Capítulo 1
AMANDA entrará en el comedor adelante de Lady Hamilton durante una cena, ¿verdad, mamá?
La señora Burke pareció horrorizada.
—Por favor, Harriet, no permitiré que te manches los labios con el nombre de esa persona. Ruego a Dios, que Amanda nunca viva bajo el mismo techo de una mujer así. Estoy segura de que Lord Ravenscar no permitiría que su futura esposa tuviera alguna relación con las damas que no pertenecen al beau monde.
—Y será más importante que las esposas de barones y caballeros —continuó Harriet sin poderse contener—. Imagínate, Amanda, lo divertido que será mirar con displicencia a Lady Dunkley, que siempre que nos ve con papá, dice: «¡En verdad, vicario, no logro entender cómo es que sus hijas crecen tan de prisa!». Sus palabras parecen criticarnos de cometer alguna indecencia.
—Harriet, no debes hablar así —dijo la señora Burke, corrigiendo con aire, distraído, como si al mismo tiempo estuviera ausente de la conversación de su hija de dieciséis años.
En esos momentos estaba concentrada, subiendo el dobladillo al vestido que su hija mayor tenía puesto. Y con la boca llena de alfileres, ordenó:
—Vuélvete un poco a la izquierda, querida Amanda. Este vestido aún está demasiado largo para ti. No sé cómo, siendo tu padre un hombre que mide un metro ochenta, y yo bastante alta, hemos tenido una hija tan pequeña como tú.
—Siento mucho darte tantas molestias, mamá —respondió Amanda con su suave voz.
—No es molestia, mi amor —contestó la señora Burke—. Lo que deseo es que no te sientas fuera de lugar entre las amistades londinenses de Lord Ravenscar.
Amanda no contestó. Tenía la impresión de que, cualquiera que fuera su forma de vestir, se sentiría torpe y tímida frente a las sofisticadas damas y los elegantes caballeros que pasaban en sus magníficos carruajes, por el sendero que conducía al castillo.
La iglesia del pueblo, al igual que la vicaría, estaba dentro del parque del castillo. Una de las diversiones para los hijos del vicario, consistía en observar la llegada de los invitados de «las alocadas fiestas de su señoría», como las calificaban la gente del pueblo. Tenían años de no ver a Lord Ravenscar. Para los lugareños él no era más que un perfil tras del cristal de un carruaje o una figura galopando por el parque acompañado de una docena de jinetes.
Amanda nunca había reparado ni en él, ni en sus fiestas, pero Harriet, su hermana, era la que cada vez mostraba mayor curiosidad acerca de este tema preguntándose en voz alta cómo serían y qué harían los invitados. En una ocasión en que Amanda le reprochara tan obsesivo interés, Harriet había protestado diciendo:
—¡Por supuesto, todas esas cosas me interesan! Comprendo que tú, Amanda, estés resignada a la rutina de todos los días y al ambiente cerrado de este pueblo; pero yo no. Yo deseo ir a Londres y estoy dispuesta a lograrlo cuando tenga la edad adecuada.
Amanda se había reído de las ocurrencias de Harriet. Sin embargo unos días después, al salir a buscar flores para decorar el altar de la iglesia, recordaba los comentarios de su hermana menor.
Era costumbre que las flores de la iglesia fueran traídas de los invernaderos del castillo.
Entró en el jardín de éste y cruzó los prados en dirección a los invernaderos. Por todas partes se veían narcisos como guineas de oro y también las azaleas empezaban a lucir sus colores. La primavera se había retrasado un poco ese año.
Amanda lanzó un profundo suspiro. A su alrededor veía el verde suave y tierno de los primeros brotes, así como los capullos rosa y blanco de los árboles frutales. Desde los jardines contempló el extenso terreno que descendía abruptamente en dirección al río.
No era de sorprender, pensó, que Lord Ravenscar visitara con menos frecuencia su propiedad en invierno. Por lo general hacía un frío. Muy intenso cuando el viento soplaba sobre el castillo o cuando la neblina, húmeda y penetrante, del pequeño río que serpenteaba a través del pueblo, lo cubría todo.
