Tres
EL ruido de las sartenes en el fregadero sacó a Leah de su autocompasión momentos después. Sintiendo remordimientos, volvió a la cocina. Garrick ya había cargado el lavavajillas, de modo que agarró un trapo y empezó a secar las sartenes que él iba lavando.
Trabajaron en silencio. Cuando acabó con el último de los cacharros, Leah dobló el trapo y lo dejó en la encimera.
—Lo siento —dijo tranquilamente, pero sin mirar a Garrick, que estaba enjuagando el fregadero—. Debo de haber parecido una desagradecida, y no lo soy. Aprecio lo que estás haciendo —hizo una pausa y buscó las palabras adecuadas—. Es sólo que no es esto lo que tenía planeado.
—¿Qué tenías planeado?
—Mucho sol y aire puro. Una cabaña para mí sola. Tiempo para trabajar, leer y pasear por el bosque. Y cocinar... —levantó la vista al recordar algo—. ¡Tengo comida en el coche! ¡Se echará a perder si no la meto en la nevera!
—Hace frío ahí fuera.
—¿Lo bastante?
—Depende de la clase de comida que tengas en el coche.
Ya no importaba, pues había quedado muy claro que no podría llegar hasta el coche. Se tiró de las solapas de la camisa de franela y miró suplicante a Garrick.
—Ésta es la primera vez que había pensado en vivir fuera de Nueva York, y me siento abrumada porque todo se haya torcido de esta manera. No puedo comprender por qué Victoria me ofreció la cabaña.
Garrick empezaba a albergar una sospecha. Dejó el estropajo y volvió al salón. El sofá crujió al recibir su peso, pero sus pensamientos eran mucho más ruidosos.
Leah permaneció donde estaba durante varios minutos, esperando a que él hablara. Era obvio que estaba disgustado; sus hombros caídos y su entrecejo fruncido así lo insinuaban. Y tenía derecho a estarlo, se dijo a sí misma. Ningún hombre que hubiera elegido vivir solo en las montañas se merecía que violaran su intimidad.
Observándolo, asimilando el poder que emanaba de su cuerpo apoltronado en el sofá, se preguntó por qué habría elegido esa vida de ermitaño. Ninguno de los dos era muy locuaz, pero al menos ella se desenvolvía bien en la ciudad. Él, en cambio, había dejado la ciudad... o al menos eso era lo que ella suponía, aunque tal vez fuera su arraigado esnobismo lo que daba por hecho que el refinamiento cultural de Garrick y su gusto por los lujos modernos se debían a un carácter urbanita. En cualquier caso, no podía creer que fuera un problema de vivienda como el que ella había sufrido lo que hubiera forzado a Garrick al exilio. Ni siquiera parecía estar en el exilio. Más bien parecía que estuviera allí para quedarse.
Decidió aprovecharse de la distracción de Garrick para examinar la cabaña por entero. Consistía en una gran habitación rectangular, con la chimenea y la cama en lados opuestos, una cocina en la pared del fondo, dejando espacio para el cuarto de baño y lo que parecía un armario. Grandes ventanas flanqueaban la puerta principal, y el resto de pared lo ocupaban estanterías de diversos tamaños, todas ellas repletas de libros.
Aquello explicaba, en parte, lo que Garrick Rodenhiser hacía con su tiempo. Aunque en aquel momento no estaba leyendo. Estaba sentado como había estado antes, mirando las cenizas de la chimenea y con una expresión que Leah no sabía cómo interpretar. ¿Soledad? ¿Tristeza? ¿Confusión?
¿O serían ésas las emociones que ella misma estaba sintiendo?
Negándose a creerlo, y a pesar de cómo se le encogía el corazón al ver la expresión de Garrick, buscó desesperadamente algo que hacer. Se fijó en la cama, que seguía deshecha, y se dirigió hacia ella para estirar las sábanas y el edredón, dejando doblado en un extremo aquél con el que Garrick la había envuelto.
¿Qué más? Volvió a examinar la cabaña, pero no había nada que requiriera atención. Todo estaba limpio y ordenado.
Sin saber qué hacer, caminó lentamente hacia la ventana. El bosque estaba gris, envuelto en la niebla y anegado por la lluvia. Aquella imagen tan desapacible sólo sirvió para acrecentar la extraña sensación de vacío.
—¿Cuál es exactamente la relación que mantienes con Victoria? —la profunda voz de Garrick la sacó de sus divagaciones.
—Somos amigas.
—Eso ya me lo has dicho. ¿Cuándo os conocisteis?
—El año pasado.
—¿Dónde?
—En la biblioteca. Victoria estaba buscando información sobre los aborígenes de Nueva Zelanda y chocamos la una contra la otra en un pasillo.
La expresión de Garrick se tornó irónica, pero enseguida se suavizó con una media sonrisa.
—Los aborígenes de Nueva Zelanda... Propio de Victoria. ¿Pensaba estudiar antropología?
—No exactamente —respondió Leah, pero tenía que obligarse a pensar, ya que la sonrisa de Garrick y el destello de sus dientes blancos y perfectos la habían absorbido momentáneamente—. Estaba... estaba fascinada por un artículo que había leído sobre los maoríes y decidió verlos en persona. Estaba preparando su viaje cuando la conocí.
