Se agachó en la pequeña alfombra con más fatiga que delicadeza, dobló las piernas bajo ella, presionó los brazos contra los costados y rodeó la taza con ambas manos.

Las llamas bailaban suavemente, y habrían tenido un efecto tranquilizante si ella hubiera sido capaz de tranquilizarse. Pero al estar allí sentada, relativamente cómoda y segura por primera vez en horas, pudo ver con toda claridad a lo que se enfrentaba. De momento estaba allí. La tormenta arreciaba y su coche no podía moverse. No podría ir a ninguna parte hasta la mañana siguiente. ¿Pero entonces qué?

Aunque pudiera sacar su coche del barro, no tenía ningún sitio adonde ir. La cabaña de Victoria había sido reducida a escombros, y con ella todos los planes que había hecho durante las tres últimas semanas. Todo había parecido demasiado sencillo, pero ahora estaba lejos de ser sencillo. Podría buscar por los alrededores otra cabaña para alquilar, pero no sabía por dónde empezar. También podría hospedarse en algún hostal, pero su presupuesto era limitado. Y en cuanto a volver a Nueva York... esa opción tenía sabor a derrota.

Si durante el viaje hacia el norte se había sentido descolocada, ahora se sentía completamente desorientada. Ni siquiera en los momentos más bajos de su vida había estado sin casa.

Tras ella crujieron los muelles del sofá. Garrick. Con las gafas puestas había visto muchos más detalles de la cabaña. Y había visto también que Garrick Rodenhiser era extraordinariamente atractivo. La masa que inicialmente la había impresionado se concentraba en la parte superior de su cuerpo, en aquellos hombros y espalda bien definidos por un grueso jersey negro de cuello alto. Unos pantalones grises de pana moldeaban un par de esbeltas caderas y unas piernas largas y poderosas. Tenía barba, sí, pero una visión detenida reveló que era una barba pulcramente recortada. Su pelo era rubio oscuro con reflejos plateados, y aunque lo llevaba largo, no tenía un aspecto descuidado ni desaliñado.

Su nariz era recta, y sus labios finos y masculinos. Tenía unos pómulos marcados, pero la verdadera fuente de su fuerza estaba en sus ojos, vivaces y brillantes, llenos de preguntas no formuladas y de pensamientos tácitos. De ninguna manera encajaba con la imagen que Leah tenía de un trampero. Por un lado, su cabaña disponía de demasiadas comodidades, lo cual denotaba una cierta sofisticación. Y luego estaba su forma de expresarse; aunque era parco en palabras, su entonación era la propia de un hombre culto, así como la expresión realista, cínica e inquisidora de sus penetrantes ojos.

Se preguntó de dónde habría salido y qué lo habría llevado hasta allí. Se preguntó qué pensaría de su inesperada llegada y de que fuera a pasar la noche en su cabaña. Se preguntó qué clase de hombre sería con las mujeres y si el deseo que había percibido en el cuarto de baño era tan fuerte como parecía.

Garrick se hacía preguntas similares. En sus cuarenta años, había estado con más mujeres de las que podía recordar. Desde los catorce años se había visto a sí mismo como un hombre hecho y derecho, y a partir de entonces su ego y su entrepierna habían sido encarnizados rivales en la búsqueda y la conquista del sexo femenino. A medida que pasaban los años, la cantidad se fue imponiendo a la calidad, y llegó un momento en el que no le importaba con qué mujer se acostaba. Usaba a las mujeres igual que se dejaba usar por ellas, y las habilidades sexuales de las que una vez se hubo enorgullecido quedaron reducidas a un acto físico tan superficial como doloroso. Un acto que reflejaba demasiado bien lo que había sido su vida.

Todo eso había acabado cuatro años antes. Cuando llegó a New Hampshire se propuso mantener un riguroso celibato, lejos de la tentación y el deseo, confinado en sí mismo y desconfiando de sus propias emociones. Durante los primeros meses su único objetivo había sido forjar una existencia como ser humano.

Poco a poco, empezó a llevar una vida más normal. Había vuelto a tener alguna relación esporádica, pero no tanto por deseo sexual como por la simple necesidad de recordarse a sí mismo que era un hombre normal. Rara vez había visto dos veces a la misma mujer. Y nunca había llevado a ninguna a su casa.

Pero ahora tenía a una mujer en casa. Y él no la había pedido. En realidad, quería que se fuera lo antes posible. Sin embargo, mientras observaba cómo contemplaba el fuego y tomaba de vez en cuando un sorbo de café, protegiéndose instintivamente con los brazos, sintió una necesidad casi irrefrenable de buscar el contacto humano.

