Capítulo 8
SABINA estaba sola, sentada en el jardín. La protegía del sol el techo del pequeño pabellón de verano: se encontraba al final de un pintoresco sendero que serpenteaba entre los rosales florecientes, llenos de colorido, y entre las matas de romero de dulce aroma. A sus espaldas, un alto muro cubierto con cascadas de geranios escarlata destacaba en vívido contraste con el azul del cielo. La brillante superficie del mar se extendía en la distancia, hasta un horizonte nebuloso.
Lady Thetford estaba descansando en su dormitorio, pero Sabina había preferido disfrutar la belleza de aquella hora, llevándose consigo al jardín las cartas que había recibido esa mañana.
Me siento absolutamente desventurada sin ti, escribía Harriet; pero, aunque aquello era halagador, Sabina sabía que su hermana no podía sentirse desventurada por mucho tiempo, y que, como siempre, estaría entusiasmada con todo lo que sucedía a su alrededor.
Sabina hizo a un lado la carta y suspiró, pues también echaba de menos a Harriet. ¡Cómo le habría gustado compartir con ella todas las experiencias que estaba viviendo en Montecarlo y toda la belleza que veía en esos momentos a su alrededor! Pero, al releer aquellas amadas líneas, pensó que era inútil pretender que algo, por emocionante o atractivo que fuera, podría sustituir la familiaridad y el encanto de su propio hogar.
De pronto, levantó la cabeza al ver que un lacayo cruzaba el jardín, en dirección a ella. Recogió las cartas y se quedó esperando.
—¿Qué pasa, James? —preguntó, pensando que Lady Thetford la llamaba.
—Un caballero la busca, señorita. No me dio su nombre, pero viste uniforme de la Marina —dijo James.
¡Uniforme de la Marina! Sabina se puso de pie de un salto.
—Iré ahora mismo a la casa, James.
Tomó el atajo que cruzaba a través de los prados y, cruzando la terraza de baldosas que había afuera del salón, entró por uno de los ventanales franceses. La esperaba una alta figura en uniforme naval, de pie junto a la chimenea. Sabina lo miró y, con una exclamación de intenso placer, corrió a través de la habitación con las dos manos extendidas.
—¡Harry! ¡Harry! ¿Por qué no me avisaste que ibas a venir?
Harry rodeó con sus brazos a su hermana y le besó las dos mejillas. Luego se alejó un poco de sí para examinarla. Observó su cabello, peinado a la moda, sus ojos brillantes, su vestido de tarlatana azul con adornos de encaje. Por fin plegó los labios y emitió un silbido.
—¡Vaya que te has vuelto elegante!
—¿Crees que me veo bien? —preguntó Sabina.
—Casi no te hubiera reconocido —contestó él—. De hecho, no pareces la Sabina de siempre. ¿Debo hacerte una reverencia o besarte la mano?
—¡No seas ridículo! —rió Sabina—. Soy la misma de siempre. Lo que pasa es que Lady Thetford me ha convertido en una muchacha elegante, en vez de la campesina que solía ser. Pero, no hablemos de mí. Cuéntame… ¿por qué estás aquí?
—Mi barco está en la bahía —contestó Harry.
—¡Qué maravilloso! Pero ¿por qué no me avisaste que venías a Montecarlo?
—Nosotros mismos no lo sabíamos —explicó Harry—. Llegamos ayer a mediodía, pero, a decir verdad, hermanita, no estaba seguro de que te alegraría verme. Mamá me escribió que estabas aquí con Lady Thetford, y Arthur con el Príncipe y la Princesa de Gales. Yo soy demasiado modesto para gente así, y no quería imponerte mi presencia.
—¡Imponerme tu presencia! ¡Oh, Harry, en mi vida había oído nada más absurdo! Como si no quisiera verte… vamos, si cuando fueron a buscarme, estaba leyendo cartas de mamá y de Harriet y deseando con toda mi alma que ustedes estuvieran conmigo. Me estoy divirtiendo mucho… pero no es lo mismo que estar con la familia.
—Eres la misma de siempre, en verdad, hermanita —sonrió Harry con aprobación—, aunque parezcas un figurín del Ladies Journal.
Harry se parecía mucho a su padre. Era alto y sumamente apuesto, con una personalidad franca y sencilla que lo hacía todavía más encantador. Sabina pensó que en su uniforme naval se veía muy guapo, pero conocía demasiado bien a su hermano para decírselo. Sabía que, si se lo decía, lo haría sentirse turbado y le ordenaría que se callara.
—¿Qué te parece Montecarlo? —le preguntó—. ¿Ya lo conocías?
—No, es la primera vez que vengo.
Entonces, para sorpresa de Sabina, se acercó a la puerta para ver si estaba cerrada.
—En realidad, hermanita —dijo en voz baja—, me encuentro en graves aprietos.
