Siete

AL final, la verdad salió sin ningún plan preconcebido por parte de Garrick, tan reveladora y espontánea como el resto de su relación.

Leah llevaba más de dos semanas con él. Aquella mañana en particular, habían estado avanzando con dificultad a través del barro para comprobar los progresos de la presa que un castor estaba construyendo en un arroyo cercano. Más tarde, de vuelta en la cabaña, se habían cambiado de ropa y se habían sentado ante el fuego.

Garrick estaba leyendo uno de los libros que Leah había llevado consigo desde Nueva York. Descubrieron que les resultaba ameno e interesante comentar los libros que ambos habían leído. Leah estaba pegada a él en el sofá, con la espalda apoyada en su brazo y las plantas de los pies contra el apoyabrazos. Estaba escuchando música con los auriculares que Garrick había recuperado de su vieja radio y que había adaptado al radiocasete. Siguiendo un impulso, dejó el libro y le quitó los auriculares de las orejas.

—Desenchúfalos —le pidió—. Déjame oír la música.

Ella echó hacia atrás la cabeza y lo miró.

—Oh, Garrick, no creo que quieras escuchar esto.

—Claro que sí.

—Pero a ti te gusta el silencio.

—Quiero escuchar tu música. Y además, así no me sentiré incomunicado contigo.

Leah se dio la vuelta y le rodeó el cuello con los brazos.

—No estamos incomunicados. Tengo el volumen muy bajo. Podría oírte si me hablaras.

—Quiero escuchar tu música —insistió él, abrazándola por las caderas—. Si a te gusta, es probable que a mí también me guste. Tenemos gustos parecidos.

—No te gustó nada el nuevo libro de Ludlum que a mí me encantó.

—Pero los dos estuvimos de acuerdo en que el libro de Le Carre era genial.

—No te gustó el pollo al curry que tomamos la otra noche.

—Porque le eché demasiado curry. Y no te atrevas a negarlo, porque te vi tragando agua después de cada bocado.

—No te gustó el correcaminos de papel que hice para ti.

—No es que no me gustara. Es que no sabía lo que era —le agarró el trasero y apretó los dientes en un gesto fingido de irritación—. Leah, quiero escuchar música. ¿Puedes hacer el favor de desenchufar los auriculares y dejarme oír?

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro.

Secretamente complacida, desconectó el cable de los auriculares del radiocasete y contempló el rostro de Garrick mientras los acordes de una guitarra impregnaban la habitación.

Garrick esbozó una lenta sonrisa.

—Cat Stevens. Esta canción es un clásico.

—Del setenta y cuatro.

Garrick se retrepó en el sofá y estiró sus largas piernas. Su expresión se iba tornando cada vez más pensativa, como si estuviera viajando a una gran distancia y luego regresara. Leah sabía que las canciones traían recuerdos, y cuando la cinta llegó al final, le habría gustado apagar el radiocasete.

Pero él le pidió que pusiera otra cinta. Y una vez más reconoció la canción y a sus artistas.

—Simón y Garfunkel —murmuró al oír los primeros acordes.

—¿Te gusta esta canción?

Él escuchó un poco más antes de responder.

—Me gusta. Nunca había prestado mucha atención a la letra. Siempre asociaba este tipo de canciones a la música de fondo en los restaurantes.

—¿Dónde? —le preguntó ella, sorprendida de lo fácilmente que había surgido la pregunta.

—En Los Ángeles —respondió él, sorprendido de la facilidad con que salió la respuesta. Se dio cuenta de que había llegado el momento.

—¿Trabajaste allí?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo?

—Diecisiete años.

Leah no dijo nada más, sino que se limitó a mirarlo fijamente. El corazón empezó a latirle con fuerza cuando él giró la cabeza y la miró. La expresión de Garrick era oscura, triste, desafiante y suplicante a la vez.

—Era actor.

Leah estaba segura de no haber oído bien.

—¿Cómo has dicho?

—Era actor.

Ella tragó saliva.

—Actor...

—Sí —afirmó él sin apartar la mirada.

—¿De cine? —preguntó ella con voz débil.

—De televisión.

—Tu... tu nombre no me suena.

