Capítulo 9

AMANDA permaneció sentada, en un estado de aturdimiento total, durante toda la cena. Miró sin ver los grandes adornos de oro macizo que cubrían la mesa, las orquídeas que rodeaban los candelabros cargados de velas. Comió, sin sentir sabores y bebió los vinos servidos en copas de cristal con los monogramas grabados.

No tuvo ni siquiera idea de quién se sentaba a su derecha o a su izquierda. Debe haber sonreído y fingido que participaba en la conversación, porque los caballeros parecían muy satisfechos con ella. Tenía una idea vaga de que le habían dirigido diversos cumplidos.

Pero todo lo que ella podía ver en realidad era una figura inmóvil, en el piso, con un balazo en la espalda, y un caballo galopando sin jinete.

«¡Peter! ¡Peter!» le gritaba en una agonía de desolación y comprendió que ahora su amor, que salía volando de su corazón, no encontraría jamás el nido dónde detenerse.

Sólo una cosa llamó su atención mientras estaba todavía bajo el techo de Lord Ravenscar. En el salón en el que se habían reunido antes de pasar a cenar había, en un extremo, una gran pajarera, construida entre los grandes ventanales estilo francés y el pequeño jardín, pavimentado y rodeado de estatuas. Estaba llena de todos los tipos imaginables de aves, desde modestos gorriones hasta bellas garzas y pavos reales.

El ver la pajarera solo intensificó su dolor al recordar que Peter había dicho que su amor tenía alas. Su amor había quedado, como todas esas pobres criaturas, preso para siempre.

—¿En qué está pensando, preciosa? —le preguntó un caballero al pasar junto a ella.

—Estaba pensando en la muerte —contestó ella y se alejó, dejando al hombre mirándola estupefacto.

Tuvo la vaga impresión de que los caballeros al despedirse para subir a los carruajes, llevaban ya demasiado vino y muchas de las damas hablaban con voces en extremo chillonas.

Pero no le importaba nada de lo que había a su alrededor. Sólo sabía que su mundo privado era ahora desolado y vacío, un desierto en el que no crecía flor ninguna, ni ningún pájaro cantaba.

Los carruajes se detuvieron frente al gran pórtico de estilo corintio y de columnas jónicas de la Casa Carlton. Una gran muchedumbre se había reunido afuera para ver llegar a los invitados del príncipe.

Atontada y llena de desventura, Amanda se conducía como una autómata. No le importó estar en la Casa Cariton, ni se preocupó cómo describiría a Harriet el gran vestíbulo y la enorme escalera, o el salón de recepciones decorado con sedas chinas de color amarillo y amueblado al estilo oriental.

—Debo pedir al príncipe autorización para presentarte a él —le dijo Lord Ravenscar al oído, pero ni eso logró despertar interés alguno en ella.

Pudo ver al príncipe en un extremo del salón y sufrió una momentánea desilusión. Esperaba que fuera apuesto y aguerrido, el príncipe de los cuentos de hadas. Al menos, esa impresión le habían dado los rumores que corrían sobre sus múltiples idilios, que habían desembocado en la señora Fitzherbert, de quien se decía estaba tan enamorado que hasta le había propuesto matrimonio.

¡Ahora tenía cuarenta y tres años, pero representaba cincuenta y tres! A pesar de sus mejillas empolvadas y sus rizos juveniles, el exceso de peso lo afectaba visiblemente. Era evidente, por la forma en que se movía, que llevaba puesto un corsé, aunque no lograba disimular del todo su voluminoso abdomen.

Como en un sueño, vio regresar a Lord Ravenscar a su lado, diciendo que el príncipe los recibiría. En cualquiera otra ocasión, Amanda se habría sentido dominada por los nervios y la timidez. Pero en esos momentos le resultaba lo mismo hablar con el Príncipe de Gales o con un simple barrendero.

Lord Ravenscar la condujo frente al príncipe.

