Capítulo 13

—¡Calad las bayonetas!

El mayor Bird gritó la orden, y comprobó cómo se iba repitiendo hacia los flancos de la Legión. Los hombres sacaron las pesadas espadas-bayonetas de empuñadura de bronce de sus fundas y las fijaron en las bocas ennegrecidas de sus armas. La mayoría de los hombres de la Legión nunca habían creído que utilizarían las bayonetas en una carga de infantería, y sí pensaban en cambio que, cuando la guerra terminara y los yanquis hubieran sido rechazados de vuelta al Norte, se llevarían la bayoneta a casa y la usarían para azuzar a los puercos o cortar heno. Pero ahora, detrás de la cortina deshilachada de humo que colgaba sobre los alambres rotos y retorcidos de la cerca, calaron la bayoneta en la boca rabiosamente ardiente de sus rifles, e intentaron no pensar en lo que les esperaba a la luz del sol.

Porque allá fuera estaba apostada una horda de yanquis: hombres de Rhode Island, de Nueva York y de Nueva Hampshire, con su ardor de voluntarios reforzado por los soldados profesionales del ejército y la infantería de marina de los Estados Unidos. Los atacantes nordistas superaban ahora a los hombres de Nathan Evans en una proporción de cuatro a uno, pero el avance yanqui se había atascado durante más de una hora debido a la tenaz defensa sudista. Los defensores se veían reducidos ahora a un número peligrosamente escaso, y por eso Evans pidió un último esfuerzo para sembrar el caos en el ataque nordista y ganar unos minutos más, a fin de dar tiempo a que el resto del ejército confederado modificara su despliegue y cubriera el flanco atacado. Evans se planteaba un último acto de desafío, antes de que su línea rebelde se desintegrara y el poderoso asalto nordista los arrollara.

El mayor Bird desenvainó su sable. Todavía no había cargado el revólver Le Mat. Probó a dar un tajo experimental con el sable y rogó a Dios no verse obligado a usarlo. Para la manera de pensar de Bird, las cargas a la bayoneta contra la última trinchera pertenecían a los libros de historia o a las novelas de aventuras, pero no a la realidad de nuestros días, aunque el mayor Bird tenía que admitir que el aspecto de las bayonetas de la Legión era asombrosamente realista: hojas de acero largas y delgadas, de punta malignamente curvada hacia arriba. En Faulconer County, el coronel había insistido en que los hombres practicaran con las bayonetas, e incluso había colgado un despiece de vaca de una rama baja para que dispusieran de un blanco realista, pero la carne se había podrido y no hubo forma de conseguir que los hombres la atacaran. Ahora que el sudor trazaba surcos blanquecinos en sus caras manchadas, aquellos mismos hombres parecían mejor dispuestos a un poco de práctica de bayoneta con blancos reales.

Los nordistas, animados por la pausa en el fuego de fusilería sudista, empezaron a avanzar de nuevo. Una batería de cañones sudistas de refresco acababa de desplegarse en el flanco derecho de la línea de Evans, y los artilleros recién llegados lanzaron metralla y bombardas macizas contra el frente de ataque federal, convenciendo a los nordistas de que debían darse prisa. Las bandas de música de la Unión rivalizaban ahora en tocar sus marchas, y las banderas con sus pesadas orlas se adelantaron por entre la neblina suspendida sobre los prados tan batidos por obuses y proyectiles que el olor acre de la pólvora se mezclaba con el aroma más dulce del heno recién segado.

El mayor Bird consultó su anticuado reloj, parpadeó y miró de nuevo. Se llevó el reloj al oído pensando que se le había parado, pero pudo oír el pesado tictac. Por alguna razón pensaba que ya había pasado el mediodía, pero solo eran las diez y media. Se pasó la lengua por los labios resecos, empuñó con fuerza el sable y se volvió a mirar al enemigo que avanzaba.

Sonó la corneta.

Una falsa nota, una pausa…, luego tres notas agudas y nítidas, tres notas más, una pausa imperceptible, y de pronto los gritos de los oficiales y los sargentos llamando a la línea sudista a ponerse en pie y atacar. Durante un segundo nadie se movió; luego, la línea gris agazapada en la linde del bosque destrozado por las bombas y las balas de los fusiles cobró vida de pronto.

—¡Adelante! —gritó el mayor Bird, y caminó hacia el espacio iluminado por el sol con la espada en alto y apuntando al frente. Estropeó un poco aquella pose heroica al tropezar en el momento de cruzar la alambrada, pero se rehízo y siguió adelante. Adam había asumido el mando de la compañía E debido a la muerte de su capitán, Elisha Burroughs. Burroughs había sido un alto cargo del banco de Faulconer County, y en realidad no deseaba presentarse voluntario a la Legión, pero temió verse postergado en su carrera por ganarse el favor de Washington Faulconer si se negaba. Ahora era un cadáver, con la tez oscurecida y poblada de moscas, y Adam había pasado a ocupar su puesto. El joven Faulconer caminaba cinco pasos por delante de la compañía E, con el revólver en la mano derecha y la vaina del sable sujeta con la izquierda. Tenía que sujetar la vaina porque, si no, se le enredaba en las piernas y le hacía tropezar. Starbuck, que avanzaba al lado de Bird, tenía el mismo problema con su propio sable.

—No estoy seguro de que sea de alguna utilidad empuñar una espada —comentó Bird—. Sabía que lo de los caballos era una mala idea, y tengo la sensación de que los sables también resultan un estorbo. ¡Qué decepción para mi cuñado! A veces creo que su sueño sería llevar una lanza en la batalla. —Bird rio con su cacareo característico al pensarlo—. Sir Washington Faulconer, conde de Seven Springs. Eso le gustaría. Nunca he comprendido por qué nuestros Padres Fundadores abolieron los títulos de nobleza. No cuestan nada, y proporcionan una satisfacción inmensa a los bobos. A mi hermana le encantaría ser la condesa de Faulconer. ¿Está cargado su revólver, Starbuck?

—Sí —dijo Nate, aunque todavía no lo había disparado ni una sola vez.

—El mío no. Se me ha olvidado otra vez.

Bird segó un diente de león con un tajo de su sable. A su derecha, la compañía E avanzaba en buen orden. Por lo menos dos de los hombres de la compañía se habían colgado sus rifles al hombro y empuñaban en su lugar los cuchillos de caza. Cuchillos de carnicero, los llamaba Bird, pero las largas hojas desenvainadas parecían bastante apropiadas para aquella carga desesperada. Las balas nordistas cruzaban el aire recalentado con su extraño silbido. Las banderas de la Legión temblaron cuando las balas perforaron y desgarraron la seda.

—¿Se ha dado cuenta de que los yanquis siguen apuntando alto? —comentó Bird.

—Demos gracias a Dios por eso —respondió Starbuck.

Volvió a tocar la corneta, llamando a avanzar a la línea rebelde, y Bird agitó su sable para animar a la Legión a acelerar el paso. Los hombres corrían a medias y a medias caminaban. Starbuck pisó un área de tierra ennegrecida y humeante alfombrada con fragmentos de obús, en la que yacía muerto y mutilado un batidor. La bomba había destrozado el vientre del hombre y parte de la caja torácica, y lo que quedaba de él estaba cubierto de las inevitables moscas. Los dientes del cadáver parecían brillar en aquella cara que el calor iba ennegreciendo.

—Me parece que era George Musgrave —dijo Bird en tono coloquial.

—¿Cómo puede saberlo? —consiguió preguntar Starbuck.

—Esos dientes de roedor… El muchacho era un miserable, un matón. Me gustaría poder decir que lamento verle muerto, pero no es cierto. He deseado más de cien veces verle muerto en el pasado. Un espectáculo repugnante.

Un hombre de la compañía A, herido por una bala, empezó a gemir y a jadear. Dos compañeros corrieron a ayudarle.

—¡Dejadlo! —rugió el sargento Truslow, y el herido quedó atrás, retorciéndose en la hierba. Los músicos de la banda de la Legión, a resguardo en la linde del bosque, ejercían de camilleros, y dos de ellos se adelantaron vacilantes a recoger al soldado herido.

Un obús cruzó zumbando el aire y fue a enterrarse en el prado. Estalló, y fue seguido de inmediato por otro. La infantería nordista había detenido su poderoso avance y recargaba sus rifles. Starbuck vio subir y bajar las baquetas, y pudo ver perfectamente sus caras sucias de pólvora, atentas detrás de la mira de sus armas al avance de la línea rebelde. ¡Parecían tan pocos los sudistas atacantes, y tantos los nordistas que les aguardaban! Starbuck se forzó a sí mismo a caminar con calma y a no mostrar miedo. Resultaba gracioso, pensó, que en ese mismo momento su familia debía de estar ocupando su banco en la alta y oscura iglesia de Boston; su padre estaría en la sacristía rezando, y los parroquianos irían llegando cegados por la luz del sol del exterior, y las portezuelas de madera de los bancos alineados en la nave rechinarían al abrirse bajo los altos ventanales, abiertos para que la suave brisa veraniega refrescara a los congregados. El hedor a bosta de caballo de la calle penetraría en la iglesia en la que su madre fingiría leer la Biblia, aunque en realidad estaría pendiente de los parroquianos que iban llegando; quién venía y quién faltaba, quién presentaba buen aspecto y quién tenía un aire extraño. La mayor de las hermanas de Starbuck, Ellen Marjory, prometida a un ministro del culto, desplegaría con ostentación su piedad rezando o leyendo fragmentos de las Escrituras, en tanto que la quinceañera Martha atraería las miradas de los chicos Williams, al otro lado del pasillo central. Starbuck se preguntó si Sammy Williams sería uno de los enemigos uniformados de azul que esperaban a una distancia de trescientos metros en aquel prado de Virginia. Se preguntó dónde estaría James, y sintió un escalofrío repentino al ocurrírsele la posibilidad de que su pomposo pero amable hermano mayor hubiese muerto.

