Capítulo 3
SABINA, de pie en la terraza de su dormitorio, levantó la mirada al cielo. Eran más de las tres de la madrugada y, sin embargo, no se sentía cansada. La excitación y las emociones del día y los sucesos de la velada la hacían sentirse palpitante de vida, como si deseara bailar en vez de irse a dormir.
Jamás esperó que Montecarlo fuera tan maravilloso. No se trataba sólo de la belleza del lugar; de las villas blancas rodeadas por jardines llenos de colorido; de los huertos de naranjos y limoneros, salpicados con todo tipo de vegetación exótica; ni era sólo la música y el rumor de miles de voces bien educadas; ni el casino, con sus muros de seda gris plata; ni los enormes candelabros, las sillas doradas y las mesas verdes. Era mucho más que todo eso.
Era la bienvenida que había recibido en esta encantadora tierra de fantasía, donde toda la nobleza de Europa llegaba a jugar.
Cuando apareció esa noche al lado de Lady Thetford, ataviada con el vestido color turquesa y el cabello arreglado por los hábiles dedos de Marie, se había convertido en un éxito arrollador.
Lady Thetford la había llevado a una fiesta donde todos los hombres, jóvenes y viejos, la halagaron. Las mujeres, damas distinguidas e influyentes, le habían sonreído con bondad y dedicado favorables comentarios.
Sabina sintió que todo aquello, como el vino, se le subía a la cabeza. Había tenido mucho miedo antes de salir de la Villa Mimosa esa noche… miedo de que, aun con aquel espléndido vestido y el cabello hermosamente arreglado, Lady Thetford la considerara indigna de ser esposa de Arthur.
Estaba temblando cuando Marie terminó de vestirla.
—Parece como si te fueras a desmayar, niña —había dicho Lady Thetford al entrar en la habitación.
—Me temo que siempre me veo muy pálida —dijo Sabina con voz titubeante.
—Vamos a remediar eso —sonrió Lady Thetford—. Dame el colorete, Marie, y el polvo que llegó de París la semana pasada. Es tan delicado, que parece seda.
—Pero ¿qué diría papá? —exclamó Sabina—. ¿Y si alguien se lo dijera?
—No podrán decírselo, porque nadie lo sabrá —dijo Lady Thetford riendo—: Deja que Marie te arregle un poco y te aseguro que nadie se dará cuenta de ello.
El maquillaje, en verdad, resultó muy natural, pensó Sabina al mirarse en el espejo poco después. El suave rubor de sus mejillas, el tono rosa de sus labios y la capa invisible de polvo sobre su pequeña nariz la favorecían mucho.
—Ahora te ves preciosa —aprobó Lady Thetford—. Cuando seas vieja como yo, te darás cuenta de que nunca está de más mejorar un poco la obra de la naturaleza.
Sabina se echó a reír antes de decir:
—Gracias por ser tan bondadosa conmigo. Y gracias por el vestido. Espero no cometer ninguna tontería en esta fiesta. Como usted sabe, he tenido poca vida social.
—Pero estuviste una temporada en Londres, ¿no? —preguntó Lady Thetford—. Recuerdo vagamente haber leído que te habían presentado en la corte.
—Sí, estuve viviendo con la hermana de mi madre, en la Plaza Onslow —contestó Sabina. Una sombra pasó por su rostro al decir eso y Lady Thetford, al darse cuenta de ello, no la interrogó más.
—Vámonos ya, niña —dijo, tomando su larga capa de finísima chinchilla.
Marie trajo también un abrigo para Sabina. Era de terciopelo azul pálido, forrado con el más suave paño blanco que era posible imaginar y Sabina había lanzado una exclamación de deleite al ponérselo.
—Es la última moda de París —explicó Lady Thetford.
—¡Qué bondadosa es usted conmigo! —exclamó Sabina casi sin aliento.
Lady Thetford bajó la vista hacia la emocionada carita vuelta hacia ella.
