Capítulo 11

AMANDA lanzó un grito ahogado.

—¿Inmediatamente, milord? ¿Qué quiere usted decir con eso?

—Lo que has escuchado —contestó Lord Ravenscar—. Nos casaremos ahora, mañana, al día siguiente… en cuanto tengas un vestido presentable y yo haya hecho los arreglos formales.

—Pero… milord… ¿por qué tanta precipitación? ¿Cómo puedo casarme sin la presencia de mis padres? ¿Qué diría… la gente… por tanta premura sobre un hecho tan fundamental, que debe considerarse con la máxima prudencia?

A Lord Ravenscar le divertía la actitud agitada de Amanda.

—Son muchas excusas y muchas preguntas —dijo al concluir—. Por fortuna, Amanda, puedo contestarlas todas. Ante todo, veamos la cuestión de tus padres. Desde luego, me gustaría mucho que estuvieran presentes en nuestra boda. Yo habría enviado por ellos, si no hubiera surgido algo que considerarás de suma importancia.

—¿Qué es? —preguntó Amanda en un susurro.

—Supe anoche que el Obispo de Frackenbury murió de una apoplejía. Recordando la devoción que tienes por tus padres, querida mía, y para complacerte, esta misma mañana le he informado al príncipe que la silla episcopal está vacía. El me ha prometido recomendar a tu padre para que el Arzobispo de Canterbury disponga su nombramiento en ese cargo.

—¡Papá… obispo! —exclamó Amanda, asombrada.

—¿Te sorprende la idea? —preguntó Lord Ravenscar—. Vas a aprender que cuando uno tiene influencia y amigos en lugares de relevancia, nada es imposible… ni siquiera una boda organizada en sólo veinticuatro horas.

Amanda trató de recuperarse de la impresión.

—Es muy bondadoso, milord, al haber sugerido a mi padre para ese puesto —dijo ella—. Se sentirá muy agradecido, además de saber lo que eso significará para mí familia. Pero… ¿no podríamos esperar… a que sea obispo? Entonces, ¡él mismo podría casarnos!

—Hay otros obispos para hacerlo. Me complacería mucho que tu padre efectuara la ceremonia pero considero que en estos momentos, con su atención puesta en el cambio a Frackenbury y con los nuevos deberes eclesiásticos, resultaría inoportuno pedirle viajar hasta Londres.

Se detuvo un momento para luego añadir a toda prisa:

—Aparte de eso, no hay tiempo. Nos casaremos mañana al mediodía, el príncipe no sólo te entregará en el altar sino que además nos ofrecerá un almuerzo en la Casa Carlton.

—Pero yo… no puedo… casarme con usted mañana —exclamó Amanda.

—¿Por qué?

La pregunta le pareció un disparo de pistola que retumbaba por toda la habitación. Amanda guardó silencio. ¿Qué podía decir? ¿Acaso por algún improbable milagro podría salvarla el hombre considerado espía de Bonaparte?

—¿No tienes respuesta a eso? —insistió él.

—Por favor, esperemos un poco más —suplicó Amanda con un gesto implorante capaz de conmover al corazón más imperturbable—. Hay mucho tiempo por delante. Tenemos toda la vida frente a nosotros. Por favor, no nos precipitemos de este modo.

—Eres una defensora muy atractiva, pero no has ofrecido ninguna razón lógica que merezca posponer la fecha. Pensaba en aguardar cuarenta y ocho horas, entonces casarnos el jueves, pero al verte hoy, descubro que es imposible esperar más, debe ser mañana.

—¡No… no puedo! ¡No… puedo! —murmuró con voz apagada.

Con lentitud y decisión, Lord Ravenscar se acercó a su lado. Tomándola de la barbilla, levantó su rostro hacia el de él. Contempló con expresión dura los labios temblorosos, los ojos llenos de horror y de lágrimas.

—Así que tienes miedo al matrimonio —dijo con tono sedoso—. Me gustan las mujeres que tienen miedo. Sin embargo, muy pronto dejan de aletear como pajarillos enloquecidos para aferrarse a las caricias que temían y a los labios que las han conquistado. Sigue luchando contra mí, Amanda. Continúa aludiéndome. Mientras te conserves tan hermosa como ahora, seré tú más fiel y obediente servidor.

Con un gesto inesperado, Amanda retiró la mano de él con violencia para alejarse un poco. Sus ojos, hasta entonces tan asustados, se llenaron de una ira repentina y profunda.

—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? ¿Cómo puede decir tales cosas? ¿Cómo espera usted que nuestro matrimonio resulte otra cosa que un fracaso? El matrimonio debe basarse en el amor. Y, dos personas no deberían casarse a menos que estuvieran mutuamente enamoradas.