—Usaba un nombre artístico.

¿Un actor? ¿Garrick? ¿El hombre al que ella amaba por su vida privada era un actor? No podía haberse dedicado a ello profesionalmente. Quizá sólo había sido un extra.

—¿Lo fuiste a menudo?

—Todas las semanas durante nueve años. Con menos frecuencia antes y después.

Leah volvió a tragar saliva y se abrazó el estómago como si quisiera impedir que el corazón le cayera en picado.

—¿Tenías un papel principal?

Él asintió.

—¿Cómo te llamas?

—Ya sabes cuál es mi nombre. Es con el que fue bautizado.

—Tu nombre artístico.

—Greg Reynolds.

Leah se puso pálida. No sabía mucho de televisión, pero tenía ojos en la cara. Aunque no hubiera tenido una memoria excelente, habría sido imposible no recordar ese nombre. Era un nombre que había ocupado los titulares y portadas de toda la prensa amarilla y de las revistas que llenaban quioscos y tiendas.

—No puede ser —murmuró, negando con la cabeza.

—Me temo que sí.

—No te reconozco.

—Me dijiste que no veías la televisión.

—Pero leo los periódicos. Tienes que haber aparecido en muchas fotos.

—Mi aspecto es diferente ahora.

Ella intentó analizar sus rasgos, pero éstos parecían desvanecerse ante sus ojos. Allí estaba el Garrick que ella conocía y... y otro hombre. Un desconocido. El resto del mundo lo conocía, pero ella no. Ella amaba a Garrick. ¿O...?

—Deberías habérmelo dicho antes.

—No pude hacerlo.

—Pero... ¿Greg Reynolds? —gritó, horrorizada—. ¡Eres una estrella!

—Lo fui, Leah. Fui una estrella.

Ella agachó la cabeza y se frotó la frente, intentando pensar.

—La serie era...

—Pagen 's Law. De policías y ladrones. La típica serie de machos que...

—Que millones de personas veían cada semana —concluyó ella, derrumbándose en el extremo del sofá—. Un actor... Un actor famoso... Garrick se acercó a ella y la tomó de las manos.

—Fui actor, pero eso se acabó. Ahora soy Garrick Rodenhiser... trampero, estudiante de latín, tallador, maquetista... el hombre al que amas.

Ella levantó su atribulada mirada.

—No puedo amar a un actor. No puedo sobrevivir a la fama.

Él le apretó las manos con fuerza.

—Ni yo tampoco, Leah. Greg Reynolds murió. Ya no existe. Por eso estoy aquí. Yo. Garrick. Ésta es mi vida... la que tú ves, lo que has visto desde que estás aquí.

Leah se hundió más en sí misma y bajó la vista al suelo con la mirada vacía.

—¡No! —exclamó él, levantándole la barbilla con una mano—. No permitiré que te encierres en tu cascarón. Háblame, Leah. Dime lo que piensas, lo que sientes.

—Eres un actor famoso —repitió ella con la voz quebrada—. Una superestrella...

—¡Lo era! ¡Eso se acabó!

—¡No puede acabarse! —gritó ella—. No puedes alejarte de ese mundo para siempre. ¡No te lo permitirán!

—No me quieren en ese mundo, y aunque me quisieran no podrían hacer nada. Es mi elección.

—Pero tú querrás volver...

—¡No! ¡Se acabó, Leah! ¡Jamás volveré!

La fuerza de sus palabras la asustó y le impidieron seguir argumentando. Tras los cristales de sus gafas sus ojos estaban llenos de angustia y de inseguridad.

—No volveré —repitió Garrick más tranquilamente, acariciándole la barbilla—. Lo fastidié todo, Leah. No puedo volver.

La angustia no era sólo de Leah. Podía ver en los ojos de Garrick el dolor que había atisbado en otras ocasiones.

—¿Qué pasó?

Para Garrick aquélla era la parte más difícil. Una cosa era decirle que había sido un actor famoso, pero otra muy distinta era contarle cómo había alcanzando el éxito y cómo él mismo se había encargado de perderlo. Pero si había llegado hasta allí, tenía que contarle la verdad completa. Se lo debía a Leah... y a sí mismo.

