Capítulo 10
—Faulconer debería estar aquí.
El mayor Thaddeus Bird miraba ceñudo el sol naciente. Bird podía tener ideas originales sobre cómo dirigir los asuntos militares, pero al quedarse solo al mando nominal de la Legión Faulconer no se sentía del todo seguro de desear cargar con la responsabilidad de poner en práctica aquellas ideas.
—Debería estar aquí —repitió—. Los hombres necesitan saber que el oficial que les manda está con ellos, y no correteando a caballo por ahí. Tu futuro padre político —dijo a Ethan Ridley— es demasiado aficionado a las excursiones en cuadrúpedo. —El mayor Bird encontró divertida la observación, porque levantó su cabeza angulosa y soltó una carcajada que más pareció un ladrido—. Excursiones en cuadrúpedo, ¡ja!
—Supongo que el coronel está llevando a cabo un reconocimiento —protestó Ethan Ridley. Ridley había visto a Starbuck alejarse a caballo con los Faulconers, y sentía celos por no haber sido invitado. Dentro de dos meses, Ridley iba a convertirse en el yerno de Washington Faulconer, con todos los privilegios anejos a ese parentesco, pero todavía temía que algún otro usurpase su lugar en los afectos del coronel.
—¿Supone que el coronel está llevando a cabo un reconocimiento? —El mayor Bird se rio de la suposición—. Faulconer está, correteando, eso es lo que hace. Mi cuñado vive bajo el error de que la milicia es un deporte, como la caza o las carreras de obstáculos; pero es una simple carnicería, Ethan, una simple carnicería. Es responsabilidad nuestra llegar a ser unos carniceros eficientes. Tuve un tío abuelo tocinero en Baltimore, de modo que supongo que llevo la milicia en la sangre. ¿Tienes tú la misma fortuna con algún antepasado, Ethan?
Ridley declinó responder. Montaba su caballo al lado de Bird, que como siempre iba a pie, mientras la Legión aguardaba en el prado observando cómo se diluían y desvanecían las sombras nocturnas en la lejanía, y preguntándose qué iba a traerles aquel día. La mayoría de los hombres se sentían confusos. Sabían que habían pasado dos días viajando, pero no dónde habían llegado ni lo que se esperaba que hicieran ahora que ya habían llegado. Ethan Ridley, en busca de respuesta a las mismas inquietantes cuestiones, se había acercado a Thaddeus Bird por si este podía aclarárselo.
—Dudo que alguien sepa lo que ocurrirá hoy —declaró Thaddeus Bird—. La historia no está gobernada por la razón, Ethan, sino por las idioteces de unos locos criminales.
Ethan se esforzó en responderle de forma educada.
—Se dice que tenemos veinte mil hombres reunidos aquí, ¿es cierto?
—¿«Quién» lo dice? —preguntó impasible el mayor Bird, con la intención de enfurecer a Ridley.
—¿Con cuántos hombres contamos, entonces? —probó suerte de nuevo Ridley.
—Yo no los he contado —dijo Bird. Los rumores que corrían por Manassas Junction afirmaban que el ejército del Norte de Virginia de Beauregard sumaba un poco menos de veinte mil hombres, pero nadie lo daba como una cifra segura.
—¿Y el enemigo? —preguntó Ethan.
—¿Quién lo sabe? ¿Veinte mil? ¿Treinta? ¿Tantos como las arenas del mar, tal vez? ¿Una hueste poderosa? Si digo que puede que sean veinte mil, ¿te hará eso feliz?
Tampoco sabía nadie cuántas tropas nordistas habían cruzado el Potomac y entrado en Virginia. Los rumores hablaban de hasta cincuenta mil hombres, pero ningún americano había mandado nunca un ejército ni la mitad de grande, de modo que Thaddeus Bird no daba crédito a esos rumores.
—¿Y vamos a atacar por el flanco derecho? ¿No es eso lo que dicen?
En circunstancias normales, Ridley habría evitado cualquier conversación con Thaddeus Bird, porque le irritaba la pedantería de aquel maestro de escuela de barba hirsuta, pero el nerviosismo debido a la batalla inminente logró que incluso la compañía de Bird le resultara aceptable.
—Ese es el rumor más insistente, en efecto.
Bird no tenía intención de facilitarle la vida a Ridley, al que consideraba un loco peligroso, de modo que no añadió que el rumor parecía bien fundado. El ala derecha confederada, que concentraba el grueso del ejército de Beauregard, defendía la carretera que iba directamente de Washington a Manassas Junction. Si el ejército de la Unión capturaba el empalme ferroviario, todo el norte de Virginia estaría perdido, de modo que el sentido común sugería que las mejores esperanzas de victoria del general Beauregard se cifraban en mantener al enemigo alejado de las vulnerables líneas férreas, del mismo modo que para el enemigo las mejores oportunidades de un triunfo rápido residían en la captura de aquel empalme vital. Ninguna de las dos posibilidades, sin embargo, excluía algún movimiento todavía más astuto, como un ataque de flanco, pero Bird, situado como estaba en el flanco, no veía ningún indicio de que ni uno ni otro ejército estuvieran poniendo en práctica algo tan sofisticado como un intento de rodear al otro, y por eso suponía que los dos ejércitos se proponían atacar en el mismo lugar, uno frente al otro. Sacudió atrás y adelante la cabeza, regocijado por la idea de los dos ejércitos lanzándose a ataques simultáneos, con el flanco izquierdo nordista dándose de bruces contra el avance del flanco derecho rebelde.
—Pero si hay una batalla —dijo Ridley, en un esfuerzo ímprobo por mantener la discusión dentro de los límites de lo razonable—, nuestra posición actual quedará muy alejada de la línea del frente, ¿no es así?
Bird asintió con vigorosos cabezazos.
—Si así sucede, Dios se habrá mostrado misericordioso con nosotros. En efecto, estamos tan lejos del flanco derecho del ejército como es posible estarlo para un regimiento sin dejar de formar parte de ese ejército, un tema todavía no del todo decidido, a menos que mi cuñado reciba órdenes que sean más de su gusto que las que le comunicó el «malvado» Evans.
—Lo único que quiere el coronel es que participemos en la batalla —defendió Ethan a su futuro suegro. Bird alzó la mirada hacia su compañero montado.