—¿Acaso piensas que yo habría creído en tu amor cuando prometiste casarte conmigo? ¿Fue por mis bellos ojos que aceptaste mi oferta… o por tu interés de que no se registrara mi jardín?

Amanda guardó silencio. Comprendió que no podía contestarle, Lord Ravenscar era demasiado perceptivo. Sabía que ella amaba a Peter, que había tratado de salvarla por amor.

—No veo que tenga caso esta discusión —sugirió ella con rapidez—. ¿Me permite retirarme, milord?

—Así es mejor —dijo él en tono de aprobación—. Comienzas a comprender que es difícil discutir conmigo, porque tengo todas las respuestas. También aprenderás muy pronto que tu deber consiste en hacer lo que yo desee. Nos casaremos mañana, Amanda, así no podrás seguir evadiéndome.

—No, tendré que hacer lo que usted disponga —exclamó Amanda sintiéndose llena de valor—. Sin duda alguna, al transcurrir el tiempo me convertiré en una mujer como su hermana… sin espíritu, destrozada, profundamente miserable. ¿Nunca se ha preguntado cómo fue su vida?

—Así que te ha hecho confidencias, ¿verdad? —sonrió Lord Ravenscar—. Pensé que en Charlotte ya no quedaba ningún impulso humano.

—Es su hermana —protestó Amanda—. ¿Cómo puede referirse a sus sufrimientos con tanta crueldad?

—Charlotte fue una tonta. Pudo haber manejado a Standon a su antojo de tener algo de astucia. De cualquier modo, era un plebeyo de quien estaba prendada.

—Tal vez habría encontrado la felicidad a su lado.

—¿Con el corneta de un oscuro regimiento? —preguntó Lord Ravenscar lleno de desprecio—. Amanda, todavía tienes mucho que aprender de la vida. Las mujeres siempre fantasean que su vida hubiera sido mejor de escoger otro tipo diferente.

Lanzó una risilla burlona antes de decir:

—Tú sin duda lamentarás por no haberte fugado con un espía francés, por no compartir sus sufrimientos por unos meses, antes de verlo colgado de una horca.

La vio palidecer y añadió:

—En realidad fue una fortuna para él que un bala acabara de inmediato su miserable vida. Creo que hubieras encontrado bastantes desagradable el papel de viuda de un traidor. En cambio, serás mi esposa y al final comprenderás que si cumples tu papel con sensatez, no me mostraré desagradecido.

Avanzó hacia ella, extendiendo la mano para tocar su vestido de muselina adornado con lazos de raso.

—El dinero puede mejorar el aspecto de una mujer… aunque sea tan bonita como tú. Las joyas, y hay algunas muy bellas en la colección de mi familia, embellecerán más tu blanco cuello.

Sus dedos se deslizaban hacia arriba acariciando el cuello de Amanda, que temblaba de horror a su contacto. El se echó a reír al notar su turbación, Amanda trató de alejarse, pero estaba rodeada por su brazo, con tal firmeza que le era imposible cualquier intento de escapar.

—Y por último, Amanda —murmuró en su oído—, aún los labios más provocativos tienen que comer. ¿Has tratado de vivir con el menú de pan y agua de los traidores recluidos en las prisiones de Su Majestad? Creo que preferirías lo que se sirve en mi mesa.

Inclinó la cabeza y antes que ella pudiera evitarlo, sus labios se estamparon sobre los de Amanda. Padeció la repulsión que le producía esa boca lasciva adherida con brutalidad a la pasividad de sus labios. Sintió hundirse en las profundidades de la humillación, de la oscuridad y el horror que no olvidaría jamás.

Percibió que la pasión de aquel hombre se encendía como una llama diabólica. Entonces, de pronto, la levantó en sus brazos.

—¡Amanda! —exclamó con voz ronca—. ¡Vaya! ¿Por qué tenemos que esperar?

La llevó hacia un amplio sofá ubicado en un rincón de la habitación. A pesar de forcejear con todas sus fuerzas, comprendía que sus esfuerzos eran inefectivos y que su resistencia sólo parecía excitarlo más.

—¡Amanda! ¡Amanda!

Sus labios gruesos estaban sobre sus ojos, sus mejillas su cuello. Amanda sintió que la recostaba en el sofá y de nuevo fueron inútiles sus esfuerzos por incorporarse. Estaba indefensa sin escapatoria alguna. El fichú de su vestido sonó al ser rasgado por las manos de él. Sintió el cuerpo del hombre sobre el suyo. La habitación empezaba a oscurecer y ella presintió que perdería el sentido, cuando de pronto, una repentina interrupción se produjo.