—¿Me permite, señor, presentarle a la señorita Amanda Burke, que me ha hecho el honor de prometerme casarse conmigo?

Amanda hizo una profunda reverencia.

—¡Una niña! ¡Pero si es casi una niña, Ravenscar! —oyó exclamar al príncipe—. ¡Al mismo tiempo, es una verdadera ninfa! No esperaba que tuvieras gustos tan simples.

—Su Alteza me ha juzgado mal —contestó Lord Ravenscar, muy risueño.

—Tú te propones algo —observó el príncipe con expresión maliciosa—. Te conozco y exijo que confíes en mí. Vamos, no guardes secretos para tu viejo amigo.

—El secreto es muy sencillo —contestó Lord Ravenscar—. Me ha atacado un mal del que Su Alteza Real ha sufrido con frecuencia. Un flechazo de Cupido me ha alcanzado.

El príncipe casi se dobló de risa.

—¡Vaya que dices cosas graciosas! —exclamó—. Mira que te haya atacado a ti, Ravenscar… pero no te culpo, no te culpo en modo alguno. Es encantadora, en verdad deliciosa.

Dio golpecitos a Amanda en el hombro y se volvió a hablar con alguien que estaba tratando de llamar su atención.

Amanda vio que Lord Ravenscar se mostraba satisfecho. A su alrededor advertía miradas curiosas. Eran inconfundibles los celos que revelaban la expresión de algunas de las mujeres o la desconfianza de sus ojos. Había también ciertas expresiones peculiares, cuyo significado prefería no averiguar.

Entonces, por primera vez, sintió que la invadía la timidez. Bajó la vista ante la multitud de rostros extraños, pero no antes de ver un rostro que le era familiar. Era un hermoso rostro de ojos oscuros que la miraba a través de aquel mar de joyas, plumas y ropas espléndidas.

Pensó en ese momento que nunca antes había creído que una mujer fuera capaz de mirar a otra con tal expresión de odio. Había tanta ira, tan cruel deseo de venganza en Lady Isabel, que Amanda se dirigió junto a Lady Standon, como si necesitara protección.

Para sorpresa suya, encontró a Lady Standon rodeada de numerosos viejos amigos de ambos sexos.

—¿En dónde has estado?

—¿Por qué no te hemos visto?

—¿Qué estás haciendo en Londres?

El aire de infelicidad e indiferencia de Lady Standon parecía haber desaparecido un poco y había un leve brillo en sus ojos, cuando se dio cuenta de que, después de todos estos años, no había sido olvidada.

Antes que Amanda lograra atraer la atención de Lady Standon, Lord Ravenscar estaba a su lado de nuevo.

—Quiero que conozcas a mis amigos —dijo, y la presentó a un considerable número de personas. Amanda sentía que la forma en que lo hacía semejaba a un granjero mostrando a sus amigas un becerro premiado.

Sólo una persona le resultó de interés a Amanda. Era un joven delgado, de nariz muy larga, que llevaba puesta una sombría chaqueta gris, sin ninguno de los adornos o condecoraciones de los demás caballeros.

—¿Quién es él? —preguntó Amanda a Lord Ravenscar—. No alcancé a escuchar su nombre.

—Es Sir Arthur Wellesley —contestó él—. Es un soldado y es un hombre que no tiene el menor interés para nosotros.

A Amanda no le había pasado por alto la expresión de desprecio, casi de disgusto, con que Sir Arthur Wellesley había respondido al saludo de Lord Ravenscar. En realidad, no se hubieran hablado, de no ser por una dama, que conversaba con él y que vestida y pintada con exageración, había extendido las manos hacia Lord Ravenscar con una exclamación de placer también exagerado.

Lord Ravenscar se quedó conversando con una persona y, obedeciendo a un impulso repentino, Amanda cruzó la habitación, hacia donde Sir Arthur se hallaba.

—Señor, necesito su ayuda —dijo Amanda, con visible nerviosidad.

—Estoy a sus órdenes, señorita —contestó él con una indiferencia que hubiera frenado hasta la persona más audaz.

