Seis
CUANDO Leah se despertó a la mañana siguiente, Garrick estaba junto a ella. Estaba tendido bocabajo y con la cabeza vuelta hacia el otro lado, pero uno de sus tobillos estaba enganchado en los suyos, recordándole lo sucedido la noche anterior.
Con el corazón henchido de felicidad, respiró hondo y se estiró. Entonces se giró hacia él, le rodeó la cintura con un brazo y suspiró. Débiles haces de luz se filtraban entre los postigos, iluminando tenuemente la habitación. Seguía lloviendo, pero el repiqueteo del tejado se había suavizado considerablemente, y en cualquier caso, a ella no le importaba qué tiempo hiciera. Garrick le había dicho que podría quedarse todo el tiempo que quisiera. No quería pensar en marcharse.
Cuando el cuerpo que tenía al lado se dio la vuelta, deslizó la mano hacia arriba, hasta el pecho. Él se la cubrió con su propia mano y giró la cabeza hacia ella. Era la primera vez que Garrick se despertaba complacido de encontrar a una mujer en su cama.
—Hola —la saludó con una sonrisa.
Oh, cómo le gustaba aquella voz. Aunque sólo pronunciara una palabra, la hacía estremecerse de emoción.
—Hola.
—¿Cómo has dormido?
—Como una niña.
—No pareces una niña —dijo él, recorriéndole el rostro con la mirada. El pelo alborotado sobre la frente, los brillantes ojos grises, los labios suaves—. Pareces muy sexy.
—Tú también —respondió ella, ruborizándose.
Él bajó la mirada hasta sus pechos.
—Nunca te había visto a la luz del día.
—Claro que sí.
—Desnuda no —muy suavemente apartó el edredón, ofreciéndose una vista integral de su cuerpo. Bajó la mirada a su cintura, la línea de la pelvis y las piernas en toda su longitud, antes de volver al triángulo oscuro entre sus muslos—. Eres preciosa.
Leah estaba temblando, pero no sólo por el modo en que la estaba mirando y el timbre sensual de su voz. Al apartar el edredón él también se había descubierto, y la visión de su cuerpo era sobrecogedora. Con su torso, caderas y piernas firmemente moldeadas, sería un modelo genial para un escultor. Pero era su sexo lo que dejaba embelesada a Leah, perfectamente formado y engrosado.
—Te deseo —susurró él—. Creo que he estado así toda la noche, soñando contigo.
—No tienes que soñar —murmuró ella con un hilo de voz—. Aquí me tienes.
—Es tan difícil de creer... —cambió de postura y se colocó sobre ella, recorriéndole el cuerpo con las manos. Cuando llegó al vientre, se puso en cuclillas y siguió descendiendo con los dedos hacia el vello púbico. La acarició ligeramente, pero hasta el más ligero de los roces prendía una llamarada en el interior de Leah.
—Garrick, te deseo...
Él la miró a los ojos, y ella vio una intensidad que transmitía algo más que pasión.
—Yo también te deseo. Te deseo más que nada.
La levantó y la apretó contra él. Estuvieron así durante un largo rato, con sus cuerpos enardecidos y sus miembros temblorosos. El deseo de hacer el amor había sido reemplazado por la necesidad de estar abrazados. En aquel momento no parecía haber satisfacción mayor. Los brazos de Garrick fueron los primeros en flaquear.
—Me hace falta una ducha —dijo con una voz cargada de emoción—. ¿Quieres acompañarme?
—Nunca me he duchado con un hombre.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¿Te atreves?
—Si tú te atreves... Es una ducha muy espaciosa.
—Soy un hombre grande.
—Y eso significa...
—Que estaremos pegados.
—Me gustaría.
—A mí también —la tomó en sus brazos y rodó hasta el borde de la cama—. Vamos.
—Puedo andar.
—El suelo está frío.
—Tú lo estás pisando.
—¿Prefieres que nos cambiemos?
—Pesas demasiado.
—Entonces cállate.
Una vez en el cuarto de baño, la dejó en el suelo y, tras abrir el grifo de la ducha, se arrodilló ante Leah para examinarle la herida. El día anterior Leah había cambiado la gasa y el esparadrapo por una tirita, y la única molestia que aún sentía era en la zona amoratada que rodeaba el corte.
—Tiene buen aspecto —decidió, y subió la mirada por su cuerpo—. Pero el resto parece aún mejor.
—Me alegro —dijo ella, apartándole el pelo de la frente.
Garrick le dio un beso en el ombligo y se levantó para meterla en la ducha. Se enjabonaron mutuamente en una erótica y descarada provocación, pero no quisieron hacer el amor. Resistir a la tentación era parte del juego... y un modo de decir que había algo más que sexo en su relación.