El pueblo se llamaba Ravensrye. El castillo, construido ahí mucho antes que los invasores normandos se apoderaran de él, había sido mejorado y convertido en fortaleza por éstos.
Ya no le quedaba un aspecto muy normando en estos tiempos, opinó Amanda, levantando la vista hacia él. Sólo se mantenía una vieja torre. El resto era un conjunto abigarrado de adiciones hechas por cada generación sucesiva, culminando en la nueva y magnífica ala georgiana, construida por el padre de Lord Ravenscar, poco después de que Jorge III ascendiera al trono.
Amanda, dándose cuenta de que se había distraído, apresuró el paso, cruzó el jardín y entró en el primer invernadero donde encontró a Forsythe, el viejo jardinero, que ya le estaba cortando las azucenas.
Se saludaron, intercambiaron algunas frases risueñas y Amanda, con los brazos cargados de azucenas, se dispuso a regresar a la vicaría. Al salir del invernadero sintió el sol primaveral que, habiendo atravesado la neblina del amanecer, ahora cubría la campiña. Levantó la vista y quedó encandilada por unos instantes. Así absorta no vio a nadie acercarse, cuando una profunda voz masculina la sobresaltó:
—¿Y a quién tenemos aquí? —preguntó el hombre—. ¿Es un ángel que ha venido a visitarnos?
Con los ojos muy abiertos, Amanda se volvió para encontrar a un caballero de edad madura, que la estaba observando a través de su monóculo. Le bastó la primera mirada para notar la elegancia de su ajustada chaqueta azul, con cuello de terciopelo, sus pantalones blancos y sus pulidas botas de montar. Para completar el cuadro, sostenía un bastón con mango de oro y una chistera algo ladeada sobre la cabeza de cabello oscuro.
Por un momento, Amanda titubeó pero de inmediato le hizo una reverencia.
—Supongo que usted… debe ser… Lord Ravenscar —se animó a decir ella, nerviosa.
—Por lo dicho, usted me conoce pero yo nunca la he visto antes —contestó él—. ¿Quién es usted… a menos que esté yo frente a un ángel?
Amanda no era consciente de lo hermosa que aparecía con el sol brillando sobre su cabello rubio, con las azucenas en sus brazos y los ojos azules sombreados por largas pestañas.
—Soy Amanda Burke, milord.
—Amanda Burke —repitió él—. Un nombre encantador, aunque pienso que merecería tener el nombre de una diosa. ¡Ya sé! Usted es Perséfone que, saliendo del mundo subterráneo nos trae la primavera, luego de la oscuridad del frío invierno.
Una leve sonrisa descubrió los graciosos hoyuelos de Amanda. —Temo que no he traído nada, milord— contestó la joven—. En verdad he venido a recoger de sus invernaderos las flores para la iglesia. Le estamos muy agradecidos por su donativo y puedo asegurar a su señoría que son muy apreciadas por todos en el pueblo.
—¿Para la iglesia? —preguntó Lord Ravenscar—. ¡Caramba! ¡Ya sé! Usted es la hija del vicario.
—Sí, milord. Mi padre ha sido el vicario de Ravensrye desde dieciséis años atrás.
—Creo que le haré una visita.
—Para mi padre será un honor recibir a milord —contestó Amanda con formalismo.
Ella comenzó a marcharse, pero Lord Ravenscar la alcanzó para seguir caminando a su lado.
—¡Hábleme de usted!
—Hay muy poco que contar, milord.
—¿Qué hace todo el día?
—Algunas veces ayudo a mi padre en la parroquia —contestó Amanda—. O a mi madre en el cuidado de mis hermanos más pequeños.
Habían llegado a la puerta del jardín, que comunicaba al parque. Amanda se detuvo para saludar de nuevo con una reverencia.
—Siempre me voy por aquí, milord. Llego más pronto a la vicaría atravesando el parque, que siguiendo el sendero de la entrada.
