Capítulo 11

—De modo que eres un condenado espía, ¿no es así? —espetó el coronel Nathan Evans a Nathaniel Starbuck que, montado aún en Pocahontas, tenía las manos atadas a la espalda y venía custodiado por los dos soldados de caballería de Virginia que, durante un reconocimiento hacia la iglesia de Sudley, habían encontrado y perseguido a Starbuck, luego le habían capturado y maniatado, y ahora lo traían a su comandante, que esperaba reunido con la Plana Mayor de su brigada a corta distancia detrás del puente de piedra.

—¡Bajad a ese mamón del caballo! —aulló Evans.

Alguien agarró a Starbuck del brazo derecho y lo bajó sin Contemplaciones de la silla, de modo que el norteño cayó de bruces en el suelo a los pies de Evans.

—No soy un espía —pudo balbucear—. Soy uno de los hombres de Faulconer.

—¿Faulconer? —Evans ladró una breve carcajada sin humor, más parecida a un gruñido que a una risa—. ¿Te refieres a ese bastardo que se cree demasiado bueno para luchar con mi brigada? Faulconer no tiene hombres, chico, sino fantasmas sin hígados. Maricas. Marionetas. Basuras con el culo pringado, sin redaños, caras de mierda y corazones de fifiriche. ¿Tú eres uno de esa patulea?

Starbuck se encogió bajo la catarata de insultos, pero consiguió de alguna forma seguir explicándose.

—He visto tropas nordistas en el bosque, al otro lado de los vados de Sudley. Muy numerosas, y vienen hacia aquí. He vuelto para avisarle.

—El bastardo miente como un bellaco, coronel —intervino a gritos uno de los dos soldados de caballería de Virginia. Eran jinetes flacos y nervudos, de barbas ásperas y piel curtida por la intemperie, con una mirada salvaje que recordaba a Starbuck la del sargento Truslow. Iban armados hasta los dientes; cada hombre llevaba una carabina, dos pistolas, un sable y un cuchillo de caza. Uno de los dos jinetes llevaba colgada del pomo de su silla una pieza aún chorreante de sangre de un cerdo recién muerto, y el otro, que no había perdido el tiempo para quitarle a Starbuck los tres dólares y dieciséis centavos que llevaba en la bolsa, tenía dos gallinas sin desplumar atadas por el cuello retorcido a una correa sujeta a la grupa de su montura. Ese hombre había encontrado también la carta del padre de Starbuck y el salvoconducto redactado por su hermano, pero, como no sabía leer, no le interesaron aquellos papeles y volvió a meterlos sin más en el bolsillo de la camisa de Starbuck.

—No llevaba armas —siguió diciendo, lacónico, el jinete—, ni uniforme. Yo digo que es un espía, coronel, señor. Basta con oír su jodido acento. No es un sureño.

Un obús impactó en el prado, a una docena de pasos del pequeño grupo. El estallido hizo trepidar el aire con una conmoción sísmica, e hizo volar terrones de tierra roja. El ruido, pese a quedar ahogado por la blandura del suelo, fue un crujido violento y espeluznante que provocó en Starbuck un escalofrío de terror. Una esquirla de piedra o de metal pasó silbando junto al andrajoso sombrero marrón de Evans, pero el coronel ni siquiera parpadeó. Se limitó a mirar a uno de sus ayudantes, montado en un caballo pío.

—¿Sin novedad, Otto?

Ja, corronel, sin nofedad.

Evans se volvió de nuevo hacia Starbuck, que trataba de ponerse en pie.

—¿Qué decías de esas tropas federales?

—Más o menos a media milla detrás de los vados de Sudley, señor, en un camino que se dirige al este.

—¿En el bosque, dices?

—Sí, señor.

Evans abrió una navaja y se escarbó con ella los dientes, negros y podridos por el jugo del tabaco. Sus ojos escépticos recorrieron a Starbuck de arriba abajo, y no pareció gustarle lo que vio.

—¿Cuántos soldados federales has visto, amigo?

—No lo sé, señor. Muchos. Y llevaban un cañón con ellos.

—¿Un cañón, eh? ¡Qué miedo! Me he cagado en los pantalones, caramba. —Evans soltó una risita, y los hombres que le rodeaban soltaron una carcajada. El coronel era famoso por lo soez de su lenguaje, por su sed insaciable y por la ferocidad de su temperamento. Se había graduado en West Point en 1848, con no pocos apuros, y ahora se burlaba de sus estudios académicos asegurando que la formación de un buen soldado dependía de su talento para luchar como un gato panza arriba, y no de su capacidad para hablar un francés elegante o para resolver problemas de trigonometría, o dominar las complejidades de la filosofía natural, significara lo que significase esa mierda.

—¿Has visto ese cañón tú mismo? —preguntó ahora, feroz.

—Sí, señor.

En realidad, Starbuck no había visto ningún cañón nordista, pero las tropas federales estaban desmantelando la barricada y él supuso que no perderían tiempo en despejar el camino si solo tenía que pasar la infantería. Una columna de infantería habría rodeado los árboles caídos, pero los cañones necesitaban vía libre, y eso le llevó a razonar que aquel ataque de flanco oculto incluía artillería.

Nathan Evans cortó una nueva tajada de tabaco y la embutió en una de sus mejillas.

—¿Y qué demonios, en nombre de Dios, estabas haciendo tú en el bosque, al otro lado de los vados de Sudley?

Starbuck tardó en contestar, y otro obús estalló con una llamarada roja y una nube espesa de humo negro. La intensidad de la explosión fue tan extraordinaria que Starbuck se encogió cuando la onda expansiva hizo vibrar el aire, pero el coronel Evans no pareció conceder la menor importancia al estruendo, más allá de una nueva pregunta a su ayudante montado sobre si todo seguía bien.

Ja, corronel. Todo pien. No se perrocupe.

El ayudante alemán era un hombretón robusto de rostro afligido y con un curioso barril atado como una mochila a sus anchas espaldas. Su jefe, el coronel Evans, al que Starbuck oyó llamar por el apodo de «Zancos» a los hombres que le habían capturado, no tenía un aspecto más atractivo a la luz del día de lo que le había parecido al verlo la anterior madrugada; de hecho, según la amarga apreciación de Starbuck, Evans parecía uno de esos carboneros de Boston que tenían la espalda doblada de acarrear sacos desde la calle hasta los sótanos de las cocinas, y no era de extrañar, pensó Starbuck, que el remilgado Washington Faulconer se negara a colocarse bajo el mando de aquel oficial de Carolina del Sur.

—¿Y bien? No has contestado mi pregunta, chico. —Evans miraba feroz a Starbuck—. ¿Qué hacías al otro lado del Run, eh?

—Me envió el coronel Faulconer —respondió desafiante Starbuck.

—¿Te envió? ¿Por qué?

Starbuck habría querido salvar su orgullo y decir que fue enviado en una misión de reconocimiento a los bosques del otro lado del Bull Run, pero se dio cuenta de que la mentira no se sostendría, y optó por contar la ignominiosa verdad.

—No me quiso en su regimiento, señor. Me mandó de vuelta a casa.

Evans se volvió para examinar con atención los árboles que bordeaban la corriente del Bull Run, donde su media brigada estaba defendiendo el puente de piedra del camino del portazgo que llevaba al oeste hacia Washington. Si los nordistas atacaban en este sector del Run, la situación de Evans sería desesperada porque su brigada constaba tan solo de un puñado de soldados de caballería ligera, cuatro cañones obsoletos de ánima lisa, un regimiento incompleto de infantería de Carolina del Sur y otro, incompleto también, de Luisiana. Beauregard había dejado una fuerza tan precaria en aquel flanco porque estaba seguro de que la batalla se iba a librar muy lejos de allí, en el ala derecha confederada. Hasta el momento, y por fortuna para Evans, los ataques nordistas a la brigada se habían limitado a un fuego de hostigamiento con rifles y al bombardeo de la artillería, aunque uno de los cañones enemigos lanzaba unos obuses tan monstruosos que el cielo temblaba cada vez que pasaba uno por encima de sus cabezas.