Pero nada impedía que se tocaran. A Leah la maravillaba que dos personas que habían estado solas durante tanto tiempo pudieran adaptarse tan fácilmente a una intimidad semejante. O tal vez fuera debido a esa soledad que estuvieran ansiosos por recibir el contacto humano. En cualquier caso, no se separaron ni un momento. Juntos se vistieron, juntos prepararon el desayuno y juntos desayunaron, con las piernas entrelazadas por debajo de la mesa.
Y todo eso mientras hablaban de cualquier tema que surgiera.
—Me encanta tu pelo —dijo Garrick. La había sentado en su regazo cuando ella había rodeado la mesa para recoger su plato—. ¿Siempre lo has llevado así?
—No. Me lo corté el día de mi divorcio.
—¿Para celebrarlo?
—Para declarar mi independencia. Cuando era niña siempre llevaba el pelo largo. A mi madre le gustaba peinármelo, rizármelo y atármelo con cintas. A Richard también le gustaba largo. Formaba parte de la imagen de sofisticación que quería en su esposa. Ya sabes... mechones ondulados sobre hombros con lentejuelas. A veces me hacía llevarlo recogido en lo alto de la cabeza, a veces peinado hacia atrás. Me pasaba horas arreglándomelo. Lo odiaba.
—Y por eso te lo cortaste.
—Eso es.
—Te sienta muy bien así —dijo él, acariciando los sedosos mechones—. ¿Te gustaba salir?
—¿Adonde?
—A fiestas, restaurantes...
—¿Con Richard? No. Y ahora tampoco me gusta ir a fiestas, pero supongo que se debe a que me siento muy incómoda.
—¿Por qué? —le preguntó, con aquella voz grave que Leah encontraba tan tranquilizadora.
—Era muy tímida.
—¿Tímida? ¿En serio?
Ella sonrió y le rodeó el cuello con los brazos.
—En serio.
—Pero ¿tímida por qué?
—No lo sé. Era licenciada en literatura inglesa, un ratón de biblioteca, una... intelectual. Supongo que una de las cosas que me fascinaron de Richard fue que tenía un don con las personas del que yo carecía. Podía ir a todas partes con él e integrarme en un grupo social.
—¿Y eso te gustaba?
—Al principio creía que sí. Pero luego me di cuenta de que no formaba parte de la sociedad. Él sí, pero yo no. Sólo le seguía la corriente, pero la corriente no era divertida. La gente era muy aburrida. No tenía nada que decirles. Richard siempre me estaba exigiendo que fuera encantadora, y yo podía serlo si me lo proponía, pero no lo soportaba. Todo me resultaba odioso.
Él la dejó en el suelo y recogió los platos.
—Entiendo.
Leah no tuvo que preguntarle si estaba de acuerdo, porque sabía que sí lo estaba. Si a Garrick le gustaran las multitudes, las fiestas y la cháchara inútil, nunca se habría retirado a vivir solo en el bosque.
Mientras cargaban el lavavajillas, se le ocurrió preguntarle por qué había elegido aquel estilo de vida. Pero en vez de eso le hizo otra pregunta.
—¿Por qué estás estudiando latín?
—Porque es muy interesante. Muchas palabras del inglés vienen del latín.
—¿No lo estudiaste de niño?
—No. Estudié español. Mi madre era profesora de español.
—¿Lo dices en serio?
—Completamente —el modo en que lo dijo, con voz cansina y en tono resignado, insinuaba que había mucho más tras aquellas palabras.
—Oh, ¿y eso no te parecía fantástico?
—Estaba muy metida en su trabajo. Cuando no estaba dando clases, se dedicaba a viajar de un país hispanohablante a otro o a recibir alumnos en nuestra casa.
—¿Y a ti eso no te gustaba?
—Hubiera preferido que me dedicara un poco más de atención.
—¿Y tu padre? ¿A qué se dedicaba?
—Era gastroenterólogo.
—Y siempre estaba muy ocupado.
—En efecto.
—Y tú siempre estabas solo.
—Eso es.
—¿Tienes hermanos o hermanas?
Él negó con la cabeza y le tendió la sartén que acababa de lavar.
—¿Y tú?
—Yo también soy hija única. Pero mis padres me mimaron en exceso. ¿No te resultan curiosas estas diferencias? Si hubiéramos podido meter a nuestros padres en un cubilete y sacudirlos convenientemente, tal vez habríamos recibido un poco más de lo que necesitábamos.
Garrick se rió, pero era una risa amarga.
—Quién sabe.
Cuando acabaron de limpiar la cocina, Garrick encendió la chimenea, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el sofá y se colocó a Leah entre las piernas. Ella se acurrucó y cruzó los brazos sobre los brazos de Garrick, que la rodeaban por el estómago.