—¡Oh, Harry! ¿Qué ha sucedido? —preguntó Sabina, tomándolo de la mano y conduciéndolo hacia el sofá junto a la ventana—. Ven, siéntate y cuéntame qué sucede —le dijo.
—Estoy desesperado.
—¡Harry! ¿Qué hiciste?
Harry tragó saliva y entonces confesó:
—Perdí dinero en el casino.
—¿Cuándo? —preguntó Sabina.
—Anoche. Bajé a tierra con un par de amigos. Pensé en venir a verte. Pero, como te decía, no sabía cómo me recibirías. Así que fuimos a cenar a un pequeño restaurante y después fuimos al casino. No pensaba jugar, te lo juro, hermanita. ¡Pero me quedé mirando un rato y vi lo fácil que era ganar dinero! Creo que eso ejerció una especie de fascinación sobre mí.
—Lo entiendo —dijo Sabina—. En realidad, tiene ese poder sobre muchas personas.
—Es una fascinación peligrosa. Ahora lo sé —murmuró Harry con tristeza.
—¿Cuánto perdiste? —preguntó Sabina.
—Casi no me atrevo a decírtelo.
—Vamos, Harry… yo comprendo. No pudiste evitarlo.
—Bueno… fue mucho.
—¿Cuánto?
—Casi cien libras.
Por un momento, Sabina se limitó a mirarlo y, cuando recobró el aliento, repitió atontada:
—¡Cien libras!
—Sí, lo sé. No me mires así, hermanita. He sido un tonto redomado y hay algo mucho peor que eso… Gané un poco al principio y cuando empecé a perder pensé que podía recuperarme. Se me había acabado el dinero así que di un cheque. Las autoridades me lo permiten, porque soy oficial de la Marina Real Inglesa.
—Pero, Harry, tú no tienes cien libras en el banco —dijo Sabina.
—Sí, lo sé. Por supuesto que no las tengo. Te digo que pensaba reponerme, volver a ganar… pero no fue así.
Sabina unió las manos.
—Eso quiere decir que cobrarán el cheque y…
—Y encontrarán que no tiene fondos —dijo Harry con aire sombrío. Se llevó las manos a la cabeza—. Debo haber estado loco. En realidad, había bebido un poco. Supongo que el estar borracho me hizo suponer que todo saldría bien, que ganaría el dinero y cubriría el importe del cheque. Ahora perderé mi puesto.
—¡Oh, Harry! No pueden llegar a tanto las cosas.
—Por supuesto que sí. Los oficiales en las fuerzas de Su Majestad no expiden cheques sin fondos. Si lo hacen, tienen que enfrentarse a las consecuencias.
—Pero… ¿qué dirá papá?
—¿Crees que no he estado pensando en eso toda la noche? —preguntó Harry con aire desventurado.
—Nunca se repondrá del disgusto —exclamó Sabina—, ni mamá tampoco. Están tan orgullosos de ti, Harry. Sé que siempre quisiste entrar en la Caballería y, debido a que nunca hiciste alharaca porque papá no pudo pagar tu ingreso a ella, y porque lo has hecho tan bien en la Marina, ambos se sienten como pavos reales contigo.
—Calla, por favor, hermanita —dijo Harry con voz ronca.
—No hay razón para que ellos lo sepan si podemos recuperar el cheque antes que el casino lo envíe al banco.
—Pero ¿de dónde sacamos cien libras? —preguntó Harry.
—Tendré que pedírselas a… Arthur —dijo Sabina con lentitud.
—¿Crees que podrías hacerlo? No, no tengo derecho de pedirte que hagas una cosa así. Me parece injusto hacerte sentir turbada y avergonzada de mí. Pero… por otra parte, no sé qué hacer.
—Por supuesto que debo pedir ese dinero a Arthur —dijo Sabina con firmeza—. Cien libras no son nada para él. Es muy rico. Además, no querrá un escándalo cuando estamos a punto de casarnos.
—Se lo pagaré, te prometo que le devolveré hasta el último centavo —dijo Harry—. Me llevará bastante tiempo, porque mi paga es muy modesta, pero lo lograré de algún modo.
—Cien libras —dijo Sabina, con un ligero suspiro—. Podría ser un Millón, por lo que a nosotros se refiere. ¡No podemos pedirle ese dinero a nadie, excepto a… Arthur!
—¿Crees que se enfadará mucho? —preguntó Harry.
—No, estoy segura de que comprenderá —contestó Sabina, un poco dudosa—. Después de todo, él nunca ha sabido lo que es la pobreza… lo que significa no poder hacer cosas que otros hacen… con tanta facilidad.
—¡Qué bien comprendes tú! —Harry suspiró—. Fui un tonto anoche, pero jamás creí que iba a tener una suerte tan negra.
—¡Oh, pobre Harry! Entiendo cómo te sientes ahora. Hablaré con Arthur. Sé que todo saldrá bien.