—¿Cuándo la veré de nuevo? —preguntó él.
Amanda agrandó los ojos de asombro al escuchar el tono de su voz.
—Si milord desea visitarnos, mi madre sin duda alguna…
—Usted sabe que no es a eso a lo que me refiero —interrumpió Lord Ravenscar con impaciencia.
La joven lo miró, descubriendo las pesadas líneas que surcaban su rostro desde la nariz a la boca, las bolsas debajo de sus ojos, la palidez enfermiza de su tez.
«No es hombre bueno», pensó. Aunque sería divertido contar a Harriet que había mantenido una conversación con el notorio Lord Ravenscar.
—¡Eres muy bonita, Amanda! Un poco más a la puerta.
Ella se acerco un poco mas a la puerta.
—Yo… yo creo, su señoría…
—No, bonita no es la palabra adecuada —continuó él—. ¡Preciosa! Eres bella, joven, inocente. ¡Cielos! Me había olvidado de la existencia de mujeres como tú.
Sosteniendo las azucenas con una mano, Amanda logró abrir la puerta con la otra.
—Debo irme, milord.
—¡Amanda, mírame!
Las palabras fueron una orden y Amanda, debido a su hábito de obediencia, levantó la vista hacia él. Vio cómo su mano se le acercaba y levantaba su barbilla. Comprendió con repentino horror que él intentaba besarla cuando sus labios gruesos y sensuales se acercaron a los de ella.
Lanzando una exclamación mezcla de repulsión e ira, Amanda se alejó corriendo, más veloz que el viento. Lord Ravenscar se quedó quieto con un puñado de azucenas blancas caídas a sus pies, contemplando la huida de ella.
Las azucenas fueron devueltas a la vicaría una hora más tarde, junto con un gran ramo de orquídeas. Iban acompañadas de una misiva dirigida a la señorita Amanda Burke.
—¿Qué es esto? —preguntó la señora Burke, al ver que un lacayo con librea color vino y oro entregaba las flores a Amanda.
—Son las flores para la iglesia, mamá. Las mandan del castillo —explicó Amanda.
—¡Vaya, yo creí que habías ido a recogerlas tú! ¿Y esas orquídeas? ¡Qué preciosas son! ¡Nunca hemos recibido orquídeas antes!
—Supongo que Forsythe pensó que nos gustaría cambiar un poco —se apresuró a decir. Amanda.
Tomó las flores para encaminarse con rapidez a la iglesia. No quería mentir a su madre, pero no soportaba contar a nadie su encuentro con Lord Ravenscar. La hacía sentir sus dedos en la barbilla y se le representaba la expresión de su mirada al acercar su rostro al de ella.
«¡Es viejo y horrible!», se dijo. Ya en la entrada de la iglesia, abrió la carta. Consistía en unas pocas palabras escritas sobre una hoja de papel grabado con un escudo de armas.
A Perséfone, de alguien que anhela su hermosura, como el invierno anhela la primavera.
Rompiendo la nota en mil pedazos, la arrojó al cesto de los desperdicios. Entró a la iglesia, colocó las azucenas en el altar y a las orquídeas en el oscuro alféizar de una ventana, donde pocas personas las pudieran ver.
Al terminar su tarea, Amanda se dejó caer de rodillas en una de las bancas; inclinando la cabeza trató de decir sus oraciones de costumbre: una oración por su amada familia, otra por los enfermos del pueblo y una súplica por la victoria de los ejércitos que concluyeran la guerra contra Napoleón Bonaparte. Pero esta vez por alguna razón inexplicable, sus propias frases le sonaban sin sentido. Y, en cambio, se descubrió rezando en silencio, y de un modo incoherente, por su propia salvación.
No alcanzaba a discernir los motivos de su temor. Sólo intuía un misterioso peligro. Al levantar la cabeza de las manos, contempló la cruz que había en el altar y que brillaba a la luz del sol, se reprochó por sus temores y se dijo que todo eso era ridículo. No había nada que temer… nada.