Evans observaba los árboles con la cabeza inclinada a un lado, como si juzgara el curso de la batalla por el ruido. A Starbuck los estampidos de rifles y mosquetes le parecían curiosamente parecidos al crujido de la maleza seca al arder, mientras por encima tronaba el fuego de la artillería. Los obuses hacían al volar un ruido parecido al de una tela al desgarrarse, o tal vez al del tocino al freírse, salvo que de vez en cuando aquel siseo desembocaba en un estruendo que hacía retemblar la tierra cuando estallaba un proyectil. Algunas balas de fusilería pasaron cerca del pequeño grupo de Evans, con un silbido fantasmal. Todo le resultaba extraño a Starbuck, consciente de los fuertes latidos del corazón en su pecho aunque, a decir verdad, no se sentía tan asustado por los obuses y las balas como por aquel «Zancos» Evans de las piernas torcidas, que ahora se volvió de nuevo hacia el prisionero.

—¿Ese maldito Faulconer te envió a tu casa? —preguntó Evans—. ¿Qué diablos quieres decir?

—Faulconer pretendía que regresara con mi familia, señor. A Boston.

—¡Oh, a Boston! —Evans subrayó con sorna el nombre, como invitando a sus ayudantes a unirse a su burla—. Un cagadero. Un sitio que solo vale para cagar y mear. Una ciudad de lloricas de mierda. Cristo, cuánto odio Boston. Una ciudad de zurullos republicanos, una ciudad de mujeres metomentodo, de mamones que cantan himnos y no sirven para maldita la cosa más. —Evans lanzó un escupitajo mezclado con tabaco masticado a los pies de Starbuck—. De modo que Faulconer te mandó de vuelta a Boston, ¿no es así, chico? ¿Por qué?

—No lo sé, señor.

—«No lo sé, señor» —imitó Evans el tono de Starbuck—, o puede que me estés contando mentiras, miserable pasta de mierda. Puede que quieras que retire a mis hombres del puente, ¿es eso, pedazo de cagajón? —La elocuencia del coronel era aterradora, abrumadora, aplastante, y Starbuck dio un involuntario paso atrás porque aquella arenga le estaba salpicando de saliva—. Estás buscando llevarme río abajo, condenado bastardo. Quieres que deje abierto el portazgo para que los bastardos del Norte puedan cruzar el puente, y así cuando se haga de noche estaremos todos colgando de algún árbol. ¿No es así, hijo de mala puta? —Hubo unos segundos de silencio, y luego Evans repitió la pregunta en un tono de voz más agudo—. ¿No tengo razón, hijo de perra mestiza?

—Hay una columna de tropas nordistas en el bosque, al otro lado de los vados de Sudley. —Starbuck consiguió de algún modo mantener un tono de voz tranquilo. Retorció inútilmente las manos con la intención de señalar el norte, pero el nudo que apretaba sus muñecas no se aflojó—. Vienen en esta dirección, señor, y estarán aquí dentro de una hora, más o menos.

Otro obús fue a estrellarse en los pastos más allá del camino del portazgo en el que Evans había emplazado dos piezas de artillería de reserva, sobre la hierba aún no segada. Los artilleros que estaban allí a la espera ni siquiera levantaron la vista, y tampoco cuando uno de los obuses gigantes se quedó más corto de lo habitual y arrancó una rama de un árbol próximo, antes de estallar cuarenta metros más allá en un torbellino de polvo, hojas, fragmentos de metal y humo ardiente.

—¿Cómo está mi «barrelito», Otto? —gritó Evans.

—Sin nofedad, corronel, no se perrocupe —dijo el alemán, impasible.

—Me perrocupo —gruñó Evans—, me perrocupo mucho por culpa de un fifiriche de mierda de Boston. ¿Cómo te llamas, chico?

—Nathaniel, señor. Nathaniel Starbuck.

—Como me estés mintiendo, Nathaniel Carademierda, te llevo al tajo de la leñera y te corto las pelotas. Si es que tienes pelotas. ¿Tienes pelotas, Nathaniel?

Starbuck no contestó. Se sintió aliviado al ver que aquel tipo furioso y deslenguado no relacionaba su apellido con el reverendo Elial. Dos obuses más zumbaron sobre sus cabezas, y un disparo alto de rifle dejó al pasar su extraño siseo.

—Porque si muevo a mis hombres para hacer frente a tu columna, mierda rubia. —Evans proyectó sujeta tan cerca de Starbuck que el bostoniano pudo oler la mezcla mefítica de whisky y tabaco del aliento del hombre de Carolina del Sur—, dejaré paso libre al enemigo para que cruce este puente, ¿no es verdad? Y luego ya no existirá la Confederación, ¿no es así? Y entonces los cara de mierda emancipadores de Boston vendrán a violar a nuestras mujeres, si a eso es a lo que se dedican los cantores de himnos de Boston. ¿O quizá prefieren violar a nuestros hombres? ¿Son esos tus gustos, bastardo? ¿Te gustaría violarme a mí?

De nuevo Starbuck no contestó. Evans escupió despectivo ante el silencio de Starbuck, y se volvió al ver que un infante de uniforme gris venía cojeando por el camino del portazgo.

—¿Adónde demonios vas? —aulló Evans con una furia repentina al soldado, que se limitó a mirarlo desconcertado—. Todavía puedes disparar un rifle, ¿no es así? —le gritó Evans—. ¡Pues vuelve a tu puesto! ¿Es que quieres que esos bastardos republicanos de culos pringados de mierda engendren los próximos bastardos de tu mujer? ¡Vuelve!

El hombre dio media vuelta y se alejó cojeando hacia el puente, utilizando como muleta su mosquete.

Un disparo aislado levantó el polvo en el camino del portazgo, y luego rebotó sin herir a nadie del grupo de la Plana Mayor de Evans, pero pareció que el viento de la bala al pasar hacía tambalearse al soldado herido, que vaciló agarrado a su muleta improvisada, y cayó de bruces en la cuneta abierta a un lado del camino, cerca de los dos cañones de reserva de seis libras. Los otros dos cañones de Evans estaban colocados más cerca del Bull Run, respondiendo al fuego enemigo con proyectiles cargados de metralla que estallaban en el aire a lo lejos, como nubecillas grises de las que brotaban hacia el suelo caprichosas estelas espirales de humo blanco. Nadie sabía si aquellos proyectiles alcanzaban sus objetivos, pero la verdad es que Evans disparaba únicamente para mantener alta la moral de sus soldados.

Los artilleros de reserva se tomaban un descanso. Muchos estaban tumbados boca arriba, dormitando al parecer. Dos hombres se tiraban una pelota el uno al otro mientras un oficial, con las gafas colocadas muy abajo sobre el caballete de la nariz, se recostaba en el tubo de bronce de un cañón y volvía las páginas de un libro. Un artillero en mangas de camisa y con tirantes de un rojo chillón estaba sentado con la espalda apoyada en la rueda exterior del cañón. Escribía, mojando su pluma en una botella de tinta colocada a su lado sobre la hierba. La despreocupación de aquellos hombres no parecía fuera de lugar, porque aunque la lucha generaba un caparazón de ruido y de humo, no había la menor sensación de urgencia. Starbuck había esperado que una batalla fuera algo más vigoroso, como las crónicas de prensa de la guerra mexicana, que hablaban de las valerosas tropas del general Scott llevando la bandera americana a través de los disparos, y del estallido de las bombas hasta el interior mismo del palacio de Moctezuma; pero en los acontecimientos de aquella mañana lo que predominaba era un ambiente más bien abstraído. El oficial de artillería pasó despacio una página, el hombre que escribía una carta sacudió levemente la tinta de su pluma antes de acercarla al papel, y uno de los dos jugadores de pelota falló un blocaje y se echó a reír. El infante herido seguía tendido en la cuneta, sin moverse apenas.

—Entonces, ¿qué hago con el hijoputa, coronel? —preguntó uno de los jinetes de Luisiana que custodiaban a Starbuck.

Evans había estado mirando ceñudo la neblina de humo de pólvora suspendida sobre el puente de piedra. Se volvió de mal humor para anunciar su decisión sobre Starbuck, pero fue interrumpido antes de decir nada.

—Un mensaje, señor.

