Capítulo 12
Los yanquis atacaron de inmediato, sin preámbulos, con decisión. La marcha de flanco iniciada antes del amanecer se había demorado varias horas más de lo esperado por sus comandantes, y ahora su tarea consistía en golpear duro y rápido la retaguardia rebelde, antes de que los sudistas tuvieran tiempo de comprender qué era exactamente lo que estaba sucediendo.
Los tambores marcaron el ritmo cuando los primeros regimientos nordistas se desplegaron en línea de ataque y los cañones fueron desmontados de sus cureñas en los flancos de la formación asaltante. Algunos cañones fueron colocados en el camino de tierra y otros en la granja situada al pie de la pendiente, y desde allí enviaron los primeros proyectiles contra la linde del bosque, donde les esperaba la tenue línea defensiva confederada. Los yanquis se sentían confiados. Habían esperado encontrar defendidos los vados de Sudley, y luego medio se temieron que los sudistas hubieran fortificado un apeadero ferroviario sin terminar situado al otro lado de los vados, pero no tropezaron con la menor resistencia en su profunda penetración en la retaguardia rebelde. La sorpresa de su ataque parecía total, la ineptitud de los comandantes sudistas completa, y ahora todo lo que se alzaba entre las fuerzas federales y la victoria era aquella mísera línea de granjeros rebeldes apostados en el límite del bosque a lo largo de la cresta de una colina.
—¡Directos a Richmond, muchachos! —gritó un oficial cuando comenzó el asalto a la suave pendiente, y detrás de los uniformes azules de la infantería una banda regimental atacó la melodía de «John Brown Body», como si el fantasma de aquel irascible mártir antiguo estuviera presente en persona para presenciar cómo los dos regimientos de cabeza, ambos de Rhode Island, desbarataban la frágil resistencia rebelde.
Más tropas nordistas surgieron de los bosques detrás de los asaltantes de Rhode Island. Hombres de Nueva York y de Nueva Hampshire se unieron al ataque, mientras desde la artillería emplazada en los flancos se elevaban nubes de humo de un blanco grisáceo. Por debajo del humo de los disparos, los gases comprimidos quemaron la hierba alta en un área en forma de abanico delante de las bocas de las piezas, mientras las bombas sobrevolaban la ladera. Algunos proyectiles siguieron una trayectoria demasiado alta y fueron a estrellarse en las ramas de los árboles por encima de la línea confederada, provocando una lluvia de ramas rotas y de hojas que cayó sobre los músicos, los capellanes, los ordenanzas y los auxiliares médicos acurrucados en la retaguardia. Un regimiento de tropas regulares del ejército de la Unión surgió de entre los árboles, pasó de la formación en columna a desplegarse en línea, caló las bayonetas y avanzó ladera arriba junto a los regimientos de Nueva York y de Nueva Inglaterra.
El coronel Evans había vuelto al galope hasta el centro de la línea defensiva, donde los hombres de Carolina del Sur del coronel Sloan esperaban agazapados en el límite del bosque para ofrecer un blanco menor a la artillería enemiga. Algunos batidores rebeldes se habían adelantado más allá de la alambrada, y disparaban sus rifles contra los yanquis que avanzaban, pero Starbuck, que los observaba montado a caballo resguardado detrás de los primeros árboles, no vio que el tiroteo causara bajas. El enemigo siguió su poderoso avance, al ritmo de la música de las distantes bandas nordistas y del redoble de los tambores que avanzaban junto a las compañías, estimulados por la proximidad de la gloriosa victoria que les esperaba en lo alto de la colina, adonde había llegado ya el primero de los dos viejos cañones de Nathan Evans. El cañón fue apresuradamente desmontado de su cureña, colocado en posición, y disparado. El proyectil voló colina abajo, rebotó en la hierba, pasó por encima de las cabezas de los hombres de Rhode Island y se perdió sin causar daños entre los árboles de la parte baja de la ladera. Una granada nordista quedó corta. El ruido de la explosión fue sobrecogedor, como si el universo entero con la materia que lo compone se hubiera partido en dos. Hubo un torbellino de humo y fragmentos que zumbaban al salir despedidos. Starbuck se estremeció. El fuego de la artillería en el puente de piedra había sido atemorizador, pero este era mucho peor. Estos artilleros apuntaban directamente a la Legión, y sus proyectiles silbaban como demonios al pasar sobre sus cabezas.
—¡Batidores! —llamó el mayor Bird con voz temblorosa. Volvió a intentarlo, y esta vez consiguió hablar en un tono más firme—. ¡Batidores! ¡Adelante!
Las compañías A y K, desplegadas en los dos flancos de la Legión, saltaron torpemente la alambrada y avanzaron hacia el prado. Los hombres corrían estorbados por los rifles, las bayonetas enfundadas, los cuchillos de caza, las mochilas, las cantimploras, y las bolsas de munición y de fulminantes que colgaban de sus cinturones. Se desplegaron en una línea irregular, unos cien pasos por delante de la Legión. Su tarea consistía en neutralizar primero a los batidores enemigos, y tirotear luego a la línea principal de asaltantes. Los fusileros abrieron fuego, y cada hombre apostado rodilla en tierra quedó envuelto en una pequeña nube de humo. El sargento Truslow iba de un hombre a otro, en tanto que el capitán Roswell Jenkins, a caballo, disparaba su revólver contra los aún distantes nordistas.
—¡Aseguraos de que vuestras armas están cargadas! —gritó el mayor Bird a las ocho compañías restantes. Un poco tarde llegaba semejante advertencia, pero aquella mañana nada parecía ajustarse a la lógica. ¿Thaddeus Bird, el maestro de escuela, al mando de un regimiento en una batalla? La idea le hizo soltar una risita que mereció una mirada de desaprobación del sargento mayor Proctor. Los yanquis se encontraban aún a unos quinientos pasos de distancia, pero ahora se acercaban más deprisa. Los oficiales nordistas habían desenvainado sus sables. Unos los mantenían en alto, en un esfuerzo por mostrarse formalmente dignos, pero otros segaban con ellos los cardos y los dientes de león como si hubieran salido de paseo un domingo cualquiera por la tarde. Unos pocos iban montados en caballos nerviosos. Un caballo, espantado por el cañoneo, se desbocó y cruzó encabritado con su jinete por delante del frente asaltante nordista.
Starbuck, con la boca seca y lleno de aprensión, recordó que su pistola Savage, que a primera hora de la mañana había devuelto al coronel Faulconer y acababa de recuperar, aún estaba descargada. Sacó la pesada arma de su pistolera y soltó el cierre del tambor, dejando a la vista las cámaras vacías. Tomó seis cartuchos envueltos en papel de la bolsa de su cinturón. Cada cartucho contenía una bala cónica y su carga de pólvora. Mordió el primer cartucho para extraer la bala, y probó en su lengua el gusto acre y salado de la pólvora; luego vertió con cuidado la pólvora en una de las cámaras del tambor. Pocahontas, picada por un tábano, relinchó de pronto y se movió hacia un lado, haciendo que Starbuck derramara un poco de pólvora sobre su silla.
Maldijo a la yegua, y al hacerlo la bala que tenía sujeta entre los dientes se le escapó, rebotó en la silla de montar y cayó en la hierba. Volvió a maldecir, vació de pólvora la cámara del tambor y mordió otra bala. Esta vez, al empezar a verter la carga, se dio cuenta de que le temblaba la mano y le pareció que había dos cámaras en vez de una bajo el pico de papel rasgado. Lo veía todo borroso, y la mano se agitaba sin control.
Levantó la vista hacia el avance enemigo. Por encima de las tropas, extrañamente nítida en contraste con los contornos borrosos de todo lo demás, vio la bandera de las barras y estrellas, su propia bandera, y de pronto Starbuck supo que no había decisiones fáciles, ni encrucijadas de la vida que pudieran tomarse sin pensar. Miró la lejana bandera, y supo que no iba a poder disparar contra ella. Su bisabuelo MacPhail había perdido un ojo en Breed’s Hill y más tarde, luchando a las órdenes de Paul Revere en Penobscot Bay, perdió también la mano derecha en defensa de aquella misma honrosa bandera, y al pensarlo se le formó a Starbuck un nudo en la garganta. «¡Dios —se dijo—, yo no tendría que estar aquí! ¡Ninguno de nosotros tendría que estar aquí!». De pronto comprendió todos los argumentos de Adam contra la guerra, toda la desazón de Adam porque aquel país glorioso se veía abocado a la guerra, y contempló con añoranza la bandera lejana sin darse cuenta de que las balas de los primeros batidores yanquis menudeaban ya sobre su cabeza, ni de la granada que acababa de estallar justo delante de la alambrada, ni de los gritos roncos de los sargentos de Rhode Island que conminaban a sus hombres a mantenerse en línea con sus compañeros al avanzar. Starbuck se desentendió de todo aquello sentado en la silla de montar, tan agitado que su mano temblorosa volcó de nuevo la pólvora en su muslo.
