Capítulo 13
AMANDA permaneció inmóvil, mientras las expresiones de admiración surgían alrededor de ella.
—¡Exquisita!
—¡La señorita será una novia hermosísima!
Casi no escuchaba los cumplidos, sólo sentía un agudo dolor dentro del pecho y una sensación de opresión en la garganta. Tenía las manos frías y el rostro que la miraba desde el espejo parecía indiferente a todo, excepto por los ojos que reflejaban una completa desolación.
¿Podía estar sucediendo eso en verdad?, se preguntó para sí. ¿Era posible que, en verdad, hubiera llegado el día de su boda? Sin embargo, la esperanza se negaba a morir en su mente. Había creído con tanta firmeza que a esa hora debía haber ocurrido algo, que no podía aceptar que ya no hubiera milagro capaz de salvarla. En el fondo de su mente escuchaba la voz desesperada de Peter preguntándose en voz alta cómo podría salvarla.
Sentía que el mundo se derrumbaba sobre sus hombros. Los dedos de Peter habían oprimido con fuerza los de ella y Amanda había percibido el tono trágico de su voz.
Después de decir eso, Peter había guardado silencio, Amanda también. Estaba más allá de las lágrimas, más allá de las súplicas y, de un modo extraordinario, más allá del terror que le había producido en otras ocasiones el pensamiento de perderlo para siempre. Ahora le parecía que lo inevitable había ocurrido y que ella debía aceptar la situación tal como se presentaba.
Después de largo rato en silencio, Peter inclinó la cabeza y ocultó el rostro en las manos de ella.
—Te estoy fallando, Amanda —había dicho con voz entrecortada—. Estoy perdiendo a la única persona en el mundo que amo en forma completa, absoluta.
—No es tu culpa —murmuró ella sintiéndose destrozada por el tono trágico de él.
—Si sólo tuviera algo para ayudarme, por pequeño que fuera… —dijo Peter—. ¡Una pista! ¡Un indicador! Parece que estuviera tropezando contra un muro infranqueable.
—He rogado a Lord Ravenscar que esperásemos, pero él insistió en casarse mañana. Pero ¿por qué, Peter? ¿Por qué esta absurda premura?
—Creo que puedo contestar eso —contestó Peter—. Lady Isabel ha enviado por su primo, el Duque de Eastminster, que vive en el norte del país. Tiene varios años ausente de Londres, pero era amigo y confidente del príncipe, en sus días juveniles y aún mantiene la misma influencia con Su Alteza Real. Lady Isabel está segura que la defenderá ya que insiste en que Lord Ravenscar está comprometido con ella. Una palabra del príncipe sería suficiente para que Lord Ravenscar se viera obligado a casarse con ella.
—Así que ésa es la razón —murmuró Amanda—. ¿Y cuándo llegaría el duque a Londres?
Peter se encogió de hombros.
—Es muy improbable que pueda llegar aquí en las próximas cuarenta y ocho horas. Para entonces, será demasiado tarde.
Amanda casi no podía dar crédito a esas últimas palabras pero habían sido pronunciadas y ambos lo sabían. Entonces sintió que Peter se incorporaba de pronto y echaba hacia atrás los hombros.
—No estás casada todavía —dijo él—. Tienes que tratar de ayudarme. ¡Piensa, Amanda! Recuerda quiénes han estado en la casa desde que estás aquí. Piensa en cada persona que haya visitado a lord Ravenscar. No omitas a una sola. Dime sus nombres.
—Han sido muy pocas personas, en realidad —repuso Amanda con aire desconcertado—. Lord Ravenscar ha pasado la mayor parte del tiempo con el príncipe. Fuimos a una cena en la Casa Carlton, pero cuando me informó que estabas muerto, no escuché ningún nombre más de los presentes. Todo me parecía una extraña pesadilla. Aunque estaba presente sentía que no tenía relación con nadie.
—Olvida la cena. ¿Quienes más han venido? —preguntó Peter.
—Ha estado viniendo un señor Wassell —contestó Amanda.
—Sí, se todo acerca de Wassell. Lo he estado viendo entrar y salir. Es un tipo desagradable y yo no confiaría en él para nada. Pero es un amigo íntimo de Lord Ravenscar y no hay nada que podamos saber de él, o sobre él.