Quien había hablado era el teniente que acompañó a Evans en su frustrada visita a la tienda de Faulconer, aquella misma madrugada. El teniente montaba un caballo flaco de pelaje gris, y llevaba colgados al pecho unos gemelos de campo con los que había estado observando la estación de señales de la colina.

—Del espantapájaros, señor. Nos están rodeando por la izquierda.

El teniente habló sin el menor rastro de emoción.

Hubo una inmovilidad momentánea cuando uno de los monstruosos obuses del enemigo pasó zumbando sobre sus cabezas. El hombre herido de la cuneta intentó levantarse, pero le faltaron las fuerzas.

—Repita eso, Meadows —pidió Evans.

El teniente Meadows consultó su cuaderno de notas.

—«Mirad a vuestra izquierda, os están rodeando». Esas son las palabras exactas, señor.

Evans giró a toda prisa para mirar hacia el norte, pero no se divisaba nada en esa dirección, excepto los árboles bajo el fuerte sol del verano y un halcón volando muy alto. Luego se volvió a Starbuck, con sus ojos diminutos agrandados por la conmoción.

—Te debo una disculpa, chico. Por Dios que te debo una disculpa. ¡Lo siento, de verdad lo siento!

Evans balbuceó la última palabra y se volvió de nuevo a mirar, ahora en dirección al puente de piedra. La mano izquierda, inerte al costado, le temblaba de una forma espasmódica, única señal visible de la tensión que estaba soportando.

—Esto es un simulacro. No van a atacar aquí, solo nos están haciendo cosquillas en la barriga, camelándonos para que nos estemos quietos mientras el ataque de verdad nos coge por la espalda. ¡Jesús! —Había estado hablando para sí mismo, pero de pronto aulló con una voz mucho más fuerte—. ¡Mi caballo! ¡Traedme mi caballo! ¡Monta en el tuyo, chico! —La última frase iba dirigida a Starbuck.

—¡Señor! —gritó Starbuck.

—¿Sí?

—Estoy maniatado.

—¡Soltad al chico! ¿Otto?

¿Ja, corronel?

—Dale a Boston un poco de «barrelito». Una taza. —Al parecer Evans había elegido el nombre de «Boston» como apodo para Starbuck, del mismo modo que llamaba «barrelito» al contenido de la curiosa barrica que llevaba a hombros su ayudante alemán.

El grueso alemán acercó su caballo pío a Starbuck mientras otro hombre, apresurándose a obedecer las órdenes de Evans, cortaba la cuerda de las muñecas de Starbuck. Este empezó a masajearse las magulladuras dejadas por el roce, y luego vio como el impasible germano se echaba la mano a la espalda y manipulaba un pequeño tapón de madera colocado en la base de la barrica, para después tender solemnemente una taza a Starbuck.

—¡Bebe! ¡Deprisa ahorra! Necesito taza otra fez. ¡Bebe!

Starbuck aceptó la taza, llena hasta el borde de lo que le pareció té frío. Estaba sediento y se la llevó con avidez a los labios. A punto estuvo de atragantarse, porque el líquido no era té, sino whisky: whisky puro, áspero, fuerte, sin aguar.

—¡Bebe ya! —dijo Otto de mal humor.

—¡Mi caballo! —aulló Evans. Un obús pasó zumbando sobre sus cabezas y fue a impactar en la colina que tenían detrás. En el mismo momento, otro proyectil cayó de pleno en la zanja donde había caído el hombre herido, al lado del camino, y lo mató al instante, proyectando su sangre a más de tres metros de altura. Starbuck vio lo que le pareció la pierna amputada del hombre dando vueltas en el aire, y al instante rechazó como irreal lo que había presenciado. Otro proyectil fue a dar en un árbol, arrancando una larga astilla de madera viva, de unos diez centímetros de grueso, del tronco, entre un revuelo de hojas caídas a su alrededor. Luego el teniente Meadows, el que había traído el mensaje del espantapájaros, hizo de pronto un ruido extraño y abrió los ojos de par en par. Estaba mirando a Starbuck y sus ojos parecieron crecer más y más mientras se llevaba despacio la mano a la garganta, donde había aparecido un hilo de sangre que resbalaba, brillante. Su cuaderno de notas cayó al suelo, sus hojas revolotearon en desorden, y el hilo de sangre fue creciendo y ramificándose, y de pronto Meadows arrojó una bocanada de sangre que manchó la pechera de su uniforme. Vaciló, tragó sangre, y todo su cuerpo se estremeció en un espasmo violento y resbaló de la silla para derrumbarse sobre la hierba.

—Cogeré el caballo de Meadows —gritó Evans, y agarró las riendas del caballo gris. El pie del moribundo había quedado enganchado en el estribo. Evans lo liberó de un puntapié y luego se aupó a lomos del caballo.

Starbuck vació la taza de un trago, boqueó para recuperar el resuello y echó mano a las riendas de Pocahontas. Se sentó torpemente en la silla, y se preguntó qué se suponía que había de hacer ahora que estaba libre.

—¡Boston! —Evans hizo dar la vuelta a su caballo para encararse a Starbuck—. ¿Te escuchará a ti ese bastardo de Faulconer?

—Creo que sí, señor —dijo Starbuck, y enseguida añadió, más prudente—: Aunque no puedo estar seguro, señor.

Evans lo miró ceñudo, al ocurrírsele una nueva idea.

—¿Por qué luchas con nosotros, Boston? Esta no es tu guerra.

Starbuck no supo qué decir. Sus razones tenían más que ver con su padre que con el destino de América, y todavía más con Sally que con la esclavitud, pero no parecía el momento ni el lugar para explicar esas cosas.

—Porque soy un rebelde.

Ofreció la explicación con escasa convicción, consciente de su incoherencia. Pero la respuesta pareció gustar a Nathan Evans, que acababa de echarse al coleto una taza de whisky ofrecida por su impasible ordenanza.

—Muy bien, pues ahora eres «mi» rebelde, Boston. Busca a Faulconer y dile que quiero a su preciosa Legión. Dile que estoy moviendo a la mayor parte de mis tropas al camino de Sudley, y que quiero también allí a sus virginianos. Dile que se despliegue a mi izquierda.

Starbuck, mareado por el whisky, por el cambio de su suerte y por el sentimiento de pánico que parecía vibrar en el aire húmedo, apuntó una dificultad en el plan de Evans.

—El coronel Faulconer estaba decidido a moverse hacia el flanco derecho, señor.

—¡Maldito lo que Faulconer quería! —rugió Evans con un vozarrón tal que los artilleros tumbados junto al camino del portazgo se sobresaltaron—. ¡Dile a Faulconer que la Confederación le necesita! ¡Dile al bastardo que hemos de parar a los yanquis o todos bailaremos el baile de la cuerda de Lincoln esta noche! ¡Confío en ti, chico! ¡Agarra a Faulconer y dile a ese bastardo que luche, malditos sean sus ojos! ¡Dile a ese bastardo meón que tiene que luchar!

Evans voceó las últimas palabras, y acto seguido clavó los talones en los flancos de su caballo, dejando a Starbuck asombrado y solo, porque los oficiales y ayudantes corrieron detrás de Evans hacia los hombres que defendían el puente de piedra.

Las balas zumbaban al rasgar el aire bochornoso. Las moscas se arremolinaban en la zanja para depositar sus huevos en los charcos de la sangre de lo que había sido un hombre hasta hacía pocos minutos. Lo que quedaba del teniente Meadows yacía de espaldas, aún con una expresión de sorpresa en los ojos muertos y con la boca ensangrentada abierta de par en par. Starbuck, con el ardor del whisky en el estómago, tiró de las riendas para hacer girar la cabeza a Pocahontas y partió en busca de la Legión.

* * *

La Legión Faulconer sufrió su primera baja alrededor de las ocho y cinco de la mañana. Un obús voló sobre la colina en dirección este, rebotó al caer en la ladera opuesta, giró sobre sí mismo en el aire con un horrendo chirrido, e impactó por segunda vez en el suelo una docena de metros delante de la compañía A. Estalló allí, y una esquirla dentada de hierro fue a incrustarse en el cráneo de Joe Sparrow, el chico que se había matriculado en la universidad y que ahora murió de una forma tan plácida como pueda desearla cualquier soldado. En un momento dado estaba de pie, riéndose de un chiste que había contado Cyrus Matthews, y al siguiente, tendido boca arriba. Parpadeó una vez, no sintió nada, murió.