—Soy Amanda Burke —dijo ella, segura de que él no le había prestado atención antes—, y acabo de ser presentada a usted por Lord Ravenscar.

El inclinó la cabeza, pero no dijo nada. A pesar de su ceño fruncido y de su aire severo, había en él una expresión de integridad, que contrastaba con los hombres presentes.

—Tengo un gran interés, señor —continuó ella—, en saber si un oficial llamado Graham Munro vive todavía.

—¿Graham Munro? —repitió Arthur.

—Sí. Todo lo que se de él es que sirvió en los Fusileros Reales en… bueno, no estoy segura del año, pero hace aproximadamente quince años.

—¿Era entonces corneta? —preguntó Sir Arthur.

—Me temo que no lo sé —contestó Amanda—. Fue enviado al extranjero y entonces no se supo más de él. Si usted pudiera informarme algo…

—Investigaré sobre su paradero, por supuesto —contestó Sir Arthur—. Y, será informada oportunamente.

Le habló como si ella fuera un soldado bajo su mando. Después de expresarle su agradecimiento, Amanda hizo una reverencia y se alejó.

Tal vez había hecho una solicitud ridícula, pero la tragedia de Lady Standon había despertado su más profunda simpatía y estaba decidida a tratar de ayudarla.

Tal vez había alguna posibilidad de que aquellos dos enamorados, separados en forma tan trágica, pudieran ser reunidos de algún modo. Para ella ya no había tal probabilidad.

Empezó a caminar de un lado a otro, tratando de interesarse en los numerosos objetos de arte que había en aquella casa fabulosa. A su alrededor la gente conversaba y reía, sin prestarle ninguna atención. Llegó a sentirse un fantasma que deambulaba entre los vivos y deseó estar muerta, para que sólo su espíritu vagara por ahí.

—Perdóneme, señorita —dijo una voz respetuosa, de pronto.

Ella se volvió y se encontró que uno de los lacayos de librea real estaba a su lado.

—¿Es usted la señorita Burke? —le preguntó.

—Ése es mi nombre —contestó Amanda.

—Tengo un mensaje para usted —dijo el lacayo—. Milady Standon se siente mal. Dice que debe usted reunirse con ella ahora mismo. Hay un carruaje esperándola en la puerta del frente.

—¡Qué pena! Sí, por supuesto, voy con ella ahora mismo —exclamó Amanda.

—Si me permite, yo le indicaré el camino.

—Sí, por favor —accedió Amanda, que no tenía idea de cómo llegar a la puerta del frente.

El lacayo se adelantó y ella lo siguió. En unos segundos se encontró en el vestíbulo de entrada. Otro lacayo le trajo su abrigo. Se lo puso sobre los hombros y bajó a toda prisa la escalinata, al pie de ésta, esperaba el carruaje.

Amanda subió a él, la puerta se cerró tras ella y un lacayo saltó al pescante. El carruaje se puso en movimiento y Amanda se apoyó en el respaldo acojinado, pensando en la pobre Lady Standon. Había sido demasiado para su frágil espíritu todas las agitaciones de los últimos días.

«Seré bondadosa con ella» decidió Amanda, «Trataré de hacerla olvidar todo lo que ha sucedido».

Pensando en la tragedia de Lady Standon recordó la suya propia. Se llevó las manos al rostro, hundida en la más profunda desolación. Ni siquiera había lágrimas en sus ojos.

¡Peter estaba muerto y para ella no había ya la menor esperanza de salvación! El honor la obligaba a casarse con Lord Ravenscar y ahora se daba cuenta de la inutilidad de su sacrificio.

Con severidad, volvió su atención hacia Lady Standon. En esos momentos debía pensar en la pobre mujer y no en ella misma. Más tarde, en la oscuridad de la noche, en la negrura profunda de muchas muchas noches, tendría tiempo para pensar en Peter, para llegar por él.

