Capítulo 2
POR un momento Amanda y Lord Ravenscar se quedaron inmóviles. Era una noche cálida, sin el menor soplo de viento y el sonido de los disparos retumbó sacudiendo el ambiente. En eso, a la distancia, Oyeron voces masculinas que gritaban juramentos.
—¡Santo cielo, Ravenscar! ¿Ya empezó la invasión? —preguntó un hombre desde una ventana.
Una de las mujeres, que había escuchado, lanzó un grito histérico.
—¡Es Napoleón! ¡Ya ha desembarcado!
Amanda pareció salir de la inercia en que había estado hasta ese momento. Con un ágil movimiento, se zafó de Lord Ravenscar y corriendo bajó la terraza, hacia el sendero de grava que serpenteaba entre los prados.
Conocía tan bien el camino que hubiera podido recorrerlo en medio de la más completa oscuridad, pero en ese momento la luna aparecía brillando entre las nubes y con su luz plateada inundaba los jardines.
Como un fantasma, Amanda huyó aprovechando las sombras de los arbustos, sólo en los intervalos entre cada uno, su figura se iluminaba con el reflejo lunar. El jardín empezaba a descender en una suave ladera. Construido en un terreno elevado, el jardín tenía al oeste el río, que en ese punto se ensanchaba para juntarse con el arroyo que desembocaba en el mar.
De ahí había llegado el ruido de los disparos y al acercarse más, Amanda pudo escuchar con claridad a alguien que daba órdenes, a hombres que gritaban blasfemias, juramentos. Era evidente que alguien maldecía a otro por una razón al parecer muy seria.
Se detuvo en lo alto de una larga escalinata de piedra que descendía hasta la casa de los botes. Había una puerta de hierro forjado y Amanda la abrió. En ese preciso instante aparecieron en lo alto tres hombres frente a ella.
A la luz de la luna reconoció a dos de ellos. Uno era Ned Hart, mozo de la posada local, conocido como un hombre alocado e irresponsable. El otro era Ben Oakes, un joven labrador que andaba en malas compañías por ser débil de carácter, siempre dispuesto a hacer cualquier cosa que se le ordenara.
Ambos hombres la miraron llenos de sorpresa y vio que entre los dos sostenían a un desconocido. Al verlo Amanda contuvo la respiración; la sangre estaba manando de una herida que tenía en la frente y corría por su rostro.
—¿Qué pasa, Ned? —preguntó Amanda—. ¿Qué ha sucedido?
—Son los soldados, señorita. Nos tomaron desprevenidos. Todos escapamos, menos este caballero.
Al oír «caballero», Amanda observó con mayor detenimiento al hombre herido. Notó, por su ropa y por el elegante corte de su cabello, que era de una clase muy diferente a la de los otros dos hombres. Iba a decir algo, cuando Ned volvió la cabeza, temeroso, mirando hacia atrás.
—Vienen tras nosotros, señorita —declaró con sencillez. Amanda se hizo a un lado de la entrada.
—Vayan al laberinto, Ned —ordenó ella—. Ustedes conocen su secreto, pero los extraños no.
Los dos hombres la obedecieron y con su carga, se dirigieron a los arbustos que bordeaban la entrada del laberinto, en eso Ned preguntó en un susurro:
—¿Adónde lo llevaremos después, señorita? Es seguro que los soldados registrarán nuestras casas.
Amanda titubeó. Estuvo a punto de ofrecer la vicaría, pero eso involucraría a su padre.
—El templo, Ned… llévenlo al templo —dijo en voz muy baja tratando que sólo él la oyera.
—Sí, señorita.
Ned acababa de responderle, cuando Amanda oyó respiraciones jadeantes y los pasos de los hombres que subían la escalera. Se adelantó quedando de pie frente a la entrada. Un segundo más tarde apareció un sargento, agitado y sudoroso, seguido por dos soldados del cuerpo de dragones, portando mosquetes. Cuando vieron a Amanda impidiéndoles el paso, se detuvieron.