—¿Joe? —le llamó Cyrus.

Los demás hombres se apartaron nerviosos del muchacho tendido e hicieron corro a su alrededor, todos menos su amigo George Waters, que había formado al lado de Sparrow en la segunda fila y ahora se arrodilló junto a su cuerpo. La gorra de Sparrow se había torcido hacia un lado por la fuerza del fragmento de obús, y George trató de ponerla bien pero, al tirar de la visera rígida, un terrible flujo de sangre escapó de debajo de la banda de cuero para el sudor que la retenía.

—¡Oh, Dios! —George Waters se echó atrás al ver aquello—. ¡Está muerto!

—No seas bobo, chico. Un rasguño en el cráneo hace que eches más sangre que un cerdo, todo el mundo lo sabe. —El sargento Howes se abrió paso entre las filas y se arrodilló también junto a Sparrow—. ¡Vamos, Redrojo, levántate!

Colocó bien la gorra, intentando ocultar la sangre, y palmeó suavemente la mejilla del muchacho muerto. Era el único hijo de Blanche y Frank Sparrow, el orgullo de sus vidas. Blanche había intentado con todas sus fuerzas convencer al chico de que no fuera a la guerra, pero algún burlón dejó unas enaguas en el porche delantero de la casa, con un letrero alusivo a Joe, y el joven Joe quiso alistarse en la Legión a toda costa, de modo que Blanche se dio por vencida, y ahora Joe estaba tumbado boca arriba en un prado desconocido.

—¡Que venga el médico! ¡El médico! —Paul Hinton, capitán de la compañía A, se apeó de su caballo y voceó la orden.

El mayor Danson llegó a la carrera con su maletín, desde la parte de atrás del regimiento, donde la banda estaba interpretando «Annie Laurie», con los bombardinos fraseando un delicado contrapunto un tono más bajo que la melodía sentimental que tan popular era entre los hombres. Danson se abrió paso entre los soldados de la compañía A.

—¡Dadle aire! —gritó, porque es lo que siempre gritaba cuando lo llamaban para atender un desmayo. Invariablemente los compañeros, o los criados, o los miembros de la familia se apiñaban alrededor del enfermo, y Danson no podía trabajar en medio de una multitud de mirones que lo abrumaban con toda clase de sugerencias. Si tanto sabían, se preguntaba a menudo, ¿para qué lo necesitaban?—. Apartaos un poco, ahora. ¿Quién es, Dan?

—El chico de Blanche Sparrow, Doc —dijo Hinton.

—¡El joven Joe! ¡Vamos, Joe, que vas a perderte la diversión! —El doctor Danson hincó las rodillas—. ¿Qué te pasa ahora? Una herida en la cabeza, ¿no es así?

—Está muerto. —George Waters se había quedado blanco por la conmoción.

El mayor Danson frunció el entrecejo al oír aquel diagnóstico de aficionado, y se inclinó para buscar el pulso de Joseph Sparrow. Durante unos segundos, no dijo nada; luego alzó la gorra ensangrentada y dejó al descubierto el cabello de Joe, empapado y teñido de rojo.

—Pobre Blanche —dijo el doctor en voz baja—, ¿qué vamos a decirle?

Desabrochó el cuello del uniforme del muchacho muerto, como para darle aire.

Otro obús rebotado volteó en el aire y fue a estrellarse a más de medio kilómetro del regimiento; la explosión quedó sofocada por el espeso follaje de un grupo de árboles. Adam Faulconer, que había llevado su caballo a la cresta de la colina y observaba el reflejo de las llamas y el humo del cañoneo en la superficie del río lejano, se dio cuenta de pronto de que algo iba mal en las filas de la Legión, y volvió al galope junto al regimiento.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al doctor Danson.

—El chico de Blanche, el joven Joe.

—Oh, Dios, no.

Había un dolor intenso en la voz de Adam. El día empezaba a aportarle la violencia que tanto había temido, a pesar de que intuía que la batalla de verdad no había empezado aún. Los dos bandos habían establecido contacto y se cañoneaban recíprocamente, pero ninguno de los dos parecía haber lanzado aún una ofensiva consistente.

—Blanche no podrá vivir con esto —dijo Danson, esforzándose por ponerse en pie—. Me acuerdo de cuando Joe estuvo a punto de morir por la tos ferina, y creí que ella lo acompañaría a la tumba. Buen Dios, qué cosa tan terrible.

A su alrededor, se había formado un círculo de soldados que miraban espantados al muerto. No es que la muerte fuera algo extraño para la mayoría de ellos; todos habían visto a hermanas o hermanos, o primos o padres, tendidos en el centro de la sala, y habían ayudado a llevar el féretro a la iglesia; o habían ayudado a sacar del río el cuerpo de un ahogado. Pero esto era diferente: era el azar de la muerte, la lotería de la guerra, y con la misma facilidad podían haber estado ellos mismos tendidos allí, inmóviles y cubiertos de sangre. Era algo para lo que no estaban preparados en realidad, porque durante su instrucción nadie les había dicho que los jóvenes podían acabar tendidos con la boca abierta, rodeados por un enjambre de moscas, ensangrentados y muertos.

—Llevadlo atrás, chicos —dijo ahora el capitán Hinton—. ¡Levantadlo! ¡Con cuidado ahora! —Hinton supervisó el traslado del cuerpo y luego volvió junto a Adam.

—¿Dónde está tu padre, Adam?

—No lo sé.

—Tendría que estar aquí.

Hinton recogió las riendas de su caballo y se izó trabajosamente hasta la silla.

—Supongo que es el general quien le retiene —sugirió Adam sin convicción. Había quedado un charco brillante de sangre en la hierba, junto a la gorra caída de Joe Sparrow.

—Pobre Blanche —dijo Adam—. Quitamos a Joe de la escuadra de abanderados porque pensamos que estaría más seguro en las filas de una compañía.

Pero Hinton no le escuchaba. Miraba al este, al lugar en el que había aparecido un jinete en la cresta de la colina.

—¿No es ese Starbuck? ¡Sí que lo es, por Dios!

Adam se volvió y, para su asombro, vio a Starbuck que galopaba hacia la Legión. Y por un segundo creyó que se trataba de un fantasma, pero luego comprobó que era en efecto su amigo, del que aún no hacía tres horas se había despedido después de enviarlo de vuelta al norte, con su propia gente, y que volvía ahora sin la guerrera, pálido, precipitado y urgente.

—¿Dónde está tu padre? —le gritó Starbuck.

—No lo sé, Nate. —Adam había cabalgado al encuentro de su amigo—. ¿Qué haces aquí?

—¿Dónde está Pecker?

El tono de voz de Starbuck era seco, práctico, sin sintonía con el ambiente melancólico que reinaba después de la muerte de Sparrow.

—¿Qué estás haciendo aquí, Nate? —preguntó Adam otra vez, al tiempo que espoleaba a su caballo para seguir a Starbuck—. ¿Nate?

Pero Starbuck hacía ya galopar a su montura delante de la Legión formada hasta el lugar donde el mayor Bird aguardaba junto a las banderas, que colgaban lacias en el aire sin viento.

—¡Señor!

Starbuck tiró de las riendas al llegar delante de Bird. Bird parpadeó al ver al jinete.

—¿Starbuck? ¡Me habían dicho que te licenciara! ¿Estás seguro de que debes estar aquí?

—Señor. —Nathaniel Starbuck habló en tono afectado y formal—. Me envía el coronel Evans, señor. Desea que avancemos hacia el camino de Sudley. El enemigo ha cruzado el río por la iglesia de Sudley, y marcha en esta dirección.

Pecker Bird parpadeó de nuevo y observó que Starbuck se había expresado con una calma notable, lo cual, supuso, era un síntoma perverso del nerviosismo del muchacho; y luego Bird pensó en lo asombrosamente bien que todo el mundo desempeñaba su papel de militar en esta mañana improbable.

