Uno

LEAH Gates hizo un último pliegue en el papel de aluminio y contempló consternada su creación.

—No se parece a un correcaminos —le susurró a la mujer que estaba en la mesa de al lado.

Victoria Lesser, que había estado haciendo un pelícano, desvió la atención hacia la obra de su amiga.

—Claro que sí. Es un correcaminos.

—Sí, y yo soy una marmota —replicó ella, y se quitó las gafas con la esperanza de que una visión miope mejorara la imagen. No fue así y se puso de nuevo las gafas.

—Es un correcaminos —repitió Victoria.

—Estás bizca.

—A mí me parece un correcaminos.

—Parece una maraña de púas de papel.

Victoria levantó la frágil figura y la giró de lado a lado. Sin duda estaba de acuerdo con la valoración de Leah, pero tenía demasiado tacto para decirlo.

—¿Has hecho bien la base pájaro?

—Eso creo.

—¿Y el pliegue monte?

—Hasta donde yo sé, sí.

—Entonces el problema debe de estar en el pliegue oreja de conejo.

—Creo que el problema está en mí.

—No digas tonterías.

—Entonces está en ti —la recriminó Leah en un furioso susurro—. Fue idea tuya hacer este curso de papiroflexia. ¿Cómo he podido dejarme convencer?

—Muy fácil. Te gustan estas cosas tanto como a mí. Además, se te da muy bien hacer puzzles. ¿Y qué es la papiroflexia si no un puzzle de papel? Hasta ahora lo has hecho muy bien. Lo de hoy es sólo un mal día.

—Por llamarlo de alguna manera —murmuró Leah.

—¿Señoritas? —las llamó una voz. Tanto Leah como Victoria levantaron la vista y se encontraron con la mirada reprobatoria del profesor—. Creo que estamos listos para pasar a la base rana. ¿Alguna pregunta sobre la base pájaro?

¿La base rana? Leah sacudió la cabeza y se mordió el labio para ahogar un gemido de desesperación, mientras que Victoria se limitó a sonreír. Al final de la clase su sonrisa se había desvanecido. Agarró a Leah del brazo y tiró de ella hacia la puerta.

—Vamos a tomar un café.

Cuando estuvieron sentadas en una pequeña cafetería de la Tercera Avenida, Victoria fue directamente al grano.

—Hay algo que te preocupa. Suéltalo.

Leah dejó las gafas sobre la mesa. Se le habían empañado los cristales en cuanto salieron a la calle, y sabía por experiencia que durante unos minutos serían inservibles. Aun así, el jersey holgado color fucsia de Victoria era lo bastante brillante para que lo vieran hasta los ojos más débiles. Pero fue la expresión amable de Victoria la que Leah miró avergonzada.

—Mi base rana era horrible, ¿verdad?

—Has tenido la cabeza en otra parte durante toda la tarde. ¿Dónde, si puedo preguntar?

Victoria Lesser podía ser muy directa en ocasiones. Pero a Leah no le importaba. Lo que en otras personas hubiera considerado una intromisión en Victoria lo veía como una muestra de afecto y preocupación. Era una mujer compasiva, sensata e intuitiva, y tenía una visión tan optimista del mundo que a Leah siempre le levantaba el ánimo pasar tiempo con ella.

—Adivina —la tentó con una sonrisa irónica.

—Bueno, sé que no estás pensando en tu matrimonio, puesto que acabó hace más de dos años. Y sé que tampoco es un hombre, porque a pesar de mis... considerables esfuerzos —recalcó—, te niegas a tener una cita. Tampoco puede tratarse de tu trabajo, ya que los crucigramas tienen más demanda que nunca y la semana pasada me dijiste que te habían renovado el contrato. De modo que eso nos deja tu apartamento —supuso. Sabía lo mucho que Leah adoraba el loft en el que había vivido desde su divorcio—. ¿Tu casero ha subido el alquiler?

—Peor.

—Oh, oh. Está pensando en transformar el edificio en un bloque de apartamentos.

—Ya lo ha decidido —puntualizó Leah.

—Oh, cariño... ¿Cuándo?

—Demasiado pronto —murmuró, tamborileando con los dedos en la montura de las gafas. Entonces pareció recordar para qué servían y volvió a ponérselas—. Puedo buscar otro sitio, pero no creo que encuentre algo ni la mitad de agradable. Los edificios en la costa están muy solicitados, y la mayor parte de ellos han sido transformados en bloques de apartamentos. Y aunque encontrara alguno vacante, no podría permitírmelo.

—Gracias, Nueva York.

—Mmm —rodeó la taza del café con ambas manos en un intento por calentarse sus entumecidos dedos—. Los precios se han puesto por las nubes en los dos años que llevo viviendo en el loft. La única razón por la que lo conseguí a un alquiler razonable fue porque estaba dispuesta a arreglarlo por mí misma. Estaba hecho un desastre cuando lo vi, pero la vista era... inefable.

