Capítulo 5

TODA la habitación pareció girar en torno de Amanda. Estaba consciente sólo de una cosa: los ojos de Peter fijos en los suyos, sus brazos que la sostenían, una sensación de inagotable deleite que se encendía en su corazón como una llama repentina.

Con lentitud, y con una maravillosa ternura, los labios de él encontraron los de ella. Sólo por un momento, sus bocas se tocaron, como el pétalo de una flor contra el pétalo de otra. Y entonces los brazos de ella rodearon el cuello de Peter y él la oprimió contra su corazón.

—¡Amanda! ¡Amanda! —exclamó—. ¿Qué me has hecho? ¿Qué nos ha sucedido? ¡Oh, mi cielo, mi dulce y pequeño amor… yo creo que empecé a amarte cuando por primera vez pusiste tu mano sobre mi frente!

La boca de él buscó una vez más la de ella y a Amanda le pareció como si el mundo entero se desvaneciera y ellos dos ascendieran hacia las nubes.

—Te amo —dijo él—. ¡Te quiero, Amanda! Dime que no estoy soñando, dime que esto es la realidad.

—Yo te amo, también, Peter —contestó ella—. Desde el primer momento, creo.

—¡Oh, mi amor! ¡La mujer que he buscado toda mi vida!

Su voz temblaba de emoción mientras la besaba con más pasión cada vez. Le besó los labios, los ojos, las mejillas, el cuello; ambos vibraban de una emoción creciente.

—¡Te amo! ¡Te amo! —repitió una y otra vez.

Amanda se estremecía, presa de un éxtasis que recorría su cuerpo como un mágico elixir. Su respiración era jadeante y sus ojos brillaban como estrellas.

—¡Oh… Peter… Peter!

Un leño quemado que cayó con estrépito en la chimenea, les hizo recordar el peligro en que se encontraban. De manera instintiva se separaron, pero Amanda aún sostenía la mano de Peter.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella en un murmullo. El no contestó, por lo que Amanda continuó diciendo:

—¿Por qué no vas con el coronel y le dices todo lo que ha sucedido? No necesitas delatar a los hombres que te trajeron. El coronel es un caballero y creo que comprendería que te negaras a darle sus nombres.

—Ése, desde luego, debiera ser el camino lógico —dijo Peter—. Pero no puedo tomarlo… ni puedo decirte las razones.

Lo interrogó con los ojos. Sin soltarle la mano, Peter la hizo sentar en la silla que había junto al fuego, y se hincó a su lado.

—Mírame, Amanda —le rogó—. Estoy arrodillado aquí, junto a ti, porque quiero que pongas tus manos en las mías y me mires a los ojos. Júrame que confiarás en mí. No será fácil, pero debes creerme y yo debo suplicarte una vez más que me tengas confianza, simplemente porque no hay nada más que yo pueda hacer.

—¿No puedes decirle la verdad al coronel? —preguntó ella. El negó moviendo la cabeza.

—No y tengo que irme de aquí en secreto. Tú no lo entenderás y como no puedo explicarte nada más, sólo ruego al cielo que nuestro amor sea lo bastante grande como para que tú aceptes esta situación.

—¡Lo es! ¡Lo es! —exclamó Amanda—. Te amo… confío en ti…

El tomó la mano de ella y besó su palma, con dulzura y pasión a la vez. Entonces, temblando bajo el contacto de él, Amanda extendió la otra mano para acariciar el cabello oscuro de Peter.

—Nunca creí en el amor a primera vista —dijo él—. Y creo, Amanda, que te he amado, no desde el momento en que te vi por primera vez, sino desde que nací. Tal vez a lo largo de toda la eternidad nos hemos esperado uno a otro.

—¿Qué haré ahora que te vayas? —preguntó Amanda con voz angustiada.

—No lo sé —contestó él—. Pero debes prometerme una cosa. Sin importar lo que suceda, sin importar cuánto tarde yo… no te casarás con Ravenscar. Si no puedes rechazarlo, trata de ganar tiempo de algún modo. Prolonga el compromiso… inventa excusas que pospongan la fecha de la boda, haz todo lo que sea posible.

—Tengo la impresión de que él desea casarse muy pronto —murmuró Amanda, estremeciéndose…

—Nunca se casará contigo —dijo Peter con firmeza—. ¿Lo entiendes, Amanda? No se casará contigo, mientras yo viva para impedirlo. Por el momento, no puedo aparecer en público a hacerle frente. ¡Oh, mi pobre amorcito, si sólo pudiera decirte lo que traigo oculto en el corazón, todo sería mucho más fácil!

Con un orgullo infinitamente patético, Amanda se irguió.

—No te lo preguntaré —afirmó—. Yo sé que me lo dirías si pudieras. Como no es posible, esperaré el tiempo necesario.

Su voz era la de una mujer, aunque el grito que siguió fue el de una niña:

—¡Oh, Peter, procura que sea pronto… tengo tanto miedo!

El la abrazó con fuerza y besó su frente.

—Confía en mí —dijo—. Confía en mí, Amanda, no tardaré un segundo más de lo necesario.