—Yo solía anhelar una hija —contestó—. Y ahora, tal vez, tengo una.
Sabina sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. La tristeza y la soledad que reflejaba la voz de Lady Thetford, la conmovieron. Impulsivamente, extendió las manos hacia ella, pero Lady Thetford ya se había vuelto hacia la puerta. Su teñido cabello refulgía con los brillantes que lo adornaban y los volantes de su falda se arrastraban tras ella mientras descendía la escalera.
Sabina hubiera querido dar las gracias a su anfitriona en una forma aún más elocuente cuando volvieron a casa esa noche, pero era difícil encontrar las palabras que expresaran todo lo que sentía. Lady Thetford, además, sólo parecía estar interesada en hablar sobre lo que había ganado esa noche en la ruleta.
—Sabía que mi sistema tenía que funcionar alguna vez —dijo—. Hacía ya una semana que estaba perdiendo dinero, pero esta noche todo me salió muy bien.
—Fue emocionante ver que los números a los que usted apostaba salían una y otra vez —dijo Sabina.
—¡Muy emocionante! —confirmó Lady Thetford con una leve sonrisa—. No hay nada que se le iguale en el mundo entero; aunque es posible que no me creas ahora. Tendrás que esperar a tener mi edad para comprender que te estoy diciendo la verdad.
Sus ojos brillaban con intensidad al decir eso y Sabina había comprendido, al verla, que su personalidad se transformaba cuando jugaba. Había una febril excitación en ella, una especie de concentración casi fanática que la hacía parecer ajena a todo lo que no fuera el curso seguido por la pequeña bola de la ruleta.
No hubiera querido dejar nunca la mesa de juego. Cuando, con todo el dinero ganado acumulado en grandes montones frente a ella, se había acercado un empleado de librea e inclinado su empolvada cabellera para murmurarle algo al oído, Sabina estaba lo bastante cerca para escuchar que le decía:
—Son las tres en punto, señora.
Por un momento, Lady Thetford no se movió. Permaneció sentada, con la mirada fija en la mesa. Luego, casi sin mover los labios, había exclamado:
—Debe estar equivocado. No puede ser tan tarde.
—Son las tres de la mañana, señora —repitió el hombre terminante.
Con visible esfuerzo, Lady Thetford se levantó. Recogió el dinero casi mecánicamente mirando aún cómo giraba la ruleta. Después, la luz que animaba su rostro se extinguió.
—Debemos irnos a casa, Sabina —dijo.
Habían cruzado los iluminados salones, mientras Lady Thetford sonreía a las mujeres que le daban las buenas noches y a los hombres que se inclinaban con gran cortesía a su paso. Entonces, cuando llegaron al carruaje, empezó a hablar de cómo había jugado esa noche su cara se animó de nuevo.
—Estaba segura de que mi sistema era infalible. Gané más de dos mil libras esta noche.
—¿Tanto? —preguntó Sabina asombrada.
—Todavía no me repongo de lo que he perdido en un mes —contestó Lady Thetford—. Había, empezado a pensar… pero no, el sistema debe ser el correcto y mañana ganaré otra vez.
—¿Juega usted todas las noches?
—Por supuesto. ¿Por qué otra razón va a estar una en Montecarlo? —exclamó Lady Thetford con impaciencia.
Sabina se quedó callada por un momento. Entonces, debido a que todavía sentía curiosidad, se había atrevido a preguntar:
—¿Siempre se retira a las tres de la mañana?
Lady Thetford lanzó un leve suspiro.
—Siempre. Les ordeno qué me avisen cuando llega esa hora. Pero esta noche me fue difícil retirarme. Si hubiera jugado una hora más, habría duplicado mis ganancias… pero hice esa promesa.
Hubo un prolongado silencio y luego, cuando Sabina pensó que se había olvidado de su presencia, Lady Thetford concluyó diciendo:
—Se la hice a alguien a quien yo le importaba y que supo siempre lo que era mejor para mí… alguien a quien amé mucho.