La corneta tocó por tercera vez, ahora con un timbre más urgente, y la línea rebelde avanzó a la carrera, tambaleante.

—¡Hurra! —gritó el mayor Bird—, ¡hurra!

Los hombres le imitaron, pero a Starbuck le pareció que gemían en lugar de vitorear. O más bien gritaban de dolor como el herido al que Truslow había dejado atrás, tendido en la hierba. Los hurras podían entenderse también como un alarido de terror, salvo por el hecho de que, al gritar al unísono, algo en aquel ruido helaba la sangre de quien lo oía; y los hombres al notarlo gritaron con más fuerza. Incluso el mayor Bird, que corría esgrimiendo con torpeza su sable, se sumó a aquel alarido fantasmal. El grito tenía algo de salvaje e indómito, algo que amenazaba con desplegar una espantosa violencia.

Y entonces los nordistas abrieron fuego.

Durante un segundo, todo el cielo de verano, todo el enorme firmamento incluso, se llenó del zumbido silbante de las balas, y el clamoreo rebelde se interrumpió un instante para recomenzar de nuevo, solo que ahora los gemidos auténticos se mezclaban con el griterío. Algunos hombres caían, la fuerza del impacto los tiraba atrás como lo habría hecho la coz de una mula. Otros hombres se tambaleaban y se esforzaban por continuar su avance. La hierba se manchó de sangre fresca. Starbuck oyó una especie de martilleo, y se dio cuenta de que era el ruido de las balas nordistas al impactar en las culatas de los rifles y en las hojas de los cuchillos de caza. La carga sudista se frenó, y los hombres parecían empujar hacia delante como si el aire se hubiera espesado hasta formar una melaza resistente, en la que las ordenadas líneas de los regimientos rebeldes se rompían primero para recomponerse luego en grupos dispersos. Los hombres se detuvieron, dispararon y avanzaron de nuevo, pero el avance era lento y dubitativo.

Llegó otra descarga de los federales, y más hombres desaparecieron de la línea de asalto rebelde. El mayor Bird gritaba a sus hombres que cargaran, que corrieran, que se batieran, pero la Legión había quedado paralizada por la ferocidad del fuego nordista y abrumada por el enorme volumen de fuego de fusilería que ahora restallaba y silbaba sobre ellos. Las granadas nordistas caían como rayos, y cada una escupía al aire una espesa palada de tierra roja.

Adam marchaba diez pasos por delante de la compañía E. Avanzaba despacio, al parecer impasible ante el peligro. Un sargento le llamó para que retrocediese, pero Adam, con el revólver apuntando al suelo con las dos manos en la culata, ignoró el aviso.

—¡Seguid avanzando! ¡Seguid avanzando! —gritaba el mayor Bird a sus hombres. Hasta el momento ningún cuchillo de caza ni bayoneta se había teñido de rojo, pero los hombres ya no podían avanzar más. En vez de eso, empezaron a retroceder en silencio; los federales lanzaron un grito triunfal, y aquel sonido agudo pareció precipitar la retirada de los rebeldes, que ascendieron la ladera a trompicones. Los confederados no se habían dejado arrastrar aún por el pánico, pero estaban muy cerca de caer en él.

—¡No!

El mayor Bird, lívido, intentaba aún forzar a avanzar a sus hombres por la simple fuerza de su personalidad.

—¡Mayor! —Starbuck hubo de gritar para que Bird le oyera—. ¡Mire a su izquierda! ¡A su izquierda!

Un regimiento nordista de refresco había aparecido a la izquierda de la Legión, y ahora amenazaba con envolver el flanco desguarnecido de los virginianos. El nuevo ataque no solo empujó atrás el fallido asalto a la bayoneta, sino que amenazaba con invadir el bosque y tomarlo a la fuerza. Finalmente, los defensores de Evans habían sido rodeados y derrotados.

—¡Condenación! —Bird se quedó mirando la nueva amenaza. Su juramento sonó poco convincente, como el de un hombre poco acostumbrado a maldecir—. ¡Sargento mayor! ¡Atrás para poner a salvo las banderas!

Bird dio la orden, pero no se retiró aún.

—¡Retírese, señor, por favor! ¡Retírese! —Starbuck tiró de la manga del mayor Bird, y ahora el mayor empezó a retroceder. Las balas silbaban en el aire mientras Bird y Starbuck se retiraban a trompicones, resguardados de los fusileros nordistas por el humo de la batalla, que impedía apuntar con precisión.

Solo Adam no se retiró. Gritaba a sus hombres que le siguieran, que no había peligro, que todo lo que tenían que hacer era empujar al enemigo hasta el extremo del prado, pero la compañía E había visto la retirada de toda la línea confederada y también sus hombres volvían las espaldas. Adam se detuvo y se giró hacia ellos gritándoles que avanzaran, pero de pronto se tambaleó y casi se le escapó el revólver de la mano. Abrió la boca para hablar, pero no pronunció ningún sonido. De alguna forma consiguió conservar el equilibrio mientras, muy despacio y con mucho cuidado, como un borracho que pretendiera estar sobrio, colocaba el revólver en su funda. Luego, con una extraña mueca de desconcierto en la cara, se dejó caer de rodillas.

—Estúpido bastardo…

El sargento Truslow había visto caer a Adam, y corrió hacia él desafiando el avance nordista. El resto de la Legión se retiró hacia la seguridad de los árboles. La carga sudista había fracasado por completo, y los nordistas lanzaban ahora andanadas de vítores.

—Es la pierna, Truslow —dijo Adam en tono asombrado.

—Tendría que haber sido en tu maldita sesera. Dame el brazo. —Truslow, a pesar de haber corrido a rescatar a Adam, le hablaba en un tono huraño y hostil—. Vamos, chico. ¡Deprisa!

Adam estaba herido en el muslo izquierdo. El impacto de la bala había sido como el golpe de un martillo, pero de momento apenas le había dolido. Ahora de pronto el dolor le quemaba como un hierro al rojo desde la ingle hasta los dedos del pie. Exhaló un jadeo agónico, y no pudo reprimir un corto gemido.

—¡Déjame aquí! —balbuceó a Truslow.

—¡Cierra el pico, por el amor de Cristo!

Truslow tiró de Adam, medio a rastras y medio a cuestas, hacia los árboles.

Ni el mayor Bird ni Starbuck vieron lo sucedido a Adam. Retrocedían a toda prisa hacia el bosque, o mejor dicho Starbuck se apresuraba y Thaddeus Bird caminaba a paso tranquilo.

—¿Se ha dado cuenta de que la mayoría de las balas siguen yendo altas? —preguntó otra vez Bird.

—Sí.

Starbuck procuraba correr y agacharse al mismo tiempo.

—Tendremos que hacer algo al respecto —observó Bird en tono práctico—. Porque probablemente también nosotros hemos estado disparando alto, ¿no le parece?

—Sin duda…, sí.

Starbuck habría estado de acuerdo con cualquier cosa que dijera Bird, con tal de que el mayor apretara el paso.

—Me pregunto cuántos centenares de balas se han disparado en el prado esta mañana —siguió diciendo Bird, entusiasmado de pronto con aquel problema—, y cuántas bajas han causado. Estoy seguro de que han sido sorprendentemente pocas. —Señaló con su sable limpio de sangre la cincuentena más o menos de cuerpos tendidos en el lugar en el que se había detenido la carga de la Legión—. Podríamos mirar los troncos de los árboles para ver a qué altura se sitúan los impactos de las balas, y le apuesto lo que quiera, Starbuck, a que la mayoría estarán entre los dos y los tres metros por encima del suelo.

—No me sorprendería, señor… No me sorprendería lo más mínimo.

Starbuck vio delante de él los restos de la alambrada. Tan solo unos pasos más, y llegarían al resguardo de los árboles. La mayor parte de la Legión se encontraba ya a salvo en el interior del bosque, por lo menos tan a salvo como se podía estar acurrucado entre unos árboles bombardeados por una docena de bocas de fuego federales.

—¡Ahí, mire! ¿Lo ve? Dos metros veinte, dos metros cincuenta. Ahí hay otra, a dos metros justos, centímetro más o menos. ¿Lo ve? —El mayor Bird se paró en seco y señaló con su sable el interesante fenómeno de la altura de los impactos de las balas en los árboles—. Esa está un poco más baja, lo admito, pero ¿ve? ¿Ahí, en ese nogal, Starbuck? Ni una sola huella de bala por debajo de los dos metros, y fíjese en cuántas por encima de esa altura. ¡Cuatro, cinco, seis, y es solo un tronco!