—A menudo me había preguntado si era posible que mi hermana se casara con alguien de un nivel intelectual inferior al de ella, y por asombroso que parezca, así ha sido. —Bird se estaba divirtiendo—. Si quieres que te diga la verdad, Ethan, no creo que el coronel sepa lo que está haciendo. Mi opinión particular es que deberíamos haber acatado las órdenes de Evans, habida cuenta de que, si nos quedamos de brazos cruzados aquí en la izquierda, se reduce el peligro de sufrir una muerte heroica en el flanco derecho. Pero ¿de qué vale mi opinión? Soy tan solo un humilde maestro de escuela y un segundo en el mando meramente nominal.
Bufó.
—¿No quiere luchar? —preguntó Ridley, de una forma que sin duda esperaba que sonara como un desprecio absoluto.
—¡Pues claro que no quiero luchar! Lucharé si me veo obligado a hacerlo, y confío en hacerlo con inteligencia, pero el deseo más inteligente es, sin la menor duda, evitar la lucha. ¿Por qué habría de querer luchar un hombre cuerdo?
—Porque no queremos que los yanquis salgan victoriosos hoy.
—No lo queremos, pero tampoco quiero morir hoy, y si me ofrecen la opción de ser pasto de los gusanos o bien ser gobernado por los republicanos de Lincoln, ¡me parece que elegiré vivir! —Bird se echó a reír, moviendo la cabeza atrás y adelante. Luego vio acercarse a alguien en el valle, y detuvo de forma abrupta aquel movimiento—. ¿Vuelve el gran Aquiles a nuestro lado?
Habían aparecido dos jinetes en el camino del portazgo de Warrenton. El sol no se había alzado aún lo bastante para iluminar el valle, de modo que los dos jinetes estaban aún en las sombras de la hondonada, pero Ridley, cuyos ojos eran más jóvenes y agudos que los de Bird, reconoció a los Faulconers.
—Son el coronel y Adam.
—Pero ¿dónde está Starbuck, eh? ¿Crees que ha causado baja durante el reconocimiento, Ethan? Te gustaría que el joven Starbuck causara baja, ¿verdad? ¿Qué es lo que te disgusta tanto de Starbuck? ¿Su buen aspecto? ¿Su inteligencia?
Ethan rehusó dignificar aquellas preguntas chismosas con una respuesta, y se limitó a observar cómo padre e hijo charlaban unos instantes en el cruce de caminos, y luego se separaban. El coronel ignoró a los hombres que le aguardaban en la cima de la colina y se dirigió hacia el sur, mientras Adam ascendía al trote la cuesta.
—Padre ha ido a entrevistarse con Beauregard —explicó Adam cuando llegó al altiplano en el que la Legión seguía formada. Su caballo tiritaba, y se puso a frotar su morro con el de la yegua de Ridley.
—¿Y antes de eso? —inquirió Bird—. Ethan dice que estabais practicando un reconocimiento, pero yo opino que solo habéis salido a corretear.
—Padre ha querido comprobar que no hay nordistas en el camino de Sudley —explicó Adam con algún embarazo.
—¿Y los hay? —preguntó Bird con solicitud burlona.
—No, tío.
—Los santos sean loados. Podemos respirar a gusto otra vez. ¡Dulce patria de la libertad! —Bird elevó una mano hacia el cielo.
—Y padre quiere que licencies a Nate —siguió diciendo Adam en el mismo tono entrecortado. Llevaba la espada de Starbuck, su pistola y su guerrera.
—¿Tu padre quiere que haga qué? —preguntó Bird.
—Que licencies a Nate —insistió Adam—. Que lo borres de los libros.
—Comprendo lo que significa el verbo «licenciar», Adam. Y tacharé feliz a Starbuck de los libros de la Legión si tu padre insiste, pero has de decirme por qué. ¿Ha muerto? ¿He de inscribir el nombre de Starbuck en las honrosas listas de los héroes del Sur? ¿He de anotarlo como desertor? ¿Ha expirado debido a un ataque repentino? Unos libros correctamente llevados exigen una explicación, Adam.
El mayor Bird escrutaba a su sobrino mientras recitaba aquellos argumentos sin sentido.
—¡Está licenciado, tío! ¡Eso es todo! Y padre quiere que su nombre desaparezca de los libros de la Legión.
El mayor Bird parpadeó, movió la cabeza atrás y adelante y hurgó con sus uñas sucias en la barba larga y revuelta.
—¿Por qué se licencia a un hombre en la víspera de una batalla? Lo pregunto solo a fin de comprender mejor las sutilezas de la milicia.
—Padre lo ha decidido así. —Adam se preguntaba por qué su tío tenía que armar tanto alboroto por nada—. Ha creído que Nate debía volver a su casa.
—¿Ahora? ¿Hoy? ¿En este preciso instante? ¿A su casa de Boston?
—Sí, así es.
—Pero ¿por qué? —insistió Bird. Ridley se echó a reír.
—¿Por qué no?
—Una pregunta perfectamente sensata —se burló Bird—, pero el doble de complicada que la mía. ¿Por qué? —preguntó de nuevo a Adam.
Adam no respondió, y siguió con la guerrera que había sido de Nate y sus armas torpemente sujetas al pomo de su silla de montar, de modo que Ridley decidió suplir su silencio con una respuesta propia de él.
—Porque no puedes confiar en un norteño en estos días.
—Claro que se podía confiar en Nate —replicó Adam irritado.
—Eres tan… leal… —dijo Ridley con un desdén apenas disimulado, pero no terminó la frase.
Tanto Bird como Adam aguardaron en vano a que Ridley aclarara su observación.
—Aparte de piropear a mi sobrino —dijo por fin Bird con un pesado sarcasmo—, ¿puedes aclararnos por qué no podíamos confiar en Starbuck? ¿Solo por el accidente de su lugar de nacimiento?
—¡Por el amor de Dios! —dijo Ridley, como si la respuesta fuera tan obvia que no hiciera falta molestarse ni siquiera en mencionarla, no digamos ya explicarla.
—Por el amor mío, entonces —insistió Bird.
