Capítulo 5

El polvo flotaba en el aire por encima de los terrenos del Ferial central de Richmond. Era un polvo levantado por los once regimientos que desfilaban en marchas y contramarchas por el enorme recinto, que había perdido primero hasta la última brizna de hierba y luego había generado aquella fina capa de polvo, pisoteado por los interminables ejercicios de instrucción que el mayor general Robert Lee insistía en infligir a los reclutas venidos a defender la Confederación. Aquel polvo rojizo había sido esparcido por el viento para ir a posarse sobre todas las paredes, los techos y las vallas situados dentro de un radio de medio kilómetro alrededor del Ferial central, de modo que incluso los capullos de las magnolias que rodeaban el lugar parecían teñidos de un curioso color ladrillo. El uniforme de Ethan Ridley también estaba cubierto de polvo, que daba al paño gris un tinte de color carne. Ridley había acudido al Ferial central para encontrarse con su rechoncho y miope hermanastro, Belvedere Delaney, que montaba un caballo pío de lomos cóncavos con la elegancia de un costal caído en un rincón, y observaba atentamente el desfile marcial de los regimientos. Delaney, aunque vestía ropas de paisano, saludaba el paso de las tropas con el aplomo de un general.

—Estoy practicando para cuando llegue el momento de alistarme en el ejército, Ethan —saludó a su hermanastro, sin mostrar sorpresa por la repentina aparición de Ridley en la ciudad.

—No te alistarás en el ejército, Bev, eres demasiado perezoso.

—Te equivocas, Ethan, voy a ser oficial jurídico. Me he inventado el cargo yo mismo, y se lo sugerí al gobernador, que fue tan amable que me comisionó en el acto. De momento seré capitán, pero me ascenderé a mí mismo si encuentro ese rango demasiado bajo para un hombre de mis gustos y distinción. ¡Bien hecho, muchachos! ¡Bien hecho! ¡Muy aguerridos!

Delaney dedicaba esas palabras de ánimo a una compañía de infantería de Alabama que desfilaba aturdida por los aplausos de los espectadores. La visita al Ferial era una excursión popular para los ciudadanos de Richmond, que ahora vivían nada menos que en la nueva capital de los Estados Confederados de América, un hecho que producía particular placer a Belvedere Delaney.

—Cuanto mayor sea el número de políticos presentes en Richmond, mayor será la corrupción —explicó a Ridley—, y cuanto mayor sea la corrupción, mayores también los beneficios. Dudo que alguna vez lleguemos a hacer la competencia a Washington en estas materias, pero hemos de hacer lo que podamos en el corto plazo que Dios nos otorga. —Delaney sonrió con beatitud a su ceñudo hermanastro—. Así pues, ¿cuánto tiempo vas a estar en Richmond esta vez? Supongo que seguirás alojándote en Grace Street. ¿Te ha dicho George que me encontrarías aquí?

George era el sirviente de Delaney, un esclavo, pero con las maneras y la actitud de un aristócrata. A Ridley no le gustaba nada aquel hombre, con sus sempiternas cejas alzadas, pero tenía que convivir con el esclavo si quería alojarse en la casa de su hermano de Grace Street.

—¿Qué es exactamente lo que te trae a nuestra hermosa ciudad? —preguntó Delaney—. Además del placer de mi compañía, por supuesto.

—Cañones. Dos de seis libras que descubrió Faulconer en la Fundición Bowers. Se suponía que iban a ser fundidos, pero Faulconer los compró.

—Entonces no hay beneficio para nosotros —dijo Delaney.

—Necesitan munición. —Ridley hizo una pausa para encender un cigarro—. Y cureñas. Y trenes de munición.

—¡Ah! Ya puedo oír el suave tintineo de dólares que cambian de manos —dijo Belvedere Delaney con delicia, y se volvió a observar a un regimiento de la milicia de Virginia que desfilaba con la precisión de las lanzaderas de los telares mecánicos—. Si todas las tropas fueran tan buenas como esta —dijo a su hermanastro—, sería posible ganar la guerra, pero Dios mío, tendrías que ver la chusma que aparece por aquí dispuesta a combatir. Ayer vi a una compañía que se llamaba a sí misma «Asesinos de Lincoln Montados de McGarrity». McGarrity era su autoproclamado coronel, como comprenderás, y en total eran catorce palurdos que se repartían entre todos diez caballos, dos espadas, cuatro mosquetes y una soga de ahorcar. La soga tenía unos siete metros de largo, nudo corredizo incluido, y era más que adecuada para Abe, según me dijeron.

Ethan Ridley no estaba interesado en las especies más extravagantes del soldado sudista; solo le importaban los beneficios que podía sacar con la ayuda de su hermano.

—¿Tienes munición de seis libras?

—En profusas cantidades, me temo —confesó Delaney—. Prácticamente hemos desechado el proyectil de tipo macizo. Pero seguro que podemos conseguir unas ganancias indecentes con los de carga hueca y las granadas. —Hizo una pausa para llevarse la mano al ala del sombrero al pasar junto a un senador del Estado que se había mostrado ansioso por ir a la guerra antes de que se cruzaran los primeros disparos, pero luego había resultado ser cojo, tenía una hernia en la espalda y problemas de hígado. El político inválido, recostado en lujosos almohadones en su carruaje, alzó débilmente su bastón de puño dorado en respuesta al saludo de Delaney—. Y seguro que puedo encontrar algunas cureñas y trenes de munición a un precio endiablado —siguió diciendo Delaney, feliz.

Su felicidad se debía a los beneficios derivados de la insistencia de Washington Faulconer en no comprar al Estado ni una sola bota ni un botón para su Legión, con una obstinación en la que Delaney vio su oportunidad. Delaney había utilizado su extensa red de amistades para comprar él mismo el material de los arsenales del Estado y venderlo a continuación a su hermanastro, que actuaba como agente de compras de Washington Faulconer. El precio de los artículos se duplicaba o incluso se cuadruplicaba invariablemente en la transacción, y los hermanos se repartían las ganancias a partes iguales. Era un plan perfecto que, entre otras cosas, había hecho desembolsar a Washington Faulconer doce mil dólares por unos rifles de Misisipí que Belvedere Delaney había adquirido por solo seis mil dólares, cuarenta dólares por tiendas de campaña de dieciséis, y mil pares de botas a dos dólares el par que los hermanos habían comprado por ochenta centavos.

—Me imagino que una cureña de cañón debe de costar por lo menos cuatrocientos dólares —especuló ahora Delaney en voz alta—. ¿Le pedimos ochocientos a Faulconer?

—Por lo menos.

Ridley necesitaba esas ganancias mucho más que su hermano mayor, y por eso se había alegrado tanto de volver a Richmond, donde no solo podía ganar dinero, sino además librarse del empalagoso afecto de Anna. Se decía a sí mismo que el matrimonio facilitaría las cosas entre la hija de Faulconer y él, y que una vez contara con la seguridad de las propiedades de la familia respaldándole, no le molestarían tanto las petulantes exigencias de Anna. En la riqueza, pensaba Ridley, residía la solución de todos los problemas.

También a Belvedere Delaney le agradaba la riqueza, pero solo si arrastraba el poder en su estela. Se agarró a su caballo para observar el desfile de una compañía de Misisipí; hombres barbudos de buena planta, delgados y curtidos, pero todos armados con anticuados fusiles de chispa como los que empuñaban sus abuelos contra los casacas rojas. La guerra inminente, pensaba Delaney, sería breve, porque el Norte iba a barrer sin la menor duda a estos aficionados entusiastas con sus armas caseras y su paso desgarbado; y cuando tal cosa ocurriera, Delaney tenía intención de conseguir unos beneficios mucho más sustanciosos que los miserables dólares que sacaba ahora de equipar a la Legión Faulconer. Y es que Belvedere Delaney, aunque sureño por su nacimiento y educación, era partidario del Norte por cálculo, y aunque todavía no se había convertido en un espía, sí había hecho comprender con discreción a sus amigos de los estados del Norte que podía servir a su causa desde la capital de Virginia. Y cuando llegara la victoria del Norte, como a buen seguro iba a suceder, Delaney pensaba que los sureños que hubiesen apoyado al legítimo gobierno federal podrían esperar una sustanciosa recompensa. Eso, Delaney lo sabía, era una apuesta a largo plazo, pero pensar en el largo plazo mientras todos los bobos que le rodeaban se jugaban sus vidas y sus propiedades en el presente, era para Belvedere Delaney una inmensa fuente de satisfacción.