—¡Señor! —Starbuck empujó a Bird para hacerle avanzar.

—¡Tranquilo! —protestó Bird, pero empezó a caminar de nuevo y por fin Starbuck pudo resguardarse entre los árboles. Vio que la mayor parte de los hombres se habían retirado más lejos, buscando por instinto la seguridad entre los troncos más gruesos, pero unos pocos, los más bravos, tendidos en la linde del bosque, seguían disparando contra los yanquis que avanzaban.

—¡Atrás, muchachos! —El mayor Bird se dio cuenta de que la posición sudista era insostenible—. Dios sabe adónde —murmuró entre dientes—. ¡Sargento mayor Proctor!

—¡Señor!

—Asegúrese de poner a salvo las banderas.

Qué ridículo, pensó Bird, tener que pensar en tales cosas, porque las banderas no eran más que trapos de colores chillones, cosidos a partir de retales de seda en la alcoba de su hermana. Las balas nordistas llovían sobre ellos, mordiendo las hojas de las copas de los árboles.

—¡Starbuck!

—¿Señor?

—¿Le importa avisar a «Doc» Billy? Dígale que nos retiramos. Debe llevarse a todos los heridos que pueda y dejar aquí al resto. Espero que los yanquis les traten bien.

—Estoy seguro de que lo harán, señor.

—Vaya entonces.

Starbuck se adentró en el bosque. Una granada estalló a su izquierda y una gruesa rama se partió y cayó, después de tropezar con los árboles vecinos. Grupos de hombres corrían entre los árboles sin esperar órdenes, simplemente en busca de la seguridad. Abandonaban los cuchillos de caza, las mantas, las mochilas, todo lo que podía entorpecer su huida. Starbuck encontró un nutrido grupo de hombres que se apretujaban en torno a los caballos atados; un cabo intentaba llevarse a Pocahontas en medio de aquel gentío presa del pánico.

—¡Ni se te ocurra! —gritó Starbuck, y tiró de las riendas hacia sí.

Por un instante, pareció que el cabo iba a ofrecer resistencia, pero vio la cara feroz de Starbuck y echó a correr. El capitán Hinton pasó a su lado, reclamando a gritos su caballo, seguido por el teniente Moxey, cuya mano izquierda goteaba sangre. Starbuck subió de un salto a lomos de Pocahontas y volvió grupas hacia el claro en el que había visto antes al doctor Danson. Pasó otra oleada de gente, gritando algo ininteligible. De la linde del bosque llegó el crepitar de los fusiles. Starbuck hundió los talones en los flancos de Pocahontas. La yegua tenía las orejas echadas hacia atrás, señal de que estaba nerviosa. Nate se agachó para evitar una rama baja, y luego casi salió despedido de la silla al saltar el animal sobre un tronco caído. Galopó siguiendo el camino, con la intención de girar hacia el sur en dirección al puesto de socorro, pero de pronto una bala pasó cerca de su cabeza y vio brotar una llama y una nubecilla de humo en medio de una mancha azul de uniformes que asomaban por los bosques del lado contrario. Un hombre le gritó que se rindiera.

Starbuck tiró de las riendas, a punto de caer del caballo. La yegua se dio la vuelta, con un relincho de protesta, y Starbuck volvió a clavarle los talones. «¡Vamos!», le gritó, y se encogió mientras otra bala silbaba junto a su cabeza. Todavía conservaba su pesado revólver, y utilizó el cañón como fusta con la que golpear la grupa de Pocahontas. La yegua saltó adelante con un impulso tan repentino que, una vez más, estuvo a punto de desarzonar a Starbuck, pero este consiguió mantenerse en la silla y volver al resguardo del bosque. Starbuck condujo de nuevo a su montura hasta la cresta de la loma. No parecía tener sentido organizar una retirada ordenada de los heridos; y en cambio tenía que encontrar a Bird para decirle que la Legión estaba rodeada.

—¡Mayor Bird! —gritó—. ¡Mayor Bird!

Thaddeus Bird había encontrado al sargento Truslow y le ayudaba a llevar a Adam a algún lugar más seguro. Los tres hombres y la escuadra de abanderados eran los únicos que aún permanecían en lo alto de la colina. El sargento mayor Proctor cargaba con una de las banderas, y un cabo de la compañía C con la otra, pero las pesadas enseñas con sus rígidos palos eran objetos difíciles de llevar en medio de aquel laberinto poblado de zarzas y maleza. El resto de la Legión, como también el resto de la brigada de Nathan Evans, parecía haberse esfumado, y Bird supuso que la batalla se había perdido definitivamente. Se preguntó cómo describirían los historiadores la revuelta del Sur. ¿Una locura de verano? ¿Una aberración en la historia americana, equiparable a la rebelión del Whisky que George Washington había reprimido con tanto salvajismo? Una granada estalló entre las ramas altas de los árboles, e hizo caer una lluvia de hojas sobre las banderas.

—¡Mayor Bird! —gritó Starbuck. Galopaba enloquecido, a ciegas, entre los árboles. A su alrededor había fugitivos que gritaban, pero el mundo de Starbuck se limitaba a una mancha de luz solar y de sombra verde, un caballo que corría espantado, sudor y sed. Oyó tocar a una banda de música yanqui en la ladera, e hizo dar la vuelta a su montura para alejarse de aquel sonido. Llamó de nuevo al mayor Bird, pero la única respuesta fue el ruido seco de disparos en algún lugar a su izquierda. Las balas pasaron silbando cerca de él, pero los nordistas disparaban en medio de la espesura y no podían apuntar bien. Una granada vomitó humo y fragmentos metálicos a su derecha, y luego Starbuck salió a un claro y vio el destello rojo y blanco de las banderas de la Legión en el otro extremo de aquel espacio abierto, de modo que dirigió hacia allí a su montura. Creyó ver a Thaddeus Bird acompañado por una docena más o menos de hombres.

—¡Mayor Bird!

Pero Bird había desaparecido ya entre los árboles del lado opuesto. Starbuck corrió detrás de las banderas, por entre las nubes de humo suspendidas sobre el claro. Sonaban disparos, una corneta tocó llamada, y la banda yanqui seguía con su música, detrás. Nate se zambulló entre los árboles del otro extremo del claro y las ramas bajas le azotaron dolorosamente el rostro.

—¡Mayor Bird!

Bird se volvió por fin, y Starbuck vio que Adam estaba allí, con el muslo manchado de sangre oscura. Quiso gritar que había yanquis en el flanco derecho, pero era demasiado tarde. Un pelotón de hombres uniformados de azul corría ya entre los árboles, viniendo del camino, y pareció inevitable la caída de las banderas de la Legión y la captura de Bird, Adam, Truslow y el resto de los hombres que rodeaban las dos enseñas.

—¡Mirad allí! —gritó Starbuck, señalando.

La escuadra de abanderados huía corriendo a la desesperada entre los árboles, pero Bird y Truslow se movían más despacio debido a Adam. Los nordistas les gritaron que se detuvieran y levantaran las manos, y el mayor Bird gritó al sargento mayor Proctor que corriera. Adam, con la pierna herida encogida mientras lo llevaban por entre los árboles, gimió.

Starbuck oyó el gemido e hizo volverse a su caballo. Los nordistas chillaban y daban voces como niños jugando. Un rifle disparó, y la bala se perdió entre las hojas de los árboles. El mayor Bird y Truslow se tambaleaban bajo el peso de Adam. Los nordistas volvieron a gritarles que se rindieran, y Truslow dio media vuelta preparándose para pelear, frente a las bayonetas que apuntaban directamente a su cuerpo.

Y entonces irrumpió Starbuck. Había conducido su yegua al galope hacia el grupo de perseguidores yanquis, y ahora les gritó que se echaran atrás y dejaran en paz a Adam. Los nordistas volvieron contra él sus rifles con las bayonetas caladas, pero Starbuck iba demasiado deprisa. Vociferó contra ellos, perdido todo control de sí mismo una vez tomada la decisión de luchar. Los yanquis no retrocedieron e intentaron apuntar sus armas hacia el enloquecido jinete, y Starbuck levantó el brazo derecho y apretó el gatillo inferior del revólver Savage, y luego el superior, y el retroceso del arma repercutió en todo su brazo hasta el hombro, y el humo lo cegó por un instante antes de desvanecerse. Oyó el disparo de un rifle, pero ninguna bala lo alcanzó, y lanzó un grito de desafío.