—¿Cuándo vas a verlo? —preguntó Harry.
—Estará aquí a las cuatro de la tarde.
—¿Se lo dirás entonces?
—En cuanto llegue.
—¿Qué sugieres que haga yo? ¿Quedarme por aquí hasta que se haya marchado?
Sabina se quedó pensando un momento.
—Saldremos a sentarnos en el jardín —dijo por fin—, y le diré a James que me avise en cuanto él llegue. Tú te quedarás esperando. Arthur te dará el dinero inmediatamente; entonces, si pagas a las autoridades del casino lo que debes, romperán tu cheque.
—Sí, me parece bien. Pero ahora debemos esperar a ver qué dice Arthur.
—Vamos al jardín ahora —sugirió Sabina—. Y hablemos de otras cosas que no sean de dinero. Quisiera que no lo hubieras tirado en esas horribles mesas de juego.
—Nunca lo sentirás tanto como yo —afirmó Harry con voz tensa—. ¿Estás segura, Sabina, de que no te importa pedir ese dinero a Arthur?
—No me gusta hacerlo —contestó Sabina con sinceridad—. Pero no hay otra cosa que podamos hacer, ¿verdad? Papá jamás ha tenido una cantidad así y la pena de saber lo que has hecho lo destruiría.
—He sufrido tanto por ello —dijo Harry—. Cuando comprendí lo que había hecho, pensé en arrojarme al mar.
—Toda nuestra vida ha pesado sobre nosotros el problema de la falta de dinero… —suspiró Sabina—. Creo que los ricos no se dan cuenta de lo afortunados que son, al no tener que pasar noches en vela pensando cómo hacer para pagar algo que deben.
—Dicen que el dinero no da la felicidad —comentó Harry—, pero yo sería feliz teniendo en poco —puso su brazo alrededor de Sabina y la apretó contra él—. Eres un encanto, hermanita, siempre lo has sido… y detesto abrumarte con mis problemas.
—Eso es lo que significa ser parte de una familia, Harry: estar presente cuando algo malo sucede y ayudar en lo posible.
—Quiero decirte una cosa, Sabina. Si logras sacarme de este aprieto, jamás en la vida volveré a jugar. ¡Te lo juro!
—Te creo —sonrió Sabina—. Y ahora, vayamos al jardín.
Pasó dos horas felices conversando con Harry, pero, cuando James le informó que Arthur había llegado, se dirigió nerviosa a la villa.
A pesar de lo que le había dicho a Harry, le resultaba ahora muy difícil enfrentarse a Arthur.
Sentía las manos frías y un vacío en el estómago al entrar en el salón.
—Buenas tardes, Sabina.
Arthur se encontraba de pie junto a la ventana contemplando el jardín bañado de sol. Se volvió al oírla entrar y extendió la mano. Ella se acercó a él y levantó la cara para que la besara.
—Debo disculparme por llegar unos minutos tarde —dijo Arthur—. Su, Alteza Real me pidió que me quedara un rato después del almuerzo y estuvimos hablando de muchas cosas importantes, de modo que perdí la noción del tiempo.
La satisfacción que expresaba la voz de Arthur era indiscutible y Sabina pensó, con cierto alivio, que estaba de muy buen humor.
—Cuéntame más. ¿De qué hablaron? —le preguntó.
—Me temo que traicionaría la confianza de Su Alteza Real si te lo dijera. No, nunca debes pedir que comparta secretos contigo. Los miembros de la casa real tenemos que ser muy discretos, Sabina. Si, cuando estemos casados, menciono, por casualidad, cosas que se relacionan con mi posición en la corte, debes tener el mayor cuidado de no hablar con nadie de lo que oigas… ni siquiera con tu propia familia.
—Sí, desde luego que lo entiendo —respondió Sabina.
—¿Tendrás cuidado? —preguntó Arthur.
—Sí, te lo prometo.
—Gracias. Ahora dime cuáles son tus planes para esta noche.
—Antes que hablemos de eso —dijo Sabina en voz muy baja—. Hay algo que quiero pedirte, Arthur.
—¿De qué se trata? —preguntó él.
—Es algo de la mayor importancia para mí. Alguien… de mi familia está… en problemas.
—¿En problemas? —preguntó Arthur con voz aguda—. ¿Qué tipo de problemas?
Su voz era dura, y sus ojos tenían una expresión de desconfianza que Sabina no había visto antes.
—Se trata de Harry —dijo.
—¡Harry! Pensé que tu hermano estaba en alta mar.
—Su barco está aquí, anclado en la bahía.
—Es verdad, ¡esta mañana vi un barco de la armada de Su Majestad! Supongo que las autoridades comprendieron que, si Su Alteza Real estaba en, Montecarlo, era correcto que hubiera un barco importante en los alrededores. Y, ¿qué pasó con Harry?
—Me temo que fue al casino anoche… y perdió dinero. Bastante dinero.
