Capítulo 7

Los amigos se encontraron, refrenaron sus monturas, hablaron los dos a la vez, se dieron las manos, rieron, volvieron a hablar, pero cada uno de ellos estaba demasiado repleto de noticias y del placer del reencuentro para hacer mucho caso de lo que decía el otro. Adam consiguió por fin hacer una observación inteligible:

—Pareces cansado.

—Lo estoy.

—Debo saludar a padre. Luego hablamos.

Adam picó espuelas para dirigirse hacia Washington Faulconer que, olvidado al parecer el fracaso de su incursión, irradiaba felicidad ante el regreso de su hijo.

—¿Cómo has vuelto? —gritó Faulconer mientras su hijo cabalgaba hacia él.

—No me dejaban embarcar en el Long Bridge de Washington, de modo que fui río arriba y pagué a un barquero cerca de Leesburg.

—¿Cuándo llegaste a casa?

—Ayer mismo.

Adam tiró de las riendas para recibir el abrazo de su padre. Fue evidente para todos que la felicidad de Washington Faulconer era completa. Su hijo había vuelto a casa, y en consecuencia la incertidumbre acerca de la lealtad de Adam quedaba resuelta. El buen humor del coronel incluyó a Starbuck y llegó hasta el extremo de pedirle perdón.

—Me ofusqué, Nate, tienes que perdonarme —dijo en voz baja a Nate cuando Adam fue a saludar a Murphy, Hinton y Truslow. Starbuck, demasiado incómodo por las disculpas del hombre mayor, no dijo nada.

—¿Vendrás a comer con nosotros en Seven Springs, Nate? —Faulconer malinterpretó el silencio de Starbuck y pensó que estaba molesto—. Me ofenderé si rehúsas.

—Por supuesto, señor. —Starbuck hizo una pausa, y por fin se tragó el sapo—. Y lamento haberle fallado, señor.

—No lo hiciste, no, de ninguna manera —se precipitó Faulconer a cortar las disculpas de Starbuck—. Me ofusqué, Nate. Nada más. Había puesto demasiadas esperanzas en esa incursión, y no fui capaz de prever que el mal tiempo podía dar al traste con todo. Ese fue todo el fallo, Nate, el tiempo. ¡Adam, ven aquí!

Adam había pasado buena parte de la mañana saludando a sus viejos amigos de la Legión, pero su padre insistió ahora en enseñar a su hijo otra vez todo el campamento, y Adam expresó de buen humor su admiración por las tiendas de campaña y las caballerizas alineadas, y por la cocina, el parque de carruajes y la tienda comunitaria para las reuniones.

Había ahora seiscientos setenta y ocho voluntarios en el campamento, casi todos procedentes de lugares situados en un radio que no excedía de media mañana a caballo desde Faulconer Court House. Habían sido distribuidos en diez compañías que eligieron a sus propios oficiales, aunque, como admitió Faulconer alegremente, había tenido que recurrir al soborno para asegurarse de que se elegía a los hombres más adecuados.

—Creo que utilicé cuatro barriles del mejor whisky montañés —confió Faulconer a su hijo—, para asegurarme de que no salieran elegidos Miller ni Patterson.

Cada compañía había elegido a un capitán y dos tenientes, y algunas también a un subteniente. Faulconer había nombrado a su propia plana mayor, con el veterano mayor Pelham como segundo en el mando y el egregio mayor Bird como su supervalorado escribiente.

—Intenté librarme de Bird, pero tu madre insistió tanto que no me dejó otra opción —confesó el coronel a Adam—. ¿Has visto a tu madre?

—Esta mañana, señor, sí.

—¿Y está bien?

—Ella dice que no.

—Por lo general, su salud mejora cuando yo estoy fuera… —dijo el coronel con un regocijo ácido—. Y estas son las tiendas de la plana mayor. —A diferencia de las tiendas en forma de campana de las compañías de infantería, las cuatro tiendas de la plana mayor eran amplias y con paredes laterales de obra, y cada una de ellas estaba equipada con suelo de tela impermeable, catres de campaña, sillas plegables, palangana, jofaina y una mesa plegable que podía guardarse en una bolsa de tela.

—Es la mía —señaló Faulconer con la mano la tienda más limpia—. La del mayor Pelham es la que está al lado. Pondré a Ethan y Pecker en esa otra, y Nate y tú podéis compartir la cuarta tienda. Supongo que es eso lo que deseáis…

Adam y Ridley habían sido nombrados capitanes, en tanto que Starbuck tenía el rango menor entre los oficiales, subteniente, y los tres jóvenes constituían lo que el coronel llamaba su «corps de aides». Su tarea, dijo a Adam, sería la de ser sus mensajeros, así como la de servirle de ojos y oídos en el campo de batalla. Su modo de explicarlo resultó bastante ominoso.

La Legión no solo constaba de la plana mayor y las diez compañías de infantería. Había una banda de música, una escuadra de abanderados, una unidad médica y una fuerza de caballería compuesta por cincuenta jinetes al mando de un capitán, que conformarían el cuerpo de exploradores de la Legión; además de la batería de dos cañones de bronce del calibre seis, ambos de veinte años de antigüedad y con el ánima lisa, que Faulconer había comprado a la Fundición Bowers de Richmond, donde las dos piezas habían ido a parar para ser fundidas y convertirse en armas nuevas. Faulconer mostró orgulloso a su hijo el par de cañones:

—¿No son maravillosos?

Las dos piezas eran realmente preciosas. Sus bocas de fuego de bronce habían sido bruñidas de tal modo que resplandecían al sol; los radios y las llantas de las ruedas estaban recién barnizados, y todos los accesorios, las cadenas, los cubos, los escobillones y los pernos habían sido o bien pulidos o repintados; pero incluso así, había aún algo inquietante en las dos armas. Su aspecto era demasiado sombrío para aquella mañana de verano, demasiado cargado de amenazas de muerte.

—No son la última palabra en cañones. —Faulconer tomó el silencio de su hijo como una crítica inexpresada—. Solo son Parrotts, y ni siquiera de ánima rayada, pero apuesto a que podemos alfombrar el campo con unos cuantos cadáveres yanquis con estas preciosidades. ¿No es así, Pelham?

—Si podemos conseguir munición para ellos, coronel.

El mayor Pelham, que acompañaba al coronel en su inspección, parecía bastante reticente.

—¡Conseguiremos munición! —Ahora que su hijo estaba de regreso del Norte, el coronel había recuperado todo su bullicioso optimismo—. Ethan nos encontrará munición.

—Todavía no nos ha enviado nada —respondió Pelham, lúgubre. El mayor Alexander Pelham era un hombre alto, flaco y canoso; a Starbuck, en los días anteriores a la incursión a caballo al noroeste, le había parecido continuamente malhumorado. Ahora Pelham esperó a que el coronel y su hijo se alejaran hasta donde no podían oírle, y volvió hacia Starbuck sus ojos legañosos.

—Lo mejor que puede ocurrir, teniente Starbuck, es que no encontremos nunca munición para esos cañones. Probablemente se partirán en dos si los disparamos. La artillería no es una ciencia para aficionados. —Resopló—. ¿De modo que la incursión salió mal?

—Fue decepcionante, señor.

—Sí, eso me ha contado Murphy.

El mayor Pelham sacudió la cabeza, como si desde el principio hubiera sabido que aquella aventura estaba condenada. Vestía su viejo uniforme de los Estados Unidos, que lució por última vez en la guerra de 1812: una guerrera de un azul desvaído con galones gastados, botones dorados sin brillo y correajes de cuero agrietados como el barro secado al sol. El sable era enorme, enfundado en una vaina negra. Hizo una mueca cuando la banda, que había estado practicando a la sombra de la tienda comunitaria de la Legión, empezó a tocar «My Mary-Anne».

—Llevan tocando eso toda la semana —gruñó—. Mary-Anne, Mary-Anne, Mary-Anne. Puede que consigamos hacer huir a los yanquis con esa pesadilla.

—A mí me gusta la melodía.

—Dejará de gustarle cuando la haya oído cincuenta veces. Tendrían que tocar marchas militares. Buenas y sólidas marchas, eso es lo que necesitamos. Pero ¿qué instrucción hacemos ahora? ¿Cuatro horas al día? Tendrían que ser doce, sin embargo el coronel no lo permite. Puede estar seguro de que los yanquis no vendrán a jugar al béisbol con nosotros. —Pelham hizo una pausa para escupir jugo de tabaco. Tenía una fe casi mística en la necesidad de una instrucción inacabable, y compartía ese credo con todos los veteranos de la Legión, en contra de la opinión del coronel, convencido aún de que un exceso de instrucción de orden cerrado mataría el entusiasmo de sus voluntarios—. Espere a ver el elefante —dijo Pelham—, y entonces sabrá el porqué de tanta instrucción.

Starbuck sintió su reacción acostumbrada a la idea de ver el elefante. Primero una pulsión de puro miedo, tan palpable como un escalofrío líquido que brotara del corazón; luego una sensación de euforia que parecía venir de la cabeza más que del corazón, como si la simple resolución fuera capaz de superar el terror y crear a partir de la batalla un éxtasis vigoroso. Después, venía el conocimiento inquietante de que nada podía darse por descontado, ni el terror ni el éxtasis, hasta haber experimentado el misterio de la batalla. La impaciencia de Starbuck por comprender ese misterio se mezclaba con el deseo de retrasar la confrontación, y su afán con un ferviente deseo de que esa batalla nunca tuviera lugar. Todo resultaba muy confuso.