—Llega a Richmond el mismo día de la caída de Fort Sumter. ¿No es significativo? Y utiliza tu amistad, Adam, para ganarse la confianza del coronel, pero ¿por qué? ¿Por qué un hijo del hijo de puta de Elial Starbuck se presenta en el Sur en un momento así? ¿De verdad alguien esperaba que nos tragáramos la idea de que ese condenado Starbuck iba a luchar por el Sur? ¡Es como esperar que la familia de John Brown se vuelva en contra de la emancipación, o que Harriet «Bitch» Stowe ataque a sus preciosos negros! —Ridley, después de exponer lo que le parecía un argumento irrebatible, hizo una pausa para encender un cigarro—. Starbuck fue enviado aquí para espiarnos —dijo, resumiendo el caso—, y tu padre ha dado pruebas de su buen corazón al devolverlo a su casa. Si no lo hubiera hecho, Adam, no cabe duda de que nos habríamos visto obligados a fusilar a Starbuck por traidor.
—Eso habría aliviado el aburrimiento de la vida de campamento —observó Bird, jovial—. Todavía no hemos disfrutado de ningún fusilamiento, y sin duda los muchachos agradecerían que hubiera alguno.
—¡Tío! —exclamó Adam, desaprobador.
—Además, Starbuck tenía sangre de negro —dijo Ridley.
No estaba del todo seguro de que fuera cierto, pero su grupo de camaradas había apuntado la idea como un cargo más en la cuenta del despreciado Starbuck.
—¡Sangre de negro! ¡Ah, bueno, eso es distinto! Gracias a Dios que se ha alejado de nosotros esa peste. —El mayor Bird se echó a reír ante lo absurdo de la acusación.
—No seas bobo, Ethan —dijo Adam—. Y no seas ofensivo —añadió.
—¡Sangre de un maldito negro! —Ridley había perdido el control de su humor—. Fíjate en su piel. Es oscura.
—¿Como la piel del general Beauregard? ¿Como la mía? ¿Como la tuya, incluso? —preguntó alegre el mayor Bird.
—Beauregard es francés —insistió Ridley—, ¡y no puedes negar que el padre de Starbuck adora a los negros!
El balanceo frenético de la cabeza del mayor Bird atrás y adelante revelaba el gozo inesperado que le producía aquella conversación.
—¿Estás sugiriendo que la madre de Starbuck se ha tomado los sermones de su marido en un sentido demasiado literal, Ethan? ¿Que juega a la bestia de dos espaldas con esclavos de contrabando en la sacristía de su marido?
—Oh, tío, por favor —protestó Adam con voz dolida.
—¿Y bien, Ethan? ¿Es eso lo que sugieres? —insistió el mayor Bird, obviando la incomodidad de Adam.
—Digo que hemos hecho bien librándonos de Starbuck, eso es lo que digo. —Ridley cedió en sus insinuaciones de mezcla de razas, pero insistió en atacar a Starbuck desde otro flanco—. Solo espero que no vaya a contar a los yanquis todos nuestros planes de batalla.
—Dudo mucho que ni Starbuck ni ninguno de nosotros sepa alguna cosa sobre nuestros planes de batalla —observó Thaddeus Bird en tono seco—. Los planes de la batalla de hoy solo serán revelados en las memorias del general vencedor, muchos años después de que se haya acabado la guerra. —Cacareó satisfecho de su propio ingenio, y extrajo uno de sus delgados y oscuros cigarros de una petaca que llevaba al cinto—. Si tu padre insiste en que licencie al joven Starbuck, Adam, lo haré, pero creo que es un error.
Adam frunció la frente.
—A ti te gustaba Nate, tío, ¿verdad?
—¿He mencionado yo mis gustos? ¿O mis afectos? Nunca escuchas, Adam. Yo me refería a las capacidades de tu amigo. Es capaz de pensar, y ese es un talento desoladoramente escaso entre los jóvenes. La mayoría de vosotros creéis que basta con seguir el sentimiento predominante, que es, desde luego, lo que hacen los perros y los chupacirios; pero Starbuck tiene cabeza. De calidad.
—Bueno, pues se ha llevado su cabeza al norte —dijo Adam para tratar de acabar aquella conversación.
—Y su crueldad —añadió el mayor Bird, pensativo—. No hemos de olvidarnos de eso.
—¡Crueldad! —Adam, que sentía remordimientos por no haber sido lo bastante leal a su amigo a lo largo de aquella mañana, vio ahora una oportunidad de defender a Nate—. ¡No es cruel!
—Cualquier persona educada en los sectores más celosos de tu iglesia se empapa probablemente de una indiferencia divina hacia la vida y la muerte, y esa circunstancia ha dotado al joven Starbuck de un gran talento para la crueldad. Y en estos tiempos ridículos, Adam, vamos a necesitar de toda la crueldad que podamos acumular. Las guerras no se ganan con el valor, sino con la carnicería aplicada con constancia.
Adam, que temía que esa fuera exactamente la verdad, intentó frenar el júbilo evidente de su tío.
—Eso mismo me has dicho en muchas ocasiones, tío.
El mayor Bird rascó un fósforo para encender su cigarro.
—Es normal que los tontos necesiten la repetición para entender incluso las ideas más sencillas.
Adam alzó la mirada por encima de las cabezas de la tropa silenciosa, hacia el lugar donde los ordenanzas de su padre atizaban una fogata para cocinar.
—Voy a buscar un poco de café —anunció en tono altivo.
—No puedes ir a buscar nada sin mi permiso —dijo el mayor Bird severo—. ¿O es que has olvidado que en ausencia de tu padre yo soy el oficial de mayor graduación del regimiento?
Adam bajó la vista desde su silla de montar.
—No seas absurdo, tío. ¿Le digo a Nelson que te traiga un café?
—No, hasta que haya servido a todos los hombres. Los oficiales no formamos parte de una clase privilegiada, Adam, somos tan solo hombres a los que incumben responsabilidades mayores.
«El tío Thaddeus —pensó Adam— es capaz de retorcer y dar la vuelta a la cuestión más sencilla hasta convertirla en un problema insoluble». Adam se preguntó por qué razón había insistido su madre en convertir a su hermano en soldado, y entonces se dio cuenta de que, por supuesto, lo había hecho para fastidiar a su padre. Suspiró ante aquella idea, y tiró de las riendas.
—Adiós, tío.
Adam hizo dar la vuelta a su caballo y, sin pedir permiso para retirarse, picó espuelas y se alejó. Ridley lo acompañó.