—¿Llegó a ir?
—¿A Nueva Zelanda? ¿Tú qué crees?
Garrick pensó que sí y así lo expresó con su mirada, pero su mente volvió rápidamente a Leah.
—¿Qué hacías tú en la biblioteca?
—Trabajo allí a menudo. A veces voy a buscar información para los crucigramas y a veces voy simplemente a cambiar de ambiente.
—Así que las dos os hicisteis amigas. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta y tres.
Garrick hizo una mueca de asombro.
—No te echaba más de veintiocho... Pero incluso con treinta y tres años sigue habiendo bastante diferencia entre vosotras.
—No tanta —replicó ella con vehemencia—. Eso es lo bueno de Victoria. Es absolutamente... absolutamente inmarcesible.
—¿Inmarcesible?
—Inmarchitable, imperecedera, sin edad. Puede que tenga cincuenta y tres años, pero su cuerpo es el de una mujer de cuarenta, su mente la de una treinteañera, su entusiasmo el de una joven de veinte y su corazón el de una niña.
La descripción encajaba perfectamente con la imagen que Garrick tenía de Victoria, aunque él nunca habría podido expresarlo tan bien.
De modo que Leah conocía bien a Victoria. Aquello descartaba una posibilidad, pero dejaba abierta otra. Aun sabiendo que podría arriesgar su amistad con Victoria, Leah tal vez estuviera a la caza de una entrevista con el hombre que había encandilado a toda mujer entre dieciséis y sesenta y cinco años. Toda mujer que viera la televisión. ¿Vería Leah la televisión? Aunque hubiera ido allí con total inocencia, ¿podría reconocerlo? Desvió la mirada hacia la chimenea y volvió a sumirse en el silencio. Recordaba lo preocupado que había estado cuando llegó a New Hampshire. Cada vez que iba al pueblo mantenía la cabeza gacha y evitaba todo contacto visual, temiendo en todo momento que alguien lo reconociera y le pusiera un bolígrafo y un papel bajo la nariz, o que se pusieran a cuchichear a sus espaldas.
Su aspecto era muy distinto al de aquel hombre que había llenado semanalmente los televisores de América durante nueve años. Tenía el pelo más largo, menos cuidado, y había dejado de lavarse aquellas salpicaduras plateadas que una vez había creído que le restaban atractivo.
La barba también suponía una diferencia, pero en los primeros meses temía constantemente que una mirada sagaz adivinara la mandíbula que tanto había dado que hablar a los críticos. Se había vestido de la forma más discreta posible, usando la ropa más vieja que tenía. Y, por encima de todo, había rezado porque nadie descubriera a la antigua superestrella viviendo en medio de ninguna parte.
Con el paso del tiempo había ido ganando confianza, y ahora podía mirar a los ojos a las personas y caminar con la cabeza alta.
El lenguaje corporal era algo fascinante. No era lo bastante ingenuo para pensar que sólo caminaba con la cabeza alta porque ya no temía que lo reconocieran. No, lo hacía porque se sentía mejor consigo mismo. Estaba aprendiendo a vivir con naturalidad, aprendiendo a mantenerse por sí mismo y a respetarse como ser humano.
Animado por aquella seguridad, se volvió hacia Leah.
—Si conociste a Victoria hace un año, debes de haber pasado mucho tiempo con ella.
Leah, que había estado observándolo en silencio, estaba más preparada para responder esa vez.
—Sí.
—¿En eventos sociales?
—Si me estás preguntando si he ido a sus fiestas, la respuesta es «no».
—¿Estás casada?
—No.
—¿Lo has estado alguna vez? —no era una pregunta indispensable, pero sentía curiosidad.
—Sí.
—¿Divorciada?
Ella asintió.
—¿Hace poco?
—Hace dos años.
—¿Sales con alguien?
—¿Y tú?
—Soy yo quien te está preguntando.
—Ya lo sé, pero me gustaría saber por qué. Empiezo a sentirme como si esto fuera un interrogatorio.
Parecía dolida, y Garrick se sorprendió a sí mismo sintiendo remordimientos. Pero estaba demasiado cerca de la respuesta como para abandonar. Aun así, se esforzó por suavizar el tono.
—Sopórtalo conmigo. Todo esto tiene una finalidad.
—Mmm. Hacerme salir huyendo. Créeme, si pudiera lo haría. Sé que no te gusta tener a una desconocida invadiendo tu intimidad, pero tú también eres un desconocido para mí, y más que una invasora soy una refugiada. Y si crees que me gusta sentirme así, es que estás chiflado... —se interrumpió y miró a su alrededor—. ¿Tienes bolígrafo y papel?
Garrick se quedó perplejo.
—¿Qué...?
—Si no lo anoto, se me olvidará.
—¿Anotar qué?
—La idea... Chiflado... Tornillo... lo que le falta a un chiflado. Es perfecto para un crucigrama —mientras hablaba gesticulaba con la mano, simulando escribir algo—. ¿Tienes papel o no?
Divertido, Garrick apuntó con la cabeza hacia la cocina.
—En el segundo cajón a la izquierda del fregadero.