Fue al regresar a la vicaría y ver frente a la puerta un alto faetón de ruedas negras y amarillas, con un lacayo de librea color vino y oro, que comprendió la lógica de su necesidad de orar.
Harriet la esperaba en el vestíbulo.
—¿Quién crees que está aquí? —preguntó en un murmullo, con los ojos brillando de emoción.
—Lord Ravenscar —contestó Amanda.
—¡Oh, entonces ya lo sabías! —exclamó Harriet—. ¡Qué desilusión! ¿Lo viste llegar o lo adivinaste?
—Vi su faetón afuera —contestó Amanda.
—¿Por qué crees que haya venido? —preguntó Harriet y al ver que Amanda no contestaba continuó—: ¿Crees que haya venido a invitarnos a una fiesta al castillo? ¿O le ofrecerá a papá algún otro lugar donde vivir?
—¿Otro lugar?
—Bueno, él tiene docenas de propiedades diferentes —continuó Harriet—. He oído a papá decirlo muchas veces. Y el diácono de Frackenbury murió hace un mes.
—¿Me quieres decir que Lord Ravenscar podría dar a papá un puesto así?
—Por supuesto que podría. Significaría sueldo mejor para papá. Y sería maravilloso vivir en Frackenbury —continuó Harriet—. ¡Piensa en las tiendas a las que iríamos y las amistades que podríamos hacer! ¡Oh, Amanda, cruza los dedos porque eso sea!
Amanda sin decir nada, se dirigió a la escalera.
—¿Adónde vas? —preguntó Harriet—. ¿No vas a esperar aquí, para verlo salir?
—¡No, no, por supuesto que no!
Las palabras de Harriet hicieron que Amanda subiera corriendo la escalera, en dirección de su dormitorio. Se sentó en la orilla de la cama y miró desde la ventana, más allá del parque, hacia el castillo. No había recordado, hasta esos momentos, que Lord Ravenscar era, el amo de su padre. Siempre había sido muy ajeno a sus vidas; sin embargo ahora todo parecía depender de él… desde la casa en la cual vivían, la ropa que vestían, hasta el pan que se llevaban a la boca.
Era evidente que ella no debía ofenderlo. Al mismo tiempo, no podía evitar el deseo profundo de no volverlo a ver jamás.
La puerta se abrió y Harriet entró agitada.
—Abajo te esperan. Me han enviado por ti —exclamó sin aliento—. Mamá dijo que bajaras en el acto.
—¿Para qué puede quererme mamá?
—Lord Ravenscar está todavía ahí… Mamá salió al vestíbulo… y parecía extraña, como si hubiera estado llorando o estuviera a punto de hacerlo. ¡Oh, Amanda, date prisa! ¿Puedo ir contigo? Mamá no dijo nada al respecto. ¿No será mejor que te cambies de vestido?
—No, voy a bajar como estoy —contestó Amanda.
—Entonces, péinate —sugirió Harriet, pero Amanda ya estaba a media escalera.
Bajó con rapidez hasta llegar a la puerta de la salita; entonces titubeó por un momento antes que su mano temblorosa se extendiera hacia la manija.
La impresión que tuvo al entrar, fue que Lord Ravenscar dominaba con su presencia la habitación entera. Estaba de pie con la espalda hacia la chimenea y parecía elevarse sobre su padre, de pie junto a él, y sobre su madre, que permanecía sentada en uno de los gastados sillones.
Sólo por un momento, los tres se volvieron para verla entrar. Amanda miró un instante a Lord Ravenscar, para luego desviar la vista, temerosa de la expresión de su rostro. Su padre caminó a su encuentro, la tomó de la mano y ella se asombró al sentir que los dedos de su padre temblaban. Estaba muy serio, Amanda comprendió de manera instintiva que lo que comunicaría serían malas noticias.
—¿Qué es, papá? —preguntó en voz baja.