Había seis yanquis en el pelotón. Cinco de ellos se dispersaron para evitar la carga salvaje de Starbuck, pero el último intentó valientemente ensartar con su bayoneta a aquel jinete suicida. Starbuck tiró del gatillo inferior para hacer girar el tambor, y luego dirigió el largo cañón del arma contra el hombre que se le enfrentaba. Vio en un destello unas pobladas patillas negras y unos dientes ennegrecidos por el tabaco, y luego apretó el gatillo superior y la cara del hombre desapareció en una nube de humo manchado de sangre, fragmentos de hueso y piltrafas de carne escarlata. Starbuck lanzó un alarido terrible, un grito de victoria y de furia, mientras otro yanqui caía atropellado bajo los fuertes cascos de Pocahontas. El estruendo de un disparo muy próximo ensordeció su oído derecho, y la yegua empezó de pronto a piafar y a relinchar, pero Starbuck mantuvo el equilibrio y la espoleó. Intentó disparar a un hombre de uniforme azul, pero el revólver se atascó porque apretó al mismo tiempo los dos gatillos. Pero no importó. El mayor Bird, Adam y Truslow habían escapado, las banderas estaban a salvo en el refugio verde de los árboles, y Starbuck galopaba libre e ileso en el silencio del bosque.

Se echó a reír. Se sintió invadido por una felicidad milagrosa, y le pareció que había vivido el instante más excitante y hermoso de toda su vida. Quiso gritar su alegría a los cielos al recordar cómo estalló la cara del yanqui frente a la boca de su revólver. ¡Dios mío, le había dado una lección a aquel bastardo! Siguió riendo en voz alta.

Mientras, en el lejano Boston las motas de polvo bailaban y giraban en los rayos de sol que descendían desde los ventanales altos de la iglesia, e iluminaban al reverendo Elial Starbuck que, cerrados los ojos y tenso el fuerte rostro por la agonía de la pasión, rogaba a Dios Todopoderoso que protegiera y socorriera a las fuerzas de los Estados Unidos en su justa lucha, y les diera ánimos para superar todas las dificultades y fuerza para derrotar a las fuerzas oscuras del mal indecible que habían vomitado los Estados del Sur.

—¡Y si la causa del bien se ve abocada a una batalla, oh, Señor, concédele tu victoria y deja que la sangre de tus enemigos empape la tierra, y que el orgullo de los impíos se vea pisoteado bajo los talones de los justos!

Fue una invocación intensa, una oración que despertó ecos porque su voz era fuerte como el granito de Nueva Hampshire con el que había sido construida la iglesia. Elial dejó que los ecos de su súplica se desvanecieran y abrió los ojos, pero los fieles, conscientes de alguna manera de que los furiosos ojos grises de su pastor recorrían los bancos en busca de algún descreído, mantuvieron las miradas bajas y los abanicos completamente inmóviles. Nadie rebulló; de hecho, apenas se atrevían a respirar. Elial bajó los brazos y aferró el atril.

—En tu santo nombre te imploramos. Amén.

—Amén —contestaron a coro los fieles. Ojos tímidos se alzaron, se cerraron los libros de himnos, y la señora Sifflard insufló algo de aire húmedo en las tripas del armonio.

—Himno número doscientos sesenta y seis. —El reverendo Elial habló como un hombre privado de repente de su fuerza, virtuosamente exhausto—. Hay una fuente que mana sangre, sangre que brota de las venas de Emmanuel. Y los pecadores que se bañan en esa fuente se ven limpios de las manchas del pecado.

* * *

Un caballo sin jinete surgió al galope de la maleza y pasó a través de una hilera de soldados sudistas heridos, que habían quedado abandonados a la merced del avance de los yanquis. Un hombre gimió y se retorció cuando un casco le pisó la pierna. Otro lloraba llamando a su madre. Un tercero había perdido los ojos en la explosión de una granada y no podía llorar. Dos de los heridos de la fila habían muerto ya, y sus barbas apuntaban al cielo mientras las moscas se posaban en su piel. El bosque se llenaba poco a poco de tropas nordistas que se detenían a rebuscar en los bolsillos y las mochilas de los muertos. El fuego de la artillería había cesado, pero los incendios provocados por las explosiones aún devastaban el sotobosque.

Al este de aquel bosque, el 2.º Regimiento de Wisconsin, uniformado de gris, al avanzar hacia el regimiento de Georgia que formaba ahora el flanco derecho de la línea defensiva rota de los confederados, fue confundido con tropas de refuerzo sudistas. La bandera del Norte, que colgaba fláccida por la ausencia de viento, se parecía mucho a la confederada, y los georgianos permitieron que los hombres de Wisconsin se acercaran tanto que todos los oficiales sudistas quedaron muertos o heridos en la primera descarga de los yanquis. Los supervivientes georgianos resistieron tan solo un instante desesperado y luego huyeron, y así quedó definitivamente deshecha la improvisada línea defensiva que Nathan Evans había conseguido montar. Pero aquella línea había conseguido su objetivo. Había aguantado frente a fuerzas abrumadoramente superiores el tiempo suficiente para que se formara una nueva línea defensiva en el altiplano situado en la cima de la colina en la que había acampado la noche anterior la Legión Faulconer.

Una batería de cañones de Virginia mandados por un abogado reconvertido en artillero esperaba en la cresta norte de aquel altiplano. Los cañones apuntaban hacia el valle, por donde los hombres de la maltrecha brigada de Evans huían ahora de los victoriosos yanquis. Detrás de los cañones del abogado, estaba formada una brigada virginiana venida del valle del Shenandoah y mandada por un hombre piadoso de opiniones excéntricas y temperamento huraño. Thomas Jackson había sido un impopular profesor del Instituto Militar de Virginia, y después un comandante de brigada de las milicias igualmente impopular, partidario fanático del entrenamiento y la instrucción, y más entrenamiento y más instrucción, hasta que los granjeros que tenía en sus filas se ponían enfermos solo de oír hablar de entrenamiento e instrucción; pero ahora los granjeros de Thomas Jackson estaban apostados en un altiplano a la espera de que el victorioso ejército yanqui les atacara, y habían sido entrenados, instruidos y preparados para luchar. También estaban impacientes por hacerlo.

Una segunda batería de artillería confederada llegó a la cumbre de la colina y desplegó sus piezas junto al lugar donde estaba apilado el bagaje de la Legión Faulconer. El comandante de la batería era un ministro episcopaliano que ordenó a su segundo en el mando comprobar de forma exhaustiva el ajuste de todas las tuercas, las bayetas, los escobillones, las palancas y los atacadores, mientras él rezaba en voz alta a Dios para que se apiadara de las almas pecadoras de los yanquis, a los que iba a mandar a un mundo mejor con sus cuatro grandes cañones que había bautizado con los nombres de los cuatro evangelistas. Thomas Jackson, que esperaba una andanada enemiga en cualquier momento, ordenó a sus hombres tenderse en el suelo para no ofrecer un blanco fácil a los artilleros enemigos, pero él mismo siguió impertérrito en lo alto de su silla de montar, leyendo su Biblia. Preocupado porque sus hombres pudieran confundirse con el humo de la batalla, hizo que todos sus virginianos llevaran brazaletes de tela blanca y tiras blancas prendidas del sombrero, y les dio un santo y seña que habían de gritar en medio de la refriega. La frase escogida era «¡Por nuestros hogares!», y Jackson les ordenó que se golpearan el pecho con la mano izquierda al tiempo que la gritaban. El capitán Imboden, el abogado reconvertido en artillero, había decidido desde hacía mucho tiempo que Jackson estaba más loco que una liebre de marzo, pero de todos modos se alegraba de tener a Jackson de su lado para no tener que enfrentarse a aquel lunático en una batalla.

A una distancia de kilómetro y medio a la derecha de Imboden, en el puente de piedra por el que más y más tropas nordistas cruzaban el Bull Run para proseguir el demoledor ataque que ya había empezado a sembrar el caos en el ejército rebelde, el general Irvin McDowell se había erguido sobre su caballo junto al camino del portazgo y daba ánimos a sus hombres:

—¡Victoria! ¡Directos a Richmond! ¡Buen trabajo, muchachos, buen trabajo!

McDowell estaba jubiloso, en éxtasis, tan feliz que incluso había olvidado la dispepsia que le había afligido desde que se sirvió imprudentemente una cantidad excesiva de empanada de ternera en la cena de la noche anterior. ¿Qué importancia tenía una indigestión? ¡Había ganado! Había dirigido el mayor ejército de la historia militar americana y alcanzado una brillante victoria, y tan pronto como concluyera la tarea de liquidar los reductos de resistencia rebeldes, enviaría a Washington un ramillete de banderas sudistas capturadas para colocarlas a los pies del presidente. No había visto aún ninguna bandera capturada, pero estaba seguro de que muy pronto empezarían a afluir en abundancia.

—¡Starbuck!

Vio a su sous-adjutant rodeado de agregados militares extranjeros enfundados en sus vistosos uniformes. McDowell había estudiado en una academia militar en Francia y estaba acostumbrado a las modas europeas, pero ahora, al ver aquellos coloridos uniformes mezclados con las sobrias guerreras de su propio ejército, pensó en lo ridículamente pomposos que parecían los extranjeros.

—¡Capitán Starbuck! —volvió a llamar.

—¿Señor?

El capitán James Starbuck había pasado un rato feliz siguiendo el ritmo de la música de una banda de regimiento, que interpretaba fragmentos de ópera para las tropas que avanzaban. Ahora espoleó a su caballo para acercarse al general victorioso.