Para distraerse, se inclinó, tratando de mirar por la ventanilla. El carruaje corría rápido. Iban por una calle llena de comercios y de pronto dieron la vuelta por una callecita bastante angosta y sombría.

De pronto los caballos se detuvieron. Amanda se asomó. Se habían detenido ante una casa, pero no era la de Lord Ravenscar. Era baja y nada impresionante; había luz en todas las ventanas y se escuchaba el sonido de música muy alegre.

La puerta del carruaje fue abierta por un hombre de librea, pero con un aspecto que hizo comprender a Amanda que no era el de un sirviente de casa noble.

—Creo que hay un error —dijo ella—. Busco a Lady Standon. Esperaba que me llevaran a la casa de Lord Ravenscar.

—¿Es usted la señorita Burke? —preguntó el hombre.

—Sí, ése es mi nombre.

—La esperan. Baje —dijo.

Había algo casi insolente en la actitud del individuo, pero Amanda no pudo hacer otra cosa más que obedecerlo. Era un lugar algo extraño para que hubieran llevado hasta allí a Lady Standon; tal vez era la casa de una amiga y ella habría preferido ir ahí que a la casa de su hermano.

El vestíbulo de entrada estaba pintado de alegres colores, con extraños cuadros en las paredes. Con una rápida mirada desde la puerta que daba a una amplia habitación llena de gente, le pareció, ver mesas de juego, con gente sentada alrededor de ellas.

El lacayo empezó a subir una escalera y ella lo siguió. Un hombre y una mujer venían bajando. El era sin duda alguna un caballero vestido a la última moda, aunque con la corbata un poco arrugada y el rostro encendido por exceso de vino. Pero la mujer era extraordinaria. Llevaba el rostro pintarrajeado y vestía en una forma tan indecente que hizo que Amanda desviara la vista con cierto pudor.

—¿Quién es ésa? —oyó preguntar al hombre cuando pasaron junto a ella en la escalera.

—Oh, otra novicia para la abadesa, supongo —contestó la mujer y la risa de la pareja siguió a Amanda escalera arriba.

¿Qué estaba haciendo Lady Standon en aquel extraño lugar? Sin embargo, no se atrevió a preguntar nada más al lacayo insolente. Se concretó a seguirlo por donde la conducía.

Una puerta se abrió de pronto y apareció una mujer. Era de edad madura, casi una vieja; pero tenía el cabello teñido y sus pestañas ennegrecidas por el rímel. Su boca gruesa estaba pintada de rojo y el escote de su traje de noche era más bajo que el umbral de la decencia. Tenía, pensó Amanda, un aire de áspera vulgaridad.

—Aquí está, «Ma» —dijo el lacayo con aire muy alegre.

La mujer madura se volvió hacia él.

—No me digas «Ma», tú, asno irrespetuoso… si vuelves a hacerlo te encontrarás mañana de patitas en la calle… y sin referencias.

—¿Adónde me llevaría una referencia de aquí? —preguntó el hombre con una sonrisa cínica.

Ella hizo un gesto amenazador, medio en serio y medio en broma, mientras el hombre se alejaba riendo. Amanda miró perpleja de uno a otro. Con un gran esfuerzo, hizo una leve reverencia a la mujer.

—Perdone, señora —dijo—, pero me informaron que la Condesa de Standon estaba aquí. ¿Se trata de algún error, tal vez?

—No, queridita, no es ningún error —contestó la mujer, mirándola de arriba a abajo con evidente vulgaridad—. Sube conmigo.

Caminó delante de ella, revelando a Amanda que su traje era prácticamente transparente y que había sido puesto con tanta precipitación que varios de los ganchos de la espalda estaban insertados en los lugares equivocados.

—¿Por qué está Lady Standon aquí? —preguntó Amanda, pero la mujer que iba delante de ella no contestó y consideró descortés.

