Capítulo 14
Los restos de la Legión Faulconer consiguieron a duras penas retirarse a lo alto de la colina y allí, en el laberinto de bosquecillos y campos labrados situados detrás de la brigada de Virginia de Jackson, los supervivientes de la fuerza mandada por Nathan Evans pudieron por fin descansar. Los hombres estaban agotados. Evans insistió en que formaran un remedo de frente en línea de cara al Bull Run, pero ocupaban el flanco de la reconstituida defensa sudista, lo bastante lejos del camino del portazgo para sentirse a salvo de los renovados ataques federales. Los hombres se sentaron en la hierba, con los ojos turbios y sedientos, preguntándose si en alguna parte encontrarían comida y agua.
El doctor Danson extrajo la bala de la pierna de Adam Faulconer; fue un trabajo rápido y sin cloroformo.
—Tienes suerte, Adam. No hay vasos sanguíneos importantes afectados. Puede que tengas durante algún tiempo una ligera cojera atractiva para las jovencitas, pero nada más. Dentro de diez días, estarás bailando con las damas.
Vertió un poco de nitrato de plata en la herida, la vendó y pasó a ocuparse del coronel. Con la misma rapidez, extrajo la bala del vientre de Faulconer, cosió la herida abierta del brazo y se dispuso a entablillar el hueso roto.
—Tú no has tenido tanta suerte como tu hijo, Washington —el doctor aún no había conseguido acostumbrarse a tratar a su vecino como un oficial superior—, pero en seis semanas estarás como nuevo.
—¿Seis semanas?
El coronel Faulconer seguía aún furioso porque su preciosa Legión había quedado diezmada bajo el mando de Thaddeus Bird, y a instigación de Nathaniel Starbuck. Quería vengarse, no de Bird, del que siempre había sabido que era un inepto, sino de Starbuck, que a los ojos del coronel se había convertido en la personificación del fracaso de la Legión. En lugar de marchar hacia una gloriosa victoria bajo el mando personal de Washington Faulconer, el regimiento había sido borrado del mapa en alguna miserable escaramuza en el último rincón del campo de batalla. La Legión había perdido todo su bagaje y por lo menos setenta hombres. Nadie sabía el número exacto, pero el coronel dio por sentado que el propio Starbuck estaba entre los desaparecidos.
El doctor Danson dijo haber oído que Starbuck fue capturado por los yanquis que lo perseguían, o tal vez algo más grave.
—Un chico de la compañía B cree que Starbuck fue alcanzado por el estallido de una bomba.
—Tanto mejor —comentó el coronel con una saña excusable en un hombre atenazado por el dolor de un brazo recién partido.
—¡Padre! —protestó Adam, a pesar de todo.
—Si no lo matan los condenados yanquis, lo haremos nosotros. ¡Mató a Ridley! Lo vi con mis propios ojos.
—Padre, por favor —rogó Adam.
—Por el amor de Dios, Adam, ¿siempre vas a ponerte a favor de Starbuck y en mi contra? ¿No cuenta nada para ti la lealtad a la familia? —rugió el coronel, y su hijo, abrumado por la dolorosa acusación, no contestó. Faulconer se encogió para evitar las tablillas con las que Danson estaba tratando de inmovilizar su antebrazo—. Te digo, Adam —siguió diciendo Faulconer—, que tu maldito amigo no es más que un asesino. Cristo, yo tendría que haber sabido que estaba podrido hasta la médula cuando nos contó aquella historia de ladrones y putas, pero confié en él por ti. Me propuse ayudarle por ti, y ahora Ethan está muerto y, te lo prometo, yo mismo le retorceré el cuello a Starbuck si tiene agallas para volver aquí.
—No podrás hacerlo, con ese brazo —comentó en tono seco el doctor Danson.
—¡Maldito sea el brazo, Billy! ¡No puedo tener desamparada a la Legión seis semanas!
—Necesitas descansar —declaró el doctor tranquilamente—, necesitas curarte. Si te esfuerzas demasiado, Washington, favorecerás la aparición de la gangrena. Tres semanas de ejercicio y estarás muerto. Déjame entablillarte ese brazo.
Un estruendo de mosquetería anunció el recibimiento de los virginianos de Jackson al enemigo. Se luchaba ahora en el altiplano de la casa de Henry, y la cresta plana de la colina aparecía rodeada de llamas y fogonazos. Los cañones confederados abrían grandes huecos en las filas de los asaltantes federales, pero la infantería nordista rodeó las baterías y las atacó desde atrás, y cañones nordistas que fueron desmontados de sus cureñas tomaron de enfilada la batería rebelde. El capitán Imboden, el abogado reconvertido en artillero, tenía la sensación de que una horda de puercos hambrientos hozaba el suelo en busca de trufas alrededor de su único cañón aún en servicio, rodeado por todas partes. Las bombas nordistas se hundían profundamente antes de estallar, pero algunas encontraron objetivos más sólidos. Una de las cureñas de Imboden había recibido un impacto directo, y uno de sus artilleros exhaló unos cortos y extraños gemidos cuando el borde dentado de un fragmento de proyectil desgarró sus intestinos. Otros artilleros fueron abatidos por la puntería de los francotiradores nordistas. Imboden preparaba ahora su único cañón empujando hasta el fondo del tubo un bote de metralla encima de una bala maciza. En el momento de tirar del acollador se echaba atrás, y los letales proyectiles acribillaban al regimiento nordista que avanzaba en medio del humo y el hedor.
Las banderas eran recuadros brillantes de color en medio del gris. Las barras y las estrellas avanzaban, en tanto que las tres barras de la Confederación tendían a retroceder, pero se detuvieron donde Thomas Jackson, con su Biblia manoseada a salvo en las alforjas de su silla de montar, ordenó que habían de detenerse. Los hombres de Jackson se mantuvieron firmes en medio de aquella humareda, y descubrieron que las odiadas horas de instrucción se habían transmutado en la batalla en movimientos eficaces realizados de forma automática, y que de alguna forma, a pesar del terror que embargaba a unos hombres rodeados por los lamentos de los heridos, los jadeos de los moribundos, los horrores de la carne desgarrada y de los amigos destripados, sus manos seguían empujando con la baqueta balas y cargas de pólvora, seguían alimentando con cápsulas de percusión las cámaras de sus fusiles, seguían apuntando, seguían disparando. Seguían luchando todavía. Estaban aterrorizados, pero habían sido entrenados y el hombre que los había entrenado les observaba ceñudo. Y por esa razón se mantuvieron firmes como un muro de piedra en lo alto de una colina.
Y el avance nordista se estrelló contra ese muro.
Los virginianos de Jackson deberían haber sido vencidos. Deberían haber sido barridos como una duna de arena batida por el mar, pero no sabían que la batalla está perdida y por eso siguieron luchando, e incluso avanzaron y los nordistas empezaron a preguntarse cómo se suponía que iban a vencer a aquellos bastardos, y el miedo germinó en los corazones nordistas, y los sudistas avanzaron un paso más sobre la hierba seca, chamuscada por los tacos ardiendo de los cartuchos. Los federales miraron atrás para pedir refuerzos.
Los refuerzos nordistas llegaron, pero también los sudistas se vieron reforzados cuando Beauregard se dio cuenta por fin de que todo su plan de batalla había sido un error monumental. Había fallado en casi todo lo que podía fallar un plan de batalla, pero ahora empezó a enmendar trasladando a toda prisa a los hombres de su inactivo flanco derecho hacia el altiplano situado junto a la casa de Henry. Por su parte, Irvin McDowell, irritado porque aquella tozuda defensa retrasaba el dulce momento de la victoria, envió a más y más hombres pendiente arriba, dentro del radio de acción del cañón del capitán Imboden y de la horrenda carnicería que causaba la metralla vomitada por Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y también dentro del alcance de los rifles y mosquetes del general Thomas Jackson.
Así empezó la verdadera matanza de aquel día.
Empezó debido a que una batalla de movimiento, de desborde por el flanco, de avance y retirada, se convirtió en una lucha de posiciones. El altiplano de la colina estaba desnudo de arbolado y carecía de trincheras o de muro, era tan solo un espacio abierto donde morir, y la muerte se ensañó en él con avidez. Los hombres cargaban y disparaban, caían y sangraban, maldecían y morían, y todavía más hombres subían al altiplano para aumentar la cosecha de la muerte. Dos líneas fijas de infantería se enfrentaban separadas por un centenar de pasos, y cada cual intentaba volarle las tripas a la otra. Hombres de Nueva York y de Nueva Hampshire, de Maine y de Vermont, de Connecticut y de Massachusetts disparaban contra hombres de Misisipí y de Virginia, de Georgia y las Carolinas, de Maryland y de Tennessee. Los heridos se arrastraban hacia atrás para tenderse en la hierba, los muertos eran empujados a un lado, las filas volvían a cerrarse en el centro, los regimientos se reducían, y el tiroteo continuaba bajo las banderas resplandecientes. Los nordistas, al disparar una y otra vez contra las líneas confederadas, sabían que les bastaba aplastar a este reducido ejército y capturar Richmond para que toda la palabrería sobre una Confederación Sudista se desintegrara como una calabaza podrida, en tanto que los sudistas, al devolver bala por bala, sabían que el Norte, después de ver derramada su sangre, se lo pensaría dos veces antes de atreverse a invadir de nuevo el soberano y sagrado suelo del Sur.