—¿Siempre has llevado gafas? —le preguntó él, acariciándole la oreja con el aliento.
—Desde que tenía doce años. Con Richard llevaba lentillas, pero no me gustaban.
—¿Por qué no?
—Era un fastidio tener que ponérmelas cada mañana, quitármelas y limpiarlas cada noche, limpiarlas con enzimas una vez a la semana... Además, la miopía forma parte de mí. No veo por qué tendría que ocultarla.
—Estás preciosa con gafas.
—Gracias —susurró ella con una sonrisa, y permaneció sonriente durante un rato—. Qué bien se está aquí —dijo finalmente—. Me siento tan relajada... —echó la cabeza hacia atrás para verle el rostro—. ¿Así te sientes tú viviendo aquí?
—Más desde que tú has llegado.
—Pero antes de eso. ¿Era la paz lo que realmente te atraía?
—Son muchas cosas. La paz. La ausencia de problemas. Trabajo duro, pero a mi propio ritmo.
En su respuesta iba implícita la sugerencia de que su vida había sido muy distinta cuatro años antes. De nuevo tenía Leah la oportunidad de indagar en su pesado. Pero de nuevo la dejó escapar.
—¿Alguna vez te aburres? —le preguntó, devolviendo la mirada al fuego.
—No. Siempre hay algo que hacer.
—¿Cuándo aprendiste a tallar?
—Al poco tiempo de llegar aquí.
—¿Te enseñó el trampero?
—Aprendí yo mismo. Sólo me hizo falta un buen manual.
—¿Qué es lo que tallas?
—Cualquier cosa que me guste. Sobre todo animales que veo en el bosque. —No he visto ninguna figura. ¿Las conservas?
—Algunas —respondió. Estaban en el cobertizo, el cual se había convertido en una especie de estudio galería—. Otras las he tirado, y he vendido unas pocas.
—¿De verdad? —preguntó ella con una ancha sonrisa—. Debes de ser muy bueno.
—No lo sé.
—Si la gente compra tus figuras... ¿Siempre te ha gustado el arte? —le preguntó, recordando a los artistas que Richard contrataba. El mundo de la publicidad consumía a muchos. Tal vez eso era lo que le había pasado a Garrick.
Pero él estaba negando con la cabeza, rozándole el pelo con la barbilla.
—No especialmente. Sólo fue al llegar aquí cuando descubrí que me gustaba trabajar con las manos.
—Eres muy bueno con tus manos —bromeó ella, y fue recompensada con unas cosquillas—. ¿Tienes que usar madera especial para tallar?
—La madera blanda es la mejor, como la del pino blanco. Tiene pocos nudos y pocos gránulos. Pero cuando tallo figuras de ajedrez suelo utilizar madera más dura, como la del abedul o la del arce.
—¿Haces figuras de ajedrez?
—Sí. ¿Te gusta jugar al ajedrez?
—No, pero siempre he admirado los tableros y las figuras que se exhiben en los escaparates. En más de una ocasión he pensado comprar uno para decorar una mesita, pero por alguna razón me parecía muy pretencioso. Sí juego a las damas. ¿Alguna vez has tallado un tablero de damas?
—Aún no, pero puedo intentarlo. Dios, no juego a las damas desde que era un niño.
—¿Y qué me dices de los cuchillos?
—Nunca he jugado con ellos.
—Me refiero a los cuchillos para tallar. ¿Usas cuchillos especiales? Lo que estabas usando la otra noche parecía una vieja navaja.
—Lo era.
Leah volvió a echar la cabeza hacia atrás y lo miró con asombro.
—¿Una vieja navaja?
—Convenientemente afilada. Tiene tres hojas. Uso la mayor para cortar y las dos menores para tallar.
Ella lo estaba mirando con una expresión absolutamente fascinada.
—Tienes unos ojos preciosos. No creo que haya visto nunca un color avellana con brillos plateados como éste.
Aquel comentario inesperado pilló desprevenido a Garrick. Era el tipo de halago al que se había acostumbrado en su pasado, pero ahora era diferente. Mientras lo asimilaba, sintió que lo invadía una ola de calor. Le gustaba que Leah lo adulara, aunque se hubiera desviado del tema. Era extraño que ella no hubiera reconocido su rostro.
—¿Sueles ver la televisión?
—Casi nunca —respondió ella—. ¿Por qué?
—Me preguntaba si... la echarías de menos aquí.
—No, y tampoco echo de menos el teléfono —le aseguró ella, volviendo la vista al frente.
—¿No lo usabas mucho en casa?
—Sí.
—Entonces, ¿cómo es que no lo echas en falta?