No hubo tiempo de decir más antes de llegar a la villa. Los caballos se detuvieron y los sirvientes, que, para sorpresa de Sabina, estaban esperando todavía despiertos, bajaron corriendo los escalones para abrir la puerta del carruaje.
—Nos vamos directo a la cama, Bates —dijo Lady Thetford al mayordomo.
—Muy bien, milady. ¿No necesitará nada?
—Nada, excepto dormir.
Lady Thetford se inclinó a besar a Sabina cuando ésta llegó a su dormitorio y luego continuó con lentitud por el pasillo, hacia su propia habitación, con aquella gracia que daba a cada movimiento, a cada gesto, una elegancia indescriptible.
Sabina entró en su alcoba. Había velas encendidas en el tocador y junto a su cama. Sabía que Lady Thetford no había querido hacer instalar las luces de gas en las mejores habitaciones de la casa, porque consideraba que no favorecían el aspecto de una mujer.
Sin embargo, la luz de las velas era insignificante en comparación con la plateada luz de la luna que entraba por la ventana. Sabina había hecho a un lado las cortinas y salió a la terraza. ¡Qué hermoso le parecía ahora el jardín, con sus sombras misteriosas y las altas palmeras que se recortaban contra el cielo! Podía ver, en la ladera de la colina, las luces del casino y, más allá, en el mar, las luces verdes y rojas de un barco que estaba entrando en la bahía.
Todo era muy hermoso y, al mismo tiempo, misterioso. Un mundo que no conocía ella todavía, muy diferente del tranquilo mundo rutinario de su pueblo y de su hogar. Sintió, también, que estaba a punto de descubrir algo todavía más maravilloso. Percibía aquella emoción en el aire, en los rápidos latidos de su corazón, en todo lo que la rodeaba.
Una dulce y excitante fragancia surgía del jardín, de las flores, de los naranjos.
Mientras permanecía de pie ahí, percibió una extraña melodía que parecía venir de las sombras bajo los árboles. Era muy suave, casi inaudible.
Pero, un momento después, se introdujo implacable en sus pensamientos.
Continuaba, insidiosa, y Sabina se dio cuenta de pronto de que conocía la melodía. La había oído antes: era música zíngara. Se inclinó por encima de la terraza, mirando hacia las sombras del jardín. La música se acercó más hasta que, de pronto, el rey de los gitanos apareció bajo la luz de la luna, la blanca camisa resplandeciente en la oscuridad y el violín bajo la barbilla.
La melodía llegó a su fin con un repentino crescendo de notas palpitantes y entonces él bajó el arco del violín y echó la cabeza hacia atrás para ver a Sabina.
—Buenas noches, señorita.
Su voz era suave, apenas un murmullo, pero ella pudo escuchar sus palabras con claridad.
—¿Cómo supo que estaba aquí?
Fue la primera pregunta que acudió a su mente y vio que él sonreía.
—Usted me lo dijo.
—¡Oh! Pero… —empezó a protestar, pero él se llevó un dedo a los labios.
—Baje —dijo—. Quiero verla.
—¿Cómo puedo hacerlo? Todos se han ido a la cama. Además…
—Tengo algo que darle —insistió él.
—¿Algo que darme? —preguntó Sabina.
El introdujo la mano en el bolsillo y extendió algo que ella pudo ver resplandecer a la luz de la luna.
—¡Mi prendedor!
La exclamación era de franca alegría y Sabina sintió un gran alivio, no sólo por recuperar aquella joya que tanto amaba su madre, sino por saber que él no la había robado, después de todo. Sintió el profundo y absurdo deseo de disculparse ante él.
Mirando a su alrededor, recordó que en el extremo más lejano del balcón había una pequeña escalera de madera, bastante empinada, que conducía al jardín. La había visto esa mañana cuando desayunaba en la terraza y se dio cuenta, también, de que nadie dormía en las habitaciones que había bajo las suya, ni en las contiguas a su alcoba.