Y así, por las dos causas confrontadas, los hombres lucharon bajo sus banderas, aunque lo cierto es que en el bochorno sin brisas de aquel día los verdaderos trofeos fueron los cañones, porque el bando que consiguiera silenciar la artillería enemiga era el que más probabilidades tenía de ganar la batalla. Ningún cañón estaba emplazado detrás de parapetos ni refugios de uno u otro tipo, porque ninguno de los generales había planeado luchar en aquel altiplano raso, y los artilleros eran vulnerables al fuego de la infantería porque no había espacio en la cresta de la colina para mantenerlos a una distancia prudente. Fue una reyerta tripa contra tripa, de golpes bajos al vientre del contrario.
Los hombres cargaban contra cañones desprotegidos, y los cañones, rellenos de metralla letal, segaban las filas atacantes delante de sus mismísimas bocas, y más y más hombres se lanzaban a la carga. Luego, cuando ya el sol había rebasado el cénit de su órbita cegadora, un regimiento de Virginia, vestido con uniformes azules porque eran los únicos que pudo conseguir su coronel, vino a reforzar la izquierda confederada y vio enfrente una batería nordista. Los hombres avanzaron hacia ella. Los artilleros les vieron y les saludaron creyendo que eran también nordistas, y en el aire sofocante y humeante las tres barras de la Confederación tenían los mismos colores rojo, blanco y azul de la bandera de las barras y estrellas. Los artilleros nordistas, desnudos hasta la cintura y con el sudor formando estrías blancas en los torsos manchados de negro por la pólvora, y maldiciendo porque se quemaban las manos al tocar los tubos al rojo vivo de sus cañones, no prestaron mayor atención a aquellos infantes de uniforme azul que venían a prestarles apoyo contra la infantería enemiga.
—¡Apunten!
Todo el batallón de infantería de Virginia se había acercado hasta el alcance de un tiro de pistola por el flanco de la batería nordista. Los mosquetes se afirmaron en los hombros uniformados de azul. No había tiempo para volver los cañones de campaña, de modo que los artilleros se tendieron en el suelo, acurrucados debajo de sus cañones y cureñas, y se protegieron la cabeza con los brazos.
—¡Fuego!
Brotaron llamaradas en medio de la humareda gris, y los oficiales virginianos oyeron el tableteo de cientos de balas de mosquete al impactar en los tubos de hierro de los cañones o en las cajas de madera de las cureñas, y después los relinchos de cuarenta y nueve caballos moribundos, de los cincuenta de la batería. Los artilleros que sobrevivieron a la descarga dieron media vuelta y huyeron, mientras los virginianos cargaban con las bayonetas caladas y los cuchillos de caza. La batería fue capturada, y sus cañones quedaron salpicados de sangre.
—¡Volved los cañones! ¡Volved los cañones!
—¡A la carga!
Más sudistas avanzaron a la carrera, relucientes las bayonetas en la neblina gris de humo.
—¡Por nuestros hogares! ¡Por nuestros hogares! —gritaban, al tiempo que un estruendo de mosquetería les recibía; pero los nordistas estaban ahora en retirada. Una granada estalló en algún lugar entre las dos líneas, y la llamarada fulguró entre el humo—. ¡Por nuestros hogares!
Los nordistas contraatacaron. Un regimiento se precipitó sobre los cañones capturados y obligó a los virginianos a retroceder, pero la artillería recuperada era inservible para los federales porque los artilleros habían muerto a tiros o acuchillados por las bayonetas, y los caballos de tiro también estaban tendidos sin vida, de modo que ni siquiera les fue posible trasladar los cañones a otro lugar. Otros artilleros de otras baterías habían sido abatidos por francotiradores, y poco a poco los confederados avanzaban sus líneas y presionaban, y los nordistas oían aquel extraño grito plañidero, «¡Por nuestros hogares!», cada vez que atacaba la línea rebelde. Las sombras empezaban a alargarse y todavía más hombres trepaban por la ladera para sumarse a aquel terco horror.
James Starbuck llegó a lo alto de la colina. Ya no buscaba trofeos que su victorioso general pudiera poner a los pies del presidente. Había venido para averiguar qué era lo que iba mal en el altiplano envuelto en una nube de humo.
—Dígame qué es lo que está ocurriendo, Starbuck —había ordenado Irvin McDowell a su ayudante—. ¡Dese prisa!
McDowell había enviado a otros seis hombres con el mismo encargo, pero no se le pasó por la cabeza visitar el altiplano en persona. La verdad es que a McDowell le agobiaban el ruido y la incertidumbre, y lo único que esperaba era que algún ayudante volviera con la buena noticia de la victoria.
James apremió a su caballo a subir la ladera chamuscada por el bombardeo, y arriba encontró el infierno. Su caballo, sin guía adecuada, avanzó despacio hasta el lugar en el que un regimiento de Nueva York, recién desplegado en la ladera, marchaba con las bayonetas caladas hacia el frente enemigo, y a James le pareció de pronto que todo el frente sudista se alzaba en llamas, en un gran muro de llamas coronado por una espesa columna de humo, y los neoyorquinos se detuvieron de golpe en un temblor sísmico, y entonces les llegó otra descarga desde el flanco, de modo que los neoyorquinos retrocedieron, dejando sobre la hierba sus muertos y malheridos, y James vio subir y bajar las baquetas cuando los hombres intentaron responder al fuego, pero no tenían la menor oportunidad frente al fuego enemigo frontal y de enfilada que los diezmaba. El capitán James intentó animarles a avanzar, pero tenía la boca demasiado seca para poder pronunciar palabra alguna.
Y entonces el mundo de James desapareció de pronto. Su caballo saltó literalmente bajo su cuerpo, y alzó la cabeza para relinchar, al tiempo que se derrumbaba. Una granada sudista había explotado debajo de su vientre y destripado al animal, y James, aturdido, ensordecido y pidiendo a gritos auxilio, intentó torpemente apartarse de aquella masa desparramada de tripas, sangre, carne y cascos. Se alejó gateando y vomitó de golpe todo el contenido de su vientre hinchado. Siguió a gatas, con unas violentas y repetidas arcadas, y poco a poco consiguió ponerse en pie. Resbaló en un charco de sangre y cayó al suelo, se puso de nuevo en pie y se acercó tambaleante a la casa de madera que se alzaba en el centro del frente de batalla de los federales, y que parecía poder ofrecerle algún refugio. Pero al acercarse vio que aquel pequeño edificio estaba astillado, perforado y destrozado por las balas y las bombas. James se acurrucó detrás del cobertizo del patio e intentó reordenar sus ideas, pero en lo único que pudo pensar fue en el amasijo sanguinolento de carne de caballo sobre el que había caído. Los oídos todavía le zumbaban por la explosión.
Un soldado de Wisconsin, con la cara convertida en una máscara blanca, estaba sentado a su lado, y James se dio cuenta al rato de que parte de la cabeza del hombre había sido rebanada por un fragmento de granada y los sesos estaban al descubierto.
—No… —dijo James—, ¡no!
En el interior de la casa una mujer lloraba, y en algún lugar lejano parecía que era todo un ejército de mujeres el que lloraba. James se alejó del cobertizo y caminó a tropezones hacia un regimiento de infantería. Eran hombres de Massachusetts, su propia gente, y se quedó junto a su bandera; vio el montón de muertos que habían sido retirados detrás de las banderas, y justo en el momento en que él lo miraba otro hombre fue abatido. Las banderas eran una referencia fácil para los tiradores enemigos, una resplandeciente invitación a la muerte, pero tan pronto como el abanderado caía, otro hombre enarbolaba el asta y mantenía la enseña en alto.
—¡Starbuck! —gritó una voz. Era un mayor conocido por James como un severo y encarnizado fiscal de Boston, pero por alguna razón, aunque James debía de haber visto a aquel hombre semana tras semana en el Colegio de Abogados, no consiguió recordar su nombre—. ¿Dónde está McDowell? —gritó el mayor.
—Abajo, en el portazgo —contestó James, con un esfuerzo para conseguir parecer sereno.
—¡Tendría que estar aquí! —Una granada pasó silbando por encima de sus cabezas. El mayor, un hombre delgado de pelo gris con una barba bien recortada, se estremeció cuando la granada estalló en algún lugar a su espalda—. ¡Malditos sean!
¿Malditos, quiénes?, se preguntó James, y se asombró de haber empleado él mismo aquel juramento, aunque fuera en el silencio de sus pensamientos.
—¡Estamos atacando al tuntún! —intentó explicar el fiscal de Boston—. ¡No va a funcionar!
—¿Qué quieres decir?
James tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estampido continuo de la fusilería. ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Recordó que el fiscal se comportaba como un sabueso en los interrogatorios, y nunca dejaba irse a un testigo hasta haberle forzado a soltar todo lo que sabía, y también recordó que, en una famosa ocasión, aquel hombre había perdido los estribos delante del juez Shaw y se había quejado delante del tribunal de que Shaw era, desde el punto de vista intelectual y judicial, un estreñido, por cuyo desacato Shaw le había impuesto primero una multa, y luego le había mandado a freír espárragos. ¿Cómo se llamaba aquel hombre?