Se preguntó si aquella necesidad sería indicativa de una nueva fase en su desarrollo personal, si finalmente había alcanzado el punto de sentirse cómodo consigo mismo y estaba listo para compartirse con los demás.

Compartir. Aprender a compartir. Siempre había sido un egoísta, y en gran medida la vida que había construido allí reforzaba ese carácter. Hacía lo que quería y cuando quería. No estaba seguro de poder cambiar eso, ni de si quería cambiarlo. No estaba seguro de estar preparado para aventurarse en lo desconocido.

A pesar de todo, una voz en su interior no parada de gritar cada vez que la miraba...

—¿Cómo se llama?

Leah dio un respingo al oír su voz. Giró la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos.

—Leah Gates.

—¿Es amiga de Victoria?

—Sí.

Él desvió la mirada hacia las llamas, y sólo cuando ella asimiló el rechazo y se giró de nuevo hacia el fuego, volvió a mirarla.

Leah Gates. Una amiga de Victoria. Su mente empezó a elucubrar, pero ninguna de las posibilidades que se le ocurrieron lo tranquilizó. Ciertamente podía ser una amiga de Victoria, una conocida que de alguna manera se hubiera enterado de su existencia y hubiera decidido buscarlo. Por otro lado, era posible que estuviese mintiendo y que se valiera del nombre de Victoria para conseguir la historia que nadie más había podido conseguir. O podía estar diciendo la verdad, y eso dejaba la duda aún mayor de por qué Victoria se la había enviado.

Sólo tenía claras dos cosas. La primera era que de momento no tenían más remedio que permanecer juntos. La segunda, que aquella mujer había pasado por un calvario para llegar hasta allí y que de nuevo había empezado a temblar, aun estando frente al fuego.

Se levantó del sofá y fue a por el edredón de sobra que tenía doblado en el extremo de la cama. Lo desdobló y se lo colocó ligeramente sobre los hombros. Ella articuló una silenciosa palabra de agradecimiento y se arrebujó con el edredón.

Garrick volvió al sofá, acompañado de una vaga sensación de satisfacción. Al principio la ignoró, pero como no desaparecía no le quedó más remedio que tenerla en cuenta. Nunca había sido un hombre al que le gustara dar. Su vida había estado dominada por un interés egoísta. Que un gesto tan nimio como ofrecer un edredón lo complaciera de aquel modo era algo muy interesante... alentador... desconcertante.

A medida que pasaba la noche, lo único que se oía en la cabaña era el crepitar de las llamas y el eco de la lluvia. De vez en cuando Garrick añadía otro tronco al fuego, hasta que vio cómo Leah se acurrucaba sobre un costado bajo el edredón. Enseguida supo que se había quedado dormida, pues los dedos que habían permanecido fuertemente aferrados al edredón finalmente se relajaron. Viéndola dormir volvió a sentir la necesidad de proteger, abrazar y de ser abrazado. Se imaginó un escenario en el que Leah era un alma perdida sin lazos con el pasado ni planes para el futuro, sin otra necesidad que la de un poco de calor humano. Era un sueño, naturalmente, pero reflejaba lo que Garrick no había visto de sí mismo hasta esa noche. No creyó que le gustase, pues significaba que esa vida que tan dolorosamente había moldeado a su antojo no estaba completa. Y sin embargo la ilusión no lo abandonaba, cargada de un extraño poder.

Se levantó silenciosamente del sofá y se agachó junto a ella. Tenía el rostro semiescondido, por lo que le retiró el edredón hasta la barbilla y contempló sus rasgos a la luz de las brasas. Parecía tan inocente que Garrick deseó creer que lo fuera.

Incapaz de resistirse, le tocó la mejilla con el dorso de los dedos. Su piel era suave e inmaculada, calentada por el fuego y débilmente ruborizada. Su pelo se había secado y parecía más espeso, y los flequillos que cubrían su frente la hacían parecer aún más delicada. No era guapa ni sexy, pero había que reconocer que era bonita. Ojalá fuera también inocente...

Con cuidado de no despertarla, deslizó los brazos bajo ella y la llevó a la cama con edredón y todo. La acostó en un lado y él se tumbó en el otro habiéndose quedado en ropa interior.

Tumbado de espaldas, inclinó la cabeza hacia ella. Lo único que podía ver sobre el edredón era el negro resplandor de sus cabellos, pero los bultos que se adivinaban por debajo sugerían mucho más. No era mujer con muchas curvas. La ropa empapada se había aferrado a un cuerpo delgado. Y al levantarla en brazos había comprobado lo poco que pesaba. Aun así, había sabido que era una mujer incluso estando cubierta de barro.