—¿Inefable?

—Indescriptible. No es justo, Victoria. Me pasé semanas raspando techos y paredes, lijando y pintando, y ahora otra persona va a cosechar los frutos de mi esfuerzo —dejó escapar un gemido de frustración—. Sabía que esto acabaría pasando, pero no por eso es más fácil aceptarlo.

Victoria se compadeció de aquella mujer que se había convertido en una amiga tan especial. Se habían conocido el año anterior en la biblioteca pública, y desde el primer momento habían conectado. A Victoria le habían gustado los tranquilos modales y el sutil ingenio de Leah. Con treinta y tres años, Leah era veinte años más joven que ella, pero aun así compartían un gran interés por las cosas nuevas y diferentes. Juntas habían ido al teatro, a restaurantes recientemente inaugurados y habían asistido a cursos no sólo de papiroflexia, sino también de papel maché, ruso coloquial y ballet.

Victoria había llegado a conocer muy bien a Leah. Sabía que Leah había acabado agotada por un matrimonio desgraciado y que detrás de esa aventurera urbana se escondía una mujer tímida. También podía ver que Leah se había construido una coraza pulcra e independiente, bajo la cual se escondía una vida solitaria y vulnerable. La pérdida de su amado loft alimentaría aún más esa vulnerabilidad.

—Yo podría prestarte lo que necesitas para la entrada del apartamento... —se aventuró Victoria, pero la mano que Leah presionó sobre las suyas cortó su sugerencia.

—No puedo aceptar tu dinero.

—Pero yo lo tengo. Más que suficiente...

—No es mi manera de hacer las cosas, Victoria. No me sentiría cómoda. Y no se trata tanto de principios, sino de la cantidad a pagar. Si tuviera que hacer frente a tu préstamo además de la hipoteca, no tendría ni para vivir. Sólo unos cuantos años... Es todo lo que habría necesitado para ahorrar el dinero de la entrada.

Habría sido más sencillo de haber sido más austera, pero a Leah le gustaba llevar un estilo de vida cómodo y despreocupado. Le gustaba vestir bien, con delicados jerséis hechos a mano y zapatos de importación. Alegaba que se los había ganado. Pero un banco no los aceptaría como garantía.

—Por desgracia, no tengo más tiempo.

—No tendrías que devolvérmelo enseguida.

—Eso es un mal negocio.

—¿Y qué? Es mi dinero y puedo hacer con él los negocios que quiera.

—Es nuestra amistad. Me sentiría fatal si me aprovechara de ella.

—Soy yo quien hace la oferta. Nadie se aprovecharía de nadie —insistió, pero Leah seguía negando con la cabeza.

—Gracias, pero no puedo.

Victoria abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir nada. Había estado a punto de sugerir que Richard podría ayudarla. Considerando que Leah había estado casada con él y que no tenía otra familia, parecía la única opción. Richard tenía dinero. Por desgracia, también tenía una mujer y un hijo, y Victoria sabía que el orgullo no le permitiría a Leah pedirle nada.

—¿Qué vas a hacer?

—Supongo que buscarme otro sitio. Si tengo que conformarme con algo peor, lo haré.

—¿Estás segura de que quieres quedarte en la ciudad? Podrías aspirar a un lugar mejor fuera de aquí. Leah lo pensó un momento.

—Pero a mí me gusta la ciudad.

—Estás acostumbrada a ella, porque has vivido aquí toda tu vida. Tal vez sea hora de un cambio.

—No sé...

—Te iría muy bien, cariño. Un nuevo escenario, nuevas personas, nuevas tiendas, nuevos cursos...

—¿Estás intentando librarte de mí?

—¿Y perder a mi compañera de extravagancias? ¡Claro que no! Pero sería egoísta por mí parte si no te animara a extender un poco tus alas. A una parte de ti le gustan las nuevas experiencias, mientras que la otra parte las evita. Pero eres joven, Leah. Tienes mucha vida por delante.

—¿Y qué mejor lugar para vivirla que éste? Quiero decir, si Nueva York no es la ciudad de las oportunidades, ¿cuál es?

—Cualquier otro lugar puede estar lleno de oportunidades. Podría ser una experiencia totalmente nueva... —la mente de Victoria empezó a maquinar—. ¿Sabes? Hay otra posibilidad. Si estuvieras dispuesta a dar un cambio en tu vida, si fueras lo bastante valiente para... —se interrumpió y sacudió la cabeza—. No. Mejor no.

—¿Qué?

—Sería demasiado. Olvida lo que he dicho.

—Pero si no has dicho nada —señaló Leah con su tranquilidad habitual, aunque no podía ocultar su curiosidad—. ¿En qué estabas pensando?

Pasó un minuto antes de que Victoria respondiera, pero el silencio no estaba destinado a aumentar la emoción. Odiaba ser tan retorcida con una persona a la que quería tanto como Leah. Y sin embargo... sin embargo podía funcionar. Después de todo, ¿no había sido un poco de malicia lo que había juntado a otros dos buenos amigos suyos?