—¡Los ataques deberían coincidir! Necesitamos aquí a un general que coordine el asunto.
El mayor se interrumpió bruscamente.
James, a quien siempre incomodaban las críticas a la autoridad constituida, intentó explicar que el general McDowell era consciente sin la menor duda de lo que estaba ocurriendo, pero calló al ver que el mayor se tambaleaba. James le tendió la mano; el mayor la aferró con una fuerza demoníaca, y abrió la boca, pero en lugar de hablar dejó escapar una gran bocanada de sangre sobre la pechera del capitán.
—Oh, no… —consiguió decir el mayor, y se derrumbó a los pies de James. James empezó a temblar sin control. Esto era una pesadilla, y se sintió dominado por el terror más terrible, abyecto y vergonzoso.
—Dile a mi querida Abigail… —balbuceó el mayor moribundo, y dirigió a James una mirada patética, y James seguía sin poder recordar el nombre de aquel hombre.
—Que le diga a Abigail, ¿qué? —preguntó estúpidamente, pero el mayor había muerto, y James se soltó de la mano del cadáver y sintió una terrible tristeza al pensar que iba a morir sin haber conocido nunca los placeres de este mundo. Iba a morir allí mismo y nadie le echaría de menos en realidad, nadie sentiría un auténtico pesar por su muerte, y James alzó la vista al cielo y exhaló un gemido de autocompasión, y luego sacó a trompicones su revólver de la rígida pistolera de cuero, apuntó con él en dirección al ejército confederado, y apretó el gatillo una y otra vez, y sus balas desaparecieron en la nube de humo. Cada disparo era una protesta y una venganza por su propia naturaleza demasiado cautelosa.
El regimiento de Massachusetts avanzaba a sacudidas. Los hombres ya no mantenían la línea, sino que se juntaban en pequeños grupos que ahora zigzagueaban entre los muertos y los moribundos. Hablaban entre ellos mientras luchaban, se animaban unos a otros y se intercambiaban elogios y pequeñas bromas.
—¡Eh, rebeldes! ¡Ahí va una píldora de plomo para vuestros dolores de cabeza! —gritó un hombre, y disparó.
—¿Estás bien, Billy?
—Estos fusiles se atascan.
Las balas minié se expandían en el cañón del fusil cuando sus culotes huecos se hinchaban debido a los gases de la pólvora, y de ese modo se agarraban mejor a las estrías del ánima y se conseguía una precisión letal en la trayectoria del proyectil. Se suponía que la fricción de la bala, expandida al salir disparada en el interior del cañón del fusil, limpiaba los restos de pólvora quemada que pudieran quedar adheridos a las estrías, pero la teoría no funcionaba y la acumulación de esos residuos hacía que la carga del fusil resultara terriblemente dura para un hombre cansado.
—¡Aquí, rebelde! ¡Tengo algo para ti!
—¡Cristo! Esa ha pasado cerca.
—No vale la pena agacharse, Robby, cuando las oyes ya han pasado de largo.
—¿Alguien tiene una bala? ¿Podéis pasarme un cartucho?
A James le calmaron aquellas frases tranquilas, y se colocó cerca del grupo de hombres más próximo. El oficial que mandaba el regimiento de Massachusetts había empezado la jornada con el grado de teniente, y ahora gritaba a los supervivientes que avanzaran, y eso intentaron hacer, con gritos de desafío en las gargantas roncas, pero entonces dos cañones confederados de seis libras batieron el flanco abierto del regimiento con metralla, y las balas de mosquete llovieron sobre los supervivientes, diezmando los grupos de asaltantes y enrojeciendo la hierba resbaladiza con más sangre todavía. Los hombres de Massachusetts retrocedieron. James volvió a cargar su revólver. Estaba lo bastante cerca para distinguir las caras sucias del enemigo, para ver el blanco de los ojos en medio de la tez manchada de pólvora, para darse cuenta de sus uniformes desabrochados y sus camisas sueltas. Vio caer a un rebelde sujetándose la rodilla, y luego echarse atrás a rastras. Vio a un oficial rebelde con un largo bigote rubio que daba gritos de ánimo a sus hombres. Llevaba la guerrera abierta y sus pantalones estaban sujetos con un pedazo de cuerda. James apuntó con cuidado a aquel hombre y disparó, pero el humo de su revólver ocultó el efecto de su disparo.
Los cañones rebeldes retrocedieron pasando una vez más sobre las rodadas hundidas en el suelo, que tembló bajo sus ruedas; sisearon al contacto del agua cuando las bayetas limpiaron los tubos de metal ardiente, e hicieron fuego de nuevo agrandando la nube de humo que los envolvía, espesa como la niebla en Nantucket. Iban llegando más cañones desde el flanco derecho de Beauregard. El general rebelde se dio cuenta de que el desastre se había evitado, aunque no por nada que hubiera hecho él, sino solo porque sus granjeros y estudiantes de universidad y dependientes de comercio habían resistido el asalto nordista, y ahora contraatacaban a lo largo de toda la línea establecida por Jackson. Dos ejércitos no profesionales habían chocado, y la suerte se había decantado del lado de Beauregard.
El general Johnston había traído a sus hombres desde el valle de Shenandoah, pero, ahora que estaban aquí, su única tarea consistía en verlos morir. Johnston poseía una graduación superior a la de Beauregard, pero Beauregard había planeado esta batalla y conocía el terreno, en tanto que Johnston era un forastero aquí; y por eso permitió que Beauregard dirigiera las operaciones hasta el final. Johnston estaba preparado para asumir el mando si Beauregard caía, pero hasta entonces se limitaba a guardar silencio y a tratar de comprender las alternativas de aquel enorme acontecimiento, que había llegado a su clímax en lo alto de la colina. El general se dio cuenta con toda claridad de que el Norte había hecho caer en una trampa a Beauregard y le había desbordado por el flanco, pero también vio que las fuerzas sudistas estaban luchando con encarnizamiento y aún podían alzarse con la victoria. Johnston también comprendió que había sido el coronel Nathan Evans, un hombre de mala fama de Carolina del Sur, quien probablemente había salvado a la Confederación al plantarse con las escasas fuerzas a su mando en el camino del ataque de flanco nordista. De modo que fue a buscar a Evans para darle las gracias y felicitarlo, y de vuelta hacia el sector oriental pasó por el lugar donde el herido Washington Faulconer estaba tendido en el suelo con la espalda apoyada en una silla de montar. Faulconer llevaba el torso desnudo; el pecho estaba envuelto en vendas y el brazo derecho entablillado y manchado de sangre.
El general tiró de las riendas y miró con simpatía desde lo alto al coronel herido.
—Usted es Faulconer, ¿verdad?
Washington Faulconer levantó la vista hacia el brillo dorado de las charreteras, pero el sol, turbio por la neblina, quedaba detrás del jinete y no pudo distinguir la cara del hombre que le hablaba.
—¿Señor? —dijo en tono cansado, y empezó a pensar en los argumentos con los que explicaría el fracaso de su Legión.
—Soy el general Joseph Johnston. Nos vimos en Richmond hace cuatro meses, y también tuve el placer de cenar con usted en la casa de Jethro Sanders, el año pasado.
—Desde luego, señor.
Faulconer había esperado una reprimenda, pero el tono del general era más que afable.
—Lo veo en mal estado, Faulconer. ¿Es grave esa herida?
—Un rasguño de seis semanas, señor, así de sencillo.
El instinto de Faulconer le hizo adoptar el apropiado tono modesto, al tiempo que hacía esfuerzos desesperados por alegrar el ánimo a la vista de la maravillosa constatación de que el general Johnston no venía a abroncarle. Washington Faulconer no era tonto, y sabía que se había comportado mal o, por lo menos, que se le podía acusar de imprudencia por haber abandonado a su Legión y, en consecuencia, estar ausente de su puesto e incapaz de impedir el desastre causado por la traición de Starbuck y la impetuosidad de Bird. Pero el tono amistoso de Johnston parecía indicar que tal vez nadie se había dado cuenta de aquella deserción de sus obligaciones.
—De no haber sido por su sacrificio —dijo Johnston, y sus palabras fueron un bálsamo de Galaad en la autoestima de Faulconer y sumergieron al coronel en una felicidad absoluta—, la batalla estaría perdida desde hace más de dos horas. A Dios gracias estaba usted junto a Evans, es todo lo que puedo decir.
Faulconer abrió la boca para responder, no encontró nada que decir, y volvió a cerrarla.
—Los federales engañaron por completo a Beauregard —siguió diciendo Johnston alegremente—. Pensó que la cosa se decidiría en el flanco derecho, y desde el principio esos bellacos tenían la intención de golpearnos en este lugar. Pero sus muchachos se comportaron, y gracias sean dadas a Dios de que lo hicieron porque ustedes han salvado sin duda a la Confederación. —Johnston era un hombre exigente, puntilloso, y un militar profesional de larga experiencia, y parecía genuinamente conmovido al rendir aquel tributo—. ¡Evans me ha hablado de su bravura, Faulconer, y es para mí un honor saludarle!