—Porque en Nueva York era una necesidad vital. Tienes que usarlo para todo. Para averiguar si el libro que encargaste ha llegado a la librería, para hacer una reserva en un restaurante, para concertar una cita con algún amigo... Aquí no tienes que hacer nada de eso.
—¿Has dejado muchas amistades en Nueva York?
—Unas pocas. Sólo desde que me divorcié pude empezar a hacer amigos. A Richard no le gustaban mis conocidos.
—¿Por qué no?
—No creía que fueran útiles.
—Ahh. El típico hombre que usa a las personas.
—No va por ahí pisoteando a la gente. Simplemente evita a todas las personas con las que no pueda identificarse. Para él, todo contacto social ha de tener un propósito. No puede concebir una amistad simple y desinteresada.
Garrick estuvo a punto de soltar una crítica, pero se contuvo a tiempo. Él había sido culpable de lo mismo, sólo que Richard parecía haberse adaptado mejor. ¿A quién debería criticar realmente?
Movió a Leah para sentarla de lado sobre su regazo.
—¿Cómo son tus amigos? —le preguntó tranquilamente.
Ella le echó los brazos al cuello y le acarició la barba con el pulgar.
—A Victoria ya la conoces. Luego está Greta. Nos conocimos en clase de cocina. Tiene una mente prodigiosa para los números.
—¿A qué se dedica?
—Es contable.
—¿Os veis muy a menudo?
—Cada dos o tres semanas.
—¿Y qué hacéis?
—Vamos de compras.
—¿De compras? Es lo último que hubiera imaginado en una contable.
—No le gusta comprar, pero no tiene más remedio que hacerlo. Trabaja para una empresa que exige ciertos requisitos, y uno de los cuales es que sus empleados ofrezcan el mejor aspecto posible. La pobre Greta es la primera en admitir que no tiene gusto en ropa. Así que yo la ayudo a elegir —sonrió—. Soy muy buena gastando el dinero de los demás.
—Eso está muy mal.
—No cuando son los demás quienes te piden que gastes su dinero en su propio beneficio.
—¿Y Greta queda satisfecha con el resultado?
—Naturalmente.
—¿Qué me dices de tus otras amistades?
—Arlen.
—¿Es hombre o mujer?
—Mujer. No tengo amigos. Salvo tú —le dio un beso sonoro en la mejilla—. Eres un buen hombre.
—Eso lo dices ahora —bromeó él—. Espera a conocerme mejor.
Había estado pensando en lo que podría ocurrirles a dos personas, por compatibles que fueran, cuando estuvieran obligadas a permanecer juntas bajo el mismo techo día tras día. El temor no era por él; estaba acostumbrado a vivir en la montaña y amaba a Leah. Pero de repente ni siquiera pensaba en si Leah lo amaría a él. Estaba pensando en todo lo que no le había contado sobre sí mismo. Lo que acababa de decirle había tenido que ser un desliz del subconsciente.
—Soy un buen hombre —dijo, muy serio—. No siempre lo fui, pero esos días acabaron —respiró hondo—. Háblame de Arlen.
Leah le observó atentamente el rostro, sin ser consciente del miedo que se reflejaba en sus propios ojos. «No siempre lo fui», había dicho. ¿Qué había sido antes? Oh, Señor, no quería que nada hiciera estallar aquella burbuja de felicidad. No cuando había esperado toda su vida para encontrarla.
—Arlen... —se aclaró la garganta—. Arlen y yo nos conocimos en la sala de espera del dentista. Hace tres años —las dos habían estado embarazadas en aquel tiempo—. Nos hicimos amigas muy rápidamente y mantuvimos el contacto, y luego empezamos a salir juntas después de que Richard y yo rompiéramos. Me ayudó mucho a superar los momentos más difíciles.
—¿Te refieres al divorcio? «Entre otras cosas», pensó ella.
—Sí.
—¿Ella trabaja?
—Como una esclava. Tiene cinco hijos pequeños.
—Cielos. Pero no es madre soltera, ¿verdad?
—No, y su marido es tan encantador como ella. Viven en Port Washington. He estado varias veces en su casa. Le gusta hacer perritos calientes de ínfimo tamaño en la barbacoa.
Él sonrió.
—¿Te gustan los perritos calientes?
—Sí, pero ¿sabes cuáles son mis preferidos?
—No. ¿Cuáles?
—Pensarás que estoy loca.
—¿Cuáles?
—Los que venden en los puestos callejeros junto a Central Park. Hay algo en el ambiente que...
—Los humos de los coches, el estiércol de los caballos y los excrementos de las palomas.
Ella le golpeó el pecho con el puño.
—¡Estás corrompiendo la imagen! Piensa en un día de primavera, cuando las hojas están floreciendo, o en un caluroso día de verano, cuando el parque es un oasis en medio de la ciudad. O en un día de otoño, cuando la tierra se cubre de hojas secas. Pasear por el parqueen uno de esos días mientras te comes un perrito caliente que está de muerte es... es hedonismo puro.
