Capítulo 6
Empezó a llover en el momento en que el tren se detenía rechinando en medio de fuertes pitidos, con el gran rastrillo delantero en forma de falda de la locomotora apenas a veinte pasos del lugar en que Truslow había levantado los raíles. El humo que brotaba de la alta y bulbosa chimenea era arrastrado hacia el río por el viento cargado de lluvia. Silbó un instante el vapor en una válvula, y luego los dos maquinistas fueron obligados a salir de su cabina por uno de los hombres de Truslow.
Starbuck había vuelto ya al puente para dar la noticia de la llegada del tren al coronel que, de pie al lado del río que corría veinte metros más abajo, quiso saber por qué razón la aparición de un tren había de retrasar la destrucción del puente. Starbuck no supo qué responder.
—¡Dile a Hinton que vuelva a cruzar el puente ahora mismo! —Faulconer hizo bocina con las manos para gritar la orden a Starbuck. Parecía furioso—. ¿Me oyes, Nate? ¡Quiero a todo el mundo aquí ahora mismo!
Starbuck rodeó la barricada y vio a los maquinistas en tierra, de espaldas a las grandes ruedas tractoras de la locomotora. El capitán Hinton hablaba con ellos, pero se volvió al oír acercarse a Starbuck.
—¿Por qué no vas a ayudar a Truslow, Nate? Está tratando de que le abran el furgón.
—El coronel quiere a todo el mundo al otro lado del puente, señor. Parece cosa urgente.
—Ve y dile eso a Truslow —sugirió Hinton—. Yo te esperaré aquí.
La locomotora siseante olía a humo de leña, hollín y grasa. Tenía un letrero enmarcado en bronce encima de la rueda tractora delantera, con el nombre Swiftsure en metal incrustado. Detrás de la locomotora estaba el ténder, repleto de leña cortada, y a continuación cuatro vagones de pasajeros, un furgón cerrado y el vagón de servicio. Los guardias se habían encerrado en este último, y mientras Starbuck caminaba a lo largo de un costado del tren detenido, Truslow empezó a disparar contra ese vagón.
Varias mujeres chillaron al oír los disparos.
—Usa la pistola si alguien crea problemas —gritó Hinton a Starbuck.
Starbuck casi se había olvidado del enorme revólver Savage de doble gatillo que había llevado encima desde el día en que partió a caballo para traerse a Truslow de las montañas. Ahora desenfundó el largo cañón. Pasó bajo los vagones, cuyas pequeñas chimeneas de la calefacción exhalaban delgados hilos de humo que el viento húmedo y frío desvanecía. Algunas de las cajas de los ejes de los vagones estaban tan calientes que el agua de la lluvia, al caer sobre el metal, se evaporaba al instante despidiendo un chisporroteo. Los pasajeros miraban a Starbuck desde detrás de los vidrios surcados de gotas de lluvia y hollín, y sus miradas hicieron que Nathaniel Starbuck se sintiera extrañamente heroico. Estaba sucio, despeinado y sin afeitar, pero bajo la mirada de los pasajeros se transformó en un gallardo proscrito como los jinetes que galopaban por los brezales en los libros de sir Walter Scott. Detrás de los cristales sucios de las ventanillas del tren, quedaba el mundo respetable, civilizado, que aún no hacía seis meses habitaba Starbuck, mientras que allí fuera estaban las incomodidades y los peligros, el riesgo y la tentación, y por eso pasó delante de los asustados pasajeros con todo el orgullo que puede mostrar un joven. Una mujer se tapó la boca con la mano, como espantada al ver su rostro, y un niño frotó el cristal para eliminar el vaho y poder ver mejor a Starbuck. Starbuck le saludó con la mano y el niño se echó atrás, asustado.
—¡Te colgarán por esto! —gritó un hombre de patillas de hacha desde una ventanilla abierta, y aquella furiosa amenaza hizo que Starbuck se diera cuenta de que los pasteros habían tomado a los asaltantes de Faulconer por vulgares ladrones de trenes. Encontró la idea absurdamente halagadora, y soltó una carcajada.
—¡Te colgarán! —gritó de nuevo el hombre, y uno de los asaltantes que habían entrado en el tren le dijo que se sentara y cerrara el pico.
Starbuck llegó al vagón de cola en el momento en que uno de los hombres encerrados dentro le gritaba a Truslow que dejara de disparar. Truslow, armado con un revólver, había estado trabajando el costado del vagón con toda tranquilidad, colocando una bala en uno de cada tres tablones y obligando de ese modo a retroceder a los guardias hacia la parte trasera del vagón, pero ahora, al ver que la siguiente bala iba a alcanzar sin la menor duda a uno de ellos, los hombres del interior gritaron que se rendían. La puerta se abrió con mucha cautela, y dos hombres de edad mediana, uno flaco y el otro gordo, aparecieron en la plataforma del vagón.
—Ni siquiera tenía por qué estar en este tren —gimió el hombre gordo a Truslow—. Solo había venido a acompañar aquí a Jim. ¡No me dispare, señor, tengo mujer e hijos!
—¿La llave del furgón? —preguntó Truslow al hombre flaco en tono aburrido.
—Aquí la tiene, señor.
El hombre flaco, que llevaba el uniforme de guardia, sostuvo en alto un pesado manojo de llaves, y luego, a una seña de Truslow, lo dejó caer al suelo. El guardia, igual que Truslow, daba la impresión de haber pasado por el mismo trance en otras ocasiones.
—¿Qué hay en este vagón? —preguntó Truslow.
—No gran cosa, en realidad. Herramientas sobre todo. Algo de plomo.
El guardia se encogió de hombros.
—Echaré un vistazo de todos modos —dijo Truslow—, así que fuera vosotros dos. —Truslow estaba muy tranquilo. Incluso se enfundó el revólver descargado en el cinto mientras los dos hombres saltaban a las piedras del tendido férreo—. Las manos arriba. Bien alto —ordenó Truslow, y luego hizo una seña a Starbuck—. Regístrales. Estás buscando armas.
—¡He dejado la mía dentro! —dijo el guardia.
—Busca, chico.
Starbuck se sintió incómodo porque, tan de cerca, podía incluso oler el terror del hombre gordo. Aquel hombre llevaba cruzado sobre el vientre un reloj de cadena barato, chapado en oro y con varios cierres.
—Llévese el reloj, señor —dijo cuando la mano de Starbuck tropezó con los cierres—, adelante señor, lléveselo, por favor.
Starbuck apartó la mano del reloj. El cuello del hombre gordo empezó a temblar de forma incontrolable cuando Starbuck le vació los bolsillos. Había una petaca de licor, cigarros, dos pañuelos, una caja con yesca, un puñado de monedas y un libro de bolsillo.
—No hay armas —dijo Starbuck cuando acabó de registrar a los dos hombres.
Truslow asintió.
—¿Algún soldado de donde venís, chicos?
Los dos hombres tardaron unos instantes en contestar, como si se prepararan para mentir, y luego el guardia asintió.
—Hay un buen montón de ellos diez millas más abajo. Puede que sean cien soldados de caballería, de Ohio. Dijeron que esperaban un ataque de los rebeldes. —Hizo una pausa y frunció la frente—. ¿Son ustedes rebeldes?
—Solo ladrones de trenes —dijo Truslow, e hizo una pausa para escupir un chorro de jugo de tabaco—. Ahora empezad a caminar hacia esos soldados, chicos.
—¿Caminar? —preguntó el hombre gordo, horrorizado.
—Caminar —insistió Truslow—, y sin mirar atrás, o empiezo a disparar. Caminad entre los raíles, muy despacio y sin pararos. Os estoy vigilando. ¡Empezad ya!