—Creo que no hay más —dijo Amanda, buscando con desesperación en su mente—. Lady Isabel vino un día, pero recordarás que te hablé de ella. Y, desde luego, estuvo esta tarde el pajarero.
—¿El pajarero? —preguntó Peter con voz aguda.
—Así llamó Lord Ravenscar a este señor, que se apellida Whístler. Él le compra aves exóticas para su pajarera; pero creo que no es un hombre muy honrado que digamos, porque esta noche, cuando trajo las palomas para la boda… Oh, olvidaba contarte que abriré dos cestas de palomas, para que vuelen desde el balcón de la Casa Carlton, cuando concluya la ceremonia. Lord Ravenscar dice que es una vieja costumbre de su familia.
—Dijiste que Whistler no es un hombre honrado. ¿Por qué dices eso?
—Bueno, esta noche, cuando trajo las palomas y Lord Ravenscar me las mostró, noté que no sólo había palomas blancas en las cestas.
Dos o tres de ellas eran palomas grises, del tipo de las palomas mensajeras, nada más que les habían teñido las alas de blanco.
—¡Palomas mensajeras!
Oyó con sorpresa cómo Peter casi gritaba aquellas dos palabras. Entonces se puso de pie de un salto y habló a Amanda para que se levantara también.
—¡Mon Dieu! ¡Qué tonto he sido! —gritó—. ¡Amanda! ¡Amanda! ¡Me has dado lo que necesitaba!
La rodeó con los brazos y la oprimió contra su pecho.
—Pide a Dios que llegue a tiempo, mi amor —dijo. Y antes que ella pudiera preguntar qué quería decir con eso, él ya estaba corriendo para subir por la rejilla de las enredaderas que cubría el muro.
Llegó a lo alto. Por un momento su silueta se dibujó contra el cielo, levantó la mano hacia ella, a modo de saludo, antes de desaparecer del otro lado.
Ella lo siguió con la mirada hasta el último momento, perpleja y asombrada. ¿Qué detalle había causado tal conmoción? ¿Por qué había pasado Peter de una actitud de derrota, a otra de acción y urgencia?
Con lentitud volvió a la casa y subió a su dormitorio. Por algunos minutos sintió que tal vez, había dado a Peter la pista que buscaba; pero después, a medida que pasaban las largas horas de la noche, fue invadiéndola la desolación y sólo quedaba en su mente la actitud de derrota que Peter tenía al principio de la conversación de esa noche.
La mañana trajo la luz y un evidente ambiente de excitación entre las doncellas, que le subieron el desayuno a la cama, le prepararon el baño y la ropa que usaría para su boda.
Fue contratado un peluquero para el peinado nupcial; al concluir su tarea llegó el momento espectacular de vestirse de novia. Para entonces había media docena de mujeres en su habitación: la señora Hewitt, las dos doncellas, la modista que había confeccionado el vestido y su ayudante, que darían los últimos retoques y, por último, Lady Standon.
Era difícil reconocer a la sombría e indiferente mujer de edad madura que Amanda había conocido, en la mujer joven y sonriente, que ahora entraba en su alcoba vestida a la última moda, en un traje que debió haber comprado tan pronto como las tiendas abrieron.
Se inclinó a besar a Amanda y apareció en su rostro una expresión de ternura y compasión nunca vista antes. Debido a que estaba presente parte de la servidumbre, no pudieron decirse nada relevante pero Amanda se sabía comprendida por Lady Standon y eso aliviaba en parte su desventura.
Una vez que el vestido nupcial estuvo listo en el cuerpo de Amanda, la señora Hewitt se dirigió a la puerta y el mayordomo entró con un gran estuche en la mano.
—Su señoría le envía sus respetos —dijo el mayordomo a Amanda—, y la famosa tiara de brillantes para sostener el velo y un collar de diamantes, que espera, usted le haga el honor de usar.
Amanda miró con indiferencia la magnífica tiara en forma de guirnalda de flores. El peluquero fijó la tiara en su cabeza; entonces Lady Standon colocó alrededor de su cuello el collar de diamantes. De nuevo la habitación se llenó de exclamaciones de admiración y entusiasmo, ante los cuales Amanda permanecía imperturbable.