—¿No sería mejor comunicar esas órdenes directamente al coronel Faulconer? —se oyó preguntar Bird a sí mismo, y se asombró al advertir que su inclinación natural era evitar asumir la responsabilidad.

—Si consigo encontrar al coronel, señor, se lo diré. Pero no creo que lleguemos a tiempo, y a menos que nos movamos, señor, no quedará ni rastro de este ejército.

—¿De verdad?

También Bird habló en tono tranquilo, pero sus manos se clavaron en la barba por la tensión del momento. Abrió la boca para hablar de nuevo, pero no emitió ningún sonido. Pensaba que también a él le correspondía desempeñar su papel de militar, ahora que el destino había dejado en sus manos la responsabilidad, pero al instante se le ocurrió la idea pusilánime de que el deber de un soldado era obedecer, y las órdenes del coronel Faulconer habían sido tajantes: debía ignorar cualquier orden que viniera del coronel Nathan Evans. Faulconer estaba en aquel mismo momento intentando negociar el despliegue de la Legión más al sur, donde Beauregard esperaba que se librase la acción principal de la batalla, y en cambio el coronel Nathan Evans quería que la Legión se desplazara más al norte, y aseguraba que el futuro mismo de la Confederación dependía de la obediencia de Bird.

—¡Señor!

Era evidente que Starbuck no estaba tan tranquilo como parecía, porque presionaba al mayor Bird para que tomara una decisión.

Bird ordenó silencio a Starbuck con un gesto. El primer impulso de Thaddeus Bird había sido evitar toda responsabilidad y obedecer ciegamente las instrucciones de Washington Faulconer, pero ese mismo impulso permitió a Bird comprender por qué razón había cedido su cuñado a los deseos de Miriam y le había nombrado mayor. La razón era que Washington Faulconer estaba convencido de que Bird nunca se atrevería a desobedecerle. Era evidente que el coronel consideraba a Bird una perfecta nulidad que nunca haría sombra a su propia gloria. Lo cierto, y Thaddeus se dio cuenta de pronto de ese hecho, es que a nadie le era permitido competir con Washington Faulconer, y por esa razón el coronel se había rodeado de inútiles como Ridley, y cuando un hombre como Starbuck había demostrado cierta independencia, fue expulsado de inmediato del entorno del coronel. Incluso los escrúpulos de Adam resultaban aceptables para Washington Faulconer, porque le impedían rivalizar con su padre. Washington Faulconer se había rodeado de nulidades precisamente con el objeto de brillar más, y cuando Thaddeus Bird comprendió por fin su intención, decidió desbaratarla. ¡Al demonio con Faulconer, porque Thaddeus Bird no estaba dispuesto a ser considerado un cero a la izquierda!

—¡Sargento mayor Proctor!

—¡Señor!

El sargento mayor avanzó tieso y lleno de dignidad desde su lugar, detrás de la escuadra de abanderados.

—La Legión avanzará de inmediato hasta el cruce de caminos del pie de la colina, sargento mayor, en columna por compañías. Luego tomará el camino que se dirige al norte. —Bird señaló hacia el valle—. Dé las órdenes oportunas, si es tan amable.

El sargento mayor, que sabía exactamente cuánta autoridad se suponía que podía ejercer el mayor Bird en la Legión Faulconer, se irguió en toda su impresionante estatura.

—¿Son órdenes del coronel, mayor, señor?

—Son órdenes de su oficial superior, sargento mayor Proctor. —Ahora que Bird había tomado a una decisión, parecía estar disfrutando, porque su cabeza se balanceaba atrás y adelante y su boca delgada se curvaba en una mueca irónica—. Avanzaremos siguiendo la carretera de Sudley, que es ese camino de tierra que se ve al otro lado del cruce. —Bird señaló de nuevo hacia el norte, y miró a Starbuck en busca de confirmación—. ¿Es correcto?

—Sí, señor. Y el coronel Evans solicita que nos despleguemos a su izquierda cuando hayamos sobrepasado la siguiente colina.

Starbuck se dio cuenta de que se trataba exactamente del mismo lugar donde Washington Faulconer le había despedido.

—¿No sería preferible, señor…? —dijo el sargento mayor Proctor, en un intento de devolver a su lugar al lunático de Pecker Bird.

—¡Hágalo! —gritó Bird en un acceso repentino de ira—. ¡Cumpla mis órdenes!

Adam Faulconer había seguido a Starbuck hasta el lado del mayor Bird e intervino ahora para poner calma en la situación.

—¿Qué vas a hacer, tío?

—¡La Legión avanzará en columna por compañías! —gritó el mayor Bird en un volumen de voz sorprendentemente alto—. ¡La compañía A irá delante! ¡Compañías! ¡Atención!

Muy pocos hombres obedecieron la llamada; la mayoría se limitaron a seguir sentados en el suelo, suponiendo que Pecker había perdido los estribos como solía ocurrirle en la escuela si alguien se burlaba de él o provocaba su furia por alguna otra razón. Muchos oficiales apenas podían contener la risa, y algunos, como Ridley, movían la cabeza adelante y atrás para remedarlo.

—Nate —se volvió Adam a su amigo—. ¿Puedes hacer el favor de explicarnos qué está ocurriendo exactamente?

—El enemigo está intentando rodearnos —explicó Nate en voz lo bastante alta para que lo oyeran las compañías más próximas—, y el coronel Evans necesita que este regimiento le ayude a rechazar el ataque. ¡Nosotros y los hombres del coronel Evans somos los únicos que podemos detenerlos, y si no nos movemos ahora mismo la batalla se habrá perdido!

—Y una mierda —intervino Ridley—. Eres un maldito yanqui y estás haciendo el trabajo de un yanqui. No hay ningún enemigo en esa parte.

Adam puso una mano en el hombro de Starbuck para contenerle. Luego miró hacia el norte, al otro lado del camino del portazgo. Nada se movía por allí. Ni siquiera una hoja se agitaba. El paisaje aparecía pesado, soñoliento, desierto.

—Creo que es mejor que nos quedemos aquí —sugirió Adam. El sargento mayor Proctor se apresuró a asentir, y el mayor Bird miró a Starbuck, con una petición de ayuda en sus ojos.

—Yo he visto a los nordistas —dijo Starbuck.

—Yo no me muevo —anunció Ridley, y un murmullo colectivo de asentimiento respaldó su declaración.

—¿Por qué no enviamos a un oficial para que confirme las órdenes de Evans? —sugirió el capitán Hinton para aflojar la tensión. Hinton, como una docena más de oficiales y sargentos, se había unido a la discusión.

—¿No traes órdenes escritas, Nate? —preguntó Anthony Murphy.

—¡No había tiempo para poner nada por escrito! —dijo Starbuck.

Ridley se echó a reír burlón, y Thaddeus Bird pareció inseguro, como si se preguntara si había tomado la decisión correcta.

—¿Dónde está Evans ahora? —preguntó Hinton.

—Está trasladando a sus hombres desde el puente de piedra al camino de Sudley. —Starbuck parecía cada vez más desesperado.

—¿Es ese el camino de Sudley? —el gruñido de Thomas Truslow interrumpió la discusión.

—Sí —dijo Starbuck. Truslow apuntaba hacia el norte, al otro lado del estrecho valle.

—¿Y has visto a yanquis allí?

—Al otro lado de los vados, sí.

Truslow asintió, pero para decepción de Starbuck no dijo nada más. Un pequeño grupo de jinetes de uniforme gris pasó al galope por el camino del portazgo en dirección a la colina distante, y sus caballos dejaron huellas oscuras en el césped. Los oficiales de la Legión miraron hasta que los jinetes desaparecieron entre los árboles. Aquellos jinetes eran el único signo de que algo podía estar ocurriendo más allá del flanco izquierdo del ejército, pero eran tan pocos que su aparición no aportaba ninguna prueba convincente.

—No quiere decir nada… —dijo Adam, dubitativo.