Los dos hombres empezaron a caminar. Truslow esperó a que estuvieran fuera del alcance de la voz, y volvió a escupir.
—Parece que alguien estaba enterado de que veníamos.
—Yo no se lo he contado a nadie —dijo Starbuck a la defensiva.
—No he dicho que lo hayas contado tú, y tampoco lo pienso. ¡Diablos, el coronel lleva días hablando de esta incursión! Lo raro es que no esté la mitad del ejército de los Estados Unidos esperándonos. —Truslow trepó al vagón de servicio y desapareció en el interior en penumbra—. ¿Sabes? —siguió diciendo, ya dentro del vagón—, hay gente que cree que eres un espía. Solo porque eres yanqui.
—¿Quién dice eso?
—Solo gente. No tienes por qué preocuparte. No tienen otra cosa de que hablar, y por eso se preguntan qué diablos está haciendo un yanqui en un regimiento de Virginia. ¿Quieres café de la estufa de aquí dentro? Está templado. Caliente no, solo templado.
—No.
Starbuck se sintió ofendido de que se dudase de su lealtad. Truslow reapareció en la plataforma trasera con la pistola del guardia y una taza de latón con café. Comprobó que la pistola estaba cargada y vació la taza de un trago antes de saltar de nuevo a la vía.
—Bien. Ahora vamos a registrar los vagones de los pasajeros.
—¿No deberíamos marcharnos? —sugirió Starbuck.
—¿Marcharnos? —Truslow frunció el entrecejo—. ¿Por qué diablos íbamos a marcharnos? Acabamos de parar este hijoputa de tren.
—El coronel quiere que crucemos el puente ya. Está a punto de volarlo.
—El coronel puede esperar —dijo Truslow, y señaló a Starbuck los vagones de pasajeros—. Empezaremos por el último vagón. Si algún bastardo nos da problemas, dispárale. Si una mujer o un niño se pone a gritar, dale una bofetada para que se calle. Los pasajeros son como las gallinas. Si les dejas alborotarse arman un jaleo del infierno, pero con un poco de mano dura se están quietecitos y callados. Y no cojas nada muy pesado porque tendremos que cabalgar deprisa. Dinero, joyas y relojes, eso es lo que buscamos.
Starbuck se quedó petrificado.
—¡No irás a robar a los pasajeros!
Aquella idea le produjo una auténtica conmoción. Una cosa era pasear delante del tren como un filibustero bajo la mirada de los asustados pasajeros, y otra muy distinta quebrantar el sexto mandamiento. Las peores palizas que había recibido Starbuck en su vida fueron castigos por robar. Cuando tenía cuatro años, se comió las almendras de un pote de la cocina, y dos años después se llevó un barco de madera del baúl de los juguetes de su hermano mayor, y en las dos ocasiones el reverendo Elial le había azotado hasta hacer brotar la sangre. Desde entonces hasta que Dominique le convenció de que robara el dinero del mayor Trabell, Starbuck había sentido terror por el robo, y las consecuencias de haber ayudado a Dominique solo contribuyeron a reforzar las lecciones de la infancia de que robar era un crimen terrible que Dios castigaba con severidad.
—No puedes robar —dijo a Truslow—. No puedes…
—¿Esperas que les compre sus pertenencias? —preguntó Truslow burlón—. Vamos, no te entretengas.
—¡No voy a ayudarte a robar! —Starbuck se mantuvo firme. Había pecado mucho en las últimas semanas. Había cometido el pecado de desear a la mujer del prójimo, había consumido bebidas alcohólicas, había hecho una apuesta, había faltado al honor de su padre y su madre, y no había guardado la fiesta del día del Señor, pero no iba a convertirse en un ladrón. Solo había ayudado a Dominique a robar porque ella le convenció de que era dinero que le debían, pero no iba a ayudar a Truslow a robar a los inocentes pasajeros del tren. Muchos de sus pecados le parecían dudosos y difíciles de evitar, pero un atraco como aquel era un pecado absoluto e innegable, y Starbuck no tenía intención de dar un paso más por el resbaladizo camino del infierno al añadir aquella transgresión a la funesta y larga lista de sus pecados.
Truslow se echó a reír.
—Siempre se me olvida que eres un predicador. O medio predicador. —Pasó a Starbuck el mazo de llaves—. Una de estas abre el furgón. Entra y busca. No tienes que robar nada —el sarcasmo era muy acentuado—, pero puedes mirar si hay suministros militares y si ves alguna otra cosa que valga la pena «confiscar», y también puedes decirme lo que has encontrado. Y toma esto.
Truslow sacó de la vaina su enorme cuchillo de caza y se lo tendió a Starbuck. Starbuck no acertó a tomarlo, pero se inclinó a recogerlo del suelo donde había caído.
—¿Para qué es?
—Para rebanar pescuezos, chico, pero puedes utilizarlo para abrir las cajas. A menos que tengas intención de desclavarlas con los dientes.
El pesado cerrojo de bronce de la puerta corredera del furgón estaba a más de dos metros de altura sobre la vía, pero un estribo herrumbroso de hierro indicó a Starbuck cómo podía llegar hasta él. Se subió al estribo y se agarró como pudo al asa mientras probaba las llaves. Cuando por fin encontró la correcta, abrió el cerrojo, empujó a un lado la pesada puerta y entró.
El vagón estaba lleno de cajones de madera y sacos. Los sacos podían abrirse con más facilidad que los cajones, y resultó que contenían grano, aunque Starbuck no tenía ni idea de qué género. Hizo correr el grano entre los dedos y luego examinó los cajones apilados y se preguntó cómo podría registrarlos todos. Lo más fácil sería tirarlos al suelo, pero probablemente eran de propiedad privada y no quería correr el riesgo de romper nada. La mayor parte de los cajones tenían impreso como destino un almacén de Baltimore o de Washington, prueba de que la ocupación de Harper’s Ferry no había puesto fin del todo al tráfico federal a través de las montañas. Uno de los cajones destinados a Washington estaba pintado de negro y llevaba a un lado una leyenda torpemente escrita: «1000 cartuchos rifle mosquete 69IN».
Eso por lo menos tenía que ser material bélico, y por tanto una presa legítima. Utilizó el cuchillo mellado para cortar las cuerdas que sujetaban la pila de cajones, y luego empezó a volcar los colocados más arriba sobre los sacos de grano. Le llevó sus buenos cinco minutos llegar a la caja pintada de negro, y más tiempo aún levantar la tapa bien claveteada, para descubrir finalmente que en efecto guardaba cartuchos de papel, cada uno de los cuales contenía una bala y una medida de pólvora. Starbuck hizo lo que pudo para clavar de nuevo la tapa, y luego arrojó la caja a la vía desde el furgón. Todavía llovía, de modo que remachó la tapa de la caja con el tacón de su bota derecha, para no dejar resquicios por los que se colara la humedad.
Había otro cajón pintado de negro debajo de otra pila, de modo que volvió a subir al furgón y movió aún más cajones, hasta que pudo extraer el segundo, que, como el anterior, llevaba un rótulo pintado indicando que también contenía cartuchos. Colocó el cajón sobre el primero, y volvió a subir al furgón para continuar su laboriosa búsqueda.
—¿Qué demonio estás haciendo, chico?
Truslow había aparecido en la puerta del furgón. Llevaba una gran bolsa de piel en la mano derecha y la pistola del guardia en la izquierda.
—Son cartuchos. —Starbuck señaló los dos cajones colocados al lado de Truslow—, y creo que por aquí debe de haber más.
Truslow levantó la tapa del cajón más próximo, miró el interior y escupió jugo de tabaco sobre los cartuchos.
—No sirven para nada más que las ubres a un toro.
—¿Cómo?