Un repentino llamado a la puerta le hizo girar la cabeza con rapidez, esperando sin esperanza algún mensaje que impidiera la ceremonia nupcial. Sin embargo, un segundo más tarde oyó la voz de Lord Ravenscar diciendo:
—Amanda, quiero hablar contigo. Ven al salón.
—Como ordene su señoría.
Amanda habló sin pensar y oyó a una de las doncellas murmurar:
—Eso es de mala suerte. El novio no debe ver a la novia antes de la ceremonia.
La señora Hewitt le ordenó que se callara, al mismo tiempo que levantaba la cola del vestido nupcial. Amanda salió con lentitud del dormitorio, cruzó el pasillo y entró en el salón. Lord Ravenscar se veía magnífico, nadie lo podía negar, en su uniforme de gala de los húsares, de los cuales era coronel en jefe honorario. Sobre él relucían sus medallas y condecoraciones que, combinadas con los galones dorados de la chaqueta, su sombrero de copete de plumas y su espada ornamental, desvanecían las líneas de disipación que había en su rostro y el cínico rictus de sus labios.
Pero Amanda sólo vio la expresión tan temida de sus ojos. La observó de arriba a abajo y ella notó cómo se encendía el fuego de su pasión, oscura e inquietante, en la mirada que le dirigía.
—¿Está satisfecho su señoría —preguntó la señora Hewitt.
—Muy satisfecho, señora Hewitt —contestó Lord Ravenscar con una sonrisa—. Se ve encantadora. Una novia que cualquier hombre consideraría muy deseable…
Había cierta nota en su voz que demostraba con toda claridad a Amanda que él conocía los verdaderos sentimientos de ella. El sabía que había dado el corazón a otro hombre; sin embargo, en su bestialidad, eso contribuía a excitarlo, a hacer que la deseara más aún.
—Vine a avisarte, Amanda, que salgo en estos momentos hacia la Casa Carlton. El carruaje que conducirá a mi hermana y a ti estará esperando afuera dentro de cinco minutos exactamente. No deben llegar tarde. Al príncipe le disgusta que lo hagan esperar, sobre todo cuando tiene un resfriado.
—Estoy lista, como su señoría comprobará —contestó Amanda como un prisionero que declara estar listo para la guillotina.
—E impaciente, sin duda alguna —agregó Lord Ravenscar en tono burlón—. Veo la ansiedad con qué esperas lanzarte a mis brazos abiertos. ¡Oh, Amanda! Esta tarde saldremos de Londres, hacia nuestra luna de miel.
—¡Nuestra luna de miel! No había pensado en eso —exclamó la joven.
—Todo está arreglado. Pero será una sorpresa. Te prometo muchas sorpresas durante nuestra vida juntos. Ésta será la primera de ellas.
Levantó los dedos fríos y temblorosos de Amanda para llevárselos a los labios. Ella sintió que la devoradora pasión de la boca del barón parecía quemarle la piel. Entreabrió los labios con intención de gritar que no seguiría adelante, pero los sonidos se apagaron en su garganta.
—¿Puedo entrar? —preguntó una voz desde la puerta.
Lord Ravenscar soltó la mano de Amanda.
—¡Oh, eres tú, Wassell! Me estaba preguntando qué diablos habría pasado contigo.
—Me entretuvieron en el club —explicó el señor Wassell.
Entró en el salón y Amanda pudo ver que estaba vestido en una forma muy elegante y moderna, pero exagerada. Su alta corbata le llegaba casi a las orejas, su chaqueta amarilla era una parodia de las usadas por los más distinguidos aristócratas de St. James.
—Hay novedades… —empezó a decir.
—¡Novedades! ¿Qué novedades? —preguntó Lord Ravenscar a toda prisa.
—Napoleón Bonaparte está siendo coronado hoy como Emperador de Francia. —Contestó el señor Wassell con la solemnidad de quien comunica una noticia importante.
—¡Emperador de Francia! —exclamó Lord Racenscar—. ¡Caramba, el hombre es invencible!
Había un brillo extraño en sus ojos al decir eso. Entonces, desde el umbral, donde presenciaba la escena, Lady Standon dijo:
—Nadie puede llamar a Bonaparte invencible hasta que haya conquistado Inglaterra. La flota para la invasión aún está esperando en la bahía de Dieppe.
—Y en el verano se extiende ante nosotros, Charlotte —dijo Lord Ravenscar.