—¿Qué significa toda esta conmoción? —preguntó ella con severidad, tratando de hablar con calma, aunque su corazón parecía golpear su pecho.
—Son contrabandistas, señorita —informó el sargento—. Debe haberlos visto porque vinieron aquí. Me temo que está equivocado, sargento. Acabo de salir del castillo y no he visto a nadie. Y no hay otro camino más que éste.
—Deben estar escondidos en el jardín —murmuró uno de los soldados—. Los vimos subiendo esta escalera… eran tres y uno estaba herido.
—¡Contrabandistas! ¿Dijo usted contrabandistas? —exclamó Amanda asombrada, dirigiéndose al sargento y haciendo caso omiso al comentario del soldado.
—Sí, señorita —contestó el sargento—. Los hubiéramos aprehendido si uno de mis hombres, grandísimo torpe, no hubiera disparado demasiado pronto. Eso los previno y se lanzaron al agua en la oscuridad. Ahora, si usted nos permite, entraremos en el jardín y les daremos alcance. No irán muy lejos, cargando un hombre herido.
Dio un paso adelante, Amanda reconoció con desesperación que ya no había argumentos para distraerlos por más tiempo. Entonces, para su alivio, oyó pasos detrás de ella y vio que Lord Ravenscar se acercaba acompañado de algunos invitados.
—¡Ah, pero si es su señoría que ha llegado! Deben pedirle permiso, antes de entrar en el jardín.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Lord Ravenscar con gran irritación—. ¿Te están molestando estos hombres, Amanda?
—No, milord —le contestó—. Sólo son los responsables de los disparos que escuchamos.
—¡Dragones! —exclamó Lord Ravenscar, observando al sargento—. ¿Qué hace usted aquí, señor mío?
—Estamos tras unos contrabandistas, milord. Con instrucciones de detener o matar a cualquier hombre involucrado en negocios ilícitos.
—¿Y con órdenes de quién están ustedes en mis terrenos, sin mi autorización? —preguntó Lord Ravenscar.
El sargento pareció sorprenderse.
—No es usual pedir permiso a nadie, milord. La gente de toda la costa coopera gustosa con los guardacostas.
—La gente de la costa puede hacer lo que quiera —contestó Lord Ravenscar—, pero yo no voy a permitir que nadie dispare sus armas en mis terrenos, sin mi autorización. Regrese con su comandante y dígale que venga a verme en la mañana.
—Pero, milord… —insistió—, hay tres contrabandistas… escondidos en su jardín.
—¡Déjelos ahí! —ordenó Lord Ravenscar—. Sargento, ya tiene mis instrucciones. Diga a su oficial, quienquiera que sea, que deseo hablar con él. ¡Habrase visto impertinencia igual! —añadió, volviéndose a sus invitados—. Se creen que pueden hacer de una propiedad privada un campo de tiro. Antes que los descubriéramos hubieran revuelto el castillo, en busca de fugitivos. A mi regreso a Londres veré al Secretario de Guerra y le pediré que mantenga en orden a sus soldados.
—¡Muy bien dicho, Ravenscar! —exclamó alguien—. He oído a mucha gente decir que los soldados son un fastidio, y todavía nadie se ha quejado de los contrabandistas. Mucho menos cuando dejan un barrilito de buen coñac en la puerta de uno, ¿verdad?
El comentario produjo una risa general y Lord Ravenscar, ofreciendo su brazo a Amanda.
—Vamos, Amanda, permíteme conducirte al castillo. Tus padres deben estar preguntándose qué te ha sucedido.
—Gracias, milord —contestó Amanda—. Me alegra que usted no haya consentido un derramamiento de sangre.
—¿Vio usted a alguno de los contrabandistas, señorita Burke? —preguntó alguien.