—Tengo el sitio adecuado. Bonito y retirado.

—¿La isla de Maine?

—Sí, pero no estaba pensando en eso —admitió. La isla estaba completamente desierta, y Victoria no quería que Leah estuviese sola—. Tengo una cabaña en New Hampshire. Arthur la compró hace años como refugio de caza. He estado allí varias veces desde que murió, pero es demasiado tranquilo para mí —volvió a sacudir la cabeza—. No. También sería demasiado tranquilo para ti. Estás acostumbrada a la ciudad.

—Cuéntame más.

—Te gusta la ciudad.

—Cuéntame más, Victoria. Victoria volvió a hacer otra pausa, pero esa vez sí para causar efecto.

—Está en mitad del bosque y es muy pequeña —dijo con cautela.

—Sigue.

—Es un refugio de montaña.

—Sí.

—Sólo tiene dos habitaciones... un salón y un dormitorio. El pueblo más cercano está a seis kilómetros. No te gustaría nada, Leah.

Pero Leah no estaba tan segura. La intimidaba la idea de mudarse a un barrio de las afueras, pero irse a un sitio rústico... Era una perspectiva completamente nueva que merecía la pena considerar.

—No sé cómo podría comprarlo.

—No está en venta —se apresuró a decir Victoria—. Pero podría prestártela...

—Un alquiler. Tendría que ser un alquiler.

—De acuerdo. Podría alquilártela por un tiempo. Es todo lo que necesitas para decidir si puedes vivir fuera de Nueva York. Podrías verlo como una prueba.

—¿Vive gente cerca?

—En el pueblo. No es muy grande, y son gente muy tranquila.

Tanto mejor, pensó Leah. No quería tener que tratar con un tropel de nuevas caras.

—Está bien. Podría trabajar en una cabaña sin ningún problema. Y si tuviera libros y un radiocasete...

—Hay una comunidad de artistas a treinta kilómetros. Una vez dijiste que querías aprender a tejer. Ésta es tu oportunidad —la animó Victoria. Pensó en hablarle de Garrick, pero decidió no hacerlo de momento. Leah sonreía, obviamente complacida por lo que había oído—. No es Nueva York —le recordó amablemente.

—Lo sé.

—Sería un cambio radical.

—Lo sé.

—Hace unos minutos no querías irte de la ciudad.

—Pero me están arrebatando mi apartamento, de modo que un cambio es inevitable.

—Podrías quedarte y buscar otro apartamento.

—Podría.

—O mudarte a las afueras.

Leah negó con la cabeza. Su espesa melena negra relucía a lo largo del escote barco del jersey.

—Quiero que te lo pienses bien, Leah. Sería un paso bastante drástico.

—Cierto, pero no sería un paso irreversible. Si al cabo de una semana estoy subiéndome por las paredes, siempre puedo volverme. No estaría peor de lo que estoy ahora, ¿verdad? —preguntó, pero no esperó a que Victoria respondiera. Desde que se enteró de que podía perder el loft no se sentía tan entusiasmada—. Háblame más de la cabaña. ¿Es muy rudimentaria?

Victoria se echó a reír.

—Si hubieras conocido a Arthur, tendrías la respuesta. A Arthur Lesser no le gustaba nada lo rudimentario. No se puede decir que lo sea, ¿verdad?

Leah había estado muchas veces en casa de Victoria, emplazada en Park's Avenue. Era muy amplia, lujosa y elegante. También había visto su casa de vacaciones en Hamptons. Pero ni Manhattan ni Long Island eran como las montañas aisladas de New Hampshire, y, a pesar de toda su fortuna, Victoria no era una esnob. Era simplemente una mujer inconformista que no se resignaba a una mera supervivencia.

A Leah, que nunca había tenido la clase de fortuna que inspiraba ese inconformismo tan radical, le gustaba enfrentarse a las cosas con los ojos bien abiertos.

—¿Está la cabaña bien equipada?

—La última vez que la vi, lo estaba —dijo Victoria con una expresión de inocencia que ocultaba multitud de pecados—. No tomes una decisión todavía, cariño. Piénsalo con calma. Si finalmente decides probar, tendrías que almacenar tus muebles. ¿Cómo te sentaría eso?

—No sería un gran problema.

—Sería muy doloroso.

—Lo que será doloroso es que me echen de mi casa. Si tengo que hacer una mudanza, ¿qué diferencia hay entre llevarme mis cosas a un sitio u otro? Además, si no me gusta New Hampshire, no tendré que preocuparme por mis muebles mientras busco otro lugar para vivir.

—La habitación verde es tuya si la quieres.

Leah sonrió. La bonita habitación en el apartamento de Victoria donde había pasado alguna que otra noche era un colchón de seguridad.

—Esperaba que dijeras eso.

—Será mejor que no lo olvides. Jamás podría perdonarme que no te gustaran las montañas y no tuvieras ningún sitio al que regresar.