Adam, liberado de la compañía de su padre, volvió a caballo a donde le esperaba Starbuck.

—Vamos al río y nadaremos un poco.

—¿Nadar? —Starbuck temió que esa actividad representara una nueva afición en la vida de Adam.

—¡Nadar es saludable! —La impaciencia de Adam confirmó los temores de Starbuck—. ¡He hablado con un doctor que asegura que zambullirse en el agua prolonga la vida!

—Tonterías.

—¡Te desafío a una carrera!

Adam picó espuelas y se alejó al galope. Starbuck le siguió más despacio en su yegua fatigada, y Adam rodeó la ciudad por senderos conocidos desde la infancia que acabaron por llevarlos a una zona ajardinada que Starbuck supuso que formaba parte de la finca de Seven Springs. Cuando Starbuck llegó a la orilla del río, Adam ya se estaba desvistiendo. El agua estaba límpida, flanqueada por árboles y reluciente al sol primaveral.

—¿Qué doctor? —preguntó Starbuck a su amigo.

—Se llama Wesselhoeft. Fui a visitarlo en Vermont, por cuenta de mi madre, por supuesto. Recomienda una dieta de pan moreno y leche, e inmersiones frecuentes en lo que llama un sitz-bad.

—¿Un baño de asiento?

Sitz-bad, por favor, querido Nate. Suena mejor en alemán, como todos los tratamientos. Hablé a madre del doctor Wesselhoeft, y me ha prometido que seguirá todas sus instrucciones. ¿Vienes?

Adam no esperó la respuesta y se zambulló desnudo en el río. Reapareció gritando, sin duda como reacción a la temperatura del agua.

—¡No se calienta de verdad hasta entrado el mes de julio! —explicó.

—Creo que me conformo con mirarte.

—No seas absurdo, Nate. Yo creía que los de Nueva Inglaterra erais personas audaces.

—Pero no temerarias —matizó Starbuck, y pensó en lo bueno que era estar de nuevo en compañía de Adam. Habían estado separados varios meses, pero desde el mismo momento en que volvieron a verse fue como si no hubiera pasado el tiempo.

—¡Entra de una vez, cobarde! —gritó Adam.

—Dios mío. —Starbuck se sumergió en aquella limpidez gélida y emergió gritando como antes lo había hecho Adam—. ¡Está helada!

—¡Pero es saludable! Wesselhoeft recomienda un baño de impresión todas las mañanas.

—¿No hay en Vermont manicomios para locos así?

—Probablemente —rio Adam—, pero Wesselhoeft está muy sano y tiene mucho éxito.

—Prefiero morir joven antes que pasar tanto frío todos los días.

Starbuck salió a la orilla y se tendió en la hierba bajo la caricia templada del sol. Adam se colocó a su lado, animado.

—¿Y qué pasó en la incursión?

Starbuck lo contó, pero se ahorró los detalles del mal humor de Faulconer en el viaje de vuelta. En cambio convirtió la aventura en un episodio cómico, una retahíla de errores de la que nadie salió herido ni se perjudicó a nadie. Acabó diciendo que no creía que la guerra resultase mucho más seria de lo que había sido la incursión.

—Nadie quiere una guerra de verdad, Adam. ¡Esto es América!

Adam se encogió de hombros.

—El Norte no va a dejarnos sueltos, Nate. La Unión es demasiado importante para ellos. —Hizo una pausa—. Y para mí.

Starbuck no contestó. En la otra orilla del río pastaba un rebaño de vacas, y en el silencio reinante el ruido de sus dientes al ramonear la hierba sonaba sorprendentemente alto. Las esquilas emitían un son plañidero, que se amoldaba bien al humor melancólico de Adam.

—Lincoln ha reunido a setenta y cinco mil voluntarios —dijo.

—Eso he oído.

—Y los periódicos del Norte dicen que en junio estarán dispuestos tres veces más hombres.

—¿Te asustan los números? —preguntó Starbuck injustamente.

—No, me asusta lo que los números significan, Nate. Me asusta ver a América hundirse en la barbarie. Me asusta ver a locos correr aullando a la batalla solo por el gusto de pelear. Me asusta ver a nuestros compatriotas convertirse en los cerdos de Gerasa del siglo XIX. —Adam dirigió la mirada al otro lado del río, a las colinas lejanas repletas de hojas nuevas y de flores—. ¡La vida es tan buena! —dijo al cabo de un rato, con una intensa tristeza.

—La gente lucha para hacerla mejor —dijo Starbuck. Adam se echó a reír.

—No seas absurdo, Nate.

—¿Para qué luchan, si no?

Adam extendió las manos, como para sugerir que había mil respuestas, y ninguna de ellas significativa.

—Los hombres luchan porque son demasiado orgullosos y demasiado estúpidos para admitir que están equivocados —dijo finalmente—. No me preocupa lo que cueste, Nate, pero tenemos que sentarnos, convocar una convención y hablar de todo esto sin restricciones. ¡No importa que nos lleve un año, dos años, cinco años! Hablar tiene que ser mejor que pelear. ¿Y qué va a pensar Europa de nosotros? Llevamos años diciendo que América es el más noble, el mejor experimento de la historia, ¡y ahora vamos a partirla en dos! ¿Por qué? ¿Por los derechos de los Estados? ¿Para preservar la esclavitud?

—Tu padre no ve las cosas igual que tú —dijo Starbuck.

—Ya conoces a padre —dijo Adam con cariño—. Siempre ha visto la vida como un juego, madre dice que nunca ha crecido.

—¿Y en cambio tú has crecido antes de tiempo? —sugirió Starbuck.

Adam se encogió de hombros.

—No puedo tomarme las cosas a la ligera. Desearía poder hacerlo, pero no puedo. Y no puedo tomarme con tranquilidad una tragedia, por lo menos no esta tragedia. —Señaló con un gesto las vacas, como si quisiera poner por testigos a aquellos animales inocentes y pacíficos del espectáculo de América precipitándose de cabeza a la guerra—. Pero ¿qué me cuentas de ti? —Se volvió a Starbuck—. Me han dicho que tienes problemas.

—¿Quién te lo ha dicho? —Starbuck se sintió incómodo de inmediato. Alzó la cabeza hacia las nubes, incapaz de sostener la mirada de su amigo.

—Mi padre, por supuesto. Me escribió para que fuera a Boston e intentara congraciarte con tu padre.

—Me alegro de que no lo hicieras.

—Pues sí que lo hice. Pero tu padre no quiso recibirme. Sin embargo, sí le oí predicar. Fue terrible.

—Lo es, por lo general —dijo Starbuck, mientras en su interior se preguntaba por qué razón había querido Washington Faulconer que Adam fuera a mediar con el reverendo Elial. ¿Sería que Faulconer quería librarse de él?

Adam arrancó una hoja de hierba y la hizo pedazos entre sus dedos cuadrados y eficientes.

—¿Por qué lo hiciste?

Starbuck, que había estado tendido boca arriba, se avergonzó de pronto de su desnudez, de modo que se dio la vuelta y se quedó mirando los tréboles y la hierba.

—¿Lo de Dominique? Por lujuria, supongo.

Adam frunció el ceño, como si la palabra le resultara desconocida.

—¿Lujuria?

—Me gustaría poder describirlo. Resulta abrumador. En un momento dado todo es normal, como un barco en un mar en calma, y de pronto sopla un viento enorme venido de ninguna parte, un viento enorme, excitante y estruendoso, que no puedes evitar, has de dejarte arrastrar por él. —Se detuvo, insatisfecho de la metáfora—. Es el canto de las sirenas, Adam. Sé que no está bien, pero no puedo luchar contra él.

Starbuck se acordó de pronto de Sally Truslow, y el recuerdo de su belleza le dolió tanto que se estremeció. Adam interpretó ese temblor como una prueba de arrepentimiento.

—Tienes que pagar a ese hombre… Trabell, ¿no es eso?

—Oh sí. Por supuesto que he de hacerlo. —Esa necesidad gravitaba pesadamente sobre la conciencia de Starbuck, por lo menos cuando se permitía a sí mismo recordar el robo del dinero del mayor Trabell. Hasta hacía pocas horas, cuando todavía hacía planes para regresar al Norte, había llegado a convencerse a sí mismo de que lo que más deseaba era devolver a Trabell su dinero, pero ahora, con Adam en casa, lo que más deseaba Starbuck era quedarse en Virginia—. Me gustaría saber cómo —dijo con aire vago.

—Creo que tendrías que volver a tu casa —sugirió Adam con firmeza—, y arreglar las cosas con tu familia.

Starbuck se había pasado los dos últimos días dándole vueltas precisamente a esa misma idea, pero ahora se apresuró a poner reparos.

—No conoces a mi padre.

—¿Cómo puede un hombre tener miedo de su propio padre, y en cambio disponerse a ir a la batalla sin ningún temor?

Starbuck sonrió en reconocimiento de lo justo de aquel razonamiento, pero sacudió la cabeza.

—No quiero volver a casa.

—¿Siempre hemos de hacer lo que queremos? También existen el deber y las obligaciones.

—Puede que las cosas no se torcieran cuando conocí a Dominique —dijo Starbuck, soslayando las firmes palabras de su amigo—. Puede que se torcieran cuando fui a Yale. O cuando accedí a ser bautizado. Nunca me he sentido cristiano, Adam. No debí dejar que mi padre me bautizara. Nunca debí dejar que me enviara al seminario. He estado viviendo una mentira. —Recordó sus oraciones delante de la tumba de una mujer muerta, y enrojeció—. No creo haberme convertido nunca. No soy un auténtico cristiano.