En el piso de arriba la mujer sacó una llave muy grande del bolsillo para abrir una puerta que estaba a la mitad del pasillo. Amanda la siguió, pero no vio señales de Lady Standon. Había una muchacha sentada en un sillón. Tenía puesta una sucia bata adornada con volantes rotos y de la expresión de su rostro pálido Amanda decidió que debía estar enferma.

—Hola, Rosie —dijo la mujer.

—¿Qué quieres, «Ma»? —preguntó la muchacha—. Me estoy sintiendo muy mal. No tiene caso que traigas a nadie aquí.

—Está bien, Rosie —contestó la mujer—. Te dije que podías tomarte la noche libre. Pero no tengo dónde ponerla… —indicó con un pulgar a Amanda.

—Perdóneme —dijo Amanda con firmeza—, pero no entiendo lo que sucede aquí. Me dijeron que Lady Standon estaba aquí y quiero verla ahora mismo.

—Mira, Rosie, dile lo que puede esperar —dijo la mujer—. No tengo tiempo para escenitas. Está ya lleno abajo y habrá todavía más clientela cuando salgan de la Casa Carlton.

—¿Qué sucede? —preguntó Amanda enfadada—. ¿En dónde está Lady Standon?

La mujer se encogió de hombros y se volvió hacia la muchacha.

—¿Lo ves? Cuando me las mandan así, yo digo que necesitamos tiempo. Pero milady insistió mucho en que fuera esta misma noche y así tuvo que ser. No rehuyas la verdad y dísela con toda franqueza, Rosie. No tenemos tiempo para juegos de niñas en estos días.

Mientras Amanda la miraba boquiabierta, la mujer la empujó a un lado y antes que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, había salido de la habitación, cerrando la puerta con brusquedad tras ella. Amanda oyó cómo la llave giraba dentro de la cerradura.

Con pánico repentino, corrió hacia la puerta y sacudió con toda sus fuerzas el picaporte.

—¿Qué está haciendo? .¿Por qué me deja aquí? —gritó—. Déjeme salir. ¡Auxilio!

Tiró de la puerta y la golpeó, pero aun haciéndolo comprendió la inutilidad de sus esfuerzos.

—No tiene caso que hagas eso —dijo Rosie, desde su sillón—. Es más fácil todo, si no haces bulla. Ellos siempre salen ganando.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Amanda.

Estaba en verdad asustada, aunque comprendió que no había nada que temer de aquella muchacha pálida, de aire miserable, y enfermizo. Se acercó a ella.

—Por favor, explíqueme lo que está sucediendo —suplicó—. Me aseguraron en la Casa Carlton que Lady Standon estaba aquí.

—¿Estabas en la Casa Carlton? ¡Vaya que anda volando alto ahora! Cualquier día de éstos se va a encontrar en serias dificultades.

—¿Quién? —preguntó Amanda.

—»Ma», por supuesto.

—¿Qué tiene ella que ver en esto? ¿Está Lady Standon aquí? ¿Está enferma?

—No, por supuesto que no está —contestó Rosie—. Eso fue una trampa, para hacerte venir aquí.

—¡Una trampa! —repitió Amanda—. ¿Por qué? ¿Para qué?

Rosie la miró como si pensara que estaba fingiendo no comprender. Entonces, al descubrir la inocencia del rostro de Amanda, lanzó un leve suspiro.

—Yo era como tú hace cuatro años —dijo—. Me dijeron que tenían un puesto magnífico para mí. Que sería doncella personal de una dama de la nobleza. Estaba muy emocionada, hasta que llegué aquí. No me llevó mucho tiempo comprender que no iba a ver a ninguna dama… pero sí, en cambio, a muchos caballeros.

—Yo… no entiendo todavía —dijo Amanda—. ¿Podría explicarme qué es con exactitud este lugar?

Rosie se lo dijo y después de lanzar un grito ahogado, de horror y asombro, Amanda guardó silencio. Empezó a palidecer, más y más, hasta que Rosie la guió hasta una silla cercana a su sillón.