—Háblame de Starbuck —preguntó de pronto a su hermano mientras paseaban a caballo por el perímetro del Ferial.

—¿Por qué? —se sorprendió Ridley ante lo inesperado de la petición.

—Porque me interesa el hijo de Elial Starbuck. —En realidad fue la idea de sureños que apoyaban al Norte y norteños que luchaban por el Sur lo que había llevado a Delaney a pensar en Starbuck—. Lo conocí, ¿lo sabías?

—No me dijo nada —dijo Ridley con aire ofendido.

—Me gustó bastante. Tiene una mente ágil. Demasiado voluble para triunfar, me temo, pero no es un joven del montón.

Ethan Ridley resopló al oír un juicio tan benévolo.

—Es un maldito hijo de predicador. El hijo beato de un hijo de perra de Boston.

Delaney, que presumía de conocer mejor el mundo que su hermanastro, sospechaba que un hombre dispuesto a jugarse todo su futuro por una cómica de la legua era probablemente mucho menos virtuoso y bastante más interesante de lo que pensaba Ridley, y en el curso de su larga bacanal etílica con Starbuck, había advertido algo complejo e interesante en aquel joven. Starbuck, reflexionó Delaney, se había encerrado a sí mismo en un laberinto oscuro en el que criaturas como Dominique Demarest se debatían contra las virtudes inoculadas por una educación calvinista, y esa batalla podía ser un asunto raro y virulento. Delaney suponía por instinto que el calvinismo acabaría por ser derrotado, pero también comprendía que las apariencias virtuosas del carácter de Starbuck enervasen hasta el extremo a su hermanastro.

—¿Por qué encontramos tan aburrida la virtud? —se preguntó Delaney en voz alta.

—Porque es la más alta aspiración del estúpido —respondió Ridley, grosero.

—¿No será que admiramos la virtud en los demás porque sabemos que no podemos alcanzarla nosotros? —Delaney aún sentía curiosidad.

—Puede que tú quieras alcanzarla; yo no.

—No seas absurdo, Ethan. Y dime por qué te desagrada tanto Starbuck.

—Porque ese bastardo me ha soplado cincuenta pavos.

—¡Ah! Entonces te ha tocado donde más te duele. —Delaney, que conocía la enorme codicia de su hermanastro, se echó a reír—. ¿Y cómo consiguió el hijo del predicador apoderarse de esa cantidad?

—Aposté con él a que no podría traerse a un hombre llamado Truslow de las montañas, y maldito sea, lo hizo.

—Pecker me habló de Truslow —dijo Delaney—. Pero ¿por qué no lo reclutaste tú?

—Porque si Truslow me ve rondar cerca de su hija, me mata.

—¡Ah! —Delaney sonrió y reflexionó acerca de cómo todas las personas acaban por caer en las trampas que ellas mismas han creado. Starbuck atrapado entre el pecado y el placer, él mismo cogido entre el Norte y el Sur, y su hermanastro desplumado por culpa de la lujuria—. ¿Tiene motivos ese asesino para matarte? —preguntó Delaney, y luego sacó un cigarrillo de la petaca y pidió prestado a su hermanastro su cigarro para encenderlo. El cigarrillo iba liado en papel amarillo, y el tabaco desprendía un aroma a limón—. ¿Y bien? —urgió Delaney a Ridley.

—Tiene motivos —admitió Ridley, y no pudo reprimir una carcajada llena de jactancia—. Va a tener un nieto bastardo muy pronto.

—¿Tuyo?

Ridley asintió.

—Truslow no sabe que el niño es mío, y la chica se ha casado o algo parecido, de modo que a fin de cuentas me he ido de rositas. Aun así, tengo que pagar el silencio de esa perra.

—¿Mucho?

—Bastante. —Ridley inhaló el humo amargo de su cigarro, y sacudió la cabeza—. Es una perra codiciosa, pero Dios mío, Bev, tendrías que ver a esa chica.

—¿La hija del asesino es guapa? —A Delaney le divertía la idea.

—Es extraordinaria —dijo Ridley en un tono de auténtico respeto—. Aquí la tienes, mírala.

Sacó un portafolios de piel del bolsillo superior de su uniforme y se lo tendió a su hermano mayor. Delaney lo abrió y apareció un dibujo de unos doce centímetros por ocho, que mostraba a una muchacha desnuda sentada bajo los árboles en la orilla de un arroyo. Delaney se asombró una vez más del talento de su hermanastro que, a pesar de su pereza y de que apenas se ejercitaba, seguía siendo sobrecogedoramente bueno. Dios, pensó, siembra los talentos en los terrenos más improbables.

—¿Has exagerado su buena presencia?

—No. De verdad que no.

—En ese caso, es ciertamente preciosa. Una ninfa.

—Pero una ninfa con una lengua que parece la de un carretero negro, y con su mismo mal genio.

—Y has acabado con ella, ¿sí? —preguntó Delaney.

—Del todo. Punto final.

Ridley, mientras volvía a guardar el retrato, esperó que fuera cierto. Había pagado a Sally cien dólares de plata para que tuviera la boca callada, pero seguía inquieto por la posibilidad de que ella no respetara su parte del pacto. Sally era una chica impredecible que había heredado en más de un aspecto el salvajismo de su padre, y a Ethan Ridley le aterraba que se presentara en Faulconer Court House y aireara su embarazo delante de Anna. No es que a Washington Faulconer le importara probablemente que un hombre engendrara bastardos, pero una cosa era preñar a las esclavas, y otra muy distinta que una muchacha tan salvaje como la hija de Truslow fuera voceando su agravio de una punta a otra de la calle mayor de Faulconer Court House.

Pero ahora, a Dios gracias, Ridley había sabido que Sally estaba casada con su enamorado de pelo de paja. Ridley no conocía ningún detalle de la boda, ni el dónde ni el cómo ni el cuándo, solo que Truslow le había traspasado su hija a Decker y había regalado a la pareja su parcela de tierra pedregosa, sus bestias y su bendición, y al actuar así había hecho que Ridley se sintiera mucho más a salvo.

—Todo ha acabado bien —gruñó a Delaney, pero no sin cierta pena, porque Ethan Ridley temía que nunca en la vida conocería a otra muchacha tan hermosa como Sally Truslow. Aun así, trajinarla había sido jugar con fuego, y podía considerarse afortunado de no haber salido escaldado.

Belvedere Delaney observó a un grupo de reclutas que intentaban marcar el paso. Un cadete del Instituto Militar de Virginia que posiblemente tenía apenas la mitad de la edad de los hombres a los que entrenaba, les gritaba que marcharan con la espalda recta, la cabeza alta, y dejaran de mirar alrededor como un grupo de colegialas de excursión.

—¿Entrena así a sus hombres el coronel Faulconer? —preguntó Delaney.

—Cree que con la instrucción solo conseguiría apagar el entusiasmo de sus hombres.

—¡Qué interesante! Puede que tu Faulconer sea más listo de lo que yo creía. Estos pobres diablos empiezan la instrucción a las seis de la mañana, y no paran hasta que sale la luna.

Delaney se llevó la mano al ala del sombrero para saludar a un juez con el que solía coincidir en el burdel de Marshall Street, conocido como la casa de la señora Richardson, aunque de hecho el propietario principal de la casa era el propio Belvedere Delaney. En época de guerra, pensaba Delaney, un hombre puede hacer cosas bastante peores que invertir su dinero en armas y mujeres, y hasta el momento las inversiones de Delaney le estaban proporcionando pingües beneficios.

—Faulconer cree que la guerra es para disfrutarla —dijo Ridley en tono cáustico—, y por eso prepara una incursión de la caballería.

—¿Una incursión de la caballería? —dijo Delaney, sorprendido—. Cuéntame.

—No hay nada que contar.

—Entonces, descríbeme esa nada —dijo Delaney en un tono petulante muy poco natural.

—¿Por qué?

—Por el amor de Dios, Ethan, soy amigo de la mitad de los parlamentarios del Estado, y si los ciudadanos de Virginia tienen que costear una guerra privada contra el Norte, se supone que el gobierno debe saberlo. O Robert Lee, por lo menos. Se supone que Lee tiene que dar el visto bueno a cualquier movimiento de tropas, incluidas las de tu futuro suegro. De modo que cuéntame.