—Es demasiado tarde —replicó Lady Standon—. Dicen que perdió la única oportunidad que tuvo, de hacer el intento.
—¿Y quién te ha dado información tan interesante, me permites saberlo? —preguntó Lord Ravenscar.
Lady Standon no contestó y Amanda, interviniendo para que Lord Ravenscar no desconfiara del repentino interés de Lady Standon en asuntos militares, preguntó a toda prisa:
—¿Significará esto algo para nosotros… para nuestro país, quiero decir? Me refiero al hecho de que el General Bonaparte se haya convertido en emperador.
—Debo ir a la Casa Carlton para averiguarlo —contestó Lord Ravenscar—. Esperaré tu llegada, querida Amanda, más ansioso que el común de los novios.
De nuevo, se estaba burlando de ella, pensó Amanda. Al mismo tiempo que notaba que las noticias del señor Wassell, por alguna razón desconocida, lo habían dejado satisfecho.
Salió de la habitación con un estado de ánimo muy optimista, opinó para sí Amanda; y oyó su voz con una nota de excitación revelando buen humor, al bajar la escalera.
Cinco minutos después ella y Lady Standon se pusieron en camino hacia la Casa Carlton. No hablaron mucho. Había muy poco que pudieran decirse. Amanda sabía que Lady Standon estaba contando las horas hasta que la boda hubiere terminado, para poder reunirse con el hombre amado. Lady Standon sabía, por su parte, que Amanda padecía cada segundo que la acercaba a un matrimonio odiado, temido. Y, sin embargo, ¿qué podían hacer alguna de las dos para evitarlo?
El carruaje, tirado por cuatro caballos, con sus jinetes de guardia con librea color vino y oro, cruzó la Plaza Berkeley, siguió por Piccadilly y dio vuelta hacia la calle de St. James. A través de su velo, Amanda, observaba a todos los transeúntes con la esperanza de encontrar a Peter; pero éste no se hallaba entre ellos, ni en la multitud congregada frente a la Casa Carlton. Sentía la certeza de que, si no podía salvarla, al menos estaría presente para que ella pudiera verlo por última vez.
¿Por qué se preguntaba; Peter se había alejado de ella la noche anterior, sin darle siquiera un beso de despedida? ¿Por qué no la había oprimido contra su corazón y le había dicho que la amaba, aunque fuera por última vez?
El carruaje se detuvo. Ella comprendió que su última esperanza había desaparecido.
—Dios te bendiga —murmuró Lady Standon.
—¡Buena suerte! —gritó alguien de la multitud y un ramito de romero blanco cayó a los pies de Amanda.
Ella no se inclinó a recogerlo. Sabía que nada ya podía darle buena suerte.
Cuando llegó a lo alto de la escalera, encontró que la estaba esperando el secretario particular del príncipe.
—Llega usted a la hora exacta, señorita Burke —dijo con la mayor formalidad—. Su Alteza Real la está esperando.
La condujo hacia el salón chino y ella vio que un numeroso grupo de personajes importantes se había reunido allí. El príncipe, resplandeciente en una chaqueta de terciopelo rosa oscuro, con el pecho cubierto de condecoraciones, se encontraba de pie en el centro del recinto. Más allá de él, ante un altar improvisado, se encontraba el arzobispo con las vestiduras religiosas, para tal ceremonia.
Amanda hizo una profunda reverencia ante el príncipe.
—¡Bienvenida sea la novia! —dijo el príncipe, extendiendo la mano y Amanda comprendió que él disfrutaba de esta pequeña comedia en la que podía desempeñar un papel de importancia.
Con gran pompa y dignidad, el príncipe le ofreció el brazo y avanzaron con lentitud a través del salón, hacia donde Amanda podía ver que Lord Ravenscar la aguardaba. El príncipe avanzó con deliberada lentitud y Amanda sintió que les había tomado una hora cruzar todo el salón chino.
Ahora Lord Ravenscar se colocaba de su otro lado. Amanda vio cómo sus ojos parecían perforar los suyos, advirtió la sonrisa en sus labios gruesos y deseó morir.
El arzobispo empezó el servicio. Amanda lo oyó decir las palabras con las que estaba familiarizada desde que erg niña.
—¿Quién entrega esta mujer a este hombre?
—¡Yo!