Levantó la vista hasta las vigas del techo y cambió de postura. Hizo una pausa y volvió a moverse, acercándose unos centímetros más a ella. No podía sentir su calor ni podía olerla. La ropa de cama y doce centímetros de separación lo impedían. Pero sabía que estaba allí y en la oscuridad, donde nadie podía verlo, se permitió sonreír.

Leah se despertó a la mañana siguiente al olor de café recién hecho y beicon frito. Estaba frunciendo el ceño antes incluso de abrir los ojos, pues no se imaginaba quién podía estar en su apartamento preparando el desayuno. Entonces recordó los acontecimientos del día anterior y abrió los ojos. Lo último que recordaba era haber estado tendida frente al fuego. Ahora estaba en una cama. Pero sólo había una cama en la cabaña de Garrick.

Garrick. Giró la cabeza y distinguió una figura borrosa en la cocina. Momentos después, con las gafas en su sitio, confirmó la identidad de aquella figura.

Le llevó un minuto librarse del montón de mantas y edredones, y otro minuto para erguirse y poner los pies en el suelo. Al hacerlo fue castigada por todos los músculos de su cuerpo. Ahogó un gemido y se levantó de la cama para entrar en el cuarto de baño.

Una vez que se hubo lavado y peinado, contempló la posibilidad de meterse de nuevo bajo las mantas. Le dolía todo el cuerpo, tenía un aspecto horrible y la lluvia no había cesado. La idea de salir a la tormenta no la tentaba en absoluto, ni siquiera de día.

Pero no podía volver a la cama, porque la cama no era suya. Y él la había visto levantarse. Además, tenía que tomar algunas decisiones importantes.

Garrick acababa de servir dos platos de comida en la pequeña mesa cuando ella se acercó. La miró y advirtió su piel pálida y sus movimientos vacilantes.

—Siéntate —le ordenó, negándose a que las emociones lo afectaran. La noche había pasado y ahora necesitaba respuestas.

Leah se sentó y empezó a comer sin esperar a que él la animara a hacerlo. Huevos revueltos, lonchas de beicon, pan de maíz, zumo de naranja y café. Estaba tomándose una segunda taza cuando se dio cuenta de lo que había hecho.

—Lo siento —murmuró, mirándolo avergonzada por encima de la taza—. Parece que tenía hambre atrasada.

—¿Anoche no cenaste?

—No —respondió. Debían de ser las ocho cuando llegó a la cabaña. En ningún momento había pensado en comida, ni siquiera cuando pasó por delante de la cocina para dirigirse hacia la lavadora. Entonces se acordó de la ropa y empezó a levantarse—. Dejé la ropa en la...

—Ya se ha secado —dijo él. La había metido en la secadora una vez que ella se durmió. Todo salvo el jersey. Lo he tendido. No creo que haya sido buena idea lavarlo, siendo de cachemira.

Lo dijo con un poco de sarcasmo, pero Leah estaba demasiado conmocionada como para darse cuenta. Hacía años que nadie le tendía la ropa. Que Garrick lo estuviera haciendo... un desconocido tocando sus prendas, su ropa interior... resultaba inquietante. Peor aún, la había llevado a la cama y habían dormido juntos. Ella no había sido consciente de nada, cierto, pero a la luz del día no podía abstraerse de la poderosa virilidad que irradiaba. Parecía increíblemente tosco y recio, y al mismo tiempo tremendamente civilizado. Con el pelo húmedo por la ducha, un jersey verde de cazador y pantalones de color marrón claro, ofrecía un aspecto arrebatador.

—Seguramente se echara a perder mucho antes de que lo metiera en la lavadora —murmuró ella, y miró hacia la ventana—. ¿Cuánto tiempo crees que seguirá lloviendo?

—Días.

Ella lo miró a los ojos y soltó una carcajada forzada.

—Gracias —dijo, pero la sonrisa se le borró de los labios cuando vio que él permanecía serio—. ¿Es cierto?

—Eso me temo.

—Pero necesito mi coche.

—¿Dónde está?

—En la cabaña de Victoria.

—¿Por qué?

Leah recordó lo poco que habían hablado la noche anterior.

—Porque me había alquilado la cabaña, pero cuando llegué allí vi que no quedaba nada, salvo... —no acabó la frase, porque Garrick la estaba mirando de un modo desafiante. Eso, unido a la postura en que estaba sentado, recostado en la silla con una mano en el muslo y la otra jugueteando con la taza, le confería un aire amenazador.