—¿Te encuentras bien? —Adam había aparecido a su lado.
—La verdad es que no.
—Ahora lo entiendes, ¿verdad? —preguntó Adam, severo.
—Sí.
Starbuck cerró el feo revólver aún descargado, con manos temblorosas. Toda su vida le parecía de repente trivial, malgastada, echada a perder. Había pensado aquella misma mañana que la guerra iba a ser una gran aventura, un desafío que arrojar a la cara de su padre y una historia que contar a Sally, pero resultaba ser algo mucho más terrible e inesperado, como si al levantarse el telón en una farsa teatral dejara ver de pronto un atisbo de los horrores de un infierno envuelto en llamas retorcidas. «Dios mío —pensó—, puede que hoy mismo esté muerto. Puede que me entierren en la linde de este bosque».
—Había una mujer —balbuceó.
—¿Mujer? —Adam frunció la frente sin comprender.
—En Richmond.
—Oh. —Adam se sintió incómodo por la confesión de Starbuck, pero también conmovido—. Padre lo adivinó enseguida —dijo—, pero no entiendo por qué lo arriesgas todo por…
Calló, quizá porque no podía encontrar las palabras adecuadas, o tal vez porque una bomba impactó de pronto en el tronco de un árbol, arrancando limpiamente un pedazo reluciente de madera viva del bosque, y manchando las sombras con su mugriento humo sulfuroso. Adam se pasó la lengua por los labios.
—Tengo sed.
—Y yo.
Starbuck se preguntó por qué razón había hecho aquella confesión. Los yanquis seguían avanzando, implacables. «Dentro de unos minutos —pensó—, minutos tan solo, tendremos que luchar». Todos sus gestos de desafío habían venido a desembocar en esta pradera calurosa. Vio tambalearse a un oficial nordista, soltar de pronto su sable y dejarse caer de rodillas en la hierba. Un batidor enemigo dio cinco pasos a la carrera, hincó la rodilla para hacer puntería, se dio cuenta entonces de que se había dejado atrás la baqueta, y volvió a buscarla entre la hierba alta. Un caballo sin jinete correteaba por la ladera. El ritmo de los tambores se había hecho más sincopado, pero los nordistas seguían avanzando. Una bala silbó junto a la cabeza de Starbuck. Una de las bandas nordistas tocaba «The Star-Spangled Banner» y la música hizo asomar lágrimas a los ojos y a la conciencia de Starbuck.
—¿Tú no piensas en mujeres? —preguntó a Adam.
—No. —Adam no parecía atender a la conversación, y su mirada estaba clavada en la ladera—. Nunca. —Sus dedos estaban engarfiados en las riendas.
—¿Estáis seguros vosotros dos de que debéis permanecer montados a caballo? —El mayor Bird se acercó con largas zancadas a Adam y Starbuck—. Sentiría perderos. ¿Ya sabes que el joven Sparrow ha muerto? —Hizo la pregunta a Starbuck.
—Vi su cadáver, sí.
—Debería haberse quedado en casa con su madre —dijo el mayor Bird. Su mano derecha aferrada a la barba traicionaba sus nervios—. Blanche sobreprotegía a ese chico hasta un punto ridículo, lo descubrí cuando le dije que ya era capaz de asimilar los logaritmos. ¡Oh, Cristo! —La imprecación del mayor Bird se debió a una repentina descarga cerrada del regimiento vecino de Carolina del Sur, que disparaba por encima de las cabezas de sus propios batidores—. Lo cierto es que consiguió dominar los logaritmos con mucha rapidez —siguió diciendo Bird—, y era de lejos mi mejor alumno en griego. Un chico listo, aunque muy dado a las lágrimas. Demasiado emotivo, ¿sabéis? Pero una gran pérdida, una pérdida terrible. ¿Por qué no se lleva a la guerra en primer lugar a los que no saben leer?
Una nueva batería de artillería emplazada en el flanco derecho del enemigo había abierto fuego, y uno de sus proyectiles cayó en la ladera un centenar de pasos delante de la Legión y rebotó hacia los árboles. Starbuck oyó el desgajarse de ramas sobre su cabeza. Una segunda bomba se hundió en el suelo cerca de la línea de los batidores, y al estallar alzó en el aire la tierra roja junto a una repentina erupción de humo ocre. Algunos batidores empezaron a retirarse hacia los árboles.
—¡Quietos ahí! —rugió Truslow, y no solo los batidores, sino las restantes ocho compañías de la Legión se inmovilizaron como conejos delante de un gato montés. Las ocho compañías desplegadas en la linde del bosque se alineaban en dos filas, la formación indicada según los libros de táctica que el mayor Pelham y el coronel Faulconer habían utilizado para la instrucción de la Legión. Los libros eran traducciones americanas de manuales franceses de infantería, y recomendaban que los fusileros abrieran fuego a larga distancia para luego rematar al enemigo a punta de bayoneta. El mayor Bird, que había estudiado con asiduidad aquellos manuales, pensaba que eso era una solemne tontería. En la práctica, la Legión había dado pruebas de una puntería mediocre siempre que disparaba sus rifles a más de cien pasos, y Bird no entendía cómo se suponía que iba a desbaratar las líneas enemigas si abría fuego al doble de esa distancia, y a continuación se lanzaba a una carga atolondrada en las fauces mismas de la artillería y el fuego de fusil enemigos. La evasiva respuesta del coronel siempre había sido que la natural belicosidad de sus hombres superaría las dificultades tácticas, pero al mayor Bird ese argumento le parecía problemático y demasiado optimista.
—¿Da su permiso para abrir fuego? —gritó el capitán Murphy de la compañía D.
—¡Esperad aún!
Bird tenía sus propias opiniones sobre el fuego de infantería. Estaba convencido de que la primera descarga era la más destructiva, y que debía esperarse a tener al enemigo al alcance de la mano. Aceptaba el hecho de que carecía de experiencias que confirmaran esa opinión, contraria a la doctrina tradicional impartida en West Point y probada en la guerra contra México; pero el mayor Bird se negaba a creer que la milicia le exigiera suspender el ejercicio de su inteligencia, y por eso tenía esperanzas fundadas de comprobar lo justo de su teoría esa mañana. De hecho, mientras observaba el avance de las guerreras azules por entre las nubes de humo de pólvora suspendidas sobre los prados, deseó que el coronel Faulconer no reapareciera de pronto para hacerse cargo del mando de la Legión.
El mayor Bird, en contra de todas sus expectativas, estaba empezando a pasarlo bien.
—¿No es hora ya de abrir fuego, tío? —sugirió Adam.
—Prefiero esperar, y de hecho voy a esperar.
La línea de asalto de los yanquis iba perdiendo su orden porque los atacantes se detenían para disparar, cargaban de nuevo sus armas y luego se apresuraban a recuperar su puesto. Las balas minié de los batidores sudistas estaban causando bajas, y las bombas lanzadas por los dos pequeños cañones sudistas hacían por fin horribles estragos en las filas de los asaltantes, dejando sobre la hierba cuerpos destrozados y hombres heridos que gemían y se retorcían en su agonía. Los batidores yanquis tiroteaban a los confederados, pero aquella escaramuza entre batidores era un simple episodio, un trámite obligado según la teoría militar que insistía en que la infantería ligera desplegada delante de una línea de asalto debía debilitar a los defensores con un fuego graneado. El ataque nordista principal llegaba demasiado rápido, y con demasiada fuerza para necesitar la ayuda de la línea de batidores.
Buena parte de la artillería nordista ya no podía distinguir a sus propios hombres del enemigo, de modo que ya no disparaba, aunque los obuses seguían trazando sus parábolas por encima de las filas de los atacantes. Los dos cañones de Evans seguían disparando, pero Starbuck notó una diferencia en el sonido y se dio cuenta de que habían cambiado de munición y ahora disparaban metralla. La metralla consistía en un cilindro de latón relleno de balas de mosquete, que reventaba en la boca del cañón y rociaba las filas enemigas con las balas de plomo, y Starbuck pudo ver el efecto de aquellas latas por los grupos de heridos y muertos tendidos sobre la hierba detrás de la línea de atacantes.
Los tambores seguían marcando el ritmo, y los nordistas daban vítores entusiastas, casi gozosos, mientras avanzaban, como si se tratara de una competición deportiva. La bandera americana más próxima estaba adornada con flecos de oro, y era tan pesada que el abanderado braceaba al avanzar como si estuviera nadando en el mar. El regimiento de soldados regulares había dado alcance a la primera línea de atacantes, y ahora apresuró a su avance con las bayonetas caladas por el honor de ser los primeros soldados de la Unión en quebrar la defensa rebelde.
—¡Fuego! —gritó un oficial de Carolina del Sur, y la infantería de los uniformes grises hizo una segunda descarga. Una baqueta voló por el aire cuando los mosquetes despidieron la nube de humo sucio. Los batidores de la Legión Faulconer iban retirándose hacia los flancos del regimiento. Las bayonetas de los hombres de Rhode Island brillaban con destellos malignos al sol que se filtraba entre la neblina del humo de la pólvora.