Harriet se había equivocado, pensó. No ascenderían a su padre. Tal vez Lord Ravenscar iba a despedirlo. Sintió la fuerte presión de la mano de su padre apretando la suya.
—Amanda dijo en su voz grave y serena. —Tengo algo importante, muy importante, que decirte.
—Sí, papá.
—Es algo que ha resultado una gran sorpresa para tu madre y para mí. Es sobre una decisión que nosotros no podemos tomar. Y no haremos nada sin consultarte primero.
—¡Claro que no! —intervino la señora Burke desde su asiento junto a la chimenea.
Amanda miró a su madre. Ahora comprobaba lo que Harriet había querido decir sobre su madre, que parecía haber llorado o desear hacerlo. Había en ella, sin embargo, una expresión que Amanda no lograba comprender. Se sintió incómoda y furiosa contra Lord Ravenscar por haber alterado así a sus padres, y la armonía de su hogar.
—¿De qué se trata, papá? —preguntó de nuevo.
Notó a su padre aspirar una bocanada de aire antes de decir:
—Lord Ravenscar, querida mía, nos ha hecho el honor de pedir tu mano en matrimonio.
Posteriormente, Amanda no recordaba con exactitud qué había dicho o hecho, en ese primer momento de shock. Sabía con certeza que Lord Ravenscar podía tanto ascender como despedir a su padre, si lo deseaba. No podía comprender nada más, ni sabía qué hacer o decir.
—No hay prisa —aclaró Lord Ravenscar—. Desde luego, esperaré con tranquilidad su respuesta —se llevó los dedos de ella a los labios—. No me hagas esperar demasiado, Perséfone —murmuró en voz tan baja que sólo Amanda pudo escucharlo.
Su padre acompañó a la puerta al visitante que ya se retiraba. Amanda se quedó inmóvil como petrificada, mientras su madre y Harriet, que había escuchado desde la puerta, hablaban las dos al mismo tiempo.
Mientras su madre hacía exclamaciones sobre lo increíble de la situación, Harriet enumeraba las ventajas que toda la familia obtendría con el matrimonio de Amanda. Cuando su padre regresó, Amanda, como si lo hiciera en sueños se dirigió a su lado, y tomó sus manos.
—Sólo tú puedes decidir —dijo él, con lentitud.
—¿Por qué quiere casarse conmigo? —preguntó Amanda.
—Dijo que te había visto en el jardín… —continuó el vicario—, y que comprendió que eras la esposa que él había estado buscando toda su vida.
—No me parece posible —comentó la señora Burke—. ¡Lord Ravenscar! Pero, Arthur, ¿te has puesto a pensar…?
Sus ojos se encontraron con los de su esposo y ahora las lágrimas que había estado conteniendo empezaron a rodar por sus mejillas.
—Todo queda en manos de Amanda —repitió el vicario.
—Pero ¿ella qué puede saber? —preguntó la señora Burke, ignorando la presencia de su hija—. Arthur… su reputación…
—¿Qué sabemos de él, Margaret? —preguntó el vicario—. Sólo lo que hemos oído por la gente del condado, que como sabes es muy inclinada a murmurar, sobre todo de personas a las que envidia, como él. ¿Hemos estado en alguna de las fiestas que da en el castillo? ¿Hemos conocido a sus amigos? Debemos ser justos. Por otra parte, Amanda no debe comprometerse a nada… ni ilusionarse con ventajas materiales, como las que oí mencionar a Harriet… sólo debe estar clara, absolutamente segura del hombre con el que compartirá el resto de su vida.
La señora Burke secó sus lágrimas.
—Sí, desde luego, tienes mucha razón, Arthur. Debemos darle la oportunidad, como se la daríamos a cualquier pretendiente de demostrarnos que es digno de nuestra hija. Si iremos esta noche a cenar al castillo, tendré que darme prisa para prepararle a Amanda la ropa que vestirá.
—¡Van a cenar al castillo esta noche! —exclamó Harriet con un pequeño grito de entusiasmo—. ¿Por qué no nos habían dicho? ¿Puedo ir yo?