—¡Claro que lo eres! —Adam se sentía desconcertado por la apostasía de su amigo.

—No —insistió Starbuck—. Deseaba serlo. He visto a otros hombres convertidos. He visto su felicidad, y el poder del Espíritu Santo que irradiaba de ellos, pero nunca he experimentado la misma cosa. Quería, siempre lo he querido… —Hizo una pausa. No podía pensar en otra persona a la que hablar así, solo Adam. El buen y honesto Adam, que era como Leal para el Cristiano de Bunyan—. Dios mío, Adam —siguió diciendo Starbuck—, ¡cuánto he rezado para obtener la conversión! ¡La he suplicado! Pero nunca la he sentido. Pienso que tal vez si me salvara, si renaciera, tendría fuerzas para resistirme a la lujuria, pero no las tengo y no sé dónde encontrarlas.

Era una confesión sincera, patética. Había sido educado para creer que nada en su vida entera, ni siquiera la misma vida, era tan importante como la necesidad de la conversión. La conversión, le habían inculcado a Starbuck, era el momento de nacer de nuevo en Cristo, el instante milagroso en el que un hombre recibía a Jesucristo en su corazón como su Señor y su Salvador, y si un hombre permitía que ocurriera esa maravillosa presencia, nada sería lo mismo a partir de entonces porque toda la vida y toda la eternidad posterior se transmutarían en una existencia dorada. Sin salvación, la vida no era nada más que pecado, infierno y remordimiento; con ella era alegría, amor y el cielo para la eternidad.

Pero Starbuck nunca había encontrado ese momento de conversión mística. Nunca había experimentado esa alegría. Había simulado sentirla, porque esa simulación era el único modo de satisfacer la insistencia de su padre en la salvación, pero toda su vida había sido una mentira desde aquel disimulo.

—Hay algo peor aún —confesó ahora a Adam—. Empiezo a sospechar que la salvación real, la felicidad real, no reside en la experiencia de la conversión, sino, muy al contrario, en abandonar esa idea. Puede que solo consiga ser feliz si rechazo toda esa parafernalia.

—Dios mío —dijo Adam, horrorizado ante la mera idea de tanta impiedad. Pensó durante unos segundos—. No creo —añadió, hablando muy despacio— que la conversión dependa de una influencia exterior. No puedes esperar un cambio mágico, Nate. La verdadera conversión surge de una decisión interior.

—¿Quieres decir que Cristo no tiene nada que ver con ella?

—Por supuesto que sí que tiene que ver, pero no puede hacer nada a menos que tú le invites. Tienes que liberar su poder.

—¡No puedo!

La protesta fue casi un lamento, el grito de angustia de un joven desesperado por librarse de las tensiones de la lucha religiosa, una lucha que enfrentaba a Cristo y a su propia salvación con la tentación de Sally Truslow y de Dominique, y de todas las demás delicias prohibidas y maravillosas que parecían desgarrar en dos el alma de Starbuck.

—Tendrías que empezar por volver a casa —dijo Adam—. Es tu deber.

—No voy a volver a casa —dijo Starbuck, ignorando por completo su reciente decisión de hacer precisamente eso—. No encontraré a Dios en casa, Adam. Necesito ser yo mismo.

Eso no era cierto. Starbuck, ahora que su amigo había vuelto a Faulconer Court House, quería quedarse en Virginia porque el verano, que le había parecido tan amenazador cuando hubo de soportar el disgusto de Washington Faulconer, de pronto le traía de nuevo promesas de felicidad dorada.

—Y tú —volvió Starbuck a preguntar a su amigo—, ¿por qué estás aquí? ¿Por deber?

—Supongo que sí. —La pregunta pareció incomodar a Adam—. Supongo que todos buscamos el hogar cuando las cosas van mal. Y van mal, Nate. El Norte va a invadirnos.

Starbuck sonrió.

—Entonces les echaremos, Adam, y así se acabará todo. ¡Una batalla! Una batalla corta y dulce. Una victoria, y luego la paz. Tendrás tu convención entonces, tendrás probablemente todo lo que deseas, pero antes has de librar una batalla.

Adam sonrió. Le pareció que para su amigo Nate solo existían las sensaciones, no el pensamiento que Adam consideraba su propia piedra de toque. Adam creía que la verdad de todas las cosas, desde la esclavitud hasta la salvación, podía deducirse a partir de la razón, mientras que a Starbuck, ahora se daba cuenta, solo lo movían las emociones. En algunos aspectos, pensó Adam sorprendido, Starbuck se parecía a su padre, el coronel.

—Yo no voy a librar esa batalla —dijo Adam después de una larga pausa—. No voy a luchar.

Fue el turno de Starbuck de escandalizarse.

—¿Lo sabe tu padre?

Adam sacudió la cabeza, sin decir nada. Al parecer también él temía la desaprobación de su padre.

—Entonces, ¿por qué has vuelto? —preguntó Starbuck.

Adam calló durante largo rato.

—Creo —dijo por fin— que porque sabía que nada de lo que pudiera decir servía ya de nada. Nadie prestaba oídos a la razón, solo a la pasión. La gente que yo creí que deseaba la paz resultó desear aún más la victoria. Fort Sumter les hizo cambiar, ya ves. No importó que nadie muriera allí, el bombardeo les demostró que los Estados esclavistas nunca se avendrían a razones, y exigieron que yo sumara mi voz a sus peticiones, y esas peticiones ya no apuntaban a la moderación, sino a la destrucción de todo esto. —Señaló con un amplio gesto la hacienda de Faulconer, los dulces campos con árboles cargados de frutos—. Querían que yo atacara a padre y a sus amigos, y yo me negué a hacerlo. De modo que me volví a mi casa.

—¿Y no lucharás?

—No pienso hacerlo.

Starbuck frunció el ceño.

—Eres más valiente que yo, Adam, por Dios que lo eres.

—¿Lo soy? Yo nunca me habría atrevido a fugarme con una, con una… —Adam calló, incapaz de encontrar una palabra delicada para describir a la muy indelicada Dominique—. No me habría atrevido a arriesgar toda mi vida por un antojo.

Consiguió que aquello pareciera admirable, en lugar de vergonzoso.

—No fue más que una estupidez —confesó Starbuck.

—¿Y nunca volverás a cometerla? —preguntó Adam con una sonrisa, y Starbuck pensó en Sally Truslow y no dijo nada. Adam arrancó una hoja de hierba y la retorció entre sus dedos—. ¿Y qué piensas que debería hacer yo?

¿De modo que, después de todo, Adam aún no había tomado una decisión? Starbuck sonrió.

—Te diré exactamente lo que tienes que hacer. Tan solo seguir a tu padre. Juega a los soldados, disfruta del campamento, pasa un verano maravilloso. La paz llegará, Adam, puede que después de una batalla, pero la paz llegará, y llegará pronto. ¿Por qué arruinar la felicidad de tu padre? ¿Qué ganarás haciéndolo?

—¿Sinceramente? —sugirió Adam—. He de vivir conmigo mismo, Nate.

A Adam le resultaba difícil vivir consigo mismo, como Nate sabía muy bien. Adam era un joven de carácter firme y muy exigente, sobre todo consigo mismo. Podía perdonar las debilidades de otros, pero no las consentía en su propio carácter.

—¿Por qué has vuelto entonces? —siguió atacando Starbuck—. ¿Solo para alimentar las esperanzas de tu padre y luego decepcionarle? Dios mío, Adam, hablas de mi deber para con mi padre, ¿y el tuyo? ¿Vas a predicarle? ¿A romperle el corazón? ¿Por qué estás aquí? ¿Esperas que tus arrendatarios y tus vecinos luchen, pero tienes la intención de sentarte a ver la batalla de lejos por tus escrúpulos? Dios mío, Adam, habrías hecho mejor quedándote en el Norte.

Adam dejó pasar un largo rato antes de responder:

—Estoy aquí porque soy débil.

—¡Débil!

Era la última cualidad que Starbuck habría asignado a su amigo.

—Porque tienes razón: no puedo decepcionar a mi padre. Porque sé qué quiere de mí, y no me parece tan difícil dárselo. —Adam sacudió la cabeza—. Es un hombre tan generoso, y se siente decepcionado tan a menudo por la gente. Me gustaría de verdad hacerle feliz.

—Entonces, por el amor de Dios, ponte el uniforme, juega a los soldados y reza porque haya paz. Además —añadió Starbuck, en un tono deliberadamente más ligero—, no puedo soportar la idea de un verano sin tu compañía. ¿Puedes imaginarme solo con Ethan, como únicos ayudantes de tu padre?

—¿No te gusta Ethan? —Adam había detectado disgusto en el tono de voz de Starbuck, y pareció sorprenderse.

—Creo que yo no le gusto a él. Le gané cincuenta pavos en una apuesta y no me lo ha perdonado.

—Es muy quisquilloso con el dinero —asintió Adam—. De hecho, a veces me pregunto si no es el dinero la verdadera razón por la que quiere casarse con Anna, pero esa es una sospecha muy rastrera, ¿no te parece?

—¿Lo es?

—Claro que lo es.

Starbuck recordó que Belvedere Delaney había expresado la misma conjetura, pero no lo mencionó. En cambio, preguntó:

—¿Por qué quiere Anna casarse con Ethan?