Se apartó de ella y caminó rígidamente hacia la ventana. El sol brillaba en el cielo, pero la desolación que lo embargaba ensombrecía toda luz exterior. Junto las manos a la espalda y comenzó a hablar.

—Me fui a California poco después de graduarme en el instituto. En aquel tiempo me pareció lo más obvio que podía hacer. Lo que más quería en el mundo era ser famoso. Creo que sé por qué —añadió más suavemente, pero se abstuvo de dar más explicaciones al respecto—. Tenía lo que hacía falta tener. Era alto, guapo, inteligente y con una férrea determinación. Durante un tiempo estuve dando vueltas, conociendo el ambiente, observando, aprendiendo cuanto podía, averiguando quién tenía el poder y cómo llegar hasta ellos.

»Luego pasé a la acción. Hablé con un agente para que me representara y accedí a hacer todo lo que me pidió. Casi todos eran papeles pequeños, pero lo hice bien y me aseguré de que me viera la gente adecuada. Tres años después ya estaba interpretando papeles secundarios. Pero yo quería más. Quería llegar a la cima, así que trabajé aún más duro. Pronto aprendí que no todo dependía de tu aspecto o tu actuación. También estaban la influencia y los juegos de poder. Y decidí jugar mejor que nadie. Besé los traseros que hicieron falta y me acosté con todas las mujeres que podían ayudarme. Me decía a mí mismo que sólo era un medio para llegar al fin, y supongo que lo era. Cinco años después de llegar a Los Ángeles, me eligieron para el papel de Pagen —se encogió ligeramente de hombros—. No me preguntes por qué la serie tuvo tanto éxito. Mirándola en perspectiva, no era gran cosa. Pero tenía algo que enganchó al público, y eso significaba dinero para los patrocinadores, para la cadena, para los productores, para los directores y para mí. Así que seguimos grabando y al final me convencí a mí mismo de que la serie era genial y de que lo era gracias a mí.

Agachó la cabeza y respiró hondo.

—Ese fue mi primer error... No, mi primer error fue ir a Hollywood, porque aquél no era lugar para mí. Pero me obligué a creer que lo era, y ése fue mi segundo error. El tercero fue creer que me había ganado el éxito y que lo merecía. Y a partir de ahí los errores se fueron sucediendo, uno tras otro, hasta que me vi hundido en el barro hasta el cuello.

Hizo una pausa y se arriesgó a mirar por encima del hombro. Leah seguía sentada en el sofá, abrazada a sus rodillas. Tenía el rostro congelado en una expresión de horror. Él quiso arrodillarse ante ella y suplicarle que lo perdonara, pero sabía que aún quedaba algo por decir.

Se volvió hacia ella, pero no se movió de la ventana.

—La serie se mantuvo durante nueve años, y durante ese tiempo fui perdiendo progresivamente el control. Me hice más y más arrogante y cada vez era más difícil tratar conmigo —su tono se volvió sarcástico—. Era la estrella, el mejor actor que había pisado Hollywood en décadas. Todo lo que tocaba se convertía en oro. Mi nombre bastaba para que cualquier serie o película fuera un éxito. Después de estar cinco años en el top ten con Pagen’s Law, empecé a protagonizar películas aprovechando los parones en la serie. Al principio me negué, sin saber por qué. Ahora me doy cuenta de que algo en mi interior me advertía que era demasiado, que necesitaba un descanso en esa frenética carrera y tomara conciencia de quién era realmente. Pero me había vuelto muy avaricioso. Quería ser más famoso, mucho más famoso. Quería convertirme en un mito.

Suspiró y se frotó vigorosamente el cuello.

—Tenía miedo. Ése es el fondo de la cuestión. Tenía un miedo terrible a que si no agarraba todo lo que pudiera mientras tuviera la oportunidad, otro vendría y me lo arrebataría. Y yo no era tan bueno actuando. Oh, era Pagen, sí. Pero para aquel papel no había ni que actuar. Sin embargo, el cine era algo muy distinto... y en ninguna de mis películas estuve a la altura. Ninguno de mis estrenos fue un éxito en taquilla, lo cual me hizo tener aún más miedo. Sólo que en vez de actuar con sentido común y preocuparme por mi futuro, me rebelé. Ataqué a los críticos y declaré que la gente no entendía de cine. Todo eso mientras en el plato iba de mal en peor.