—Dijiste que Victoria te había enviado —le recordó él.

—Eso es.

—¿Por qué?

Los nervios hicieron que Leah soltara las palabras a toda prisa.

—Dijo que si tenía un problema tú podrías ayudarme. Y un problema es lo que tengo. La cabaña ha quedado reducida a cenizas, mi coche se ha quedado atascado en el barro, tengo que encontrar un lugar donde alojarme porque me he quedado sin apartamento...

—Victoria te envió aquí para que te quedaras en su cabaña —dijo él, en un tono que no le gustó nada a Leah.

—¿Algún problema con eso?

—Sí.

—¿Cuál?

—Su cabaña se quemó hace tres meses.

—No es posible.

—Lo es.

Si hubiera sido tres días antes, Leah lo habría comprendido. Incluso tres semanas antes. Después de todo, nadie vivía en la cabaña. Y hasta donde ella sabía, Garrick no era el vigilante. Pero ¿tres meses?

—¿Me estás diciendo que la cabaña ardió hace tres meses y que nadie avisó a Victoria?

—Te estoy diciendo que la cabaña se quemó hace tres meses.

—¿Por qué nadie avisó a Victoria?

—Se la avisó.

Leah empezó a soliviantarse.

—No te creo.

—La llamé yo mismo —replicó Garrick, mirándola fijamente—. Y luego le enseñé el desastre a la gente del seguro.

—Llámala ahora. Veremos lo que sabe.

—No tengo teléfono.

Viendo los aparatos modernos de la cabaña, Leah no podía creer que no tuviera teléfono. Miró frenéticamente a su alrededor en busca de un instrumento que pudiera ponerla en contacto con el mundo exterior, pero no vio nada. Entonces recordó que Victoria le había dicho que en su cabaña tampoco había teléfono. ¿Por qué le había dicho eso, si sabía que se había quedado sin cabaña?

—Ella no sabía lo del incendio —insistió.

—Lo sabía.

—Estás mintiendo.

—Yo no miento.

—Tienes que estar mintiendo —espetó, alzando la voz—. Porque lo contrario significaría que Victoria me envío aquí sabiendo que no podría quedarme en su cabaña. Y eso es un disparate.

La taza de café empezó a temblar en sus manos. La dejó sobre la mesa y se rodeó la cintura con los brazos en el mismo gesto que Garrick le había visto hacer antes. Era un gesto que reflejaba su angustia, pero si esa angustia era sincera o no aún tenía que verse.

Garrick no dijo nada. Permaneció mirando la confusión que nublaba la expresión de Leah.

—Ella no haría algo así —susurró ella en tono suplicante—. Estuvo tres semanas escuchándome y ayudándome a hacer planes. Almacené todos mis muebles, me di de baja en la compañía eléctrica y en la telefónica, me despedí de mis amigos... Victoria me dio personalmente una hoja con instrucciones detalladas y se sentó a mi lado mientras yo las leía. No se habría tomado la molestia, ni habría dejado que yo me la tomara, si hubiera sabido que la cabaña se había quemado.

A Garrick también le estaba resultando difícil creérselo, pero era la versión de Leah más que la actitud de Victoria lo que provocaba su escepticismo. Sí, Leah parecía confundida, pero tal vez formaba parte de su actuación. Si su intención había sido encontrarlo, lo había conseguido. Estaba en su cabaña, vistiendo su ropa, comiendo su comida, bebiendo su café. Incluso había pasado la noche en su cama. Si quería una exclusiva sobre Greg Reynolds, se había colocado en una posición inmejorable.

—¿Quién eres? —le preguntó.

Ella levantó bruscamente la cabeza.

—Ya te lo he dicho. Leah Gates.

—¿De dónde eres?

—De Nueva York.

—Supongo que no trabajas para ningún periódico —comentó él. Esperaba una negativa inmediata, por lo que se sorprendió al ver cómo sus ojos se iluminaban.

—¿Cómo lo sabes?

Garrick gruñó.

Ella no supo cómo responder a eso. Garrick había apretado sus labios en una expresión adusta, casi enojada.

—¿Has visto mi nombre? —le preguntó ella. Si era un adicto a los crucigramas, como la mayoría de sus fans, tenía que sonarle su nombre.

—No leo la prensa.

—¿Entonces has visto alguno de mis libros?

—¿También escribes libros? —espetó. Tanto la pregunta como el tono la dejaron perpleja.

—Compongo crucigramas. Se publican en un pequeño periódico semanal, pero también he publicado varios libros de crucigramas.