—Supervise la situación al otro lado del puente, ¿de acuerdo? —ordenó McDowell de buen humor—, y diga a nuestros muchachos que me traigan directamente a mí todas las banderas que capturen. Asegúrese de que lo harán, ¿entendido? ¡Todas! Y no se preocupe por sus amigos extranjeros, yo mismo charlaré con ellos. —El general saludó a unos artilleros que pasaban—. ¡Victoria, muchachos, victoria! ¡Derechos a Richmond! ¡A Richmond!

Un congresista gordo y bebido de Nueva York se había subido en la cureña de un cañón, y el general saludó radiante al político. El congresista era un bribón, pero su opinión favorable le sería útil a un general victorioso cuando finalizara esta corta campaña.

—¡Un gran día, congresista! ¡Un gran día!

—¡Otro Yorktown, general! ¡Un auténtico Waterloo! —También un general victorioso podía resultar útil para la carrera de un congresista, de modo que el obeso político se quitó el sombrero como afable saludo al rechoncho McDowell—. ¡Directos a la gloria! —gritó el congresista, y con tanto vigor agitó el sombrero en el aire que casi se cayó de su estrecho asiento en la cureña.

—¡Y Starbuck! —McDowell llamó de nuevo a su ayudante, que trataba ya de forzar el paso por el puente abarrotado—. No permita que se acumulen demasiados civiles en nuestra retaguardia. Ese tipo no importa, pero no quiero ver a ninguna dama herida por un tiro perdido, ¿de acuerdo?

—¡No, señor! —contestó James Starbuck, y partió a la caza de banderas.

El coronel Faulconer también andaba buscando banderas, las suyas, y las encontró en los pastos que se extendían al norte del portazgo. Al principio todo lo que pudo encontrar fueron los restos maltrechos de su preciosa Legión: pequeños grupos de hombres sucios de pólvora y agotados que aparecían entre los árboles arrastrando sus rifles por el suelo y que apenas eran capaces de reconocer a su coronel. Unos pocos conservaban un buen orden, guiados por sus oficiales o sargentos, pero la mayoría había abandonado su costoso equipo y no tenía idea de dónde se encontraban su compañía, sus oficiales e incluso sus amigos. Algunos se retiraban junto a los hombres de Carolina del Sur, otros con los de Luisiana, del mismo modo que hombres de esos regimientos se habían unido ahora a los virginianos. Eran una fuerza en derrota, exhausta y aturdida, y el coronel los observaba con un espanto incrédulo. Ethan Ridley, que por fin había conseguido alcanzar a Faulconer, no se atrevió a decir nada por miedo a desatar las iras del coronel.

—Esto ha sido obra de Starbuck —dijo por fin Washington Faulconer, y Ridley se limitó a asentir en muda confirmación—. ¿Habéis visto a Adam? —preguntó el coronel a los supervivientes de la Legión, y ellos se limitaron a sacudir las cabezas. Algunos alzaron la vista hacia el hermoso uniforme del coronel, tan elegantemente sentado sobre su caballo, y se volvieron para escupir con la boca seca en el prado.

—¿Señor? —Ridley miraba hacia su derecha, por donde había visto uniformes azules que avanzaban desde el puente de madera por el que el camino del portazgo cruzaba un pequeño afluente del Bull Run—. ¡Señor! —repitió en tono más apremiante.

Pero el coronel no le escuchaba, porque por fin había visto a la escuadra de abanderados salir del bosque, y se lanzó al galope hacia ellos. Estaba decidido a que, pasara lo que pasase en adelante en aquel día horrible, él no perdería las dos banderas. Aunque la Confederación se hundiera bajo el peso de una derrota aplastante, él llevaría las dos enseñas de vuelta a Seven Springs, y allí las colgaría de las paredes de la sala para recordar a sus descendientes que su familia había luchado por Virginia. Ridley siguió al coronel, silencioso por la enormidad de la derrota.

Al principio el coronel no vio a Adam, sostenido ahora por el sargento Truslow y el sargento mayor Proctor. El coronel solo vio a Thaddeus Bird, que arrastraba por el polvo el blasón de los Faulconer.

—¿Qué diablos has hecho con mi Legión? —gritó Faulconer a su cuñado—. ¿Qué diablos habéis hecho?

Thaddeus Bird se detuvo a mirar al coronel furioso. Pareció tardar varios segundos en reconocer a Washington Faulconer, pero cuando lo hizo rompió a reír.

—¡Maldita sea, Pecker! ¡Maldita sea! —Faulconer apenas pudo contenerse para no cruzar con su fusta la cara risueña del maestro de escuela.

—Adam está herido. —Bird paró bruscamente de reír y habló ahora con una intensa amabilidad—. Pero se repondrá. Ha luchado bien. Todos han luchado bien… o casi todos. Tenemos que enseñarles a apuntar bajo, sin embargo, y hay otras muchas lecciones que habremos de aprender. Pero no lo hemos hecho tan mal para ser la primera vez.

—¡Tan mal! ¡Has deshecho la Legión! ¡Maldito seas! ¡La has triturado! —El coronel espoleó a Saratoga hacia el lugar donde Truslow y Proctor sostenían a Adam—. ¡Adam! —gritó el coronel, y se quedó boquiabierto al ver en el rostro de su hijo una sonrisa casi feliz.

—¡Tenga cuidado, Faulconer! —gruñó el sargento Truslow—. El bosque está lleno de condenados yanquis.

El coronel había tenido intención de abofetear a Adam y de reprocharle haber dejado que Bird desobedeciera sus órdenes, pero la pierna ensangrentada de su hijo frenó su ira. Luego alzó la vista y vio a otra figura que salía tambaleante de entre los árboles. Era Starbuck, y al verlo la ira de Washington Faulconer rebrotó con tanta intensidad que empezó a temblar sin control.

—Ahora vuelvo contigo, Adam —dijo, y picó espuelas a Saratoga para ir al encuentro de Starbuck.

Starbuck venía a pie, cojeando. Después de que Pocahontas lanzara aquel relincho, él la había hecho girar hacia la izquierda, había golpeado sus flancos en carne viva con los talones y se había alejado al galope de los yanquis aturdidos y dispersos. Intentó seguir a los abanderados, pero notó que la yegua tropezaba, y fue entonces cuando vio aparecer gotas de sangre en su boca y en los ollares. El animal dio otra zancada fallida, aspiró una gran bocanada de aire, gorgoteó y cayó a medias sobre las manos dobladas. Aún intentó seguir adelante, pero la vida se le escapaba por los pulmones perforados y su cuerpo, tendido de lado, se deslizó ladera abajo sobre el musgo, las hojas caídas y las zarzas, de modo que Starbuck hubo de esforzarse en sacar los pies de los estribos y liberarse penosamente de la silla de montar, antes de que la yegua moribunda topara contra un árbol y se detuviera. Se estremeció, intentó levantar la cabeza, relinchó una vez y sus cascos patalearon débilmente el suelo.

—Oh, Dios.

Starbuck temblaba. Estaba acurrucado, magullado y asustado, y aspiraba el aire a grandes bocanadas para recuperar el resuello. El caballo se estremeció y un gran flujo de sangre salió de su boca. La herida de bala en su pecho parecía muy pequeña. El zumbido de las moscas se hizo más fuerte, y empezaron a posarse sobre el caballo muerto.

El bosque se había quedado de pronto extrañamente silencioso. Las llamas y el fuego de mosquetería crepitaban muy lejos, pero Starbuck no oyó pasos cercanos. Afianzó los pies en el suelo, y sintió una punzada de dolor al apoyar el peso del cuerpo en el tobillo izquierdo. Su revólver había caído en la alfombra de hojas ensangrentadas. Lo recogió, lo empujó dentro de su funda, y ya había empezado a alejarse cojeando de aquel lugar cuando recordó que aquella misma mañana el coronel Faulconer había insistido en el precio de la silla de montar, y a Starbuck le asaltó la convicción ridícula de que se metería en graves problemas si volvía sin la silla, de modo que se arrodilló junto al vientre del caballo muerto y soltó la cincha. Luego, entre sollozos y jadeos tiró de la pesada silla hasta liberarla, y extrajo también los estribos y la cincha de debajo del cuerpo de la yegua.

Cruzó el bosque tambaleante, torpe por su tobillo hinchado, por el peso de la silla y por lo caluroso del día. Necesitaba las dos manos para cargar con ella, de modo que no podía impedir que el sable se le atravesara entre las piernas. Cuando, por tercera vez, le hizo tropezar, se detuvo, se desabrochó el tahalí y arrojó el sable con su vaina lo más lejos que pudo entre la maleza. La pequeña porción de su mente que mantenía aún la capacidad de razonar le dijo que era estúpido rescatar la silla de montar y arrojar el sable, pero por alguna razón la silla le parecía más importante. Oyó gritos lejanos en el interior del bosque, sonó una corneta, un hombre gritó un hurra triunfal y, temeroso de caer en una emboscada, Starbuck tiró del revólver, lo amartilló y luego sostuvo el arma en su mano derecha por debajo de la pesada silla. Siguió caminando a trompicones, y por fin salió del bosque a un espacioso prado salpicado por rebeldes en retirada. Frente a los sudistas estaba el camino del portazgo, y detrás una ladera empinada ascendía al altiplano en el que había empezado su jornada la Legión. Pudo ver la pequeña granja construida con troncos en lo alto de la colina y, junto a ella, algunos cañones. Se preguntó si pertenecerían al Norte o al Sur, a los enemigos o a los amigos.