De hecho, «Zancos» Evans había alabado la bravura de la Legión Faulconer, y no había mencionado en absoluto el nombre del coronel Washington Faulconer, pero se trataba de un simple malentendido que el propio Washington Faulconer no consideró necesario aclarar en ese preciso momento.
—Nos limitamos a hacer lo que pudimos, señor —consiguió decir Faulconer, mientras reescribía en su mente toda la historia de aquel día: cómo, desde el primer momento, había advertido que el flanco izquierdo rebelde iba a quedar peligrosamente desguarnecido. ¿No había salido a hacer un reconocimiento de los vados de Sudley al romper el alba? ¿Y no había dejado a su regimiento bien colocado para taponar el ataque enemigo? ¿Y no había resultado herido en el combate posterior?—. Me satisface haber podido ser de alguna utilidad, señor —añadió en tono modesto.
A Johnston le agradó la humildad de Faulconer.
—Es usted un valiente, Faulconer, y me ocuparé personalmente de que en Richmond se sepa quiénes han sido los verdaderos héroes de Manassas.
—Mis hombres han sido los verdaderos héroes, señor.
Tan solo diez minutos antes el coronel había estado maldiciendo a sus hombres, en especial a los músicos de la banda que habían perdido dos bombardinos carísimos y tres tambores en sus desesperados intentos de escapar a la persecución de los nordistas.
—Son todos buenos virginianos, señor —añadió, porque sabía que el propio Joseph Johnston era nativo del antiguo dominio.
—¡Mi saludo para todos ellos! —dijo Johnston, pero se quitó el sombrero solo ante Faulconer, antes de seguir a caballo su camino.
Washington Faulconer volvió a tenderse, arrullado por aquellos elogios. ¡Un héroe de Manassas! Incluso el dolor le pareció más soportable, aunque puede que se debiera a la morfina que el doctor Danson había insistido en que tragara. Pero aun así, ¡un héroe! Era una hermosa palabra, ¡y qué bien le sentaba a Faulconer! Y tal vez seis semanas en la casa de Richmond no estarían de más, siempre en el caso, por supuesto, de que la batalla se ganase y la Confederación sobreviviese. Pero con esa salvedad, sin duda un héroe tendría mejores oportunidades de ascenso si cenaba asiduamente con los gobernantes de su país. ¡Y qué chasco para mequetrefes como Lee, con su actitud obtusa! ¡Ahora tendrían que tratarle como a un héroe! Con una sonrisa triunfal, Faulconer miró a su hijo:
—Creo que te has merecido un ascenso, Adam.
—Pero…
—¡Silencio! No protestes.
El coronel siempre se sentía bien cuando se comportaba con generosidad, y en ese momento se sentía aún mejor por las florecientes esperanzas que le brindaba su nueva condición de héroe de Manassas. ¿Tal vez podría alcanzar el rango de general? Y sin duda encontraría tiempo para perfeccionar su Legión, que llegaría entonces a convertirse en la joya y el corazón de su nueva brigada. La Brigada Faulconer. El nombre sonaba bien, e imaginó a la Brigada Faulconer encabezando la marcha sobre Washington, presentando armas en el exterior de la Casa Blanca y dando escolta a un conquistador a caballo en un país humillado. Sacó un cigarro de la caja que tenía a su lado, y apuntó con él a Adam para subrayar la importancia de lo que iba a decir:
—Necesito que te hagas cargo de la Legión mientras yo me repongo. Quiero que te asegures de que Pecker no volverá a hacer locuras, ¿eh? De que no comprometerá a la Legión en alguna escaramuza insignificante. Además, la Legión tiene que quedar en manos de la familia. Y tú te has portado bien hoy, hijo, muy bien.
—Yo no he hecho nada, padre —protestó Adam con calor—, y ni siquiera estoy seguro…
—¡Vamos, vamos! ¡Silencio! —Washington Faulconer había visto acercarse al mayor Bird y no quería que Thaddeus fuese testigo de los cabildeos con su hijo—. ¡Thaddeus! —El coronel saludó a su cuñado con un calor inusual—. El general me ha pedido que te dé las gracias. ¡Te has portado bien!
El mayor Bird, que sabía muy bien que el coronel había estado furioso con él hasta hacía tan solo un instante, detuvo en seco sus zancadas y miró a su alrededor con ostentación, como si buscara a algún otro hombre llamado Thaddeus que pudiera ser objeto de las alabanzas del coronel.
—¿Se está dirigiendo a mí, coronel?
—¡Lo has hecho maravillosamente bien! ¡Te felicito! Has hecho exactamente lo que esperaba de ti, eso es, ¡exactamente lo que quería que hicieras! Has hecho que la Legión cumpliera con su deber a la espera de mi llegada. Todos creían que la batalla se localizaría en el flanco derecho, pero nosotros vimos más lejos, ¿eh? Lo hemos hecho bien, muy bien. Si no tuviera el brazo roto, te daría un apretón de manos. ¡Bien hecho, Thaddeus, bien hecho!
Thaddeus Bird consiguió reprimir la risa, aunque su cabeza se movió nerviosa atrás y adelante como si estuviera a punto de prorrumpir en uno de sus malignos cacareos.
—¿Debo comprender que tú también mereces ser felicitado? —consiguió decir por fin, sin echarse a reír.
El coronel disimuló su ira por la desvergüenza de su cuñado.
—Creo que nos conocemos el uno al otro lo bastante bien para ahorrarnos elogios recíprocos, Thaddeus. Pero puedes estar seguro de que tu nombre saldrá a relucir cuando yo esté en Richmond.
—No he venido aquí para dispensarte mi admiración —dijo Thaddeus Bird con una sinceridad carente de tacto—, sino para sugerirte que enviemos a un grupo de hombres a buscar agua. Los hombres están resecos.
—¿Agua? Por supuesto, agua. Después, tú y yo tenemos que reunirnos y decidir lo que necesitamos para el futuro. Little me dice que hemos perdido algunos instrumentos de música, y no podemos permitirnos perder tantos caballos de oficiales cada vez que entremos en batalla.
¿Instrumentos de música? ¿Caballos? Thaddeus Bird miró boquiabierto a su cuñado preguntándose si de alguna forma, por el conducto del hueso roto, no se le habría vaciado la sesera a Faulconer. Lo que necesitaba la Legión, decidió Thaddeus Bird mientras el coronel seguía divagando, era un manual McGuffey sobre los rudimentos de la milicia, una cartilla elemental sobre tiro con fusil e instrucción, pero sabía que no sería oportuno decirlo. Los elogios de algún bobo habían dado pábulo a la enorme autocomplacencia de Faulconer, que sin duda ya se veía a sí mismo como el conquistador de Nueva York. Bird intentó hacer descender a la tierra al coronel con una pequeña dosis de realidad.
—¿Quieres la lista del carnicero, Faulconer? —interrumpió al coronel—. ¿La lista de nuestros muertos y heridos?
De nuevo Washington Faulconer hubo de disimular su irritación.
—¿Es mala? —preguntó con cautela.
—No se me ocurre nada con lo que compararla, y por desgracia está incompleta. Hemos perdido la pista de muchos hombres en el curso de tu brillante victoria, pero sabemos de cierto que por lo menos una veintena de ellos han muerto. El capitán Jenkins nos ha dejado, y también el pobre Burroughs. Supongo que le escribirás unas letras a su viuda. —Bird hizo una pausa, pero no recibió respuesta alguna, de modo que se encogió de hombros y continuó—: Desde luego, puede que haya más muertos ahí fuera. Sabemos que hay veintidós hombres heridos, algunos de una gravedad atroz…
—Veintitrés —le interrumpió el coronel, y ofreció a Bird una sonrisa modesta—. Yo me cuento a mí mismo como miembro de la Legión, Thaddeus.
—Yo también, Faulconer, y ya te había contado entre nuestros héroes. Como he dicho, veintidós, algunos de ellos muy graves. Masterson no sobrevivirá, y Norton ha perdido las dos piernas, de modo…
—No necesito que me des todos los detalles —dijo Faulconer impaciente.
—Y tenemos a setenta y dos hombres desaparecidos —siguió Bird estoico con las malas noticias—. No necesariamente los hemos perdido para siempre; el chico de Turner MacLean apareció hace apenas cinco minutos después de pasar casi dos horas dando vueltas por el campo de batalla…, ese chico nunca ha tenido ni una pizca de sentido común. Otros probablemente han muerto y no volverán. Me han dicho que Ridley murió.
—Fue asesinado —corrigió el coronel.
—¿De verdad fue asesinado? —Bird ya había oído la historia, pero quiso provocar al coronel.
—Fue asesinado —corroboró el coronel—, y yo fui testigo, y lo harás constar así en los libros del regimiento.
—Si alguna vez los encontramos —señaló Bird, feliz—. Al parecer hemos perdido todo el bagaje.
—¡Fue asesinado! ¿Me oyes? —Faulconer voceó la acusación con tanto ímpetu que una punzada de dolor recorrió su pecho herido—. Eso es lo que escribirás. Que fue asesinado por Starbuck.