—¡Vaya! Pues le tomará bastante tiempo pagarlo de su salario. Tengo entendido que el sueldo de subteniente es muy bajo.
—Harry está dispuesto a pagar hasta el último penique —contestó Sabina a toda prisa—. Pero, desafortunadamente, no puede hacerlo de inmediato. Le tomará algún tiempo, años quizá.
—¡Caramba! Me imagino que le resultará un poco monótono.
—Por favor, trata de comprender —dijo Sabina con desesperación—. Tiene que conseguir de inmediato el dinero que perdió.
—¿De qué cantidad estás hablando? —preguntó Arthur.
—Casi cien libras —contestó Sabina.
No pudo mirar a Arthur al mencionar la cifra. La suma le parecía, de pronto, gigantesca. Era más de lo que se gastaba en la comida en la vicaría en un año… mucho más de lo que su padre había pagado por todos sus caballos.
Hubo un largo silencio hasta que por fin Arthur dijo:
—Tu hermano, ciertamente, es un despilfarrador para el puesto que ocupa. Dale mi pésame por su infortunio… o ¿debo decir su tontería?
Sabina levantó los ojos hacia él.
—Por favor, Arthur… por favor, ayúdanos.
—¿Y qué esperan que yo haga?
—Harry dio un cheque al casino. Pensó que recuperaría el dinero… pero… lo perdió. No tiene esa suma en el banco. Si se descubre que… extendió un… cheque sin fondos… tendrá que renunciar. ¡Oh, por piedad, Arthur… no dejes que eso suceda! Sé que mi hermano fue muy tonto, pero ¿cómo podríamos decir a papá el lío en que está metido? ¡Eso lo mataría!
—Lo dudo mucho —contestó Arthur con frialdad—. Los padres nunca mueren por las tonterías de sus hijos.
—Pero papá no tiene ese dinero, tampoco —explicó Sabina—. Sabes lo pobres que somos; la sencillez con que vivimos. Por favor, Arthur; préstale el dinero a Harry. Te lo devolverá; sé que lo hará.
—Establecí la regla, hace muchos años, de no prestar dinero nunca —contestó Arthur—. Mi padre me la enseñó. «Si prestas dinero, pierdes un amigo», decía, y siempre ha sido cierto eso.
—Pero Harry no es un amigo ordinario —exclamó Sabina—. Será tu cuñado.
—Sí, me doy cuenta de ello y ésa es una de las razones por las que me siento poco inclinado a involucrarme en este lamentable asunto. Debes comprender, Sabina, y voy a dejarlo bien en claro, que voy a casarme contigo, no con tu familia.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho. Me enamoré de ti y quiero que seas mi esposa; pero eso no significa que deba consentir que Harriet, Melloney, Angelina y tu otra hermana… he olvidado cómo se llama, se cuelguen de mi cuello por el resto de mi vida, como tampoco intento financiar a tu hermano.
Sabina se había puesto muy pálida. Por un momento no habló y luego, en una voz que era apenas un susurro, preguntó:
—¿Estás sugiriendo que no debo ver a mi familia?
—No, por supuesto que no —contestó Arthur irritado—. Claro que verás a tu familia a intervalos razonables, cuando yo lo considere conveniente. Pero no quiero que te pases la vida enfrascada en los asuntos de ellos, descuidando todo lo concerniente a mi bienestar y comodidad.
—Por supuesto que no haría tal cosa —protestó Sabina.
—No estoy seguro de eso. Tu familia significa mucho para ti, por lo que veo. Han sido hasta ahora tu primera consideración. Pero eso debe cambiar. Serás mi esposa y quiero que te ocupes de mis intereses, de mi hogar y mis asuntos. No tendrás mucho tiempo para nada, ni para nadie más, ¿entiendes?
—S… sí… Arthur.
—Y ahora, en cuanto a tu hermano Harry, me doy cuenta de que ésta es una de esas espantosas situaciones en que las circunstancias me obligan a actuar en contra de mi buen juicio.
La sombra que cubría el rostro de Sabina pareció, levantarse de pronto.
—¿Quieres decir que… lo ayudarás? —preguntó casi sin aliento.
—Quiero decir que tengo que hacerlo —dijo Arthur con aspereza—. Como mi futuro cuñado, no puedo permitir el escándalo que se produciría si fuera despedido de la armada de Su Majestad. Me veré obligado, contra mi voluntad a prestarle ese dinero para que pague su deuda. Pero tendrá que devolvérmelo. Considerará eso una lección saludable, que no olvidará.
—Por supuesto que te pagará —dijo Sabina—. ¡Oh, Arthur! ¿Cómo puedo pagarte el que seas tan bondadoso?
Arthur rió brevemente, con desagrado.
—Una bondad del todo involuntaria. Me has puesto en una situación muy incómoda, Sabina, como espero que comprendas.