—¡Tú, bastardo! —El grito despertó ecos en los prados, y Starbuck volvió sus ojos cegados a medias por el sudor y vio al coronel Faulconer que se acercaba montado a caballo. El coronel se detuvo junto a Starbuck y los cascos de su corcel arrancaron brotes de hierba del suelo—. En el nombre de Cristo, ¿qué has hecho con mi Legión? ¡Te dije que te fueras a casa! ¡Te dije que volvieras con tu maldito padre!

Y el coronel Faulconer, demasiado furioso para darse cuenta de lo que estaba haciendo, o de lo improbable de que un mero subteniente contara con poder suficiente para hacer lo que él estaba atribuyendo a Starbuck, alzó la mano que sostenía la fusta y golpeó con ella, de modo que la tralla cruzó la cara de Starbuck. El joven Nate se tambaleó, tragó saliva por el dolor, y sintió un fuerte mareo. Sangre salada brotó de su nariz.

—Le he traído su silla de montar —balbuceó como pudo, antes de encontrarse a cuatro patas en el suelo, con la sangre goteando de su nariz, y el coronel levantó de nuevo su látigo.

—Has hecho el trabajo sucio de los nordistas, ¿verdad? ¡Has destruido mi Legión, bastardo! —Golpeó una segunda vez, luego una tercera—. ¡Bastardo! —aulló, y alzó el brazo para dar un cuarto latigazo.

Los primeros perseguidores yanquis habían aparecido en la linde del bosque. Uno de ellos, un cabo, había formado parte del grupo de hombres contra los que cargó Starbuck y ahora, al asomarse a los pastos, vio a un confederado a caballo a menos de cincuenta metros y se acordó de su camarada muerto. Hincó la rodilla derecha en tierra, se llevó el rifle al hombro y efectuó un disparo rápido. El humo que flotaba sobre el campo estorbaba la visión del yanqui, pero su puntería fue buena y la bala impactó en el brazo derecho levantado del coronel, astillando el hueso para luego rebotar, penetrar entre las costillas y alojarse en los músculos del vientre. La sangre brotó del brazo, echado atrás por la fuerza de la bala, y la fusta voló por los aires.

—Oh, Dios —dijo Washington Faulconer, más asombrado que dolorido. Pero enseguida sintió el aguijón del dolor y dio un gran grito mientras intentaba bajar el brazo y asimilar aquel caos repentino de paño desgarrado y manchado de sangre y de dolor agudo.

—¡Coronel!

Ethan Ridley llegó al galope al lado del coronel en el momento mismo en que una descarga nordista crepitó en la linde del bosque. Ridley agachó la cabeza y tiró de las riendas, mientras las balas minié zumbaban en sus oídos. El coronel dio media vuelta y picó espuelas aullando de dolor, y Ridley se quedó mirando fijamente a Starbuck, que había levantado su brazo derecho para protegerse de la fusta del coronel. En esa mano seguía el revólver Savage y Ridley, al verlo, pensó que el norteño había intentado matar al coronel.

—¡Tú le has disparado! —le acusó Ridley estupefacto, y sacó su propio revólver de la pistolera.

La sangre goteaba de la nariz de Starbuck. Seguía aún aturdido, demasiado mareado para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, pero vio la mueca de la cara de Ridley, y el humo que salía del revólver, y el impacto de la bala en la madera por debajo del cuero que forraba la silla de montar que Starbuck sostenía aún en la mano izquierda.

La sacudida de la bala al impactar en la silla despertó a Starbuck de su estupor. A su espalda, enjambres de nordistas salían de entre los árboles y Ridley se daba ya la vuelta, no por temor a Starbuck, sino para escapar de la embestida de los yanquis.

—¡Ridley! —gritó Starbuck, pero Ridley picó las espuelas ensangrentadas al tiempo que Starbuck alzaba su pesada arma. Tenía una promesa que cumplir, y tan solo unos segundos para cumplirla, de modo que apuntó con el enorme revólver Savage y apretó el gatillo superior. Saltaron chispas de la cápsula del fulminante al caer el martillo del arma que Starbuck sostenía en la mano.

Ridley gritó y arqueó la espalda.

—¡Ridley! —volvió a gritar Starbuck, y en torno suyo tembló el aire por una nueva descarga de balas nordistas, y la yegua de Ridley dio un salto y un fuerte relincho. Ridley estaba herido, pero, de forma automática, liberó las botas de los estribos y se volvió a mirar a Starbuck—. ¡Esto es por Sally, bastardo! —gritó Starbuck histérico, fuera de sí—. ¡Por Sally!

Había prometido que su nombre sería la última cosa que oiría Ridley, y lo repitió de nuevo mientras oprimía otra vez, primero el gatillo inferior y luego el superior.

Ridley se estremeció al ser alcanzado por la segunda bala, y cayó al suelo. Tanto él como su caballo gemían ahora de dolor, pero el caballo intentaba escapar cojeando, en tanto que Ridley quedó tendido en la hierba.

—¡Ridley, maldito bastardo!

Starbuck se puso de pie y apuntó el revólver. Disparó de nuevo, pero su tercera bala solo levantó pellas de tierra junto al caído Ridley, cuyo caballo se alejaba cojeando. El coronel se encontraba a unos cincuenta metros, y se había vuelto a mirar horrorizado a Starbuck.

—Esto es por Sally —dijo Starbuck, y disparó su última bala contra el cuerpo de su enemigo, justo en el momento en que todo el suelo se levantó ante ellos, en una erupción que hizo volar por el aire tierra y sangre; una granada confederada había estallado encima del cuerpo agonizante de Ridley, despedazado su carne temblorosa y levantado en el aire una cortina de piltrafas de carne ensangrentada que ocultó a Starbuck de los ojos de la Legión que se retiraba.

La explosión ardiente y sanguinolenta hizo caer de espaldas a Nate y empapó su guerrera gris con la sangre de Ridley. Más granadas cruzaron rugiendo el valle y sembraron de explosiones negras y rojas el prado por el que avanzaban los nordistas desde la línea de árboles. Sobre la cresta de la lejana colina, se había formado una nube baja que temblaba a medida que la artillería iba generando más humo. Starbuck estaba de nuevo de rodillas, en tanto que Ridley no era más que un despojo ensangrentado sobre la hierba. Delante de Nate los confederados vencidos se retiraban cruzando el camino del portazgo y ascendían la colina situada más allá, con su corona de humo grisáceo salpicado de llamaradas, pero Starbuck seguía arrodillado en el prado, contemplando el amasijo de carne y sangre, costillas blancas y tripas azuladas, consciente de que había cometido un asesinato. Oh, dulce Jesús querido, perdóname, quiso rezar, tembloroso a pesar del calor, pero de pronto una oleada de nordistas pasó por su lado; un hombre arrancó el revólver de entre las manos inertes de Starbuck, y luego una culata forrada de bronce le golpeó en la nuca y él cayó hacia delante mientras una voz norteña le gritaba que se quedara bien quieto.

Quedó tendido boca abajo, aspirando el olor dulce de la hierba, y recordó la última mirada de desesperación de Ridley, mostrando el blanco de los ojos, el terror pintado en su rostro moribundo como regalo póstumo de la chica a la que había traicionado en Richmond. Le había costado solo un segundo, menos de un segundo, cometer el asesinato. Oh, Dios, pensó Starbuck, pero fue incapaz de rezar porque no sentía ningún remordimiento. No tenía la sensación de haber pecado. Lo único que deseaba era echarse a reír por Sally, porque había cumplido la palabra que le dio y matado al hombre que la había traicionado. Había cumplido un encargo de amigo, y esa idea le hacía sentir ganas de reír.

—¡Boca arriba! —Un hombre hurgaba a Starbuck con su bayoneta—. ¡Date la vuelta, bastardo!

Starbuck se dio la vuelta. Dos hombres barbudos registraron sus bolsillos, pero no encontraron nada que valiera la pena robar a excepción de su caja de cartuchos, con un puñado de munición para el revólver Savage.

—Está más pelado que un perro muerto de hambre —dijo uno de los dos hombres, y luego señaló con una mueca el horrendo amasijo de sangre y tripas que había sido Ethan Ridley—. ¿Quieres buscar en ese montón de carne, Jack?

—Mierda, no. ¡Ponte de pie! —Empujó a Starbuck con la punta de la bayoneta—. Por aquí, rebelde.

Había una veintena de prisioneros reunidos en la linde de los árboles. La mitad de ellos eran de la Legión, y el resto de los regimientos de Carolina del Sur y de los zuavos de Luisiana. Los prisioneros confederados estaban sentados, cabizbajos, y miraban desconsolados cómo se acumulaban los efectivos nordistas en la parte baja de la ladera de la colina siguiente. Más y más regimientos cruzaban el Bull Run y marchaban a reforzar el ataque que se preparaba. Más y más cañones rodaban por el camino del portazgo y ocupaban posiciones apuntando a los defensores confederados.