—Son punto seis nueve como los que utilicé en México. Los rifles que compró el coronel en Richmond son cinco ocho.
—Ah.
Starbuck sintió que se ruborizaba de vergüenza.
—¿Puedes prenderles fuego? —sugirió Truslow.
—¿No es posible aprovecharlos?
—Nosotros no, chico. —Truslow se encajó el revólver en el cinto, sacó uno de los cartuchos y mordió la bala—. Es grande la hija de puta, ¿verdad? —Mostró la bala a Starbuck—. ¿No hay nada de valor por ahí?
—Hasta ahora solo he encontrado las balas.
—También Jesús lloró, chico. —Truslow dejó caer la pesada bolsa de piel, que resonó ominosamente al dar en el suelo, y luego trepó al furgón y quitó a Starbuck el cuchillo de caza de las manos.
—He tenido que sacar a nuestros muchachos de los coches antes de que a los pasajeros empezaran a ocurrírseles ideas. Les quité tantas pistolas como pude, pero algunos de esos hijos de puta las tienen bien escondidas. Siempre aparece algún bastardo que quiere hacerse el héroe. Recuerdo a un tipo joven en el Orange and Alexandría, hará un par de años. Creyó que me iba a capturar.
Escupió despectivo.
—¿Qué ocurrió?
—Acabó el viaje en el vagón de servicio, chico. Tendido boca arriba y cubierto con una lona.
Mientras hablaba, Truslow iba arrancando las tablas de las tapas de los cajones, echaba una ojeada maldiciente al interior y lo tiraba todo fuera del tren. Una caja de platos de porcelana con lirios pintados fue a estrellarse contra los raíles. Le siguió un revoltijo de ropas, luego un cajón con cacerolas de aluminio y un envío de delicados chales de muselina. Había empezado a llover con más intensidad, y las gotas tamborileaban en el techo de madera del furgón.
—¿No deberíamos irnos? —preguntó Starbuck nervioso.
—¿Por qué?
—Ya te lo he dicho. El coronel Faulconer está esperando a volar el puente.
—¿A quién le importa el puente? ¿Cuánto crees que tardarán en reconstruirlo?
—El coronel dice que varios meses.
—¡Meses! —Truslow revolvía una caja de ropa en busca de alguna prenda que le gustara. Decidió que no había nada que valiera la pena, y arrojó el cajón al exterior—. Yo podría reconstruir esos pilotes en una semana. Dame a diez hombres y acabaré el trabajo en dos días. Faulconer no distingue una cagada de pato del polvo de oro, chico. —Arrojó fuera un barril de soda y otro de almidón—. Aquí no hay nada —gruñó, y saltó al suelo. Miró al oeste, pero el paisaje estaba desierto—. Ve al vagón de servicio, chico —ordenó a Starbuck—, y tráeme brasas de carbón.
—¿Qué vas a hacer?
—Si vuelves a hacerme otra maldita pregunta, creo que te pegaré un tiro. Ve de una vez y tráeme esas malditas brasas. —Truslow subió los dos cajones de cartuchos del calibre 69 al furgón, mientras Starbuck trepaba al interior del vagón, donde todavía ardía una pequeña estufa panzuda. Había un cubo de cinc lleno de carbón junto a la estufa. Tiró el carbón, y utilizó un hurgón para abrir primero la portezuela de la estufa y luego para meter un puñado de carbones al rojo en el cubo vacío.
—Bien —dijo Truslow cuando volvió Starbuck—. Echa esas brasas sobre los cartuchos.
—¿Vas a incendiar el vagón?
La lluvia producía un silbido agudo al caer sobre las brasas.
—¡Por el amor de Dios! —Truslow se apoderó del cubo y desparramó el carbón sobre los cartuchos. Durante un segundo, los carbones brillaron en medio de los tubos de papel, luego explotó el primer cartucho con un estampido sordo y de pronto toda la pila de munición se convirtió en una cegadora, explosiva y temblorosa masa de fuego.
Truslow recogió su bolsa de piel, y luego hizo seña a Starbuck de que se alejase.
—¡Vámonos! —gritó Truslow a los dos hombres que había dejado en el último vagón de pasajeros.
A medida que los hombres de guardia en cada vagón se unían al grupo, advertían a los pasajeros que dispararían sobre cualquiera que saliera del tren e intentara seguir a los asaltantes. La mayoría de estos iban cargados con bolsas o sacos, y todos tenían el aspecto de hombres satisfechos con el trabajo hecho. Algunos caminaban hacia atrás con las pistolas desenfundadas para asegurarse de que ninguno de los pasajeros intentaba hacerse el héroe.
—El problema será cuando pasemos al otro lado de la barricada —advirtió Truslow—. ¿Tom? ¿Micky? Quedaos atrás conmigo. ¡Capitán Hinton! ¡Haga subir a los maquinistas!
Hinton indicó a los maquinistas que subieran a la cabina de la locomotora, y luego siguió al grupo con el revólver desenfundado. Un segundo después la gran máquina soltó un gran chorro de vapor, hubo un gigantesco estruendo metálico y de pronto todo el tren saltó adelante. El furgón estaba ahora envuelto en llamas, y despedía una humareda negra que se deshilachaba entre las ráfagas de lluvia.
—¡Vamos! —gritó Truslow al capitán Hinton.
La locomotora dio otro brusco salto adelante, y de la chimenea brotaron pequeñas nubecillas de humo grisáceo. Una pavesa de hollín caliente fue a aterrizar de pronto en la mejilla de Starbuck. Hinton, sonriente, gritó algo al maquinista, que debió de empujar a fondo la palanca de la marcha porque el tren avanzó por la vía y hundió el rastrillo delantero en la barricada. Saltaron por el aire piedras y astillas de troncos. Las cuatro ruedas tractoras, cada una de ellas de un diámetro de metro ochenta, resbalaban y chirriaban, pero encontraron suficiente tracción para, pulgada a pulgada, hacer avanzar la monstruosa máquina con agonizantes temblores a medida que las pequeñas ruedas delanteras pasaban por encima de los restos de la barricada. El rastrillo se hizo pedazos entre crujidos de metal roto.
Hinton hizo un gesto con el revólver, y el maquinista tiró de la palanca a fondo; la locomotora de treinta toneladas se encabritó como un gran animal herido y se escoró hacia un lado. Starbuck tuvo miedo de que cayera garganta abajo hasta el río, arrastrando tras de sí todos los vagones, pero en ese momento, para su alivio, la enorme máquina descarriló y quedó clavada. Empezó a brotar vapor por el costado más alejado. Una de las pequeñas ruedas delanteras giró en el aire, por encima de la tierra removida, mientras las ruedas tractoras del otro lado de la máquina abrían un surco de un pie de hondo en el lecho de la vía antes de que el maquinista desconectara los pistones y más vapor aún brotara al aire lluvioso.
—¡Pegad fuego al ténder! —aulló Truslow, y Hinton ordenó a uno de los maquinistas que sacara una palada de leños al rojo de la caldera y los arrojara sobre el combustible del ténder—. ¡Más! —insistió Truslow—, ¡más!
Truslow había encontrado el grifo de salida del tanque de agua y lo abrió. El agua empezó a salir por un extremo del ténder, mientras el otro empezaba a arder con tanta fiereza como el furgón.
—¡Vámonos! —gritó Truslow—. ¡Vámonos!
Los asaltantes pasaron al otro lado de la barricada y corrieron hacia el puente. Truslow se quedó atrás con dos hombres para impedir cualquier intento de persecución, mientras el capitán Hinton iba a la cabeza de los demás por los estrechos tablones tendidos junto a los raíles sobre los pilotes del puente. El coronel Faulconer esperaba en el otro lado y gritó a los hombres de Hinton que se dieran prisa.