—No, no vi a nadie. Es posible que hayan sido contrabandistas —dijo ella, implorando perdón a Dios por su mentira—, pero la oscuridad, puede haber alimentado la imaginación de los soldados.
—Además… —intervino Lord Ravenscar—, «el hogar de un inglés es su castillo». No voy a permitir que nadie se introduzca en mi propiedad, sin una buena razón para ello.
Amanda no pudo menos que sentirse agradecida con él. De haber actuado de otra manera, se hubieran aumentado las probabilidades de que los soldados encontraran a los fugitivos, en los intrincados vericuetos del laberinto.
Volvieron a la sala, encontrando a las damas llenas de expectación y curiosidad.
—No eran Napoleón y sus soldados —anunció Lord Ravenscar—, sólo unos cuantos dragones ingleses demasiado entusiastas y poco respetuosos de la propiedad privada, que perseguían a unos contrabandistas locales. Por lo visto, son tan, malos tiradores que los delincuentes lograron escapar casi sin un rasguño.
Amanda miró hacia su padre y vio el alivio de su rostro. El sabía muy bien que varios feligreses suyos, se dedicaban de vez en cuando al contrabando para complementar los ingresos de la familia.
—Creo que es tiempo de regresar a casa —dijo el vicario. La señora Burke de inmediato se puso de pie.
Lord Ravenscar trató de oponerse, pero Amanda apoyó la sugerencia de su padre aduciendo estar muy cansada. Cuando él los acompañaba a la puerta, Amanda oyó a uno de los invitados decir:
—¿Qué mosca le habrá picado a Ravenscar? ¡Invitar a un clérigo a cenar! ¡Aún no puedo creerlo!
Alguien más contestó al comentario, pero Amanda ya no pudo escuchar nada, excepto las carcajadas que siguieron.
Sentía que le ardían las mejillas de humillación; como una autómata extendió la mano a Lord Ravenscar y sintió que éste se la llevaba a los labios.
—Eres encantadora, Perséfone —dijo con suavidad…—. Iré por mi respuesta mañana.
—No, milord… —Trató de protestar Amanda, pero él ya se había vuelto en dirección al edificio y los lacayos los ayudaban a subir el carruaje dispuesto para ellos por Lord Ravenscar. La señora Burke se hundió en los cojines.
—No tenía idea de que Lord Ravenscar pudiera ser tan encantador —exclamó—. Tal vez, Arthur, lo hemos juzgado mal. Es típico de la gente hablar mal de una persona que casi nunca ven o porque no los invita a su casa.
—Fue en verdad una velada agradable —asintió el vicario con prudencia—. ¿Aprehendieron a alguien los soldados? ¿Hubo alguien herido, hija?
Amanda estuvo a punto de decir la verdad; pero decidió no comprometer a su padre en el asunto del fugitivo herido, por eso le contó la mitad de la verdad:
—El sargento de los dragones dijo que no habían aprehendido a nadie.
—Me alegra saberlo —comentó el vicario—. Tiemblo por los muchachos del pueblo. Me mortificaría mucho que deportaran a alguno de ellos.
—¡Son tan torpes! —exclamó la señora Burke—. Creo que debes hablar con ellos, Arthur. No vale la pena correr esos riesgos por unas cuantas guineas.
—Sólo me contestarían que no me metiera en asuntos que no son de mi incumbencia, querida mía.
El carruaje se detuvo.
—Otra vez en casa —continuó el vicario—. Aunque fue una velada muy agradable, creo que lo que estamos deseando con más intensidad es irnos a la cama.
En el vestíbulo de la casa, la señora Burke encendió tres velas dispuestas para ellos y a cada uno entregó un candelabro.
—Acuéstate ya, querida Amanda —dijo—, y trata de dormir. Yo sé que pensarás mucho sobre esta decisión tan importante, pero debes dejar que Dios te guíe y ayude a hacer lo que más te conviene.