A toda prisa corrió hacia la escalera y empezó a bajar con lentitud, asiéndose con firmeza de los barrotes. Estaba oscuro porque, debido a los árboles, la luz de la luna no llegaba a ese lado de la casa y cuando su pie tocó el último escalón sintió que él extendía la mano para guiarla.
—Tenga cuidado —lo escuchó decir, mientras la conducía hacia una puerta que se abría a un seto de fucsias en flor, hacia una parte del jardín donde ella no había estado antes. Un angosto sendero corría entre los arbustos y flores y daba a una pérgola de madreselvas y rosas, adosada a un muro cubierto de capullos.
Sabina no dijo una palabra hasta que llegaron a la pérgola. A sus pies, vio un pequeño estanque de lirios acuáticos, en el centro del cual, una fuente, arrojaba un pequeño surtidor. El se detuvo y extendió la palma abierta, ofreciéndole el broche.
—¿En dónde lo encontró? —pregunto Sabina.
—Se le debe haber caído cuando bajó del carruaje —contestó él—. Uno de mis hombres lo encontró esta mañana a la orilla del camino.
—¿Y usted comprendió que era mío?
—Estaba seguro de ello.
—¡Me alegra tanto haberlo recuperado! —dijo Sabina tomando el prendedor.
—¿Cuándo se dio cuenta de que lo había perdido? —preguntó él.
—Anoche —contestó Sabina—. Ya me había acostado, pero de pronto recordé que no me lo había quitado al desvestirme.
—¿Y qué pensó? —preguntó él.
Sabina sintió que el rubor subía a su rostro.
—¿Qué quiere decir?
—¿Se imaginó que los gitanos se lo habían robado?
La luz de la luna reveló la turbación que ella sentía. Sabina parpadeó y bajó los ojos.
—Eso supuse —dijo el gitano sin inmutarse—. Por eso lo traje yo mismo. Pero había otra razón, también.
—¿Cuál?
—Quería verla de nuevo. Quería asegurarme de que era tan hermosa como la recordaba.
Ella se quedó de pie, sosteniendo en la mano la pequeña estrella de brillantes; avergonzada del rubor que la había traicionado y, además, de la secreta alegría que sentía al volver a ver al rey de los gitanos y saber que él continuaba considerándola hermosa.
—¿Y ahora… está… desilusionado? —preguntó en un murmullo, sin poderlo evitar.
—¡Míreme!
La imperiosa voz era la de alguien acostumbrado a dar órdenes. Instintivamente, ella lo obedeció. Lo miró a la cara. Había olvidado que era tan alto, tan apuesto. La luz de la luna bañaba los rostros de ambos y ella pudo ver de nuevo en sus ojos la misma llama de admiración de antes.
—¿No sabe —preguntó él en voz baja—, que es usted la persona más encantadora que he visto en mi vida? La otra noche, después que se marchó, pensé que no podía ser real, que era, como creí un segundo, una ninfa o un espíritu que visitaba este mundo mortal y luego desaparecía rumbo a un cielo secreto adonde yo no podía seguirla. Pero ahora veo que estaba equivocado. Es usted real… y mucho más hermosa a causa de ello.
—No debía decirme esas cosas —dijo Sabina a toda prisa—. Creo que tal vez no esté tan mal que lo haga, porque lo dice en francés; pero, aun así, no debo escucharlo.
—¿Quiere que se las diga, entonces, en su propio idioma? —preguntó el gitano en inglés.
Sabina lanzó una pequeña exclamación de asombro.
—¡Habla usted inglés!
—Un poco. No tan bien como usted habla el francés.
—No es verdad. Usted habla inglés a la perfección.
—Gracias. Ahora es usted quien me está diciendo cumplidos.
Sabina se echó a reír.
—Tal vez eso mejora las cosas. Pero no le he dado todavía las gracias por traerme mi broche.
—Ya le he dicho que me alegró disponer de esa excusa, aunque no la necesitaba, en realidad. Habría venido a verla de cualquier modo.