A los pocos segundos Leah estaba anotando las frases que pronunciaba en voz alta. Añadió algunas más antes de levantar la cabeza. Arrancó la hoja del bloc y, tras doblarla y guardársela en el bolsillo de la camisa, devolvió el bloc y el bolígrafo al cajón y le dedicó una sonrisa a Garrick.
—¿Por dónde íbamos?
Garrick intentó sofocar la sensación de calor que prendió en su pecho.
—¿Haces esto a menudo?
—¿Anotar ideas? Muchísimo.
—¿De verdad compones crucigramas?
—¿Tampoco te creíste eso?
Él movió la cabeza en un gesto que podía ser afirmativo, negativo o avergonzado.
—Nunca pensé que hubiera gente que se dedicara a eso.
—Alguien tiene que hacerlo.
Garrick guardó silencio por un minuto.
—Cierto —concedió por fin, y volvió a sumirse en su propio mundo.
Leah se acercó a la estantería más próxima. En sus estantes reposaba una amplia colección de libros, la mayor parte de los cuales eran obras de ficción que habían estado en las listas de los más vendidos en los últimos años. Casi todos eran de tapa dura, con la cubierta desgastada, lo cual era muy revelador. Garrick no sólo leía todo lo que compraba, sino que compraba los últimos y más caros éxitos literarios, sin esperar las ediciones baratas de bolsillo. No era pobre, de eso no había duda. Pero ¿de dónde sacaría el dinero?
—Debe de ser difícil —volvió a oír su profunda voz masculina—. Encontrar las palabras adecuadas que encajen en una definición ingeniosa.
Leah tardó un minuto en darse cuenta de que se estaba refiriendo a los crucigramas. No tuvo más remedio que sonreír.
—Es un reto —admitió.
—Yo no sería capaz de hacerlo.
—Bueno, yo no sería capaz de poner trampas, cazar animales y despellejarlos —aunque lo dijo con toda su inocencia, se quedó horrorizada por lo crítica que había sonado. Se dio la vuelta para matizar el comentario, pero Garrick se adelantó.
—¿Es eso lo que Victoria te contó que hago?
—Me dijo que eras un trampero —respondió ella—. Me temo que la descripción que he hecho es de mi propia cosecha. La expresión de Garrick permaneció inescrutable.
—¿Qué más te contó Victoria de mí?
—Sólo lo que ya te he dicho... Que eras un amigo y que se podía confiar en ti. Si te soy sincera, esperaba a alguien un poco... —se encogió de hombros—. Diferente.
Él arqueó una ceja interrogativamente.
—Alguien más viejo y más basto —explicó, ruborizándose ligeramente mientras apartaba la mirada—. Cuando Victoria me dio el sobre, le pregunté si era una carta de amor.
—¿Cómo sabes que no lo era? —le preguntó Garrick.
La verdad era que no podía saberlo, pensó Leah. Recordó que Victoria había comentado lo agradables que podían ser los tramperos viejos y bastos, pero aquella respuesta no confirmaba ni desmentía nada.
Miró a Garrick con ojos muy abiertos, y, para su sorpresa, él se echó a reír.
—No era una carta de amor. Sólo somos amigos —aclaró él, y enseguida volvió a adoptar una expresión seria. Apoyó el codo en el brazo del sofá y presionó los nudillos contra su labio superior—. Hasta ahora —añadió.
—¿Qué quieres decir?
Garrick dejó caer la mano y respiró hondo.
—El enviarte a ti aquí parece haber sido algo deliberado.
Leah indagó en su rostro en busca de información adicional, pero él no revelaba la menor emoción.
—Te escucho —lo apremió.
—Dijiste que no habías asistido a las fiestas de Victoria. ¿La viste en algún otro contexto social?
—Salíamos a cenar a menudo.
—¿Con hombres?
—No.
—¿Alguna vez hizo un comentario al respecto?
—No, no tenía esa necesidad. Sé que tiene amigos, pero amaba demasiado a Arthur y no tiene el menor deseo de volver a casarse.
—¿Y tú? ¿Sales con alguien? —le preguntó, repitiendo la pregunta que había quedado antes sin respuesta.
—No si puedo evitarlo —respondió Leah con firmeza.
—¿Y Victoria tenía algo que decir?
—Oh, sí. Siempre estaba intentando concertarme una cita, y yo siempre me estaba negando.
Garrick asintió y volvió a presionar los labios. Estuvo varios minutos perdido en sus pensamientos. Finalmente, respiró hondo y alzó la vista al techo.
—Eso es lo que me temía.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó ella.
—Me ha hecho lo mismo más de una vez.
—¿Qué es lo que te ha hecho más de una vez?
—Intentar emparejarme —dijo él, levantando una mano—. Se suponía que aquí sería más difícil, pero ni siquiera eso la ha detenido. Está convencida de que cualquiera que no haya vivido lo que ella tuvo con Arthur está perdiendo el tiempo —miró a Leah a los ojos y dudó un momento antes de seguir hablando—. ¿Ves adonde quiero llegar?
Leah podía verlo, y era una perspectiva espeluznante.
—Lo hizo a propósito...
—Eso parece.