—¿Hedonismo?
—Bueno, tal vez no sea la palabra adecuada. ¿Qué tal despreocupación?
—Mejor —murmuró él, imaginando lo fácil que sería crear un ambiente hedonista en la cabaña—. ¿Qué más cosas te gustan de Nueva York?
—El anonimato. Me siento amenazada cuando hay mucha gente que me conoce y que espera cosas de mí que quizá no pueda hacer. No me gusta tener que cumplir las expectativas de nadie.
Garrick sabía que en parte se refería a la timidez que había mencionado antes, pero ese temor también era el legado de su matrimonio con Richard. Y se quedó momentáneamente aturdido, porque él también sentía esa amenaza.
—En las calles de Nueva York soy una total desconocida —siguió ella—. Puedo elegir a mis amistades y hacer lo que quiera sin que nadie me critique. Creo que no podría sobrevivir en un pueblo pequeño. No quiero tener que guardar las apariencias con los vecinos.
—Si alguien tiene que guardar las apariencias, serían los vecinos contigo.
—Dios no lo quiera. Me niego a interferir en la vida de nadie.
—Amén —dijo él suavemente—. ¿Qué más?
—¿Qué más de qué?
—¿Qué más te gusta de Nueva York?
Leah no tuvo que pensarlo mucho.
—La cultura que ofrece. Y los cursos. Me encanta asistir a cursos y aprender cosas nuevas. Victoria me dijo que había una comunidad de artistas no lejos de aquí, donde podría aprender a tejer.
—La conozco. ¿Quieres aprender a tejer?
—Es algo que me fascina. Me encantaría ser capaz de crear mis propios diseños y hacer pañuelos, alfombras y tapices —bajó avergonzadamente la mirada a sus dedos, que jugueteaban con las hebras del jersey—. Me gustaría intentarlo, al menos.
—Lo harás —le aseguró Garrick, dispuesto a conseguirle la tela él mismo. La idea de verla tejer, de escuchar el rítmico sonido de los aparejos, lo llenaba de una sensación dulcemente hogareña.
Un hogar. Sorprendente. No había pasado mucho tiempo pensando en tener un hogar. Lo que conoció de niño estuvo muy lejos de ser el hogar ideal, y cuando llegó a la cima de su carrera no había tenido tiempo para pensar en ello. Su vida había sido de cara al público, y sus intereses giraban en torno al único propósito de aumentar la fama. Un hogar era todo lo contrario. Un hogar era íntimo y personal. Era algo para un hombre y su familia.
—¿Garrick?
Él parpadeó y sólo entonces se dio cuenta de que tenía los ojos humedecidos.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella con preocupación. En momentos como ése, cuando él parecía tan triste y distante, sentía que su burbuja empezaba a temblar. Garrick tenía un pasado, pero por alguna razón no quería contárselo. Y ella no tenía el valor de preguntarle.
Garrick forzó una sonrisa y la estrechó entre sus brazos.
—A veces me sorprendo soñando despierto —le murmuró al oído—. Es espeluznante.
—¿Puedes compartir tus sueños?
—Aún no.
—¿Tal vez algún día?
—Tal vez.
Permanecieron un rato en silencio, abrazados el uno al otro. Cuando las llamas crepitaron y la madera emitió un fuerte crujido, los dos dieron un respingo y miraron alrededor.
—¿El fuego intenta decirnos algo? —susurró Leah.
—No, sólo está siendo insolente.
—Tal vez deberíamos avivarlo.
—Se me ocurre una idea mejor. ¿Qué tal si nos vestimos y salimos?
Los ojos de Leah se iluminaron.
—¿Yo también?
—Tú también —respondió él, dándole un golpetito en la cabeza—. ¿Te estás volviendo loca por estar aquí encerrada?
—No. Pero no quiero que salgas solo. Quiero estar contigo.
—Vaya, tienes todas las respuestas —dijo él.
—No, aún no —negó ella con tristeza—. Tal vez pronto.
Salieron bajo la lluvia, que afortunadamente se había reducido a una ligera llovizna. Garrick llevó a Leah colina arriba y le enseñó varios signos de vida salvaje por el camino. El camino estaba enfangado, pero a plena luz del día y con un guía tan paciente como Garrick, Leah se desenvolvió bastante bien. No estaba segura de cómo había sucedido, pero la montaña que tanto la había asustado días atrás le resultaba ahora un lugar fascinante, incluso sumida en la bruma. Garrick pertenecía a aquel sitio y ella era su invitada; era como si la naturaleza hubiera aceptado su presencia.