—¡Ravenscar! ¿En dónde estás? —gritó una voz desde el umbral. Jadeante, Amanda se halló libre de su atacante. Lord Ravenscar se fue alejando del sofá con lentitud, se arregló la corbata y se volvió hacia la puerta.

—¡Maldita sea, Wassell! —exclamó—. ¿Qué demonios quieres?

—Te traigo noticias —dijo la voz desde el otro lado de la habitación—. ¡Malas noticias! Sucedió lo que temíamos. El rey mandará a buscar a Pitt mañana.

—Era inevitable —contestó Lord Ravenscar—. Nosotros esperábamos que Addington hubiera podido continuar.

—Esto significa que todo debe apresurarse —continúo el recién llegado como si el otro no hubiera hablado—. El discurso de Pitt en la cámara, la semana pasada, ha enardecido a toda la nación. Todos están exigiendo que la guerra se impulse con mayor fuerza.

Haciendo un gran esfuerzo, Amanda se sentó en el sofá. Lord Ravenscar estaba de espaldas a ella; pero pudo ver que el hombrecillo con el que hablaba era de edad madura, bajo de estatura, de cabello color rojo y ojillos nerviosos, con pestañas claras, que parecía un hurón.

—Tenemos que cuidarnos —lo oyó decir en voz baja—. ¡Pitt no es ningún tonto!

—¿Qué motivo hay para preocuparme? —preguntó Lord Ravenscar con voz desafiante—. Aquí llevo una vida respetable. Mi matrimonio se realizará mañana y, en ausencia de su padre, el príncipe entregará a la novia.

—¡Mañana! —exclamó el señor Wassell—. ¿Así que estás decidido, eh?

—¡Claro que lo estoy! —afirmó Lord Ravenscar en tono ligero.

Amanda se puso de pie, acomodando lo mejor posible su fichú arrugado y rasgado sobre sus hombros. Se sentía atontada. Le dolía la boca, el cuello y los brazos, de la presión ejercida por la brutalidad de Lord Ravenscar.

—Tenemos que avisarle a él —dijo Wassell entre dientes, aunque Amanda lo oyó.

Lord Ravenscar se volvió hacia ella.

—Quiero presentarte a mi futura esposa —dijo—. Amanda, éste es un viejo amigo mío, el señor Stanley Wassell.

Amanda le hizo una reverencia.

—¿Me permite retirarme, milord? —preguntó, sin levantar la vista, mortificada por lo desordenado de su apariencia.

—Por supuesto —contestó Lord Ravenscar—. Busca a mi hermana y dile que la boda se efectuará mañana. Volveré para notificarle al príncipe que, en tu ansiedad de ser mi esposa has preferido no aguardar hasta pasado mañana, como él había sugerido.

Amanda sabía que se estaba burlando de ella, pero no dijo nada. Se retiró de la habitación, a toda prisa inclinando la cabeza, sintiéndose degradada ante el señor Wassell.

Salió y cerró la puerta. Se había vuelto hacia la escalera cuando oyó que la puerta se abría de nuevo: el pasador se había desenganchado. Se volvió y estaba a punto de cerrarla cuando oyó decir al señor Wassell:

—Tengo la sospecha de que alguien te está vigilando, Ravenscar… es un tipo alto, de hombros anchos. ¿Tienes idea de quién pueda ser?

—¿Cómo lo sabes?

—Lo vi ayer siguiéndote por St. James, desde la ventana del Club White. Como estaba oscureciendo no pude verle la cara. No le di mucha importancia, pero permaneció afuera de la Casa Carlton, mientras tú estabas allí con el príncipe. Saliste antes que yo y más tarde al marcharme yo, vi que se había ido.

—¿Qué clase de hombre era? ¿Desarrapado… o bien vestido?

—Por su vestimenta parecía un caballero.

—Podría ser… —murmuró Lord Ravenscar con aire pensativo—. ¡Pero no! ¡Es imposible! ¿Dices que es alto y de hombros anchos?

—Sí… ten mucho cuidado.

—Lo haré —contestó Lord Ravenscar.

Amanda cerró la puerta con sumo cuidado. Comprendió que había estado escuchando lo que no debía. Al mismo tiempo, presentía que aquélla era la clave de un extraño rompecabezas, aunque no sabía de qué se trataba.

Era Peter quien vigilaba a Lord Ravenscar. Estaba segura de ello. Pero ¿por qué? ¿Cuál era la razón? Hubiera deseado que él le hubiera confiado la verdad. Aun siendo un traidor, ella se hubiera mantenido a su lado, porque lo amaba por encima de toda consideración patriótica.