—No me habló del fuego, pero sí me habló de ti.
—Eso es.
Leah cerró los ojos e intentó aplacar la furia que crecía en su interior.
—No quiso que le pagara nada por adelantado. Me dijo que le enviara la cantidad que yo estimara oportuna cuando viera la cabaña.
—Muy inteligente por su parte.
—Cuando le pregunté si la cabaña estaba bien equipada, sus palabras exactas fueron «la última vez que la vi, lo estaba».
—Lo cual es cierto.
—No me extraña que estuviera tan nerviosa.
—¿Victoria? ¿Nerviosa?
—Es muy raro en ella, lo sé, pero lo estaba. Lo achaqué a un instinto maternal latente —puso los ojos en blanco—. Qué equivocada estaba. Sus nervios se debían a un sentimiento de culpa. Incluso tuvo el cinismo de recordarme que no tendría aire acondicionado ni teléfono, la muy arpía —masculló en voz baja, y le dio la espalda a Garrick.
Fue entonces cuando él se convenció finalmente de que todo lo que Leah le había contado era cierto. Si ella hubiera empezado a gritar y a patear furiosa el suelo, habría parecido la reacción propia de una telenovela.
Pero no estaba gritando ni pateando. Sólo su respiración acelerada y su rígida postura delataban su ira. Por lo poco que sabía de ella, diría que era una mujer que reprimía sus emociones.
Era extraño, pero su propio enfado era mucho menos fuerte de lo que habría esperado. Si hubiera sabido de antemano lo que Victoria tenía planeado, se habría subido por las paredes. Pero no había sabido nada y Leah ya estaba allí, y había algo en su actitud afligida que le tocó el corazón.
Y ante sus ojos, aquella aflicción se convirtió en mortificación cuando ella lo miró por encima del hombro con las mejillas ardiendo.
—Lo siento. Victoria no tenía derecho a imponerte mi compañía.
—No ha sido culpa tuya...
—Pero no deberías tener la obligación de aguantarme.
—Ni tú la deberías tener de aguantarme a mí.
—Lo mío podría ser peor.
—Lo mío también.
Sin saber cómo responder a aquel tono tan condescendiente, Lean se volvió hacia la estantería, y fue entonces cuando la golpeó de lleno la gravedad de la situación. Garrick y ella habían sido unidos para lo que Victoria pretendía que fuera un hechizo amoroso. Pero si Victoria esperaba que el amor surgiera a primera vista, iba a llevarse una gran decepción. Leah no creía en el amor a primera vista. Ni siquiera estaba segura de creer en el amor, pues ya le había causado dolor una vez. En cualquier, hablar de amor allí y ahora no podía ser más inapropiado. No conocía a Garrick Rodenhiser. Lo más que podía admitir era una atracción a primera vista. No podía negar que Garrick le resultaba físicamente muy atractivo. Tendría que estar ciega para no apreciar la fuerza de sus rasgos, y muerta para no reaccionar.
En cuanto a la otra atracción... ésa que le provocaba su intensa mirada, la desconcertaba por completo.
—Yo no quería esto —murmuró.
—Lo sé —respondió él tranquilamente.
—Me siento... y tú debes de sentirte... avergonzado.
—Un poco incómodo, eso es todo.
—Aquí estoy, llevando tu ropa interior...
—Puedes vestirte si quieres.
Era lo más sensato que podía hacer, desde luego. Tal vez si volvía a ponerse su propia ropa, se sintiera menos vulnerable.
Sacó las cosas de la secadora y se las dobló sobre el codo. Pero cuando tocó el jersey comprobó que aún estaba mojado.
—Toma —dijo Garrick. Estaba detrás de ella, sosteniendo uno de sus jerséis—. Está limpio y seco.
Ella lo aceptó murmurando su agradecimiento y se refugió en el cuarto de baño. Cuando salió, encontró a Garrick ocupándose de la chimenea. De repente se percató de que, aunque la chimenea había permanecido apagada durante la noche, la cabaña había permanecido caldeada.
—¿Cómo te las apañas para tener corriente eléctrica? —le preguntó, apoyando las manos en el respaldo del sofá.
Garrick añadió un último tronco y encendió una cerilla.
—Hay un generador en la parte de atrás.
—¿Y la comida? Si no puedes ir al pueblo con este tiempo...
—Hice acopio de provisiones la semana pasada —explicó él, sentándose sobre sus talones mientras la leña empezaba a arder—. Cualquiera que haya pasado una vez por la estación de las lluvias sabe cómo estar preparado. El congelador y los armarios están llenos. Hace dos días fui a por más cosas, pero me temo que el beicon se ha terminado.
Le habría quedado algo para el día siguiente si no lo hubieran compartido para desayunar. Pero Leah acalló su sentimiento de culpa; no había nada más aburrido que una persona pidiendo disculpas constantemente.
Garrick se puso en pie y se volvió hacia ella. Enseguida deseó no haberlo hecho. Llevaba puesto su jersey. Le quedaba demasiado grande y se lo había arremangado, pero el modo en que le caía por los hombros y pechos era mucho más sugerente de lo que él hubiera imaginado. Tenía un aspecto adorable. E inseguro.