—¡Encienda el fuego, Medlicott! —gritó Faulconer en dirección a la garganta—. ¡Deprisa! —llamó a Hinton—. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué os ha entretenido tanto tiempo?
—¡Teníamos que asegurarnos de que el tren no volvía atrás a buscar ayuda! —dijo el capitán Hinton.
—¡Nadie obedece las órdenes aquí! —El coronel había dado la orden de retirada por lo menos un cuarto de hora antes, y cada segundo de retraso había sido un insulto a su ya frágil autoridad—. ¡Starbuck! —gritó—. ¿No te ordené que trajeras de regreso a los hombres?
—Sí, señor.
—Entonces, ¿por qué diablos no lo has hecho?
—Ha sido culpa mía, Faulconer —intervino Hinton.
—¡Te di una orden, Nate! —gritó el coronel. Los demás hombres ya habían montado a caballo, todos excepto Medlicott, que había prendido fuego a la masa de combustible amontonado junto al pilote del puente—. ¡Ahora la mecha! —gritó el coronel.
—¡Truslow! —rugió el capitán Hinton a los tres hombres que aún estaban al otro lado de la garganta.
Truslow, con la bolsa de piel en la mano, fue el último hombre en apartarse de la barricada. Al cruzar el puente, fue arrojando a patadas los tablones laterales para dificultar la persecución. Sonó un disparo al otro lado de la barricada, y el humo de la pólvora se desvaneció al instante, empujado por la brisa. La bala chocó con un raíl del puente y silbó al cruzar de rebote el río. Sobre el ramal norte flotaban a baja altura dos densas columnas de humo negro y acre que provenían de lo que quedaba del furgón y el ténder.
—¡Mecha encendida! —gritó Medlicott, y empezó a trepar por la ladera de la garganta. Detrás de él se formó una nubecilla de humo que seguía el curso serpenteante de la mecha por la ladera, en dirección al enorme montón de troncos y ramas apilado en torno a los barriles de pólvora.
—¡Deprisa! —gritó el coronel. Un caballo relinchó y retrocedió un par de pasos. Más hombres disparaban desde la barricada, pero Truslow ya había cruzado el puente y estaba fuera del alcance eficaz de los revólveres.
—¡Vamos, hombre! —gritó Washington Faulconer. Truslow seguía cargado con su bolsa de piel, y todos los demás hombres de Hinton tenían bolsas parecidas. Faulconer debió de comprender al ver aquellas bolsas pesadas la razón por la que su orden de retirada había sido ignorada durante tanto tiempo, pero no dijo nada. El sargento Medlicott, cubierto de barro y empapado, emergió en el borde de la garganta y puso el pie en el estribo en el momento en que la mecha humeante se internaba en el montón de maleza. Truslow se instaló también en su silla de montar, y Faulconer dio media vuelta.
—¡Adelante!
El grupo se apartó del puente del ferrocarril. El fuego encendido en la garganta debía de haber prendido, porque un humo denso ascendía por la estructura del puente, pero la pólvora no había explotado aún.
—¡Vamos! —urgió Faulconer, y tras él los caballos treparon trabajosamente por la resbaladiza ladera embarrada, hasta que finalmente los árboles les dejaron fuera de la vista del tren; aunque algunas balas perdidas seguían silbando entre las hojas y las ramas, ningún hombre de la Legión resultó herido.
Faulconer se detuvo en la cresta y se volvió a mirar hacia el tren descarrilado. Las llamas del furgón y el ténder se habían extendido al resto de los vagones, y los pasajeros, mojados y cariacontecidos, subían ahora por la ladera embarrada para alejarse del peligro. Los largos vagones de pasteros sirvieron de efecto chimenea, y el fuego se extendió a todo el convoy, hasta que las ventanillas se rompieron, dejando asomar lenguas de fuego que lamían ansiosas la lluvia que continuaba cayendo.
El tren era una ruina ardiente, con la locomotora descarrilada y los vagones destruidos, pero el puente, que había sido el objetivo de la incursión, seguía en pie. La mecha no había hecho detonar la pólvora, probablemente porque estaba demasiado húmeda, y el fuego que se suponía que había de secar la pólvora y hacerla explotar si la mecha fallaba, ahora sucumbía ante la lluvia y el empuje del viento húmedo.
—Si hubieras obedecido mis órdenes —riñó con amargura el coronel a Starbuck—, habríamos tenido tiempo de volver a cebar las cargas.
—¿Yo, señor? —Starbuck estaba atónito ante lo injusto de la acusación. También el capitán Hinton se sorprendió al oír las palabras del coronel.
—Ya te he dicho, Faulconer, que ha sido culpa mía.
—No te di la orden a ti, Hinton. Se la di a Starbuck, y la orden fue desobedecida.
Faulconer hablaba con una furia fría, contenida. Luego hizo girar de nuevo a su caballo y le clavó las espuelas. El caballo relinchó y dio un brusco salto adelante.
—Maldito yanqui —dijo en voz baja el sargento Medlicott, y siguió a Faulconer.
—Olvídalo, Nate —dijo Hinton—. No ha sido culpa tuya. Yo hablaré al coronel en tu favor.
Starbuck todavía no podía creer que le echaran la culpa del fracaso del ataque. Cabalgaba aturdido, pensando en las injustas acusaciones del coronel. Abajo, en la línea férrea, inconscientes de que un puñado de los asaltantes todavía les estaban viendo, algunos de los pasajeros del tren examinaban los pilotes del puente intacto mientras otros habían empezado a retirar la barricada de la vía levantada. El fuego de la garganta parecía haberse extinguido por completo.
—Está acostumbrado a hacer su voluntad. —Truslow había colocado su caballo junto al de Starbuck—. Cree que puede comprar todo lo que desea y tenerlo en perfecto estado desde el principio.
—¡Pero yo no he hecho nada incorrecto!
—No hacía falta que lo hicieras. Quiere a alguien a quien poder echar la culpa. Y sabe que por mucho que te abronque, no vas a contestarle. Por eso te ha elegido a ti. No iba a echarme la bronca a mí, ¿no te parece?
Truslow espoleó a su montura y se adelantó. Starbuck volvió a mirar en dirección al río. El puente estaba intacto y la incursión de la caballería, que pretendía ser una victoria gloriosa para dar comienzo a la cruzada triunfante de la Legión, se había convertido en una farsa sucia de barro y calada por la lluvia. Y las culpas recaían sobre Starbuck.
—Al infierno —juró en voz alta, desafiando a su Dios, y luego dio media vuelta y siguió a Truslow hacia el sur.
* * *
—¿De verdad es posible? —Belvedere Delaney tenía un ejemplar de cuatro días atrás del Wheeler Intelligencer, traído a Richmond desde Harper’s Ferry. Aunque el Intelligencer era un periódico virginiano, estaba manifiestamente a favor de la Unión.
—¿Qué? —Ethan Ridley estaba distraído, y no le interesaba lo más mínimo cualquier información que pudiera traer el periódico.
—Ladrones detuvieron tren de pasajeros miércoles pasado, un hombre herido, locomotora temporalmente descarrilada. —Delaney resumía la historia mientras ojeaba la columna escrita—. Cuatro vagones incendiados, robo de furgón y pasajeros, raíles arrancados y vueltos a colocar día siguiente. —Miró a Ridley a través de las medias lunas de sus gafas de leer con montura de oro—. ¿De verdad no te parece que esto puede ser la primera gran victoria de tu Legión Faulconer?