—Quiere decir que vamos a apoyar al coronel Evans. —Bird había decidido mantener su decisión—, ¡y dispararé contra el primer hombre que desobedezca mis órdenes! —Bird empuñó su revólver Le Mat en la mano derecha, y luego, como si no estuviera del todo convencido de poder llevar a cabo su amenaza, pasó a Starbuck aquella arma de aspecto brutal—. Dispare usted, teniente Starbuck, es una orden. ¿Me ha entendido?

—¡A la perfección, señor!

Starbuck se dio cuenta de que la situación estaba dando un giro desastroso y se escapaba de sus manos, pero no sabía qué hacer para restablecer la cordura. La Legión necesitaba desesperadamente un mando, pero el coronel había desaparecido y no parecía haber nadie adecuado para sustituirle. El propio Starbuck era un norteño y un simple subteniente, si es que aún lo era, mientras que Thaddeus Bird era el hazmerreír de todos, un maestro de escuela rural disfrazado con el vistoso uniforme de un militar; y sin embargo, solo Bird y Starbuck eran conscientes de lo que debía hacerse, y ni el uno ni el otro podían imponer su voluntad al regimiento; ahora Starbuck empuñaba la fea pistola consciente de que no se atrevería nunca a utilizarla.

El mayor Bird dio tres pasos al frente. Su aspecto resultó aún más ridículo cuando dio tres zancadas gigantescas, que a él sin duda le parecieron solemnes pero que recordaban más los gestos de un payaso al subir al escenario montado en unos zancos. Se volvió y ordenó atención.

—¡La Legión formará en atención! ¡En pie!

Poco a poco, a regañadientes, los hombres se levantaron. Cargaron al hombro sus mochilas y recogieron sus rifles de la hierba. Bird esperó, y luego ladró la siguiente orden:

—La Legión avanzará en columna por compañías. ¡Compañía A! ¡Derecha! ¡Paso ligero!

Ningún soldado se movió. Se habían levantado, pero no estaban dispuestos a moverse de la ladera. La compañía A miró hacia el capitán Hinton a la espera de alguna indicación, pero Hinton se sentía confuso y no hizo ningún intento por cumplir la orden. Thaddeus Bird tragó saliva, y miró a Starbuck. La pistola pesaba como el plomo en la mano de Starbuck.

—¿Teniente Starbuck? —La voz del mayor Bird fue apenas un gañido.

—¡Oh, tío Thaddeus, por favor! —intervino Adam.

Los hombres estaban al borde de la risa histérica, por el anticlímax del apelativo familiar utilizado por Adam, y habría bastado tan solo una sílaba más para provocar las carcajadas cuando una voz áspera, tan repentina y siniestra como el zumbido de los proyectiles que cruzaban el cielo, sobresaltó a la Legión y cambió de golpe su estado de ánimo.

—¡Compañía K! ¡Armas al hombro!

Truslow se había dirigido hacia la izquierda de la Legión en formación, y ahora gritó la orden. La compañía K saltó como un resorte para obedecerle.

—¡Detrás de mí! —gritó—. ¡De frente! ¡Marchen!

La compañía K salió del cuadro de formación y marchó colina abajo. Truslow, ceñudo y con cara de vinagre, no miró a derecha ni a izquierda, sino que marcó el paso con su zancada suelta y deliberada de hombre de campo. El capitán Roswell Jenkins, al mando de la compañía, galopó detrás de él, pero sus protestas a Truslow fueron ignoradas olímpicamente. Hemos venido aquí a luchar, parecía decir Truslow con su actitud, así que, por el amor de Dios, vamos a mover el culo y a luchar ya.

El capitán Murphy, al mando de la compañía D, dirigió una mirada interrogadora a Starbuck. Starbuck movió afirmativamente la cabeza, y esa simple seña bastó a Murphy.

—¡Compañía D! —gritó, y los hombres ni siquiera esperaron su orden de avanzar, sino que siguieron sin dudarlo a los hombres de Truslow. El resto de la Legión les imitó. El sargento mayor Proctor miró furioso a Adam, que se encogió de hombros, y el mayor Bird, al ver que por fin sus órdenes eran obedecidas, gritó a los rezagados que se movieran.

Ridley, furioso, hizo dar la vuelta a su caballo en busca de aliados, pero ya toda la Legión Faulconer marchaba hacia el oeste, encabezada por un sargento, y los oficiales corrían a ponerse al frente de sus hombres. Starbuck, el hombre que había provocado aquella marcha hacia el norte, se volvió ahora a gritar a Adam:

—¿Dónde demonios está mi guerrera?

Adam hizo pasar su caballo por entre los músicos de la banda, que componían una cacofonía de redobles y graznidos al apretar el paso para no descolgarse del avance de la Legión.

—¡Nate! —dijo Adam, desolado—. ¿Qué has hecho?

—Ya te lo he dicho, los federales están tomándonos la espalda y la suerte del ejército depende de nosotros. ¿Sabes dónde está mi guerrera?

Starbuck desmontó junto al cadáver de Joe Sparrow. Recogió el rifle del joven y desabrochó el cinto del muchacho muerto, con su cantimplora, su canana de cartuchos y la caja de los fulminantes.

—¿Qué haces? —preguntó Adam.

—Me estoy armando. Estoy perdido si me paso el resto del día sin un arma. Aquí la gente se está matando entre sí.

Starbuck lo dijo con la intención de hacer una broma amarga, pero el tono ligero que empleó hizo que sus palabras sonaran brutales.

—¡Pero padre te mandó de vuelta a tu casa! —protestó Adam.

Starbuck se volvió a mirar a su amigo con furia.

—Tú no puedes dictarme mis lealtades, Adam. Descubre cuáles son las tuyas, y déjame las mías a mí.

Adam se mordió el labio, y luego se revolvió en su silla.

—¡Nelson! ¡Trae la guerrera y las armas del señor Starbuck!

El ordenanza del coronel, que había estado esperando junto a las tiendas y el equipaje apilado de la Legión, trajo a Starbuck su viejo sable, su pistola y su guerrera. Starbuck le dio las gracias con un gesto, se puso la guerrera y tomó el cinto del sable con la pesada pistola.

—Creo que ahora estoy demasiado armado —dijo, mirando su propio revólver, el rifle de Joe Sparrow y el revólver Le Mat del mayor Bird. Dejó a un lado el rifle e hizo una mueca al examinar el Le Mat—. Tiene un aspecto repugnantemente brutal, ¿verdad?

El revólver tenía dos cañones, el superior de ánima rayada para balas, y el inferior liso para disparar cartuchos de escopeta. Starbuck abrió el arma y se echó a reír; luego hizo ver a Adam que las nueve cámaras del tambor estaban vacías. El cañón inferior estaba cargado con un cartucho, pero el martillo, cuya posición variaba en función del cañón que se quisiera disparar, estaba colocado hacia arriba, y habría percutido en una de las cámaras vacías.

—No está cargado —dijo Starbuck—. Pecker jugaba de farol.

—¡Ahora no está faroleando! —protestó Adam, y señaló la Legión de su padre, que marchaba ya a media ladera de la colina—. ¡Mira lo que has hecho!

—¡Adam! ¡Por el amor de Cristo, he visto a los yanquis! Vienen directamente contra nosotros, y si no los paramos aquí la guerra habrá terminado.

—¿No es eso lo que queremos? —preguntó Adam—. Una batalla, me prometiste, y luego llegará el diálogo.

—Ahora no, Adam.

Starbuck no tenía tiempo ni paciencia para los escrúpulos de su amigo. Se abrochó el cinto con el sable y la pistolera por encima de la guerrera y montó a caballo en el momento en que Ridley volvía al galope hacia la cresta de la colina.

—Me voy a buscar a tu padre, Adam —dijo Ridley, ignorando a Starbuck.

Adam miró hacia el valle por el que sus amigos y vecinos marchaban en dirección norte.

—¿Nate? ¿Estás seguro de haber visto a los nordistas?

—¡Maldita sea, los he visto, Adam! Después de despedirnos. Estaban al otro lado de los vados de Sudley, marchando en esta dirección. ¡Me dispararon, Adam, me persiguieron! No me lo imaginaba.

La persecución había sido breve y confusa, en medio del bosque, y los soldados nordistas la abandonaron cinco minutos antes de que Starbuck fuera capturado por los dos hombres de la caballería de Luisiana, que se negaron a cruzar el vado para comprobar la verdad de lo que Starbuck les contaba.