Le hizo un gesto para que se sentara en el sofá, y ella tomó posesión del cojín del extremo y se sentó sobre sus pies, sonriendo tensamente. Entonces Garrick se fijó en el desgarrón de sus pantalones.
—¿Cómo está tu pierna?
—Bien.
—¿Te has cambiado el vendaje?
—No.
—¿Te has examinado la herida?
—He mirado la gasa y no estaba manchada.
Garrick supo que estaba mintiendo. O bien le daba miedo la sangre o bien la herida no la molestaba lo suficiente para prestarle atención.
Pero él quería descubrirlo, así que se acercó a ella y le retiró el tejido desgarrado de los pantalones.
—Estoy bien, de verdad —insistió ella, pero él ya estaba tirando del esparadrapo y levantando la gasa.
—A mí no me lo parece —murmuró—. Seguro que te duele horrores —con mucho cuidado le tocó la carne alrededor de la herida. El gemido ahogado de Leah confirmó sus sospechas—. Le habrían hecho falta puntos de sutura, pero el hospital más cercano está a más de cien kilómetros. Hubiera sido imposible llegar.
—No está sangrando. No puede ser tan grave.
—Se te quedará una cicatriz.
—¿Qué importa una cicatriz más?
Oh, sí, pero sólo una era visible.
—Me operaron de apendicitis cuando tenía doce años.
Garrick se imaginó cómo sería su abdomen. Liso, cálido y suave. Cuando la sangre empezó a hervirle en las venas, intentó imaginar la cicatriz afeando la carne, pero no lo consiguió. Ni tampoco consiguió apartar los ojos de los suyos.
Dolor y soledad. Eso fue lo que vio. Leah parpadeó una vez, como si quisiera borrar aquellas sensaciones, pero éstas permanecieron. Él podía verlas, oírlas, sentirlas. Quería preguntarle por ellas, pedirle que las compartiera y aliviara su carga. Quena alargar las manos y tocarla...
Pero no lo hizo.
En vez de eso, se levantó rápidamente y se alejó, volviendo momentos más tarde con un tubo de pomada y vendas limpias. Una vez que quedó satisfecho tras limpiar la herida, devolvió las cosas al armario, se puso un impermeable con capucha y unas botas y salió a la tormenta.
Leah vio cómo se marchaba, y tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba temblando. No entendía lo que acababa de pasar, como tampoco entendía lo que había pasado la noche anterior. Los ojos de Garrick habían reflejado sus propias emociones. ¿Podría saber él cómo se sentía ella?
A un nivel más mundano, estaba desconcertada por su brusca salida y sin poder imaginarse adonde podía ir bajo la lluvia. Al poco rato tuvo la respuesta, cuando oyó un sonido fácilmente reconocible unido al constante repiqueteo en el techo. Fue hacia la ventana y vio a Garrick cortando madera al abrigo de un cobertizo.
Sonriendo, volvió al sofá. Pero mientras observaba las llamas, no dejaban de acosarla los pensamientos. Se preguntaba cómo era posible que las manos de un leñador, fuertes y callosas, podían ser tan delicadas como las de Garrick. Richard nunca la había tocado así, aunque, siendo su marido, la había tocado de un modo mucho más íntimo.
Pero había maneras y maneras de tocar. El tacto podía ser meramente físico, y también emocional. Había algo en Garrick que... Incapaz de encontrar respuesta a sus preguntas, buscó distracción en uno de los libros que había visto en la estantería. Estaba absorta en la lectura cuando Garrick volvió al cabo de un rato con los brazos cargados de troncos partidos.
Tras quitarse las botas en la puerta con un puntapié, dejó la leña en la cesta que había junto a la chimenea y se quitó el impermeable. Leah no necesitó preguntarle si el tiempo seguía igual; las botas estaban cubiertas de barro y el impermeable estaba chorreando.
Volvió la atención a su libro, y Garrick tomó otro para él mismo y se sentó.
Leah sintió un escalofrío en la parte de su cuerpo más cercana a Garrick. Le recorrió la mitad del rostro, el brazo y la pierna. Pero el fuego pronto lo disipó y reanudó su lectura.
—¿Te gusta? —le preguntó él.
—Está muy bien escrito.
Él asintió y bajó la vista a su propio libro.
Leah había pasado varias páginas antes de darse cuenta de que él no había pasado ninguna. Y sin embargo parecía concentrado en algo.
Estiró el cuello e intentó leer el encabezamiento de la página. Empezaba a preguntarse si necesitaría unas gafas nuevas cuando él habló por fin.
—Es latín.
—¿Me tomas el pelo? —preguntó ella con una sonrisa.
—No.
—¿Eres un hombre de letras?
—Aún no.
—¿Un principiante?
—Más bien.
Leah no quería molestarlo y volvió a su propio libro. ¿Latín? Eso sí que era extraño para un trampero, pero no tanto para un hombre con un pasado muy diferente. Le habría gustado preguntarle por su pasado, pero no veía cómo. Garrick no alentaba precisamente a mantener una conversación. Ya era bastante malo estar allí. Cuando menos se entrometiera en sus cosas, mejor.
Había leído varios capítulos más, cuando la voz de Garrick rompió el silencio.