—Solo quiere escapar —dijo Adam—. ¿Puedes imaginarte la vida en Seven Springs? Ve el matrimonio como su billete a la libertad.

De pronto, Adam se levantó de un salto y se precipitó a ponerse los pantalones; sus prisas se debían a que se acercaba un pequeño dócar guiado por la propia Anna.

—¡Es Anna, viene hacia aquí! —advirtió a Starbuck que, como su amigo, se puso a toda prisa los pantalones y la camisa, y se estaba colocando las botas altas cuando Anna detuvo el carricoche. El dócar iba escoltado por tres ruidosos spaniels que ahora saltaron excitados hacia Adam y Starbuck.

Anna, protegida del sol por una amplia sombrilla con reborde de encaje, miró con reproche a su hermano:

—Llegas tarde a comer, Adam.

—Dios mío, ¿es ya la hora?

Adam revolvió sus ropas arrugadas en busca de su reloj. Uno de los spaniels se puso a lamerle por todas partes, mientras los otros dos bebían ruidosamente agua del río.

—La verdad es que no importa mucho que te hayas retrasado —dijo Anna—, porque ha habido problemas en el campamento.

—¿Qué problemas? —preguntó Starbuck.

—Truslow ha descubierto que su yerno se alistó en la Legión mientras él estaba fuera. ¡Y le ha dado una paliza!

Anna parecía escandalizada ante tanta violencia.

—¿Ha pegado a Decker?

—¿Se llama así? —preguntó Anna.

—¿Qué le ha pasado a la esposa de Decker? —preguntó Starbuck con una ansiedad un poco excesiva.

—Os lo contaré mientras almorzamos. Ahora, ¿por qué no acaba de vestirse, señor Starbuck? Puede atar su caballo cansado a la trasera del coche y volver a casa conmigo. Así podrá sostenerme la sombrilla y contarme la incursión. Quiero saberlo todo.

* * *

Ethan Ridley llevó a Sally Truslow a Paños y Sombreros Muggeridge’s, en Exchange Alley, y allí le compró una sombrilla de indiana estampada a juego con su vestido de batista de color verde pálido. Ella llevaba también un flamante chal rayado de cachemir, medias de hilo, un sombrero de ala ancha con lirios bordados en seda, botines blancos y guantes de encaje. En la mano sostenía un pequeño bolso con adornos de abalorios y, en rudo contraste, su viejo bolso de tela.

—Deja que te tenga yo el bolso —dijo Ridley. Sally quería probarse un sombrero de lino de ala rígida con un velo de muselina.

—Cuídalo bien —dijo Sally, que le entregó el bolso a regañadientes.

—Claro que sí.

El bolso pesaba bastante, y Ridley se preguntó si habría una pistola allí dentro. El propio Ridley llevaba un arma a la cadera como parte de su uniforme gris ribeteado de amarillo de la Legión Faulconer; el sable pendía de su costado izquierdo, y el revólver del derecho. Sally giró en redondo delante del espejo de pie, para admirar el sombrero.

—Es precioso —dijo.

—Te sienta de maravilla —la piropeó Ridley, pero lo cierto es que había encontrado su compañía cada vez más pesada en los últimos días. No tenía educación, no tenía ingenio ni sutileza. Lo que tenía era el rostro de un ángel, el cuerpo de una puta, y su bastardo en la tripa. También la embargaba la desesperación por escapar del mundo estrecho de la incómoda cabaña de su padre, pero a Ridley le preocupaba demasiado su propio futuro para comprender el punto de vista de Sally. No veía sus esfuerzos por huir de un pasado insoportable, sino solo su determinación para apoderarse de lo que deseaba. La despreciaba. De noche, su pasión hacía que no deseara otra cosa que estar con aquella mujer, pero de día, obligado a soportar sus simplezas y su voz chillona, lo único que quería era librarse de ella. Y hoy iba a librarse de ella, pero antes era necesario amansarla con mimos.

La llevó a la Joyería Lascelles en la calle Ocho, y allí escuchó las quejas irritadas del propietario sobre el proyecto de tender una línea férrea directamente frente al escaparate de su tienda. La línea, que bajaría por la calle en cuesta, conectaría el trazado del ferrocarril de Richmond, Fredericksburg y Potomac con el de Richmond y Petersburg, de modo que los suministros militares circularían a través de la ciudad en tren, sin necesidad de hacerlo cargados en carros tirados por caballos.

—Pero ¿acaso han pensado en las consecuencias para el comercio, capitán Ridley? ¿Lo han hecho? ¡No! ¿Y quién comprará joyas de calidad con las locomotoras echando humo ante mi puerta? ¡Es ridículo!

Ridley compró a Sally un collar de filigrana lo bastante vistoso para que le gustase, y no tan caro que ofendiera su sentido del ahorro. También compró un anillo de oro apenas más grueso que el aro de una cortina, que guardó en el bolsillo de su uniforme. Las compras, incluidos la sombrilla y el sombrero de lino, le costaron catorce dólares, y el filete de buey del almuerzo en el Spotswood House un dólar con treinta. Se trataba de conseguir que Sally se confiara, y el precio valía la pena si ella marchaba dócilmente al destino, cualquiera que fuere, que la esperaba. Pidió vino para ella con la comida, y una copa de brandy después. Ella quiso también un cigarro, sin que le preocupara que ninguna otra mujer fumara en el restaurante.

—Siempre me han gustado los cigarros. Ma fumaba en pipa, pero a mí me gustan más los cigarros. —Fumaba satisfecha, ignorando las miradas divertidas de los demás comensales—. Esto es estupendo.

Se había lanzado sobre el lujo como un gato hambriento sobre un plato de leche.

—Te acostumbrarás a sitios como este —dijo Ridley. Estaba recostado en su sillón, con una pierna calzada con bota alta indolentemente apoyada en el radiador apagado situado debajo de la ventana, que daba al patio del hotel. Su sable, enfundado en la vaina, pendía del tahalí colgado de la válvula del radiador—. Voy a convertirte en una dama —le mintió—. Te enseñaré cómo habla una dama, cómo se comporta, cómo come y baila, cómo lee, cómo se viste… Voy a hacer de ti una gran dama.

Ella sonrió. Ser una gran dama era el sueño de Sally. Se imaginaba a sí misma envuelta en sedas y encajes, recibiendo en un salón como el de la casa de Belvedere Delaney… no, en un salón más grande todavía, un salón enorme, un salón con riscos por paredes y la bóveda del cielo por techo, y con muebles dorados y agua caliente todo el día.

—¿De verdad vamos a buscar una casa esta tarde? —preguntó, pensativa—. Estoy harta de la señora Cobbold.

La señora Cobbold era la patrona de la pensión de Monroe Street, y sospechaba la relación que unía a Ridley con Sally.

—No vamos a buscar una casa —la corrigió Ridley—, sino unas habitaciones. Mi hermano conoce algunas que se alquilan.

—Habitaciones.

La palabra no pareció gustarle.

—Habitaciones grandes. Con techos altos, alfombras. —Ridley movió las manos en un gesto que sugería opulencia—. Un lugar en el que puedas vivir con tus propios negros.

—¿Podré tener un negro? —preguntó ella excitada.

—Dos —adornó Ridley su promesa—. Tendrás una sirvienta y un cocinero. Luego, por supuesto, cuando llegue el niño, podrás tener además una niñera.

—Quiero un coche, también. Uno como ese. —Señaló a través de la ventana un coche de cuatro ruedas con una caja de diseño elegante sujeta por muelles recubiertos de cuero, y con una capota de lona negra plegada hacia atrás que permitía ver el interior tapizado de capitoné escarlata. El carruaje iba tirado por cuatro caballos bayos a juego. Un cochero negro estaba sentado en el pescante, mientras otro negro, esclavo o criado, ayudaba a una mujer a subir.

—Es una calesa —le dijo Ridley.

—Calesa. —Sally probó la palabra y le gustó.

Un hombre alto de aspecto cadavérico subió a la calesa detrás de la mujer.

—Y ese —dijo Ridley a Sally—, es nuestro presidente.

—¡Ese flaco! —Se inclinó hacia adelante para examinar a Jefferson Davis que, con su sombrero alto en la mano, permanecía de pie en el coche mientras concluía su conversación con dos hombres que se habían quedado en los escalones del hotel. Acabada la charla, el presidente Davis tomó asiento frente a su esposa, y se encasquetó en la cabeza el reluciente sombrero.

—¿De verdad es Jeff Davis? —preguntó Sally.

—El mismo. Se hospeda en el hotel, a la espera de que le encuentren una casa.

—Poco que pensé nunca que vería a un presidente —dijo Sally, y miró con los ojos abiertos de par en par cómo la calesa daba la vuelta al patio y pasaba traqueteando bajo el arco que daba a Main Street. Sally sonrió a Ridley—. Te esfuerzas mucho por ser amable conmigo, ¿verdad? —dijo, como si Ridley en persona hubiera arreglado las cosas de modo que el presidente provisional de los Estados Confederados de América desfilara delante de Sally.

—Lo intento con todas mis fuerzas —dijo él, y a través de la mesa acarició la mano izquierda de ella, la atrajo hacia sí y besó sus dedos—. Y voy a seguir intentándolo —añadió—, para que siempre seas feliz.

—Y el niño.

Sally empezaba a sentirse maternal.