—No me suena a cosa de Faulconer. Escúchame, Bev…
—No, escúchame tú a mí. —Los hermanastros estaban en los aposentos de Delaney en Grace Street. Las ventanas de la sala se abrían, a través de las cortinas de terciopelo, a la graciosa aguja de la torre de Saint Paul y, más allá, al elegante edificio blanco del Capitolio, ahora sede del gobierno provisional confederado—. Escucha, porque voy a leerte la mejor parte —dijo Delaney con una fruición exagerada—. «Podría pensarse, a la vista de su despreciable comportamiento, que los patanes que asaltaron el tren el miércoles eran simples ladrones vagabundos, pero los ladrones no intentan destruir los puentes del ferrocarril, y ha sido ese torpe intento vandálico lo que ha convencido a las autoridades de que los bandidos eran agentes sudistas y no criminales comunes, aunque no acabamos de percibir cabalmente la diferencia entre unos y otros». ¿No es delicioso, Ethan? «El mundo entero ha podido tomar buena nota, ahora, de cuáles son las maneras de los sudistas, por la bravura con la que los rebeldes han perpetrado el robo a mujeres, han asustado a niños y han fracasado abyectamente en su intento de destruir el puente de Anakansett, el cual, aunque ligeramente ahumado, estaba en perfectas condiciones para ser usado el mismo día siguiente». ¡Ligeramente ahumado! ¿No es divertido, Ethan?
—¡No, maldita sea, no!
—Pues a mí me parece muy divertido. Veamos la continuación: audaz persecución por parte de la caballería de Ohio, obstaculizada por las lluvias y ríos desbordados. Los villanos se esfumaron, de modo que está claro que la persecución no fue lo bastante audaz. Se cree que los asaltantes se retiraron en dirección este, hacia el valle del Shenandoah. «Nuestros hermanos de la Virginia oriental, a los que tanto gusta presumir de su superior grado de civilización, parecen haber enviado a esos hombres como emisarios de su tan pregonada superioridad. Si eso es lo mejor que cabe esperar de sus técnicas de combate, entonces podemos estar seguros de que la crisis de la nación será breve y en pocas semanas habrá quedado restaurada la gloriosa Unión». ¡Oh, espléndido! —Delaney se quitó las gafas de leer y sonrió a Ridley—. No ha sido una exhibición muy convincente, si se trataba de tu futuro suegro. ¿Un puente ahumado? ¡Creía que conseguiría algo mejor!
—¡Por el amor de Dios, Bev! —suplicó Ridley.
Delaney dobló el periódico con parsimonia, y lo deslizó junto a los otros periódicos y publicaciones que descansaban en el revistero de palisandro colocado junto a su sillón. La sala era bonita y cómoda, con sillones de cuero, una gran mesa redonda y pulida, libros en todas las paredes, bustos de yeso de grandes virginianos y, sobre la repisa de la chimenea, un enorme espejo de marco dorado con querubines y ángeles en escorzo. Una parte de la preciosa colección de porcelanas de Delaney estaba desplegada sobre la repisa, y otras piezas se exhibían en los estantes entre los libros encuadernados en piel. Delaney hizo esperar todavía un poco más a su hermano mientras limpiaba las lentes en forma de media luna de sus gafas, y las guardaba cuidadosamente en un estuche forrado de terciopelo.
—¿Qué demonio esperas que haga yo con esa condenada chica? —preguntó por fin.
—Quiero que me ayudes —dijo Ridley en tono patético.
—¿Por qué he de hacerlo? La chica es una de tus putas, no de las mías. Te buscaba a ti, no a mí. Está preñada de ti, no de mí, y la venganza de su padre hace que corra peligro tu vida, desde luego no la mía. ¿Hace falta que siga? —Delaney se puso en pie, fue hasta la repisa de la chimenea y tomó uno de sus cigarrillos envueltos en papel amarillo, que solía importar de Francia pero que ahora, suponía, se harían más raros que el polvo de oro. Encendió el cigarrillo con una brasa que atrapó con las tenazas del fuego de la chimenea. Era sorprendente que se necesitara encender un fuego en una época tan calurosa del año, pero del este habían venido tormentas y fuertes lluvias acompañadas por vientos fríos impropios de la estación—. Además, ¿qué puedo hacer yo? —siguió diciendo en tono confiado—. Ya has intentado comprar su silencio, y no ha funcionado. De modo que está claro que has de pagarle más.
—Y volverá a pedir más —dijo Ridley—. Y más.
—Pero ¿qué es exactamente lo que quiere?
Delaney sabía que tenía que ayudar a su hermanastro, por lo menos si quería seguir aprovechándose de las compras de la Legión Faulconer, pero no tenía intención de dejar de presionar un poco a Ethan antes de acceder a buscar una solución al problema.
—Quiere que le encuentre un lugar donde vivir. Espera que se lo pague yo, y que luego siga dándole dinero todos los meses. Naturalmente, también tendré que hacerme cargo de su bastardo. ¡Cristo! —juró en vano Ridley al pensar en las desorbitadas exigencias de Sally.
—No es solo su bastardo, también es tuyo —señaló Delaney implacable—. ¡Nada menos que mi propio sobrino! O sobrina. Creo que prefiero una sobrina, Ethan. Será una sobrinastra, ¿no te parece? Puede que me anime a ser su padrinastro.
—No seas tan condenadamente poco servicial —dijo Ridley, y atisbo por la ventana una ciudad anegada por la lluvia. Grace Street estaba casi vacía. Solo pasaba un carruaje en dirección a la plaza del Capitolio, y dos negros se habían refugiado bajo el porche de la iglesia metodista.
—¿Conoce la señora Richardson a alguien que pueda librarnos del bebé? —se volvió a preguntar Ridley. La señora Richardson regentaba el burdel en el que su hermanastro tenía una participación sustanciosa.
Delaney se encogió delicadamente de hombros, lo que podía significar casi cualquier cosa.
—Ya ves —siguió diciendo Ridley—. Sally quiere tener el bastardo y dice que, si no la ayudo, le hablará de mí a Washington Faulconer. Y dice que también se lo contará a su padre. ¿Sabes de lo que es capaz ese hombre?
—Supongo que te llamará para que recéis juntos —cloqueó Delaney—. ¿Por qué no te llevas a esa perra indecente a la fundición de Tredegar y la entierras en un montón de escoria?
La Tredegar Iron Works, junto al río James, era el lugar más sucio, oscuro y siniestro de Richmond, y no se investigaban demasiado las tragedias ocurridas en las cercanías de sus satánicas tapias. Morían hombres en peleas, en sus callejones aparecían rameras acuchilladas, y niños muertos o agonizantes eran abandonados en sus apestosos canales. Era un rincón del infierno situado en los bajos fondos de Richmond.
—No soy un asesino —dijo Ridley hosco, aunque lo cierto era que había meditado bastante sobre la conveniencia de aquel extraordinario acto de violencia redentora, pero le daba demasiado miedo Sally Truslow, que, sospechaba, ocultaba una pistola en alguna parte, entre sus pertenencias. Había ido a verle tres noches antes, y apareció en la casa de Delaney al anochecer. Delaney había viajado ese día a Williamsburg para ejercer de testigo de un testamento, de modo que Ridley estaba solo cuando Sally tiró de la campanilla de la entrada. Él oyó ruidos en la puerta y, al bajar la escalera, se encontró con George, el esclavo doméstico de su hermano, enfrentado a una harapienta, empapada y furiosa Sally. Ella se abrió paso a pesar de la oposición de George, que, con su acostumbrada y digna cortesía, había intentado impedir que entrara en la casa.
—Dile a este negro que me quite las manos de encima —le gritó a Ridley.
—Está bien, George. Es mi prima —había dicho Ridley, y luego cuidó de que llevaran a los establos el caballo empapado de Sally, y subió con ella las escaleras hasta la sala de su hermano—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le había preguntado, horrorizado.