Levantó la vista y miró a Leah.

—Me volví un paranoico. Llegué a creerme que todo el mundo esperaba mi fracaso para saltar sobre mí y chuparme la sangre. Era un desgraciado, así que empecé a beber. Cuando la bebida no me ayudó, empecé con la cocaína y a tomar cualquier droga que pudiera conseguir... cualquier cosa que borrara mi desgracia. Lo único que se borró fue mi realidad, y en el mundo del espectáculo, la realidad significa tanto el cielo como el infierno —tomó aliento y suspiró—. Pagen’s Law fue retirada de la programación tras nueve años en antena, principalmente porque me había vuelto tan intratable, tan impaciente e intransigente que a los productores no les merecía la pena. No podían encontrar directores que quisieran trabajar conmigo. Incluso tenían problemas para reunir al equipo de rodaje. Con demasiada frecuencia me presentaba en el plato bebido o con resaca. A veces estaba tan colocado que no podía ni concentrarme en el guión. Y cuando eso ocurría, les echaba la culpa a los demás.

Muy lentamente, empezó a caminar hacia el sofá. Tenías los hombros hundidos y las manos le colgaban a los costados, pero su desolación era tal que necesitaba estar cerca de Leah.

—Ahí empezó mi caída. Tuve otros papeles pequeños después de la serie, pero cada vez eran menos y más distanciados. Nadie quería trabajar conmigo, y no puedo culparlos. Series nuevas con estrellas nuevas tomaron el relevo de Pagen’s Law. El rey había muerto. Larga vida al rey.

Se sentó en el sofá y apoyó las manos en los muslos con las palmas hacia arriba, en un posible gesto de súplica.

—Al final me quedé sin amigos y sin trabajo. Era un paria, y sólo podía culparme a mí mismo —se miró las manos e hizo una mueca de desprecio con los labios—. Me había obsesionado tanto con la idea de ser una estrella que no podía ver ningún futuro por delante. Un día, estando completamente borracho, me subí a mi Ferrari y conduje como un loco por las colinas. Perdí el control en una curva y me salí de la carretera. Lo último que recuerdo haber pensado es agradecerle a Dios que todo hubiera terminado.

El gemido ahogado de Leah le hizo levantar la mirada. Se había llevado las manos a la boca y tenía los ojos llenos de lágrimas. Él hizo ademán de tocarla, pero enseguida retiró la mano. Necesitaba tocarla, pero no sabía si tenía derecho. Se sentía tan despreciable como se había sentido al despertar en un hospital tras el accidente.

—Pero no todo terminó —dijo—. Por algún milagro, salvé la vida y sólo acabé con algunas contusiones y un par de huesos rotos gracias a que salí disparado del coche; de lo contrario podría haber muerto... Alguien me había enviado un mensaje, Leah. Alguien me estaba diciendo que no había pasado treinta y seis años preparándome para el suicidio, que mi vida era algo más. Al principio era incapaz de reconocerlo porque estaba sumido en la autocompasión. Pero pasé tanto tiempo en la cama del hospital que acabé aceptando ese mensaje —bajó la voz y su expresión se suavizó—. En cuanto pude volver a conducir, me marché de Los Ángeles. No sabía adonde ir, sólo que necesitaba alejarme lo más posible de aquel mundo. Seguí conduciendo, sabiendo que mi instinto me llevaría a mi destino.

»Y así fue cómo recorrí el país de costa a costa y llegué a New Hampshire. Entonces vi este lugar. Había sido propiedad del marido de Victoria, quien lo usaba como refugio de caza, y Victoria lo había conservado un tiempo después de su muerte. Poco antes de mi llegada lo había puesto en venta. Nada más verlo, supe que éste era mi sitio y lo compré —apartó la mirada—. Es curioso lo ignorante que puedes ser de tus propias acciones. Durante todos mis años de éxitos y excesos, lo único sensato que hice fue contratar a un asesor financiero. Él se encargó de invertir sabiamente el dinero que yo no despilfarraba. Ahora puedo vivir cómodamente gracias a los intereses de esas inversiones y ni siquiera necesito tocar el capital.