Se puso de pie.

—Cuando pienso que ese cerdo tratará de tocarte —dijo con voz ronca—, desearía matarlo. Prométeme que nunca te quedarás a solas con él.

Amanda hubiera querido confesarle las dos ocasiones en que había permanecido a solas y que la había besado contra su voluntad; pero reconoció que su confesión sólo lo impulsaría a cometer un error irreparable.

Fue, tal vez, en ese momento, que Amanda maduró… que dejó de ser niña para convertirse en mujer.

—No te preocupes por mí —le dijo—. Yo te esperaré. Pero, por favor, vuelve lo más pronto posible.

Una vez más la besó, y Amanda tuvo la impresión de que él comenzaba a ausentarse en recónditos pensamientos que le preocupaban.

—¿En dónde sugieres que me espere el caballo? —preguntó él.

—Podría ser cualquier lugar del parque. Con un caballo puedes ir a campo traviesa. Yo tengo un mapa del país y te indicaré el mejor camino a seguir. Es un viejo mapa que usaba mi hermano Roland para sus estudios. Le gustaba venir aquí, porque en la casa Caroline y Harriet hacía mucho ruido.

Buscó el mapa entre varios libros que había acumulado en un anaquel y no tardó en encontrarlo. Lo extendió y dio a Peter las explicaciones necesarias.

—¿Y en cuanto al caballo? —preguntó Peter cuando terminaron de mirar el mapa.

—Hay una pequeña hondonada al norte de la vicaría —contestó Amanda—. Desciende abruptamente al terminar el bosque, sería imposible que alguien que cruzara el parque viera si un caballo o una persona se ocultan ahí. Ése me parece un buen lugar.

—¿Y hay manera de acercarse a la hondonada sin ser vistos? —preguntó Peter.

—¿Piensas que alguien podría seguir al caballo? —preguntó Amanda—. Sí, será fácil. Si procuramos mantenernos en la orilla alta, podemos acercarnos a la hondonada a través del bosque. Escondidos entre los árboles, podríamos ver sin ser descubiertos.

—A eso me refiero —dijo Peter—. Di a Lord Ravenscar que tenga el caballo listo en la hondonada a las nueve y media de esta noche. No habrá oscurecido tanto a esa hora y podré avanzar un poco antes que caiga la noche.

—Se lo diré —contestó Amanda.

—¡Cómo detesto pedirte que hagas esto por mí! —exclamó Peter, Amanda notó que el tono de su voz trasmitía profunda tristeza.

—Estaba dispuesta a hacerlo antes de saber que tú me amabas…

—Y ahora sólo hace las cosas más difíciles —exclamó él—. Te he encontrado, Amanda. Te amo y, sin embargo, tengo que dejarte, abandonarte en las garras de esa bestia. ¡Te quiero, Amanda!

Abrió los brazos y ella acudió a él como un pájaro a su nido. Por un momento permanecieron abrazados.

—Vete —dijo él por fin—. Y no vuelvas hasta que comience a oscurecer cerca de la hora de mi partida. De otro modo, sería peligroso.

—Vendré tan pronto como pueda y te traeré de comer. Peter, ¿no necesitas dinero?

—Por fortuna traigo suficiente oro en el bolsillo —aseguró—. Trata de no preocuparte, Amanda. Todo saldrá bien.

—¿Me prometes que descansarás? —preguntó ella.

—Te lo prometo —contestó él. Sus ojos la siguieron hasta que se perdió de vista entre los arbustos. Entonces dejó caer la cabeza entre las manos, en una actitud de profunda desolación.

Amanda regresó corriendo a la vicaría. Por fortuna, vio que los caballos ya no estaban frente a la casa. Lord Ravenscar y el coronel se habían marchado.

Durante todo el día anduvo como sonámbula. Los comentarios un poco bruscos de su padre, las preguntas preocupadas de su madre, el júbilo de Harriet por el compromiso matrimonial y las flores enviadas desde el castillo fueron hechos que no lograban inquietarla ya. Todo eso le parecía ajeno:

Ordenó al mozo, que traía las flores, que la esperara. Escribió una nota a Lord Ravenscar pidiendo que enviara el caballo prometido a la hondonada, mencionando la hora concertada con Peter; y se la entregó para que la entregara a su amo.

Viviendo en secreto su amor por Peter, Amanda parecía andar en las nubes.

—Nunca te había visto tan feliz —comentó su madre, cuando subió a cambiarse de vestido, antes de la cena—. Lord Ravenscar nos comunicó esta mañana que desea anunciar el matrimonio a la brevedad.

Esas palabras parecieron despertar de sus ensueños a Amanda.

—No hay ninguna prisa, mamá —dijo.

—Lord Ravenscar quiere que estén en Londres para la temporada social de este año.

—Pero yo quiero casarme en invierno —insistió Amanda en voz baja.

—Tendrás que hablar de eso con él —contestó la señora Burke.

—Sí, sí, eso haré.

La cena de esa noche le pareció eterna. La animada conversación de Harriet y la solemnidad de la voz de su padre parecían llegarle desde una distancia lejana.