La luz solar iluminaba ya la parte baja de las laderas de las colinas occidentales y proyectaba largas sombras en los prados. El mayor Bird se desabrochó el bolsillo de la pechera de su uniforme y extrajo una carte de visite envuelta en un pañuelo, en la que había impresa una fotografía de Priscilla. Por vanidad, ella se había quitado las gafas delante del fotógrafo, y como resultado su aspecto era miope e inseguro, pero para Bird era un dechado de belleza. Se llevó a los labios el cartón rígido con la tosca imagen en daguerrotipo, y luego, con gesto reverente, envolvió la tarjeta en el pañuelo y volvió a guardarla en el bolsillo de su pechera.
A menos de un kilómetro a espaldas de Bird, en lo alto de una torre endeble construida con ramas cortadas y a la que se subía trepando por una escala precaria hasta una plataforma situada a diez metros de altura, dos «espantapájaros» se preparaban para llevar a cabo su trabajo. Se llamaba espantapájaros a los señaleros que se comunicaban entre ellos con banderines. El general Beauregard había hecho levantar cuatro torres como aquella para poder mantenerse en contacto con todo su ejército, desplegado en una amplia zona. Uno de los dos espantapájaros, un cabo, quitó la funda del pesado anteojo montado sobre un trípode que se utilizaba para leer los banderines de las torres vecinas, ajustó el foco del instrumento y lo dirigió hacia las colinas boscosas que se extendían al norte de las líneas de la Unión. Vio brillar el sol sobre las pizarras de la empinada techumbre de la iglesia de Sudley Hill y, un poco más allá, un prado desierto en el que un reflejo plateado revelaba el lugar por el que fluía el Bull Run entre pastos lujuriantes. Nada se movía en aquel paisaje, a excepción de la pequeña figura de una mujer que, a la puerta de la iglesia, sacudía el polvo de una alfombra. El espantapájaros volvió la lente hacia el este, en el punto en que el sol aún bajo brillaba sobre un horizonte turbio por los humos moribundos de una miríada de fuegos de campamento. Estaba a punto de girar su anteojo para enfocar la siguiente torre de señales, cuando vio aparecer a algunos hombres en la cresta de una loma rasa situada algo más allá de la orilla del Bull Run, en el territorio ocupado por el enemigo.
—¿Quieres ver a unos malditos yanquis? —preguntó el cabo de señales a su compañero.
—Ni ahora ni nunca —respondió el segundo señalero.
—Pues estoy viendo a esos bastardos. —El cabo parecía excitado—. ¡Maldición! ¡De modo que están ahí después de todo!
Ahí estaban. Listos para el combate.
* * *
El grupo de hombres, unos a pie y otros a caballo, unos civiles y otros militares, se detuvo en la cresta rasa del otero. El sol naciente iluminaba maravillosamente el paisaje que se extendía ante ellos, revelando los valles boscosos, los pastos vallados y los reflejos centelleantes de la corriente al otro lado de la cual esperaba al ejército confederado una derrota segura.
El capitán James Elial MacPhail Starbuck estaba situado en el centro del pequeño grupo. El joven abogado de Boston montaba su caballo como un hombre más acostumbrado a un sillón forrado de piel que a una silla de montar, y ciertamente, de haber tenido que elegir James la faceta de la vida militar que más le desagradaba, se habría inclinado por la presencia ubicua de los caballos, a los que consideraba unos animales grandes, calientes, hediondos, siempre rodeados de moscas, con dientes amarillos, ojos saltones y cascos peligrosos como martillos descontrolados. Pero si era necesario subirse a un caballo para acabar con la revuelta de los esclavistas, James estaba dispuesto a montar todos los caballos de América porque, aunque le faltaba la elocuencia de su padre, compartía su ferviente convicción de que la rebelión era, más que un borrón en la reputación de América, una ofensa hecha al mismo Dios. América, creía James, era un país inspirado por Dios, bendecido especialmente por el Todopoderoso, y rebelarse contra un pueblo así elegido era obra del diablo. Por eso, en aquel Sabbath cristiano y en aquellos campos verdes, las fuerzas de los justos se iban a enfrentar a una chusma satánica, y con toda seguridad, James estaba convencido de ello, Dios no permitiría que el ejército nordista fuera derrotado. Rezó en silencio, y pidió a Dios la victoria.
—¿Cree que podemos acercarnos paseando hasta la batería, capi?
Uno de los civiles interrumpió el ensueño de James, y señaló con un gesto una batería de artillería que estaba realizando sus complicados preparativos en un campo situado junto al camino del portazgo de Warrenton, al pie del otero.
—No está permitido —se limitó a responder James.
—¿No estamos en un país libre, capi?
—No está permitido —insistió James, en el tono autoritario que siempre había resultado eficaz en el Tribunal de Apelación de la Comunidad de Massachusetts, pero que solo tuvo el efecto de hacer reír a aquellos periodistas. Los civiles que acompañaban a James eran reporteros y dibujantes de una docena de periódicos norteños, que se habían presentado en el cuartel general del brigadier general McDowell la noche anterior y habían sido asignados al sous-adjutant del general. Sobre James recaía además la responsabilidad de escoltar a media docena de militares y attachés extranjeros, venidos de las embajadas de sus países en Washington, y que ahora disfrutarían de la inminente batalla como si se tratara de una selecta diversión preparada para su exclusivo disfrute; pero por lo menos los militares extranjeros trataban a James con respeto, mientras que la única intención de los periodistas parecía ser tomarle el pelo.
—¿Qué diablos quiere decir eso de sous-adjutant? —había preguntado un reportero del Harper’s Weekly a James bien pasada ya la medianoche, cuando a su alrededor el ejército nordista se desperezaba y empezaba a prepararse para ir a la batalla—. ¿Una especie de guerrero piel roja?
—Es francés; sous equivale a «sub».
James sospechaba que el periodista, enviado por el autoproclamado «Diario de la civilización», conocía perfectamente el significado de su grado.
—¿Quiere decir entonces que usted es una especie de ayudante inferior, capi?
—Significa que soy el asistente del ayudante.