—Faulconer se prepara para efectuar una incursión, o puede que ya la haya puesto en marcha, no estoy seguro. ¿Tiene alguna importancia?

—¿Dónde? ¿Por qué?

—Está enfadado porque dejamos que los yanquis ocuparan Alexandría. Cree que Richmond no se toma en serio la guerra. Dice que Letcher siempre ha sido blando con el Norte y que probablemente está en connivencia con la Unión, en secreto. Cree que Lee es demasiado prudente, y lo mismo todos los demás, y que si nadie va y les atiza a los yanquis donde duele, la Confederación se derrumbará.

—¿Me estás diciendo que ese idiota va a atacar Alexandría? —preguntó Delaney desconcertado. Alexandría era la ciudad de Virginia más próxima a Washington en la otra orilla del Potomac, y desde su abandono por las tropas sudistas había sido masivamente fortificada.

—Sabe que no puede atacar Alexandría —dijo Ridley—, de modo que su plan es cortar la línea del ferrocarril Baltimore and Ohio.

—¿En qué punto?

—No me lo ha dicho —el tono de Ridley era amargo—, pero no puede ser al este de Cumberland porque ya no circulan trenes entre esa ciudad y Harper’s Ferry. —Ridley se sintió alarmado de pronto—. Por el amor de Dios, Bev, no irás a detenerle, ¿verdad? ¡Me matará si lo haces!

—No —dijo Delaney, tranquilizador—, no, le dejaré que se divierta. ¿Cuántos hombres se lleva? ¿Toda la Legión?

—Solo treinta hombres. Pero prométeme que no dirás nada.

A Ridley le aterraba la idea de haber sido indiscreto. Delaney vio en ese momento a Robert Lee pasando revista a unos reclutas en el extremo más alejado del Ferial. Había prestado deliberadamente algún servicio útil en la oficina de Lee, y, aunque de mala gana, se había sentido impresionado por la combinación de inteligencia y honestidad del general. Delaney intentó imaginar la furia de Lee si descubría que Faulconer realizaba por cuenta propia una incursión contra el ferrocarril Baltimore and Ohio, pero por tentadora que fuera la idea, decidió no decir nada a sus amigos del gobierno de Virginia. En su lugar avisaría al Norte, para que frustraran el ataque.

Porque todavía estaba a tiempo de escribir una última carta a un amigo de Washington que, según le constaba, era a su vez amigo íntimo del secretario nordista de la Guerra. Delaney especulaba con que, si demostraba al Norte que él podía ser una fuente de información militar fiable, conseguiría ganarse su plena confianza.

—Por supuesto que no voy a decir nada al gobernador —tranquilizó a su aterrorizado hermanastro, y luego tiró de las riendas para detener a su caballo—. ¿Te importa que nos vayamos ya? El polvo me irrita la garganta.

—Yo esperaba… —empezó a decir Ridley.

—Esperabas visitar la casa de la señora Richardson. —Aquel incentivo era la principal atracción de Richmond para su hermanastro, y Delaney lo sabía muy bien—. Y lo harás, mi querido Ethan, lo harás.

Delaney espoleó su caballo hacia la ciudad, con la sensación de haber tenido un buen día de trabajo.

* * *

El grupo asaltante llegó a la línea del ferrocarril Baltimore and Ohio antes del amanecer del sexto día de un viaje que Washington Faulconer había previsto, en un exceso de confianza, que no duraría más de tres. La cabalgada habría durado siete días de no haber insistido tozudamente Faulconer en marchar durante toda la última noche. Starbuck, tambaleante por el cansancio y dolorido por el roce de la silla de montar, tardó en tomar conciencia de que el viaje casi había terminado. Estaba derrumbado en la silla, soñoliento, temiendo irse al suelo en cualquier momento, cuando le sobresaltó de pronto una luz deslumbrante que brillaba muy abajo, en un valle profundo al que no llegaba la luz de la luna. Por un instante pensó que soñaba, y luego tuvo miedo de no estar soñando en absoluto, sino de haber llegado al límite tembloroso del valle de la Gehenna, el infierno de la Biblia, y estar a punto de ser arrojado al pozo llameante en el que los demonios reían mientras atormentaban a los pecadores. Llegó incluso a gritar de terror.

Luego despertó del todo y se dio cuenta de que la derrengada banda de asaltantes de Faulconer se había detenido en la cresta de una línea de lomas altas, y miraba hacia un valle oscuro por el que corría un tren en dirección al oeste. La puerta de la caldera de la locomotora estaba abierta, y el resplandor brillante del fuego se reflejaba en la base de la columna hirviente de humo que parecía, pensó Starbuck, el aliento espeluznante de un gran dragón. La columna de humo avanzaba compacta hacia el oeste, precedida por el débil resplandor de la linterna de aceite de la locomotora. No se veían más luces, lo que indicaba que la locomotora tiraba de un convoy de mercancías. El ruido del tren en marcha cambió a un estruendo cavernoso al cruzar el puente tendido sobre pilares en el cruce de un río, que corría a la izquierda del lugar desde donde observaba Starbuck, y este sintió un escalofrío de excitación al darse cuenta de pronto de lo cerca que se encontraban de su objetivo.

Porque aquel borbotón de humo furioso que cruzaba a través de la noche señalaba el lugar en que el ferrocarril Baltimore and Ohio corría a lo largo del ramal Norte del río Potomac. Hasta que Thomas Jackson ocupó Harper’s Ferry, y cortó de ese modo el paso de la línea que llevaba a Washington y Baltimore, ese ferrocarril había sido la mayor vía de comunicación entre los Estados del oeste y la capital americana, e incluso después de la ocupación de Jackson la línea férrea había seguido activa porque traía suministros, reclutas, armas y víveres de Missouri, Illinois, Indiana y Ohio, y todo ello era descargado en Cumberland y vuelto a cargar en barcazas que seguían el canal, o bien en gabarras tiradas por caballos, hasta la estación de Hagerston de la línea de ferrocarril de Cumberland Valley. El coronel Faulconer aseguraba que, si se podía cortar la línea del Baltimore and Ohio en los montes Allegheny, al oeste de Cumberland, se tardarían meses en normalizar el tráfico de los suministros por ferrocarril.

Esa era, por lo menos, la justificación militar para la incursión, pero Starbuck sabía que el coronel esperaba ganar mucho más en el lance. Faulconer creía que un ataque victorioso reforzaría la beligerancia del Sur y heriría el orgullo del Norte. Y mejor aún era la perspectiva de empezar la historia de la Legión Faulconer con una victoria, lo cual era la auténtica razón por la que el coronel encabezaba a un grupo de treinta jinetes escogidos acompañados por cuatro acémilas cargadas con cuatro barriles de pólvora negra, seis hachas, cuatro palancas, dos almádenas y dos rollos de mecha rápida: el material necesario para destruir los pilares de madera de los puentes por los que pasaba la línea férrea del Baltimore and Ohio, a través del rápido curso de los ríos y arroyos que bajan de los montes Allegheny.

Tres de los oficiales de la Legión acompañaban a su coronel en la incursión. El capitán Paul Hinton era un hombre indolente que poseía ochocientos acres de tierras de cultivo en la parte este de Faulconer County, y era además amigo de cacerías de Faulconer. Luego estaba el capitán Anthony Murphy, un irlandés alto de pelo negro que había emigrado a América diez años antes, plantó un campo de algodón en Luisiana, vendió el terreno antes de la cosecha, embarcó río arriba hacia el norte, jugó al póquer de veinte cartas durante tres días y tres noches sin interrupción, y salió del barco con una preciosa muchacha italiana del brazo y suficiente dinero para vivir cómodamente el resto de sus días. Se llevó a su esposa italiana a Virginia, depositó su dinero en el banco de Faulconer County y se compró cuatro granjas situadas al norte de Seven Springs. Tenía tres esclavos en la granja mayor, alquilaba las restantes, se emborrachaba con sus aparceros un día de cada cuatro, y en ocasiones conseguía encontrar a algún jugador temerario dispuesto a enfrentársele con las cartas en la mano. El otro oficial que participaba en la expedición era el subteniente Starbuck, que jamás en su vida había jugado al póquer.