—¡Apunten! —gritó el mayor Bird, y los rifles de la Legión se afirmaron en los hombros.
—¡Apuntad bajo! ¡Abajo! —gritó el sargento Truslow desde el flanco izquierdo.
—¡Apuntad a los oficiales! —gritó el capitán Hinton, que se había retirado junto a los batidores.
Starbuck se limitaba a mirar. Oyó a un oficial nordista animar a sus hombres a gritos: «¡Arriba, arriba, arriba!». Aquel hombre llevaba unas largas patillas pelirrojas y gafas con montura dorada. «¡Arriba, arriba!». Ahora Starbuck podía distinguir la cara de cada soldado nordista. Los hombres tenían la mandíbula desencajada como si gritaran, y los ojos abiertos de par en par. Un hombre tropezó y casi dejó caer su rifle, pero consiguió mantener el equilibrio. Los asaltantes pasaron junto a los cuerpos de los batidores muertos. Un oficial de galones dorados montado en un caballo gris bajó su sable para apuntar con él a los rebeldes: «¡A la carga!», gritó, y la línea de asalto se lanzó a una carrera tambaleante. Los nordistas daban vivas como en éxtasis, y los tambores perdieron toda coordinación y se limitaban a batir sus instrumentos con los palillos en un esfuerzo frenético. Una bandera cayó al suelo y fue levantada de nuevo, y sus gloriosas barras de seda pusieron una cegadora nota de color en medio del humo gris. «¡A la carga!», gritó de nuevo el oficial, y su caballo se alzó de manos entre el humo de la pólvora.
—¡Fuego! —aulló el mayor Bird, y dio un alarido de júbilo cuando todo el frente de la Legión desapareció en una niebla de humo sucio.
La descarga sonó como un crujido fatal anunciador del Fin del Mundo. Fue una andanada repentina, violenta, horripilante a una distancia letalmente corta, y los vítores y los redobles de los asaltantes nordistas desaparecieron en un silencio instantáneo, que poco a poco se transmutó en gemidos y gritos. Starbuck pudo entrever al coronel Evans, que se había vuelto de pronto al oír la sincronizada descarga de la Legión.
—¡Carguen armas! —gritó Murphy.
Apenas era posible ver nada a través de la nube de humo de pólvora suspendida sobre la cerca de alambre. En medio del humo y la confusión silbaron algunas balas, pero demasiado altas. La Legión cargó sus fusiles, empujando con fuerza sus balas minié contra la pólvora y los tacos.
—¡Adelante! —gritó el mayor Bird—. ¡Adelante para recibirles! ¡A la alambrada, a la alambrada! —Saltaba lleno de excitación y agitaba su revólver descargado—. ¡Adelante, adelante!
Starbuck, perdido aún en su estupor, empezó de nuevo a cargar su revólver. No estaba seguro de por qué lo hacía, ni de si conseguiría utilizar alguna vez aquella arma; pero deseaba ocuparse en algo, de manera que colocó la pólvora y las balas en las seis cámaras del tambor del Savage, y luego untó los culotes de las balas con grasa para sellar las cámaras e impedir que la ignición de la pólvora al disparar se propagara de la cámara percutida a las vecinas. Las manos todavía le temblaban. En su mente seguía viendo aquella espléndida bandera, las barras rojas y blancas relucientes al alzarse de la hierba manchada de sangre para ondear de nuevo al sol.
—¡Fuego! —gritó desde el flanco el sargento Truslow.
—¡Muerte a esos bastardos! ¡Muerte a esos bastardos! —gritó el mayor Bird que, tan solo una hora antes, había ridiculizado la idea de que él quisiera implicarse en la batalla.
—¡Apuntad bajo! ¡Apuntad a las tripas de esos bastardos! —gritó el capitán Murphy, que se había apeado de su caballo y disparaba un rifle junto a sus hombres. El humo de la primera descarga se desvaneció lo suficiente para permitir ver que el caballo gris del oficial yanqui estaba tendido en la hierba. Había también cuerpos tendidos aquí y allá, restos humeantes, grupos aislados de hombres.
Adam seguía resguardado en la línea de árboles junto a Starbuck. Jadeaba, como si acabara de disputar una carrera. Uno de los pequeños cañones de Evans disparó una rociada de metralla ladera abajo. Una granada nordista estalló, y sus fragmentos se dispersaron sobre la escuadra de abanderados de la Legión. Un hombre de la compañía G se echó atrás, con el hombro izquierdo de la guerrera empapado de sangre. Se recostó en un árbol, respirando con dificultad, y una bala fue a incrustarse en el tronco a pocos centímetros de su cabeza. El hombre soltó una maldición, se puso en pie de nuevo y corrió tambaleante a reincorporarse a la línea de fusileros. Adam, al ver la resolución de aquel hombre, sacó de su funda el revólver e hizo avanzar a su caballo.
—¡Adam! —le llamó Starbuck, que recordó la promesa hecha a Miriam Faulconer de cuidar de su hermano; pero era demasiado tarde. Adam hizo cruzar a su caballo la barrera de niebla de humo de pólvora y la alambrada caída, y ahora, al aire libre de humo en el que se encontraba, se puso a cargar su revólver haciendo caso omiso de las balas que zumbaban a su alrededor. Algunos hombres de la Legión le gritaron que se cubriese, porque un hombre a caballo ofrecía un blanco mucho más tentador que un soldado a pie, pero Adam les ignoró.
Apuntó el revólver con el brazo extendido y disparó todo su tambor contra el banco de niebla que envolvía al enemigo. Parecía casi feliz.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó, a nadie en particular, pero una docena de hombres de la Legión respondieron a su llamada y avanzaron. Hincaron la rodilla en tierra al lado del caballo de Adam, y dispararon a ciegas contra el enemigo disperso. La primera y decisiva descarga de la Legión había quebrado la línea de asaltantes hasta reducirla a pequeños grupos de hombres de uniforme azul que mantenían hasta cierto punto su posición e intercambiaban disparos con los sudistas de uniforme gris. Los labios de los soldados estaban manchados de pólvora negra por morder los cartuchos, y sus rostros aparecían encendidos por el miedo, la rabia o la excitación. Adam, después de vaciar su revólver, se echó a reír. Todo era caos, todo se reducía a una nube de humo cruzada por llamaradas repentinas y gritos de desafío entre los hombres. Una segunda línea de atacantes ascendió por la ladera hacia la maltrecha primera línea enemiga.
—¡Adelante! —gritó el mayor Bird, y varios grupos de hombres cubrieron a la carrera algunos pasos al frente, y los enemigos a su vez dieron algunos pasos atrás. Starbuck se había unido a Adam, y las cápsulas de fulminantes se le escurrían de entre las manos cuando intentaba cebar las seis cámaras del Savage. A su lado, un hombre se arrodilló y disparó, se puso en pie y cargó de nuevo. El hombre mascullaba juramentos contra los nordistas, maldecía a sus madres y a sus hijos, maldecía su pasado y su breve futuro. Un oficial de Rhode Island hizo revolear su sable y llamó a avanzar a sus hombres, y al instante una bala sudista le alcanzó en el vientre y le hizo doblarse sobre sí mismo. El sargento Truslow, hosco y silencioso, cargaba su rifle con bala y perdigones, una combinación que obtenía un efecto parecido al disparo de una bala de cañón. No disparaba a ciegas, sino que elegía con cuidado un blanco y disparaba con deliberación, asegurando la puntería.
—¡A casa! ¡Volveos a casa! —gritaba Adam a los nordistas, y el tono excitado de su voz convertía aquellas palabras aparentemente suaves en una burla humillante. De nuevo extendió el brazo y apretó el gatillo de su revólver, pero o bien lo había cargado mal o bien olvidó cebarlo con las cápsulas de fulminantes, porque nada ocurrió; pero siguió apretando el gatillo mientras gritaba a los invasores que se fueran a sus casas. Starbuck, al lado de su amigo, se sintió incapaz de disparar contra la bandera que había amparado toda su vida.
—¡Vamos, muchachos! ¡Adelante!
El grito venía del costado derecho de la línea confederada, y Starbuck vio por entre los jirones de humo los uniformes chillones de los zuavos, que cargaban a bayoneta calada contra el enemigo. Algunos de los hombres de Luisiana hacían voltear cuchillos de caza grandes como machetes. Avanzaron rabiosos, lanzando terribles aullidos agudos que helaron la sangre de Starbuck. «Dios mío —pensó—, van a hacer pedazos a esos zuavos en campo abierto». Pero en vez de disparar o defenderse, los nordistas se echaron atrás, y más atrás aún, y de pronto la infantería de Luisiana se encontró en medio de los uniformes azules de los batidores, y los nordistas huían a la desesperada para salvar sus vidas. Un cuchillo de caza trazó un círculo en el aire y un hombre cayó con la cabeza chorreando sangre. Otro batidor nordista quedó clavado en el suelo por una bayoneta, y todo el centro de la línea de asalto federal se hundió ante la sangrienta carga de los zuavos, y el movimiento de retroceso se convirtió en pánico cuando los hombres echaron a correr para evitar ser acuchillados. Pero la infantería de Luisiana no era más que un puñado de hombres con los flancos desprotegidos contra el fuego enemigo, y una súbita descarga nordista diezmó sus filas. El coronel Wheat cayó, con su ablusada camisa roja empapada de sangre.