Sabina miró a toda prisa por encima de sus hombros. Oculta entre los árboles y el seto de fucsias, la villa estaba casi fuera de la vista. El rey de los gitanos la observó.
—¿La avergüenza que la vean hablando conmigo?
—¡No, claro que no! —protestó Sabina indignada—. No me avergüenza; ¿cómo sería eso posible? Es sólo que mi anfitriona consideraría extraño, y tal vez erróneo de mi parte, verme salir al jardín de noche. Usted sabe tan bien como yo que si me vieran hablando con un hombre… con cualquier hombre, pensarían mal…
—¿Usted hace siempre lo que es correcto?
La sonrisa de Sabina reveló sus hermosos hoyuelos.
—Me temo que no. Algunas veces, papá se enfada mucho conmigo. Como la ocasión en que mi hermana Harriet y yo fuimos al circo que había llegado a un pueblo cercano. Alguien nos vio y se lo dijo a papá. El se enfadó mucho, sobre todo porque hubiéramos ido sin pedirle permiso.
El rey de los gitanos sonrió.
—En el circo, ¿vio gitanos?
—¡Oh, sí! Había algunos. Y he visto a muchos en mi pueblo… pero no son como ustedes.
—¿Por qué son diferentes?
—Los gitanos ingleses son harapientos, pobres y… sucios. Pero, por favor, no piense siquiera que los estoy comparando con ustedes. ¡Ustedes son tan diferentes!
—Así que, una vez más, me está haciendo cumplidos. Es encantador de su parte, porque estoy seguro de que si le dijera a la gente de aquí que los gitanos la habían ayudado la otra noche, dirían cosas muy desagradables de mi raza.
Sabina pareció turbada.
—Casi todos son ingleses, de modo que los juzgarían recordando a los gitanos de nuestro país.
—No tardará en descubrir que los franceses tampoco sienten mucho afecto por los bohemios, como nos llaman. En Hungría es diferente. Nos aceptan. Los gitanos tienen un lugar especial en mi país. Pueden, si lo desean, seguir la profesión que anhelen y elevarse al nivel que quieran.
—Y su música es muy hermosa, según me dicen. Pero ¡qué tonta soy… claro que yo misma lo sé! Oí a su gente tocando anoche… y ahora, lo he escuchado a usted.
—Gracias de nuevo —dijo él—. Si supiera lo que significa para mí oír a alguien decir cosas tan bondadosas, en lugar de los insultos que nos dedican y las cosas horribles que nos atribuyen.
—Tal vez se debe a que la gente les tiene miedo —sugirió Sabina.
—¿Miedo? —preguntó él.
—Sí. Ustedes parecen libres y felices. Van adonde quieren, sin verse abrumados por posesiones y restricciones. Además, les atribuyen poderes mágicos.
El sonrió.
—¿Quiere que le lea la suerte?
—No —repuso Sabina a toda prisa—. No quiero saber nada del futuro. El presente es… tan maravilloso.
—¿Está disfrutando Montecarlo?
—¡En efecto! No sabe lo emocionante que ha sido todo hoy.
—Parece usted muy feliz —dijo él con suavidad.
—Sí, soy feliz. ¿Quién no lo sería en este hermoso lugar? Y esta noche, todos fueron muy bondadosos conmigo. Me olvidé de ser tímida, de preocuparme por hacer cosas indebidas —lanzó un pequeño suspiro—. Supongo que mi vestido tuvo que ver mucho con eso, a decir verdad.
—¿Su vestido?
—Sí —asintió Sabina—. ¿Sabe? Yo nunca había tenido antes un vestido tan maravilloso. Tal vez usted no lo comprenda, pero sé que no es a mí a quien la gente admira, sino a… mi vestido.
—No, no me parece entenderlo. ¿Podría explicármelo?
Sabina hizo un pequeño gesto con las manos.
—No debo hablar de mí misma. No puede ser interesante para usted.
—Por el contrario, me interesa muchísimo. Debe explicármelo, o la curiosidad me consumirá.