—Y Starbuck está entre los desaparecidos —continuó Bird, alegre—. Lamento mucho tener que decirlo.
—¿Lo lamentas? —Había algo muy peligroso en el tono de voz del coronel.
—Tú deberías lamentarlo también —dijo Bird, sin hacer caso del tono del coronel—. Starbuck probablemente salvó tus preciadas banderas, y es seguro que impidió que Adam fuera ejecutado o hecho prisionero. ¿No te lo ha contado Adam?
—He intentado decírtelo, padre —apuntó Adam.
—¡Starbuck se ha largado! —dijo el coronel sin ninguna inflexión en la voz—. Y de estar él aquí, te ordenaría que lo arrestaras por asesinato. Yo le vi matar a Ridley. ¡Le vi! ¿Me has oído, Thaddeus? —De hecho la mitad de la Legión pudo oír al coronel, que hervía de indignación al recordar la muerte del pobre Ridley. ¡Buen Dios!, pensó Faulconer, ¿es que ninguno de aquellos hombres le creía cuando les decía que había visto a Starbuck disparar los tiros que acabaron con la vida de Ridley? ¡El coronel se había vuelto en la silla de montar y le vio disparar su revólver! ¿Y ahora Pecker Bird quería presentar a aquel bostoniano como una especie de héroe? ¡Cristo, pensó el coronel, pero si él mismo era el héroe de Manassas! ¿No se lo había dicho el general Johnston?—. ¿Dices que hemos perdido al pobre Rosswell Jenkins? —preguntó, cambiando deliberadamente de tema.
—Quedó literalmente desintegrado por una granada —confirmó Bird, y luego volvió tercamente al tema anterior—. ¿De verdad me estás ordenando que arreste a Starbuck por asesinato?
—¡Si lo encuentras, sí! —gritó el coronel, y torció el gesto cuando una nueva punzada de dolor recorrió su brazo—. ¡Por el amor de Dios, Thaddeus!, ¿por qué siempre has de armar un condenado alboroto tan grande por todo?
—Porque alguien ha de hacerlo, coronel, alguien ha de hacerlo.
Bird sonrió y dio media vuelta mientras a su espalda, en un altiplano cercado por el fuego, la batalla llegaba por fin a su punto de inflexión.
* * *
James Starbuck nunca llegó a entender del todo por qué se quebró la línea nordista, solo recordaba que de repente un pánico desesperado se apoderó de las tropas federales hasta que, desaparecida toda apariencia de orden, solo quedó el pánico, y el ejército de McDowell se dio a la fuga.
Nada de lo que habían hecho consiguió desalojar a los regimientos sudistas del altiplano. Ningún asalto pudo ganar terreno suficiente para apuntalar el éxito posterior de nuevas tropas de refuerzo, y los ataques nordistas fueron rechazados una y otra vez, y cada rechazo engrosó el número de muertos y de moribundos tendidos en líneas irregulares, como algas que marcaran el límite alcanzado por la marea de cada asalto federal.
La munición acabó por escasear en algunos regimientos nordistas. Los sudistas, empujados hacia su propio bagaje, distribuían más y más cajas de cartuchos a sus tropas, y en cambio los suministros del Norte seguían aún al este del Bull Run y cada galera, o cureña, o tren de munición tenía que cruzar el tapón de tráfico que se había formado alrededor del puente de piedra, y con demasiada frecuencia, incluso cuando la munición llegaba a lo alto de la colina, resultaba ser inadecuada, de modo que tropas armadas con rifles del 58 recibían munición de mosquete del 69, y al quedar sus rifles en silencio se retiraban y dejaban un hueco en la línea del frente nordista, que era ocupado de inmediato por los rebeldes uniformados de gris.
En ambos bandos, los rifles y los mosquetes se atascaron o se rompieron. Los conos a través de los cuales se transmitía la ignición de las cápsulas de percusión a la carga de pólvora se rompían con mucha frecuencia, pero a medida que los sudistas avanzaban pudieron recoger las armas de los muertos del Norte y seguir de ese modo la matanza. Sin embargo, los nordistas siguieron luchando. Los cañones de sus rifles y mosquetes estaban sucios de los residuos de la pólvora quemada, de modo que cada nuevo disparo significaba un gran esfuerzo para atacar la carga con la baqueta, y el día era caluroso y el aire estaba impregnado del humo acre de la pólvora, de modo que las bocas y las gargantas de aquellos hombres cansados estaban resecas, tenían los hombros magullados por el retroceso de sus pesadas armas de fuego, las voces roncas de tanto gritar, los ojos enrojecidos por el humo, los oídos les zumbaban por el estruendo continuo de los grandes cañones, y los brazos les dolían por el esfuerzo de empujar las balas hasta el fondo de los cañones sucios de sus fusiles; pero siguieron luchando. Sangraban y luchaban, maldecían y luchaban, rezaban y luchaban. Algunos de aquellos hombres parecían aturdidos, se quedaban parados de pie, con la boca y los ojos abiertos, sin hacer caso de los gritos de sus oficiales ni del estruendo discordante de las balas, las bombas, las granadas y los alaridos.
James Starbuck había perdido totalmente el sentido del tiempo. Cargaba su revólver, disparaba y volvía a cargarlo. Apenas sabía lo que estaba haciendo, solo que cada tiro suyo podía salvar a la Unión. Estaba aterrorizado, pero seguía luchando y, cosa extraña, se infundía a sí mismo valor pensando en su hermana pequeña. Había decidido que Martha era la única persona que lloraría por él, y no podía mostrarse indigno de su afecto, y esa resolución era lo que le mantenía en su puesto, luchando como un soldado raso, disparando y cargando, disparando y cargando, y repitiéndose continuamente el nombre de Martha en voz alta como un talismán que mantenía intacto su valor. Martha era la hermana que, por su carácter, más se parecía a Nathaniel, y allí de pie rodeado de muertos y heridos James se habría echado a llorar porque Dios le había negado a él el don de la osadía descarada de Martha y de Nathaniel.
Luego, en el momento en que introducía la última de sus pequeñas cápsulas de percusión en el cono de su revólver, se extendió un clamor a lo largo de la línea sudista y, al levantar los ojos, James vio que todo el frente enemigo saltaba adelante. Estiró su dolorido brazo magullado y apuntó con el revólver hacia lo que le pareció una numerosa horda de ratas grises, pintadas de negro por las quemaduras de la pólvora, que se le echaba encima.
Entonces, mientras murmuraba el nombre de su hermana y se encogía a medias al pensar en el ruido que iba a hacer su revólver, se dio cuenta de que estaba completamente solo.
Donde un momento antes había habido una batalla, ahora solo había una huida desordenada.
El ejército federal había vuelto la espalda y corría.
Los hombres se empujaban unos a otros ladera abajo, perdida toda disciplina. Tiraban al suelo rifles y mosquetes, bayonetas y mochilas, y corrían. Unos corrían hacia el norte, en dirección a los vados de Sudley, y otros hacia el puente de piedra. Unos pocos intentaron enfrentarse a la carga, y gritaron a sus camaradas del Norte que formaran en línea y se mantuvieran firmes, pero esos pocos fueron barridos por los muchos. Presas del pánico, las tropas inundaban los campos situados a ambos lados del camino del portazgo por el que un cañón montado en su cureña, con los caballos que tiraban de él lanzados a un galope frenético, atropellaba a los hombres de a pie con sus ruedas forradas de hierro. Otros hombres utilizaban las astas de las banderas como lanzas con las que abrirse paso hacia el río.
La carga rebelde se detuvo en el límite del altiplano. Una última descarga de fuego de mosquete aceleró la retirada de los nordistas, pero en el bando rebelde nadie contaba con las fuerzas necesarias para continuar la persecución. En lugar de hacerlo, se solazaron en el pausado disfrute de su victoria y en la precipitada fuga de la horda a la que veían correr espantada debajo de ellos. Los artilleros rebeldes adelantaron su cañón superviviente hasta el borde del altiplano, y las granadas sudistas zumbaron en el aire de la tarde calurosa para estrellarse levantando columnas de polvo y humo tanto en el abarrotado camino del portazgo como en los bosques situados más allá. Una de las granadas estalló en el aire sobre el puente de madera por el que el camino cruzaba el afluente de aguas profundas del Run, en el momento en que pasaba una carreta. Los caballos del tiro, heridos y espantados, forcejearon para salir de allí, pero el proyectil había destrozado una de las ruedas delanteras y el pesado vehículo volcó, el eje roto se incrustó en el suelo de madera y la mole de la carreta cruzada se atascó sin remedio, ocupando todo el ancho del puente entre los dos parapetos de madera; de modo que la principal vía de escape del ejército nordista quedó bloqueada, y más granadas empezaron a estallar en medio de los federales en fuga. Los cañones, los carruajes, las cureñas y los carromatos que aún estaban en la orilla izquierda del Bull Run fueron abandonados, cuando sus conductores huyeron para ponerse a salvo. Un proyectil estalló en el lecho del río, y escupió toneladas de agua. Más granadas cruzaron silbando el aire, lo que provocó que la masa de hombres enloquecida por el pánico se aventurara en un revoltijo desordenado a bajar por la orilla escarpada y resbaladiza del río para cruzar la rápida corriente del Run. Muchos hombres se ahogaron en el intento, empujados por sus propios camaradas desesperados. Otros cruzaron como pudieron la profunda corriente, y consiguieron ponerse a salvo y correr después hacia Washington.