El príncipe pronunció con firmeza y solemnidad esa sola palabra, para comenzar la siguiente parte del servicio.
Amanda cerró los ojos. Si sólo pudiera desmayarse, o morir, pensó… si sólo viniera un terremoto, se abriera la tierra y se la tragara… pero ninguna de esas cosas sucedía.
—Diga lo que voy diciendo —ordenó el arzobispo—. Yo, Hugo Alexander…
—Yo, Hugo Alexander…
—Te tomo, Amanda María…
—Te tomo, Amanda María…
—Como mi legítima esposa…
—Como mi legítima esposa…
—Para bien o para mal…
Todo había terminado, pensó Amanda. No había ya el más pequeño rayo de esperanza. Se estaba casando con un hombre al que odiaba con la última gota de sangre que había en su cuerpo.
«¡Lo odio! ¡Lo odio!» casi dijo las palabras en voz alta y entonces se dio cuenta de que había llegado su turno.
—Diga lo que voy diciendo. Yo, Amanda María…
—Yo, Amanda María…
—¡Alto!
Una voz desde la puerta que había detrás de ellos, fuerte y autoritaria, pareció retumbar por todo el salón.
—¡Detengan esta ceremonia!
Las palabras hicieron a todos volver la cabeza. En medio del repentino silencio que se produjo, en medio del aliento contenido de todos los presentes, Amanda descubrió a Peter de pie ahí… Peter, con una extraña expresión de mando en su rostro, que ella nunca había visto antes. Detrás de él, escoltados por dos corredores de la calle Bow[1] venían dos hombres: uno al que reconoció como el hombre apellidado Whistler; el otro, un marinero que llevaba las altas botas de goma de su oficio.
En la estupefacción general que siguió, fue el príncipe quien exclamó:
—¡St. Just! ¿Qué haces aquí?
Peter avanzó a toda prisa hasta llegar frente al príncipe; entonces hizo una reverencia.
—Debo implorar el perdón de Su Alteza Real por la intromisión —dijo—, pero éste es el asunto de la mayor urgencia, un asunto que concierne a la seguridad no sólo de Su Alteza Real, sino a todos los súbditos de Su Majestad.
—¿Mi seguridad? —exclamó el príncipe—. ¿Qué significa todo esto? ¿Y quién te dejó entrar?
—Imploro a Su Alteza Real que me escuche por un momento —rogó Peter—. Cuando usted me envió al exilio por difamaciones y acusaciones no probadas contra un miembro de su casa y contra su amigo, Lord Ravenscar, prometí que un día demostraría que lo que en ese entonces decía era una prístina verdad.
—No veo por qué tengo escuchar esto ahora —dijo el príncipe con aire petulante—. Fuiste enviado al exilio, St. Just, con órdenes de no volver al país. No puedo explicarme cómo es posible que hayas llegado hasta esta habitación sin ser arrestado.
—Eso es lo que he venido a explicar a Su Alteza Real. Y debido a que este complot contra Inglaterra se está llevando a cabo bajo este mismo techo, debo solicitar su indulgencia.
—¿Un complot aquí? —preguntó el príncipe, mirando a su alrededor—. ¿Cómo es eso posible?
—Eso es lo que puedo demostrarle, Alteza —declaró Peter. Hizo una señal y los corredores llevaron hacia el frente al marino—. Quisiera que Su Alteza Real —continuó él—, escuchara a este hombre. Es el dueño de un bote de pesca, el Lucy Jane, que, casi siempre pesca en el Canal y en el Mar del Norte. El podrá decirle que le fue pagada una elevada suma de dinero para recoger a intervalos regulares, paquetes de otro barco de pesca, con el que se encontraba de noche en un lugar prefijado. ¿Es eso cierto?
—Sí, señor, es cierto —contestó el pescador con esfuerzo—. Ahora diga a Su Alteza Real de qué nacionalidad era el bote del cual recogía esos paquetes.
—Era francés —declaró el hombre.
Un rumor repentino recorrió la habitación. Los invitados a la boda avanzaron un poco más, curiosos por escuchar con claridad lo que se estaba diciendo. Lord Ravenscar, que parecía haber enmudecido de la impresión, pareció reponerse y exclamó:
—Su Alteza, ¿no podríamos terminar la ceremonia antes de entrar en tales detalles extraordinarios?