—En ese caso, le contaré algo. Cuando fui a Londres me hospedé con mi tía. Ella me presentó en la corte y me llevó a varios bailes. Pensé que todo iba a ser maravilloso, como lo fue esta noche, pero… me equivoqué.
Sabina suspiró… era un sonido muy triste, casi patético.
—Mamá se había preocupado mucho por mi ropa. No podíamos gastar mucho dinero, pero la costurera del pueblo pasó tres semanas haciéndome vestidos que creímos muy elegantes cuando me los probé en casa. Sin embargo cuando llegué a Londres, me di cuenta de que eran anticuados y pobres. Las muchachas se rieron de mí entre ellas y, los hombres… no me invitaron a bailar.
Sabina no se percataba del dolor que reflejaba su voz, ni de lo reveladoras que eran sus palabras, pues dejaban al descubierto el recuerdo de las humillaciones sufridas.
Se acordó del momento en que salió en la diligencia para Londres y de que su madre la había llamado aparte para decirle:
—Trata de divertirte, mi querida Sabina. Sé que tía Edith es anticuada y de carácter difícil en ocasiones, pero es muy bondadosa al ofrecerte su casa para esta temporada y estar dispuesta a presentarte en la corte. Quisiera poder hacerlo yo misma, pero no tenemos suficiente dinero. Significa mucho para ti tener esta oportunidad ahora… antes que tus hermanas crezcan.
Ambas se habían mirado a los ojos y Sabina comprendió muy bien la situación. Tenía cuatro hermanas más que, en su momento, desearían ropa y tener la oportunidad de ir a Londres. Cinco chicas que debían conseguir marido… y ésta era la gran oportunidad de la primera de ellas.
Si algún hombre se hubiera enamorado de ella, había pensado Sabina en aquella ocasión, eso habría aliviado su sensación de fracaso, de ser una criatura extraña que no tenía acogida en el mundo elegante.
Estaba tan sumergida en sus pensamientos, que la voz del gitano la sorprendió.
—¿Qué edad tenía usted entonces? —preguntó.
—¿Cuando fui a Londres? —preguntó Sabina—. Diecisiete años.
—¿Ha visto alguna vez un potrillo? —preguntó él.
A ella le sorprendió la pregunta, pero contestó:
—Sí, por supuesto. Un potrillo acababa de nacer poco antes que yo saliera de casa… un lindo animalito con una estrella en la frente.
—Cuando los potrillos empiezan a crecer —dijo el gitano—, ¿no ha notado cómo pasan por una etapa en la que tienen las patas largas y temblorosas y una cabeza demasiado pequeña para su cuerpo? En esa época se muestran torpes, tímidos, miedosos… y se echan a correr cuando alguien se les acerca, ¿no es cierto?
—Sí, desde luego; he notado eso —contestó Sabina desconcertada.
—Y entonces, de pronto —continuó él—, casi de la noche a la mañana, el potrillo crece un poco más y se vuelve perfectamente proporcionado y muy hermoso.
—¡Ah, ahora comprendo! —exclamó Sabina—. Me está tratando de decir que, cuando fui a Londres, yo era torpe como un potrillo. Y sin embargo, no me parece haber cambiado mucho en estos últimos tres años.
—Pero lo ha hecho. Se ha vuelto más madura, más hermosa y, tal vez, un poco más sabia.
—Creo que se está riendo de mí —dijo Sabina—. No sé por qué le he contado esto. Nunca se lo había dicho a nadie.
—¿Ni siquiera al hombre con quien va a casarse? —preguntó el gitano.
—¿Cómo podría decir a Lord Thetford una cosa así? —preguntó Sabina a su vez—. El no comprendería. Pero usted ve cómo han cambiado las cosas para mí. ¿No es maravilloso? Ahora estoy comprometida para casarme, me han invitado a visitar Montecarlo, y, como tengo elegantes vestidos… la gente se muestra muy agradable conmigo.