—Y nuestro niño —dijo Ridley, a pesar de que las palabras casi se le atravesaron en la garganta. Pero consiguió sonreír, y luego sacó el nuevo anillo de oro del bolsillo, lo extrajo de la bolsita de piel en la que estaba guardado y lo colocó en el dedo anular de ella—. Debes llevar un anillo de boda —explicó. Sally se había puesto el antiguo anillo de plata en la mano derecha, y por tanto la izquierda estaba libre.

La joven examinó el efecto del pequeño anillo de oro en su dedo, y se echó a reír.

—¿Esto quiere decir que estamos casados?

—Quiere decir que le parecerás respetable a un terrateniente —dijo él, y tomándole la mano derecha tiró del anillo de plata, que chocó con el nudillo.

—¡Ten cuidado!

Sally quiso retirar la mano, pero Ridley se la sujetó con firmeza.

—Voy a hacer que lo limpien —dijo. Sacó el anillo y lo metió en la bolsita de piel—. Lo cuidaré bien —prometió, aunque la verdad es que se le había ocurrido que aquel anillo antiguo sería un buen recuerdo de Sally—. ¡Ahora ven! —Echó una ojeada al gran reloj colocado encima del aparador tallado—. Hemos de reunirnos con mi hermano.

Pasearon al sol primaveral, y la gente que les vio pensó que hacían buena pareja: un oficial sudista bien parecido y su hermosa y grácil novia, que con las mejillas coloreadas por el vino reía al lado de su hombre. Sally llegó incluso a dar unos pasos de baile al pensar en la felicidad que iban a brindarle los próximos meses. Sería una dama respetable, con sus propios esclavos, y viviría en el lujo. Cuando Sally era pequeña, su madre le hablaba a veces de las casas elegantes de los ricos y de cómo había velas en todas las habitaciones y colchones de plumas en todas las camas, y que comían en platos dorados y no sabían lo que era pasar frío. Su agua no venía de un arroyo que se helaba en invierno, sus camas no tenían piojos y sus manos nunca se agrietaban ni se hinchaban como las de Sally. Ahora ella quería vivir exactamente así.

—Robert me decía que solo sería feliz si dejaba de soñar —confió a su amante—. ¡Si pudiera verme ahora!

—¿Le has dicho que venías aquí? —preguntó Ridley.

—¡Claro que no! No quiero volver a verle nunca. No hasta que sea una gran dama, y entonces le dejaré abrir la puerta de mi coche y ni siquiera sabrá quién soy. —Se echó a reír al pensar en esa dulce venganza por su anterior miseria—. ¿Es ese el cochero de tu hermano?

Habían llegado a la esquina de Cary Street con la Veinticuatro. Era un barrio sombrío, próximo al ferrocarril de York River, que circulaba entre la calle adoquinada y la orilla rocosa del río. Ridley había explicado a Sally que su hermano tenía negocios en esa parte de la ciudad, y que por esa razón se veían obligados a cruzar sus calles. Ahora, a punto ya de librarse de la muchacha, sintió una punzada de remordimiento. Su compañía esa tarde había sido alegre y fácil, su risa natural, y las miradas de los otros hombres en la calle revelaban una envidia lisonjera. Ridley pensó entonces en las ambiciones tan poco realistas de Sally y en la amenaza que representaba, y endureció su corazón para lo inevitable.

—Ese es su carruaje —dijo, suponiendo que aquel coche grande, feo y con las cortinillas corridas era en efecto el de Delaney, aunque no había la menor señal de la presencia del propio Delaney. En cambio, había un negro en el pescante, y dos caballejos flacos de lomos hundidos con unos arreos raídos.

El negro miró a Ridley.

—¿Usted señor Ridley, massa?

—Sí.

Ridley notó que las manos de Sally se aferraban temerosas a su brazo.

El negro dio dos golpes con los nudillos en el techo del coche, y la portezuela de las cortinas corridas se abrió dejando a la vista a un hombre blanco delgado, de edad mediana, con la dentadura mellada, el pelo sucio y un ojo desviado.

—Señor Ridley. ¿Y usted debe de ser la señorita Truslow?

—Sí.

Sally estaba nerviosa.

—Bienvenida, señora. Bienvenida.

Aquel tipo feo saltó al suelo desde el interior del carruaje y saludó a Sally con una profunda inclinación.

—Me llamo Tillotson, señora, Joseph Tillotson, y soy su servidor, señora, su más humilde servidor. —Levantó la vista desde su posición inclinada, parpadeó asombrado ante su belleza, y pareció relamerse por anticipado mientras extendía la mano en un amplio gesto para invitarla a entrar en el coche—. Tenga la bondad, querida señora, de subir al coche, y yo con un toque mágico lo convertiré en una carroza dorada digna de una princesa tan hermosa como usted.

Ahogó una risita provocada por su propio ingenio.

—Este no es tu hermano, Ethan.

Sally se mostraba suspicaz y aprensiva.

—Vamos a reunirnos con él, señora, por cierto que sí —dijo Tillotson, y le dedicó de nuevo su grotesca reverencia.

—¿Tú vienes, Ethan? —dijo Sally, todavía agarrada al brazo de su amante.

—Desde luego —tranquilizó Ethan a Sally, y la convenció de que caminara hasta el coche mientras Tillotson desplegaba un estribo con un par de peldaños cubiertos por una alfombrilla raída.

—Deme su sombrilla, señora, y permítame ayudarla.

Tillotson tomó la sombrilla de Sally, y luego extendió la mano para alzarla al oscuro interior, que olía a rancio. Las ventanillas del coche estaban cubiertas por cortinas de cuero que habían sido bajadas y clavadas al antepecho. Ridley se acercó al coche, inseguro acerca de lo que iba a pasar después, pero Tillotson lo empujó a un lado sin miramientos, plegó el estribo y saltó a ciegas al interior oscuro del carruaje.

—¡Ya la tengo, Tommy! —gritó al cochero—. ¡Adelante!

Tiró a la calle la sombrilla recién adquirida, y cerró de golpe la portezuela.

—¡Ethan! —La voz de Sally se alzó en un tono de protesta patética mientras el grueso cochero iniciaba la marcha. Luego volvió a gritar, más fuerte—: ¡Ethan!

Se oyó el chasquido de una bofetada, un grito ahogado, y luego el silencio. El cochero negro hizo restallar el látigo, y las llantas de hierro de las ruedas rechinaron contra los adoquines al doblar el coche la esquina. Así se libró Ridley de su «súcuba»; tuvo remordimientos, por lo patético de la voz de ella en aquel último grito desesperado, pero sabía que no le quedaba otra alternativa. De hecho, se dijo a sí mismo, todo aquel desgraciado asunto había sido culpa de Sally, porque fue ella la que se metió en problemas, ella, que no valía más que para una sola cosa, pero ahora había desaparecido, y se dijo a sí mismo que había sido para bien.

Todavía tenía en las manos el pesado bolso de Sally. Lo abrió y no encontró dentro ninguna pistola, sino solo los cien dólares de plata que le había pagado para comprar su silencio. Cada moneda había sido envuelta por separado en un pedazo de papel de arroz de color azul, como si todas fueran especiales, y por un momento Ridley sintió que el corazón se le ablandaba ante aquel gesto infantil, aunque luego imaginó que Sally había envuelto probablemente las monedas para que no tintinearan y llamaran la atención de potenciales ladrones. En cualquier caso, las monedas volvían a ser suyas, lo cual le pareció simplemente justo. Apretó la bolsa bajo el brazo, se puso los guantes, se caló el sombrero del uniforme hasta los ojos, colocó su sable en el ángulo más indicado y se dirigió despacio a su casa.

* * *

—Al parecer —Anna extendió el brazo para alcanzar una hogaza de pan que partió en dos, y luego desmigó una de las partes y la dio a comer a sus alborotadores spaniels— Truslow tenía una hija, y la hija se quedó embarazada, de modo que él la casó con un pobre chico, y ahora la hija se ha fugado y el chico se ha alistado en la Legión, y Truslow está furioso.

—Condenadamente furioso —dijo su padre, muy divertido—. Le atizó al muchacho.

—Pobre Truslow —dijo Adam.

—Pobre chico. —Anna repartió más migas de pan entre sus perros, que ladraban y escarbaban—. Truslow le partió el pómulo, ¿no es cierto, papá?

—Una fractura mala —confirmó Faulconer. El coronel había conseguido reparar los estragos derivados de su fallida incursión de caballería. Se había bañado, recortado la barba y vestido el uniforme, de modo que de nuevo tenía el aspecto de un deslumbrante guerrero—. El chico se llama Robert Decker —siguió diciendo el coronel—, y es el hijo de Tom Decker, ¿te acuerdas de él, Adam? Un hombre malogrado. Ahora ha muerto, al parecer, y poco se ha perdido.

—Me acuerdo de Sally Truslow —dijo Adam, indiferente—. Indómita y aviesa, pero bonita de verdad.

—¿Viste a la chica cuando fuiste a buscar a Truslow, Nate? —preguntó Faulconer. El coronel se esforzaba en mostrarse amable con Starbuck, para dejar claro que su desdén malhumorado de los días anteriores era asunto concluido y olvidado.

—No recuerdo haberla visto, señor.

—De haberla visto lo recordarías —dijo Adam—. Es una chica difícil de olvidar.

—Bueno, pues se ha largado —dijo Faulconer—; por lo visto, Decker no tiene ni idea de dónde está, y Truslow anda loco con él. Al parecer dio a la feliz pareja su pedazo de tierra de cultivo y ellos la dejaron al cuidado de Roper. ¿Te acuerdas de Roper, Adam? Ahora vive allá arriba. Ese hombre era un bruto, pero sabía manejar a los caballos.