—Sólo puedo comprender que estás siendo bondadoso y generoso con Harry —dijo Sabina—. Está desesperado, y jamás te, habríamos molestado si hubiera otra forma de obtener las cien libras.
—Le diré a ese joven tonto exactamente lo que pienso de él —dijo Arthur—. ¿En dónde está?
—En el jardín —contestó Sabina—. Pero, por favor, Arthur, no seas demasiado brusco con él. Se da perfecta cuenta de lo imprudente que ha sido, lamenta mucho las molestias que está causando y piensa pagar hasta el último penique, si le das tiempo suficiente para hacerlo.
—Yo pondré mis propias condiciones al respecto. Y ahora prométeme, Sabina, —que recordarás lo que he dicho: me estoy casando contigo y no con tu familia.
—Sí, te oí muy bien —dijo Sabina—. ¿Puedo ir a buscar a Harry?
—Espera un momento. No le hará daño preocuparse un poco más. En esta ocasión, he tenido que ceder. Pero te aseguro, Sabina, que no seré tan generoso en otras ocasiones. Procuraré asegurarme de que tu familia no acuda a mí continuamente, con la mano extendida. Tal vez yo sea rico, pero no soy tonto.
Sabina se irguió con orgullo.
—Mi familia jamás ha pensado en obtener nada de ti, ni está acostumbrada a mendigar.
Arthur se echó a reír.
—Así que eso hirió tu amor propio, ¿eh? Lo siento, Sabina, pero me temo que tengo una perspectiva muy práctica de la vida. No soy tan tonto como para no comprender que tus padres, con cinco hijas casaderas y un hijo al que sostener, se alegran de que su hija mayor se haya conseguido un marido rico.
—Creo que tanto mamá como papá desean, por encima de todo, que seamos felices —replicó Sabina.
—Pero, si la felicidad viene barnizada en oro, tanto mejor.
Sabina perdió de pronto la paciencia y dio una patada en el suelo.
—Creo que es odioso que hables así —exclamó—. Tú sabes demasiado bien lo gentil y poco mundano que es papá. Nunca piensa en el dinero y da hasta el último penique que tiene a la gente más pobre que él. Si oyera lo que estás diciendo ahora, creo que me ordenaría regresar a casa en este mismo momento.
Arthur rió de nuevo y, extendiendo los brazos, atrajo a Sabina hacia él.
—No sabía que tenías el genio vivo —dijo sonriendo—. ¿Quieres que te pida disculpas por haberte hecho enfadar?
—Es que… dijiste cosas… crueles e… injustas —contestó Sabina. Su voz se quebró un poco y las lágrimas se agolparon en sus ojos.
—No llores —dijo Arthur. Se inclinó de pronto y presionó sus labios contra los de ella. Por un largo momento, la mantuvo prisionera en sus brazos y, cuando la soltó, la sangre afloró a las mejillas de Sabina.
—Mándame a ese joven asno —dijo él.
Sabina rehuyó su mirada. Se volvió a toda prisa y corrió a través del ventanal, en dirección al jardín. Harry, que se veía triste y acongojado, estaba dando vueltas a un lado y otro del sendero. Levantó la vista con alivio cuando vio que Sabina se acercaba a él.
—¿Qué dijo? —preguntó.
—Te prestará el dinero —murmuró Sabina con un pequeño sollozo—. Pero Harry, no le digas nada, por mucho que te provoque, por mucho que te haga enfurecer.
—¿Se mostró desagradable por lo ocurrido? —preguntó Harry.
Sabina asintió con la cabeza y Harry lanzó un juramento en voz baja. Ella levantó las manos y se aferró al brazo de su hermano.
—Escúchame, Harry. Sin importar lo que él pueda decir, tienes que guardar silencio. No hay otra forma de que obtengamos cien libras… ninguna otra forma. Prométeme que no dirás nada, excepto: «Gracias».
—Pero, si él te ha molestado… —empezó a decir Harry.
—Prométemelo —lo interrumpió Sabina—. Sé sensato, Harry. Si yo puedo soportarlo, por tu bien, creo que tú debes hacerlo por ti mismo.
—Está bien, hermanita.
El oprimió la mano de ella y después, cuadrando los hombros, se dirigió a la villa. Cuando se marchó, Sabina se dejó caer en la banca más cercana, sacudida por los sollozos y por una verdadera tormenta de emociones.
Estaba, sin embargo, tranquila y calmada cuando Harry volvió al jardín, veinte minutos más tarde. Comprendió al ver a su hermano, por la expresión de su rostro y su tensa mandíbula, que estaba furioso. Pero antes que él dijera nada, preguntó con ansiedad:
—¿Te dio el dinero?
Harry asintió con la cabeza, como si estuviera demasiado turbado para hablar. Luego, sentado junto a Sabina, metió las manos en los bolsillos y estiró las piernas frente a él.