—Está mintiendo —dijo Ridley con calma, pero palideció cuando Starbuck se volvió a mirarle.

Starbuck no contestó a Ridley. Pensaba que iba a matar a aquel hombre, pero no delante de Adam. Lo haría en el caos de la batalla, sin testigos que pudieran acusarle de asesinato.

—Los yanquis se están acercando desde Sudley —dijo Starbuck, dirigiéndose de nuevo a su amigo—, y no hay nadie más que pueda detenerlos.

—Pero… —Adam parecía incapaz de darse cuenta de la enormidad de lo que Starbuck decía, que aquel flanco izquierdo del ejército rebelde estaba realmente amenazado, y que su confiado, rico e influyente padre se había equivocado de medio a medio.

—Son las Termopilas otra vez, Adam —le dijo Starbuck en tono amable—. Piensa en las Termopilas.

—¿Eso qué es? —preguntó Ridley. Ridley nunca había oído hablar de las Termopilas, el lugar donde los persas de Jerjes rodearon a los griegos de Leónidas con una marcha secreta de flanco, ni de cómo los trescientos espartanos se sacrificaron para que los demás griegos pudieran reorganizarse. Nathan Evans resultaba un héroe griego inverosímil, pero hoy desempeñaba el papel de espartano y Adam, por el contexto clásico de aquel aprieto, se hizo cargo al instante de que los arrendatarios y vecinos de su padre marchaban para convertirse en héroes, y que sencillamente él no podía dejarlos solos. Un Faulconer tenía que estar allí, y ya que su padre estaba ausente, era obligación de Adam permanecer al lado de ellos.

—No nos queda más remedio que luchar, ¿no es así? —dijo Adam, aunque con desánimo.

—¡Tienes que venir a buscar a tu padre! —insistió Ridley.

—No. Tengo que ir con Nate —dijo Adam.

Ridley sintió que recorría su cuerpo un escalofrío de triunfo. El príncipe de la corona se estaba decantando del lado del rey enemigo, y él iba a poder reemplazarlos a los dos. Ridley hizo dar la vuelta a su caballo.

—Voy a buscar a tu padre —gritó, mientras picaba espuelas y su montura saltaba por encima del cuerpo de Joe Sparow.

Adam miró a su amigo y se estremeció.

—Estoy asustado —dijo.

—Y yo —dijo Starbuck, y pensó en la pierna que voló sobre el camino dejando un reguero de sangre—. Pero también lo están los yanquis, Adam.

—Supongo que lo están —dijo Adam, y chascó la lengua para hacer avanzar a su caballo. Starbuck le siguió con mayor torpeza en Pocahontas, y los dos amigos bajaron la colina para seguir a la Legión al norte. Por encima de ellos, un obús dejó una estela de humo en el cielo límpido del verano, cayó al suelo y estalló en algún lugar en medio del bosque.

Todavía no eran las nueve de la mañana.

* * *

Avanzar en columna por compañías no fue la inspiración más feliz del mayor Bird, pero pensó que era la forma más rápida de mover a la Legión, y por eso lo había ordenado. Las compañías avanzaron en columna de a cuatro en fondo, y cada hilera comprendía diecinueve o veinte hombres, según los efectivos de cada compañía, de modo que las diez compañías componían una columna larga y gruesa con la escuadra de abanderados en el centro y la banda de música y el doctor Danson a retaguardia.

El problema era que la Legión nunca había ensayado sus maniobras en un lugar distinto de los prados llanos de Faulconer Court House, y ahora marchaban por un terreno lleno de incómodas zanjas, alambradas, arbustos, charcos, lomas y zarzas, arroyos y bosquecillos impenetrables. Consiguieron cruzar en formación aceptable el camino del portazgo, pero los árboles en torno a la casa de piedra y las alambradas de los pastos que se extendían detrás hicieron perder su cohesión a las compañías y, de forma muy natural, los hombres prefirieron utilizar el camino, de modo que la columna por compañías se convirtió en una línea desordenada de hombres apelotonados en el camino, que avanzaban en dirección a los árboles que coronaban la cresta de la colina situada más allá.

Pero por lo menos los hombres estaban alegres. A la mayoría les encantaba moverse por fin, y más aún haber escapado de la ladera rasa en la que las bombas enemigas iban a caer con tanta regularidad, de modo que la mañana adquirió una atmósfera festiva como la de los días gozosos de instrucción en Faulconer County. Bromeaban mientras trepaban por la colina, y alardeaban de lo que iban a hacer con los yanquis que solo a medias esperaban encontrar en la otra vertiente de la colina. Muchos de los hombres sospechaban que Pecker Bird lo había hecho todo mal, y que el coronel le retorcería el maldito gaznate cuando volviera de su reunión con el general, pero era el problema de Pecker, no el de ellos. Nadie comunicó esas sospechas a Truslow, el hombre que había iniciado la marcha y que ahora conducía en silencio a la Legión hacia el norte.

Starbuck y Adam hicieron galopar a sus caballos al lado de la columna hasta encontrar a Thaddeus Bird, que caminaba a largas zancadas junto a la escuadra de los abanderados. Starbuck se inclinó peligrosamente en la silla para tender al mayor Bird el enorme revólver Le Mat.

—Su pistola, señor. ¿Sabía que no estaba cargada?

—Por supuesto que no estaba cargada. —Bird cogió la pistola que le tendía Starbuck—. ¿Pensabas de verdad que yo quería que mataras a alguien? —cacareó Bird, y luego se volvió a mirar a los rezagados que avanzaban en desorden por el camino de tierra hacia los bosques. ¿Era esta la fuerza de élite de Washington Faulconer? ¿La Guardia imperial de Faulconer? La idea hizo soltar una carcajada a Bird.

—¿Señor? —preguntó Starbuck, creyendo que Bird había dicho algo.

—Nada, Starbuck, nada. Salvo que sospecho que deberíamos avanzar en un orden más aguerrido.

Starbuck señaló al frente, hacia el lugar donde un pedazo de cielo visible prometía un claro en el lado más alejado del espeso cinturón de bosque que ceñía la línea de lomas.

—Hay terreno despejado en la cresta de la colina, señor. Allí podrá colocar a los hombres en línea.

Bird advirtió en ese momento que Starbuck ya había recorrido este camino cuando el coronel intentó librarse de él.

—¿Por qué no te marchaste cuando Faulconer te dio la oportunidad? —preguntó a Starbuck—. ¿De verdad quieres luchar por el Sur?

—Sí, eso es lo que quiero.

Pero no había tiempo de explicar lo quijotesca que era esa convicción, ni por qué el hecho de ver a los leñadores en el bosque había precipitado su repentina decisión. No era una opción racional, lo sabía, sino más bien una revuelta contra su familia, y Starbuck se maravilló de pronto de la forma como la vida presenta esas opciones, y de la despreocupación con que se adoptan a pesar de que la decisión resultante puede cambiar radicalmente todo el futuro de un hombre, hasta la tumba incluso. ¿Cuántos acontecimientos de la historia, se dijo, habían sido fruto de esas decisiones improvisadas? ¿Cuántas decisiones importantes habían sido tomadas únicamente por orgullo, o por lujuria, o incluso por pereza? Toda la religión de Starbuck, toda su educación, le habían enseñado que la vida responde a un plan y a un propósito divino para la existencia del hombre, pero esta mañana había dado un puntapié a esa idea y la había expulsado del firmamento de Dios, y en opinión de Starbuck el resultado había sido que su mundo era un lugar mejor y más luminoso.

—Puesto que estás de nuestro lado —dijo Thaddeus Bird desde la altura del estribo izquierdo de Starbuck—, ¿puedes adelantarte y ordenar a los hombres que se detengan al llegar a la zona despejada que me has prometido? Prefiero que no entremos en batalla como un rebaño de pecadores abrumados por el arrepentimiento.

Indicó a Starbuck que avanzara con un floreo de su pistola Le Mat.