—Sí, mamá —contestó Amanda.
Besó a sus padres y, con su vela en la mano, los siguió escalera arriba. Entró en su alcoba, pero no se desvistió. En cambio, buscó en su cómoda las cosas que necesitaba: una venda, una botella de aceite de almendras, tijeras y una toalla limpia. Puso todo en un maletín, lo único que le faltaba era una botella de brandy.
Con mucho cuidado abrió la puerta. Sus padres se habían acostado ya. Los oía charlar, pero su luz estaba apagada. Con mucho cuidado, procurando no pisar las tablas que crujían, bajó la escalera. Hubiera querido esperar un poco más; pero el recuerdo de la sangre corriendo por la cara del desconocido le producía una sensación de urgencia.
Entró en el comedor y abrió un anaquel. Como lo esperaba, adentro de éste había una botella de brandy, usada en contadas ocasiones con algún enfermo o un visitante muy distinguido. No quedaba mucho contenido, pero era suficiente.
Guardó la botella en su maletín y de puntillas salió por la puerta que daba al jardín. Una vez más la luz de la luna le facilitó la caminata en medio del sendero que conocía con los ojos cerrados. Cruzó el jardín, se introdujo entre los arbustos que había en un extremo de él y salió a un pequeño bosque en cuyo centro se encontraba el templo.
Era un edificio cerrado de estilo griego, que había sido construida por un excéntrico ancestro de Lord Ravenscar, a principio de siglo. Este hombre tenía obsesión por la antigüedad clásica y la gente del pueblo recordaba que en vida era capaz de pasar días enteros en el templo, vestido con toga. Después de su muerte, nadie del castillo visitaba al lugar. Estaba ubicado más cerca de la vicaría que del castillo y poco a• poco, había sido olvidado.
Eran los chicos de los Burke los que lo consideraban como de su propiedad. Para ellos constituía el escondite donde nadie los molestaba, el lugar ideal para divertirse los días de lluvia y donde podían jugar a su libre albedrío.
Ahora, mientras se encaminaba al templo, Amanda pensaba que era en verdad un escondite perfecto. La maleza había crecido desmesuradamente alrededor del templo, haciéndolo casi inaccesible, excepto desde la vicaría, aunque el camino era difícil, debido a los árboles y arbustos silvestres que lo ocultaban. Una vez adentro resultaba una verdadera fortaleza. La pintura de sus paredes estaba descascarada por la humedad; pero los pilares que sostenían el friso tallado eran fuertes.
Después de un instante de vacilación, Amanda abrió la puerta. Por unos segundos, pensó que no había nadie ahí. El lugar estaba a oscuras. Entonces oyó un gemido y Ned dijo:
—¡Ah, es usted, señorita Amanda! Hemos estado en la oscuridad, porque pensamos que si encendíamos alguna luz, los soldados nos descubrirían.
—No hay peligro ya —contestó Amanda—. Su señoría no los dejó entrar en su propiedad.
—¿De veras? ¡Vaya, es lo primero bueno que oigo de él! —exclamó Ned.
—Enciende una vela —dijo Amanda—. Encontrarás dos sobre la repisa de la chimenea. Y será mejor que Ben traiga leña y encienda el fuego.
Se quedó inmóvil mientras los hombres la obedecían. Cuando la vela inundó de luz el lugar vio que el herido estaba sobre el diván, Amanda sintió que el corazón le daba un vuelco de miedo. El hombre se veía inmóvil y rígido; el tono escarlata de su sangre daba un dramático contraste con la palidez de su piel.
—¿No está… muerto? —preguntó.
—No… está vivo, por traerlo tan rápido fue un poco maltratado, pero no podíamos abandonarlo a su suerte como si fuéramos franceses, ¿no cree usted?
—No, por supuesto que no… Dense prisa para encender el fuego. El hombre debe tener mucho frío.