Había llegado al final de su historia. Al menos, hasta donde concernía a su pasado.

—Aquí he rehecho mi vida, Leah. Hace cuatro años que no pruebo el alcohol ni las drogas, y he abandonado el sexo indiscriminado —se miró las manos y se las frotó—. La otra vida no era para mí. De haberla sido, no la habría echado a perder. Ésta es la vida en la que me siento cómodo. No puedo ni quiero volver a la otra —miró dubitativamente a Leah—. Tienes razón. Debería habértelo dicho antes. Pero no podía. Tenía miedo. Y aún lo tengo.

Leah tenía las mejillas empapadas por las lágrimas, y seguía presionando las manos contra los labios.

—Yo también —susurró.

Entonces Garrick la tocó, casi tímidamente, tomándole el rostro entre las manos.

—No debes tener miedo. No de mí. Me conoces mejor de lo que nadie me ha conocido nunca.

—Pero ese otro hombre...

—Ya no existe. Nunca existió realmente. Era una farsa, un espejismo, como todo lo que hay en Hollywood. Aquello era un castillo en el aire, condenado a derrumbarse. No quiero esa vida, Leah. Tienes que creerme. La única vida que quiero es la que tengo aquí, lo que hemos tenido en estas dos últimas semanas. Esto es real.

—Pero ¿qué pasa con esa necesidad de darte a conocer? ¿No era algo que llevabas en los genes?

—Sí, y casi me mató. Era como un cáncer. La cura fue casi mortal, pero funcionó —tomó una rápida aspiración—. No permitas que los fallos que cometí en el pasado te alejen de mí. He aprendido de ellos. Sabe Dios que he aprendido.

Leah quería creer todo lo que decía. Estaba tan desesperada por creerlo que empezó a temblar. Levantó los brazos y le puso las manos en los hombros.

—Greg Reynolds no se habría fijado en mí.

—Garrick Rodenhiser sí.

—En el mundo de Greg Reynolds no sería nadie.

—En el mundo de Garrick lo eres todo.

—No podría jugar a la fama. Ni siquiera pude hacerlo por Richard.

—No quiero jugar. Quiero vivir. Quiero vivir esta vida. Contigo.

Incapaz de reprimirse un momento más, tomó posesión de su boca con un beso que expresaba su necesidad más allá de las palabras. Un beso posesivo, exigente y desesperado, que recibió de Leah la respuesta que merecía.

—Nunca más vuelvas a ser otro hombre —le suplicó ella—. Me moriría si lo fueras.

—No lo seré, no lo seré... —murmuró él, y volvió a besarla con una pasión nacida del amor que sentía. Cuando se retiró, ambos respiraban con agitación—. Déjame amarte —susurró, desabrochándole los botones de la camisa—. Déjame darte todo lo que tengo... todo lo que soy... todo lo que ha renacido desde que entraste en mi vida —le abrió la camisa y le cubrió los pechos con sus ávidas manos—. Eres tan maravillosa... Eres todo lo que quiero en este mundo.

Leah soltó un grito ahogado y empezó a tirarle del jersey. Aquél era el Garrick que ella conocía, el Garrick que podía excitarla como ningún otro hombre había logrado, el hombre que la veía como una mujer hermosa e inteligente, el hombre que la amaba. Se sentía como si hubiera viajado de un extremo a otro de la galaxia desde que Garrick comenzara a contarle su historia. En un planeta lejano era el actor, pero a medida que se acercaba a su mundo era el hombre que había sufrido el miedo, la desilusión y el dolor. Y finalmente era el hombre que había tocado fondo y que había empezado desde cero.

Y allí, con ella, era el hombre que había vuelto a hacerse a sí mismo.

—Te quiero tanto... —le susurró mientras él se quitaba el jersey por encima de la cabeza.