Cuando volvieron a descender, fueron hasta el coche de Leah y llevaron más cosas a la cabaña, donde Garrick hizo sitio para ellas y ayudó a Leah a guardarlas.
Más tarde, sucumbieron a sus impulsos e hicieron el amor junto al fuego. Después del orgasmo se quedaron abrazados bajo un edredón.
—Me pregunto si Victoria tendrá percepción extrasensorial —dijo Leah con una sonrisa.
—Si la tiene, sin duda estará muy contenta.
—¿Y tú lo estás?
—Mucho.
Ella levantó el rostro de su pecho y lo miró.
—Te quiero, Garrick.
La expresión de Garrick se suavizó y sus ojos se llenaron de lágrimas. Respiró temblorosamente y la abrazó con más fuerza.
—Yo también te quiero. Nunca se lo había dicho a nadie, pero te quiero, Leah. Oh, Dios. ¡Te quiero! —exclamó, y tomo posesión de sus labios con una pasión salvaje.
Pero a Leah no le importó, porque ella compartía el sentimiento que alimentaba esa pasión. El amor que fluía por sus venas era tan poderoso que exigía una liberación ferviente y feroz.
En los días que siguieron, su amor crecía y se hacía más fuerte. Pasaban juntos todo el tiempo, y ni una sola vez se cansaron de su mutua compañía. Siempre había algo que decir, normalmente en un tono suave e íntimo, pero había ocasiones en las que se comunicaban en silencio, mediante una mirada, una caricia o una sonrisa.
Garrick le enseñó el cobertizo y las figuras de madera que reposaban en una estantería. No sólo las había tallado, sino que muchas estaban pintadas con vivos colores. A Leah le gustaron especialmente un par de gansos canadienses y convenció a Garrick para que las llevara a la cabaña.
También le mostró las maquetas que había construido con palillos de dientes. Le explicó que había empezado haciéndolas por pura distracción, pero uno de los compradores de pieles les había hablado de ellas a un matrimonio de Boston, quienes quisieron una maqueta a escala de su casa de campo. Las ganancias habían convencido a Garrick para que se lanzara a un negocio lucrativo y muy estimulante.
A Leah las maquetas le parecieron exquisitas, sobre todo las que había diseñado para él mismo, en las que había dado rienda suelta a su imaginación.
—Podrías ser arquitecto —le dijo, sobrecogida por aquel derroche de imaginación y los detalles tan minuciosos que había logrado con sólo unos palillos de dientes.
A él lo complació su comentario, pero no dijo nada. No podría ser arquitecto. Por un lado no tenía la formación adecuada, y por otro eso significaría volver a la ciudad, ya fuera para estudiar o para trabajar. La ciudad, cualquier ciudad, era una amenaza para él. La gente lo reconocería y lo abordaría. Y volverían las tentaciones.
Pero no le dijo a Leah nada de eso. No le salían las palabras. Ella lo amaba por lo que era ahora, y él no quería desilusionarla. No quería que supiera lo que había sido su vida anterior. Temía que entonces se derrumbara la imagen que tenía de él, y la idea de perder su respeto, o peor aún, su amor, era más terrorífica que cualquier cosa.
Pero también lo angustiaba no ser sincero con ella. No le había mentido. Simplemente había ignorado esos diecisiete años de su vida como si nunca hubieran existido. En cierto modo, lo desconcertaba que Leah no le hubiera preguntado nada, pues compartían muchos otros pensamientos y sentimientos. Sospechaba que Leah sabía que albergaba un oscuro secreto y que temía preguntárselo por la misma razón que él temía revelarlo. Tal vez debido a eso no hablaban del futuro. Vivían al día, cuidando su amor como si fuera un preciado regalo que ninguno de los dos había esperado recibir.
Provista de su diccionario de sinónimos, un atlas y un almanaque, Leah había empezado a trabajar en serio. El ambiente de paz y tranquilidad era ideal para la creación, a pesar del torrente de preguntas con las que Garrick la bombardeó al principio.
—¿Por dónde empiezas?
—¿En un crucigrama? Por donde yo quiera. Es un crucigrama temático...
—¿Qué es un crucigrama temático?
—Uno en el que la definición más larga tiene relación con un tema específico.
—¿Como expresiones para referirse a la locura? ¿El tornillo que le falta a un chiflado y cosas así?
Ella sonrió, recordando aquella inspiración.
—O los nombres de equipos de béisbol, o marcas de automóviles, o partes del cuerpo.
—¿Oh?
—Nada atrevido, naturalmente. Una vez hice un crucigrama usando frases como «echarle un ojo», «echarle una mano a alguien», «meter la pata»... ese tipo de cosas serían parte de un crucigrama temático.
—¿Entonces empiezas con el tema?
—Sí, y a partir de ahí sigo.