El príncipe hizo un gesto autoritario con la mano.
—No, no —dijo—. Quiero oír lo que St. Just tiene que decirnos.
—Un paquete de un barco francés —repitió Peter en caso de que alguien no hubiera escuchado—. ¿Y qué había en esos paquetes?
—No me pareció que hubiera daño alguno en lo que hacía, Su Alteza Real —dijo el marino—. Todo era muy inocente, de veras.
—¿Qué había en el paquete? —repitió Peter.
—Sólo palomas. Palomas que eran devueltas a su dueño, según me explicaron a mí.
—¡Palomas! —exclamó Peter—. Y usted las entregaba, cuando llegaba a su destino a este hombre que está aquí, ¿verdad?
—Sí, señor.
Peter se volvió hacia el hombre llamado Whístler.
—Estas palomas le eran entregadas a usted, ¿no es cierto? —preguntó Peter.
—Sí, señor.
—¿Y qué hacía usted con ellas?
—Eran mías, milord. Eran palomas que reunían algunos amigos, y luego me las devolvían.
—¿Nadie le había ordenado que las enviara o las recibiera de regreso en esta forma tan peculiar?
Whistler titubeó. Era evidente que estaba sujeto a un grave conflicto interno. Gotas de sudor perlaron su frente y miró hacia Lord Ravenscar. Titubeó de nuevo y entonces dijo con firmeza:
—No, señor, la idea era toda mía.
—Me alegro mucho que sea usted tan rico, señor Whistler —dijo Peter con sarcasmo—. Diez guineas por cada paquete entregado a usted de esta manera, y procedente de Francia, me parece una suma de dinero muy elevada para un hombre en su posición.
—¡Diez guineas! —exclamó alguien de los presentes.
—Usted, desde luego, reconocería a sus palomas si volviera a verlas, ¿verdad? —continuó Peter—. ¡Está bien! Eso era lo que yo quería saber.
Se volvió hacia la puerta y dijo a dos lacayos que estaban de guardia:
—Trigan las palomas, por favor.
Los presentes lanzaron una exclamación ahogada cuando una gran cesta adornada con lazos blancos fue llevada al centro del salón.
—¡No entiendo nada! —exclamó el príncipe.
—Voy a explicar a Su Alteza Real de qué se trata —contestó Peter—. Estas palomas han sido traídas para la ceremonia nupcial. Serán soltadas por la propia novia desde el balcón de esta casa. Pasaron la noche en la casa de Lord Ravenscar, en la Plaza Grosvenor. Ahora, hay entre ellas algunas que no son del tipo común. ¡Estas palomas, de las llamadas mensajeras, llevan alrededor de las patas, secretos de este país que serían de valor incalculable para el flamante Emperador de Francia!
—¡Cielos… palomas mensajeras! —exclamó alguien.
—Ahora bien —continuó Peter—, no intento abrir la cesta yo mismo… alguien podría decir que estaba prejuiciado. Así que voy a pedir que personas ajenas a mí, pero capaces de conocer el valor de los secretos que se enviarían al país enemigo, las examinen… —observó a los invitados a la boda—: General Arthur Wellesley… Almirante Lord Cornwallis… ¿tendrían la bondad de hacerlo ustedes?
Los dos hombres mencionados dieron un paso adelante. En ese momento Amanda escuchó una repentina exclamación:
—¡Maltido sea!
Al volverse descubrió la expresión de ira en el rostro de Lord Ravenscar y notó que éste comenzaba a desenfundar la espada.
—¡A un lado! —gritó—. ¡Le clavaré esto en el pecho al primer hombre que intente detenerme!
Empezó a caminar entre los invitados, con el desnudo acero en la mano. Todos retrocedieron, con expresión de sorpresa y alarma.
—¡Ravenscar! ¿Qué es lo que estás haciendo? —exclamó el príncipe.
Peter dio un salto adelante y, sorprendiendo a un azorado embajador, le quitó la espada de su funda, antes que éste se percatara de lo que estaba sucediendo.
—¡Este hombre es mío! —exclamó Peter—. ¡En guardia, Ravenscar!
Lord Ravenscar se volvió hacia él y su espada relampagueó. Se escucharon gritos por todos lados:
—¡No pueden luchar frente al príncipe!
—¡Deténganlos!
Pero antes que nadie pudiera hacer nada, el príncipe levantó la mano.