Garrick la atrajo contra su cuerpo y le movió los pechos contra la ligera capa de vello masculino. Entonces la rodeó fuertemente con los brazos y la apretó aún más. Suspiró en sus cabellos, pero no era suficiente, así que volvió a besarla una y otra vez, antes de tenderla de espaldas en el sofá y quitarle los vaqueros. Cuando la tuvo desnuda, empezó a venerarla con su boca, lamiéndole los pechos y el ombligo, mordiéndole los muslos, sumergiendo los labios en la fuente de su esencia femenina.

Leah aferró con todas sus fuerzas la desgastada tapicería y cerró los ojos al recibir el dulce tormento que la lengua de Garrick le provocaba. El mundo empezó a girar a su alrededor y los muslos se le tensaron a ambos lados de su cabeza.

—¡Garrick!

—Suéltalo, cariño —la apremió en un susurro, calentándola con un aliento tan erótico como las caricias de su lengua.

Una oleada de sensaciones eléctricas la recorrieron, y aún seguía sumergida en la gloria cuando él se desabrochó los pantalones, se estiró sobre ella y empujó hacia su interior.

Leah volvió a gritar al tiempo que levantaba aún más las caderas, sacudida por un orgasmo tras otro, mientras que Garrick arremetía una y otra vez hasta que alcanzó su propia y espectacular liberación.

Pero entonces no la soltó, sino que la levantó en brazos y la sentó a horcajadas sobre su regazo. Y en esa posición empezó a moverse de nuevo, más lentamente esa vez, besándola y agachando la cabeza para lamerle los pezones, y usando las manos para añadir una sensación extra de placer en la protuberancia carnosa de su entrepierna. Y así una vez, y otra, y otra...

Sólo cuando ambos estuvieron empapados en sudor y totalmente exhaustos, sucumbieron a la tranquilidad que seguía a la tormenta y dieron rienda suelta a sus emociones. Leah lloraba. Y Garrick, con los ojos humedecidos, la acariciaba tiernamente. Cuando oyó que sus sollozos cesaban, le dio un beso en la mejilla.

—Quiero casarme contigo, Leah, pero no te lo pediré ahora. Hoy han pasado demasiadas cosas y no sería justo. Pero estaré pensando en ello, porque es lo único que quiero de la vida que aún no tengo.

Leah asintió contra él, pero no pronunció ni una sola palabra. Estaba saciada, rendida y feliz. Sí, habían pasado demasiadas cosas. Pero había algo más, algo que iba unido al matrimonio y que no le había dicho a Garrick. También ella tenía secretos, y la carga de la confesión descansaba ahora sobre sus hombros.

Pero las cargas tenían una habilidad especial para caerse de los hombros cuando uno menos se lo esperaba. Así había sido el caso de Garrick Y así fue el caso de Leah.

Un mes había pasado desde su llegada a la cabaña. Un mes en el que los días transcurrían en una felicidad ininterrumpida. Cuando la tierra empezó a secarse, el Cherokee de Garrick volvió a estar operativo, por lo que pudieron bajar al pueblo a comprar comida, ir a la colonia de artistas, sacar el Golf de Leah del lodazal y aparcarlo tras la cabaña de Garrick. Al amanecer salían a dar largos paseos por el bosque, aprovechando que Garrick tenía que comprobar las trampas para coyotes, y comían al aire libre, rodeados por la dulce fragancia que precedía a la primavera.

Entonces, una mañana, Leah se despertó con mareos. Al poco rato pasaron y no pensó más en ello, pero a la mañana siguiente volvió a sentirlos, esa vez acompañados de náuseas. Cuando Garrick, que había estado preparando el desayuno, la vio correr al cuarto de baño, se preocupó y la siguió, encontrándole inclinada sobre el inodoro.

—¿Qué te pasa, cariño? —le preguntó, presionándole una toalla húmeda en la frente. Estaba empapada de sudor.

—Garrick... oh...

Él la sujetó mientras vaciaba el contenido del estómago. Luego, muy suavemente, bajó la tapa del inodoro y la hizo sentarse.

—¿Qué ocurre? —volvió a preguntarle mientras le limpiaba el rostro. Tenía la cara pálida y demacrada, y a Garrick le temblaron sus propias manos al verla.