Los de Luisiana, en patente inferioridad, se detuvieron ante la lluvia de balas que caían sobre ellos. Sus cuerpos cubiertos de ropas chillonas se encogían golpeados por las balas, pero su carga enloquecida había hecho retroceder el centro de la línea de asalto yanqui un buen centenar de metros ladera abajo. Los zuavos se vieron obligados a retroceder, llevándose a su coronel herido hacia los árboles.
—¡Fuego! —gritó un artillero sudista, y uno de los anticuados cañones vomitó un buche de metralla sobre los nordistas.
—¡Fuego! —aulló el mayor Bird, y una veintena de rifles de la Legión escupieron llamas y humo. Un muchacho de la compañía D empujó con su baqueta una bala en un tubo ya atascado con tres cargas de pólvora y balas. Apretó el gatillo, no pareció darse cuenta de que el arma no había disparado y empezó a cargar de nuevo su mosquete.
—¡Fuego! —rugió Nathan Evans, y los de Carolina del Sur vomitaron una descarga cerrada a través de la cerca caída, y en la ladera los de Rhode Island se retiraron, dejando a sus muertos y heridos sangrando sobre la hierba.
—¡Fuego!
Un capellán de Luisiana, olvidado de su Biblia, vació su revólver disparando contra los yanquis, y siguió apretando el gatillo a pesar de que el martillo percutía ya en cámaras vacías, pero él siguió apretando frenético, con un rictus de exaltación en el rostro.
—¡Fuego! —gritó Truslow a sus hombres. Un muchacho de dieciséis años gritó cuando la carga de pólvora de un cartucho le estalló en la cara al verterla en la cámara demasiado caliente de su rifle. Robert Decker disparó hacia la nube de humo. En la hierba del prado, brillaban pequeños fuegos provocados por los tacos ardientes caídos de los cañones de los rifles. Un hombre herido retrocedió a rastras hacia la línea de árboles, intentó pasar sobre el revoltijo de alambres retorcidos de la cerca y se derrumbó allí. Su cuerpo se estremeció una vez, y luego quedó inerte. El caballo de un oficial yacía muerto, y su cuerpo temblaba por los impactos de las balas nordistas, pero el fuego yanqui era esporádico porque los de Rhode Island, demasiado asustados para quedarse quietos y cargar adecuadamente sus armas, retrocedían. Los rebeldes les gritaban desafiantes y escupían las balas desde su boca en los cañones recalentados, atacaban con fuerza las cargas muy adentro con las baquetas, apretaban los gatillos y empezaban de nuevo el proceso. Starbuck observaba luchar a la Legión en su primera batalla, sorprendido al ver la atmósfera de júbilo, de puro gozo, de diversión carnavalesca. Los gritos de los soldados le recordaron a Starbuck los chillidos alocados de unos niños sobreexcitados. Varios grupos de hombres se lanzaron adelante, emulando la carga de los zuavos, y empujaron aún más atrás a los desmoralizados hombres de Rhode Island por la larga pendiente en la que la primera carga yanqui había sido frenada en seco.
Pero ya se estaba formando una segunda línea de asalto hacia la mitad de la pendiente, y más tropas nordistas aparecían en el camino de Sudley. Llegó un regimiento de la infantería de marina de los Estados Unidos, junto a otros tres de voluntarios de Nueva York. Apareció más artillería de campaña, y el primer regimiento de caballería yanqui galopó hasta colocarse en posición a la izquierda de su línea, mientras los recién llegados infantes nordistas marchaban estoicamente al paso por el terreno despejado para reforzar a los maltrechos restos del primer ataque, que habían retrocedido unos doscientos pasos desde el lugar donde los cadáveres amontonados y la hierba resbaladiza empapada de sangre o chamuscada marcaban la línea de la marea alta de su primer asalto fallido.
—¡Formad en línea! ¡Formad en línea!
El grito se inició en algún lugar del centro de la formación confederada, y los oficiales y sargentos ilesos que lo oyeron fueron repitiéndolo, hasta que poco a poco consiguieron hacer retroceder a los rebeldes, que gritaban enloquecidos, hasta la línea de la alambrada. Todos reían alegres, llenos de orgullo por lo que habían hecho. De vez en cuando, un hombre lanzaba un hurra sin razón aparente, o bien otro se volvía para disparar hacia las filas yanquis inmóviles. Los insultos rodaban por la larga pendiente de la ladera.
—¡Volved con vuestras mamás, yanquis!
—¡Traed a algún hombre de verdad la próxima vez!
—¿Os ha gustado la bienvenida de Virginia, bastardos?
—¡Silencio! —gritó el mayor Bird—. ¡Silencio!
Alguien se echó a reír, una risa histérica y descontrolada. Otro lanzó un hurra. Al pie de la pendiente, los cañones nordistas abrieron fuego de nuevo, y sus proyectiles ascendieron silbando hasta la cresta de la colina y estallaron en llamaradas oscuras y más humo. Los obuses de tubo corto del bando nordista nunca habían dejado de disparar, y las parábolas de sus proyectiles sobrevolaban a los soldados de Rhode Island y de Nueva York para estrellarse con rabia en la linde del bosque.
—¡Volved a los árboles! ¡Volved a los árboles!
La orden fue repitiéndose en la línea rebelde, y los sudistas se retiraron a las sombras. Frente a ellos, al elevarse poco a poco la neblina del humo de la pólvora sobre la hierba quemada, aparecieron varios cuerpos tendidos a los dos lados de los restos de la cerca de alambre, y más allá, a la brillante luz del sol, cadáveres de nordistas dispersos por el prado. El oficial de las patillas rojas estaba tendido con la boca abierta y las gafas de montura dorada caídas junto a su rostro, aún colgando de una de sus orejas. Un cuervo aleteó y fue a posarse sobre el cuerpo de aquel hombre. Un nordista herido reptaba hacia los árboles pidiendo un poco de agua, pero en la Legión nadie tenía ya agua. Habían vaciado sus cantimploras y ahora el sol calentaba cada vez más y sus bocas estaban secas por el salitre de la pólvora, pero no había agua y frente a ellos se iban amontonando más y más yanquis que surgían de los bosques para reiniciar el ataque.
—¡Vamos a darles otra vez, muchachos! ¡Vamos a darles otra vez! —gritó el mayor Bird, y a pesar de que el caos del bautismo de fuego de la Legión no le dio ocasión de comprobar a fondo su teoría sobre la mosquetería, de pronto se dio cuenta de que había conseguido algo mucho más valioso: había descubierto una actividad de la que disfrutaba sin reservas. A lo largo de toda su vida adulta, Thaddeus Bird se había enfrentado al dilema clásico del pariente pobre, que consistía en mostrar una deferencia y una gratitud eterna o bien en dar prueba de independencia mediante el cultivo de una oposición puntillosa a cualquier ortodoxia impuesta. Esto último es lo que Bird había preferido hacer hasta que, en medio del humo y la agitación de la batalla, dejó de sentir la necesidad de mantener aquella postura. Ahora paseaba detrás de las filas de sus hombres y observaba los preparativos del nuevo ataque nordista con una extraña satisfacción.
—Cargad las armas —ordenó con voz firme—, pero no disparéis todavía.
—Apuntad a la tripa, muchachos —gritó Murphy—. Dadles duro y los demás se volverán a casa.
Adam, como su tío, sentía también que se había liberado de un peso enorme. El horroroso barullo de la lucha significaba la muerte de todo aquello por lo que había trabajado desde la elección de Lincoln, pero aquel caos terrible también anunciaba que Adam ya no tenía que preocuparse más por las grandes cuestiones de la guerra y la paz, la esclavitud y la emancipación, los derechos de los Estados y los principios cristianos, sino tan solo por mostrarse como un buen vecino de los hombres que se habían presentado voluntarios para servir a su padre. Adam empezó incluso a comprender a su padre, que nunca había sentido escrúpulos morales ni se había parado a sopesar sus actos en la balanza de la equidad con la intención de obtener un veredicto favorable el día del Juicio. En una ocasión en que Adam preguntó a su padre por los principios que regían su vida, Washington Faulconer rechazó la pregunta con una carcajada.