—No, déjenlos —ordenó—. St. Just tiene derecho a vengarse.
Alguien movió la cesta de las palomas hacia un lado. Los corredores llevaron a Whistler y al marinero a un rincón lejano de la habitación. Y ahora los dos hombres comenzaban a lanzarse estocadas con una violencia desenfrenada que reveló a los espectadores que aquello no sería una simple exhibición de habilidad con la espada, sino una lucha a muerte.
Amanda permanecía inmóvil en su lugar, mientras sus oraciones pidiendo a Dios la protección para Peter temblaban en sus labios. Al interrumpirse la ceremonia, Amanda había sentido que su corazón saltaba hasta casi ahogarla, o que se le habría salido del pecho para volar hacia él. ¡Peter había llegado! ¡La había salvado!
Comprendió al escuchar su voz y verlo de pie ahí, que había estado loca al no confiar en él, al no comprender que sin importar lo que sucediera, él no le fallaría. Y ahora Peter se hallaba en peligro mortal.
Oyó a la gente murmurar a su alrededor. Alguien dijo:
—Ravenscar siempre ha sido un experto en cuestión de duelos, Ya ha matado a dos hombres, hasta donde sé.
«¡Oh, Dios mío, sálvalo!» murmuró Amanda, con los ojos clavados en Peter.
No había duda de que estaba en cierta desventaja. Pero tenía la juventud de su lado. Estaba, por el momento, a la defensiva, retrocediendo, avanzando solo cuando Lord Ravenscar haciendo un esfuerzo supremo, fallaba en su intento de acabar con él. Parecía estar reservando sus fuerzas, tratando de cansar al otro, mucho mayor que él.
Y de pronto, pareció lanzarse al ataque. Empezó a hacer que Lord Ravenscar retrocediera a todo lo largo del salón, lo lanzó hacia la antesala contigua y de ahí al pasillo que había en lo alto de la escalera. El hombre se defendía con desesperación, pero Peter atacaba sin misericordia.
El choque del acero era el único sonido que se escuchaba, mientras los invitados, siguiendo al príncipe, se apretujaban tratando de salir también detrás de él. La luz de las velas se reflejaba en sus joyas, en sus condecoraciones y en los rostros tensos que seguían el curso de la contienda.
Peter se lanzó de pronto hacia adelante. Lord Ravenscar trató de eludirlo, pero no lo logró. La espada penetró en su hombro. El golpe lo empujó hacia atrás, llevándolo hasta lo alto de la escalera, trastabilló y cayó. Rodó pesadamente, cayendo de escalón en escalón, hasta quedar tendido, convertido en una figura retorcida, al pie de la escalera, en el vestíbulo de mármol.
Peter se asomó por la barandilla. Había sangre en la hoja de su espada, pero él no parecía notarlo. Alguien bajó corriendo la escalera, hasta llegar al lado de Lord Ravenscar. Era el médico particular del príncipe. Lo examinó y entonces dijo en voz alta:
—Está muerto… se rompió el cuello.
Peter se volvió hacia el príncipe.
—¡Así mueren todos los traidores, Su Alteza Real!
El príncipe hizo un gesto con las manos.
—¡Llévenselo de aquí! ¡Llévenselo! —exclamó con disgusto—. Sígueme, St. Just.
Se volvió y caminó de regreso al salón, donde Amanda continuaba de pie, en el mismo lugar que la habían dejado, frente al altar. Ella no había seguido al grupo porque no se había atrevido y porque sabía que lo único que podía hacer en esos momentos era rezar por Peter.
Ahora, al verlo regresar triunfador, junto al príncipe, ahogó un pequeño grito y sus manos subieron a su pecho, mientras sus ojos, muy brillantes, lo miraban fijamente. El también la miró mientras recorría la habitación. Amanda notó que había una sonrisa en sus labios.
El príncipe se colocó entre ellos y ahora, con uno de esos gestos dramáticos que sus íntimos conocían tan bien, dijo:
—¡Damas y caballeros! Debemos dar las gracias al Marqués St. Just por descubrir este infame complot en contra de nuestro país y por desenmascarar a este traidor que se escondía entre nosotros. Debemos también suplicar al marqués que nos perdone por haber manchado su nombre antes y que hayamos permitido que un traidor como Ravenscar hiciera injustas acusaciones en su contra. No sólo nos disculpamos ante el señor marqués, sino que le pedirnos que olvide el exilio que le fue impuesto de buena fe y que retorne a ocupar su puesto entre nosotros. St. Just, queremos volver a disfrutar de tu amistad, como en los viejos tiempos.