—No creí que pasaría... que podría pasar...

—¿El qué, cariño?

Leah parecía aturdida.

—Y yo nunca tengo estas molestias...

—¿Leah?

—Oh, Dios mío —se cubrió el rostro con las manos y se desplomó contra Garrick—. Abrázame —le susurró con voz temblorosa—. Abrázame.

Los brazos de Garrick la rodearon al instante.

—Me estás asustando, Leah.

—Lo sé... Lo siento... Creo que voy a tener un bebé.

Por un minuto Garrick permaneció quieto y rígido. Pero luego empezó a temblar. Le tomó el rostro entre las manos y la apartó lo suficiente para mirarla a los ojos.

—Pensaba que... Supongo que había asumido que tú... No debería haber... ¿Estás segura?

—No.

—¿Pero lo crees?

—Las náuseas. Ayer también las tuve. Y no me ha venido la regla.

—¿No estabas usando ningún método anticonceptivo? ¿Un DIU?

Los ojos de Leah se llenaron de lágrimas.

—Nunca había tenido que preocuparme de usarlo. Siempre he tenido problemas para concebir.

—Ahora no —dijo él. Se sentía invadido por una mezcla de júbilo y orgullo, pero había algo en la expresión y el tono de Leah que aplacaba el entusiasmo—. ¿Has concebido antes?

Ella asintió y rompió a llorar desconsoladamente.

Garrick le hizo apoyar la cara en su hombro y le acarició la espalda.

—¿Qué sucedió?

Pasó un rato antes de que ella pudiera responder, y cuando lo hizo fue con una voz cargada de dolor.

—Nacieron muertos. Los llevé dentro de mí durante nueve meses, pero los bebés nacieron muertos.

—¿Los bebés?

—Fueron dos. De dos embarazos diferentes. Los dos nacieron muertos.

—Dios mío, Leah... —gimió él, abrazándola con fuerza—. Lo siento...

Ella seguía llorando, pero de alguna manera consiguió hablar entre sollozos.

—Yo quería... tenerlos... Y Richard también. Me culpó... me culpó aunque los médicos dijeron que... no había sido culpa mía.

—Pues claro que no fue culpa tuya. ¿Qué explicación te dieron los médicos?

—Eso fue... lo peor de todo. ¡No lo sabían!

—Shhh. Tranquila. Todo va a salir bien —mientras la abrazaba y acariciaba, una lenta sonrisa se dibujó en sus labios. Un bebé. Leah iba a tener un bebé—. Nuestro bebé —susurró.

—No... no lo sé con seguridad.

—Bueno, tendremos que buscar al médico más cercano y que nos lo confirme cuanto antes.

—Puede que sea muy pronto para saberlo.

—Lo sabrá.

—Oh, Garrick —gimió ella—. ¡Tengo tanto miedo!

Él la apartó unos centímetros y agachó la cabeza para que ambos pudieran mirarse directamente a los ojos. Con los pulgares le recorrió los pómulos, apartándole las lágrimas.

—No hay nada que temer. Yo estoy aquí. Pase lo que pase, lo pasaremos juntos.

—¡Tú no lo entiendes! Quiero nuestro be... bebé. ¡Quiero tener nuestro bebé, y si ocurre algo no sé lo que haré!

—No va a ocurrir nada. No lo permitiré.

—No puedes impedirlo. Nadie pudo impedirlo la última vez, ni la anterior.

—Esta vez será diferente —dijo él con total convicción. La levantó en sus brazos y la llevó a la cama—. Ahora quiero que descanses. Y luego iremos a pedir una licencia matrimonial.

—No, Garrick.

—¿Qué quieres decir con «no»?

—No puedo casarme contigo todavía.

—¿Porque no estás segura de estar embarazada? Quiero casarme contigo de todas formas. Tú me quieres, ¿no?

—Sí.

—Y yo te quiero a ti. Si estás embarazada, será la guinda del pastel.

—Pero no quiero casarme todavía.

—¿Por qué no?

—Porque no sé si puedo dar a luz a un hijo vivo. Y si no puedo, siempre me quedará la angustia de que te casaste conmigo demasiado pronto y estás obligado a quedarte conmigo.