—¿Sabes cuál es tu problema? Piensas demasiado. No he conocido a ningún hombre feliz que pensara mucho. Pensar solo sirve para complicar las cosas. La vida es como saltar un mal obstáculo con un buen caballo: cuanto más confíes en el caballo, mejor te irá, y cuanto más confíes en la vida, más feliz serás. Preocuparse por los principios no es más que palabrería de maestro de escuela. Descubrirás que duermes mejor si tratas a la gente con naturalidad. Y eso no es un principio, sino solo práctica. Nunca he soportado una discusión sobre principios. ¡Basta con que seas tú mismo!
Y Adam, en medio del caos destructor de la batalla, por fin había dejado al caballo la iniciativa de saltar el obstáculo, y descubierto que todos sus remordimientos de conciencia se evaporaban en el placer sencillo de cumplir con su deber. Adam, en un prado batido por el fuego enemigo, se había portado bien. Podría perder la batalla por su país, pero había ganado la guerra de su alma.
—¡Cargad las armas! ¡No disparéis todavía! —El mayor Bird paseaba despacio detrás de las compañías de la Legión, mientras observaba la acumulación de fuerzas enemigas que se preparaban para un nuevo asalto—. Apuntad bajo cuando vengan, muchachos, ¡apuntad bajo! Y buen trabajo el que habéis hecho todos vosotros, buen trabajo.
En tan solo cinco minutos, los hombres de la Legión se habían convertido en soldados.
* * *
—¡Eh, tú! —La voz llamaba a Ethan Ridley desde lo alto de la torre central de señales—. ¡Tú! ¡Sí, tú! ¿Eres un oficial de Estado Mayor?
Ridley, que se había perdido en su marcha al galope hacia el sur, tiró de las riendas. Supuso que ser uno de los ayudantes de Washington Faulconer no era lo que el oficial de señales llamaba un oficial de Estado Mayor, pero Ridley era lo bastante listo para darse cuenta de que necesitaba alguna excusa para galopar en solitario por la retaguardia del ejército confederado, de modo que contestó afirmativamente:
—¡Sí!
—¿Puedes buscar al general Beauregard? —Quien hablaba, un oficial que llevaba galones de capitán, bajó la escalera improvisada. Al pie de la escalera había un letrero escrito a mano que rezaba «SOLO señaleros», y otro decía en letras aún mayores «NO PASAR». El oficial corrió hacia Ridley y le tendió una hoja plegada y lacrada—. Beauregard tiene que leer esto enseguida.
—Pero…
Ridley estaba a punto de decir que no tenía idea de cómo encontrar el general Beauregard, pero decidió que esa declaración sonaría extraña en alguien que había asegurado ser un oficial de Estado Mayor. Además, Ridley se dijo que el coronel Faulconer debía de estar reunido con el general, de modo que si encontraba al coronel también daría con Beauregard.
—Ya he enviado el mensaje a Beauregard con las señales, si es eso lo que ibas a decir —aclaró de mal humor el capitán—, pero quiero que tenga una confirmación escrita. Nunca puedes estar seguro de que te entiendan bien un mensaje de señales. No con los inútiles con los que tengo que trabajar. Necesito gente buena, gente preparada. Me gustaría que le insistieras a Beauregard en ese tema. Con mis respetos, desde luego. La mitad de los tarugos que me mandan no sabe silabear, y la otra mitad no tiene ni siquiera cerebro con el que empezar a aprender. ¡Ahora anda, sé un buen chico y llévale esto tan deprisa como puedas!
Ridley picó espuelas. Estaba en el área de almacenamiento del ejército, y las galeras, las cureñas, las fraguas portátiles, las ambulancias y los carruajes estaban aparcados tan apretados unos a otros que, con las varas vueltas hacia el cielo, parecían un bosque en invierno. Una mujer llamó a gritos a Ridley cuando pasaba al galope para saber qué estaba pasando, pero él se limitó a sacudir la cabeza y a cruzar por delante de las fogatas de las cocinas, de grupos de hombres que jugaban a las cartas, de un niño que jugaba con un gatito… «¿Qué hace aquí toda esta gente?», se preguntó.
Coronó una cuesta y vio el humo de la batalla posado como un tendal de niebla sobre el valle del Bull Run, a su izquierda. Esa niebla, en medio de la cual los cañones disparaban sus proyectiles de un lado a otro de la corriente, cubría el centro y el flanco izquierdo del ejército rebelde, mientras que delante de Ridley se extendía el laberinto de pequeños prados y bosques donde se asentaba el flanco derecho confederado, y donde el general Beauregard se proponía lanzar su propio ataque para sorprender a los nordistas. El coronel Faulconer se encontraba en algún lugar de aquel laberinto, y Ridley dio un descanso a su caballo mientras intentaba orientarse. Estaba tenso e irritado, y se removía en su silla consciente de la trascendencia de la jugada que estaba intentando; pero Ridley siempre estaba dispuesto a asumir cualquier riesgo para saciar su ambición. Hacía ya varias semanas que Ethan Ridley jugaba fuerte y rápido con el dinero de Washington Faulconer, pero ahora, con la Legión dividida frontalmente entre los admiradores del coronel y las personas que le despreciaban, Ridley había tomado partido. Apoyaría sin reservas al coronel para derrotar a Starbuck y a Bird que, estimulados por la pusilanimidad de Adam, habían empujado a la Legión a desobedecer a Faulconer.
La recompensa a su lealtad se concretaría en dinero, y el dinero era el dios de Ridley. Había visto a su padre arruinar a la familia, y la compasión reflejada en la cara de sus vecinos. Había soportado la condescendencia de su hermanastro como también las atenciones empalagosas de Anna Faulconer, todo porque era pobre. Lo avalaba su destreza con el lápiz y el pincel, de modo que siempre le sería posible ganarse la vida pintando retratos o como ilustrador, pero no sentía más deseo de medrar como pintor que como apaleador de carbón o como abogado. Lo que quería era ser como Faulconer, poseer muchos acres de terreno, caballos veloces, una querida en Richmond y una casa en el campo grande y lujosa. Últimamente, con el regreso de Adam, Ridley había llegado a temer que ni siquiera la posición de yerno de Faulconer bastara para asegurarle una porción suficiente de la riqueza de la familia, pero ahora el dios de la guerra jugaba a favor de Ridley. El coronel Faulconer había dado una orden taxativa, que la Legión debía ignorar a Nathan Evans, y los rivales de Ridley en la gratitud del coronel se habían puesto de acuerdo para desobedecer esa orden. Había llegado el momento de castigar la desobediencia.
Sin embargo, Ridley tenía que encontrar antes al coronel Faulconer, para lo cual debía buscar al general Beauregard, y picó espuelas para descender la colina en dirección al paisaje ondulado de bosques espesos y pequeños prados. Su caballo saltó dos vallas, tan animoso como cuando seguía a los perros en una cacería por las colinas en invierno. Giró a la izquierda para seguir un camino ancho bajo los árboles, a cuya sombra descansaba un regimiento de zuavos sudistas, inconfundibles con sus pantalones bombachos y sus camisas ablusadas.
—¿Qué está ocurriendo? —gritó uno de los zuavos al pasar Ridley.
—¿Estamos zurrando a esos bastardos? —llamó un sargento.
—¿Nos buscas a nosotros? —corrió un oficial al encuentro de Ridley.
—Busco a Beauregard —se inclinó Ridley hacia el cuello de su caballo—. ¿Sabes dónde está?
—Sigue hasta el final del bosque, gira a la izquierda, verás una carretera ancha, y por ahí más o menos está. Por lo menos, allí estaba hace media hora. ¿Tienes noticias?
Ridley no tenía noticias, de modo que siguió su camino, y al girar a la izquierda, vio una multitud de soldados de infantería que descansaban a un lado del camino, en el extremo del claro. Los soldados llevaban guerreras azules y por un instante Ridley temió haber cabalgado directamente hasta las líneas yanquis, pero enseguida vio la bandera confederada de las tres barras sobre las tropas, y se dio cuenta de que eran sudistas camuflados con remedos del uniforme azul del Norte.
—¿Sabéis dónde está el general? —preguntó a un oficial de azul, pero el oficial se encogió de hombros y señaló vagamente hacia el norte y al este.
—Lo último que me han dicho es que había ido a una granja por ahí, pero ni idea de dónde diablos está.
—Estuvo aquí —explicó un sargento—, pero se ha ido. ¿Sabe lo que está ocurriendo, señor? ¿Estamos zurrando a esos cabrones?
—No lo sé, diablos, no lo sé.
Ridley continuó, y llegó a una batería de artillería cómodamente instalada en la orilla sur del Bull Run, detrás de un parapeto formado por cestas de junco llenas de tierra.
—Estos son los vados de Balls —le dijo un teniente de artillería después de sacarse la pipa de la boca—, y el general pasó por aquí hace una hora. ¿Puede decirnos qué es lo que está pasando del lado de allá?
Señaló al oeste, donde se oía ruido de descargas y el estruendo del fuego de artillería.
—No.