Entre los veintiséis hombres que acompañaban a los cuatro oficiales estaban el sargento Thomas Truslow y media docena de montañeses que habían bajado de las alturas detrás de él. Los hombres del grupo de Truslow cabalgaban juntos, comían juntos y trataban a los tres oficiales con un desdén tolerante aunque, para sorpresa de todos los que sabían cuánto odiaba Truslow a los yanquis, el rudo sargento sentía predilección por Starbuck, y su aceptación convirtió al joven norteño en miembro honorario de la banda de Truslow. Nadie entendía aquella amistad improbable, pero tampoco nadie, ni siquiera el coronel Faulconer, había escuchado la oración pronunciada por Starbuck ante la tumba de Emily ni la ceremonia de boda improvisada por el mismo joven bajo la luna creciente en la noche de Virginia.

Pero Faulconer no habría estado de humor para escuchar esas historias porque, mientras los jinetes marchaban hacia el norte y el oeste a través de los Allegheny, sus sueños de una victoria rápida y electrizante se habían visto ahogados por la lluvia y la niebla. El viaje había empezado bastante bien. Cruzaron las montañas Blue Ridge hacia el amplio y rico valle del Shenandoah, y desde ahí treparon a los montes Allegheny, y fue entonces cuando apareció la lluvia, no esa lluvia suave que hace crecer los tallos de las gramíneas plantadas en los valles, sino una sucesión de tormentas feroces que habían desgarrado y atronado el cielo mientras los jinetes se esforzaban en avanzar por aquellas montañas inhóspitas. Faulconer insistió en que debían evitar todos los núcleos de población porque las regiones al oeste del Shenandoah eran hostiles a la Confederación, e incluso se rumoreaba que toda esa parte occidental de Virginia se escindiría para formar un nuevo Estado; de modo que los hombres de Faulconer se escurrieron como ladrones de caballos a través de las montañas inundadas por las lluvias, sin siquiera vestir sus uniformes. No valía la pena, señaló el coronel, asumir riesgos innecesarios con los traicioneros palurdos de los Allegheny.

Pero el tiempo resultó ser mucho más hostil que los habitantes. Faulconer se extravió en aquellas sierras abruptas envueltas en la niebla, y perdió un día entero buscando una salida hacia el oeste en un valle ciego. Solo el experto sentido de la orientación de Truslow consiguió devolver a la partida al buen camino, y desde ese momento a muchos hombres del grupo les pareció que Thomas Truslow se había convertido en el auténtico jefe de la expedición. No daba órdenes, pero todos los jinetes le buscaban a él, y no al coronel, como guía. Fueron los celos de Washington Faulconer por esa usurpación de su autoridad los que provocaron su insistencia en que la partida continuara la marcha sin detenerse durante la quinta noche. Fue una orden impopular, pero con su testarudez el coronel consiguió por lo menos demostrar quién estaba al mando.

Ahora, desde las alturas que dominaban la línea férrea, los jinetes esperaron el amanecer. Las nubes de los últimos días empezaban a rasgarse y a dejar claros, y unas pocas estrellas titilaban en torno a una luna semioculta. Lejos, hacia el norte, parpadeaba un tenue punto de luz en unas colinas, y Starbuck supuso que aquello podía ser Pennsylvania. Desde la cresta donde se encontraban el paisaje abarcaba, más allá del río envuelto en niebla, una franja de Maryland y una amplia extensión de terreno que se adentraba en el Norte hostil. Al joven norteño le pareció increíble estar situado en la frontera entre dos Estados en guerra; de hecho, que América pudiera encontrarse en guerra era algo enteramente irreal, una negación de todas las certezas de su infancia. Otros países menos importantes iban a la guerra, pero los hombres habían venido a América para evitar las guerras y, sin embargo, ahora Starbuck tiritaba en la cima de una montaña con el revólver Savage colgando al costado y rodeado de hombres armados. No pasaron más trenes. La mayor parte de los hombres dormían mientras unos pocos, entre ellos Truslow, habían tomado posiciones en el borde de la cresta y vigilaban mirando al norte.

La luz que empezó a difundirse poco a poco desde el este reveló a los jinetes que habían ido a parar a un lugar casi perfecto para cortar la línea del ferrocarril. A su izquierda, un arroyo de montaña saltaba entre las rocas para unirse al ramal norte del Potomac, y un puente salvaba el curso de aquel afluente con un entramado de pilotes de cerca de veinte metros de altura. No había vigilancia en el puente, ni ninguna casamata. Tampoco había granjas ni asentamientos humanos a la vista; de no ser por el brillo apagado de los raíles de acero y la compleja estructura arriostrada que sostenía el puente, aquel lugar podía haber sido un territorio virgen e inexplorado.

Faulconer dio las últimas órdenes mientras el cielo se iluminaba poco a poco. Los jinetes se dividirían en tres grupos. El capitán Murphy iría con una docena de hombres a levantar los raíles en dirección este, el capitán Hinton se llevaría otra docena al oeste, y los seis restantes, dirigidos por el coronel, bajarían a la garganta del afluente y destruirían el entramado de la estructura de pilotes del puente.

—Nada puede fallar ahora —dijo Faulconer, en un intento de dar ánimos a sus tropas empapadas y algo deprimidas—. Todo ha sido previsto al detalle.

Lo cierto es que incluso los más optimistas del grupo de asaltantes se daban cuenta de que la planificación del coronel había sido bastante negligente. Faulconer no había previsto la posibilidad de una lluvia torrencial, y los barriles de pólvora y las mechas no iban protegidos con lonas impermeables. No disponían de mapas adecuados, de modo que ni siquiera Truslow, que había cruzado las montañas una veintena de veces, estaba del todo seguro de cuál era el puente frente al que se encontraban. Pero pese a todas las dudas y las dificultades, habían conseguido llegar a la vía férrea, que además no estaba vigilada; de modo que, a la primera débil luz del nuevo día, bajaron por la abrupta ladera hacia el ramal norte.

Ataron los caballos junto a la vía del tren y al lado del puente. Starbuck, tiritando en aquel amanecer gris, se acercó al borde de la garganta para examinar los pilotes, que, aunque desde lo alto de la cresta parecían frágiles, eran en realidad gruesos troncos desprovistos de corteza, recubiertos de brea y hundidos en el suelo o bien arriostrados contra los enormes peñascos que sobresalían de las laderas casi verticales de la garganta. Los pilotes estaban sujetos unos a otros con fajas metálicas, y de ese modo formaban un denso entramado que se elevaba una veintena de metros por encima del curso del río y sostenía unos sesenta metros de puente sobre el precipicio. Los troncos, a pesar de la capa de brea, estaban húmedos al tacto, tan húmedos como el viento helado que ascendía del río. Las nubes se amontonaban de nuevo y presagiaban más lluvia.

Los hombres del capitán Hinton cruzaron el puente, los de Murphy marcharon hacia el este y el grupo del coronel, Starbuck incluido, bajó penosamente hasta el fondo de la garganta. La ladera estaba resbaladiza, y la maleza mojada aún de la lluvia del día anterior, de modo que, cuando los seis hombres llegaron a la orilla de la rápida corriente, sus ropas ya húmedas habían quedado ahora completamente empapadas. Starbuck ayudó al sargento Daniel Medlicott, un hombre moroso y poco comunicativo, molinero de oficio, a bajar un barril de pólvora negra por la abrupta pendiente. Washington Faulconer, al verles forcejear con el barril, gritó a Starbuck para advertirle de que no tropezara con unas enredaderas. La advertencia pareció disgustar a Medlicott. Los tres barriles de pólvora restantes estaban ya en el fondo de la garganta. El coronel había pensado utilizar solo dos barriles, pero prefirió asegurarse de la destrucción de aquel puente antes que buscar otro entramado de pilotes ese mismo día. Medlicott colocó el cuarto barril junto a los otros y luego retiró el tapón para introducir un palmo de mecha rápida.

—Creo que esta pólvora está demasiado húmeda, coronel.

—¡Señor! —ladró Faulconer la palabra. Estaba intentando enseñar a sus antiguos vecinos a utilizar el lenguaje protocolario militar correctamente.

—Me sigue pareciendo húmeda —insistió Medlicott, negándose a seguir la corriente a Faulconer.

—Probaremos con la mecha, y también prenderemos fuego a esos troncos —dijo Faulconer—, y si una cosa no funciona, lo hará la otra. ¡De modo que adelante con ello! —Dio unos pasos por la orilla con Starbuck—. Son buenos chicos —explicó malhumorado—, pero no tienen la menor idea de la disciplina militar.