Garrick permaneció en silencio unos minutos, viendo cómo Leah añadía palabras al crucigrama.
—¿Sigues alguna fórmula especial para distribuir las casillas blancas y negras?
Ella negó con la cabeza.
—El número puede variar. Y lo mismo es valido para las letras cruzadas y sueltas.
—¿Letras cruzadas?
—Las letras cruzadas son las que contribuyen a formar palabras en vertical y en horizontal, mientras que las sueltas sólo sirven para una palabra. En los primeros crucigramas todas las letras eran cruzadas, por lo que una vez que tenías todas las definiciones horizontales, el crucigrama estaba completo.
—Demasiado fácil.
—Exacto. En la actualidad, hay una regla tácita según la cual el porcentaje de letras sueltas no debe superar el cuarenta y cinco por ciento.
Garrick asimiló la información en silencio.
—¿Y qué me dices de las definiciones? ¿Pasa mucho tiempo inventándolas y revisándolas?
—Muchísimo. Los tiempos han cambiado y con ellos las definiciones. Por ejemplo, antes la definición para «nido» era «lecho de un pájaro». Pero últimamente he visto definiciones que van desde «lugar para mudar las plumas» a «casucha del cuervo». La verdad es que a mi editora le gustan bastante mis definiciones y no tengo problemas con sus revisiones —añadió, un poco avergonzada.
—¿Alguna vez has tenido problemas con los plazos de entrega? —le preguntó Garrick, aunque también él parecía avergonzado—. No te estoy dejando trabajar.
—No me importa —le aseguró ella con toda sinceridad.
A medida que pasaban los días, se preguntaba si estaría soñando. Garrick era todo lo que siempre había soñado en un hombre. Era paciente cuando ella trabajaba y atento cuando estaba ociosa. Era culto e interesante, siempre dispuesto a discutir sobre cualquier tema que se les ocurriera. Incluso en casos de desacuerdo, la discusión era inteligente y terminaba con sendas sonrisas. Era sensible y perspicaz, y cada vez que ella necesitaba un descanso le sugería que salieran a dar un paseo, que prepararan la cena o que echaran una partida de damas con el juego que había tallado. Era arrebatadoramente atractivo, alto y fuerte, favorecido por su espesa melena, su barba recortada y sus ojos avellana. Y era sexy. Muy sexy. Podía excitarla con una mirada, una palabra o un gesto, y le hacía el amor con pasión desbocada, a veces con suavidad, otras con frenesí, pero siempre con devoción.
Lo único que enturbiaba su felicidad era el ceño fruncido que arrugaba su rostro de vez en cuando, y cada vez con más frecuencia.
Pasaron cinco días, una semana, diez días, doce, dos semanas. Garrick sabía que tenía que decirle quién era. Su miedo permanecía, pero su necesidad de confesión crecía. Quería que Leah lo supiera todo sobre él y que lo amara de todas formas. Quería que lo respetara por la manera en que había rehecho su vida. Quería, necesitaba compartir el dolor del pasado y el miedo del presente. Quería su comprensión, su apoyo y su fuerza.
En una ocasión, aprovechando que había dejado de llover, la llevó a dar un paseo con la intención de desnudar su alma mientras estuvieran al aire libre. Pero entonces habían visto una cierva con sus cervatillos y no había querido estropear la escena.
En otra ocasión la llevó a dar una vuelta por el pueblo. Había pensado en confesarse mientras almorzaban en el pequeño restaurante, pero Leah se había mostrado tan fascinada por el encanto del lugar que él no tuvo el valor de contárselo. Y luego Leah insistió en llamar a Victoria.
—Le dije que la llamaría en cuanto me instalara. Debe de estar preocupada.
—Sí, seguro que teme que no vuelvas a hablarle después de lo que hizo.
—No ha sido tan terrible, ¿verdad?
Garrick sonrió.
—No, pero tal vez deberíamos mantenerla en vilo.
Y eso fue exactamente lo que Leah hizo. Desde un teléfono público marcó el número de Victoria y esperó hasta que respondió una criada.
—Residencia Lesser.
—Soy Leah Gates. ¿Está la señora Lesser?
—Un momento, por favor.
Leah cubrió el micro y le sonrió a Garrick, que estaba prácticamente encima de ella, aprisionándola en la estrecha cabina.
—Me imagino a Victoria. Seguramente lleve puesta una camisa holgada y vaqueros, corriendo como una indigente entre su elegante mobiliario para responder al teléfono. Me pregunto qué estará haciendo. ¿Tocando la flauta? ¿Preparando sushi? —retiró la mano del auricular cuando la voz frenética de Victoria se oyó al otro lado.
—¿Se puede saber dónde has estado?
—Hola, Victoria.