Sollozo en silencio mientras subía la escalera a toda prisa. Cuando llegó a su habitación, en lugar de cambiarse el vestido roto, se sentó en su escritorio.

«Si no puedo ser feliz» pensó, mientras sacaba una hoja de papel para escribir, «tal vez pueda dar la felicidad a otros».

Le llevó algún tiempo redactar la breve carta, pero que decía:

Señor: Tengo razones para creer que poseo información de gran importancia para usted. Le agradeceré muchísimo que me visite lo más pronto que le sea posible, ya que me marcho de Londres mañana en la noche.

Suya respetuosamente,

Amanda Burke.

Hizo sonar la campanilla y cuando su doncella acudió le entregó la carta para que la llevara en el acto ante el Coronel Graham Munro, en el Cuartel Wellington.

—Que se lo entregue en propia mano. Martha… no hay… necesidad de informar, nada sobre este asunto a su señoría —aclaró Amanda, llena de confusión.

—No, señorita. Por supuesto que no. Yo entiendo…

La muchacha salió de la habitación, entre crujidos de su delantal almidonado. Amanda, suspiro, se quitó el vestido. Lo arrojó al suelo y decidió no usarlo jamás.

Cerró los ojos por un instante, tambaleándose al pensar que mañana en la noche sería poseída por ese hombre repulsivo. ¿Qué podría salvarla ahora? Ni siquiera podía escribir a Peter avisándole lo que sucedía…

«¡Ven a mí! ¡Ven a mí!» lo llamó en silencio, ansiosa de que él por milagro, escucharía sus ruegos y conociera el horror que la invadía.

«¡Te quiero y confío en ti!», dijo desde el fondo de su corazón y le pareció que todo su ser volaba hacia él, en una oración sin palabras.

Media hora más tarde se dirigió a la habitación de Lady Standon. La encontró recostada en el chaise longue ubicado junto a la ventana.

Tenía un libro sobre su regazo, pero no hacía ningún intento de leerlo.

—Lo siento, Amanda —dijo—, pero necesitaba descansar. Me duele mucho la cabeza; ya he tomado medicina y en unos minutos estaré bien.

—¡Qué pena me da, señora! —exclamó Amanda—. ¡No quiere que le traiga algo?

—No, gracias, ya estoy mejor —respondió con su voz opaca, sin vida.

—Acabo de ver a Lord Ravenscar —dijo Amanda—. Me pidió que le informara a usted que ha hecho arreglos para que el matrimonio se celebre mañana.

—¡Mañana! —exclamó Lady Standon sorprendida—. Pero ¿por qué?

—Le supliqué que esperara —le explicó Amanda—, pero no quiso hacerlo. El príncipe me va a entregar y el desayuno se celebrará en la Casa Carlton.

—¡Vaya ambiente propicio para una boda! Presidida por ese réprobo disoluto que ha abandonado a su esposa y se rumora que se ha casado con la señora Fitzherbert, en un matrimonio morganático…

Habló con tanto desprecio que Amanda la miró sorprendida. Entonces Lady Standon estiró la mano invitando a Amanda para que se sentara a su lado en el chaise longue.

—Amanda —dijo—, tú, eres demasiado buena para merecer esto. Escápate mientras haya tiempo. No te cases con mi hermano, no aceptes un sufrimiento que es peor que la muerte. Vete ahora que puedes hacerlo. ¡Regresa a tu casa! ¡Escóndete!

—He pensado en eso —contestó Amanda—. Lo he meditado desde que di mi consentimiento a Lord Ravenscar. Fue un convenio que hice con él. El cumplió su parte, aunque haciendo trampa. Ahora tengo que cumplir la mía. ¿Puede uno faltar a la solemne palabra de honor que ha dado?

—Creo que en circunstancias excepcionales uno puede hacerlo.

—Y hay algo más. Su señoría acaba de informarme que mi padre va a ser obispo… será el obispo de Frackenbury. ¿Se imagina lo que eso significará, señora? Mi padre ha trabajado mucho para salir adelante con tan poca retribución. Mi madre, educada en un ambiente muy diferente, siempre ha detestado las privaciones que la vicaría nos ha impuesto a todos. Ahora se sentirá libre de esas angustias. He conocido el palacio del obispo, junto a la Catedral de Frackenbury. Es un edificio magnífico.

Lady Standon dijo con la voz más dulce que Amanda le escuchara hasta entonces:

—¡Pobrecita niña! ¡Un cordero que llevan al sacrificio!

—No hay nada que pueda yo hacer —continúo Amanda—, excepto orar para que alguien me salve… alguien a quien yo amo.