—He venido a ti —anunció ella—, como me pediste que hiciera.
Sus ropas harapientas goteaban en la magnífica alfombra persa de Belvedere Delaney, colocada delante de la chimenea de mármol rojo. El viento y la lluvia rugían tras las ventanas, pero en aquella habitación cálida y confortable, aislada por las gruesas cortinas de terciopelo bajo las cenefas con sus largos flecos, ardía un fuego discreto y las llamas de las velas apenas parpadeaban. Sally giró en redondo sobre la alfombra para admirar los libros, el mobiliario, los sillones de piel. Aturdida por el reflejo de la luz de las velas en los jarrones, el relumbre de los marcos dorados y las preciosas piezas de porcelana europea alineadas en la repisa de la chimenea, exclamó:
—Esto es precioso, Ethan. No sabía que tenías un hermano… rico.
Ridley cruzó la estancia hacia el aparador, abrió un humidificador y sacó uno de los cigarros que su hermano reservaba para las visitas. Necesitaba fumar para recuperar su aplomo.
—Tengo entendido que te has casado.
—Dame uno de esos cigarros —dijo Sally.
Él encendió el cigarro, se lo dio a ella y luego tomó otro para sí mismo.
—Llevas un anillo de boda —dijo—, luego estás casada. ¿Por qué no vuelves con tu marido?
Ella ignoró deliberadamente la pregunta, y acercó el dedo extendido con el anillo a la luz de un candelabro.
—El anillo pertenecía a Ma, y ella lo tenía de su Ma. Pa quería quedárselo él, pero conseguí que me lo diese. Ma siempre quiso que fuera mío.
—Déjame verlo. —Ridley tomó su dedo, y fue incapaz de reprimir el estremecimiento que siempre sentía cuando tocaba a Sally; se preguntó de nuevo a qué accidente de huesos, piel, labios y ojos se debía la terrible belleza de aquella deslenguada e irascible hija de las montañas—. Es bonito. —Hizo girar el anillo en el dedo y sintió la suavidad seca de su tacto—. Es muy antiguo, también.
Sospechaba que era muy antiguo y tal vez especial, e intentó sacarlo del dedo de ella, pero Sally retiró la mano.
—Pa quería guardarlo —dijo mirando el anillo—, y tuve que quitárselo. —Rio y dio una chupada al cigarro—. Además, no estoy casada de verdad. Igual que si hubiera saltado encima de una escoba.
Eso era precisamente lo que Ridley temía, pero intentó no dejar adivinar su aprensión.
—Tu marido debe de estar buscándote, ¿no crees?
—¿Robert? —rio ella—. Poco que hará nada. Un puerco capón tiene más pelotas que Robert. Pero ¿y esa dama amiga tuya? ¿Qué va a decir tu Anna cuando se entere de que estoy aquí?
—¿Se va a enterar?
—Sí, querido, porque se lo voy a decir yo. A menos que cumplas tu palabra. Y eso significa cuidar de mí como es debido. Quiero vivir en un sitio como este. —Dio una vuelta alrededor de la habitación para admirar su confort, y luego se volvió a mirar a Ridley—. ¿Conoces a un hombre llamado Starbuck?
—Conozco a un muchacho llamado Starbuck —dijo Ridley.
—Un muchacho atractivo —dijo Sally, coqueta. De su cigarro se desprendió una punta de ceniza, que fue a caer sobre la alfombra—. Fue el que me casó con Robert. Pa le obligó a hacerlo. Hizo que todo pareciera como es debido, con libro y todo, incluso lo puso por escrito para hacerlo legal, pero yo sé que no fue de verdad.
—¿Starbuck te casó? —Ridley parecía divertido.
—Fue muy amable. Amable de verdad. —Sally miró a Ridley inclinando la cabeza, con la intención de darle celos—. Y luego le dije a Robert que tenía que irse de soldado, se alistó y me vine aquí. Para estar contigo.
—Pero si yo no voy a estar aquí —dijo Ridley. Sally lo observaba con sus ojos de gata—. Me voy a la Legión —explicó Ridley—. Solo me quedaré el tiempo necesario para solucionar los asuntos pendientes, y luego volveré allí.
—En ese caso, voy a decirte qué otros asuntos pendientes tienes, cariño. —Sally se acercó caminando con una gracia inconsciente sobre la preciada alfombra y entre los muebles abrillantados con cera—. Vas a buscarme un sitio donde vivir, Ethan. Un sitio bonito, con alfombras como estas y sillones de verdad y una cama decente. Y podrás visitarme allí, como dijiste que harías. ¿No es eso lo que dijiste? ¿Que me encontrarías un sitio donde vivir? ¿Dónde me protegerías? ¿Y me amarías? —Las tres últimas palabras fueron dichas en voz muy baja, y tan cerca que Ridley pudo oler el humo del cigarro en su aliento.
—Eso dije, sí.
Y sabía que no podría resistirse a ella, pero también que tan pronto como hubiesen hecho el amor odiaría a Sally por su vulgaridad y su zafiedad. Era una niña de apenas quince años, pero consciente de su poder, y Ridley también lo era. Él sabía que Sally lucharía por abrirse paso, y que no le importaría el desastre que pudiera causar al luchar así; por eso decidió sacarla de la casa de su hermano en Grace Street cuanto antes. Si al volver Delaney se encontraba rota alguna de sus preciosas porcelanas, nunca se prestaría a ayudar a Ethan, de modo que Ridley alquiló una habitación con vistas a la calle en una pensión de Monroe Street, en la que se inscribió a sí mismo y a Sally como matrimonio. Y ahora imploraba la ayuda de su hermano.
—¡Por el amor de Dios, Bev! ¡Es una bruja! ¡Lo destruirá todo!
—Una súcuba, ¿eh? Me gustaría conocerla. ¿Es tan hermosa en la realidad como en tu dibujo?
—Es extraordinaria. ¡Por eso, por el amor de Dios, llévatela lejos de mí! ¿La quieres? Es tuya.
Ridley ya había intentado ese ardid al presentarla a sus amigos, que se reunían a beber en el Spotswood House Saloon, pero Sally, a pesar de ir elegantemente vestida con ropa recién comprada y de haber sido rendidamente admirada por todos los presentes en el hotel, se negó a apartarse del lado de Ridley. Había clavado sus garras profundamente en aquel hombre, y no iba a soltarlo a cambio de las hipotéticas posibilidades de otro.
—¡Por favor, Bev! —suplicó Ridley.
Belvedere Delaney meditó acerca de lo mucho que le molestaba que lo llamaran «Bev» mientras se calentaba junto al pequeño y resplandeciente fuego.
—¿No estás dispuesto a matarla? —preguntó en un tono de voz peligroso.
Ridley lo pensó, y sacudió la cabeza.
—No.
—¿Y no vas a darle lo que te pide?
—No puedo. No dispongo de recursos y es demasiado peligroso.
—¿Y tampoco puedes echarla de tu lado?
—No, maldita sea.
—¿Y ella no te dejará por su propia voluntad?
—Nunca.
Delaney hizo una larga calada de su cigarrillo, y luego exhaló el humo hacia el techo mientras reflexionaba.
—¡Un puente ahumado! Lo encuentro divertido.
—¡Por favor, Bev, por favor!
—Le enseñé el periódico a Lee esta tarde —dijo Delaney—, pero rechazó la información. No es ninguno de nuestros hombres, me aseguró. Está convencido de que los ahumadores de puentes tienen que ser simples bandidos. Creo que deberías encontrar la manera de que Faulconer se entere de ese veredicto. ¡Bandidos! Esa palabra abochornará a Faulconer.