—¿Tienes hambre?
—Un poco.
—¿Quieres almorzar?
—Si puedo prepararlo...
—No puedes —sentenció él. Era su casa, su nevera y su comida. Teniendo en cuenta las dudas que había tenido sobre sí mismo desde la llegada de Leah, necesitaba sentir que mantenía el control sobre algo—. ¿Significa eso que no comerás?
—Sí, comeré —respondió ella con una mueca.
Esforzándose por no sonreír, Garrick dejó el libro y se fue a preparar el almuerzo. A pesar del tiempo que había pasado en el cobertizo, aún seguía enfadado con Victoria. Pero era difícil estar enojado con Leah. Ella, al igual que él, no era más que un peón inocente en la partida que Victoria había dispuesto, y por lo visto se sentía tan incómoda como él. Pero era una buena perdedora y se estaba comportando con admirable dignidad.
Ninguna de las mujeres que él había conocido habría aceptado una situación semejante con la misma elegancia. Linda Prince se habría puesto pálida sólo de pensar en que alguien la aislara en una cabaña perdida. Mona Weston se habría puesto frenética sin un teléfono con el que llamar a su agente. Darcy Hogan habría saqueado los cajones en busca de alguna prenda que le permitiera lucir sus generosos atributos. Heather Kane le habría exigido a gritos que detuviera la lluvia.
Leah Gates había aceptado agradecida el jersey que él le ofrecía, se había puesto a leer un libro e intentaba molestar lo menos posible.
Y eso hacía que aumentara su curiosidad hacia ella. Se preguntaba qué le habría pasado a su matrimonio y por qué no salía con nadie. Se preguntaba si tendría familia o alguna ilusión para el futuro. Se preguntaba si la soledad que había visto en sus ojos tendría algo que ver con la soledad de aquella montaña. Por alguna razón pensaba que no. La soledad de Leah se le antojaba más profunda. Como la que él mismo sentía.
El almuerzo consistía en sándwiches de jamón y queso con pan de centeno. Leah no se preocupó de buscar un cuchillo para cortar el suyo en dos, ni se quejó por el exceso de mayonesa ni por la lechuga y tomate que hacían imposible morder el sandwich con un mínimo de decoro. Apuró hasta la última gota de leche que él había servido sin hacer estúpidos comentarios sobre el calcio que necesitaban los niños en edad de crecimiento o en lo maravillosas que eran las vacas. Cuando acabó de comer, llevó los platos al fregadero, los enjuagó antes de meterlos en el lavavajillas y volvió al sofá a seguir leyendo.
A mitad de la tarde, Garrick ya no podía concentrarse en las lecciones de latín. No hacía más que pensar en la mujer que estaba sentada sobre sus piernas en el otro extremo del sofá. Seguía teniendo el libro abierto en el regazo, pero tenía la cabeza apoyada en el respaldo y estaba durmiendo. Silenciosamente. Dulcemente. Sintió lástima por ella. El largo viaje que había hecho el día anterior, primero desde Nueva York y luego hasta su cabaña, la había agotado. Volvió a enfadarse brevemente con Victoria, pero enseguida se dio cuenta de que Victoria no debía de saber nada de la estación de las lluvias, como cualquiera que no viviera allí. Ahora que lo pensaba, Victoria sólo había estado en su cabaña durante el verano y a principios de otoño.
Se habían conocido en una de esas visitas veraniegas, e incluso entonces, sin apenas conocerla, le había preguntado por qué iba a un sitio como aquél. Obviamente era una mujer de ciudad. No cazaba, no hacía excursiones, no cultivaba verduras... Recordaba su respuesta como si la estuviera oyendo. Victoria lo había mirado a los ojos y le había dicho que la cabaña la hacía sentirse más cerca de Arthur. No hubo disculpas ni compasión. Tan sólo una sinceridad absoluta que había establecido las bases de su amistad.
Aunque no había sido particularmente honesta al enviar a Leah a una cabaña que ya no existía. Garrick no tenía ninguna duda de que sus intenciones eran buenas al querer emparejarlo con Leah. Lo que lo desconcertaba e irritaba era que Victoria no se hubiera tomado enserio las advertencias que él se había preocupado en dejarle muy claras. ¿Por qué pensaría ella que las cosas habían cambiado?
Él mismo había sido un hombre de ciudad tiempo atrás, cuando lo único que temía en el mundo eran la discreción y el anonimato. Irónicamente, ese temor lo había hecho vivir al límite, hasta que destruyó su carrera y a punto estuvo de destruirlo a él mismo.
Fue entonces cuando se retiró del mundo y buscó su refugio en New Hampshire.
Ahora temía todo lo que una vez tanto había apreciado. Temía la fama porque era fugaz. Temía la gloria porque era superficial. Temía las multitudes agresivas porque sacaban lo peor de la naturaleza humana.