Mientras tanto, Amanda sacó frazadas y una manta que siempre se guardaban en un viejo arcón, para las tardes lluviosas y frías cuando jugaban ahí.
Cubrió al herido y levantó una pequeña fuente de porcelana, que formaba parte de una vajilla infantil.
—Llena esto con agua —dijo a Ned—. Hay un pequeño pozo atrás del templo. No es profundo, pero el agua es limpia, de manantial.
—Sí, lo conozco bien, señorita —contestó Ned.
Mientras él iba por el agua, Ben volvía con los brazos cargados de leña.
Amanda se inclinó y tomó la mano del herido. Tenía la piel muy fría, y blanca, era muy bien formada, daba la impresión de ser una mano fuerte. También había un aspecto de fortaleza en la figura inmóvil tendida en el sofá.
Ned trajo el agua, y la sostenía mientras Amanda limpiaba parte de la sangre coagulada de la frente del hombre y que aún salía en un hilillo oscuro.
—Si tiene una bala en la cabeza, ¿qué vamos a hacer? —preguntó ella.
—No hay bala —contestó Ned—. Si la hubiera, ya estaría muerto. Yo vi que el disparo sólo le pasó rozando. Claro, lo apagó como a una vela, pero lo levanté del agua, me lo eché a las espaldas y corrimos a escondernos entre los árboles. Era difícil divisarnos con la oscuridad que empezaba y la luna que aún no había aparecido.
—Fue valeroso de tu parte salvarlo —dijo Amanda.
—No queríamos dejar prisioneros que pudieran hablar —respondió Ned con una sonrisa audaz, pero Amanda comprendió que no lo decía en verdad.
—Sostén la vela para que yo pueda ver —ordenó.
A la luz de la vela pudo comprobar que tenía razón. La bala había rozado la frente del caballero, haciéndole una herida bastante notable y quemándole parte del cabello; pero no había quedado incrustada.
—Sí, tenías razón, Ned, gracias a Dios. Y ahora, dame el brandy. Está en el maletín.
—¡Brandy! —exclamó Ben.
—Lo va a ahogar si trata de darle a beber, señorita —comentó Ned.
—No lo va a beber —explicó Amanda—. Tengo que limpiar la herida. He sabido que los hombres siempre mueren cuando sus heridas sucias se infectan. El brandy limpia, como cualquier otra bebida.
—A mí sin embargo me parece un desperdicio —protestó Ned.
—Pero no te pido tu opinión —dijo Amanda con severidad—. Ten la luz firme. Necesito ver con claridad lo que hago.
Volcó un poco de brandy sobre la herida y el ardor que probablemente le produjo lo sacó un poco de su inconsciencia. Empezó a murmurar, palabras extrañas en una voz ronca, que hizo a Ned exclamar:
—Está delirando. Tiene fiebre… eso es lo que tiene.
—Se aliviará —dijo Amanda con voz tranquilizadora—. Pásame la venda.
Hizo una pequeña compresa suave con un pedazo de tela limpia y a colocó sobre la frente del hombre. Entonces, con la ayuda de Ned logró vendarlo, dándole vueltas y vueltas a la venda, para terminar insertando las puntas en el mismo vendaje.
—El propio médico no podía haberlo hecho mejor —observó Ned con admiración—. Ya sé a quién recurrir, señorita, si me llega a tocar una bala.
—Y si te toca por seguir en estas andanzas, no te curaré —contestó Amanda con voz aguda—. ¿Sabes lo que te hubiera pasado si los soldados te hubieran dado alcance esta noche?
—Sí, lo sé. Pero, de todos modos, señorita, el riesgo vale la pena.
Amanda comprendió que era inútil hablar con él. En ese momento el hombre con la cabeza vendada dejó de murmurar y abrió los ojos.
—¿En dónde… estoy? —preguntó.
—Está usted a salvo —lo tranquilizó Amanda.