—Y todo eso, gracias a Lord Thetford —observó el gitano.
Sabina asintió con la cabeza. Entonces, de pronto, como si hubiera comprendido lo que Arthur diría si pudiera verla en ese momento, dijo a toda prisa:
—Tengo que irme… de verdad. No sé cómo he podido quedarme conversando aquí tanto tiempo. Usted ha sido muy bondadoso al traerme mi prendedor. Gracias, muchísimas gracias… y buenas noches.
Extendió la mano y el gitano la tomó en la suya.
—Ha sido una gran dicha que haya querido hablar conmigo —dijo él—, y que no haya pensado, como tantas otras personas, que todos los gitanos somos pillos y ladrones.
Ella se estremeció al escucharlo. Eso era exactamente lo que los amigos de Lady Thetford habían dicho.
—Por favor, olvide esas cosas —suplicó—. Estoy segura de que nadie, después de conocerlo, desconfiaría de usted siquiera por un momento.
El se llevó la mano de ella a los labios.
—Gracias —dijo con suavidad—. ¿Puedo venir a verla otra vez?
—No, por supuesto que no —contestó Sabina—. Arthur… quiero decir, Lord Thetford, llegará mañana. Se escandalizaría muchísimo si supiera que había salido así, de noche, o que había hablado con usted en la forma en que lo he hecho.
—No tenga miedo. No se lo diré a nadie.
—Desde luego. Sé que soy una tonta. Se trata sólo de que ha sido tan agradable tener a alguien con quien hablar… alguien que parece entender.
—¿Aunque soy sólo un gitano?
—Tal vez por serlo, me ha comprendido. Ya le he dicho que la gente piensa que ustedes tienen poderes mágicos.
—Si los tengo, voy a usarlos ahora —dijo el gitano—. Y voy a decirle que un día encontrará usted la felicidad verdadera; no del tipo que proviene de tener un vestido bonito, de lograr éxito en una fiesta, ni siquiera de estar comprometida con un lord inglés. Encontrará, en cambio, la felicidad que encierra el amar y ser amada.
Su voz era muy suave y, sin embargo, tenía una resonancia que hacía que todo el cuerpo de Sabina vibrara al escucharlo.
—Tenemos una canción gitana que habla de amor —continuó él—. Trataré de traducirle su significado al inglés: «El amor es como un mar turbulento y uno debe rendirse a su fuerza y majestad. Tal vez lo devore, pero jamás podrá comprenderlo».
Sabina retiró su mano de la de él.
—Creo que me daría miedo esa clase de amor —dijo disponiéndose a marcharse.
—Espere un momento —suplicó el gitano—. Quiero recordarla como la veo ahora. En realidad, no podré olvidarla jamás. ¡Oh, cielos! Tantos hombres le dirán que la aman… porque usted tiene en su interior ese algo inefable que sacude el corazón de un hombre y lo hace desear alcanzarla…
—No debo escucharlo —murmuró Sabina, pero no se movió.
—Los poetas siempre hablan de una muchacha inglesa como de una rosa —dijo el gitano—. Pero usted no es una rosa… es una estrella, como la que acabo de devolverle. Parpadea en lo alto del cielo, siempre inaccesible. Una estrella que está fuera del alcance de un gitano, Sabina.
—¿Por qué se avergüenza de ser gitano? —preguntó Sabina—. Debe sentirse orgulloso de su pueblo, que es honrado, valeroso y lleno de bondad cuando alguien está en problemas. Además, usted es un rey.
—¿De qué sirve ser rey si lo que más se desea está fuera del alcance de uno? —preguntó el gitano.
—¿Cómo puedo contestarle? Además, no habla en serio al decir eso. Usted hace que las cosas suenen románticas y emocionantes, lo mismo si las dice en francés que en inglés. Pero, tal vez se deba a que es de noche y a que éste es un lugar muy romántico.
El gitano se echó a reír con suavidad.