—No te preocupes —dijo con voz tranquilizadora—. Te acostumbrarás a esto, después de algún tiempo. Es horrible al principio. Recuerdo que yo lloraba como una Magdalena cuando estaba a solas… que no era con mucha frecuencia. Pero acabas por acostumbrarte.

—Pero… pero yo… yo no… quiero decir… no podría —balbuceó por fin Amanda—. Pero… ¿quién pudo… haberme hecho… esto? Esa mujer mencionó a alguien, refiriéndose a milady

—No sé muy bien —contestó Rosie—. Por supuesto que aquí no vienen damas verdaderas, puedes estar segura de eso. Pero hay una de la que madame habla mucho… una de esas mujeres que nacieron en buena cuna, pero que nos hacen la competencia nada más que a lo grande. ¿Cómo se llama? Déjame pensar… creo que Lady Irene… no. Lady Isabel o algo así.

—¡Lady Isabel! —exclamó Amanda y de pronto lo comprendió todo.

—Sí; ése es el nombre… Lady Isabel —afirmó Rosie—. Lo recuerdo bien.

—¡Pero, no puede hacerme esto a mí! ¡No puede! —protestó Amanda—. Debo hablar con alguien. Tienen que dejarme ir…

—Mira, nena —le advirtió Rosie—, no tienes la menor posibilidad de escapar. Nadie escapa de aquí. Una vez adentro, no puedes huir. Si lo intentas, lo único que sacas es una buena paliza.

Amanda se sintió estremecer.

—No se atreverían.

Rosie se echó a reír.

—Dile eso a «Ma», cuando venga por aquí con su látigo. Oh, lo hace todo con gran habilidad… no deja muchas marcas que arruinarían tu aspecto y resistencia… pero duele mucho y sigue doliendo.

Amanda ocultó el rostro entre las manos y después de un momento Rosie continuó:

—Y tiene otros métodos peores que el látigo para dominarte. Te da a beber algo, No sé qué es, pero después de tomarlo, no puedes negarte a hacer lo que te ordene. Tu cerebro no parece funcionar. Haces todo lo que te mandan. Así que mejor cede desde un principio y saca el mejor partido que puedas a la situación.

—No puedo… creer que esto… me esté… sucediendo a mí —logró tartamudear Amanda.

Pensó en sus padres, en la paz de su hogar y se sintió invadida de una repentina desesperación.

Con el grito agudo de un animal herido, Amanda se puso de pie y empezó a golpear con los puños la madera de la puerta, llorando y gritando que la dejaran salir.

Cuánto tiempo pasó así, no lo supo. Pero de pronto comprendió inútil que sus gritos y de su llanto. Volvió tambaleante a su silla y se dejó caer en ella, exhausta, al borde de un desmayo.

—¡Pobrecilla! —exclamó Rosie—. Sigue mi consejo. No te opongas a este demonio hecho mujer. Si la desafías te golpeará hasta casi matarte, y no lograrás nada al fin.

—Debe haber algo que pueda hacer —logró murmurar Amanda.

—Está siempre la bebida… es un buen recurso para olvidar. Bebe cuanto te ofrezca un caballero. Ayuda mucho, de veras, y vale la pena hasta el dolor de cabeza que te produce al día siguiente.

Amanda aspiró una gran bocanada de aire. Con un esfuerzo casi sobrehumano, trató de controlarse, de detener el temblor de las manos y el castañeteo de los dientes.

—Gracias —logró decir a Rosie—. Yo sé que trata de ser bondadosa y se lo agradezco. Pero tengo que salir de aquí, de algún modo.

—Ya te lo dije: no tienes la menor posibilidad. Y sólo te buscarás problemas. Una muchacha trató de hacerlo, pero «Ma» le metió el pie cuando iba a bajar la escalera y lo único que logró fue romperse una pierna. Entonces «Ma» la envió a otra casa que hay, en el norte de Londres, con un tipo de clientela espantoso. Murió después de estar dos años allí. No, si vas a estar en este tipo de vida, no te puede ir mejor de lo que te iría aquí, en casa de madame Barclay.