Nathaniel Starbuck había presenciado la desbandada que se inició en el borde del altiplano. Al principio no creyó lo que estaba viendo, luego la incredulidad se transformó en asombro. El sargento que vigilaba a los prisioneros echó una mirada a la ladera de la colina y se marchó corriendo. Un nordista herido que se estaba recuperando en el patio se fue también cojeando, apoyado en su mosquete a modo de muleta. El doctor de la barba roja se asomó a la puerta con su delantal salpicado de sangre, echó una ojeada incrédula a la escena, y volvió dentro a ocuparse de sus pacientes.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó a Starbuck uno de los prisioneros rebeldes, como si un oficial debiera estar enterado de la etiqueta a seguir por una chusma de derrotados en el caso de una repentina victoria.
—Vamos a quedarnos aquí callados y a ser buenos chicos —fue el consejo de Starbuck. Había nordistas que pasaban por la casa en su huida, y algunos miraban furiosos a los prisioneros sudistas—. Seguid sentados, no os mováis, esperad.
Vio un cañón de campaña nordista que bajaba del altiplano. El capitán de la batería había conseguido reunir un tiro de cuatro caballos que, con las grupas rezumando sangre por los latigazos de sus aterrorizados conductores, galopaban sin tregua por la pendiente arrasada por las bombas, con los artilleros encaramados al estrecho asiento de la cureña y aferrados con todas sus fuerzas a las asas metálicas. Los caballos galopaban espantados, con los ojos en blanco. El cañón mismo, enganchado detrás de la cureña, dio un bote peligroso al atravesar un pequeño arroyo al pie de la colina; el conductor tiró de las riendas, los caballos giraron demasiado deprisa para tomar el camino del portazgo, y Starbuck vio horrorizado que primero el cañón y luego la cureña se alzaban de lado, volcaban y patinaban por el camino hasta estrellarse contra los árboles del otro lado del patio. Hubo un instante de silencio, y luego los gritos de dolor desgarraron el aire húmedo.
—Oh, Cristo.
Un herido se volvió espantado para no ver la carnicería. Un caballo, con las dos patas traseras rotas, forcejeaba por salir de debajo de aquella ruina ensangrentada. Uno de los artilleros había quedado atrapado debajo de la cureña e intentaba arrancar los leños astillados que le empalaban. Un sargento de infantería, sin hacer caso del herido, cortó las correas de un caballo ileso, desenganchó las cadenas y saltó sobre su lomo. Una bala de cañón cayó de la cureña partida y rodó por el camino, mientras los caballos heridos gemían a coro con el artillero moribundo.
—Oh, Dios, no.
Uno de los prisioneros acurrucados en el patio en sombra era un virginiano de la costa, que ahora recitaba una y otra vez el padrenuestro. Los terribles gemidos siguieron hasta que un oficial nordista se acercó a los animales heridos y les disparó a uno detrás de otro en la cabeza. Le costó cinco disparos, pero los animales murieron y solo quedó gimiendo, jadeando, retorciéndose, el artillero empalado por los radios astillados de la rueda de la cureña. El oficial aspiró hondo.
—¡Soldado!
El hombre debió de reconocer el tono de autoridad, porque calló solo un segundo, y ese segundo fue todo lo que necesitó el oficial. Apuntó su revólver, apretó el gatillo y el artillero quedó tendido en silencio. El oficial nordista se estremeció, arrojó lejos el revólver vacío y se alejó llorando. El mundo pareció enmudecer de pronto. Olía a sangre, pero el silencio se mantuvo hasta que el chico de la costa recitó una vez más el padrenuestro, como si la repetición de aquellas palabras pudiera salvar su alma.
—¿Estáis bien, muchachos? —gritó un oficial de uniforme gris que se acercaba al galope al cruce de caminos.
—Estamos perfectamente —dijo Starbuck.
—¡Les hemos dado una zurra, chicos! ¡Una buena zurra! —alardeó el oficial.
—¿Quiere una manzana, señor? —Uno de los prisioneros ahora liberados, un chico de Carolina del Sur, se había puesto a revolver las mochilas caídas de la cureña del cañón estrellado, y sacó algunas manzanas de entre aquel amasijo de sangre, hierros torcidos y maderas astilladas. Tendió al oficial eufórico una brillante manzana roja—. ¡Vaya y zúrreles un poco más!
El oficial cogió la manzana. Detrás de él, las primeras tropas de infantería sudistas avanzaban hacia el Bull Run. Starbuck pasó un rato contemplándolas; luego se levantó y dio media vuelta. La lotería de la guerra había vuelto a favorecer a Starbuck, y todavía le quedaba una promesa por cumplir.
* * *
Hombres cansados recogían a hombres heridos, por lo menos a los que conseguían encontrar. Algunos de los heridos habían quedado tendidos en medio del bosque, olvidados entre la maleza y condenados a una muerte lenta. Hombres sedientos buscaban agua, mientras otros bebían el líquido asqueroso de los cubos en los que estaban aún sumergidas las bayetas de los cañones y se tragaban los restos de pólvora que flotaban en aquel líquido caliente y salado. La ligera brisa se hizo ahora más viva, y avivó las llamas de las fogatas que encendían los hombres con las culatas rotas de los mosquetes y los postes de las cercas.
Los rebeldes no estaban en condiciones de perseguir a las tropas federales, de modo que permanecieron en el campo de batalla contemplando con un pasmo aturdido el botín de la victoria: cañones, carros, trenes de munición, pilas de equipo y víveres capturados, y hordas de prisioneros. Entre estos estaba un gordo congresista de Rochester, Nueva York; lo encontraron intentando ocultar su enorme tripa detrás de un tierno arbolito, y fue conducido al cuartel general, donde despotricó sobre la importancia de su posición y exigió ser liberado. Un soldado de Georgia, flaco como un alambre, le dijo que cerrara su gorda boca antes de que le cortara su gorda lengua, la guisara y la sirviera con salsa de manzana; y el congresista calló de inmediato.
Al atardecer, los rebeldes cruzaron el Run y capturaron el cañón rayado de campaña Parrott de treinta libras que había dado la señal del comienzo de la contienda al amanecer. Los nordistas abandonaron veintiséis cañones más, y casi toda su impedimenta. Los soldados sudistas encontraron uniformes de gala cuidadosamente doblados y empaquetados para la entrada triunfal en Richmond, y un soldado de Carolina del Norte se paseó orgulloso exhibiendo toda la parafernalia de un general yanqui, incluidos el sable, las charreteras, el fajín y las espuelas. Se saquearon los bolsillos de los muertos en busca de un magro botín de peines, naipes, testamentos, navajas y monedas. Algunos afortunados encontraron cadáveres más ricos, uno de ellos con un pesado reloj de oro y su correspondiente cadena, también de oro, y otro que tenía en el dedo un anillo de boda con un rubí. Se desecharon los daguerrotipos de esposas y novias, padres e hijos, porque los vencedores no buscaban recuerdos de afectos rotos, sino solo monedas y cigarros, plata y oro, buenas botas, camisas finas, cinturones, hebillas o armas. Se organizó rápidamente un cambalache con ese botín; se vendían gemelos de campaña de oficial por un dólar, sables por tres, y revólveres Colt de cincuenta dólares por cinco o seis. El precio mayor se pagó por las fotografías con posados que mostraban a damas de Nueva York y de Chicago desprovistas de ropa. Algunos hombres se negaron a mirarlas por temor al fuego del infierno, pero por regla general aquellas imágenes pasaron de mano en mano, y todos se maravillaban del botín que les correspondería si llegaban a invadir el Norte rico, bien alimentado y lujoso que criaba a tales mujeres y decoraba unas alcobas tan elegantes. Médicos del Norte y del Sur trabajaron juntos en hospitales de sangre improvisados en granjas próximas al chamuscado y destrozado campo de batalla. Los heridos se lamentaban, y las piernas, brazos, manos y pies amputados se amontonaban en los patios junto a los muertos, que eran apilados como haces de leña a la espera de unas fosas que habrían de esperar al día siguiente para cavarse.
Anochecía ya, y James Starbuck aún no había sido apresado. Se había ocultado en un grupo de árboles, y ahora se arrastraba por el fondo de una zanja profunda hacia el Bull Run. Su mente era un caos. ¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo podía haberse producido la derrota? Era algo amargo, terrible, vergonzoso. ¿Tan poco le importaba a Dios la justicia como para permitir ese horrible castigo a los Estados Unidos? Nada tenía sentido.
—Yo de ti no daría ni un paso más, yanqui —dijo una voz alegre por encima de él—, porque eso que tienes delante es hiedra venenosa, y sin ella ya tienes bastantes problemas.
James levantó la mirada y vio a dos jóvenes sonrientes que, sospechó, llevaban ya varios minutos observándole.
—Soy un oficial —consiguió decir.