—No, Harriet, tú no has sido invitada —contestó la señora Burke.
—¡Es injusto, muy injusto! —gimió Harriet—. ¿Por qué no fue a mí a quien vio en el jardín?
El vicario tomó de la mano a su hija menor, decidido a darle un pequeño sermón sobre las vanidades del mundo, y se la llevó a caminar; al regresar del pequeño paseo encontraron a Amanda con el vestido que su madre le estaba midiendo.
—No estará listo a tiempo, estoy segura —dijo la señora Burke—. Y no tiene otra cosa que ponerse. Por lo que más quieras, Harriet, deja de hablar tanto y ve a planchar la banda que encontraras en el cajón de arriba de mi cómoda. ¡Ten cuidado de no quemarla!
De algún modo, llegaron a tiempo al castillo. Aunque sabía los esfuerzos que había hecho su madre para arreglarla y que el efecto logrado era atractivo, Amanda se sentía disminuida frente a las elegantes mujeres que estaban reunidas en el Salón Plateado. No le fue posible memorizar los nombres de ellas, ni de los caballeros con los que fue presentada. Sólo se sentía pequeña e insignificante y tenía miedo de levantar la vista hacia el rostro de Lord Ravenscar, por temor de encontrar en sus ojos esa mirada que parecía acosarla desde un principio…
Sentía que sus dedos estaban helados, al saludarlo sin levantar la vista, ni contestar ninguno de los efusivos comentarios con los que recibió a sus padres y a ella.
La cena fue fantástica, al menos para Amanda. Nunca había imaginado que alguien pudiera vivir con tanto lujo y opulencia. Había adornos de oro en la mesa y los platos eran de plata. Cada nuevo platillo presentado era más exótico y delicioso que el anterior; los vinos, servidos en copas de cristal cortado, eran excelentes. Todo representaba una experiencia diferente y desconocida hasta ese momento de toda existencia tranquila y austera.
Se sorprendió de ver que sus padres no se mostraban impresionados ante un ambiente tan magnífico y que conversaban en forma animada y natural con sus compañeros de mesa.
Pero las damas presentes eran quienes intimidaban a Amanda. Una de ellas, sentada a la derecha de Lord Ravenscar, luciendo enormes brillantes que colgaban de sus orejas y bordeaban su cuello se veía disgustada sin ningún disimulo. Sus labios rojos estaban contraídos en un mohín de enfado y en un tono de voz tan dulce como venenoso, hacía comentarios bastante bruscos, que Amanda no alcanzaba a comprender en su totalidad.
Era difícil para ella captar todo. Había demasiado que ver, oír, y hasta comer. Amanda terminó renunciando a la lucha desigual de cualquier conversación y se quedó sentada, silenciosa, dejando que las charlas fluyeran a su alrededor, pero muy consciente de que gran parte del tiempo los ojos de Lord Ravenscar se clavaban en ella.
«No lo miraré, no lo haré», se propuso con firmeza. Y, sin embargo, sin comprenderlo y como si fuera atraída por un extraño magnetismo se encontraba mirando hacia él, contra su voluntad y de manera irresistible.
«Es muy viejo», pensó de nuevo. «Parece más viejo que papá. ¿Cómo puedo casarme con alguien así? ¿Cómo podría ser feliz? ¿Cómo podría amarlo?».
La cena terminó y las damas pasaron al salón.
La dama de los brillantes dirigió algunas preguntas mordaces a su madre, pero la señora Burke contestó con tranquila cortesía, como una gran dama.
«Si yo tuviera algo que decir», pensó Amanda, «jamás invitaría al castillo a gente así». La implicación de sus propios pensamientos le hizo perder la respiración. Sería la señora de este lugar… ama y señora de todo este lujo y grandeza. Entonces los invitados no la despreciarían, ni la harían sentir insignificante.