—Es una transición difícil, señor —dijo Starbuck con tacto. Sentía algo de pena por Faulconer, cuyas expectativas de una incursión gallarda y desafiante habían degenerado en aquella pesadilla húmeda, llena de retrasos y dificultades.

—Tu amigo Truslow es el peor —gruñó el coronel—. No tiene el menor respeto por nada.

Parecía decepcionado. Tanto como había deseado contar con Truslow en la Legión, pensando que el carácter de aquel hombre daría al regimiento una reputación terrible, y ahora era él mismo quien estaba descontento con las maneras truculentas e independientes de Truslow.

Washington Faulconer había conseguido enjaular a un tigre, pero ahora no sabía cómo manejar a la fiera.

—Y tú no eres de mucha ayuda con eso, Nate —dijo de pronto el coronel.

—¿Yo, señor? —Starbuck, que simpatizaba con los apuros del coronel, se sintió sorprendido por aquella inesperada acusación.

El coronel no respondió de inmediato. Estaba de pie en la orilla del río y observaba a los hombres de Medlicott, que utilizaban cuchillos de caza para cortar las ramas que servirían de combustible para el fuego que iban a encender alrededor de los barriles de pólvora.

—No has de tomarte tantas confianzas con esos tipos —dijo por fin el coronel—. Un día habrás de mandarles en la batalla, y no te respetarán si no guardas las distancias.

Washington Faulconer no miraba a Starbuck mientras le hablaba, sino que observaba a través de la estructura del puente el fluir rápido de la corriente, que ahora arrastraba una rama negra y torcida de un árbol. Faulconer tenía un aspecto lamentable. Su barba no estaba recortada, sus ropas aparecían mojadas y sucias, y su habitual energía había desaparecido. Las incursiones duras, pensó Starbuck sorprendido, no parecían sentarle bien al coronel.

—Los oficiales han de buscar la compañía de otros oficiales. —El coronel prosiguió su crítica en tono petulante—. Si estás a todas horas con Truslow, ¿cómo podrás darle órdenes?

Era injusto, pensó Starbuck, porque a lo largo del viaje él había pasado mucho más tiempo en compañía de Washington Faulconer que de Truslow; pero Starbuck se dio cuenta vagamente de que el coronel sentía celos porque era Starbuck, y no él mismo, quien se había ganado el respeto de Truslow. Los demás hombres deseaban que Truslow tuviera una buena opinión de ellos, y estaba claro que el coronel pensaba que él lo merecía más que un estudiante descarriado de Massachusetts; de modo que Starbuck no dijo nada y el coronel, una vez expuestas sus quejas, se volvió hacia Medlicott.

—¿Falta mucho, sargento?

Medlicott levantó la cabeza. Había atado los barriles de pólvora a uno de los pilotes más altos del puente, y luego los había rodeado con una gruesa capa de leña y maleza.

—Todo está terriblemente húmedo —observó ceñudo.

—¿Has puesto leña menuda ahí?

—Un montón, coronel.

—¿Papel? ¿Cartuchos?

—Todo lo que hace falta para un buen fuego —aseguró Medlicott.

—Entonces, ¿cuándo estará listo?

—Está ya todo lo listo que puede estar, diría yo. —Medlicott se rascó la cabeza mientras sopesaba la respuesta que acababa de dar, y asintió—. Tendría que funcionar, coronel.

—Ve a buscar a Hinton. —Faulconer se había vuelto hacia Starbuck—. Dile que se retire a este lado del puente. ¡Y avisa al capitán Murphy que tenga listos los caballos! ¡Dile a todo el mundo que espabile ahora, Nate!

Starbuck se preguntó por qué no se había establecido ninguna señal para indicar a todo el mundo que debía retirarse. Una serie de disparos habría sido un método mucho más rápido de pasar el mensaje que escalar la ladera húmeda de la garganta, pero sabía que no era el momento de hacer al coronel una pregunta que sin duda se tomaría como una crítica personal. De modo que se limitó a trepar por la ladera este de la garganta, cruzó el puente y descubrió que el sargento Truslow había preparado una gran barricada amontonando sobre la vía troncos de pinos para bloquear los trenes que se acercaran por el oeste. El capitán Hinton, un hombre de corta estatura y buen humor, había dejado que fuera Truslow quien manejara el asunto.

—Sospecho que ya ha parado trenes antes —explicó a Starbuck, y luego le enseñó con orgullo cómo, del otro lado de la barricada, los raíles habían sido arrancados y arrojados al ramal norte.

—¿Ha terminado ya el coronel?

—Sí, señor.

—Lástima. Me habría gustado asaltar un tren. Habría sido una nueva experiencia para mí, aunque parece un asunto bastante complicado.

Hinton explicó que el método de Truslow para robar trenes consistía en que los ladrones esperaban a alguna distancia de la barricada, y saltaban a bordo de la locomotora y los vagones aún en marcha.

—Si esperas a que el tren se pare antes de subirte, lo más probable es que te encuentres con pasajeros furiosos que te esperan con las armas desenfundadas, y entonces las cosas se ponen demasiado movidas. También tienes que tener hombres en todos los vagones para echar el freno si quieres que el tren se quede parado como es debido. Al parecer, hacer ese tipo de cosas es todo un arte. Vaya, ¿quieres ir tú y convencer a ese tío bruto de que se venga, Nate? —Truslow, con el resto de la cuadrilla de Hinton, estaba apostado junto a la vía a unos cuatrocientos metros de distancia, dispuesto según todos los indicios a ejercer el complejo arte de parar un tren—. Anda, Nate, deprisa —dijo Hinton para dar ánimos a Starbuck.

Pero Starbuck no se movió. En su lugar se quedó mirando el lugar, más allá de una loma próxima, por donde de pronto había aparecido una columna de humo blanco.

—Un tren —dijo con desánimo, aunque lo cierto es que no acababa de dar crédito a sus propios ojos.

Hinton giró en redondo.

—Buen Dios, de modo que está ahí. —Hizo bocina con las manos—. ¡Truslow! ¡Vuelve! —Pero Truslow, o bien no lo oyó, o bien decidió ignorar la orden, porque empezó a correr hacia el oeste en dirección al tren, alejándose de la barricada—. El coronel tendrá que esperar —dijo Hinton con una sonrisa tímida.

Starbuck podía oír ya el tren. Se acercaba muy despacio, tocando la campana y con los pistones trabajando mientras ascendía por la ligera pendiente que conducía a la curva donde esperaban los hombres emboscados. Una voz llamó a Starbuck a espaldas suyas, desde el puente, urgiéndole a que apresurara la retirada, pero era demasiado tarde para que ningún apresuramiento sirviera de nada.

Thomas Truslow quería asaltar un tren.

* * *

Thaddeus Bird y Priscilla Bowen se casaron a las once en punto de la mañana en la iglesia episcopaliana situada frente al banco de Faulconer County, en la calle principal de Faulconer Court House. Desde primera hora amenazaba lluvia, pero el tiempo se mantuvo seco durante buena parte de la mañana, y Priscilla alimentó esperanzas de que siguiera así hasta el final. Pero media hora antes de la ceremonia estalló la tormenta. El aguacero descargó sobre el techo de la iglesia, inundó el cementerio, convirtió la calle principal en un torrente y dejó empapados a los escolares a los que, en honor a la boda de sus maestros, se concedió fiesta toda la mañana para asistir a la ceremonia.

Priscilla Bowen, de diecinueve años y huérfana, fue conducida al altar por su tío, jefe de correos de la vecina localidad de Rosskill. Priscilla tenía la cara redonda, la sonrisa fácil y un carácter paciente. Nadie la tildaría de hermosa, pero después de pasar algunos momentos en su compañía, tampoco nadie la consideraría insignificante. Tenía cabellos de color castaño claro, que llevaba recogidos en un moño apretado; ojos almendrados ocultos a medias por unas gafas con montura de acero, y manos ásperas por el trabajo. Para casarse, llevaba un ramillete de capullos de ciclamor y su mejor vestido de fiesta, de batista teñida de azul y en el que, para celebrar el día, había cosido una guirnalda de pañuelos blancos. Thaddeus Bird, que era veinte años mayor que su consorte, lucía su mejor traje negro, cuidadosamente remendado por él mismo, y una gran sonrisa de satisfacción. Estaba presente su sobrina Anna Faulconer; su hermana, en cambio, no se movió de su dormitorio de Seven Springs. Miriam Faulconer había hecho grandes esfuerzos para asistir a la boda, pero la amenaza de la lluvia y las embestidas de un viento helado le provocaron un repentino ataque de neuralgia complicada por el asma, y hubo de quedarse en la gran casa, en la que los criados atizaron el fuego de las chimeneas y quemaron papeles de nitrato para aliviar sus ahogos. Su marido estaba en algún punto del valle del Shenandoah, al frente de su incursión de caballería, y aquella ausencia, si ha de decirse toda la verdad, fue la razón por la que Pecker Bird eligió esa fecha precisa para su boda.