—¡Leah Gates! ¡Estaba muerta de miedo!
Los ojos de Leah brillaron al mirar a Garrick.
—No sé por qué. Te dije que no tendría ningún problema. La cabaña es maravillosa. No me extraña que a Arthur le gustara tanto.
—Leah...
—El tiempo ha sido un poco lluvioso. Por eso no he bajado antes al pueblo para llamarte. Mi coche sigue atrapado en el barro.
Se produjo un silencio.
—¿Desde entonces me estás llamando?
—Desde el teléfono que hay en la tienda.
Otro silencio.
—¿Cómo has llegado al pueblo si no tienes coche?
—He hecho autostop.
—¡Leah!
Garrick le quitó a Leah el auricular de la mano.
—¿Victoria?
Hubo otro breve silencio.
—¿Garrick?
—Te gusta jugar sucio.
—Ahhh... —suspiró—. Gracias a Dios. Leah está contigo.
—Como tú pretendías.
—¿Me odias?
—Ahora no.
—Pero al principio sí, supongo. Por favor, Garrick, sólo quería lo mejor para vosotros. Estabais solos. Ella estaba sola. En mi carta te explicaba que...
—No he leído ninguna carta —la interrumpió él, mirando fijamente a Leah mientras la rodeaba con el brazo.
—¿Por qué no?
—No quise hacerlo.
—¿Tan enfadado estabas? No le conté nada de ti, Garrick —se defendió Victoria—. ¿Le has contado tú algo?
—Algo.
—Pero no... ¿eso?
—No.
—¿Se hospeda en tu cabaña?
—¿Cómo iba a echarla si estaba lloviendo y no tenía adonde ir? —preguntó duramente al tiempo que le hacía un guiño a Leah.
—Oh, Garrick, lo siento. Sabía que os llevaríais bien. Estáis hechos el uno para el otro.
Garrick cubrió el micro con la mano.
—Dice que estamos hechos el uno para el otro —le susurró a Leah.
—Además de entrometida, sabelotodo —susurró ella, y volvió a agarrar el teléfono—. No voy a pagarte ningún alquiler, Victoria Lesser.
—Pero me has llamado. No debes de estar tan enfadada si me has llamado.
—Tengo más conciencia que tú —dijo Leah, pero estaba sonriendo y Victoria lo sabía.
—¿Quieres que te vaya preparando la habitación verde?
—Aún no.
—¿Te quedarás ahí una temporada?
Leah no se molestó en cubrir el micro esa vez cuando se dirigió a Garrick. Con la mano libre le trazaba círculos en los músculos de la espalda.
—Quiere saber si me voy a quedar una temporada.
Garrick volvió a arrebatarle el teléfono.
—Sí, va a quedarse. He descubierto que me gusta tener una criada a jornada completa.
—¡No soy su criada! —exclamó Leah al mismo tiempo que Victoria protestaba.
—Garrick, no estarás aprovechándote de...
—Y una cocinera —la cortó Garrick—. Hace unos huevos foo yong soberbios.
—¡Yo no hago huevos foo yong! —protestó Leah, quitándole el auricular—. Te está tomando el pelo, Victoria.
Garrick sonrió.
—Otra frase temática. Apúntala, Leah.
—Leah, ¿de qué está hablando?
—Se está burlando de mis habilidades culinarias y de mis crucigramas. ¡Este hombre es imposible! ¿Ves en lo que me has metido?
—Déjame hablar con Garrick, Leah.
Bastante satisfecha consigo misma, Leah le tendió el teléfono.
—¿Garrick?
—Dime, Victoria.
—¿Estamos solos?
—Sí.
—No quiero que le hagas daño, Garrick.
—Lo sé.
—Ha sufrido mucho. Es normal que estéis molestos conmigo. Me lo merezco. Pero quiero que la trates bien, y eso significa que uses tu sentido común. Si hubieras leído mi carta, habrías sabido que Leah es una persona totalmente digna de confianza...
—No he tenido que leer tu carta para darme cuenta de eso.
—Si no congeniáis, quiero que vuelva inmediatamente.
—Congeniamos.
—¿En serio? —preguntó Victoria, esperanzada.
—Sí.
—¿Lo suficiente para un futuro en común?
—Eh... tal vez.
—Entonces tendrás que decírselo.
—Lo sé.
—¿Lo harás?
—Sí.
—Si esperas demasiado, sufrirá.
—Lo sé, Victoria —dijo él, muy serio.
—Confío en que hagas lo correcto.
—Sí. Aquí está Leah —añadió rápidamente—. Quiere despedirse de ti. Di adiós, Leah —bromeó mientras le tendía el teléfono, pero por dentro se estaba desmoronando.
Lo correcto. Lo correcto. Tenía que decírselo. Pero ¿cuándo?