—¡Fiuuu! —exclamó—. He pasado muchos momentos incómodos en mi vida, pero nada comparable a esto.
—¿No dijiste nada? —preguntó Sabina.
—¡Qué bueno que me hiciste prometer que me callara! Una o dos veces, sentí deseos de darle un puñetazo. Pero entonces recordé lo que me habías dicho. Aunque, te confieso, nada me hubiera dado mayor satisfacción en la vida que estrellar mi puño en su cara.
—¿Tienes el dinero? Eso es lo que importa.
—Sí, me lo dio y tengo que devolvérselo en un año.
—¡Un año! —exclamó Sabina—. Pero eso no te dejará…
—Con casi nada de mi paga —dijo Harry—. ¡Pero será una lección para mí! Me hizo notar con mucha claridad que la necesitaba.
—Es muy duro, terriblemente duro —dijo Sabina—. Pero, cuando menos, no tendrás que decírselo a papá.
—No dejé de pensar en eso —dijo Harry—. Me repetía, una y otra vez: «Sabina, papá, papá, Sabina». De otra manera…
—No pensemos más en eso. Tienes el dinero y eso es lo importante. Harry se incorporó de pronto y volviéndose hacia Sabina puso las manos sobre los hombros de ella.
—Escucha, hermanita —dijo—. ¿Amas a este hombre?
La pregunta tomó a Sabina por sorpresa. Por un momento, los ojos azules se clavaron en los castaños de él. Luego, con un pequeño grito, volvió el rostro a otro lado y se libró de sus manos.
—Deja de preocuparme, Harry. Son suficientes emociones para un día. No quiero hablar sobre mí o sobre Arthur. Estás salvado. Eso basta.
—Estoy pensando en ti —dijo él con obstinación.
—Entonces, piensa en otra cosa —le suplicó Sabina y añadió en un tono de voz deliberadamente ligero—: estoy muy bien y soy muy feliz, Harry. No interfiero en tu vida y tú no debes interferir en la mía.
—Pero, hermanita, tienes que pensar las cosas…
—Las he pensado —contestó Sabina—. Lo he pensado mucho y el que hablemos no hará ninguna diferencia.
Harry se encogió de hombros.
—Muy bien, entonces. Me voy ahora.
—Por favor, quédate a tomar el té —dijo Sabina, pero entonces añadió a toda prisa—: me había olvidado… ¿está todavía Arthur aquí?
—No, se marchó. Me pidió que te dijera que lamentaba tener que irse, pero había prometido a Su Alteza Real, la princesa, acompañarla en un paseo en carruaje.
Sabina sintió un profundo alivio.
—Entonces puedes quedarte a tomar el té. Lady Thetford baja siempre a tomarlo a las cinco en punto. Quédate, Harry.
—Perdóname, Sabina… pero me siento tan perturbado que necesito algo más fuerte que una taza de té. Además, prometí encontrarme con unos amigos.
—Está bien, lo comprendo. Cuídate mucho, querido Harry —dijo Sabina—. Se levantó sobre la punta de los pies, para rodearle el cuello con los brazos y acercarle el rostro al de ella.
—Tú, también, cuídate. Procuraré venir mañana después del almuerzo… si estás sola y puedo bajar a tierra.
—Sí, hazlo, por favor —contestó Sabina—. Casi siempre estoy sola a la hora en que llegaste hoy.
Harry la besó y ella lo acompañó hasta la puerta.
Esa noche Sabina y Lady Thetford cenaron tranquilamente en casa, con sólo dos amigos de ésta por toda compañía. Lady Thetford confesó que no se sentía bien y no quiso ir al casino esa noche, como solía hacerlo.
Cuando sus invitados se marcharon, se despidió de Sabina diciendo:
—Siento mucho dejarte sola esta noche, queridita. Pero haré que Marie me dé un poco de láudano, para dormir bien. No me gusta tomar esas cosas, pero si duermo bastantes horas, mañana me sentiré bien.
—Entonces espero que duerma muy bien —contestó Sabina, besándola con afecto—. Y a mí también me convendrá acostarme temprano. No estoy acostumbrada a desvelarme.
—Buenas noches, niña —contestó Lady Thetford y dejó un momento la mano apoyada en el hombro de Sabina—. No te lo he dicho… pero ha sido una gran dicha para mí tenerte aquí. Me hace comprender, por primera vez, lo solitaria que me siento con frecuencia, sin saberlo.
Sonrió y se dirigió a su dormitorio. Sabina la siguió con la mirada. ¡Qué dulce era, qué gentil y comprensiva! Si sólo Arthur fuera como ella… pero los hombres y las mujeres eran muy diferentes, pensó, y se dijo que era erróneo de su parte gruñir o quejarse contra él, ya que había sido lo bastante amable como para prestar el dinero a Harry.