—¿Qué va a ser de nosotros? —preguntó uno de los prisioneros de la Legión a Starbuck.

—No lo sé.

—A ti te irá bien —dijo el hombre en tono resentido—. Eres un oficial, te canjearán, pero a nosotros no. Nos tendrán encerrados por lo menos hasta después de la cosecha.

—No tendríais que haberos rebelado entonces, ¿no te parece? —intervino un sargento yanqui que había oído la conversación.

Hacia la una del mediodía, los prisioneros fueron conducidos a la casa de piedra roja que se alzaba junto al cruce de caminos. Los soldados nordistas aún seguían preparándose para el ataque que había de quebrar los últimos vestigios de resistencia del Sur y, mientras se agrupaban, la artillería de ambos bandos tronaba por encima de las cabezas de los combatientes, porque disparaban batería contra batería desde lo alto de las colinas enfrentadas. Había un goteo constante de heridos que se acercaban cojeando, a trompicones, o bien eran traídos en parihuelas al puesto de socorro improvisado en el interior de la casa de piedra.

Starbuck, cojeando por la torcedura del tobillo y con el uniforme empapado de la sangre de Ridley, fue empujado hacia la puerta de la cocina de la casa.

—No estoy herido —protestó.

—Cierra el pico y entra ahí, haz lo que te dicen —gruñó el sargento, y ordenó a los prisioneros ilesos atender a la docena de heridos que habían sido acostados al aire libre después de ser intervenidos por el cirujano. Dentro de la casa, Starbuck encontró a más hombres de la Legión Faulconer; uno de la compañía K había perdido una pierna en la explosión de una granada; dos tenían los pulmones perforados por la metralla, uno había quedado ciego y otro tenía incrustada una bala minié en la mandíbula inferior, de la que ahora goteaba una mezcla de sangre y babas.

Un doctor de barba pelirroja trabajaba en una mesa que había sido arrastrada para que su superficie quedara iluminada directamente por la luz del sol, que entraba por la ventana de la cocina. Estaba amputando la pierna de un hombre, y su sierra de huesos chirriaba de una forma que produjo un escalofrío a Starbuck. El paciente, un nordista, aullaba de una forma horrible, y el ayudante del doctor vertió un poco más de cloroformo en el cojín que sujetaba contra la nariz y la boca del hombre. Tanto el doctor como su ayudante sudaban a goterones. Hacía un calor espantoso en aquella habitación, no solo por la temperatura natural de aquel día de verano, sino por el fuego encendido en la cocina para hervir agua.

El doctor dejó a un lado la sierra y empuñó un escalpelo de hoja muy larga con el que completó la amputación. La pierna ensangrentada, todavía con su bota y su calcetín, cayó de golpe al suelo.

—Es un cambio después de tratar la sífilis —dijo el doctor de buen humor, mientras se secaba la frente con la manga—. Es todo lo que hemos hecho los tres últimos meses, ¡tratar la sífilis! Vosotros, sudistas, no teníais por qué haberos molestado en reclutar un ejército, bastaba con que enviaseis a todas vuestras putas al norte para matarnos a todos de sífilis, y os habríais evitado un montón de problemas. Todavía está con nosotros, ¿no? —Esta última pregunta iba dirigida al ayudante.

—Sí, señor.

—Hágale aspirar amoníaco, y luego le comunica que todavía no está llamando a las puertas del paraíso.

El cirujano de la barba roja buscaba con un fórceps las arterias que tenía que suturar. Había limado el extremo del hueso aserrado hasta dejarlo liso y ahora, después de ligar las arterias, comprimió la carne sobre el hueso limado y la recubrió con la piel colgante del muslo del paciente. Dio unas puntadas rápidas sobre el muñón así formado, y luego desató el torniquete que había comprimido el flujo de sangre del muslo durante la operación.

—Otro héroe —dijo en tono seco, para indicar que la operación había concluido.

—No vuelve en sí, señor.

El ayudante sostenía la botella de amoníaco abierta junto a la nariz del paciente.

—Páseme el cloroformo —ordenó el doctor, y luego tomó el escalpelo y rasgó la tela arrugada y manchada de sangre de los pantalones del paciente hasta dejar al descubierto sus genitales—. Va a presenciar un milagro —anunció el doctor, y vertió unas gotas de cloroformo sobre los testículos del hombre inconsciente. El hombre sufrió un espasmo inmediato, pero luego abrió los ojos, aulló de dolor e intentó incorporarse—. Pelotas heladas —dijo el doctor, risueño—, lo que en la profesión se conoce como «efecto Lazarus».

Taponó la botella de cloroformo, se apartó de la mesa y paseó su mirada por su reticente auditorio, en busca de alguna muestra de que apreciaban su ingenio. Vio entonces a Starbuck, cubierto de sangre de la cabeza a los pies.

—Cristo, ¿cómo es que no está muerto?

—Porque no estoy ni siquiera herido. Es sangre de otro.

—Si no está herido, salga inmediatamente de aquí. Váyase a rumiar sobre el fracaso de sus malditos sueños.

Starbuck salió al patio, y allí se recostó en la pared de piedra de la casa. El sol brillaba cruel sobre la escena desolada de la derrota rebelde. Hacia el norte, donde Evans había mandado a sus compañías perdidas a frenar el triunfal avance yanqui, no había nadie en los prados, a excepción de las decenas de cadáveres de hombres y de caballos que los alfombraban.

La batalla había soplado feroz sobre esos campos y, como una amplia ola empujada por la furia de la tormenta, trepaba ahora por la colina siguiente hacia la casa de Henry, donde el frente atacante acosaba a la segunda línea defensiva confederada. Nathan Evans había desplegado la primera barrera a partir de una delgada línea de hombres, que habían retrasado el ataque federal el tiempo suficiente para que Thomas Jackson dispusiera esta segunda línea, la misma que ahora los yanquis se disponían a desmantelar. Cañones nordistas recién llegados eran arrastrados hasta la cima de aquella altura, al tiempo que largas columnas de infantería azul marchaban por delante de los cañones a reforzar a sus camaradas, que ya habían empezado el asalto a la cresta de la siguiente colina. Los cañones rebeldes, alineados al principio en el borde de la cresta, se habían visto obligados a retrasar su posición debido al avance yanqui. Starbuck se dejó caer desconsolado junto al escalón de la puerta de la cocina de la casa de piedra, y vio cómo un proyectil confederado aislado cruzaba sobre el altiplano dejando una estela de humo en el cielo. Disparos como ese eran la prueba de que el ejército rebelde aún luchaba, pero el camino del portazgo estaba ahora tan repleto de cañones nordistas y de infantería que a Starbuck le pareció imposible que la batalla durara mucho más.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —gritó a Starbuck el oficioso sargento.

—El doctor me ha dicho que saliera.

—No puedes quedarte aquí. Tienes que estar allá, con los demás prisioneros.

El sargento señaló el rincón más alejado del patio, donde un pequeño grupo de rebeldes ilesos se habían sentado vigilados por unos centinelas.

—El doctor me ha dicho que tenía que lavarme toda esta sangre —mintió Starbuck. Acababa de darse cuenta de que había un pozo junto al camino, y esperaba que su mentira le permitiera beber agua.

El sargento dudó, pero al fin asintió.

—Date prisa, entonces.

Starbuck cruzó el patio hasta el pozo y subió el cubo de madera. Había tenido la intención de lavarse la cara antes de beber, pero estaba demasiado sediento para esperar y, sujetando el cubo con las dos manos, se echó con avidez el contenido por la cara y bebió largos tragos de aquella agua fresca. El líquido se escurría por su cara, su guerrera y sus pantalones manchados, y él seguía bebiendo para apagar la sed acumulada durante las largas horas de humo, de pólvora y de sol.

Dejó el cubo en el brocal del pozo, jadeante, y se dio cuenta de que una cara bonita, de ojos azules, le observaba. Se volvió, asombrado. Una mujer. Debía de estar soñando. ¡Una mujer! Y una mujer hermosa, un ángel, una visión, una belleza limpia y pizpireta vestida de encaje blanco, tocada con un bonete orlado de rosa y empuñando un parasol blanco rayado. Starbuck la miró boquiabierto, preguntándose si se había vuelto loco, y de pronto la mujer, que estaba sentada en un carruaje parado en el camino, al otro lado de la valla del patio, rompió a reír.

—¡Deja en paz a la señora! —ladró el sargento—. ¡Vuelve aquí, rebelde!

—¡Déjele quedarse! —reclamó la mujer, imperiosa. Junto a ella se sentaba un hombre mucho mayor, en una calesa abierta tirada por dos caballos. Un cochero negro ocupaba el pescante, y un teniente de la Unión intentaba que el carruaje diera media vuelta. Habían ido demasiado lejos, explicó el joven oficial al acompañante de la mujer, había peligro en ese lugar, no tenían que haber cruzado el puente.

—¿Sabe usted quién soy?