¿Crucigramas? Sí, era una historia verosímil. Pero si era una periodista no podía ser una actriz... lo que no explicaba por qué sus palabras sonaban tan sinceras.

—¿Por qué ibas a mudarte aquí? —le preguntó en un tono más templado.

—Perdí mi apartamento y no estaba segura de adonde ir, así que Victoria me sugirió que le alquilara la cabaña por una temporada, mientras me decidía —frunció el ceño y bajó la mirada a la mesa—. En su momento me pareció una buena idea.

Garrick no dijo nada, y en el silencio que siguió, Leah reprodujo en su cabeza los últimos minutos de conversación.

—No te crees ni una palabra de lo que digo —murmuró, alzando lentamente la vista—. ¿Por qué?

Garrick no esperaba tanta franqueza, y cuando ella le clavó aquella mirada tan honesta y vulnerable, fue él quien se quedó desconcertado. No podía decirle la verdad. Después de salvaguardar su identidad durante cuatro años, no iba a echar a perder su tapadera por culpa de una acusación.

—No es frecuente que una mujer decida vivir sola en un sitio como éste —dijo, encogiéndose de hombros—. Porque supongo que estás sola.

Ella dudó un momento antes de responder.

—Sí.

—¿En serio?

—¡Sí!

—Entonces, ¿a qué se ha debido ese breve silencio?

Los ojos de Leah destellaron. No estaba acostumbrada a que cuestionaran su integridad.

—Cuando has pasado toda tu vida en Nueva York, te lo piensas dos veces antes de darle cierta información a un hombre. Es algo instintivo.

—Es desconfianza.

—Entonces estamos empatados.

—Pero sí me has respondido.

—Victoria me dijo que eras un amigo y yo confío en su buen criterio. Incluso me dio una carta para que te entregara.

Él extendió una mano con la palma hacia arriba, pero la presuntuosa mueca de sus labios avivó aún más la actitud defensiva de Leah.

—Si dependiera de mí ya te la habría dado —exclamó—. Está en mi coche, junto a mi bolso y todo lo que tengo en el mundo.

—Salvo tus muebles —observó él, dejando caer la mano.

Ella emitió un pequeño suspiro de derrota.

—Sí.

—Y no puedes volver a tu coche. Es posible que no puedas salir en varios días. Estás atrapada aquí conmigo.

Leah sacudió la cabeza, desechando aquella perspectiva. No era que Garrick le resultara un ser despreciable. Más bien al contrario. Pero aunque una parte de él era amable y atenta, otra demostraba un cinismo escalofriante.

—Iré a por mi coche más tarde.

—A no ser que escampe, no podrás ir a ninguna parte.

—Tengo que llegar a mi coche.

—¿Cómo?

—De la misma manera que llegué aquí. Si no quieres llevarme en coche, iré a pie.

—No es que no quiera llevarte, Leah —dijo él, usando su nombre por vez primera—. Es que no puedo hacerlo. Te has presentado aquí en plena estación lluviosa, y durante ese tiempo nadie puede ir a ninguna parte. Hasta el más resistente de los todoterrenos es inservible. Los caminos están intransitables —arqueó una ceja y se acarició la barba con los nudillos—. Dime, ¿cómo fue el trayecto hasta la cabaña de Victoria anoche?

—Infernal.

—¿Y el camino desde su cabaña a la mía?

La mirada que le echó Leah hablaba por sí sola.

—Pues hoy será peor, y mañana aún peor. En esta época del año, la nieve se derrite en las cumbres y torrentes de agua bajan por un terreno anegado. Cuando empieza a llover, puedes ir olvidándote de salir.

Pero Leah se resistía a ceder.

—Tal vez si volvemos al coche y yo muevo el volante mientras tú empujas...

—No soy un bulldozer ni una grúa, y ni siquiera estoy seguro de que una de esas máquinas consiguiera nada. He visto todoterrenos atrapados en caminos mucho menos empinados que los de esta colina.

—Merece la pena intentarlo.

—No.

—Victoria me dijo que me ayudarías.

—Te estoy ayudando. Te ofrezco un lugar para quedarte.

—¡Pero no puedo quedarme aquí!

—No tienes elección.

—¡Tú no quieres que me quede aquí!

—No tengo elección.

Con un gemido de impotencia, Leah se levantó y se acercó a la ventana. Él tenía razón. No tenía elección. Podía intentar volver al coche, pero si lo que Garrick decía era cierto, tendría que volver a llamar a su puerta, empapada, cubierta de barro, exhausta y humillada.

No era eso lo que tenía pensado cuando salió de Nueva York.