A la luz de la vela apareció con claridad el rostro del hombre, Amanda se dio cuenta de que por primera vez en verdad lo distinguía a él y no sólo su cabeza herida. Era muy bien parecido, pensó… no podía tener más de veinticinco arios. Sus facciones eran muy delineadas, de ojos gris intenso, hundidos bajo las cejas oscuras.
No había duda de que era un caballero, como Ned había afirmado. No cabía duda, a juzgar por la calidad y buen corte de su ropa, que era un hombre de posición social acomodada. Había un anillo de oro en su dedo; una leontina de oro en el bolsillo de su chaleco que, sin duda, terminaría en un reloj costoso.
—¿Qué… sucedió? —preguntó con aire atontado—. No puedo… recordar. Pero, espere…, ahora recuerdo. Hubo un… disparo.
—Fueron los soldados, señor —le dijo Ned—. Nos estaban esperando. Alguien debe habernos traicionado. Si supiera quién fue el miserable delator lo ahorcaría con estas manos…
—No creo que haya sido nadie del pueblo —dijo Amanda a toda prisa, tratando de aliviar las sospechas que sólo causarían rencillas entre la gente de la aldea—. El sargento informó que los guardacostas estaban vigilando toda la zona y que habían avistado botes acercándose al río.
—Por aquí se mantendrán alertas después de lo sucedido —dijo Ben—. Van a vigilar todo el tiempo.
—Sin duda alguna —aseguró Amanda con firmeza—, si es que les queda algo de sentido común, dejarán de contrabandear… todos ustedes.
—¡Contrabandistas! Sí… eso estaban… haciendo —dijo el hombre del diván—. Eran… contrabandistas. Y se ofrecieron a. Traerme.
Cerró los ojos con cansancio, como si le hubiera costado mucha energía hablar.
—¿Quién es? —preguntó Amanda en voz baja.
—No sé, señorita. Llegó en el momento de cargar y nos pidió que lo trajéramos de Inglaterra. Nos contó una extraña historia de que había caído al mar, desde un barco inglés, durante una tormenta. Dio además que unos pescadores franceses lo habían ayudado a esconderse en la costa.
El hombre abrió los ojos y sonrió.
—Me llamo… Peter Harvey —dijo—. Siento mucho no poder levantarme… para presentarme.
Ella le sonrió también.
—Quédese quieto —le advirtió—. Ha recibido usted una seria herida en la cabeza y si no hubiera sido por Ned, los dragones lo habrían capturado.
—Estoy muy agradecido, Ned —dijo Peter Harvey—. Procuraré recompensarlo… por esto.
—No lo he hecho por una recompensa —aclaró Ned con visible turbación—. Lo que quería era que los soldados no le pusieran sus cochinas manos encima.
—Quiero darles… las gracias, de todos modos —dijo Peter Harvey.
Trató de volver la cabeza y se estremeció.
—Quédese quieto —ordenó Amanda—. Perdió mucha sangre. Está muy débil y si no tiene cuidado, le dará fiebre.
Los ojos de Peter Harvey se detuvieron en la botella de brandy que se encontraba en la mesa.
—¿Puedo tomar un trago? Preguntó. —Y después, trataré de no moverme.
—No necesita hacerlo —dijo Amanda—. Y sería una imprudencia de su parte. Los dragones están en el pueblo. Deben estar revisando las casas e interrogando a todos. El único lugar seguro es este porque está dentro del parque de Lord Ravenscar. El les negó la entrada a su propiedad. Ned y Ben permanecerán también aquí. Por la mañana Irán a trabajar como si nada hubiera sucedido.
Se volvió hacia los hombres para comprobar que sus instrucciones habían sido comprendidas y continuó diciendo:
—Usted no debe ser visto por ningún motivo. Los soldados saben que alguien ha sido herido, y lo esperarán. Usted debe permanecer aquí hasta que nos aseguremos de que no hay peligro.