—No creo que estén convenientemente casados.

Anna encontraba el tema de la infeliz pareja mucho más interesante que el destino de un esclavo liberado.

—Lo dudo mucho —asintió su padre—. Debe de haber sido un salto rápido sobre la escoba, si es que se preocuparon de ese tipo de formalidades.

Starbuck tenía la vista clavada en su plato. El almuerzo había consistido en jamón cocido, tortas de maíz y patatas fritas. Washington Faulconer, sus dos hijos y Nate habían sido los únicos comensales, y la agresión de Truslow a Robert Decker el único tema de conversación.

—¿Dónde puede haber ido la pobre chica? —preguntó Adam.

—A Richmond —dijo su padre al instante—. Todas las chicas malas van a Richmond. Allí encuentran trabajo… —y añadió, mirando de reojo a Anna y con una mueca de tristeza—. De cierta clase.

Anna enrojeció, y Starbuck pensó que también Ethan Ridley estaba en Richmond.

—¿Qué ha pasado con Truslow? —preguntó.

—Nada. Todavía está lleno de remordimientos. Lo dejé en la tienda de guardia y le amenacé con diez clases distintas de infierno.

Lo cierto es que fue el mayor Pelham quien arrestó a Truslow y profirió toda una serie de amenazas, pero Faulconer no pensaba que aquel incidente fuera importante. El coronel encendió un cigarro.

—Ahora Truslow insiste en que Decker pase a su compañía, y supongo que será lo mejor para él. Parece ser que tiene parientes en la compañía. ¿Puedes hacer que se estén quietos esos perros, Anna?

—No, padre. —Dejó caer otra lluvia de migajas de pan empapado en grasa en medio de aquel alborotado sírvase usted mismo—. Y hablando de saltar sobre escobas —dijo—, todos os habéis perdido la boda de Pecker.

—Supongo que fue una boda muy seria y formal —dijo su hermano.

—Por supuesto que lo fue. Moss ofició la ceremonia en remojo, y Priscilla casi parecía bonita. —Anna sonrió—. El tío Pecker estaba radiante, llovió a cántaros y madre envió seis botellas de vino como regalo.

—Nuestro mejor vino —dijo Washington Faulconer en tono ominoso.

—¿Cómo podía saberlo madre? —preguntó Anna, inocente.

—Lo sabía —dijo Faulconer.

—Y los niños de la escuela cantaron una canción muy mediocre —siguió diciendo Anna—. Cuando yo me case, padre, no quiero que los gemelos Tompkinson canten para mí. ¿Es una ingratitud pedir una cosa así?

—Tú te casarás en Saint Paul, en Richmond —dijo su padre—, y oficiará el reverendo Peterkin.

—En septiembre —insistió Anna—. He hablado con mamá, y está de acuerdo. Pero solo si contamos con tu bendición, padre, desde luego.

—¿Septiembre? —Washington Faulconer se encogió de hombros, como si no diese mucha importancia a la fecha de la boda—. ¿Por qué no?

—¿Por qué septiembre? —preguntó Adam.

—Porque la guerra ya habrá acabado para entonces —declaró Anna—, y si lo dejamos para más tarde habrá mal tiempo para cruzar el Atlántico, y madre dice que tenemos que estar en París en octubre a mucho tardar. Pasaremos el invierno en París, y en primavera iremos a los balnearios alemanes. Dice mamá que a lo mejor a ti te gustaría venir también, Adam.

—¿A mí?

Adam pareció sorprendido por la invitación.

—Para hacer compañía a Ethan mientras mamá y yo tomamos las aguas. Y para ser el acompañante de mamá, claro está.

—Puedes ir de uniforme, Adam. —Estaba claro que Washington Faulconer no lamentaba verse excluido de aquella expedición familiar—. A tu madre le gustará. De uniforme completo, con sable, fajín y medallas, ¿eh? ¿Les enseñarás a los europeos qué aspecto tiene un oficial sudista?

—¿Yo? —preguntó de nuevo Adam, esta vez mirando a su padre.

—Sí, tú, Adam. —Faulconer arrojó su servilleta sobre la mesa—. Y hablando de uniformes, encontrarás uno en tu habitación. Póntelo, ven luego al estudio y buscaremos un sable adecuado. Y tú también, Nate. Todos los oficiales deben llevar un arma blanca.

Adam calló, y durante uno o dos segundos Starbuck temió que aquel fuese el momento elegido por su amigo para hacer su declaración pacifista. Starbuck se preparó para la confrontación, pero entonces, con una inclinación de cabeza que sugería que la decisión le había costado un gran esfuerzo de voluntad, Adam echó atrás su silla.

—Al trabajo —dijo en voz baja, casi para sí mismo—, al trabajo.

* * *

El trabajo consistió en unos días gloriosos de comienzos de verano de redobles de tambores e instrucción, de ejercicios a través de los prados y de camaradería en el interior de las tiendas del campamento. Fueron días cálidos de risas, cansancio, agujetas, tez curtida, grandes esperanzas y caras sucias de polvo. La Legión practicó el tiro con mosquete hasta que los hombros de los soldados quedaron magullados por el impacto de las culatas; la explosión de las cápsulas de percusión oscurecía sus rostros con el rastro de la pólvora, y tenían los labios ligeramente hinchados de morder el papel de los cartuchos para abrirlos. Aprendieron a fijar las bayonetas en el cañón, a desplegarse en una línea de fuego y a formar el cuadro para afrontar las cargas de caballería. Empezaron a sentirse soldados.

Aprendieron a dormir a pesar de las incomodidades, y descubrieron el ritmo vivo de las marchas que permite a los hombres soportar interminables caminatas en días de calor bochornoso y por caminos ardientes. Los domingos formaban para los servicios religiosos y los himnos. Su favorito era «Fight the Good Fight», lucha por la buena causa, y por las noches, el momento en que los hombres más añoraban a sus familias, les gustaba cantar «Amazing Grace» muy despacio, de modo que la dulce melodía parecía mecerse en el aire cálido junto a las estrellas y las fogatas. En otras noches de la semana, algunos grupos de hombres recibían clases de Biblia o se reunían a rezar, mientras otros jugaban a las cartas o bebían el licor que les vendían ilegalmente buhoneros venidos de Charlotteville o de Richmond. En una ocasión en que el mayor Pelham sorprendió a uno de esos buhoneros, hizo pedazos todo su cargamento de botellas de whisky destilado en las montañas, a pesar de que el coronel se sentía más inclinado a la tolerancia.

—Déjales que se diviertan —le gustaba decir a Faulconer.

Adam temía que aquello se debiera a que su padre se esforzaba demasiado en ser popular, pero si hemos de ser justos, su indulgencia formaba parte de la teoría de Washington Faulconer sobre la vida militar.

—Estos hombres no son campesinos europeos —explicaba el coronel—, y desde luego tampoco son los obreros que se desloman trabajando en las fábricas del Norte. ¡Son buenos americanos! ¡Buenos sureños! Tienen fuego en las tripas y la libertad en sus corazones, y si les forzamos a hacer horas y más horas de instrucción, lo único que conseguiremos es convertirlos en borregos sin chispa. ¡Los quiero impacientes! Quiero que vayan a la batalla como caballos frescos salidos de los pastos de primavera, no como jamelgos alimentados con el heno del invierno. Los quiero llenos de espíritu, «élan» dicen los franceses, ¡y así ganarán esta guerra para nosotros!

—Sin instrucción no, no lo harán —respondía lúgubre el mayor Pelham. Le permitían dar cuatro horas de instrucción al día, y ni un minuto más—. Apuesto a que Robert Lee está ejercitando a sus hombres en Richmond —insistía Pelham—, ¡y McDowell a los suyos en Washington!

—Yo también apuesto a que lo hacen, y hacen bien, aunque solo sea para desasnar a esos torpones. Pero nuestro material es de mejor calidad. ¡Van a ser los mejores soldados de América! ¡Del mundo!

Y cuando el coronel llegaba a ese éxtasis sublime, ni Pelham ni todos los expertos militares de la cristiandad podían hacerle cambiar de opinión.

De modo que el sargento Truslow se limitó a ignorar al coronel y obligó a su compañía a hacer instrucción extra. Al principio, cuando Truslow bajó de su cabaña de las montañas, el coronel pensó en utilizarlo como uno de los cincuenta jinetes que formarían la avanzadilla de exploradores de la Legión, pero después de la incursión el coronel se sintió menos inclinado a tener a Truslow tan cerca del alto mando, de modo que permitió que fuera elegido sargento de la compañía K, una de las dos compañías de batidores. Pero incluso allí, en el flanco extremo de la Legión, la influencia de Truslow se hacía sentir. Ser soldado, decía, era ganar batallas, no reunirse a rezar o a cantar himnos, y de inmediato insistió en que la compañía K triplicara la cantidad de tiempo invertida en la instrucción. Sacaba a la compañía de la cama dos horas antes del amanecer, y para cuando las demás compañías empezaban a encender los fuegos para preparar el desayuno, la compañía K ya estaba cansada de ejercitarse. El capitán Rosswell Jennings, oficial al mando de la compañía K, que se había asegurado la elección mediante el reparto de pródigas cantidades de whisky casero, vivía feliz en la medida en que Truslow no exigía su presencia en las sesiones de instrucción extra.