Podía casi escuchar la voz excitada de Harriet, admirando el oro y la plata de la mesa. Podía cerrar los ojos e imaginar a Caroline corriendo por los pasillos, a Roland deslizándose por la barandilla de la escalera. Qué maravilloso el poder mandarlo a Eton, el pagarle la universidad, hasta llegar al mismo Oxford. ¡Y tendría su propio caballo para vacaciones, como él siempre soñaba!
Sus padres nunca tenían suficiente dinero para brindarles los pequeños lujos con que soñaban sus hermanos.
Con un estremecimiento advirtió que los hombres se volvían del comedor y que ella había estado ausente sin oír lo que las damas conversaban durante el último cuarto de hora. Había permanecido sumergida en sus propios pensamientos, apartada, con las manos en el regazo y la rubia cabeza inclinada distraídamente.
Lord Ravenscar cruzó la habitación en dirección a ella.
—Ven, tengo algo que mostrarte —le dijo.
Amanda se levantó, en actitud obediente. El descorrió una cortina y cruzando un ventanal abierto, la condujo a la terraza. Era una noche tibia y ella vio que había luces de colores instaladas sobre los prados y a la orilla del lago. Titilantes como pequeñas estrellas, se reflejaban en el agua y brillaban entre las hojas de los arbustos ornamentados hábilmente con ellas.
—¡Oh, qué preciosas! —exclamó Amanda.
—Me pareció que te gustarían —respondió Lord Ravenscar—. Eres sólo una niña, ¿verdad? Hay muchas cosas con las que puedo divertirte, y muchas más para enseñarte.
—Es muy bonito esto —comentó Amanda—. Las luces hacen que el lago se vea diferente… y el jardín también.
—Lo hice por ti —repitió Lord Ravenscar.
—Gracias. Muchísimas gracias.
—¿Ésa es la única forma que tienes para agradecerme?
Su voz era ronca y profunda. Sintió que le rodeaba los hombros con un brazo.
—Yo… creo que debemos volver… para mostrar esto… a papá y mamá —propuso Amanda titubeante.
—Pero ¿por qué? —preguntó Lord Ravenscar, oprimiéndola—. No hay prisa. Podemos contemplar las luces juntos y los demás, si lo desean, pueden salir más tarde.
El brazo de él la oprimió con cierta insistencia y Amanda sintió un temblor bajo su contacto.
—Por favor… por favor, milord.
—¿Por qué me rehuyes, así, Amanda? —preguntó él—. Estoy esperando tu respuesta a mi proposición.
—Sí. Lo… sé, milord… deseo esperar y disponer del tiempo necesario para pensar. No nos… conocemos muy bien.
—¿Es eso necesario? —preguntó Lord Ravenscar—. Tendremos mucho tiempo para hacerlo, cuando nos casemos.
La atrajo hacia él.
—Yo te enseñaré a amarme, Amanda. Eres joven, preciosa, y me excitas de una manera que pensaba olvidada por mí. Quiero casarme contigo, Amanda, ahora, inmediatamente, y así enseñarte lo que es el amor.
Su voz era tan ronca que casi sonaba incomprensible. El aliento del hombre era jadeante; sus manos acariciaban sus hombros desnudos y ascendían por su redonda y suave columna hasta aferrarse a su cuello y tomándola con pasión, su boca descendió a la de ella.
Amanda lanzó un pequeño grito; luchó por zafarse pero era inútil por lo pequeña y débil que resultaba ser frente a la fuerza de él. Sintió una repentina repulsión, un horror absoluto de la presión dura y candente de los labios del hombre, de su boca que se aferraba a la de ella en forma codiciosa y posesiva, como si fuera una sanguijuela que quisiera extraerle la vida misma.
Y mientras forcejeaba, sintiendo que estaba a punto de desmayarse por el horror de lo que estaba sucediendo, un disparo repentino rompió el silencio de la noche, seguido por muchos otros, uno tras otro, en rápida sucesión.
Lord Ravenscar soltó a Amanda y miró hacia la oscuridad que había más allá del jardín.
—¿Qué diablos está sucediendo? —preguntó furioso.