Había acabado harto de esa lucha por ser el mejor. Incluso después de cuatro años, recordaba con toda claridad aquel picor bajo la piel, aquella incapacidad para relajarse por miedo a que alguien lo superara, aquella necesidad obsesiva por ser más rápido, más implacable, más letal que sus rivales. No quería tener que preocuparse por su aspecto o su olor. No quería ver a esos actores más jóvenes y codiciosos esperando entre bastidores a verlo fallar. Y no quería ver a esas mujeres que tejían sus redes para atraparlo como a una mosca. Oh, sí, sabía lo que no quería. Había tomado una decisión al abandonar California. Aquel mundo de lujo y glamour quedaba a sus espaldas, así como la vida que lo había tenido abriéndose camino a zarpazos sobre la cuerda floja. La vida que llevaba ahora estaba libre de todo. Era una vida limpia. Cómoda. La vida que realmente quería.
Entonces, ¿por qué se sentía amenazado por la presencia de Leah?
Parpadeó y se dio cuenta de que Leah estaba despertando. La vio alargar una pierna hasta que le tocó el muslo con el pie, presionándolo suavemente, y vio cómo una mano caía lánguidamente sobre su vientre. La vio cómo giraba la cabeza, como si intentara reconocer su cojín, y cómo abría los ojos al darse cuenta de dónde estaba.
Entonces lo miró a él, quien ni siquiera parpadeó, y retiró lenta y cuidadosamente la pierna. Se irguió hasta adoptar una postura sentada, agarró el libro y bajó la mirada.
Leah representaba una amenaza para él, pero no porque estuviera alterando su paz. Era una mujer tranquila, discreta y poco exigente. No, la amenaza no era física. Era una amenaza emocional. La miraba y veía calor humano y compañía... las dos cosas de las que su vida carecía. Había creído que podía vivir sin ellas. Pero ahora, por primera vez, lo dudaba.
Leah también estaba pensativa. Apartó silenciosamente su libro y fue hacia la ventana. La lluvia arreciaba con más fuerza que nunca, y seguramente las nubes seguirían descargando durante todo el día. Pero aunque amainara no podría moverse de allí, según las explicaciones de Garrick, pues aún quedaría el problema del lodo.
Apoyó los codos en el alféizar de la ventana y la barbilla en las palmas. Podría haberle ido peor, le había dicho a Garrick, y era cierto. Garrick Rodenhiser era una agradable compañía. Ella se sentía tan cómoda leyendo como en casa. Si hubiera tenido sus diccionarios, podría haber aprovechado para trabajar. Si la actividad de aquel día significaba algo, los dos podrían cumplir con sus rutinas sin molestarse el uno al otro.
El único problema era que él la hacía pensar en cosas en las que pensaba cuando estaba en casa. En cosas que no había pensado desde hacía años.
Nueve años, para ser exactos. Había tenido veinticuatro años cuando conoció a Richard Gates y se casaron. Por aquel entonces había soñado con el amor y la felicidad, y había estado segura de que Richard compartía esos sueños. El tenía dos años más que ella y estaba consolidando su posición en el mundo de los negocios. O al menos eso había creído ella. Demasiado rápido aprendió que no había nada «consolidado» en los negocios de Richard. Decía que estaba en su ascenso a la cumbre y que para llegar allí tenía que sacrificar gran parte de su vida en casa. Eso significaba largas horas en la oficina, viajes de negocios y fiestas. En algún punto de aquel ascenso, el amor y la felicidad habían sido olvidados.
Ella acabó sus estudios de inglés en la universidad, pero renunció a su idea de dar clases. Una mujer trabajadora no encajaba en el concepto que tenía Richard de una vida empresarial. Desesperada y frustrada, había empezado a componer crucigramas. Descubrió que se le daba bien y que le encantaba hacerlo. Era una ocupación con buenas perspectivas laborales y que le permitía tener un horario cómodo y flexible.
Tal vez todo habría sido distinto si sus bebés hubieran vivido. Aunque lo dudaba. Richard habría seguido con sus viajes y sus fiestas. ¿Y por qué no? Era lo que le gustaba y donde podía desplegar todo su carisma y habilidad. Pero, aparte de los hijos, Richard y ella no tenían absolutamente nada en común. Estaba pensando en la vida que había llevado en Nueva York desde el divorcio. Le había parecido una vida cómoda y gratificante... hasta ahora.
Garrick la afectaba. Le hacía pensar que algo fallaba en esa vida solitaria de Nueva York. Y el fallo estaba en que era una vida... solitaria. Viéndolo allí sentado, recibiendo la mirada de aquellos ojos avellana, fue consciente de lo que se había perdido. Él la hacía sentirse solitaria. Le hacía anhelar algo más de lo que había tenido.
¿Sería porque estaba en un lugar extraño? ¿Sería porque su vida se había vuelto del revés? ¿Sería porque no sabía lo que iba a ser de ella?
Él la hacía pensar en el futuro. Sí, seguramente volvería a Nueva York y buscaría otro apartamento. Trabajaría, visitaría a sus amigas, iría a restaurantes, parques y museos. Haría lo que siempre le había gustado hacer. Pero entonces, ¿por qué se sentía vacía al pensar en ello?
Soltó un suspiro y volvió al sofá y a su libro, aunque apenas leyó nada en las horas siguientes. De vez en cuando sentía los ojos de Garrick fijos en ella. Y de vez en cuando ella lo miraba a él. Su presencia la reconfortaba y a la vez la atormentaba. La hacía sentirse menos sola porque estaba allí con ella, porque el poder de su presencia le recordaba todo lo que una vez había deseado y necesitado.