Las demás compañías, al ver la dedicación y el orgullo de la compañía K, empezaron a alargar su propio tiempo de presencia en el campo de instrucción. El mayor Pelham estaba encantado, el coronel se avino al cambio, y el sargento mayor Proctor, que había sido el administrador de las propiedades de Washington Faulconer, empezó a rebuscar en sus libros nuevas y más complicadas maniobras para que la Legión en rápido progreso las pusiera en práctica. Pronto incluso el anciano Benjamín Ridley, el padre de Ethan, que había sido oficial de las milicias en su juventud, pero que ahora estaba tan gordo y enfermo que apenas podía caminar, admitió a regañadientes que los hombres de la Legión empezaban a parecer soldados de verdad.

Ethan Ridley había vuelto de Richmond con cureñas y trenes de munición para las dos piezas de artillería. La Legión estaba ahora equipada al completo. Cada hombre tenía una guerrera gris con doble pechera y dos filas de botones de latón, un par de botas de caña alta hasta la rodilla, pantalones grises y una gorra redonda provista de una visera endurecida con cartón. Cargaba con una mochila para sus mudas y efectos personales, una bolsa de costado para los víveres, una cantimplora para el agua, una taza de estaño, una caja de piel al cinto para los fulminantes, y una caja de cartuchos para la munición de su rifle. Sus armas eran un rifle modelo 1841 con culata de madera de avellano, una bayoneta con empuñadura de bronce y todas las armas personales que se le antojara incorporar. Casi todos los hombres llevaban cuchillos de caza, seguros como estaban de que resultarían letales en el combate cuerpo a cuerpo que todos esperaban confiados, y algunos llevaban revólver; de hecho, a medida que transcurría el mes de junio y se intensificaban los rumores de una batalla inminente, más y más padres llevaron revólveres a sus hijos como si pensaran que esa arma sería un salvavidas en medio de la batalla.

—Lo único que necesitáis —dijo Truslow a sus hombres— es un rifle, una taza, una mochila, y al infierno todo lo demás.

Él llevaba un cuchillo de caza, pero solo para desbrozar y cortar leña menuda. Todo lo demás, les dijo, era solo peso añadido.

Los hombres no hicieron caso a Truslow, y confiaron más en la generosidad del coronel. Cada hombre recibió una alfombrilla de tela impermeable en la que iban envueltas dos mantas grises. El único ahorro que se permitió Washington Faulconer fue negarse a comprar sobretodos para la Legión. No era posible, declaró, que la guerra durase hasta la llegada del frío, y no tenía intención de gastar su dinero en proporcionar a los hombres de Faulconer County abrigos para ir a la iglesia los domingos, sino solo para inscribir sus nombres en letras mayúsculas en la historia de la independencia del Sur. Distribuyó a cada hombre equipo de costura, toallas y un cepillo para la ropa, y el doctor Billy Danson insistió en que todos los legionarios llevaran también un rollo de tiras de algodón para vendas.

El mayor Thaddeus Bird, que siempre había presumido de ser un gran caminante y era el único de los oficiales de Faulconer que se negaba resueltamente a montar a caballo, proclamó que Truslow estaba en lo cierto y que se había distribuido a los hombres un equipo excesivo.

—Un hombre no puede marchar a la batalla cargado como un mulo —argumentaba. El maestro de escuela siempre estaba dispuesto a expresar ese tipo de opiniones militares, que el coronel tenía una disposición igual a ignorar; pero a medida que avanzaba el verano, un grupo de hombres jóvenes se fue sintiendo más y más atraído por la compañía de Bird. Se reunían en el jardín de su casa al anochecer, sentados en el banco roto de la iglesia o en taburetes que sacaban de la escuela. Starbuck y Adam iban allí con frecuencia, y también el ayudante de Bird, el teniente Davies, y media docena más de oficiales y sargentos.

Los hombres llevaban su propia cena y la bebida. A veces, Priscilla sacaba un cuenco de ensalada o una bandeja de bizcochos, pero el auténtico objetivo de aquellas veladas era o bien tocar música o rebuscar entre los libros amontonados de Bird pasajes que leer en voz alta. Luego discutían en la oscuridad y arreglaban el mundo, como solían hacer Adam y Starbuck cuando estaban en Yale, aunque estas nuevas veladas de discusión venían aderezadas con noticias y rumores de la guerra. En la Virginia occidental, el escenario del fracaso pasado por agua de la incursión del coronel, la Confederación había sufrido nuevas derrotas. La peor en Philippi, donde las fuerzas nordistas obtuvieron una victoria humillante para los sudistas, tan fácil que los periódicos del Norte la bautizaron como «las carreras de Philippi». Thomas Jackson, por temor a verse copado en Harper’s Ferry, abandonó la ciudad ribereña, y ese suceso hizo que a los jóvenes oficiales de Faulconer Court House el Norte les pareciera invencible; sin embargo, solo una semana después, llegaron noticias de una escaramuza en la costa de Virginia, donde tropas nordistas habían avanzado hacia el interior desde una fortaleza junto al mar, solo para ser rechazados en un sangriento encuentro en los campos vecinos a Bethel Church.

No todas las noticias eran veraces. Corrían rumores de victorias que nunca habían ocurrido y de conversaciones de paz inexistentes. Un día se anunció que las naciones de Europa habían reconocido a la Confederación, y en consecuencia el Norte trataba de acordar la paz, pero en definitiva aquello resultó ser falso a pesar de que el reverendo Moss juró sobre un rimero de Biblias que era verdad del evangelio. A Bird le divertían aquellas alarmas de verano.

—Son solo un juego —dijo—, solo un juego.

—La guerra no es ningún juego, tío —se quejó Adam.

—Por supuesto que es un juego, y la Legión es el juguete de tu padre, y muy caro por cierto. Esa es la razón por la que espero que nunca entremos en una batalla, porque entonces el juguete se romperá y no habrá modo de consolar a ese hombre.

—¿De verdad esperas eso, Thaddeus? —preguntó su esposa. Le gustaba sentarse en el jardín hasta que oscurecía, pero entonces, ahora que cargaba como única responsable con toda la escuela, subía a acostarse y dejaba a los hombres discutir a la luz de las velas.

—Pues claro que lo espero —dijo Bird—. Nadie en su sano juicio desea que haya una batalla.

—Nate sí —dijo Adam, maligno.

—He dicho «en su sano juicio» —recalcó Bird—. Cuido mucho de ser preciso en mis afirmaciones, tal vez porque nunca he estudiado en Yale. ¿Es cierto que desea ver una batalla, Starbuck?

Starbuck sonrió a medias.

—Quiero ver el elefante.

—Es innecesariamente grande, gris, de piel curiosamente arrugada y le cuelgan unos adminículos bastante embarazosos —señaló Bird.

—¡Thaddeus! —rio Priscilla.

—Espero que haya paz —se corrigió Starbuck—, pero siento cierta curiosidad por presenciar una batalla.

—Tenga esto. —Bird tendió un libro a Starbuck—. Hay un relato de la batalla de Waterloo. Creo que empieza en la página sesenta y ocho. Léalo, Starbuck, y le curará de sus deseos de ver el elefante.

—¿Tú no sientes curiosidad, Thaddeus? —le preguntó su esposa. Estaba cosiendo una bandera, una de las muchas banderas que habían de decorar la ciudad por el Cuatro de Julio, ahora a tan solo dos días vista y que se celebraría con una gran fiesta de gala en Seven Springs. Habría festín, desfile, fuegos artificiales y baile, y en la ciudad todos querían contribuir de alguna manera a la celebración.

—Siento un poco de curiosidad, por supuesto. —Bird hizo una pausa para encender uno de sus delgados y malolientes cigarros favoritos—. Todas las situaciones extremas de la existencia humana despiertan mi curiosidad, porque me siento tentado a creer que la verdad se manifiesta mejor en esos extremos, bien sea en los excesos de la religión, la violencia, el afecto o la codicia. La guerra es tan solo un síntoma de uno de esos excesos.

—Preferiría que te aplicases a ti mismo ese estudio de los afectos excesivos —dijo Priscilla en tono cariñoso, y los jóvenes rieron. Todos querían a Priscilla y les conmovía la evidente ternura que ella y Bird se mostraban mutuamente.

La charla prosiguió. El huerto, pensado para suministrar hortalizas al maestro de escuela, desplegaba ahora una profusión de rudbeckias y margaritas, aunque Priscilla había reservado un espacio para algunas hierbas aromáticas que perfumaban el cálido crepúsculo. En la parte trasera del huerto, se alzaban dos manzanos y una valla, al otro lado de la cual se extendían un prado y una amplia vista panorámica de las colinas boscosas y de las montañas Blue Ridge. Era un lugar hermoso y tranquilo.

—¿Va a tomar un ordenanza, Starbuck? —preguntó el teniente Davies—. Porque si es así, he de inscribir su nombre en el libro de registro.

Starbuck estaba distraído con ensueños.

—¿Un ordenanza?

—El coronel, en su sabiduría —explicó Bird—, ha dispuesto que los oficiales puedan tener un ordenanza a su servicio, pero solo, atiendan bien, si el hombre es negro. ¡Están prohibidos los ordenanzas blancos!

—No puedo permitirme tener un ordenanza —dijo Starbuck—. Sea negro o blanco.

—Yo tenía la esperanza de tomar como ordenanza a Joe Sparrow —dijo Bird melancólico—. Pero a menos que se tizne la cara de negro, no podré.

—¿Por qué Sparrow? —preguntó Adam—. ¿Por el apellido? ¿Pensabas que el gorrión y el pájaro carpintero piaríais juntos?