James consiguió conservar la calma, a pesar de su irritación. Se las arregló para dormir un par de horas y despertó con un violento ataque de flato, debido enteramente a su propia debilidad, según reconoció él mismo. El brigadier general McDowell era un reputado glotón que la noche anterior había animado a su Estado Mayor a comer bien, y James, a pesar de su convicción de que la comida abundante era necesaria para la salud tanto espiritual como corporal, se preguntó si la tercera porción de la empanada de ternera del general no había sido un exceso. Luego vinieron los pasteles y las natillas, todo ello regado con la limonada, sin alcohol pero muy azucarada, del general. El exceso no habría tenido importancia de haber podido tomar James una cucharada del bálsamo carminativo de su madre antes de retirarse a descansar, pero un sirviente estúpido había olvidado poner el bolso-botiquín con las medicinas de James en las galeras que llevaban el bagaje del cuartel general, de modo que James se vio obligado a afrontar las preguntas impertinentes de los reporteros, y al mismo tiempo disimular la incomodidad que le producía un episodio grave de flatulencia.
Los periodistas, al reunirse con James en la granja de Centreville en la que había pasado aquella incómoda noche, quisieron saber cuáles eran las intenciones de McDowell, y James explicó, tan sencillamente como pudo, que el objetivo del general era nada menos que la destrucción total de la rebelión. A una hora de marcha al sur del Bull Run, se encontraba la pequeña ciudad de Manassas Junction y, una vez capturada esta, la línea férrea que unía a los dos ejércitos rebeldes de Virginia del Norte quedaría cortada. El general Johnston ya no podría acudir desde el valle del Shenandoah en socorro de Beauregard, y en consecuencia el derrotado ejército de Beauregard, privado de ese refuerzo, se vería obligado a retirarse hacia Richmond, y allí sería capturado. La guerra iría extinguiéndose a partir de ese momento, porque las dispersas fuerzas rebeldes o bien serían derrotadas, o se rendirían. James lo explicó de forma que todo resultaba predecible y bastante obvio.
—Pero los rebeldes nos han dado una paliza hace cuatro días, ¿no le preocupa eso? —preguntó uno de los periodistas. Se refería a que un nutrido destacamento nordista en funciones de reconocimiento se había aproximado al Bull Run cuatro días antes y, en un exceso de celo, intentó cruzar el río, lo que provocó una furiosa y letal descarga de los rebeldes ocultos en la espesura de la otra orilla. James desdeñó la objeción diciendo que carecía de importancia, e incluso intentó dorar la píldora sugiriendo que aquel contacto accidental con el enemigo había sido ideado para convencer a los rebeldes de que el ataque nordista se llevaría a cabo por el mismo lugar, en su flanco derecho, cuando en realidad iba a penetrar profundamente en el flanco izquierdo confederado.
—Entonces, ¿qué es lo peor que puede ocurrir hoy, capitán? —quiso saber otro de los periodistas.
Lo peor, explicó James, sería que las fuerzas del general Johnston hubieran partido ya del valle del Shenandoah y estuvieran en camino con la intención de reforzar a los hombres de Beauregard. Eso, admitió, haría mucho más dura la batalla, pero podía asegurar a los periodistas que los últimos informes llegados por el telégrafo de las fuerzas nordistas en el Shenandoah aseguraban que Johnston seguía en el valle.
—Pero si los rebeldes de Joe Johnston consiguen unirse a los de Beauregard —insistió el periodista—, ¿significa eso que nos darán una paliza?
—Significa que habremos de esforzarnos un poco más para derrotarlos.
A James le irritó el tono de la pregunta, pero repitió en tono calmado que tenía la seguridad de que Johnston seguía bloqueado al oeste, y que eso quería decir que el gran objetivo de la unidad americana podría quedar decidido ese mismo día por los hombres desplegados en ese momento a uno y otro lado del Bull Run.
—Y venceremos —predijo James lleno de confianza. Se había tomado la molestia de repetir varias veces a los periodistas que aquel ejército nordista era la mayor concentración de tropas reunida nunca en América del Norte. Irvin McDowell mandaba a más de treinta mil hombres, más del doble que el ejército de Washington en Yorktown. Era, aseguró James a los periodistas, una fuerza abrumadora, la prueba de que el gobierno federal estaba dispuesto a aplastar la rebelión de inmediato y de forma definitiva.
Los reporteros insistieron en la palabra «abrumadora».
—¿Quiere decir que somos abrumadoramente superiores en número a los rebeldes, capitán?
—No exactamente. —Lo cierto es que nadie sabía con exactitud cuántos hombres habían congregado los rebeldes en la otra orilla del Bull Run, y las estimaciones oscilaban desde los diez mil hasta la improbable cifra de cuarenta mil, pero James no deseaba que la victoria nordista pareciera inevitable por la fuerza misma de los números—. Creemos —dijo, solemne— que los rebeldes pueden haber reunido un número de hombres no muy inferior al nuestro, pero en esta batalla, caballeros, lo que prevalecerá será la instrucción, la moral y la justicia.
Y la justicia prevalecería, James estaba convencido de ello, no solo para capturar un cruce rural de ferrocarriles, sino para derrotar y desmoralizar a las fuerzas confederadas hasta tal punto que las victoriosas tropas del Norte marcharían sin encontrar obstáculos hasta la capital rebelde, situada apenas a ciento cincuenta kilómetros al sur.
—¡Directos a Richmond! —gritaron los periodistas nordistas. Ese «¡Directos a Richmond!» estaba cosido en chillonas letras de tela en los estandartes de algunos regimientos federales, y «¡Directos a Richmond!» habían gritado los espectadores que presenciaron el desfile de las tropas a lo largo del Long Bridge de Washington. Algunos de esos espectadores no se habían contentado con presenciar la salida de las tropas de la capital, sino que habían acompañado al ejército hasta Virginia. De hecho, James tenía la sensación de que la mitad de la población de Washington se había presentado allí para ver con sus propios ojos la gran victoria nordista y, ahora que se había alzado el sol sobre el Bull Run, se veían grupos nutridos de espectadores civiles mezclados con las tropas federales. Había carruajes elegantes aparcados junto a las cureñas de los cañones, y caballetes y tableros de dibujo de artistas entre los rifles y los mosquetes. Damas elegantes se protegían con sus parasoles, los criados tendían sobre la hierba manteles para un pícnic, y congresistas poseídos de su importancia y ansiosos por compartir, ya que no podían apropiársela por completo, aquella efeméride trascendente, pontificaban ante quienes querían escucharles sobre la estrategia del ejército.