Tan pronto como terminaron el postre, Amanda dijo con suavidad:

—Tengo jaqueca, mamá. ¿Puedo irme a acostar?

—Subiré y te frotaré la cabeza con agua de lavanda —propuso Harriet.

—No, no —se apresuró a protestar Amanda—. Quiero estar sola.

—¿Por qué no nos invitaría Lord Ravenscar a cenar esta noche? —preguntó de pronto Harriet.

—Es un poco extraño —convino la señora Burke—. Desde luego, estuvimos en su casa anoche; pero era diferente. Amanda no estaba todavía comprometida con su señoría.

—Supongo que lo veremos mañana —contestó Amanda. Al mismo tiempo, se preguntó con ansiedad si la ausencia de Lord Ravenscar y su repentino silencio no serían mal presagio para Peter. ¿Estaría el coronel cenando en el castillo esa noche?

Su preocupación la decidió a acudir lo más pronto posible al lado de Peter, sin importar lo que la familia pudiera pensar. Avisó a todos que no quería ser molestada y después salió de su habitación, sin ser vista. Cerró la puerta con llave y guardó ésta en su bolsillo. Si llamaban y no contestaba, pensarían que dormía.

Había reunido algo de comida en una cesta esa tarde, mientras la cocinera batía la mantequilla. Guardó el pollo frío que quedara del almuerzo, varias rebanadas de jamón, pan, y hasta una botella de vino que tomó del sótano, aprovechando que su padre había olvidado la llave en su escritorio.

Corrió al templo y encontró que Peter había corrido las cortinas de las ventanas y había encendido la vela.

—Temí que no llegaras nunca —dijo, abrazándola y quitándole la pesada cesta de las manos, en un solo gesto.

—¡Oh, Peter, ¿harás bien en huir de este modo? —preguntó Amanda—. He estado pensando en ello durante toda la tarde.

—Yo también —contestó él—. Eso demuestra que pensamos igual. Pero tengo que irme. No puedo hacer otra cosa.

—¿Vas a Londres?

—Sí, voy a Londres.

Ella hubiera querido preguntarle más cosas, pero él la calló con besos.

—Tenemos que ser sensatos —dijo Amanda—. Es, tarde ya. El sacó un reloj del bolsillo de su chaleco.

—Faltan veinte minutos para las nueve —dijo.

Ella lo obligó a comer algo y a beber un poco de vino. Insistió en que se llevara lo demás, pero él no aceptó y la cesta quedó sobre la mesa. Ya de pie, se dieron un último beso prolongado, antes de salir del templo.

Amanda encabezó la marcha, moviéndose entre las sombras de los árboles hacia el parque, para entrar en un pequeño matorral.

—La hondonada está del otro lado —dijo a Peter en un susurro—. ¿Son necesarias todas estas precauciones? —preguntó.

—Creo que sí —contestó él, muy serio—. Dime en qué dirección debo ir y yo me adelantaré. Ten cuidado al caminar; no quiero que nadie oiga el crujir de los pasos sobre las hojas secas. Si alguien ha seguido al caballo, debe estar oculto entre estos árboles.

Caminaron en silencio, siempre bajo la sombra de los árboles. Peter no volvió a hablar y ella lo siguió también sin decir nada. Con mucha frecuencia, él se detenía para captar algún sonido sospechoso.

Unos minutos más tarde llegaron a la orilla del bosque y pudieron ver la hondonada frente a ellos. El caballo estaba bajo un árbol, con un chico de la caballeriza deteniéndolo. Amanda iba a señalarlo, cuando la mano de Peter tomó la suya y la oprimió como ordenándole que se quedara quieta.

Fue entonces, con los ojos ya acostumbrados a la oscuridad, que Amanda vio frente a ellos el contorno de dos cabezas. Por un momento pensó que estaba equivocada; entonces reconoció que dos soldados aguardaban tendidos boca abajo en la orilla del bosque. Podía ver sus mosquetes, apuntando en dirección al caballo.

Amanda contuvo el aliento. Se sintió petrificada. Por varios minutos permanecieron ahí, sin moverse, contemplando las cabezas de los soldados, hasta que Amanda empezó a preguntarse a qué horas pensaría Peter hacer algún movimiento.

Uno de los soldados ahogó un estornudo.

—¡Cuidado! —dijo el otro en un susurro, aunque su voz llegó a los oídos de Amanda con perfecta claridad—. No quieres que él se dé cuenta de que estamos aquí, ¿verdad?

—No podría oírnos, desde aquí —contestó su compañero—. El coronel dijo que tenía que venir por el lado de la vicaría.

—¿Sabe el coronel dónde está, entonces?

—No, pero supongo que su señoría se lo dijo. El estaba presente cuando nos dieron las instrucciones, ¿recuerdas? A mí no me parece correcto que disparemos sin advertir nada, ni darle tiempo a defenderse.

—Ordenes son órdenes —contestó el otro.

Peter tomó a Amanda de la mano. En silencio, pero moviéndose con toda la rapidez y sigilo que les era posible, empezaron a retroceder sobre sus pasos, en la dirección por la que habían llegado.