En realidad, Victoria estaba más preocupada de que fuera Leah quien no se lo perdonara. Pero era un riesgo que merecía la pena correr. Victoria había seguido su instinto con Deirdre y Neil Hersey, y las cosas no podían haber salido mejor. Ahora era el turno de Leah, alta, delgada y encantadora con su peinado estilo paje, su flequillo y sus inmensas gafas de montura colorada. Si Leah pudiera conocer a Garrick...

—La acepto —dijo Leah.

—¿La habitación verde?

—No, la cabaña. Me quedo con la cabaña —Leah no era una persona impulsiva, pero cuando algo la atraía no perdía el tiempo en tonterías. El refugio montañero de Victoria parecía la solución perfecta al problema que llevaba tres días acosándola—. Dime sólo cuánto quieres de alquiler.

Victoria hizo un elegante gesto con la mano para quitarle importancia al asunto.

—Sin prisas. Podemos discutir eso más tarde.

—Voy a pagarte un alquiler, Victoria. De lo contrario no hay trato.

—Por supuesto, cariño. Pero no tengo ni idea de cuánto cobrarte. ¿Por qué no compruebas antes el estado de la cabaña y me pagas lo que consideres oportuno?

—Preferiría pagarte por adelantado.

—Y yo preferiría esperar.

—Estás siendo muy pertinaz.

Victoria no estaba segura de lo que significaba «pertinaz», pero podía suponerlo.

—Como quieras.

—Estupendo. Esperaré como me pides, pero como se te ocurra devolverme el cheque...

—No lo haré —le aseguró Victoria—. Ten fe, Leah. Ten fe.

Leah tenía fe. Una fe que crecía a diario, igual que su entusiasmo. A veces se sorprendía, porque era una acérrima mujer de ciudad. Sin embargo, por primera vez en su vida se sentía atraída por dar un cambio tan brusco. Se preguntaba si tendría algo que ver con la edad; tal vez la treintena venía acompañada de cierta dosis de temeridad. O desesperación. No, no quería pensar en eso. Tal vez sólo estaba experimentando una rebelión tardía contra el modo de vida que había conocido desde su nacimiento.

Hacía años que no se tomaba unas vacaciones, y nunca en un lugar tan remoto. Recordaba las cortas excursiones a Cape Cod con sus padres, cuando no era más que una niña para quien un lugar «remoto» consistía en dunas de arena y paseos en barco al amanecer. Los viajes que había hecho con su marido nunca habían sido a sitios apartados, pues habían estado unidos a su trabajo y a Leah no le resultaban precisamente relajantes. Richard estaba permanentemente en activo, lo cual no habría tenido la mayor importancia si no hubiera sido tan maniático con el aspecto de Leah. Ella no le daba motivos para quejarse. Después de todo, había sido criada en un ambiente urbano y sabía cómo jugar cuando era necesario. Por desgracia, los juegos de Richard incluían reglas que ella no se había esperado.

Pero no iba a pensar en Richard aquel día de finales de marzo, cuando estaba a punto de abandonar Manhattan. No, estaba pensando en cómo su instinto le decía que estaba haciendo lo correcto, y en la cena de despedida que Victoria había insistido en ofrecerle la noche anterior.

—¿Lo tienes todo listo para irte? —le preguntó Victoria cuando estaban tomando el postre.

—Todo.

Victoria había tenido muchas dudas durante las tres últimas semanas, desde que le ofreciera la cabaña a Leah, e incluso sentía remordimientos. Estaba siendo manipuladora, y Leah podría ponerse muy furiosa cuando descubriera su ardid.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—Aja.

—No hay aire acondicionado.

—¿En las montañas? No esperaba que lo hubiera.

—Ni teléfono.

—Ya me lo has dicho —le recordó Leah con una sonrisa—. Dos veces. Te llamaré desde el pueblo cuando me instale.

Victoria no estaba segura de seguir adelante con su plan.

—¿Se llevaron tus muebles al almacén?

—Esta mañana.

—Dios mío, ¡también la cama! ¿Dónde vas a dormir esta noche?

—En el suelo. Y no, no quiero la habitación verde. Lo tengo todo listo para salir mañana de mi casa. Sólo tengo que cargarlo todo en el coche por la mañana y ponerme en marcha.

Una noche en el suelo... Victoria se sintió más culpable que nunca, pero reconocía una expresión testaruda cuando la veía y sabía que no podría convencer a Leah.

—¿El coche está bien? —le preguntó. Era un Volkswagen Golf de ocasión que Leah había comprado tres días antes.

—El coche está perfectamente.

—¿Podrás conducirlo?

—Claro que sí.

—Hace años que no conduces, Leah.

—Es como montar en bici... nunca se olvida. ¿No fue eso lo que me dijiste hace dos semanas? Vamos, Victoria. No es propio de ti preocuparte tanto.