—¿Puede confirmar que estaremos en Richmond el sábado próximo? —preguntó ahora a James el reportero del Harper’s Weekly.
—Ese es nuestro ferviente deseo.
—Y el domingo colgaremos a Jefferson Davis —dijo el reportero, y dio una zapateta, entusiasmado por aquella feliz perspectiva.
—No creo que sea el domingo.
James era demasiado leguleyo para dejar pasar sin comentario una observación tan inoportuna, sobre todo al haberse pronunciado delante de los agregados militares extranjeros, que podrían deducir de las palabras del periodista que los Estados Unidos eran no solo una nación de gentes irrespetuosas con el descanso dominical, sino una patulea de brutos inciviles que no veían la necesidad de cumplir con una legalidad estricta.
—Ahorcaremos a Davis después de un proceso con todas las garantías —dijo James en beneficio de esos extranjeros—, y solo después de ese proceso.
—El capitán quiere decir que primero haremos un buen nudo en la cuerda con la que lo colgaremos —se apresuró otro periodista a explicar a los attachés extranjeros.
James se obligó a sí mismo a sonreír, aunque la verdad es que encontraba los modales de los periodistas escandalosamente desvergonzados. Muchos de esos periodistas habían escrito ya sus crónicas de la batalla, utilizando su imaginación para describir la cobardía de las tropas de los esclavistas, puestas en fuga nada más aparecer la bandera de las barras y las estrellas, mientras otros soldados rebeldes caían de rodillas y pedían perdón sin llegar a abrir fuego contra la gloriosa enseña. Los cascos de las monturas de la caballería nordista se habían teñido del rojo de la sangre de la esclavocracia, y empapado de sangre sudista las bayonetas del Norte. James se sintió desconcertado por tanta deshonestidad, pero como esos relatos se limitaban a expresar un resultado por el que rezaba con fervor, se abstuvo de expresar ningún reproche para no ser tildado de derrotista. Después de todo, la derrota era algo impensable, porque aquel día la rebelión iba a ser aplastada y daría comienzo la carrera hacia Richmond.
Hubo un revuelo repentino al pie de la colina, al ser desenganchados de los cañones y sus cureñas los caballos de la artillería. Los cañones estaban ya situados detrás de una alambrada, y apuntaban a un elegante puente de piedra por el que el camino del portazgo cruzaba el río. El puente era crucial para las esperanzas de McDowell, que deseaba que los rebeldes creyeran que el ataque principal iba a tener lugar siguiendo el eje de ese camino para que desplegaran sus fuerzas en la defensa del puente, mientras su columna secreta daba un rodeo por el flanco y les sorprendía por la retaguardia. Otras tropas nordistas efectuarían una diversión en el ala derecha del enemigo, pero el objetivo vital era atraer a toda el ala izquierda enemiga al puente de piedra para que el ataque de flanco nordista pudiera penetrar sin oposición y sin ser detectado hasta la retaguardia confederada. Por tanto, era preciso engañar a los rebeldes haciéndoles creer que la finta sobre el puente era el ataque principal, y para añadir verosimilitud al engaño había colocado allí una enorme pieza de artillería como si su misión fuera cubrir con su fuego el falso asalto.
Esa pieza era un cañón Parrott de treinta libras con un tubo estriado de hierro de más de tres metros y medio de longitud, y un peso total próximo a las dos toneladas. Las ruedas forradas de hierro del arma alcanzaban la altura de los hombros de un soldado, y se habían necesitado diecinueve caballos para arrastrarlo, en las últimas horas de la noche, hasta la posición que ocupaba. Precisamente la lentitud de su avance había retrasado la marcha de todo el ejército federal, y algunos oficiales nordistas pensaron que era un error colocar una pieza de artillería gigante como aquella en una posición tan avanzada, aunque todos los soldados que vieron avanzar pesadamente el engorroso armatoste a la primera luz del alba quedaron convencidos de que aquella bestia ganaría la batalla por sí sola. El grosor del tubo estriado era de más de doce centímetros, y su negra recámara reforzada con bandas de hierro estaba ahora atiborrada con casi cuatro libras de pólvora negra y un obús cónico que se había cargado por la boca. El proyectil estaba relleno de pólvora negra, y diseñado para estallar al impactar en el blanco, arrojando una lluvia letal de llamas y metralla que acribillaría a los rebeldes de la otra orilla del Bull Run. Pero hasta el momento las primeras luces del alba no revelaban la presencia de objetivos importantes en el lado rebelde de la corriente. De tanto en tanto, un oficial confederado cruzaba el campo a caballo, y se veía a algunos infantes desplegados sobre una colina por lo menos kilómetro y medio más atrás del puente de piedra, pero por lo demás no había signos de la presencia de ninguna fuerza rebelde en el lugar.
Se introdujo un detonador de fricción en el oído del Parrott hasta perforar con él la bolsa de tela de la pólvora. El detonador era un tubo de cobre relleno de pólvora de fusil molida, muy fina. La sección superior del tubo contenía una pequeña carga de fulminato y la atravesaba en cruz un acollador metálico dentado; al tirar con fuerza de este, friccionaba con violencia el fulminato y, como la cabeza de un fósforo al rozar una superficie rasposa, hacía detonar el fulminato. Ahora un sargento artillero sujetó con fuerza el acollador, mientras los demás miembros de la batería se mantenían bien apartados del letal retroceso del arma.
—¡Listo! —gritó el sargento artillero. Algunos sirvientes de los demás cañones de la batería se habían juntado en un pequeño grupo a escuchar una lectura de la Biblia y rezar una oración, pero en ese momento todos se volvieron hacia el gigantesco Parrott y se taparon los oídos.
Un oficial de artillería montado, un teniente, consultó su reloj. En años futuros, quería contar a sus hijos y nietos el momento exacto que había marcado el comienzo del fin de la rebelión. Según su reloj, pasaban aproximadamente dieciocho minutos de las cinco de la mañana, y tan solo doce minutos desde la aparición del primer brillante rayo de sol en el horizonte oriental. El teniente había registrado en su diario la hora exacta del amanecer, y también anotó con toda meticulosidad que su reloj tenía un margen de unos cinco minutos de adelanto o atraso en un día, en función de la temperatura.
—¡Listo! —gritó de nuevo el sargento artillero, esta vez con un deje de impaciencia en la voz.