Entró en su alcoba, cerró la puerta y, quitándose el hermoso y elaborado vestido que había usado durante la cena, se puso una bata de muselina azul pálido que su madre le había hecho para el viaje. Se sentó ante el tocador, e iba a quitarse las peinetas que sostenían su peinado cuando Ilamaron a la puerta.
—¿Qué sucede? —preguntó ella.
—El Teniente Wantage la busca, señorita.
—¡A esta hora! —exclamó Sabina, y entonces recordó que aún no eran siquiera las once de la noche.
Se puso de pie y abrió la puerta. Bates, el mayordomo, estaba afuera.
—El teniente parece ansioso de verla, señorita. Le dije que se había retirado, pero insistió en que era muy urgente.
—Bajaré ahora mismo —contestó Sabina y, ciñéndose la bata, bajó corriendo hacia el salón.
Harry esperaba, caminando de un lado a otro. Se volvió al ver entrar a Sabina y, cuando ella vio la expresión de su rostro, lanzó una exclamación de horror.
—¿Qué ha sucedido, Harry?
El caminó hacia ella y le tomo las manos.
—Estoy acabado.
—¿Acabado? ¿Qué quieres decir?
—Lo que acabo de decirte. Me propongo escribirle a papá esta noche, pero pensé que tenía que contártelo.
—¿Qué pasa? ¡Oh, Harry! No me mires así… dime lo que ha ocurrido.
—No puedo…
—¿Cómo que no puedes decírmelo? ¿Por qué no?
Harry se sentó en una silla y ocultó el rostro, apuesto y juvenil, en sus manos. Gimió en voz alta.
—¿Por qué tenía que sucederme a mí?
—Harry —dijo Sabina arrodillándose a su lado—, tienes que decirme ahora mismo qué te sucede.
Harry apartó las manos de su cara.
—Perdí el dinero —dijo con brusquedad.
—¿Lo… perdiste? —Sabina sintió que las palabras se le ahogaban en la garganta—. ¿Cómo pudo sucederte eso? ¡Es imposible! Cuéntame todo, desde el principio.
Harry aspiró una bocanada de aire y ahogó un sollozo antes de contestar:
—Como sabes, hermanita, salí de aquí con el dinero. Admito que iba furioso, no contigo, por supuesto, sino con mi futuro cuñado. Sé que fui un tonto, pero me insultó más allá de lo que un hombre puede soportar. Decidí que me encontraría con mis amigos, que tomaríamos una copa e iríamos al casino. Después de un par de tragos, ellos quisieron ir a ver un espectáculo cerca del muelle. Era bastante soez y vulgar, pero había ahí dos mujeres y empezamos a conversar con ellas. Luego, les pedimos que pasaran la velada con nosotros y nos fuimos juntos a cenar.
Harry ocultó de nuevo el rostro entre las manos antes de continuar:
—No había olvidado el dinero, por supuesto, y no había gastado un penique de él, te lo juro. Tenía cinco chelines antes de venir aquí y se los di a mis amigos. Ellos traían dinero y se ofrecieron a invitarme. Estábamos contentos y no pensé que hubiera nada de malo en ello. Las mujeres no eran del tipo que yo les presentaría a mamá o a ti, pero aparentaban ser decentes e iban bien vestidas, casi elegantes.
—Sigue diciéndome qué pasó —lo apremió Sabina al ver que él hacía una pausa.
—Fuimos a cenar a un lugarcito que ellos conocían… buena comida y no muy caro. Luego propusieron que fuéramos al casino y a todos les pareció bien la idea. Las damas decidieron ir al tocador a arreglarse y nosotros nos quedamos bebiendo vino. Tardaron mucho tiempo… tanto, que, bromeando, dijimos que estaban discutiendo por nosotros. Comprendí que éramos tres hombres, para dos mujeres, por lo que les prometí que, al llegar al casino, yo me esfumaría para dejárselas a ellos. Al decir eso, metí la mano y advertí que el dinero que Arthur me había dado ya no estaba ahí.
—¿Qué dices? —exclamó Sabina.
—Al principio no podía creerlo. Revisé todos mis bolsillos. Hasta me quité la chaqueta para estar seguro… pero había desaparecido, junto con las mujeres.
—¿Me quieres decir que te lo robaron?
—A eso se reduce. Hablarnos tomado un carruaje de alquiler para ir al restaurante. Éramos cinco, así que íbamos bastante apretados. Sabes cómo son esas mujeres… no, no creo que lo sepas, por supuesto. Pero se muestran siempre muy efusivas. Se cuelgan del brazo de los hombres, le rodean a uno el cuello con un brazo. Pudieron quitármelo en cualquier momento, durante el trayecto.
—¡Harry! ¡Harry! ¿Qué puedes hacer ahora?
—No hay nada que pueda hacer —contestó Harry—. No puedes pedirle el dinero a Arthur otra vez. Y de una cosa estoy seguro… jamás te lo daría, de acuerdo con lo que dijo cuando me lo prestó.