Leah tenía razón. Aun así, Victoria se sentía incómoda. Con Deirdre y Neil había bastado con una simple llamada telefónica a cada uno. Con Leah había supuesto tres semanas de engaño, lo que hacía más execrable el crimen.

Pero lo hecho hecho estaba. Leah había tomado una decisión y se marchaba a la cabaña. De modo que Leah respiró hondo, esbozó una sonrisa alentadora y sacó dos sobres del bolso.

—La dirección de la cabaña —dijo, tendiéndole el primero de los sobres—. Mi secretaria las ha pasado a ordenador y están muy detalladas —añadió, viendo cómo Leah sacaba el folio doblado y lo examinaba. Supo el momento exacto en que Leah llegaba al final de las instrucciones al ver cómo fruncía el ceño—. Garrick Rodenhiser es un trampero. Su cabaña está a varios kilómetros de la mía por la carretera, pero hay una pista forestal que atraviesa el bosque que sólo supone un corto trayecto a pie. En caso de emergencia puedes ponerte en contacto con él. Es un buen hombre. Te ayudará en todo lo que pueda.

—Lo dices como si esperaras que hubiese problemas —murmuró Leah mientras releía las instrucciones.

—No digas tonterías. Pero realmente confío en Garrick. Cuando estoy sola allí arriba, es reconfortante saber que está cerca.

—Bueno... —volvió a doblar el papel y lo metió en el sobre—. Estoy segura de que todo irá bien.

—Por supuesto que sí —afirmó Victoria, tendiéndole el segundo sobre—. Esto es para Garrick. ¿Podrás entregárselo de mi parte?

Leah tomó el sobre y le dio la vuelta. Estaba sellado, con el nombre del trampero escrito en el anverso con la elegante letra de Victoria.

—¿Una carta de amor? —bromeó, tocándose la nariz con la punta del sobre—. No sé por qué, pero no consigo imaginarte con un viejo y basto trampero.

—Los tramperos viejos y bastos pueden ser muy agradables.

—¿Y hay muchos allá arriba?

—Unos cuantos.

—¿Huelen?

Victoria se echó a reír.

—Eso es ser muy remilgada, Leah.

—¿Huelen o no?

—No huelen mal.

—Oh. Estupendo. ¿Sabes? Este viaje podría ser muy educativo.

Y eso era lo que pensaba Leah mientras conducía por el centro. El coche estaba atestado de ropa, cajas de libros, un radiocasete con tres estuches de cintas y otras cosas básicas. Tenía docenas de planes y proyectos que la mantendrían ocupada, aparte de los crucigramas que pensaba componer.

Llenar la mente con esas perspectivas era un mecanismo de defensa, pero sólo era efectivo hasta cierto punto. Nada podía borrar la tristeza por abandonar el loft en el que había sido independiente por primera vez en su vida. Saludó al hombre del quiosco de la esquina, donde había comprado el Times cada día, y se despidió en silencio de los teatros, restaurantes y museos que no volvería a visitar en una buena temporada.

Los humos que la rodeaban eran tan familiares como el tráfico. No así la sensación de nostalgia que la invadió mientras atravesaba las calles en su Golf. Nueva York la había fascinado desde que fue lo bastante mayor para apreciarla como una gran ciudad. El apartamento de sus padres había sido bastante modesto según los criterios neoyorquinos, pero Central Park estaba a su entera disposición, así como la Quinta Avenida, Rockefeller Center y Washington Square.

Recuerdos. Unos pocos amigos íntimos. La clase de anonimato que le gustaba. Así era Nueva York. Pero todo eso seguiría esperándola cuando regresara, así que irguió los hombros y apartó el sentimentalismo a favor de un espíritu práctico, lo que en aquel momento implicaba sortear al enjambre de taxis y peatones mientras se dirigía hacia East River.

Había mucho tráfico para ser las diez de la mañana, y Leah era la clase de conductora que no dejaba indiferente a los demás. O la amaban o la odiaban. Cuando en un momento de duda se detuvo para ceder el paso, se ganó las sonrisas de agradecimiento de los que se cruzaron por delante y los bocinazos de impaciencia de todos los que tenía detrás. Fue un alivio salir de la jungla de granito y tomar dirección norte por la autopista.

Era un día soleado y hacía una temperatura muy agradable, a pesar de que aún estaban en marzo. Leah lo tomó como un buen presagio. Llevaba ropa de abrigo con ella, pero se alegró de haberse puesto unos pantalones ligeros de punto y un jersey holgado de cachemira para el viaje en coche. Se sentía cómoda e increíblemente relajada mientras bordeaba la costa.

Cuando llegó a las afueras de Boston, eran las dos de la tarde y estaba muerta de hambre. Deseosa de estirar un poco las piernas, aparcó en un Burger King de la carretera y salió del vehículo. El cielo se había nublado desde que traspasara la frontera de Massachussets, y el aire era frío. Aún le quedaban otras tres horas de camino y quería llegar a la cabaña antes de que oscureciera, de modo que sólo se detuvo el tiempo justo para tomar una hamburguesa y usar los aseos.