El reverendo Ernest Moss ofició la ceremonia y declaró a Thaddeus y Priscilla marido y mujer en el mismo momento en que un trueno provocaba un estremecimiento en la techumbre de vigas de la iglesia; el grupo de escolares se estremeció al unísono. Después de la boda, los invitados cruzaron chapoteando la calle mayor hasta el aula de la escuela, donde se habían instalado dos mesas con pastel de maíz, mantequilla de cacahuete, tarros de miel y fiambre de buey, tarta de manzana, jamón ahumado, pepinillos en vinagre, ostras en escabeche y pan de alforfón. Miriam Faulconer envió seis botellas de vino para la fiesta de la boda de su hermano, y también había dos cazuelas de tisana, y un barril de cerveza y otro de agua. Blanche Sparrow, cuyo marido era el propietario de la abacería, preparó una gran olla de café en la estufa de la iglesia y encargó a dos soldados de la Legión que la llevaran a la escuela, donde el mayor Pelham, vestido con su antiguo uniforme de los Estados Unidos, pronunció un sentido discurso. Luego el doctor Danson pronunció unas palabras llenas de humor, en el curso de las cuales Thaddeus Bird consiguió sonreír con benevolencia a todos los invitados; sonrió incluso cuando seis alumnos de la escuela, dirigidos por Caleb Tennant, que era el director del coro episcopaliano, cantaron «Flora’s Holiday» con voces temblorosas y poco convincentes.

Las clases de la tarde fueron necesariamente menos exigentes de lo habitual, pero de una u otra forma Thaddeus y Priscilla Bird consiguieron controlar a los alborotados escolares e incluso convencerse a sí mismos de que habían cumplido dignamente con su tarea. Priscilla había sido nombrada ayudante de Bird, un nombramiento dirigido a dejar a Pecker Bird más tiempo para dedicarse a sus obligaciones en la Legión Faulconer, pero en la práctica Bird seguía asistiendo a la escuela porque sus tareas militares resultaron ser escasamente exigentes. El mayor Thaddeus Bird llevaba los libros del regimiento. Registraba los listados de las pagas, anotaba los castigos y los turnos de guardia, y archivaba las facturas. Un trabajo que, según aseguraba, podría haber realizado sin problemas un niño de seis años un poco espabilado, pero Bird se sentía feliz al realizarlo porque, como parte integrante de sus obligaciones, esperaba pagarse a sí mismo la soldada de mayor, con cargo a la cuenta bancaria de su cuñado. La mayoría de los oficiales no percibían ninguna paga porque tenían medios de vida privados, y los soldados recibían once dólares mensuales en billetes de dólar recién impresos por el Banco de Faulconer County, que mostraban por una cara el edificio del juzgado de la ciudad, y por la otra un retrato de George Washington y una bala de algodón. Una leyenda impresa sobre la bala de algodón rezaba así: «Derechos para los Estados y Libertad para el Sur. El Banco se compromete a pagar Un Dólar al portador». Los billetes no estaban muy bien impresos, y Bird sospechaba que sería fácil falsificarlos, y por esa razón tenía buen cuidado de cobrar su soldada mensual de treinta y ocho dólares en buenas y anticuadas monedas de plata.

La noche de su boda, cuando la escuela estaba ya barrida, bombeada el agua para la mañana siguiente y apilada la leña junto a la estufa negra recién repintada, Bird pudo por fin cerrar la puerta principal, rodear las pilas de libros amontonadas en el pasillo y dedicar una tímida sonrisa a su flamante esposa. Sobre la mesa de la cocina había una botella de vino sobrante del festín de la boda.

—¡Vamos a bebérnosla entera! —se frotó Bird las manos con júbilo anticipado. Lo cierto es que se sentía extraordinariamente tímido, hasta el punto de demorarse más de la cuenta en sus tareas del final de la jornada.

—¿Crees que podríamos comernos las sobras de la fiesta? —sugirió Priscilla, también tímida.

—¡Una idea genial! ¡Genial!

Thaddeus Bird se lanzó a la búsqueda de un sacacorchos. No ocurría a menudo que bebiera una botella de vino en su propia casa, de hecho apenas recordaba la última ocasión en que había disfrutado de tal lujo, pero estaba seguro de que en alguna parte guardaba un sacacorchos.

—Y me parece que podría ordenar también los cajones. —Priscilla observaba los intentos frenéticos de su marido por encontrar el sacacorchos en medio de un caos de cazuelas sin asas, sartenes agujereadas y bandejas abolladas que Bird había heredado del anterior maestro de escuela—. Si no te importa —añadió.

—¡Puedes hacer todo lo que quieras! Esta es tu casa, querida mía.

Priscilla ya había intentado alegrar aquella cocina desastrada. Puso su ramillete de capullos de ciclamor en un jarrón y sujetó con agujas unas tiras de tela a cada lado de la ventana para improvisar unas cortinas, pero en cualquier caso los retoques apenas consiguieron aliviar la tristeza de aquella oscura habitación, baja de techo y sucia de humo, que contenía una estufa, una mesa, un hogar abierto con un horno de hierro para cocer pan, dos sillas y dos viejas cómodas en cuyos cajones se amontonaban platos desportillados, tazones, boles, jarras y los inevitables libros e instrumentos musicales rotos que Thaddeus Bird había ido acumulando. La iluminación de la cocina, como la del resto de la pequeña casa, consistía únicamente en velas, y Priscilla, consciente del coste de unas buenas velas de cera, solo encendió dos al caer la noche. Seguía lloviendo con fuerza.

Por fin fue encontrado el sacacorchos y abierta la botella de vino, pero de inmediato Bird se declaró insatisfecho con los vasos.

—En alguna parte hay un par de copas decentes. Copas con tallo y pie. Como las que se usan en Richmond.

Priscilla no había estado nunca en Richmond, y se disponía ya a decir que dudaba de que las copas de Richmond mejoraran el sabor del vino, pero antes de que pudiera abrir la boca alguien llamó repetidamente a la puerta.

—¡Oh, no! ¡Es demasiado! ¡He dicho expresamente que no me molestaran hoy! —Bird se apartó con torpeza de la alacena en la que estaba inmerso en busca de las copas de vino—. Davies no es capaz de encontrar los listados para la revista. ¡O ha perdido los libros de las pagas! ¡O es incapaz de multiplicar veinte centavos por ocho! No pienso abrir.

Davies era un joven teniente asignado como asistente a Bird para el papeleo relacionado con la Legión.

—Está lloviendo mucho —intercedió Priscilla por el desconocido que llamaba a la puerta.

—No me importa que llueva hasta inundar el planeta. No me importa que los animales se coloquen en fila de a dos para embarcar. Si no se puede dejar en paz a un hombre en el día de su boda, ¿qué esperanza nos queda de poder descansar? ¿Soy tan indispensable que me arrancan de tu compañía cada vez que el teniente Davies descubre que su educación es totalmente insuficiente para las exigencias de la vida moderna? Se educó en el Centre College de Kentucky. ¿Has oído hablar alguna vez de ese lugar? ¡Pues Davies presume de haber estudiado allí! ¡Presume! La razón por la que deba yo confiarle los libros del regimiento es algo que ignoro. Lo mismo podría confiarlos a un babuino. Deja que ese bobo se moje. Puede que su cerebro de Kentucky mejore pasado por agua…

Los golpes en la puerta se hicieron más fuertes.

—Realmente me pregunto, querido… —murmuró Priscilla en tono de suave reproche.

—Si insistes… Eres demasiado amable, Priscilla, demasiado amable en realidad. Es un defecto femenino y por eso lo excuso, pero lo es. Demasiado amable.