Mientras hablaba, servía al desconocido un poco de brandy. Éste lo bebió con prisa, y un poco de color volvió a su rostro. Amanda notó que sin duda se había sentido muy débil.
—Haré lo que usted ordena —murmuró el hombre—. No creo que haya otra alternativa.
—Le traeré algo de comer por la mañana —dijo Amanda. Empezó a reunir sus cosas y a guardarlas en el maletín.
—¿Cómo se llama? —preguntó él.
—Amanda… Amanda Burke —contestó ella—. Soy la hija del vicario.
—Me gustaría darle las gracias.
—La mejor manera de demostrarlo será recuperándose lo más rápido posible para abandonar este lugar sin demora —contestó Amanda—. Nos veríamos en muy serios problemas si lo descubrieran aquí.
—Comprendo todo el significado de sus palabras y por eso les estoy más agradecido —dijo Peter Harvey.
—Ned dice que viene usted de Francia —le dijo Amanda—. ¿Es eso cierto?
—Muy cierto. Los hombres de Ravensrye fueron lo bastante bondadosos como para traerme de regreso a casa —contestó él.
—¿No era peligroso que estuviera usted en un puerto francés?
—Mucho. A mi alrededor había preparativos para la invasión… barcas, soldados esperando marea y viento favorable, los generales de Bonaparte estaban impacientes por recibir la orden de partir.
—Debe haber sido muy listo para que no lo sorprendieran.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de él.
—No soy tan listo como afortunado —respondió—. ¿No fue muy buena suerte que no me mataran? ¿No lo fue acaso, haberla encontrado a usted?
Nadie podía refutarlo, luego como si hubiera llegado al límite de sus fuerzas, cerró los ojos y cayó en el profundo sueño del agotamiento. Amanda lo cubrió un poco más con las frazadas.
—Procuren que no se mueva, para que la herida no le sangre —dijo a Ned.
—Sí, señorita, yo lo cuidaré —contestó el hombre—. ¿No cree que debía dejarnos el brandy, por si lo necesita?
Amanda comprendió, que la oculta intención de Ned, era bebérselo.
—No, Ned. No puedo hacerlo —contestó—. Tengo que regresar la botella a su lugar, para que mi padre no descubra que me la he llevado. Si tienen hambre, acompáñenme hasta la vicaría y trataré de buscarles algo de comer.
—No, señorita… nos la pasaremos bien así —contestó Ned.
—¡Buenas noches, entonces!
Miró a su alrededor, el fuego crepitaba en la chimenea, el lugar estaba tibio y acogedor. Las únicas dos ventanas, cuyos vidrios se habían caído tiempo atrás, estaban cubiertas por espesos cortinajes para aislar el frío.
—Procuren que nadie vea luz aquí —advirtió Amanda—. De inmediato cierren la puerta, cuando haya salido.
Ned obedeció y Amanda regresó a la vicaría a toda prisa. Todo estaba silencioso y tranquilo. Sólo se escuchaba el distante chillido de una lechuza, el aleteo de algún pájaro caído de su nido y, dentro de la casa, el solitario tictac del reloj de pie ubicado en el vestíbulo.
Colocó la botella de brandy en su lugar y subió la escalera con el mismo sigilo con que la había bajado. Ya en su habitación, se quedó contemplando su imagen en el espejo. A la luz de la vela podía reconocer el cansancio reflejado en su semblante.
Mientras se quitaba el vestido, recordó con disgusto los abrazos de Lord Ravenscar y el pánico que la invadía cuando comprendió que iba a besarla. Pensó en los labios gruesos buscando los suyos, la lujuria de su mirada, su abrazo autoritario.
Entonces lanzó un pequeño grito y se llevó las manos a los ojos.
«¡No puedo casarme con él! ¡No puedo!», se afirmó para sí. «Eso le diré por la mañana. Papá y mamá comprenderán. El no me… tocará jamás».