El cielo se iba oscureciendo, y cuando Leah llegó a la frontera de New Hampshire había empezado a lloviznar. Demasiado para tener buenos presagios, se lamentó en silencio mientras se peleaba con los mandos del coche hasta que pudo activar los limpiaparabrisas. Media hora más tarde tuvo que ponerlos a doble velocidad.

Ahora llovía a cántaros y hacía frío. Leah agradeció haber memorizado las instrucciones antes de salir, porque no soportaba la idea de detenerse en el arcén, ni siquiera por un momento.

La conducción exigía toda su atención. Levantó el pie del pedal para aminorar la velocidad, pero aun así tuvo que esforzarse para ver la carretera a través del torrente de agua que estaba cayendo. Apenas podían distinguirse las señales, y el agua que despedían los coches que la adelantaban empeoraba todavía más la escasa visibilidad. Soltó un suspiro de alivio cuando encontró su desvío, pero volvió a tensarse cuando la repentina ausencia de otros coches supuso que ya no tendría faros traseros para guiarse.

Pero siguió conduciendo. Pasó junto a un restaurante y pensó por un momento en cobijarse allí hasta que la tormenta amainara, pero decidió que sería mucho peor buscar el camino a una cabaña solitaria cuando se hiciera de noche. Vio también un motel de lóbrego aspecto y pensó si debería quedarse allí a pasar la noche, pero decidió que quería llegar a la cabaña. Pasar la noche en un hotel de mala muerte después de haber dejado atrás una vida de comodidades no la ayudaría a sentirse mejor.

Lo único que podría ayudarla sería que dejara de llover, que el sol se asomara entre las nubes y que le regalara unas horas más de luz.

Nada de eso ocurrió. La lluvia amainó un poco, pero el cielo cada vez estaba más oscuro. Por suerte, la pelea que había mantenido antes con los mandos del coche le había enseñado cómo encender las luces.

Cuando pasó por el pequeño pueblo que Victoria le había mencionado tuvo unos momentos de euforia, pero su entusiasmo se esfumó en cuanto vio el desvío que tenía que tomar, una vez pasada la oficina de correos. Ante ella tenía una carretera estrecha y tortuosa, apenas lo bastante ancha para dos coches. Sin farolas. Sin línea divisoria. Sin señales.

Leah se dejó caer sobre el volante. Se dio cuenta demasiado tarde de que no había comprobado el cuentakilómetros cuando pasó por la oficina de correos. Tres kilómetros hasta el desvío, decían las indicaciones. ¿Cuánto habría recorrido? Subiendo muy lentamente por la carretera ascendente, buscó la roca triangular junto al abedul retorcido que señalaba el camino a la cabaña. Era otro puzzle, se dijo a sí misma. Y a ella le encantaban los puzzles.

Pero odiaba aquel puzzle. Tres kilómetros a veinticinco kilómetros por hora... ocho minutos... ¿Cuánto tiempo había estado conduciendo desde que dejara el pueblo?

Justo cuando estaba a punto de dar media vuelta y regresar a la oficina de correos para empezar a contar, vio una roca grande y de forma triangular ante un abedul retorcido. Y un camino. Vagamente.

Tomó el desvío con una mezcla de emociones, porque no sólo se trataba de un camino de tierra, sino que a ambos lados se elevaba una muralla de vegetación que parecía tragarse el vehículo. El ruido de las ramas contra los costados era espeluznante.

«Es la tierra de Dios, Leah», empezó a repetirse a sí misma. «Es la naturaleza campestre. Imagínatela a la luz del sol. Te encantará».

El coche chocó contra un bache y Leah dio un respingo en el asiento. Una de las ruedas empezó a derrapar, pero afortunadamente no se salió del camino.

«Sólo un poco más, Leah. Vamos, Golf, no me falles ahora».

Avanzaba con desesperante lentitud por la empinada pendiente. El coche no falló ni se caló, pero continuamente estaba dando violentas sacudidas y apenas se podía mantener derecho el volante. Leah se lamentó de no haber alquilado un todoterreno.

Estaba asustada. La oscuridad se cernía a su alrededor, dejando que los faros apuntaran a ninguna parte. Cuando éstos alumbraron una gran extensión de agua en mitad del camino, Leah pisó los frenos. El coche patinó brevemente en el barro antes de detenerse, no así el acelerado pulso de Leah.

Una vocecita en su interior le gritó que se diera la vuelta. Pero era imposible. El bosque la aprisionaba por ambos lados.

Miró el charco que tenía delante, cuya ondulante superficie bajo la lluvia parecía un ser vivo. Sólo era un charco, se dijo a sí misma. Si por allí pasara un arroyo Victoria se lo habría dicho, y no parecía que allí hubiera habido nunca un puente.