—Están haciendo bastante ruido, ¿verdad? Yo creía que la guerra iba a decidirse aquí, y no allá abajo.
Ridley cruzó por los vados de Balls a la orilla enemiga del Bull Run. El agua le llegaba al vientre a su caballo, de modo que levantó las piernas para no mojar las botas y los estribos. Una compañía de infantería de Virginia esperaba órdenes sentada a la sombra, junto a la orilla.
—¿Sabe lo que está ocurriendo? —preguntó un capitán.
—No.
—Yo tampoco. Hace una hora nos dijeron que esperáramos aquí, pero nadie nos explicó por qué. Supongo que se han olvidado de nosotros.
—¿Ha visto al general?
—No he visto a nadie de grado superior al de mayor desde hace ya tres horas. Pero un buhonero me ha dicho que estamos atacando, señor, así que a lo mejor los generales están por ahí.
El hombre señaló hacia el norte.
Ridley cabalgó hacia el norte bajo los árboles, despacio para que su caballo sudoroso no se rompiera una pata en alguno de los enormes baches que había dejado en el camino de tierra el paso de las ruedas de la artillería. Unos trescientos metros más allá del vado y en la linde de un maizal pisoteado, Ridley encontró una batería de cañones pesados de doce libras. Los cañones habían sido bajados de sus cureñas y sus tubos letales apuntaban al otro lado del maizal, pero el comandante de la batería no tenía ni idea de lo que había allí, ni de lo que se esperaba que apareciera por los bosques de color verde oscuro situados en el otro extremo del maizal.
—¿Sabe qué es todo ese condenado ruido? —dijo el mayor de artillería señalando al oeste.
—Al parecer se están tiroteando unos a otros con el río de por medio —dijo Ridley.
—Me gustaría tener algo sobre lo que disparar, porque no sé qué diablos estoy haciendo aquí. —Señaló el campo de maíz como si fuera las entrañas recónditas del África ecuatorial—. Está usted viendo el gran fraude de ataque de Beauregard, capitán. El problema es que ni el enemigo está aquí, ni tampoco hay nadie más. Excepto quizás unos chicos de Misisipí que han decidido seguir adelante por ese camino, y que Dios sabe lo que andarán haciendo.
Ridley se secó el sudor de la cara, se echó atrás el sombrero flexible y picó espuelas a su cansado caballo para seguir camino adelante. Encontró a la infantería de Misisipí resguardada en un claro del bosque. Uno de los oficiales, un mayor con un acento tan marcado que Ridley casi no podía entenderle, le dijo que el avance confederado se había detenido allí, debajo de los cedros, y que no estaba del todo seguro del motivo, aunque sabía de cierto, por lo menos tan de cierto como podía estarlo un hombre de Rolling Forks, y eso quería decir que si no era absolutamente cierto poco le faltaba, que el general Beauregard había cruzado al otro lado del Bull Run, pero por un vado diferente. Un vado situado más al este. O puede que más al oeste.
—¿Y sabe usted lo que está ocurriendo? —preguntó el mayor antes de dar un mordisco a una manzana.
—No —confesó Ridley.
—¡Yo tampoco! —El mayor llevaba una airosa pluma en el sombrero, un sable curvo y un florido mostacho que se había untado de aceite para resultar más elegante—. Si encuentra a alguien que sepa qué es exactamente lo que estamos haciendo, dígale que Jeremiah Colby tiene ya ganas de acabar pronto y de una vez con esta guerra. ¡Buena suerte, señor! ¡Tienen ustedes aquí unas manzanas muy hermosas!
Ridley hizo dar la vuelta a su caballo, cruzó el río y empezó a cruzar en diagonal el terreno que se extendía entre el Bull Run y la línea férrea. Los cañones tronaban a lo lejos, y su tono bajo profundo punteaba el chisporroteo agudo de las descargas de fusilería. Aquel ruido subrayaba la urgencia de la búsqueda de Ridley, pero no tenía idea de dónde dirigir esa urgencia. El general, su Estado Mayor y su séquito parecían haber sido tragados por el inmenso y caluroso paisaje. Detuvo su caballo cansado en un cruce de caminos, junto a una pequeña cabaña de madera. Todas las verduras que había en el mísero huerto habían sido arrancadas, salvo una hilera de calabazas aún verdes. Una anciana negra que fumaba una pipa le dirigió una mirada cansina desde la puerta de la cabaña.
—No queda ná que robar, massa —dijo.
—¿Sabe dónde está el general? —preguntó Ridley.
—Ná que robar, massa, todo robado ya.
—Estúpida perra negra —murmuró Ridley en voz baja, y luego más alto y despacio, como si hablara a un niño—: ¿Sabe dónde está el general?
—Todo robado ya, massa.
—Anda y que te zurzan.
Un obús pasó silbando muy por encima de sus cabezas, girando sobre sí mismo y dejando un rastro de humo en el cielo despejado de agosto. Ridley volvió a insultar a la mujer, y luego tomó al azar uno de los caminos y dejó que su caballo exhausto avanzara a su propio ritmo. El polvo levantado por los cascos de la yegua cayó sobre un soldado borracho que dormía junto al camino. Un poco más allá, el perro blanco y negro de una granja yacía en mitad del camino, muerto de un tiro en la cabeza por algún soldado probablemente molesto porque el perro espantaba a su caballo. Ridley pasó a su lado y empezó a inquietarse por la posibilidad de que Beauregard, y Faulconer con él, hubieran marchado en dirección noroeste, hacia donde sonaban los ecos de la lucha, porque sin duda ningún general se quedaría en aquel lugar soñoliento y poblado por el zumbido de las moscas, mientras sus hombres morían cinco kilómetros más allá. Y entonces, al rebasar su caballo la linde de un bosquecillo, vio otra de las extrañas torres de señales alzada junto a una granja, y bajo la torre un grupo de caballos atados a la valla de la granja, y en el porche de la granja a un grupo de hombres relucientes de charreteras doradas, de modo que Ridley picó decidido espuelas hacia allí, pero justo en el momento en que el caballo aceleraba el paso a regañadientes, un jinete montado en un caballo alto de pelaje negro salió de la granja y se dirigió a galope tendido hacia él. Era el coronel.
—¡Señor! ¡Coronel Faulconer! —Ridley hubo de gritar para que el coronel le prestara atención. De no hacerlo, Washington Faulconer habría pasado al galope delante de Ridley sin siquiera verle.
El coronel se volvió a mirar a aquel jinete cansado, reconoció a Ridley y se detuvo.
—¡Ethan! ¡Eres tú! ¡Ven conmigo! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡No importa! ¡Tengo buenas noticias, excelentes noticias!
El coronel había pasado una mañana frustrante. Encontró a Beauregard poco después de las seis, pero el general ni lo esperaba ni tenía tiempo para atenderle, de modo que Faulconer se vio obligado a esperar mientras las horas iban pasando. Pero ahora, milagrosamente, acababa de recibir las órdenes que ansiaba. Beauregard, en un intento desesperado de reavivar el ataque que tan misteriosamente había quedado paralizado en aquel sector desierto al otro lado del Run, reclamó tropas frescas, y Faulconer vio su oportunidad. Había ofrecido la Legión y recibido órdenes de hacer pasar a sus hombres al flanco derecho. Los hombres recién llegados del ejército del Shenandoah del general Johnston marcharían a reforzar el flanco izquierdo rebelde, y Beauregard infundiría nuevos ímpetus al derecho.
—Necesitamos un poco de entusiasmo —gruñó Beauregard a Faulconer—, más empuje. No es bueno andarse con arrumacos en un campo de batalla, tienes que usar el látigo y las espuelas.
Era precisamente lo que quería oír Faulconer: la oportunidad de ponerse al frente de la Legión en una carga victoriosa que escribiría otra página gloriosa de la historia de Virginia.
—¡Vamos, Ethan! —repitió ahora Washington Faulconer—. ¡Tenemos permiso para atacar!
—¡Pero es que se han ido! —gritó Ridley. Su caballo cansado era mucho más lento que el corcel fresco del coronel, Saratoga.
El coronel retuvo a Saratoga, se volvió y se quedó mirando a Ridley.
—Se han ido, señor —dijo Ridley—. Eso es lo que he venido a decirle.
El coronel espantó una mosca con su fusta.
—¿Qué quieres decir con que se han ido?
Parecía muy tranquilo, como si no hubiese entendido la noticia que Ridley había venido a traerle cruzando todo el frente de batalla.
—Ha sido Starbuck —dijo Ridley—. Ha vuelto, señor.
—¿Ha vuelto? —preguntó el coronel, incrédulo.
—Dijo que traía órdenes de Evans.
—¡Evans!
Faulconer pronunció el nombre con un rencor venenoso.
—De modo que se han ido a Sudley, señor.
—¿Starbuck trajo órdenes? ¿Qué diablos hizo Pecker?
—Ordenó marchar a los hombres a Sudley, señor.