Garrick volvió a salir más tarde, pero esa vez Leah no pudo imaginarse adonde había ido. Estuvo paseándose por la cabaña durante su ausencia, sintiendo una inquietud que no podía explicar, como tampoco podía explicar las otras sensaciones que había experimentado allí.
Cuando Garrick volvió, se puso a preparar la cena. Y una vez más rechazó la ayuda de Leah. Comieron en silencio, lanzándose miradas furtivas, pero desviando la vista cada vez que sus ojos se encontraban. Después de la cena volvieron junto al fuego y Leah empezó a esbozar crucigramas sencillos, a pesar de no contar con manuales de ayuda. Por su parte, Garrick se puso a tallar.
Leah se preguntó dónde habría aprendido a hacerlo, cómo lo hacía y qué estaba haciendo, pero no se lo preguntó.
Él se preguntaba por dónde empezaría Leah a componer un crucigrama, cómo conseguía que las palabras encajaran, qué hacía cuando se encontraba en un callejón sin salida... pero no se lo preguntó. A las diez de la noche, Leah empezó a sentirse cansada y frustrada por sus vanos esfuerzos. Arrugó un pedazo de papel en el que no había anotado nada que mereciera la pena conservar, se dio una ducha, se puso la ropa interior que hacía las veces de pijama y se acostó en el mismo lado de la cama que había ocupado la noche anterior.
A las diez y media, Garrick empezó a sentirse cansado y frustrado por sus vanos esfuerzos. Arrojó al fuego casi apagado el trozo de madera en el que no había conseguido tallar nada que mereciera la pena conservar, apagó las luces, se quedó en ropa interior y se acostó en su lado de la cama.
Permaneció tumbado de espaldas, completamente despierto. Pensaba en Los Angeles y en el día en que finalmente había localizado a su agente, varios meses antes de dejar California. Timothy Wilder había estado esquivándolo. No respondía al teléfono y cada vez que Garrick se presentaba en su oficina estaba «fuera». Pero Garrick lo había encontrado por fin en el plato de una serie de televisión, donde actuaba otro de los clientes de Wilder. A Garrick no le hizo ningún bien presentarse allí. Wilder apenas lo reconoció. El director y el resto del equipo, muchos de los cuales habían trabajado con él en el pasado, no se molestaron en preguntarle ni cómo estaba. El cliente de Wilder, la estrella de la serie, ni siquiera se dignó a mirarlo. Y la mujer que seis meses antes había jurado que adoraba a Garrick le dio la espalda sin dirigirle la palabra. Nunca se había sentido más solo en toda su vida.
Leah también estaba tumbada de espaldas, completamente despierta. Pensaba en una de las últimas fiestas a las que había asistido siendo la mujer de Richard. Había sido un acto benéfico y ella se había esmerado en ofrecer un aspecto imponente. Durante un rato Richard la había arrastrado de grupo en grupo, hasta que la abandonó para iniciar una conversación estúpida con una anciana de ochenta años. Leah nunca se había sentido más sola en toda su vida.
Garrick movió las piernas, con la vista fija en las oscurecidas vigas del techo. Pensó en los días que siguieron a su accidente, en las tres largas semanas que había pasado en el hospital. Nadie lo había visitado. Nadie le había enviado tarjetas ni flores. Nadie lo había llamado para animarlo. Aunque se culpaba solamente a sí mismo por su caída y sabía que no merecía la compasión de nadie, le habría gustado recibir un poco de consuelo. Un poco de comprensión. Un poco de aliento. Nada de eso llegó.
Leah también se movió ligeramente. Pensaba en las horas que había pasado en el hospital tras perder a su segundo hijo. Richard le había hecho las visitas obligatorias, pero ella había llegado a temerlas, porque él la veía como un fracaso. Ella también se sentía como un fracaso, y aunque los médicos le habían asegurado que no podía haber hecho nada más, se quedó traumatizada. Si sus padres hubieran estado vivos, habrían estado con ella. Si hubiera tenido sus propios amigos, amigos de verdad que se preocuparan por ella y no por las apariencias, no se habría sentido tan horriblemente vacía. Pero sus padres estaban muertos y sus «amigos» eran los amigos de Richard. El dolor había sido su única compañía.
Garrick respiró hondo y se estremeció ligeramente. Sentía la presencia de Leah a su lado, y podía oír su respiración irregular. Lenta y cuidadosamente, giró la cabeza sobre la almohada.
La cabaña estaba a oscuras. No podía verla. Pero oyó un suave crujido cuando la cabeza de Leah se giró hacia él.
Permanecieron así durante varios minutos. La tensión ardía entre ellos, avivando ese deseo que creía en ambos por igual. Los dos se resistían, luchando contra aquella fuerza magnética que tiraba de ellos, hasta que finalmente fue imposible resistirse. Nadie tuvo que moverse primero. En un giro simultáneo, sus cuerpos se unieron igual que sus mentes ya habían hecho. Sus brazos se rodearon. Sus piernas se enredaron.
Y los dos se aferraron el uno al otro. En silencio. Con toda su alma.