—Eso es lo más ridículo que he oído en mi vida. Te dije hace dos semanas que quería casarme contigo, y eso fue antes de que se hablara de los hijos.

—¿No quieres tener hijos?

—Sí, pero nunca me lo había planteado. Hasta hace un mes estaba tan satisfecho con mi vida solitaria. Entonces llegaste tú y todo cambió. ¿Es que no lo ves? Con o sin hijos, tenerte a mi lado es más de lo que nunca había soñado...

—Entonces te suplico que esperes —le pidió ella, llevándose un puño al corazón—. Por mí. Antes de casarme necesito saber lo que va a pasar. Si... si algo sale mal y aún me quieres, entonces me casaré contigo. Pero ahora no puedo hacerlo. Si estoy embarazada, los próximos ocho meses van a ser muy difíciles para mí. Si además de eso tuviera que preocuparme por haber destruido mi matrimonio... —la voz se le quebró—. No creo que pudiera superarlo otra vez.

Garrick cerró los ojos al comprenderlo. Agachó la cabeza y respiró hondo. Entonces volvió a erguir la cabeza y abrió lentamente los ojos.

—Eso fue lo que pasó con Richard.

—Sí.

—Hablaste de otros motivos...

—Los hubo. Seguramente el matrimonio se hubiera roto de todas formas. Pero el bebé... los bebés fueron la gota que colmó el vaso. Richard esperaba que pudiera darle hijos sanos. Formaban parte de la imagen... la esposa, el hogar, los niños. La primera vez que ocurrió lo atribuimos a una desgracia fortuita. Pero la segunda vez, después de la espera, los rezos y la angustia... bueno, se acabó la esperanza para nosotros como pareja.

—Ese hombre se comportó como un cerdo —rugió Garrick—. Podríais haberlo adoptado... No, olvida lo que he dicho. Si lo hubierais hecho, seguramente seguirías casada con él y entonces yo jamás te habría conocido. Te quiero, Leah. Si tenemos hijos será maravilloso. Pero si no llegan y decidimos que queremos tenerlos, los adoptaremos. Pero no podremos hacerlo a manos que estemos casados.

Leah cerró los ojos. Se sentía exhausta, más emocional que físicamente.

—No había planeado quedarme embarazada.

—Las mejores cosas ocurren del modo más inesperado.

—Hubiera preferido esperar y tener la oportunidad de disfrutar de ti un poco más.

—Tendrás esa oportunidad. Cásate conmigo, Leah.

Leah abrió los ojos y tomó su mano para llevársela lentamente a los labios. Besó los dedos uno por uno y luego se los presionó contra la mejilla.

—Te quiero tanto que me duele el corazón, Garrick, pero quiero esperar. Por favor. Si me quieres, espera conmigo. Un pedazo de papel no significa nada para mí, siempre que sepa que estás a mi lado. Pero ese mismo pedazo de papel me supondrá más presión, y si estoy embarazada, lo último que necesitaré será presión añadida.

Garrick no opinaba igual que ella. No entendía por qué el matrimonio iba a causarle más angustia, y menos cuando ya le había dejado claros sus sentimientos. Pero sabía que ella creía firmemente en lo que decía, por lo que no le quedaba más remedio que ceder.

—Mi proposición sigue en pie. Si no estás embarazada, ¿pensarás en ella?

Ella asintió, sintiendo una ola de alivio.

—Y si estás embarazada y en algún momento durante los próximos meses cambias de opinión, ¿me lo dirás?

Ella volvió a asentir.

—Y si estás embarazada, quiero tener una licencia matrimonial antes del parto. Cuando ese bebé salga llorando al mundo, tendrá que esperar para su primera comida a que el juez nos haya declarado marido y mujer.

—¿En una habitación de hospital? —preguntó Leah con una sonrisa temblorosa.

—Sí, señora.

Ella se inclinó hacia él y lo abrazó fuertemente. Le encantaba pensar en un nuevo marido y un niño sano. No se atrevía a albergar demasiadas esperanzas, porque ya había sufrido dos traumas con anterioridad, pero aun así era un pensamiento muy bonito. Muy, muy bonito.