—¡Por favor, Bev! Por el amor de Dios.
—Oh, por el amor de Dios no, Ethan. A Dios no le gustaría lo que voy a hacer con Sally. No le gustaría ni una pizca. Pero sí, puedo ayudarte.
Ridley miró a su hermano con un alivio palpable.
—¿Qué vas a hacer?
—Tráemela mañana. Llévala a la esquina de, digamos, Cary con la Veinticuatro, eso queda bastante a trasmano. A las cuatro en punto. Allí habrá un carruaje cerrado. Puede que dentro esté yo, y puede que no. Inventa alguna historia para que ella entre en el carruaje, y luego olvídate de ella. Olvídala por completo.
Ridley miró boquiabierto a su hermano.
—¿Vas a matarla?
Delaney frunció el entrecejo ante la pregunta.
—Por favor, no pienses que soy tan despiadado. Voy a alejarla de tu vida, y a cambio tú me estarás eternamente agradecido.
—Así será. ¡Lo prometo!
La gratitud de Ridley era patética.
—Mañana entonces, a las cuatro, en Cary esquina Veinticuatro. Ahora ve y sé amable con ella, Ethan, sé muy amable para que no sospeche nada.
* * *
El coronel Washington Faulconer ignoró a Starbuck durante casi todo el viaje de vuelta. Faulconer cabalgaba junto al capitán Hinton, y a veces con Murphy, y en ocasiones solo, pero siempre a paso vivo, como si quisiera alejarse lo más posible del escenario del fracaso de su incursión. Cuando dirigía la palabra a Starbuck, lo hacía en tono seco y resentido, pero apenas era más amable con nadie más. Aun así, Starbuck se sintió herido, en tanto que a Truslow le divertía el enfurruñamiento del coronel.
—Tienes que aprender a alejarte de la estupidez —le dijo Truslow.
—¿Es lo que haces tú?
—No, pero ¿quién dice que yo soy un buen ejemplo para nadie? —Se echó a reír—. Tendrías que haber seguido mi consejo y coger el dinero. —Truslow se había hecho con una bonita suma en el asalto, y también los hombres que entraron con él en el tren.
—Prefiero ser un tonto que un ladrón —dijo Starbuck en tono sentencioso.
—Pues no deberías. Ningún hombre sensato lo haría. Además, la guerra está ahí, y la única forma de poder sobrevivir a la guerra es robando y asaltando. Todos los soldados son ladrones. Roba lo que quieras, pero no de tus amigos, sino de todos los demás. El ejército no te lo tendrá en cuenta. El ejército te grita, se caga en ti y hace todo lo posible para que te mueras de hambre, de modo que has de arreglártelas lo mejor que puedas, y los que mejor se las arreglan son los que más roban. —Truslow cabalgó un rato en silencio—. Te estoy agradecido por haber sido tan amable de rezar por mi Emily, y eso me obliga a cuidar de ti.
Starbuck no dijo nada. Se avergonzaba de la oración que pronunció delante de aquella tumba. Nunca debería haberlo hecho, porque no era digno.
—Y nunca te he dado las gracias por no haber hablado a nadie de mi Sally, además. Me refiero a cómo se casó, y por qué.
Truslow cortó una tira de tabaco de mascar de la trenza que guardaba en una bolsa sujeta a su cinturón, y se la metió en la boca. Starbuck y él cabalgaban solos, separados unos pasos de los hombres de delante y de los que les seguían.
—Siempre esperas que tus hijos serán tu orgullo —siguió diciendo Truslow en voz baja—, pero reconozco que Sally salió mal. Aun así, ahora se ha casado, y eso es el final de todo.
¿Lo es?, se preguntó Starbuck, pero no cometió la imprudencia de decirlo en voz alta. El matrimonio no fue el final para la madre de Sally, que más tarde se fugó con el pequeño y pendenciero Truslow. Starbuck intentó recordar los rasgos del rostro de Sally, pero no consiguió evocar su imagen. Solo recordaba que se trataba de una muchacha muy hermosa, y que le había prometido ayudarla si alguna vez se lo pedía. ¿Qué haría si Sally iba a verle? ¿Huiría con ella como había hecho con Dominique? ¿Se atrevería a desafiar así a Truslow? De noche, tendido e insomne, Starbuck tejía fantasías sobre Sally Truslow. Sabía que esos sueños eran tan estúpidos como impracticables, pero era un hombre joven y deseaba estar enamorado, y por eso se entregaba a sueños estúpidos e impracticables.
—Te estoy muy agradecido por no haber dicho nada de Sally.
Truslow parecía buscar alguna respuesta, tal vez la confirmación de que Starbuck había mantenido en secreto la noche de la boda, en vez de burlarse de la desgracia de la familia.
—Nunca se me ocurriría contárselo a nadie —dijo Starbuck—. No es un asunto que le importe a nadie más.
Era agradable sentirse otra vez virtuoso, aunque Starbuck sospechaba que su silencio sobre aquella boda se debía más a su miedo instintivo al rencor de Truslow que a la virtud de la discreción.
—¿Y qué opinión tienes de Sally? —preguntó Truslow completamente en serio.
—Es una muchacha muy bonita.
Starbuck respondió también en serio, como si no hubiera fantaseado con fugarse con ella a uña de caballo a las nuevas tierras del oeste, o bien otras veces en navegar hasta Europa para allí, pensaba en sus sueños diurnos, deslumbrarla con su sofisticación en hoteles palatinos y brillantes salones de baile.
Truslow aceptó el cumplido de Starbuck.
—Se parece a su madre. El joven Decker es un hombre de suerte, supongo, pero puede que no lo sea. La belleza no siempre es un don en una mujer, sobre todo si tiene un espejo. Emily nunca pensó dos veces en eso, pero Sally…
Pronunció el nombre en tono triste, y luego cabalgó largo rato en silencio, evidentemente pensando en su familia. Starbuck, por haber compartido durante unos momentos la intimidad de aquella familia, se había convertido de forma involuntaria en el confidente de Truslow que, después de aquel silencio, sacudió la cabeza, escupió un salivazo de tabaco y dio su veredicto:
—Algunos hombres no sienten apego por la familia, pero el joven Decker sí. Le habría gustado reunirse con su primo en la Legión, pero no es un luchador. No es como tú.
—¿Yo? —se sorprendió Starbuck.
—Tú eres un luchador, chico, te lo digo yo. No mojarás los pantalones cuando veas el elefante.
—¿Ver el elefante? —preguntó Starbuck, divertido.
Truslow puso cara de estar harto de tener que ocuparse continuamente de la educación de Starbuck, pero de todos modos se dignó explicarlo:
—Si te crías en el campo, continuamente te hablan del circo. De todas las maravillas, los payasos y los números con animales, y del elefante, y todos los niños preguntan qué es el elefante, y no puedes explicárselo, de modo que un día llevas a los niños para que lo vean por sí mismos. La primera batalla es algo así para un hombre. Como ver al elefante. Hay hombres que se mean en los pantalones, otros echan a correr, algunos hacen correr al enemigo. Tú cumplirás bien, pero Faulconer no. —Truslow señaló con un cabeceo despectivo al coronel, que cabalgaba solo al frente de la pequeña columna—. Tú sacarás una buena nota, chico, pero te digo que Faulconer no durará una batalla.
La idea de la batalla hizo estremecerse de pronto a Starbuck. A veces esa anticipación le excitaba, otras le aterraba, y en esta ocasión la idea de ver al elefante le dio miedo, tal vez porque el fracaso de la incursión le había enseñado todas las cosas que podían salir mal. No quería pensar en las consecuencias de que las cosas se torcieran en una batalla, de modo que cambió de tema y soltó la primera pregunta que le vino a la cabeza:
—¿De verdad has matado a tres hombres?