—Pero, Harry, debe haber alguna solución. ¿No puedes ir a la policía?
—¿Crees que me harían caso? En primer lugar, es difícil que crean que llevaba tanto dinero encima. Por otra parte, no sabemos siquiera los nombres de las mujeres. Una de ellas era rubia y la otra bastante morena… parecía una gitana. No, no hay nada qué hacer. Iré a ver al capitán esta misma noche para presentarle mi renuncia y entonces escribiré a papá.
—¡Espera! —exclamó Sabina—. ¿Dices que una de las muchachas era una gitana?
—No dije que lo fuera —contestó Harry irritado—. Era morena, llevaba grandes arracadas y tenía la piel dorada. Ya conoces el tipo. Yo prefiero a las rubias.
—Pero ¿cómo se llamaba? —preguntó Sabina—. Piensa, Harry. Debes haber oído su nombre.
—Sí, la otra la llamaba Katisha. Y ella le decía a la rubia Mimí. Ésta era la más agradable de las dos.
—Eso no importa —dijo Sabina con impaciencia—. Si esta Katisha era gitana, creo que podría… sí, creo que yo podría hacer algo.
—¿Qué quieres decir?
—No hay tiempo para explicaciones. Pero no vas a ver al capitán, ni a escribir a papá, hasta que yo sepa que no hay esperanza. ¿Me lo prometes?
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Harry. Por un momento brilló una luz de esperanza en sus ojos, pero después desapareció—. No te preocupes, Sabina. No hay nada que hacer. Soy el mayor tonto que ha caminado por la tierra, como el hombre con quien vas a casarte me lo dijo sin reservas. Bueno, tenía razón. He complicado tanto las cosas que no me queda más remedio que enfrentarme a las consecuencias. Me voy, sólo quería que supieras la verdad.
—Escúchame, Harry —suplicó Sabina—. Se me ha ocurrido una idea. Creo que yo podría hacer que… recuperaras ese dinero.
—¿Cómo? —preguntó Harry.
—No voy a decírtelo —contestó Sabina—. Déjame pensar —se quedó un momento inmóvil, con los dedos en las sienes y entonces, de pronto, dijo—: Harry, tienes que conseguirme un caballo.
—¿Un caballo? —preguntó él, asombrado.
—Sí, creo que encontrarás uno bueno en las caballerizas donde Lady Thetford guarda su carruaje. Habíamos planeado que yo cabalgaría un día de éstos y me regaló un traje de montar, que compró en París, porque dijo que una hija digna de mamá sin duda montaba bien.
—¿Quieres un caballo ahora… a estas horas de la noche? —preguntó Harry desconcertado.
—Sí, y date prisa en traerlo. Pero no lo lleves a la puerta del frente. Espera en el extremo del jardín, donde el muro da hacia el camino inferior… ¿sabes a qué lugar me refiero?
—Sí, creo que sí —dijo Harry—. Pero, hermanita…
—Por favor, Harry, no discutas conmigo ni me preguntes nada. Ve a conseguir un caballo, con una silla de mujer. Te encontraré en el camino en un cuarto de hora.
—Un caballo no puede llevarnos a los dos —protestó Harry.
—Tú no vas a venir conmigo —replicó Sabina—. Tendrás que esperar, Harry, hasta que vuelva. Puedo tardar una hora; tal vez dos o tres; no lo sé. Ve con tus amigos… haz lo que quieras.
—Pero, Sabina, no te puedo dejar partir a esta loca aventura.
—No es tan loca como te imaginas —contestó Sabina—. ¡Oh, Harry! Si puedo lograr que te devuelvan el dinero, ¿me juras que lo llevarás directo al casino?
—¿Crees que soy un tonto? —preguntó Harry—. Por supuesto que lo crees… porque lo soy. Pero nunca soñé que me sucederían cosas así a mí. Supongo que es porque nunca había estado en un lugar como éste.
Se le veía tan joven y tan desconcertado que, instintivamente, Sabina extendió las manos y las apoyó en sus hombros.
—No nos vamos a dejar derrotar por esto, ¿verdad, Harry?
—No sé, hermanita. No creo que suceda un milagro…
—Anda, ve a conseguir ese caballo —ordenó Sabina—, y conserva los dedos cruzados —lo besó y se volvió hacia la puerta—. No digas una palabra de esto a nadie —murmuró en voz baja—. ¡Nadie debe saberlo!
—Por supuesto —exclamó Harry—. En cuanto a ese tipo con el que vas a casarte, sólo Dios sabe lo que pensaría de esto.
—¡Pero, claro que Arthur no debe saberlo! —exclamó Sabina. Se estremeció al pensarlo, pero levantó la barbilla en un gesto patético de desafío—. Creeremos en ese milagro hasta el último momento, Harry. Es una esperanza remota, pero hay… alguien que podría… ¡salvarte!