El hombre era un caballero de edad mediana que vestía una levita de color oscuro, sombrero alto de copa negro y corbata de lazo de seda blanca. Llevaba un bastón de puño dorado, y una barba gris prominente y elegantemente recortada.

—Señor, no necesito saber quién es usted —dijo el oficial nordista—, no debería haber cruzado el puente, y me veo en la obligación de insistir…

—¿Insistir, teniente? ¿Insistir? Soy el congresista Benjamín Matteson, del gran Estado de Nueva Jersey, y no insista más usted conmigo.

—Pero este lugar es peligroso, señor —protestó débilmente el teniente.

—Un congresista puede acudir a cualquier lugar en el que considere que la República corre peligro —respondió el congresista Matteson con desdén olímpico, aunque la verdad es que tanto él como tantos otros políticos de Washington se habían limitado a ir detrás del ejército para poder reclamar una porción del crédito de aquella victoria, y exhibir algún recuerdo del evento, como balas de fusil disparadas o la gorra manchada de sangre de un rebelde.

—Pero ¿y la señorita, señor? —intentó aún discutir el teniente.

—La señorita, teniente, es mi esposa, y la esposa de un congresista es capaz de compartir cualquier peligro.

La joven se echó a reír ante aquel cumplido absurdo de su esposo, y Starbuck, todavía aturdido por su presencia, se preguntó por qué razón una joven tan bella se habría casado con un hombre tan pomposo.

Los ojos de la señora Matteson, tan azules como el campo de estrellas de la bandera, estaban llenos de malicia.

—¿De verdad es usted un rebelde? —preguntó a Starbuck. Tenía el cabello rubio muy claro, la piel muy blanca y su vestido de encaje estaba ligeramente sucio del polvo rojo del camino.

—Sí, señora.

Starbuck la miraba como un hombre muerto de sed miraría un estanque de agua clara, fresca y sombreada. Era muy distinta a las muchachas amables, sencillas y obedientes que acudían a rezar a la iglesia de su padre. Por el contrario, la mujer del congresista era lo que el reverendo Elial Starbuck habría llamado una loba pintarrajeada, una Jezabel. Nate se dio cuenta de que era la viva imagen y modelo de lo que quería ser Sally Truslow, y de lo que él mismo deseaba que fuera una mujer, porque la austeridad bíblica de su padre había hecho inclinarse a Nathaniel Starbuck precisamente hacia esa particular especie de fruto prohibido.

—Sí, señora —repitió—. Soy un rebelde.

Intentó dar a sus palabras un tono desafiante.

—Confidencialmente —confesó la mujer a Starbuck en una voz que resonó nítida por encima de la cacofonía de bombas y mosquetería, y que pudo ser oída por todos los prisioneros del patio—, también yo soy una asesina de Lincoln.

Su marido se echó a reír con demasiado estrépito.

—¡No seas absurda, Lucy! ¡Si tú eres de Pennsylvania! —Dio a su esposa una palmadita de reprimenda en la rodilla con la mano enguantada—. Del gran Estado de Pennsylvania.

Lucy le apartó la mano.

—No seas tú desagradable, Ben. Soy una asesina de Lincoln de los pies a la cabeza. —Se volvió a mirar la espalda estólida del cochero—. ¿Soy o no soy una rebelde, Joseph?

—¡Vaya si lo é, señá, lo é! —rio el cochero.

—Y cuando venzamos te convertiré en mi esclavo, Joseph, ¿no es así?

—¡Así é, señá, así é! —volvió a reír.

Lucy Matteson se volvió a mirar a Starbuck.

—¿Está usted malherido?

—No, señora.

—¿Qué ocurrió?

—Mataron a mi caballo, señora. Caí al suelo y fui capturado.

—¿Usted…? —dijo, interrumpió la pregunta, se ruborizó ligeramente y luego una media sonrisa iluminó su rostro—. ¿Ha matado usted a alguien?

Starbuck se acordó de pronto de Ridley cayendo hacia atrás desde lo alto de su caballo.

—No lo sé, señora.

—Yo estoy deseando matar a alguien. Esta noche hemos dormido en la granja más incómoda de Centreville, y solo el Señor sabe dónde dormiremos hoy. Si encontramos alguna cama libre, cosa que dudo. Son los rigores de la guerra. —Se echó a reír, mostrando unos dientes pequeños y muy blancos—. ¿Hay algún hotel en Manassas Junction?

—No he oído decir que haya ninguno, señora —dijo Starbuck.

—No habla usted como un sureño —le interrumpió el congresista con una nota agria en la voz. Starbuck, sin ganas de dar explicaciones, se limitó a encogerse de hombros.

—¡Es usted misterioso! —Lucy Matteson palmoteo con sus manos enguantadas, y luego le tendió una caja de cartón llena de objetos envueltos en papel de celofán—. Tome una.

Starbuck vio que se trataba de frutas escarchadas.

—¿Está segura, señora?

—¡Vamos! Coja todas las que quiera. —Sonrió cuando Starbuck tomó una fruta—. ¿Cree que lo mandarán a Washington?

—No sé qué planes tienen para los prisioneros, señora.

—Estoy segura de que lo harán. Celebrarán un grandioso desfile de la victoria, con muchas bandas de música berreando y montones de felicitaciones, y todos los prisioneros marcharán a punta de pistola antes de ser fusilados delante de la Casa Blanca.

—No seas absurda, Lucy. Te ruego que no seas absurda —la reprendió ceñudo el honorable Benjamín Matteson.

—O bien puede que lo dejen en libertad condicional —sonrió Lucy Matteson a Starbuck—, y en ese caso tiene que venir a cenar a casa. No, Benjamín, no discutas, está decidido. ¡Dame una carte de visite, deprisa! —Mantuvo la mano tendida hasta que su marido, con patente desagrado, puso en ella una tarjeta de cartulina que Lucy entregó a Starbuck con una sonrisa—. Nosotros los rebeldes tenemos que contarnos nuestras aventuras bélicas, mientras estas frías gentes del Norte nos miran ceñudas. Y si necesita cualquier cosa en prisión, no tiene más que pedírmela. Desearía poder ofrecerle algo más que frutas escarchadas ahora, pero el congresista se ha comido todo el pollo frío porque ha dicho que se estropearía después de que se fundiera el hielo trizado.

Había tanta malicia en sus palabras que Starbuck se echó a reír.

El teniente que había intentado antes hacer dar media vuelta al carruaje del congresista reapareció acompañado por un mayor, cuya autoridad era considerablemente más importante. Al mayor no le habría importado que la mitad del Congreso de los Estados Unidos estuviese en la calesa, su tarea era impedir que el camino del portazgo quedara bloqueado a media batalla, de modo que se tocó el ala del sombrero delante de Lucy Matteson y luego insistió en que el cochero diera media vuelta y los llevara a la otra orilla del Bull Run.

—¿Sabe usted quién soy? —preguntó el congresista Matteson, pero enseguida se encogió porque una granada rebelde estalló a cien metros de distancia y un fragmento de metralla voló por encima de su cabeza y fue a estrellarse inofensivamente contra la pared de piedra de la casa.

—Como si es el emperador de Francia. ¡Lárguese de una condenada vez de aquí! ¡Ahora! ¡Muévase!

Lucy Matteson sonrió a Starbuck cuando la calesa se puso en movimiento.

—¡Venga a visitarnos a Washington!

Starbuck se echó a reír y volvió hacia la casa. Por encima de él, la colina humeaba como un volcán, las bombas estallaban y tableteaba el fuego de fusilería, y los heridos volvían cojeando hacia el cruce de caminos, donde los prisioneros esperaban la cárcel, los yanquis esperaban la victoria y los muertos esperaban ser sepultados. Starbuck, ignorado ahora por el sargento al que parecía haber dejado de preocupar que se reuniera o no con los demás prisioneros, se sentó con la espalda apoyada en la pared de piedra calentada por el sol, cerró los ojos y se preguntó qué le depararía el futuro. Daba por supuesto que toda la rebelión del Sur estaba agonizando en aquellos campos ardientes, y pensó en lo mucho que iba a lamentar aquel final prematuro de la guerra. Había visto el elefante, y deseaba ver más. No era el horror lo que le seducía; ni el recuerdo de la pierna amputada volando sobre el camino, ni la cara del hombre desapareciendo entre el humo de la pólvora y la sangre. Era el orden nuevo que había sido impuesto a toda la creación lo que atraía la atención de Starbuck. La guerra, Nate lo había aprendido ese día, se apoderaba de todo lo existente, lo sacudía y lo arrojaba de nuevo, dejando caer al descuido los pedazos. La guerra era un gigantesco juego de azar, un inmenso juego, una negación tanto de la predestinación como de la prudencia. La guerra había salvado a Starbuck del destino de la respetabilidad familiar, mientras que la paz implicaba deberes. La guerra le había liberado de obligaciones, mientras que la paz solo le ofrecía mediocridad. Y Nathaniel Starbuck era lo bastante joven y tenía suficiente confianza en sí mismo para odiar la mediocridad más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Pero ahora era un prisionero y, mientras la batalla seguía desplegando su fragor, Starbuck, calentado por el sol y cansado de las peripecias de la jornada, se quedó dormido.