Truslow le dirigió una mirada extraña, como si no entendiera que alguien pudiera hacer semejante pregunta.
—Por lo menos —dijo Truslow, desdeñoso—. ¿Por qué?
—¿Qué se siente cuando matas a alguien? —preguntó Starbuck. Lo que realmente había querido preguntar era por qué había matado a esas personas, y cómo, y si alguien había intentado entregar a Truslow a la justicia, y en cambio hizo esa pregunta estúpida sobre la sensación. Truslow se burló de él.
—¿Qué se siente? Jesús, chico, hay veces que haces más ruido que una olla rajada. ¡Qué se siente! Descúbrelo tú mismo, chico. Ve y mata a alguien, y luego me lo cuentas.
Truslow espoleó a su caballo y se adelantó, disgustado por la indecente pregunta de Starbuck.
Acamparon esa noche en un risco húmedo que dominaba desde la altura una pequeña factoría, en la que un horno de fundición relucía como las entrañas del infierno y enviaba el hedor acre del humo del carbón hacia lo alto del risco, de modo que Starbuck no pudo dormir. Tomó asiento junto a los centinelas, tiritando, deseando que dejara de caer la lluvia. Había comido su cena consistente en fiambre frío de buey y pan húmedo con los otros tres oficiales, y Faulconer había estado más animado que en las anteriores noches, e incluso había buscado algún consuelo para el fracaso de la incursión.
—Puede que nuestra pólvora nos haya fallado —dijo—, pero demostramos que podemos ser una amenaza.
—Eso es muy cierto, coronel —dijo Hinton, leal.
—Tendrán que apostar centinelas en todos los puentes —declaró el coronel—, y los hombres que estén vigilando esos puentes no podrán invadir el Sur.
—También eso es verdad —dijo Hinton, alegre—. Y tardarán días en sacar esa locomotora de la vía. Se hundió una barbaridad en la tierra.
—De modo que no ha sido un fracaso —dijo el coronel.
—¡Al contrario! —El capitán Hinton se mostró resueltamente optimista.
—Y ha sido un buen entrenamiento para nuestra caballería —dijo el coronel.
—Lo ha sido, en efecto. —Hinton sonrió a Starbuck, intentando incluirle en aquella atmósfera más amistosa, pero el coronel frunció el entrecejo.
Ahora, mientras la noche avanzaba paso a paso, Starbuck se sintió invadido por una desesperación juvenil. No era solo la hostilidad de Washington Faulconer lo que le oprimía, sino la conciencia de que su vida se había ido al garete. Había excusas, buenas excusas tal vez, pero en el fondo sabía que él mismo se había echado a perder. Había abandonado a su familia y a su iglesia, a su propio país incluso, para vivir entre extraños, y los lazos del afecto de estos no parecían ser lo bastante profundos ni consistentes para ofrecerle ninguna esperanza. Washington Faulconer era un hombre cuya decepción le resultaba tan amarga como el hedor que ascendía del horno de fundición. Truslow era su aliado, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Y qué demonios tenía él en común con Truslow? Truslow y sus secuaces robaban y mataban, y Starbuck no se consideraba capaz de comportarse así, y en cuanto a los otros, como Medlicott, odiaban a Starbuck porque lo veían como un intruso yanqui, un marginal, un extranjero, un favorito del coronel convertido en chivo expiatorio del coronel.
Starbuck tiritaba bajo la lluvia, con las rodillas apretadas contra el pecho. Se sintió completamente solo. ¿Qué iba a hacer? La lluvia caía monótona, y a su espalda un caballo atado pateaba el suelo embarrado. Soplaba un viento húmedo que venía de la factoría, con su siniestro horno encendido y las hileras de casas sombrías. El horno iluminaba los edificios con un resplandor sucio, contra el que se recortaban las intrincadas siluetas de los árboles de la ladera, formando un entramado impenetrable de ramas negras y torcidas y troncos aserrados. Era un erial, pensó Starbuck, y al final del mismo no había otra cosa que el fuego del infierno, y el horror oscuro del descenso por la ladera le pareció una profecía de toda su vida futura.
Volveré a casa, se dijo a sí mismo. Era hora de admitir que se había equivocado. La aventura acabó y él tenía que volver a casa. Le habían hecho comportarse como un tonto, primero Dominique y luego aquellos virginianos a los que disgustaba por el hecho de ser un norteño. De modo que volvería. Aún podría ser un soldado, de hecho se vería obligado a serlo, pero lucharía por el Norte. Lucharía por la gloria antigua, por la continuación de un siglo glorioso de progreso americano y de decencia. Renunciaría a los argumentos discutibles que pretendían que la esclavitud no era el problema, y se uniría a la cruzada de la virtud, y de pronto se imaginó a sí mismo como un cruzado con una cruz roja bordada en la sobreveste blanca galopando por las soleadas llanuras de la historia para derrotar a los siervos del Maligno.
Volvería a casa. Tenía que regresar por la salud de su alma, porque de otra forma se quedaría atrapado en el laberinto oscuro del desierto. Todavía no estaba seguro de cómo conseguiría llegar a su casa, y durante unos instantes de locura acarició la idea de montar a caballo por las buenas y marcharse libre, al galope, de la cima de aquel risco, pero los caballos estaban atados todos juntos y el coronel Faulconer, temeroso de que la caballería nordista les persiguiese, había insistido en poner centinelas, que sin la menor duda darían el alto a Starbuck. Mejor sería, decidió, esperar a estar de vuelta en Faulconer Court House, y allí pedir una sincera entrevista con Washington Faulconer y confesarle su fracaso y su decepción. Luego le pediría ayuda para volver a su casa. Había oído que algunos barcos neutrales remontaban el río James, y muy probablemente Faulconer le ayudaría a encontrar pasaje en uno de esos barcos.
Sintió que esa decisión se afirmaba en su mente, y también la satisfacción de una opción bien tomada. Incluso durmió un poco, y despertó con la mente más clara y el corazón más feliz. Se sintió como el Cristiano del Pilgrim’s Progress, como si hubiera escapado tanto de la Feria de las Vanidades como del Abismo del Desaliento, y de nuevo se encaminara a la Ciudad Celestial.
Al día siguiente, la partida cruzó el valle del Shenandoah, y a la mañana siguiente descendió de las montañas Blue Ridge bajo un cielo más despejado y con una temperatura más templada. Jirones de nubes blancas se desplazaban hacia el norte, y sus sombras volaban sobre la hermosa tierra verde. La decepción por la incursión parecía olvidada porque los caballos olían ya el establo y aceleraban su trote. Ante ellos se desplegaba la ciudad de Faulconer Court House, con la cúpula forrada de cobre de su palacio de justicia reluciente al sol, y las agujas de sus iglesias alzándose sobre los árboles en flor. Más cerca, en la orilla del río, las tiendas de campaña blancas de la Legión se extendían por el prado.
Mañana, pensó Starbuck, tendría una larga charla con Washington Faulconer. Mañana se enfrentaría al error cometido y rectificaría. Mañana empezaría a rendir cuentas delante del hombre y de Dios. Mañana nacería de nuevo, y esa idea le alegró e incluso le hizo sonreír; y de pronto la olvidó por completo y dejó incluso que se desvaneciera de su pensamiento todo el plan de volver al Norte, porque allí, saliendo a su encuentro del campamento de la Legión y montado en un caballo de pelaje claro, apareció un joven robusto con una barba cuadrada y una sonrisa de bienvenida, y Starbuck, que se había sentido tan solitario y maltratado, galopó como un loco a su encuentro para abrazarlo.
Porque era Adam, no él, quien había vuelto a casa.