Peter hizo una reverencia.
—Agradezco a Su Alteza Real sus bondadosas y generosas palabras.
—Lo que es más —continuó el príncipe—, como de acuerdo con nuestras leyes las propiedades y riquezas de un traidor son confiscadas por la Corona, me parece justo y equitativo que todo lo que poseía Lord Ravenscar pase a ser propiedad del marqués, cuyas propiedades fueron confiscadas cuando lo desterramos. No habrá ninguna dificultad al respecto, estoy seguro. Y usted, Lord Canciller, verá que la transferencia se realice con la premura posible.
El Lord Canciller hizo una reverencia.
—Será como Su Alteza Real ordena —dijo.
—Y ahora que hemos hecho las reparaciones necesarias, St Just —dijo el príncipe volviéndose a Peter—, ¿podernos contar con la seguridad de que has perdonado los comentarios difamatorios que se dijeron en contra tuya?
—Alteza Real no sólo tiene mi palabra de que así será —contestó Peter—, sino que debe tener la seguridad de que mi espada y mi vida entera están a su disposición y a la de mi patria adoptiva, Inglaterra.
—Entonces, no hay nada más que decir —aseguró el príncipe con una sonrisa, extendiendo la mano.
—Hay, sin embargo, un favor que desearía que Su Alteza Real me concediera —contestó Peter estrechando la mano que el príncipe le tendía.
—Concedido. —Dijo el príncipe sin vacilación—. No tienes más que pedir.
—El favor es que continúe la ceremonia nupcial, con un cambio de novio.
—¿Cómo dices? No entiendo… —exclamó el príncipe, volviéndose para mirar a Amanda.
—La señorita Burke y yo nos amamos desde que nos conocimos —explicó Peter.
—¿De veras? Bueno, debemos preguntar al señor arzobispo qué tiene que decir al respecto —exclamó el príncipe—. ¡Pero sería una pena desperdiciar el almuerzo de bodas que ya ha sido preparado!
—Si esto es lo que desea la señorita Burke —dijo el arzobispo—, yo me siento muy complacido de casar a Pierre St. Just, hijo de mi viejo amigo muerto en la guillotina. Pierre ha vivido en este país, como sabe muy bien Su Alteza Real, desde que era un niño. Logró escapar del terror de la revolución. Es de religión protestante, porque su familia residía en Normandía, y no puedo imaginarme que haya mejor forma de premiarlo que haciéndolo feliz en la santa unión del matrimonio.
—Vamos, entonces —dijo el príncipe con alegría—, sigamos con la ceremonia interrumpida, mi querido señor arzobispo.
Peter se acercó hasta Amanda extendiéndole su mano. No había nada más que pudieran decirse. Todo era sublime y glorioso para expresarlo en palabras. Amanda oprimió los dedos de él. Sus ojos brillaban como estrellas en su rostro pálido. En los ojos de Peter halló la expresión de amor y ternura más conmovedora del mundo.
Después habría muchas preguntas que hacerle: ¿por qué no le había dicho quién era? ¿Por qué no le había confiado sus sospechas de que Lord Ravenscar era un traidor? ¿Por qué había permitido que lo desterraran sin defenderse de aquellas injustas acusaciones?
Pero ahora lo único que importaba era el hecho de que Peter estaba vivo y de que ella era libre… libre para pertenecerle. Sintió que su amor por él se encendía y aumentaba como una llama en su interior. Sintió que todo su ser se estremecía al pensar que en unos segundos más se convertiría en su esposa y sería suya para siempre.
—¡Te quiero, Amanda!
Sus palabras fueron un susurro que sólo llegó a los oídos de ella.
—Yo te quiero también.
No había necesidad de decir las palabras en voz alta. El movimiento de los labios de ella le dijo a él todo lo que necesitaba saber. Tomó su mano y la llevó hacia adelante.
—Señor arzobispo, ¿tiene la bondad de casarnos? —dijo Peter y a Amanda le pareció escuchar un coro celestial.
FIN