—Encantados de conocerte, oficial. Yo soy Ned Potter y este es Jake Spring, y ese de ahí nuestro perro Abe. —Potter señaló a un desastrado perro mestizo que llevaba sujeto por una cuerda—. Ninguno de los tres somos oficiales, pero tú eres nuestro prisionero.
James se puso en pie e intentó sacudirse las hojas muertas y el agua embarrada del uniforme.
—Mi nombre… —empezó a decir en su estilo oficinesco, pero se interrumpió. ¿Qué sería del hijo de Elial Starbuck en las tierras del Sur? ¿Lo lincharían? ¿Harían con él las cosas terribles que su padre decía que todos los sudistas hacían con los héroes y los emancipadores?
—No nos importa tu nombre, yanqui, solo lo que llevas en los bolsillos. Jake, Abe y yo somos pobres en este momento. Hasta ahora solo hemos capturado a dos chicos de Pennsylvania que no tenían nada más que unos bizcochos de maíz y tres centavos roñosos entre los dos. —El mosquete se alzó y la sonrisa se hizo más amplia—. Tú puedes darnos ese revólver para empezar.
—¡Buchanan! —soltó de pronto James el nombre—. ¡Miles Buchanan!
Ned Potter y Jake Spring miraban sin comprender a su prisionero.
* * *
—¡Un fiscal! —explicó James—. ¡Llevo todo el día intentando acordarme de su nombre! En una ocasión llamó estreñido al juez Shaw. Estreñido intelectualmente, es decir… —Su voz se fue apagando al darse cuenta de que el pobre Miles Buchanan estaba muerto ahora, Abigail Buchanan era viuda y él mismo había sido hecho prisionero.
—Danos ya el revólver, yanqui.
James le tendió el revólver ennegrecido y luego vació sus bolsillos. Llevaba encima dieciocho dólares en monedas, un Nuevo Testamento, un buen reloj con su cadena, un par de gemelos de ópera plegables, una caja de plumillas, dos cuadernos de notas y un pañuelo fino de lino con sus iniciales bordadas por su madre. Ned Potter y Jake Spring estaban encantados con la suerte que habían tenido, pero James solo sentía una terrible humillación. Había caído en las manos de sus enemigos más acerbos, y lloraba la derrota de su país.
A kilómetro y medio del lugar donde James era víctima del pillaje, Nathaniel Starbuck buscaba un prado agujereado por los conos de las bombas y pisoteado por los cascos de los caballos. Los yanquis se habían ido hacía mucho de aquel lugar y el prado estaba vacío, a excepción de los muertos. En aquellos pastos, Washington Faulconer le había golpeado con su fusta, y allí había muerto Ethan Ridley.
Encontró a Ridley más cerca de la línea de los árboles de lo que recordaba, pero supuso que todos sus recuerdos de la batalla eran confusos. El cadáver era un horrible deshecho de sangre y huesos, carne destrozada y piel ennegrecida. Los cuervos habían empezado ya su festín, pero se apartaron revoloteando a regañadientes cuando Starbuck llegó junto al cuerpo, que había empezado a heder. La cabeza de Ridley era aún reconocible, y su barbita puntiaguda estaba extrañamente limpia de sangre.
—Hijo de puta —dijo Starbuck en tono cansino y sin auténtica rabia, pero recordó la cicatriz en la cara de Sally y el hijo que perdió, y las violaciones y las palizas que había tenido que soportar solo para que aquel hombre pudiera verse libre de ella, y el insulto le pareció adecuado para señalar aquel momento.
El hedor dulzón y nauseabundo de la muerte se acentuó cuando Starbuck se agachó junto al cadáver. Se revistió de coraje y alargó la mano hacia lo que quedaba de su enemigo. A Dios gracias, pensó, y tiró del cuello de la guerrera de Ridley para liberar los jirones de aquella prenda del cadáver sanguinolento. En ese momento, algo surgido de lo hondo del despojo sonó con una especie de gorgoteo que estuvo a punto de hacer vomitar a Starbuck. La guerrera no acababa de separarse del amasijo de carne y huesos, y Nate se dio cuenta de que tendría que desabrochar el cinturón de cuero que aún ceñía la cintura del cuerpo eviscerado. Hundió los dedos en aquella espantosa jalea fría, y encontró la hebilla. La desabrochó, dio un tirón y una porción del cadáver se desplazó hacia un lado dejando al descubierto el revólver que Ridley había disparado contra Starbuck.
Era la preciosa arma inglesa de empuñadura de marfil que Washington Faulconer mostró a Starbuck en su estudio de Seven Springs. Estaba empapada de la sangre de Ridley, pero Starbuck la limpió en la hierba, la frotó con la manga de su guerrera y colocó aquel hermoso revólver en su propia pistolera vacía. Luego sacó la caja de los fulminantes y la cartuchera del cinturón de Ridley. Había también una docena de dólares en monedas en la caja, y los metió en sus propios bolsillos empapados de sangre.
Pero no había ido hasta allí solo para despojar el cuerpo de su enemigo, sino para recuperar un tesoro. Se limpió los dedos en la hierba, aspiró hondo y volvió a rebuscar entre los jirones ensangrentados de la guerrera gris. Encontró un portafolios de piel que, al parecer, guardaba un dibujo, pero el papel estaba ahora tan manchado de sangre que era imposible adivinar la imagen representada en él. Había otros tres dólares de plata en el bolsillo, y una bolsita de piel empapada de sangre, que Starbuck se apresuró a abrir.
El anillo estaba allí. Parecía de poco valor a la luz mortecina del crepúsculo, pero era el anillo que buscaba, el anillo de plata francés que había pertenecido a la madre de Sally y que Starbuck guardó ahora en su propio bolsillo al tiempo que se incorporaba.
—Hijo de puta —repitió, y se alejó de allí. Algo más arriba pasó junto al caballo muerto de Ridley. Al otro lado del valle, el humo de las fogatas encendidas en lo alto de la colina cubría con un velo translúcido la puesta de sol.
Ya oscurecía cuando Starbuck ascendió la colina hacia el lugar donde vivaqueaba el exhausto ejército sudista. Algunos oficiales habían intentado sacar a sus hombres del altiplano para acampar en algún lugar de la ladera que no apestara a sangre, pero los hombres estaban demasiado cansados para moverse. Se sentaron alrededor de sus fogatas y comieron pan duro y tocino frío capturados al enemigo. Un hombre tocaba un violín, y sus notas teñían de melancolía el gris atardecer. Las colinas más lejanas se habían oscurecido ya, y las primeras estrellas titilaban pálidas y finas en el cielo despejado. Un regimiento de Georgia celebraba un servicio religioso, y las voces profundas de los hombres entonaban un himno de acción de gracias por la victoria.
A Starbuck le costó una hora encontrar a la Legión. Casi era ya noche cerrada entonces, pero vio la cara inconfundible de Pecker Bird a la luz de un fuego alimentado con una docena de postes de un cercado, que asomaban de entre las llamas dispuestos como los radios de una rueda. Cada uno de los hombres sentados alrededor del fuego era el responsable de un poste, e iba empujándolo hacia el fuego a medida que se consumía. Los hombres que rodeaban el fuego eran todos oficiales, y alzaron la vista asombrados al ver aparecer a Starbuck cojeando a la luz de las llamas. Murphy hizo un alegre gesto de saludo al bostoniano, y Bird sonrió:
—¿De modo que está vivo, Starbuck?
—Eso parece, mayor.
Bird encendió un cigarro y se lo pasó a Starbuck, que lo tomó, aspiró el humo y le dio las gracias.
—¿Es tuya toda esa sangre? —preguntó Murphy a Starbuck, cuyo uniforme estaba acartonado por la sangre seca de Ridley.
—No.
—Pues el resultado es espectacular —dijo Bird benévolamente burlón, y luego se volvió hacia el otro lado—: ¡Coronel!
El coronel Faulconer, ahora con la camisa y la guerrera desabrochadas arropando su brazo herido, estaba sentado fuera de su tienda. Había armado un enorme escándalo sobre el bagaje perdido de la Legión, y finalmente una patrulla enviada de mala gana a buscarlo encontró a Nelson, el ordenanza del coronel, vigilando aún el equipaje personal de Faulconer, que había conseguido esconder de los asaltantes yanquis. Buena parte del resto de la impedimenta había desaparecido, robada por oleadas sucesivas de nordistas y sudistas, pero la tienda del coronel se había salvado, y en su interior había un catre de campaña y mantas. Adam estaba tendido ahora en el catre, y su padre sentado sobre un barril a la puerta de la tienda.
—¡Coronel! —llamó de nuevo Bird, y su insistencia hizo que por fin Washington Faulconer levantara la vista—. Buenas noticias, coronel. —Bird tenía que hacer esfuerzos para no soltar una carcajada al cometer aquella travesura—. Starbuck está vivo.
—¡Nate! —Adam aferró la muleta improvisada que le había cortado uno de los hombres de un bosquecillo próximo e intentó incorporarse, pero su padre se lo impidió.