—Muy divertido. —Bird no tenía aspecto de divertirse en absoluto—. Prometí a Blanche que cuidaría de él, esa es la razón, pero solo el Señor sabe cómo podré cumplir mi promesa.

—Pobre Redrojo —dijo Adam. Joe Sparrow (Gorrión), un muchacho flaco y aplicado de dieciséis años, era conocido por todos con el apodo de Redrojo. Había ganado una beca para la Universidad de Virginia, y había de empezar sus estudios el siguiente otoño, pero rompió el corazón de su madre al enrolarse en la Legión. Fue uno de los reclutas que recibió unas enaguas para que la vergüenza lo decidiera a alistarse. Su madre, Blanche, había suplicado a Washington Faulconer que excusara al muchacho, pero Faulconer le contestó impertérrito que todos los jóvenes tenían un deber que cumplir. Joe, como muchos otros, era un voluntario por tres meses, y el coronel tranquilizó a Blanche Sparrow asegurándole que su hijo quedaría liberado de su compromiso en el momento en que empezara el primer semestre.

—La verdad es que el coronel debería haberle excusado —dijo Bird—. Esta guerra no es para chicos estudiosos, sino para gente como Truslow.

—¿Porque no sería una gran pérdida? —preguntó uno de los sargentos.

—Porque entiende la violencia —contestó Bird—, que es lo que habremos de aprender todos si queremos ser buenos soldados.

Priscilla examinaba su costura a la luz menguante del día.

—Me pregunto qué le habrá ocurrido a Sally, la hija de Truslow.

—¿Llegó a hablar con usted, Starbuck? —preguntó Bird.

—¿Conmigo? —Starbuck pareció sorprendido.

—Lo digo solo porque preguntó por usted —explicó Bird—. La noche en que llegó aquí.

—Tenía entendido que no la habías conocido —dijo Adam con indiferencia.

—No lo hice. Estaba en la cabaña de Truslow cuando fui en su busca, pero no me fijé en ella. —Starbuck se alegró de que el crepúsculo disimulara su rubor—. No, no habló conmigo.

—Preguntó por usted y por Ridley, pero por supuesto ninguno de los dos estaba aquí. —Bird calló de pronto, como si en ese momento se diera cuenta de que había sido indiscreto—. No tiene importancia. ¿Ha traído su flauta, sargento Howes? Estaba pensando que podríamos atrevernos con Mozart.

Starbuck escuchó la música, pero no encontró el menor placer en ella. En las últimas semanas, sentía que había llegado a conocerse a sí mismo, o por lo menos encontrado un equilibrio en el que su humor había dejado de oscilar entre la negra desesperación y las esperanzas más descabelladas. En su lugar había disfrutado de aquellos largos días de trabajo y ejercicio, pero ahora el recuerdo de Sally venía a destruir por completo la paz así conquistada. ¡Y ella había preguntado por él! Aquella revelación, de la que se enteraba ahora por casualidad, inyectó nuevo combustible en los sueños de Starbuck. Ella quiso su ayuda y él no estaba allí, de modo que se vio empujada a recurrir a Ridley. A aquel maldito hijo de desdeñosa puta de Ridley.

A la mañana siguiente, Starbuck abordó a Ridley. Apenas habían hablado en las últimas semanas, y no por ojeriza mutua, sino sencillamente porque tenían amigos diferentes. Ridley era el cabecilla de un pequeño grupo de jóvenes oficiales aficionados a grandes cabalgadas y grandes borracheras, que se consideraban a sí mismos juerguistas y calaveras, y despreciaban a los hombres que se reunían en el jardín de Pecker Bird a pasar las veladas charlando. Cuando Starbuck lo encontró, estaba tendido en su tienda recuperándose, según dijo, de una noche en la taberna de Greeley. Uno de sus secuaces, un teniente llamado Moxey, estaba sentado en el otro catre con la cabeza en las manos, gimiendo. También gimió Ridley cuando vio aparecer a Starbuck.

—¡Es el Reverendo! ¿Has venido a convertirme? Estoy más allá de la conversión.

—Me gustaría tener unas palabras contigo.

—Adelante.

Bajo la lona iluminada por el sol, la cara de Ridley tenía un color amarillento malsano.

—Unas palabras a solas.

Ridley se volvió a mirar a Moxey.

—Vete, Mox.

—No se preocupe por mí, Starbuck. Soy olvidadizo —dijo Moxey.

—Te ha dicho que te fueras —insistió Starbuck.

Moxey miró a Starbuck y vio una luz hostil en el rostro del alto norteño, de modo que se encogió de hombros.

—Me voy. Desaparezco. Adiós… ¡Oh, Dios mío!

La última frase fue su saludo al resplandor del sol matinal.

Ridley se incorporó y se dio la vuelta para posar sus pies enfundados en medias sobre la alfombra impermeable.

—Oh, Dios… —gruñó, y se puso a rebuscar dentro de una de sus botas, en las que evidentemente guardaba los cigarros y las cerillas por la noche—. Estás terriblemente serio, Reverendo. ¿Es que el condenado Pelham quiere que marchemos hasta Rosskill ida y vuelta? Dile que estoy enfermo. —Encendió el cigarro, aspiró profundamente y miró a Starbuck con ojos enrojecidos—. Vengan ya esas palabras, Starbuck. Nada puede ser peor.

—¿Dónde está Sally? —Starbuck soltó de pronto la pregunta. Había planeado ser bastante más prudente, pero en el momento de la confrontación no se le ocurrió nada más que preguntar sencillamente y sin rodeos.

—¿Sally? —preguntó Ridley, y fingió incredulidad—. ¡Sally! ¿Y quién, en el nombre de Dios, es Sally?

—Sally Truslow.

Starbuck se sentía ya ridículo, y se preguntaba qué oscura pero innegable pasión le empujaba a aquel interrogatorio humillante.

Ridley sacudió la cabeza con aire de cansancio y dio otra chupada a su cigarro.

—¿Y por qué, en el nombre de Dios, Reverendo, crees que yo tengo la menor condenada noticia acerca de Sally Truslow?

—Porque fue a Richmond. A verte. Lo sé de cierto. —Ridley no lo sabía, pero Pecker Bird, sometido a presión, había admitido que dio a Sally la dirección del hermano de Ridley en Richmond.

—No me encontró, Reverendo —dijo Ridley—. ¿Y qué si lo hubiera hecho? ¿Qué importancia tendría?

Starbuck no tenía respuesta a esa pregunta. Además se sentía bobo e inseguro entre los faldones recogidos de la entrada de la tienda de Ridley.

Ridley lanzó un escupitajo que fue a aterrizar más allá de las botas de Starbuck.

—Hay una cosa que me interesa, Reverendo, de modo que cuéntame. ¿Qué representa exactamente Sally para ti?

—Nada.

—Entonces, ¿por qué diablos me molestas tan condenadamente temprano esta maldita mañana?

—Porque quiero saber dónde está.

—¿O es su padre el que quiere saberlo? —preguntó Ridley, descubriendo por primera vez la inquietud que le producía la conversación. Starbuck sacudió la cabeza y Ridley se echó a reír—. ¿Te pone caliente la chica, Reverendo?

—¡No!

—Pues lo estás, Reverendo, lo estás. Yo puedo asegurártelo, y también puedo decirte lo mejor que puedes hacer en un caso así. Ve a la taberna de Greeley en la calle mayor, y págale diez pavos a la mujer alta del mostrador. Es fea como una vaca, pero curará tus achaques. ¿Te quedan aún diez pavos de los cincuenta que me quitaste? —Starbuck no dijo nada, y Ridley sacudió la cabeza, como si renunciara a encontrar algo de sentido común en el norteño—. No he visto a Sally desde hace varias semanas. Se casó, y así acabó todo entre ella y yo. No es que antes hubiera habido gran cosa, ¿me entiendes?

Subrayó la pregunta arrojando la colilla encendida del cigarro hacia Starbuck. Este se preguntó qué había esperado conseguir con aquella conversación. ¿Una confesión de Ridley? ¿Una dirección donde poder encontrar a Sally? Había hecho el tonto al dejar ver su propia vulnerabilidad para que Ridley se burlara de él. Ahora intentó poner fin a la discusión, con la misma torpeza con que la había empezado.

—Espero que no me estés mintiendo, Ridley.

—¡Oh, Reverendo, son tan pocas las cosas que entiendes! Como los buenos modales, para empezar. ¿Quieres acusarme de mentir? Entonces hazlo con una espada en la mano, o con una pistola. No tengo inconveniente en enfrentarme contigo en un duelo, Reverendo, pero que me condene si he de seguir aquí sentado escuchándote relinchar y cocear sin haber tomado ni una mala taza de café. ¿Te importa pedir al hijoputa de mi ordenanza que me traiga un poco de café cuando salgas? ¡Eh, Moxey! Ya puedes entrar. El Reverendo y yo hemos terminado nuestras oraciones matinales. —Ridley alzó la mirada hacia Starbuck e hizo un breve gesto de despedida con la cabeza—. Ahora largo de aquí, chico.

Starbuck se fue. Mientras caminaba a lo largo de la fila de tiendas, oyó las carcajadas de Ridley y Moxey, y aquel sonido le hizo tambalearse. Oh, Dios, pensó, acababa de hacer el ridículo. Un maldito y espantoso ridículo. ¿Y por qué? Por la hija de un asesino que casualmente era bonita. Se alejó, derrotado y desconsolado.