Thaddeus Bird se adentró en el pasillo con una vela en la mano y, gruñendo aún, fue hasta la puerta principal.

—¡Davies! —gritó al tiempo que abría la puerta, y se interrumpió de pronto porque quien llamaba no era en absoluto el teniente Davies.

Era una joven pareja la que estaba delante de la puerta de la calle de Thaddeus Bird. Bird se fijó primero en la muchacha porque, incluso en la penumbra húmeda y ventosa que amenazaba con apagar la llama de la vela, su rostro era notable. Más que notable incluso, porque era, según constató Bird, realmente bella. Detrás de ella, un joven robusto sujetaba las riendas de un caballo cansado. El joven, poco más que un niño y todavía con la inocencia infantil impresa en el rostro, le pareció conocido.

—¿Se acuerda de mí, señor Bird? —preguntó esperanzado, pero por si acaso suministró la respuesta—: Soy Robert Decker.

—En efecto, en efecto.

Bird protegía la llama de la vela con la mano derecha, y observaba a sus visitantes.

—Nos gustaría hablar un momento con usted, señor Bird —dijo Robert, cortés.

—Ah —dijo Bird mientras buscaba una excusa para despedirles, pero no se le ocurrió ninguna, de modo que se hizo a un lado y gruñó:

—Será mejor que entréis.

—¿Y el caballo, señor Bird? —preguntó Robert Decker.

—¡No podéis meterlo dentro! No seas bobo. ¡Oh, ya veo! Átalo a la anilla. Hay una anilla en alguna parte. Allí, al lado del escalón.

Por fin los dos jóvenes pasaron a la sala. La casa constaba de dos habitaciones en la planta baja, la cocina y la sala, y un dormitorio en el piso alto, al que se llegaba por una escalera situada en la escuela contigua. La sala tenía una chimenea, un sillón roto, un banco de madera procedente de la iglesia y una mesa abarrotada de libros escolares y partituras musicales.

—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos —comentó Bird a Robert Decker.

—Seis años, señor Bird.

—¿Tanto? —Bird recordó que la familia Decker se fue de Faulconer Court House después de que el padre participara en un intento de robo en Rosskill Road. Se habían refugiado en las montañas, y allí, a juzgar por las ropas de Robert, no habían prosperado—. ¿Cómo está tu padre? —preguntó Bird a Robert.

Decker dijo que su padre había muerto tras caer de un caballo desbocado.

—Y ahora estoy casado. —Decker, de pie y chorreante delante de la chimenea apagada, presentó con un gesto a Sally, que se había acomodado cautelosamente entre los mechones de crin que asomaban del sillón desvencijado de Bird—. Esta es Sally —dijo Decker con orgullo—, mi esposa.

—Claro, claro.

Bird se sentía extrañamente incómodo, quizá por el extraordinario físico de Sally Decker. Sus ropas eran andrajos, la cara y el pelo estaban sucios, y los zapatos rotos estaban remendados con cordel, pero aun así su belleza quitaba la respiración como si se tratara de una de las muchachas que desfilaban en sus carruajes por la plaza del Capitolio de Richmond.

—No soy su esposa de verdad —dijo Sally rencorosa, intentando ocultar el anillo que lucía en el dedo.

—Sí que lo eres —insistió Decker—. Nos casó un ministro de la Iglesia, señor Bird.

—Bien, bien, lo que tú digas.

Bird, pensando en su propia esposa bendecida por un clérigo que le esperaba en la cocina, se preguntó qué sería lo que querían de él aquellos dos. ¿Educación? A veces un antiguo alumno venía a ver a Bird y le pedía unas clases para reparar los años de desatención o de pura y simple ausencia.

—He venido a verle, señor Bird, porque me han dicho que usted puede alistarme en la Legión —explicó Decker.

—¡Ah! —Bird, aliviado por lo común de aquella explicación, miró sucesivamente la cara sincera del muchacho y la de la bella, ceñuda. Eran, pensó, una pareja disparatada, y se preguntó si la gente diría lo mismo de Priscilla y él mismo—. ¿Quieres alistarte en la Legión Faulconer, entonces?

—Eso quiero —dijo Decker, y la mirada que dirigió a Sally sugería que había sido ella, más que él, la inductora de ese deseo.

—¿Es por la enagua? —preguntó de pronto Bird, al ocurrírsele una idea repentina y desagradable.

—¿La enagua, señor Bird? —Decker parecía desconcertado.

—¿No has recibido una enagua? —preguntó Bird con énfasis, mientras se rascaba con la mano izquierda la barba hirsuta—. ¿No te la dejaron en la puerta?

—No, señor Bird.

Estaba claro que Decker pensaba que la pregunta del maestro de escuela demostraba en el mejor de los casos que era un excéntrico, y en el peor que estaba loco.

—Bien, bien.

Bird no dio más explicaciones. Durante las pasadas dos semanas, muchos hombres habían encontrado enaguas depositadas en los porches de sus casas o en sus carruajes. Todos eran hombres que no se habían presentado voluntarios a la Legión. Algunos estaban enfermos, otros eran el sostén de sus familias, y otros aún muchachos de futuro brillante, que estudiaban en colegios universitarios. Solo unos pocos, muy pocos, podían ser considerados «tímidos», pero el regalo burlón de las enaguas los colocó a todos juntos en la categoría de los cobardes. El incidente dejó mal sabor de boca en la comunidad, dividida ahora entre los entusiastas de la guerra inminente y quienes creían que la fiebre bélica pasaría. Bird, que sabía muy bien de dónde habían salido las enaguas, guardó un silencio político.

—Sally dice que yo debería alistarme —explicó Decker.

—Si quiere ser un marido como es debido —dijo Sally—, ha de ponerse a prueba. Todos los demás hombres van a la guerra. O por lo menos, todos los hombres que son como es debido.

—Yo también quiero ir —siguió diciendo Robert Decker—, como ha hecho el padre de Sally. Solo que él se pondrá furioso de verdad si se entera de que estoy aquí, y por eso quiero alistarme antes de ir al campamento. Entonces no podrá echarme, ¿verdad? No, si he firmado como es debido. Y quiero arreglar las cosas de forma que Sally pueda cobrar mi paga. Me han dicho que puede hacerse, ¿es así, señor Bird?

—Muchas esposas reciben la paga de sus maridos, sí. —Bird miró a la muchacha y se asombró otra vez de que tanta belleza hubiera florecido oculta en las montañas inhóspitas—. ¿Su padre está en la Legión? —preguntó.

—Thomas Truslow. —Pronunció el nombre con rabia.

—¡Buen Dios…! —Bird no pudo ocultar su sorpresa de que Truslow hubiese engendrado a aquella muchacha—. Y su madre —añadió a modo de tanteo—, no estoy seguro de conocer a su madre, ¿es así?

—Ha muerto —dijo Sally desafiante, dando a entender que en cualquier caso no era un asunto de la incumbencia de Bird.

Y no lo era, concedió Bird, de modo que se dedicó a explicar a Decker que tendría que presentarse en el campamento de la Legión y buscar allí al teniente Davies. Estuvo a punto de añadir que dudaba de que pudiese hacerse alguna cosa antes de la mañana, pero se contuvo al pensar que la observación podría ser interpretada como una oferta de refugio a la pareja por esa noche.

—Davies, ese es tu hombre —dijo, y se levantó dando a entender que el asunto estaba concluido.

Decker vaciló.

—Pero si el padre de Sally me ve, señor Bird, antes de que haya firmado, ¡me matará!

—No está aquí. Se ha ido con el coronel. —Bird invitó a sus visitantes a dirigirse a la puerta—. Estás enteramente a salvo, Decker.

Sally se puso en pie.

—Sal a buscar el caballo, Robert.

—Pero…

—¡He dicho que salgas a buscar el caballo!

Escupió la orden de tal forma que el desventurado Decker se apresuró a afrontar otra vez la lluvia. Cuando estuvo segura de no ser oída, Sally cerró la puerta de la sala y se volvió de nuevo hacia Thaddeus Bird.

—¿Está aquí Ethan Ridley? —preguntó.

La mano de Thaddeus Bird se aferró nerviosa a su barba.

—No.

—¿Dónde está, entonces?