El teniente de artillería esperó hasta que la manecilla de su reloj señaló exactamente la muesca del minuto dieciocho, y entonces bajó la mano derecha:
—¡Fuego!
El sargento tiró del acollador y la pequeña cruceta rascó violentamente el fulminato. El fuego bajó por el tubo de cobre y la bolsa de pólvora detonó e impulsó el proyectil hacia delante. La base del obús era una culata de latón blando que se dilató hasta ajustarse a las estrías del tubo del arma e iniciar la rotación del proyectil.
El estruendo sacudió con violencia el paisaje, asustó a los pájaros posados en los árboles y ensordeció los oídos de los miles de hombres que esperaban la orden de avanzar. El cañón sufrió un violento retroceso, su cola excavó un surco en el suelo y las ruedas se alzaron casi medio metro en el aire antes de caer y tomar tierra de nuevo, dos metros más atrás del punto en el que se había efectuado el disparo. Frente al tubo humeante del arma quedó en el suelo una mancha de hierba chamuscada, bajo una nubecilla de humo de un blanco sucio. Los espectadores que nunca habían oído disparar un cañón grande tragaron saliva ante la tremenda furia de aquel sonido; el aterrador estrépito del disparo prometía una horrible destrucción en el otro lado del río.
Los sirvientes refrescaron las fauces humeantes del monstruo con una bayeta húmeda que había de limpiar los residuos de la explosión en el interior del tubo, antes de embutir la siguiente bolsa de pólvora por la boca. Mientras, el primer obús cruzó aullando por encima de los prados, pasó relampagueante por encima del puente y fue a estrellarse en la ladera de la colina desierta situada más allá de los árboles. Dentro del proyectil iba insertada una cápsula de percusión ordinaria de un rifle, fijada al frente de una pesada barra de metal que, al impactar el proyectil en el suelo, se proyectó con violencia hacia adelante hasta chocar con una placa de hierro colocada en la cabeza del obús. La cápsula de percusión de cobre estaba rellena de fulminato de mercurio, lo bastante inestable para estallar al sufrir semejante presión; la cápsula hizo detonar la pólvora del interior hueco del obús, pero este se había hundido ya cerca de un metro en el suelo blando, y la explosión apenas tuvo más efecto que el de levantar unos pocos palmos cuadrados de la ladera desierta y salpicar de tierra humeante la hierba de los alrededores.
—Seis segundos y medio.
El oficial montado de artillería anunció en voz alta el tiempo de vuelo del obús, y luego anotó la cifra en su cuaderno de notas.
—Pueden informar de que la batalla propiamente dicha empezó a las cinco y veintiún minutos —declaró James Starbuck. Todavía le zumbaban los oídos por la violencia del disparo, y su caballo mantenía nerviosamente alzadas sus orejas.
—Solo son las cinco y cuarto —dijo el hombre del Harper’s Weekly.
—Y dieciocho minutos —corrigió el agregado militar francés, uno de la media docena de oficiales extranjeros que observaban la batalla junto al capitán Starbuck.
—Sea la hora que sea, es demasiado condenadamente pronto —bostezó uno de los periodistas.
James Starbuck frunció el entrecejo al oír el juramento, y luego se agachó en el momento en que el pesado cañón vomitaba su segundo obús en dirección al puente de piedra. James deseó desesperadamente ver estallar el caos y la confusión al otro lado del río. Cuando vio por primera vez el gigantesco Parrott, pensó que un solo proyectil disparado por un arma tan enorme llenaría de pánico a los rebeldes, pero, ay, en la otra orilla todo parecía extrañamente tranquilo, y James temió que la ausencia de carnicería iba a parecer ridícula a los militares extranjeros que habían servido en las guerras de Europa y que, según sería lógico esperar, tal vez alzarían displicentes las cejas ante aquellos esfuerzos de aficionado de los americanos.
—Un arma impresionante, capitán.
El attaché francés hizo desaparecer los temores de James con su generosa observación.
—Manufacturada enteramente en América, coronel, en nuestra fundición de West Point en Cold Spring, Nueva York, y diseñada por el superintendente de la fundición, el señor Robert Parrott. —A James le pareció oír a su espalda que uno de los periodistas emitía un silbido bajo que imitaba el gorjeo de un pájaro, pero simuló no darse cuenta—. El arma puede disparar obuses, cartuchos y proyectiles macizos. Tiene un alcance de dos mil doscientos metros a cinco grados de elevación. —Buena parte del servicio de James había consistido hasta el momento en memorizar datos parecidos a fin de informar adecuadamente a los agregados—. Por supuesto, estaremos encantados de facilitarle una visita particular acompañada a la fundición.
—Ah, muy bien.
El francés, un coronel llamado Lassan, tenía un solo ojo, una cara horriblemente desfigurada y un uniforme magnífico y barroco. Observó cómo el enorme cañón disparaba por tercera vez, e hizo un gesto de aprobación cuando el resto de la artillería federal, que había estado esperando el tercer tiro como señal, abría fuego al unísono. En los campos verdes que se extendían a la derecha del río florecían los penachos de humo a medida que un proyectil tras otro estallaban en rápida sucesión. El pánico hizo que un caballo de tiro de la artillería, sujeto de forma defectuosa, se encabritara y huyera desbocado del estruendo que hacía retemblar el suelo, dispersando en su carrera a un grupo de infantes situados detrás de las baterías.
—Nunca he disfrutado con el fuego de la artillería —comentó el coronel Lassan en tono tranquilo, y se llevó un dedo manchado de nicotina al parche que tapaba la ausencia del ojo—. Esto lo hizo la metralla de un obús ruso.
—Confiamos en que los rebeldes compartan su disgusto, señor —dijo James con un dudoso sentido del humor. Ahora eran visibles al otro lado del río los destrozos causados por el impacto de los proyectiles: los árboles temblaban, y el suelo de las laderas que se extendían más allá de los bosques se removía con las bombas que rebotaban y estallaban. James hubo de alzar la voz para ser oído por encima del estruendo del cañoneo.
—Cuando aparezca la columna de flanqueo, señor, creo que podremos estar seguros de una rápida victoria.
—¡Ah! ¿De verdad? —preguntó cortésmente Lassan, y luego se inclinó a palmear el cuello de su caballo.