—¿Así se llama ella? —preguntó Amanda.

—Es el nombre que se da a sí misma —contestó Rosie—, pero podría ser cualquiera otro. A ninguno le importa, mientras proporcione buena mercancía.

De pronto, escuchó que la llave daba vuelta en la cerradura y se puso muy rígida, con una expresión de horror en el rostro.

Como esperaba, «Ma» entró en la habitación. Para sorpresa de Amanda, parecía de muy buen humor.

—Bueno, queridita, ¿te ha dicho Rosie lo feliz que vas a ser aquí? —preguntó, en un tono meloso de voz.

—Usted sabe que no tengo intenciones de quedarme —contestó Amanda.

Rosie le dio un ligero codazo en el brazo.

—No la molestes —murmuró entre dientes.

—Vamos, vamos, no debes hablar así —dijo «Ma»—. Un día me agradecerás por lo que hice por ti. Ahora, escúchame y entra en razón. Hay un caballero aquí que quiere verte. Preguntó por ti en especial y está dispuesto a pagar muy buen dinero por el privilegio. ¿Vas a venir a verlo como buena chica, o te daré algo de beber para que te sientas mejor?

El corazón de Amanda dio un vuelco repentino. ¡Un caballero había preguntado en forma especial por ella! ¿Sería alguien que la había visto salir de la Casa Carlton? ¿Podría ser, de hecho, Lord Ravenscar? Comprendió en ese momento que aún él sería bienvenido. Cualquier cosa sería mejor que el horror de lo que había sabido por Rosie. Sin importar quién fuera, tendría la oportunidad de hablar con él, decidió a toda prisa, así como de decirle la verdad y pedirle su ayuda.

—Bueno, ¿vienes o no? —preguntó «Ma» con aire impertinente.

—Sí, ya voy —asintió Amanda.

—Vaya, ésta es una muchacha lista y sensata —comentó «Ma» sonriendo—. No con frecuencia tenemos alguien que se adapte tan pronto ¿verdad, Rosie?

—No, es cierto —contestó ésta.

Volvió a dar un codazo a Amanda.

—Ten cuidado —murmuró—. Se desquita contigo si ellos no quedan satisfechos.

Amanda caminó resuelta hacia la puerta.

—Estoy lista —dijo, con un valor que estaba muy lejos de sentir.

—Te veo un poco pálida… —murmuró «Ma»—. Pero tal vez sea mejor así.

Salió de la habitación, seguida por Amanda, y empezó a bajar la escalera. Se detuvieron en el primer piso, que estaba mejor decorado y, por lo tanto, supuso Amanda, debía ser más caro. «Ma» puso la mano en el pomo de una puerta y entonces se detuvo.

—Pórtate bien —dijo en tono de advertencia—. Si no lo haces, te haré desear no haber nacido nunca. ¿Me entiendes?

Acercó su rostro amenazador al de Amanda. Su aliento, oloroso a vino, y su perfume barato resultaban nauseabundos. Sin esperar la respuesta de Amanda, abrió la puerta.

—Aquí está, monsieur —dijo—. Si no es de su agrado, tengo muchas otras entre las cuales puede usted escoger.

Dio a Amanda un empujón arrojándola al centro de la habitación.

A la suave luz rosada que había en ella le resultó difícil ver con claridad al principio. Pero cuando pudo enfocar la vista, Amanda vio que la habitación estaba dominada por una cama de cortinajes drapeados y cubiertas por un dosel. Había una mesa en el centro de la alcoba, en la cual se veían dos botellas de vino y algunos vasos. De pie, más allá de la mesa, con la espalda hacia la puerta, estaba un hombre.

Por un momento, al mirarlo, sintió que su corazón se contraía de miedo. No era Lord Ravenscar. Era demasiado alto. Entonces el hombre se volvió. Sus labios se entreabrieron, pero no salió de ellos sonido alguno.

¡Era Peter quien se encontraba de pie frente a ella!