Con mucho cuidado pisó el acelerador. El coche empezó a avanzar, metro a metro. Intentó no pensar en la profundidad que tendría el charco ni hasta dónde se hundirían los tapacubos. Intentó no pensar en la posibilidad de que se dañaran los frenos o en quedarse atascada. Intentó no pensar en las criaturas que podrían estar acechando en la oscuridad. Mantuvo el pie sobre el pedal lo más firmemente que pudo y soltó un suspiro de alivio cuando las ruedas volvieron a tocar tierra firme.

Había más charcos, baches y barro, pero el camino se ensanchaba considerablemente. Con el corazón desbocado, escudriñó a través del parabrisas mientras volvía a acelerar. La cabaña tenía que estar delante de ella. De un momento a otro aparecería ante sus ojos...

Y entonces, con una brusquedad aterradora, el caminó desapareció. Apenas tuvo tiempo de pisar el freno, antes de que el coche empezara a deslizarse por una pendiente y acabara en un profundo lodazal.

Temblando de arriba abajo, Leah cerró los ojos y permaneció así un minuto. Cuando finalmente volvió a abrirlos, miró al frente... y lo que vio la dejó sin respiración. Durante tres semanas había estado imaginándose una encantadora y pintoresca cabaña de troncos, con una chimenea a un costado y ventanas flanqueando la puerta. Un bonito y cómodo refugio rural en plena naturaleza.

Lo que tenía delante era una ruina. Parpadeó un par de veces, convencida de que estaba alucinando. Ante ella reposaban los restos calcinados de lo que debió de ser en un tiempo una cabaña bonita y acogedora y de la que ahora sólo quedaba en pie la chimenea.

—¡Oh, Dios mío! —gritó. Su voz apenas podía oírse por el estruendo de la lluvia al golpear el techo del vehículo—. ¿Qué ha pasado aquí?

Por desgracia, la respuesta era bastante obvia. Había habido un incendio. Pero ¿cuándo? ¿Y por qué Victoria no sabía nada?

Soltó un gemido de decepción, cansancio e inquietud. Sabía que debía volver a la civilización cuando antes. En aquellos momentos, incluso la idea de pasar la noche en un hotelucho le resultaba tentadora.

Pisó el acelerador y las ruedas empezaron a girar. Metió marcha atrás y volvió a acelerar, pero el coche no se movía. Metió la directa y tampoco. Repitió el ciclo una docena de veces, sin éxito. No sólo no iba a volver a la civilización; no iba a llegar a ninguna parte. Al menos, no con el Golf.

Apoyó la cabeza en el volante e intentó respirar hondo. Leah Gates nunca se dejaba dominar por el pánico. No lo había hecho cuando murieron sus padres. No lo había hecho cuando murieron sus hijos. No lo había hecho cuando su marido consideró que no era una esposa digna y la abandonó.

Lo que había hecho en esas situaciones era llorar hasta que todo su dolor se consumiera y entonces volver a construir sus sueños. Y eso era básicamente lo que tenía que hacer ahora. No había tiempo para las lágrimas, pero era de suma importancia proceder a una reestructuración de sus planes. No podía pasara la noche en el coche. No podía volver al pueblo. Nadie iba a acudir en su ayuda. Así que...

Sacó la hoja con las indicaciones del bolso y encendió la luz del techo para leer las últimas líneas, a las que apenas había prestado atención hasta ahora. Cierto, le había prometido a Victoria que le entregaría la carta al trampero, Garrick Rodenhiser, pero había supuesto que lo haría en su tiempo libre. En ningún momento había pensado que lo haría de noche, bajo una lluvia torrencial.

Pero aquel trampero parecía ser su única esperanza. No dejaba de llover y la oscuridad era total. No tenía linterna, paraguas ni un impermeable a mano. Tendría que moverse deprisa. Aunque, ¿no había hecho lo mismo incontables veces en Nueva York, cuando un repentino aguacero inundaba las calles?

Volvió a leer las indicaciones para llegar a la cabaña del trampero. A la luz de los faros pudo ver el sendero que se internaba en el bosque, a la izquierda de la chimenea. Metió el papel en el bolso y, tras dejarlo en el suelo, apagó las luces y el motor. Se guardó las llaves, respiró hondo y abrió la puerta.

Los pies se le hundieron seis centímetros en el barro. Bajó la mirada a donde deberían haber estado sus tobillos y levantó un pie, que emergió del barro sin el zapato. Volvió a sumergirlo y escarbó con los dedos hasta que tocó el zapato. Metió el pie y volvió a sacarlo, esta vez levantando los dedos en primer lugar.

Se tambaleó un momento y se abalanzó hacia lo que esperaba que fuera tierra firme. Lo era, aunque fue el turno del otro pie de salir descalzo del barro. Con las piernas separadas, repitió el proceso para recuperar el zapato y se impulsó hacia delante.