—¿Bajo el mando de ese mico de Evans? —gritó el coronel con tanta fuerza que su caballo, inquieto, relinchó suavemente.
—Sí, señor. —Ridley se sintió satisfecho al comunicar aquellas noticias acusadoras—. Por eso he venido a buscarle.
—¡Pero si no hay ninguna maldita batalla en Sudley! ¡Es una finta! ¡Un engaño! ¡El general está al corriente de todo! —El coronel estalló en una furia repentina e incandescente—. ¡La batalla va a disputarse aquí! ¡Cristo! ¡En esta parte del campo! ¡Aquí! —El coronel azotó el aire con su fusta, que silbó al rasgar el aire y asustó al ya nervioso Saratoga—. Pero ¿y Adam? Le dije que no permitiera que Pecker hiciera ninguna tontería irresponsable.
—Adam se dejó convencer por Starbuck, señor. —Ridley hizo una pausa y sacudió la cabeza con tristeza—. Me enfrenté a ellos, señor, pero solo soy un capitán. Nada más.
—Ahora eres mayor, Ethan. Vas a ocupar el puesto de Pecker. ¡Maldito Pecker, y maldito Starbuck! ¡Maldito, maldito, maldito sea! ¡Lo mataré! ¡Echaré sus entrañas a los puercos! ¡Vamos, Ethan, vamos!
Y el coronel picó espuelas.
El mayor Ridley, que le seguía tan deprisa como le era posible, se acordó de pronto del mensaje del señalero para Beauregard. Sacó el papel lacrado de su bolsillo y se preguntó si debía mencionar su existencia al coronel, pero el coronel galopaba ya lejos y su caballo levantaba una nube de polvo del camino, y Ridley no quería quedarse demasiado atrás, sobre todo ahora que había sido ascendido a mayor y a segundo del coronel en el mando, de modo que arrojó lejos el mensaje y galopó detrás del coronel en dirección al tronar de los cañones.
* * *
En la linde de los árboles de la cresta, donde la improvisada brigada de Evans había rechazado el primer asalto nordista, la batalla se había convertido en un duro bombardeo unilateral. Para los artilleros yanquis era poco más que una sesión de prácticas contra un objetivo inerte, porque los dos pequeños cañones confederados habían quedado destruidos: el tren de rodaje del primero resultó partido en dos por un impacto directo de una bomba de doce libras, y el segundo perdió una rueda debido a otro impacto y, unos minutos más tarde, otra bomba de doce libras había reducido a astillas los radios de la rueda de respeto. Los dos cañones averiados, cargados aún con metralla sin disparar, estaban abandonados en la linde del bosque.
El mayor Bird se preguntó si era posible intentar algo, pero no se le ocurrió nada. Intentó analizar la situación, y llegó a la sencilla conclusión de que las tropas sudistas estaban resistiendo frente a un número muy superior de nordistas, pero a cada momento que pasaban en la línea de árboles perdían más hombres de modo que, por un proceso tan ineluctable como una ecuación matemática, llegaría un momento en el que ya no quedarían sudistas supervivientes, y los nordistas pasarían por encima de los cadáveres rebeldes y ganarían la batalla y, presumiblemente, también la guerra. Bird no podía cambiar ese resultado porque no había nada inteligente que pudiera hacer; ningún ataque de flanco, emboscada ni treta para sorprender al enemigo. Sencillamente, había llegado el momento de luchar y morir. El mayor Bird lamentaba aquella situación sin esperanza, pero no veía ningún modo elegante de salirse de ella, y por esa razón estaba decidido a quedarse donde estaba. Lo extraño era que no sentía miedo. Intentó analizar esa ausencia, y decidió que era el afortunado poseedor de un temperamento sanguíneo. Celebró aquella feliz constatación con una cariñosa mirada a hurtadillas al retrato de su esposa.
Tampoco Adam Faulconer sentía miedo. No podía decir que se estuviera divirtiendo aquella mañana, pero por lo menos la experiencia de la batalla había reducido el torbellino de la vida a unas pocas preguntas sencillas, y Adam se estaba encontrando a sí mismo en aquella libertad. Como todos los demás oficiales, había prescindido del caballo y lo había dejado atrás, al resguardo de los árboles. Los oficiales de la Legión se habían dado cuenta de que el fuego de fusil del enemigo era demasiado alto para poner en grave peligro a los hombres agazapados en el suelo, pero no tan alto como para marrar en quienes iban montados, de modo que desobedecieron las preciosas órdenes del coronel de seguir montados pasara lo que pasara, y se convirtieron en infantería.
Nathaniel Starbuck se fijó en que a algunos hombres, como Truslow y, de forma más sorprendente, el mayor Bird y Adam, no parecía costarles el menor esfuerzo mostrarse valerosos. Se dedicaban tranquilamente a su tarea, paseaban erguidos frente al enemigo y conservaban su buen humor. La mayoría de los hombres oscilaban bruscamente de la bravura a la timidez, pero en general respondían bien a las indicaciones de los valientes. Cada vez que Truslow se adelantaba para disparar a los nordistas, una docena de batidores lo acompañaban; y cuando el mayor Bird recorría la línea en la linde de los árboles, los hombres le sonreían, cobraban ánimos y estaban contentos de ver a aquel excéntrico maestro de escuela en apariencia impasible ante el peligro. Si se utilizaba adecuadamente a aquellos hombres medianos, meditó Starbuck, la Legión podría realizar milagros. También había una minoría, la de los cobardes, que se habían retirado muy atrás al resguardo de los árboles, y allí simulaban estar muy ocupados en cargar o reparar sus armas, pero de hecho solo se estaban colocando a cubierto del silbido fantasmal de las balas minié y del zumbido y el estallido posterior de las granadas.
Las balas y las granadas habían dejado reducida la brigada confederada de Evans a una línea irregular de hombres acurrucados a la sombra en la linde de los árboles. De vez en cuando, un grupo de soldados osaba salir a terreno abierto, disparaba y se volvía atrás, pero los yanquis tenían ahora una horda de batidores en el prado y cada aparición de un rebelde provocaba una violenta ráfaga de disparos de fusil. Los oficiales rebeldes más valerosos paseaban por el margen del bosque, daban ánimos a los hombres e incluso hacían algún pequeño chiste a costa de los norteños, aunque Adam, decidido a que la Legión de su padre le viera, no caminaba a la sombra sino abiertamente a la luz del sol, y mientras caminaba avisaba en voz alta a los hombres para que no dispararan en el momento en que pasaba delante de sus fusiles. Los hombres le gritaban que se pusiera a cubierto, que retrocediera a la línea de los árboles, pero Adam se negaba a hacerlo. Se exponía, como si creyera que su vida estaba protegida por algún hechizo. Se decía a sí mismo que no temía al Mal.
El mayor Bird se colocó al lado de Starbuck y observó a Adam al sol.
—¿Se da cuenta de que las balas van altas? —dijo Bird.
—¿Altas?
—Le están apuntando, pero los disparos van altos. Lo he estado observando.
—Es verdad.
Starbuck probablemente no se habría dado cuenta aunque los yanquis estuvieran disparando a la Luna, pero ahora que Thaddeus Bird se lo hizo notar, vio que la mayor parte del fuego nordista se perdía entre las hojas de los árboles, por encima de la cabeza de Adam.
—¡Está loco! —dijo Starbuck furioso—. ¡Está buscando que le maten!
—Lo hace por su padre —explicó Bird—. Faulconer tendría que estar aquí, pero como no está, Adam mantiene el honor de la familia como si su padre estuviera en su lugar. Es probable que Adam esté sufriendo un acceso de mala conciencia. He notado que, por lo general, Adam mejora en ausencia de Faulconer, ¿no le parece?
—Prometí a su madre que lo protegería.
Bird soltó una carcajada.
—Una tontería por su parte. ¿Cómo supone que va a hacerlo? ¿Le va a comprar una de esas ridículas corazas de hierro que anuncian en los periódicos? —Bird movió negativamente la cabeza—. Mi hermana solo le cargó con esa responsabilidad, Starbuck, para rebajar la autoestima de Adam. Supongo que él estaba presente.
—Sí.
—Mi hermana, ¿comprende?, ingresó al casarse en una familia de serpientes, y desde entonces se ha dedicado a instruirse en los secretos del veneno. —Bird cacareó una risita—. Pero Adam es el mejor de todos ellos —concedió—, el mejor con mucho. Y valeroso —añadió.