No había cortesía en su voz, solo era una mera pregunta que insinuaba que podía dar rienda suelta a su mal humor si no tenía la respuesta adecuada.

Bird se sintió abrumado por aquella muchacha. Tenía una fuerza de carácter parecida a la de su padre, pero si la presencia de Truslow llevaba implícita una amenaza de violencia unida a una fuerza muscular considerable, la hija parecía poseer una fuerza de un carácter más sinuoso, aunque capaz de doblegar, retorcer y manipular a las personas en función de sus deseos.

—Ethan está en Richmond —respondió por fin Bird.

—Pero ¿dónde? —insistió ella.

Bird se sintió desconcertado por la intensidad de la pregunta, y aterrado por lo que implicaba. No tenía duda sobre el asunto que llevaba a la muchacha a buscar a Ethan, y lo desaprobaba con toda energía, pero se sintió incapaz de resistirse a sus peticiones.

—Siempre se hospeda en la casa de su hermano. De su hermanastro, mejor dicho, en Grace Street. ¿Le escribo la dirección? Sabe leer, ¿no?

—No, pero otras personas lo harán si yo se lo pido.

Bird, con la sensación de estar haciendo algo malo, o por lo menos algo terriblemente falto de tacto, escribió la dirección de su amigo Belvedere Delaney en un pedazo de papel, y luego intentó aplacar su conciencia con una pregunta hecha en tono severo:

—¿Puedo preguntarle por qué motivo anda buscando a Ethan?

—Puede preguntarlo, pero poco que tendrá respuesta —dijo Sally, con una voz más parecida que nunca a la de su padre, y luego arrebató el papel de manos de Bird y lo guardó en algún lugar oculto de sus ropas empapadas. Llevaba dos vestidos raídos de confección casera teñidos de color caqui, dos delantales deshilachados, un chal descolorido, un gorro negro comido de polillas, y una tela impermeable a modo de capa. También llevaba una bolsa pesada de tela, lo que hizo pensar a Bird que se había presentado en su sala acompañada por todos sus bienes terrenales. Su único adorno era el anillo de plata de su mano izquierda, que a Bird le pareció antiguo y bastante fino. Sally respondió a la inspección de Bird con una mirada de desprecio de sus ojos azules; era evidente que consideraba insignificante al maestro de escuela. Se volvió para seguir a Decker a la calle, pero de pronto se detuvo y volvió atrás.

—¿Está aquí un tal señor Starbuck?

—¿Nate? Sí. Bueno, no exactamente aquí. Se fue con el coronel. Y con tu padre.

—¿Lejos?

—Bastante. —Bird intentó satisfacer su curiosidad con todo el tacto que le fue posible—. ¿Conoce al señor Starbuck, entonces?

—Qué diablos, sí. —Rio brevemente, pero no aclaró qué le había hecho gracia—. Es simpático —añadió como única explicación, y Thaddeus Bird, a pesar de estar tan recién casado como podía estarlo un hombre, sintió un repentino ataque de celos respecto de Starbuck. De inmediato se reprendió a sí mismo por una envidia tan indigna, y luego se maravilló de que fuera una hija de Truslow quien la provocaba—. ¿Es el señor Starbuck un predicador de verdad?

Sally frunció la frente mientras hacía a Bird aquella extraña pregunta.

—¡Un predicador! —exclamó Bird—. Es un teólogo, sin la menor duda. No le he oído predicar, pero no está ordenado, si es eso lo que quiere decir.

—¿Qué es estar ordenado?

—Se trata de una ceremonia supersticiosa que habilita a un hombre para administrar los sacramentos cristianos. —Bird se detuvo, preguntándose si no la habría escandalizado con su impiedad—. ¿Es algo importante?

—Para mí, sí lo es. ¿De modo que no es un ministro? ¿Es eso lo que ha querido decirme?

—No, no lo es.

Sally sonrió, no a Bird sino a algún regocijo interior, y luego recorrió el pasillo y salió a la calle lluviosa. Bird vio subir a la muchacha a lomos del caballo, y se sintió como si le hubiera abrasado una llamarada feroz y repentina.

—¿Quién era? —llamó Priscilla desde la cocina, cuando oyó cerrarse la puerta principal.

—Problemas. —Thaddeus Bird pasó el cerrojo de la puerta—. Doble trabajo y problemas, pero no para nosotros, no para nosotros.

Llevó de nuevo la vela a la pequeña cocina, donde Priscilla disponía sobre una bandeja las sobras del festín de boda. Thaddeus Bird la interrumpió en su tarea, la estrechó entre sus flacos brazos y la abrazó mientras se preguntaba por qué había de abandonar aquella pequeña casa y a aquella buena mujer.

—No sé si debería ir a la guerra —dijo en voz baja.

—Debes hacer lo que desees —dijo Priscilla, y sintió que el corazón le daba un vuelco ante la idea de que tal vez su hombre no iría a ponerse delante de los cañones. Amaba y admiraba a aquel hombre torpe, difícil, inteligente, pero no lo veía como un soldado. Podía imaginar al guapo Washington Faulconer en el combate, o incluso al rutinario mayor Pelham, o a casi todos los jóvenes robustos que llevaban al hombro el fusil con el mismo aplomo con el que antes habían llevado una pala o un rastrillo, pero era incapaz de visualizar a su irascible Thaddeus en el campo de batalla—. No sé por qué se te ha ocurrido alguna vez ser militar —dijo, pero en un tono muy suave, para que él no considerara sus palabras como una crítica.

—¿No sabes por qué? —preguntó Thaddeus, y luego respondió a su propia pregunta—. Porque tengo la sensación de que puedo ser un buen militar.

Priscilla casi se echó a reír, pero vio que su flamante marido hablaba en serio.

—¿De verdad?

—La milicia consiste sencillamente en aplicar la fuerza con inteligencia, y yo, pese a todos mis defectos, soy inteligente. También creo que todo hombre necesita descubrir una actividad en la que sea capaz de destacar, y yo he de lamentarme continuamente de no haber encontrado nunca la mía. Puedo escribir una prosa elegante, es verdad, y no soy un mal flautista, pero esas son virtudes bastante corrientes. No, tengo que descubrir una tarea en la que pueda demostrar maestría. Hasta ahora he sido un timorato demasiado prudente.

—Deseo con todas mis fuerzas que sigas siendo prudente —dijo Priscilla con firmeza.

—No tengo intención de convertirte en una viuda —sonrió Bird. Se dio cuenta de que su esposa se sentía desgraciada, de modo que tomó asiento y le sirvió un poco de vino en una copa inadecuada, sin tallo—. Pero no has de preocuparte —le dijo—, porque apuesto a que todo se quedará en agua de borrajas. No puedo imaginarme que haya ninguna batalla seria. Todo se reducirá a unos cuantos desfiles y fanfarronadas para la galería, mucho ruido y pocas nueces, y al final del verano todos volveremos a casa a presumir de nuestro valor, y las cosas no serán muy diferentes a como son ahora. Pero, querida, para quienes de entre nosotros no se suban al carro de esa farsa, el futuro será muy negro.

—¿Por qué?

—Porque nuestros vecinos nos considerarán cobardes si nos negamos a sumarnos a ellos. Somos como hombres obligados a bailar en una fiesta por mucho que aborrezcan el baile y ni siquiera les guste demasiado la música, pero que han de esforzarse en hacer unas cuantas cabriolas si quieren asegurarse un asiento para la cena que vendrá después.

—¿Te da miedo que Washington te envíe unas enaguas? —Priscilla hizo la pregunta en un tono de voz humilde.

—Me asusta —contestó Bird con sinceridad— no ser lo bastante bueno para ti.

—No me hace falta una guerra para que me demuestres lo bueno que eres.

—Pero parece que de todos modos va a haber una, y tu viejo marido va a asombrarte con sus hazañas. ¡Demostraré ser un Galaad, un Roldán, un George Washington! No, ¿por qué tanta modestia? ¡Seré un Alejandro!

Bird había hecho reír a su esposa con su bravuconada, y luego la besó, y después le puso en la mano la copa de vino y la hizo beber.

—Seré tu héroe —dijo.

—Estoy asustada —dijo Priscilla Bird, y su marido no supo si se refería a la noche próxima o a lo que les reservaba el verano en su conjunto, de modo que le tomó la mano, la besó, y le prometió que todo iba a ir bien. Mientras, la lluvia seguía cayendo en la oscuridad.