No pensó en el lamentable estado en el que sin duda habían quedado sus cómodos zapatos de piel ni en que tenía toda la ropa empapada. Y, asumiendo que sólo había un corto trayecto hasta la cabaña del trampero y que enseguida volverían con ayuda, no pensó en cerrar el coche. Tan rápido como pudo, rodeó la ruinosa cabaña de Victoria y se internó en el bosque.

Tal y como Victoria le había dicho, era una pista forestal por la que ningún coche hubiera podido transitar. La maleza casi la había hecho desaparecer, pero afortunadamente aún era visible. La tierra estaba encharcada, y en algunos lugares tan enfangada como el charco en el que Leah había metido los pies al bajarse del coche. Sólo había dado unos pasos antes de que los zapatos se le llenaran de barro. A medida que pasaban los minutos, le resultaba más difícil ignorar la sensación de incomodidad que la agobiaba. Aquello no era como caminar por Manhattan bajo la lluvia. Tenía frío y estaba calada hasta los huesos. La ropa se le pegaba al cuerpo y apenas le ofrecía protección, tenía el pelo chorreando y el flequillo le caía sobre los ojos, por detrás de unas gafas prácticamente inservibles. Todo el cuerpo le dolía por la tensión y el esfuerzo por abrirse camino en el fango.

Y lo peor de todo era que no se veía ninguna cabaña ni el menor indicio de presencia humana. Por primera vez desde que su coche quedara atrapado en el lodazal, se dio cuenta de lo sola e indefensa que estaba. Garrick Rodenhiser era un trampero, lo que significaba que había animales por los alrededores. La idea de que fueran criaturas feroces que salieran de caza por la noche le provocó escalofríos, además de los que le provocaba el frío aire nocturno. Entonces resbaló y perdió el equilibrio, cayendo al suelo con un grito agudo. El miedo la puso en pie al momento y siguió avanzando, sin parar de gimotear.

Varias veces más perdió un zapato, y habría desistido de recuperarlo de no ser porque la idea de caminar con medias era mucho peor que la de hacerlo con sus delicados y estropeados zapatos de piel. Se cayó dos veces más, gritando de dolor la segunda vez cuando el muslo golpeó algo afilado. No le importó qué podía ser y volvió a levantarse. Saltando, resbalando, luchando por encontrar un punto de apoyo, cada vez tenía más frío y más barro encima.

Llegó un momento en el que tuvo que detenerse de puro agotamiento. Tenía los miembros rígidos, temblaba de los pies a la cabeza y respiraba con dificultad. Debía seguir adelante, se dijo a sí misma, pero pasó otro minuto antes de que sus músculos respondieran. Y si lo hicieron fue sólo porque el dolor de estar en movimiento era preferible a la angustia psicológica de la pasividad.

Entonces oyó unos ruidos más fuertes que la lluvia y su miedo se intensificó. Se dio la vuelta a ciegas y chocó contra un árbol, evitando por poco otra caída. Estaba segura de que estaba llorando, ya que nunca había estado tan asustada en su vida, pero no podía distinguir las lágrimas de las gotas de lluvia.

Un torrente de dudas la asaltó. ¿Hasta cuándo podría obligar a sus desfallecidos músculos a seguir caminando? ¿Cómo podía estar segura de que la cabaña del trampero aún seguía en pie? ¿Y si Garrick Rodenhiser no estaba? ¿Qué haría entonces?

Estando al borde de la desesperación, no vio la cabaña hasta que prácticamente chocó con ella. Tropezó y calló, pero esa vez fue a parar a un camino de losas. Se subió las gafas con el dorso de la mano y escudriñó a través de la lluvia la construcción oscura que se levantaba ante ella. Tras unos frenéticos segundos de búsqueda, vio los haces de luz que se escapaban entre las persianas. Era la luz más acogedora que había visto en su vida.

Se puso de pie y recorrió los metros que la separaban del porche. Allí pudo guarecerse de la lluvia, pero los dientes le castañeaban y las piernas se negaron a sostenerla por más tiempo. Resbaló contra la pared hasta quedar sentada en el suelo, pero consiguió reunir las energías para golpear la puerta con el codo. Entonces se abrazó el estómago e intentó resistir.

Cuando transcurrió un minuto sin que nadie respondiera, se sintió horriblemente desgraciada. El frío viento nocturno la azotaba, enfriando aún más su ropa mojada. Volvió a golpear la madera, al límite de sus fuerzas. Y al cabo de unos segundos la puerta se abrió. Débilmente levantó la mirada. A través de sus cristales empapados pudo ver una inmensa figura recortada contra el umbral.

—Yo... —empezó—, yo...

La enhiesta figura no se movió.

—Soy... necesito... —no podía hablar, impedida por el frío que la había reducido a una temblorosa masa de carne.

Lenta y cuidadosamente, el gigante descendió hasta ella. Leah supo que era humano. Se movía como un humano y sus manos eran humanas. Sólo podía rezar para que tuviera el corazón de un humano.

—Me envía Victoria —susurró—. Me muero de frío.