—Mucho —dijo Starbuck, y se avergonzó de sí mismo porque no había hecho nada valeroso durante el combate de aquella mañana. La confianza que le invadió hasta tal extremo en la estación del ferrocarril de Rosskill se había evaporado a la vista de la bandera de su país. Todavía no había disparado su revólver, ni estaba seguro de poder disparar contra sus compatriotas, pero tampoco estaba dispuesto a abandonar a sus amigos de las filas de la Legión. De modo que paseaba impaciente por la linde del bosque y observaba las lejanas nubecillas de humo que escupían los cañones yanquis. Quería describir ese humo a Sally, y por esa razón lo había estado observando cuidadosamente, y vio que era blanco al principio y se oscurecía rápidamente hasta un color gris azulado. En una ocasión, al mirar con mucha atención la parte baja de la ladera, Starbuck juraría que había podido apreciar la estela azulada de un proyectil en el aire impregnado de humo, y unos segundos después oyó el crujido siniestro del estallido entre las ramas que se alzaban sobre su cabeza. Uno de los cañones nordistas estaba emplazado al lado de un almiar de la granja situada al pie de la ladera, y el fogonazo de los disparos había prendido fuego a la paja. Las llamas saltaban y se retorcían furiosas, y arrojaban un humo muy negro al aire, enrarecido por la pólvora quemada.
—¿Se ha enterado de que el pobre Jenkins nos ha dejado? —dijo el mayor Bird en el tono de voz que podía haber empleado para observar que la primavera se adelantaba ese año, o que las cosechas iban a ser abundantes.
—¿Dejado? —preguntó Starbuck, porque el término era lo bastante ambiguo para dar pie a la interpretación de que Roswell Jenkins se había ido sencillamente por su propio pie del campo de batalla.
—Volatilizado. Alcanzado por una granada. Lo que queda de él se parece a lo que se suele encontrar en el tajo de un carnicero.
Las palabras de Bird eran brutales, pero el tono de voz mostraba un sentimiento respetuoso.
—Pobre Jenkins. —Starbuck no sentía un aprecio especial por Rosswell Jenkins, que repartió botellas de whisky para asegurarse su elección como oficial y luego dejó el mando de la compañía en manos del sargento Truslow—. ¿En quién recaerá ahora el mando de la compañía A?
—En quien quiera mi cuñado, o más bien en quien quiera Truslow. —Bird se echó a reír, y luego convirtió el movimiento de pájaro carpintero de su cabeza en el de una sinuosa serpiente—. ¿Importa lo más mínimo quién asuma el mando? Porque es muy posible que de la Legión no quede nada. —Bird hizo una pausa—. Puede que no quede ni siquiera la Confederación. —Bird se agachó involuntariamente cuando un fragmento de proyectil pasó silbando sobre su cabeza y fue a incrustarse en un árbol, pocos centímetros por encima de la cabeza de Starbuck. Bird se irguió y sacó de la petaca uno de sus cigarros oscuros—. ¿Quiere uno?
—Por favor.
Desde la noche en que fue a ver a Belvedere Delaney en Richmond, Starbuck fumaba cada vez más asiduamente.
—¿Tiene un poco de agua? —preguntó Bird al tiempo que ofrecía un cigarro a Starbuck.
—No. Ya me gustaría.
—Parece que hemos agotado el agua. «Doc» Billy me ha pedido para los heridos, pero no nos queda ni una gota y no puedo prescindir de nadie para que vaya a buscar más. Hay tantas cosas que hemos descuidado…
Sonó una estrepitosa descarga de mosquetería hacia el norte, prueba de que más tropas confederadas entraban en acción. Starbuck había visto por lo menos dos regimientos sudistas más sumarse al flanco derecho de la improvisada línea defensiva de Nathan Evans, pero por cada hombre de refresco de Alabama o de Misisipí llegaban por lo menos tres nordistas, y los yanquis así reforzados enviaban cada vez más tropas ladera arriba para castigar con su fuego de fusil la tenue línea del frente rebelde.
—Ya no puede durar mucho —dijo tristemente el mayor Bird—, no puede durar mucho…
Un oficial de Carolina del Sur apareció a la carrera en la linde del bosque.
—¿Mayor Bird? ¿Mayor Bird?
—¡Aquí!
Bird se apartó de Starbuck para atender al recién llegado.
—El coronel Evans desea que avancen todos, mayor. —El hombre de Carolina del Sur tenía la cara ennegrecida por la pólvora, la guerrera rasgada y los ojos inyectados en sangre. La voz era ronca—. El coronel dará un toque de corneta y desea que todos carguemos a una. —El hombre hizo una pausa, consciente de que estaba pidiendo lo imposible, y acabó por recurrir directamente al patriotismo—. Una última carga de verdad, mayor, por el Sur.
Por un instante, pareció que el mayor Bird se iba a echar a reír ante una llamada tan directa a su patriotismo, pero se contuvo y asintió.
—Muy bien.
Por el Sur, una última carga enloquecida, un último gesto de desafío.
Antes de perder definitivamente la batalla y la causa.
* * *
Las cuatro compañías que «Zancos» Evans había dejado guardando el puente de piedra se vieron forzadas a retirarse cuando los nordistas, mandados por un coronel llamado William Sherman, descubrieron un vado aguas arriba del puente y rodearon a sus débiles defensores. Estos respondieron con una descarga rabiosa, y se retiraron apresuradamente cuando los hombres de Sherman cruzaban ya el Bull Run.
Una granada explotó por encima del puente abandonado, y luego apareció por el extremo de la otra parte un oficial de guerrera azul y señaló su captura con la espada alzada hacia las baterías de cañones del Norte.
—¡Alto el fuego! —gritó el comandante de la batería—. ¡Pasad la bayeta! ¡Traed los caballos! ¡Andad despiertos ahora!
Con el puente en su poder, el ejército nordista podía ahora cruzar el Bull Run y acabar de copar al ejército rebelde para destruirlo definitivamente.
—Ahora pueden ustedes avanzar con entera seguridad hasta la posición de la batería, caballeros —anunció el capitán James Starbuck a los periodistas, aunque su anuncio apenas era necesario porque ya grupos de paisanos excitados se dirigían a pie o a caballo hacia el puente de piedra capturado. Un congresista saludó a las tropas agitando su cigarro humeante, y se apartó luego a un lado para dejar paso a los caballos que tiraban de una de las piezas con un fuerte traqueteo y rechinar de metales.
—¡Derechos a Richmond, muchachos! ¡Derechos a Richmond! —gritó—. ¡Dadles una buena zurra a esos perros ladradores! ¡Adelante!
Un batallón de infantería nordista con uniformes grises seguía detrás de los caballos de la artillería. El 2.º Regimiento de Wisconsin vestía de gris porque no había encontrado paño azul suficiente para sus uniformes.
—Enarbolad bien alto la bandera, muchachos —les dijo su coronel—, y el Señor sabrá que no somos escoria rebelde.
Una vez cruzado el puente, los hombres de Wisconsin tomaron el camino del portazgo en dirección norte, hacia una lejana neblina de humo de pólvora que indicaba que una tenaz línea defensiva confederada resistía aún frente al movimiento de flanqueo de los nordistas. El capitán James Starbuck dio por supuesto que las tropas uniformadas de gris de Wisconsin asaltarían el flanco desguarnecido de aquellos defensores rebeldes, los desbaratarían y los destruirían, completando de ese modo la victoria que Dios concedía al Norte. «Dios Todopoderoso —pensó el piadoso James— se ha complacido en bendecir a este país en el día del Señor. La venganza de Dios ha sido rápida, su justicia implacable y su victoria abrumadora». Incluso los impíos agregados militares extranjeros empezaron a felicitarle.
—Esto es exactamente lo que había planeado el brigadier general McDowell —dijo James, adjudicando lealmente los designios de Dios al general nordista—. Preveíamos una resistencia inicial, caballeros, seguida por un colapso súbito y la destrucción progresiva de las posiciones enemigas.
Solo el francés, el coronel Lassan, pareció escéptico, y preguntó a qué se debía lo escaso del fuego artillero confederado.
—¿Es posible que estén reservando a su artillería? —sugirió a James.
—Yo sugeriría más bien, señor —respondió James, picado por el escepticismo del francés—, que los rebeldes carecen de la competencia profesional necesaria para desplegar de forma eficaz sus cañones.
—Ah, entonces será eso, capitán, desde luego…
—En realidad son granjeros, no soldados —insistió James—. Puede considerarlo, coronel, como una revuelta campesina.
James se preguntó si no estaba exagerando un poco, pero todo lo que significara denigrar a los rebeldes era música celestial para sus oídos, de modo que no solo no retiró el insulto, sino que lo adornó más aún.
—Es un ejército de rústicos ignorantes mandado por inmorales propietarios de esclavos.
—Entonces, ¿la victoria es segura? —preguntó el desconfiado Lassan.
—¡Segura, garantizada!
James sintió el hormigueo feliz de un hombre que ve concluido con pleno éxito un trabajo difícil; y en efecto, los regimientos cruzaron el puente de piedra con la misma sensación de euforia. Tres divisiones nordistas estaban apretujadas en el camino a la espera de cruzar el río, una docena de bandas de música tocaban, las mujeres vitoreaban, ondeaban las banderas y Dios moraba en su cielo: el flanco de Beauregard había sido rodeado y la rebelión agonizaba hecha pedazos.
Y aún no era ni siquiera mediodía.