Su voz se quebró y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Inclinó la cabeza ocultando el rostro en uno de los cojines del chaise longue, sin poder contener los sollozos.

—¿Y no podemos avisarle? —preguntó Lady Standon.

—No… no tengo modo de comunicarme con él, porque no sé dónde está. ¡Si sólo hubiera más tiempo! —sollozó Amanda.

—Rezaré por ti… no hay nada más que pueda hacer.

Amanda levantó la cabeza.

—Si usted volviera a vivir, señora, ¿huiría?

—Escaparía desenfrenada hasta el fin del mundo, con tal de liberarme del sufrimiento vivido en mi matrimonio —contestó Lady Standon—. Amanda, estoy en condiciones de asegurarte que ni la posición, ni el dinero, ni el lujo cuentan cuando se trata de amor o de odio, de felicidad o degradación. Una mujer es feliz en una caverna, con el hombre que ama; y profundamente desgraciada en un palacio, con el hombre que detesta.

Lady Standon hablaba con tanta pasión que un ligero rubor coloreó sus mejillas haciéndola parecer joven y bonita, por un momento. Pero volvió a caer en su perpetua melancolía.

—No debí haberte confiado estas cosas —dijo con voz de arrepentimiento por haber abandonado su acostumbrada reserva.

—Entiendo, señora —dijo Amanda—, y se lo agradezco mucho. Me ha hecho sentir que hay alguien que me comprende.

Lady Standon no contestó, Amanda haciendo una reverencia, empezó a retirarse.

—Saldremos de compras en una hora —dijo Lady Standon en su tono indiferente de siempre—. Hay muchas cosas que tenemos que comprar para tu trousseau, si te casas mañana.

—Sí, señora —aceptó Amanda obediente.

Salió de la habitación y cerró la puerta. Se disponía a entrar en su cuarto, cuando un lacayo se le acercó.

—Perdone, señorita. Hay en la puerta una mujer que vende lavanda. Es una vendedora ambulante, de esta zona, que insiste en entregarle un mensaje a usted, en su mano. He tratado de que se vaya, pero no quiere. Me dio su nombre.

—Iré a verla —dijo Amanda.

Se dirigió a su alcoba y tomó su bolso de mano. Antes de abandonar su casa, su padre le había dado dos guineas de oro y algunas monedas de plata, para que recompensara a los sirvientes de vez en cuando. Si la mujer traía un mensaje para ella, necesitaría darle una propina.

¿Sería el mensaje de Peter? ¿O sería otra trampa de Lady Isabel?

Si el mensaje la enviaba hacia algún lado, no acudiría como Peter se lo advirtiera. Ahí, en el vestíbulo, no corría peligro, porque dos lacayos montaban guardia permanente. Bajó en compañía del lacayo, el que luego de unos momentos volvió a presentarse con una mujer de edad de aspecto obeso, con un chal sobre los hombros y un viejo sombrero de paja en la cabeza… llevaba una cesta cargada con ramitas de lavanda.

—Ésta es la señorita Burke —dijo el lacayo cuando llegaron junto a Amanda.

—Le he traído un poco de lavanda, muchacha bonita. Lavanda especial que le manda un amigo —tomó un ramo de su cesta y cuando Amanda lo recibió, sintió que venía algo grueso alrededor del ramillete—. Dijo que se lo diera en sus manos, niña —murmuró la mujer en voz tan baja que sólo Amanda pudo oírla—. Un muchacho apuesto… y para que usted supiera que era de él, me pidió que le dijera que el mensaje venía con alas. Eso me dijo… con alas.

Amanda oprimió con fuerza la lavanda entre sus manos.

—Muchas gracias. Me encanta esta lavanda…

Buscó en su bolso de mano y le dio una moneda de plata.

—El ya me pagó, señorita —dijo la mujer con honestidad.

—No importa. Yo quiero darle esto por la molestia que se ha tomado.

Sentía que, de haber seguido sus instintos, le habría dado a la mujer una guinea. Era tan maravilloso saber algo de Peter. Se volvió, cruzó el vestíbulo, para subir corriendo la escalera. Oyó el grito de la mujer, que salía a la calle pregonando su mercadería.

—¡Lavanda! ¡Compre su olorosa lavanda!

Agitada llegó a su alcoba, cerró la puerta y dio vuelta a la llave. Con manos temblorosas desató el papel grueso que rodeaba el ramillete de lavanda. Era una nota simple, escrita en la letra firme y clara que Amanda reconoció como de él.:

Debo verte. Encuéntrame esta noche en la pequeña pérgola que hay al final del jardín. Esperaré allí hasta el amanecer.