Faulconer se puso en pie y se acercó al fuego. Un capitán de Estado Mayor a caballo eligió ese preciso momento para aproximarse al campamento desde la otra punta del altiplano, pero el capitán, que traía un mensaje para el coronel Faulconer, se dio cuenta de la tensión existente alrededor de aquella fogata y detuvo su caballo para observar lo que ocurría.
Faulconer atisbo a través de las llamas y se estremeció al ver el horrendo aspecto de Starbuck. El uniforme del norteño estaba tieso, manchado de sangre oscura que había empapado hasta la última costura o pliegue de la guerrera, que parecía negra a la luz del fuego. Starbuck tenía el aspecto de una criatura de pesadilla, pero saludó con bastante cortesía al tiempo que exhalaba una bocanada de humo al aire de la noche.
—Buenas noches, coronel.
Faulconer no contestó. Bird encendió otro cigarro para sí mismo, y miró a Starbuck.
—El coronel se preguntaba cómo murió Ridley, Starbuck.
—Fue alcanzado de lleno por una granada, coronel. No ha quedado nada de él, salvo un montón de huesos y sangre —dijo Starbuck en tono despreocupado.
—¿Es eso lo que desea que ponga en el libro, coronel? —preguntó Thaddeus Bird con fingida inocencia—. ¿Que Ridley causó baja por fuego de artillería?
Washington Faulconer miraba a Starbuck con una expresión que parecía de odio, pero tampoco ahora parecía dispuesto a contestar.
Bird se encogió de hombros.
—Antes, coronel, me ordenó usted arrestar a Starbuck por asesinato. ¿Quiere que lo haga ahora mismo? —Bird esperó la respuesta, pero como esta no llegó, se volvió a Starbuck—. ¿Asesinó usted al capitán Ethan Ridley, Starbuck?
—No —dijo Starbuck, seco. Miró a Faulconer, desafiando al coronel a contradecirle. El coronel sabía que estaba mintiendo, pero no tuvo agallas para acusarle a la cara. Se habían acercado más hombres de la Legión desde otras fogatas, para presenciar la confrontación.
—Pero el coronel le vio cometer el asesinato —insistió Bird—. ¿Qué tiene que decir a eso?
Starbuck se quitó el cigarro de la boca y escupió hacia el fuego.
—¿Debo suponer que esa expectoración implica una negativa? —preguntó Bird feliz, y paseó su mirada por los hombres agrupados alrededor del fuego—. ¿Alguien más de los presentes vio morir a Ridley? —Bird esperó alguna respuesta mientras volaban chispas de los postes que ardían en el fuego—. ¿Y bien?
—Yo vi a ese hijo de puta caer hecho trizas por una granada —gruñó Truslow desde las sombras.
—¿Y disparó Starbuck esa granada fatal, sargento? —preguntó Bird con un sonsonete pedante. Los hombres que rodeaban el fuego se echaron a reír en alta voz al oír la burla del mayor. El coronel Faulconer se removió, pero siguió callado—. Entonces, supongo, coronel, que se equivocó usted —siguió diciendo Bird—, y que el teniente Starbuck es inocente de asesinato. Y supongo además que está usted deseando darle las gracias por haber salvado las banderas de la Legión, ¿estoy en lo cierto?
Pero Faulconer no pudo soportar más humillaciones de aquellos hombres que habían luchado mientras él vagaba por el campo en busca de la fama. Se volvió sin decir palabra, y en ese momento vio al capitán de Estado Mayor que le observaba montado a caballo.
—¿Qué desea? —gritó furioso.
—Está usted invitado a cenar, coronel. —El capitán de Estado Mayor se había puesto comprensiblemente nervioso—. El presidente ha llegado de Richmond, señor, y los generales desean con impaciencia que usted les acompañe.
Faulconer parpadeó mientras intentaba hacerse cargo de la situación, y vio en ella una oportunidad de salvación.
—Por supuesto.
Se dirigió a la tienda, y llamó a su hijo. Adam se había incorporado con esfuerzo, y en ese momento se acercaba cojeando a abrazar a Starbuck, pero su padre reclamó su lealtad filial.
—¡Adam! Tú te vienes conmigo.
Adam vaciló, y luego cedió.
—Sí, padre.
Ayudaron a los dos hombres a montar a caballo, y apenas nadie abrió la boca mientras se alejaban. Los hombres de la Legión Faulconer se afanaron, en cambio, en atizar los fuegos, y siguieron con mirada abstraída las chispas que revoloteaban en el aire, pero apenas cruzaron alguna palabra hasta que los Faulconer cabalgaron mucho más allá del círculo de luz de las fogatas y fueron solo dos sombras oscuras que desaparecían en el cielo del sur. En cualquier caso, ninguno de ellos esperaba ver volver a Washington Faulconer a toda prisa. Bird se volvió a mirar a Starbuck.
—Supongo que ahora soy yo quien está al mando. De modo que quiero darle las gracias por salvar las banderas y, lo que es más importante, por salvarme a mí. Y ahora, ¿qué debo hacer con usted?
—Lo que usted guste, mayor.
—En ese caso, creo que voy a castigarle por los numerosos pecados que sin duda ha cometido usted hoy. —Bird sonrió al decir esas palabras—. Le nombro para reemplazar al capitán Rosswell Jenkins, y le doy el mando de la compañía del sargento Truslow. Pero solo en el caso de que el sargento Truslow no vea inconveniente en servir bajo un miserable hijo de predicador de Boston demasiado educado e imberbe, como es usted.
—Creo que servirá —dijo Truslow, lacónico.
—En ese caso, le corresponde a usted darle de cenar, sargento, no a mí —dijo Bird, y alzó la mano en señal de despedida.
Starbuck se alejó en compañía de Truslow. Cuando los dos hombres estuvieron fuera del alcance de los oídos de los soldados reunidos alrededor del fuego de los oficiales, el sargento escupió un salivazo de jugo de tabaco.
—¿Y qué es lo que se siente al matar a alguien? ¿Te acuerdas de que me lo preguntaste? Yo te dije que ya lo descubrirías por ti mismo, de modo que cuéntamelo ahora, capitán.
¿Capitán? Starbuck tomó nota, aunque por supuesto no lo mencionó, de aquel inesperado apelativo respetuoso.
—Se siente una enorme satisfacción, sargento.
Truslow asintió.
—Vi cómo disparabas a ese hijo de puta, y sigo preguntándome por qué lo hiciste.
—Por esto. —Starbuck sacó del bolsillo el anillo de plata y se lo tendió al pequeño y barbudo Truslow—. Solo por esto —dijo, y dejó el anillo en la palma de la mano oscurecida por la pólvora. La plata destelló por un instante en la noche impregnada de sangre y turbia de humo, y luego la mano de Truslow se cerró a toda prisa. Su Emily estaba en el cielo, y el anillo había vuelto a las manos de aquel a quien pertenecía.
El sargento se paró en seco en la oscuridad. Durante un segundo, Starbuck pensó que estaba llorando, pero luego se dio cuenta de que el ruido que hacía Truslow era solo un carraspeo para aclararse la garganta. El sargento empezó a caminar de nuevo sin decir nada, apretando en la mano el anillo de plata como si fuera un talismán para toda su vida futura. No habló hasta que estuvieron a pocos metros de las fogatas de la compañía A, y entonces puso una mano en la manga tiesa de sangre seca de la guerrera de Starbuck. Su voz, cuando habló, fue inesperadamente dulce:
—¿Cómo está ella, capitán?
—Es feliz. Sorprendentemente feliz. La han tratado muy mal, pero lo ha superado y es feliz. Ella quiso que tuvieras tú el anillo, y me pidió que yo se lo quitara a Ridley.
Truslow meditó unos segundos aquella respuesta, y frunció el ceño.
—Tendría que haber matado a ese bastardo yo mismo, ¿no es así?
—Sally quiso que lo hiciera yo —dijo Starbuck—, y yo lo he hecho. Con mucho placer.
No pudo evitar sonreír.
Truslow permaneció inmóvil durante lo que a Starbuck le parecieron unos instantes eternos, y luego guardó el anillo en un bolsillo.
—Va a llover mañana —dijo—. Lo huelo en el aire. La mayoría de estos bastardos han perdido sus esteras y sus mantas, de modo que supongo que por la mañana nos dejarás merodear un poco por aquí y allá, a ver lo que se pesca.
Condujo a Starbuck hacia la luz de las fogatas de la compañía.
—El nuevo capitán —fue la única presentación de Truslow—. ¿Robert? Tomaremos un poco de ese tocino. ¿John? Trae acá ese pan que escondes. ¿Pearce? El whisky que encontraste. Beberemos un poco. Siéntese, capitán, siéntese.
Starbuck tomó asiento y, tras tomar un largo de whisky de la petaca que le tendió Truslow, comió. Fue la comida más deliciosa que nunca había probado, y no podía haber deseado mejor compañía. Por encima de su cabeza, las estrellas titilaban en un cielo en el que el humo se disipaba poco a poco. Un zorro ladró en la lejanía, y un caballo herido relinchó. En algún lugar un hombre entonó una canción triste, y luego resonó un disparo en la oscuridad, y fue como el eco final de aquel día de batalla en el que el hijo de un predicador, lejos de su hogar, se convirtió en un rebelde.