—Van dos pavos a que los bastardos han puesto pies en polvorosa antes de las diez —ofreció a la concurrencia un reportero del Chicago Tribune, pero nadie aceptó la apuesta. Un coronel español, magnífico en su uniforme rojo y blanco de dragón, desenroscó el tapón de un frasco y bebió un sorbo de whisky.
De pronto, el coronel Lassan frunció el entrecejo.
—¿Ha sido eso el silbato de un tren? —preguntó al capitán Starbuck.
—No podría afirmarlo con seguridad —dijo James.
—¿Han oído ustedes el silbato de un tren? —preguntó el francés a sus compañeros, que sacudieron sus cabezas.
—¿Es importante, señor? —preguntó James.
Lassan se encogió de hombros.
—Las fuerzas del general Johnston en el valle del Shenandoah seguramente viajarán hasta aquí en tren, ¿no le parece?
James aseguró al coronel Lassan que las tropas rebeldes del valle del Shenandoah estaban muy ocupadas en detener a un contingente de soldados nordistas, y lo más probable era que no pudieran llegar siquiera a Manassas Junction.
—Pero suponga que el general Johnston ha dado el esquinazo a sus fuerzas de cobertura. —El coronel Lassan hablaba un inglés excelente con un acento británico que James, cuya indigestión no había mejorado con el paso de las horas, encontró bastante irritante—. Supongo que estarán ustedes en comunicación telegráfica permanente con sus tropas del Shenandoah, ¿no? —siguió el coronel Lassan con su molesto interrogatorio.
—Tenemos constancia de que el general Johnston estaba plenamente controlado por nuestras fuerzas hace dos días —aseguró James al coronel Lassan.
—Pero dos días son tiempo más que suficiente para esquivar a unas fuerzas de cobertura y embarcar en tren hacia Manassas, ¿no es así? —preguntó el francés.
—Me parece muy improbable —precisó James en un tono que intentó que sonara lo bastante frío para zanjar la cuestión.
—Recuerde usted —insistió Lassan— que nuestra gran victoria sobre Francisco José en Solferino fue posible por la rapidez con la que nuestro emperador desplazó al ejército en tren.
James, que no sabía dónde estaba Solferino ni tenía noticias de ninguna batalla en aquel lugar, y que nunca había oído comentar las hazañas ferroviarias del emperador de Francia, asintió prudentemente, pero luego se atrevió a sugerir que las fuerzas rebeldes de la Confederación eran incapaces de emular los logros del ejército francés.
—Más le vale esperar que no lo hagan —dijo Lassan sombrío, y luego enfocó sus anteojos de campo en una colina lejana, sobre la que un señalero rebelde enviaba un mensaje—. ¿Confía, capitán, en que su ataque de flanco llegará a tiempo? —preguntó Lassan.
—Tendrá lugar de forma inminente, señor. —La confianza de James la desmentía la ausencia de la menor señal de combate en la retaguardia rebelde, pero se consoló a sí mismo pensando que la distancia impediría percibir los ecos de aquella acción. La evidencia solo llegaría cuando las fuerzas confederadas que defendían el puente de piedra se dieran a la fuga llevadas por el pánico—. No me cabe la menor duda de que nuestra fuerza de flanqueo ataca en este mismo momento, señor —dijo James, con todo el énfasis de que fue capaz, y luego, orgulloso y convencido como estaba de la eficiencia yanqui, no pudo resistirse a añadir tres palabras—: Como habíamos planeado.
—¡Ah, planeado! Ya veo, ya veo —fue el enigmático comentario del coronel Lassan, acompañado por una mirada de simpatía a James—. Mi padre fue un militar de éxito, capitán, pero siempre solía decir que la práctica de la guerra se parece mucho a hacer el amor con una mujer: es una actividad llena de delicias, pero ninguna de ellas es predecible de antemano, e incluso las mujeres más deliciosas son capaces de causar graves heridas a un hombre.
—¡Eh, me gusta esa frase! —exclamó el periodista de Chicago, y empezó a garabatear en su cuaderno de notas.
James se sintió ofendido por la falta de tacto de la observación y calló, con la vista clavada en la lejanía. El coronel Lassan, inconsciente de la ofensa que acababa de infligirle, tarareaba una canción, y los periodistas escribían sus primeras impresiones sobre una guerra decepcionante hasta el momento. La guerra no era para ellos otra cosa que ruido y humo, aunque a diferencia de los periodistas las avanzadillas situadas en las dos orillas del Bull Run sabían ya muy bien lo que significaban el ruido y el humo. Volaban las balas sobre la corriente; los francotiradores federales disparaban subidos a los árboles, y flotaba sobre el agua un tenue encaje de humo de pólvora dispersado de tanto en tanto por el paso silbante de los pesados obuses, que iban a estrellarse entre la maleza y, al estallar, producían más y más nubes de humo negro y sulfuroso y una lluvia de chatarra metálica. Una rama alcanzada por un proyectil se partió y sus astillas fueron a clavarse en el lomo de un caballo. El animal soltó un terrible relincho de dolor, y un joven tambor llamó a gritos a su mamá mientras intentaba débilmente contener las tripas que se le salían por el desgarrón abierto en su vientre. Un oficial miraba incrédulo la sangre que le empapaba los pantalones, causada por una bala que acababa de alojársele en el escroto. Un sargento barbudo se sujetaba la muñeca izquierda convertida en un muñón sangrante, y se preguntaba cómo, en nombre de Dios, podría en adelante trazar un surco recto al arar un campo. Un cabo vomitó sangre, y luego muy despacio se derrumbó en el suelo. El humo de la pólvora se quedaba prendido en las ramas de los árboles. El Sparrott disparaba ahora a un ritmo más rápido, y al modo de un gigantesco tambor in crescendo ensordecía la música de las bandas de los regimientos, que seguían tocando piezas alegres detrás del frente de batalla.
Y más allá todavía, detrás de las líneas rebeldes, a espaldas de Manassas Junction, se alzó una columna de humo azul y blanco de leña, arrojada al aire por la chimenea ennegrecida de una locomotora. Los primeros hombres del general Johnston llegaban del Shenandoah. Habían eludido el cerco de las tropas nordistas, y ocho mil rebeldes más empezaban a reforzar a los dieciocho mil ya desplegados por Beauregard junto al Run. Los ejércitos estaban a punto, las armas se calentaban, y podía dar comienzo la carnicería del Sabbath.