Cuando Starbuck llegó a la cabeza de la columna, el sargento Truslow ya había ordenado a sus hombres salir del camino. La compañía K había llegado a la cresta de la loma en la que Starbuck había sido expulsado de la Legión por el coronel, y allí el bosque dejaba paso a una larga y suave pendiente de pastos, despejada de árboles. Truslow estaba alineando a sus hombres en dos filas, frente a una cerca de alambre colocada para impedir que las vacas salieran del prado y se perdieran en el bosque. El oficial al mando de la compañía K no aparecía por ninguna parte, pero Truslow no necesitaba oficiales. Necesitaba blancos sobre los que disparar.

—¡Aseguraos de que tenéis las armas cargadas! —gritó a sus hombres.

—¡Sargento! ¡Mire!

En el flanco derecho de la compañía, un hombre señalaba una horda de soldados vestidos con un uniforme extraño que había aparecido de pronto en el campo abierto, entre los árboles. Aquellos hombres vestían camisas rojas ablusadas, voluminosos pantalones blancos y negros embutidos en polainas blancas, y gorros rojos colgantes rematados por unas borlas azules. Era un regimiento de zuavos, uniformados al estilo de la famosa infantería ligera francesa.

—¡No les hagáis caso! —aulló Truslow—. ¡Esos payasos son de los nuestros! —Había visto la bandera confederada en el centro de aquellas tropas con sus estrambóticos uniformes—. ¡De frente! —gritó.

Más hombres de la Legión salían del camino y empezaban a formar a la derecha de la compañía de Truslow, mientras que los oficiales, sin saber muy bien qué era exactamente lo que estaba ocurriendo ni quién dirigía aquel repentino despliegue, hablaban excitados entre ellos en el límite del bosque. El mayor Bird gritó a los oficiales que se incorporaran a sus compañías, y luego volvió la vista a la derecha y vio que más tropas confederadas salían de entre los árboles para cubrir el amplio espacio entre la Legión y los brillantes uniformes de los zuavos. Los recién llegados iban vestidos de gris, y su llegada significaba que se estaba formando apresuradamente una línea defensiva en el límite norte del bosque, frente a una amplia franja de terreno despejado que descendía suavemente desde la alambrada dispuesta en zigzag, y pasando por una granja con su almiar, hasta el lugar donde otra zona arbolada ocultaba los vados de Sudley. La larga pendiente despejada parecía idónea para los rifles de los defensores, un campo de muerte iluminado por un sol despiadado.

En su caballo gris prestado, el coronel Evans se acercó al galope hasta donde la legión Faulconer se ocupaba todavía en formar sus filas.

—¡Buen trabajo, Boston! ¡Buen trabajo! —saludó a Starbuck, y luego dio más énfasis a su bienvenida yendo a colocar su caballo junto al de norteño y dándole una fuerte palmada en la espalda—. ¡Buen trabajo! ¿Está aquí el coronel Faulconer?

—No, señor.

—¿Quién está al mando?

—El mayor Bird. Junto a las banderas, señor.

—¡Bird! —Evans hizo dar un brusco giro a su caballo, de modo que los cascos removieron el suelo y lo salpicaron de pellas arrancadas de la hierba—. Tenemos que parar a los bastardos aquí. Esto tiene que convertirse en el infierno de los bastardos. —Su caballo se había detenido nervioso, piafando y tembloroso. Evans examinó la larga pendiente despejada encarada al norte—. Si vienen… —añadió, en voz baja. Su mano izquierda tamborileaba nerviosa en su muslo. El ayudante alemán con el «barrelito» de whisky fue a colocarse detrás del coronel, y lo mismo hicieron una docena de oficiales de su Plana Mayor y un abanderado que enarbolaba la bandera del palmito de Carolina del Sur—. Vienen hacia aquí dos cañones —dijo Evans a Bird—, pero no hay más infantería, de modo que con lo que tenemos habremos de apechugar con lo que venga hasta que Beauregard despierte y se entere de lo que está pasando. Esos fulanos tan vistosos —señaló a los zuavos con un gesto— son los Tigres de Luisiana de Wheat. Sé que parecen putas en un pícnic, pero Wheat dice que son unos hijos de puta fiables en una batalla. Los que están más cerca son el regimiento de Carolina del Sur de Sloan, y me consta que lucharán bien. Les he prometido a todos carne de yanqui para la cena. ¿Cómo están sus muchachos?

—Impacientes, señor, impacientes.

El mayor Bird, jadeante y sofocado después de la marcha a paso ligero, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello largo y ralo. Tras él, los sedientos hombres de la Legión vaciaban sus cantimploras.

—Vamos a enseñarles el infierno a esos bastardos comemierda, eso vamos a hacer —dijo Evans, y volvió a mirar hacia el norte, pero nada se movía en aquel paisaje desierto, ni siquiera un soplo de viento agitaba los árboles lejanos entre los que desaparecía el camino hacia los vados bajo la espesa cubierta de follaje. Se divisaba un pequeño grupo de hombres, mujeres y niños junto a la iglesia de Sudley, en lo alto de la colina que se alzaba a la izquierda del camino, y Evans supuso que eran feligreses que acudían a la iglesia solo para descubrir que el servicio de Dios había sido desplazado por la guerra. A la espalda de Evans, amortiguados ahora por la distancia, tronaban los cañones nordistas y hacían vibrar el aire caluroso e inmóvil. Evans había dejado solo a cuatro compañías incompletas en el puente de piedra, una fuerza muy débil para resistir un ataque decidido de los yanquis a lo largo del camino del portazgo, y de pronto sintió un miedo terrible de haber sido engañado y de que el anunciado ataque de flanco fuera una finta, una trampa, un espejismo para despojar el puente de piedra de sus defensores, de modo que los malditos yanquis podrían poner fin a la guerra con una sola acometida. ¿Y dónde diablos estaba Beauregard? ¿O los hombres del general Johnston, de los que corrían rumores de que habían llegado del valle del Shenandoah? «Por Cristo en la cruz —pensó Evans—, esta guerra es una agonía». Evans había combatido a los comanches en sus años de milicia, pero nunca se había visto obligado a una decisión tan precipitada como la que acababa de tomar, una decisión que dejaba el flanco norte del ejército confederado peligrosamente débil. ¿Le señalaría la Historia como el bobo cuya estupidez había brindado en bandeja una victoria fácil a los nordistas?

—¡Boston!

Evans se volvió en redondo en su silla de montar para mirar a Starbuck, ceñudo.

—Señor.

—No me has mentido, chico, ¿verdad?

Evans recordó el mensaje del espantapájaros e intentó convencerse de que había hecho lo correcto, pero Dios del cielo, ¿qué es lo que había hecho? Muy lejos, a su espalda, fuera de su campo de visión, más allá de los árboles y del camino del portazgo, tronaban las bombas al estallar en la tierra desierta que había dejado desguarnecida.

—¿Me has mentido, chico? —gritó a Starbuck—. ¿Me has mentido?

Pero Starbuck no respondió. Starbuck ni siquiera miraba al coronel de mirada feroz. Su vista estaba clavada en el extremo de la larga pendiente despejada, en los árboles lejanos por entre los cuales los nordistas empezaban por fin a aparecer. Fila tras fila de hombres con el sol arrancando destellos de las hebillas de sus cinturones y de los galones de sus gorras, de los cañones de sus rifles, de las vainas de sus sables y de las bocas pulidas de su artillería, para inundar de luz con su reflejo al ejército de los justos, venido a restaurar el gobierno de Dios en todo el país.

La trampa del Norte estaba tendida. Cuatro brigadas de infantería apoyadas por la mejor artillería de campaña de América del Norte habían penetrado en la desguarnecida retaguardia de las fuerzas rebeldes, hasta el lugar donde una improvisada fuerza sudista, dirigida por un deslenguado bebedor de whisky, era el único obstáculo que se interponía entre ellos y la victoria. Ahora bastaba solo una carga furiosa, y la rebelión de los esclavistas quedaría como una simple nota a pie de página de la historia, una anécdota para olvidar, una locura de verano que pasaría y se desvanecería como el humo bajo una súbita ventolera.

—Dios te bendiga, Boston —dijo Evans, porque, después de todo, Starbuck no le había mentido, y habría lucha.