—¿Está tratando de exonerar a su conciencia, pequeña Sabina? Todo cuanto le digo es en serio. Pero no la importunaré más esta noche.
Una vez más, tomó la mano de ella en la suya, pero esta vez la volvió hacia arriba y sus labios buscaron la palma. Sabina sintió aquel beso… cálido, duro y apasionado contra la suavidad de su piel. Se estremeció y una repentina emoción recorrió todo su ser. Contuvo la respiración, como si aquel momento hubiera quedado fijo para toda la eternidad.
Sabina, llena de repentino pánico, se alejó de él. Atravesó corriendo el jardín, cruzó el seto y subió la escalera de madera hacia la terraza. Sin volver la vista atrás, entró en su dormitorio, cerró las cortinas para aislar la luz de la luna y se quedó de pie escuchando, las dos manos sobre el corazón, que palpitaba con tanta fuerza como si quisiera hacer estallar el talle de su vestido.
¡Desde la distancia, tan débil como un suspiro en el viento, llegó el sonido de un violín!
* * *
Sabina despertó con una sensación de intensa felicidad y, cuando evocó todo lo sucedido la noche anterior, le pareció un hermoso sueño. Luego, poco a poco, al recordar su larga conversación con el apuesto gitano, se convenció de que había vivido en aquel momento.
Por ser él quien era, por ser tan comprensivo, y porque nunca, en ningún momento, podía significar nada serio en la vida de ella, se había atrevido a hablarle como jamás lo habría hecho con un hombre de su condición.
¡Hubiera sido imposible hablar de ese modo con Arthur, el hombre con quien estaba comprometida en matrimonio! Recordó, con cierta opresión en el corazón, que él llegaría hoy. Debía estar, pensó, muy emocionada ante la idea de verlo. A su pesar, tenía miedo: Arthur siempre la hacía sentir torpe e insignificante. Sin embargo, le había hecho el supremo honor de pedirle que fuera su esposa. Debía alegrarse al pensar que pronto dejaría de ser una solterona indeseada, para convertirse en una mujer casada. Y Arthur había cambiado todo para ella… ¡debía estarle muy agradecida!
Recordó la primera vez que lo vio; aquella noche en que el Squire envió una nota a la vicaría para decir que una de sus invitadas se había enfermado y pedir a Lady Evelyn que enviara a una de sus hijas en su lugar.
—Sir George es muy bondadoso al pensar en nosotras —había dicho Lady Evelyn al leer la nota, pero Sabina comprendió, por la expresión de sus labios apretados, que no estaba sintiendo lo que decía.
—¡Bondadoso! —rugió Harriet, que siempre decía lo que pensaba—. Nunca nos invitan, salvo cuando falta una persona en el último momento. Creo que lo que sucede es que Laura y Dorothy son tan feas, que temen que nos acerquemos nosotras a uno de sus preciosos invitados…
—¡Harriet! ¡Harriet! ¿Qué diría tu papá si te oyera? —había protestado Lady Evelyn.
A pesar del enfado de su madre, Harriet siguió diciendo todo lo que pensaba de la familia Bartram, pero Lady Evelyn puso fin a la discusión diciendo:
—Basta ya, Harriet. De cualquier manera, no te voy a enviar a ti a su casa. Sabina aceptará la invitación.
—¡Oh, no, mamá! —protestó Sabina—. Sabes lo mal que me siento con Laura y Dorothy. Nunca encuentro qué decirles y su actitud hacia nosotras es siempre de menosprecio.
—Deja que yo vaya, mamá —suplicó Harriet—. Les demostraré que nada de lo que hagan a digan me asusta a mí.
—Claro que no, Harriet. Tú no has sido presentada todavía. El año próximo será diferente. Tu hermana irá. Por fortuna tu vestido blanco está limpio, Sabina, y podemos añadirle una banda azul para que se vea más alegre.
Lady Evelyn no hizo caso a las protestas de Sabina y ella, llena de temor por tener que pasar una velada con los Bartram, pronto se encontró dentro de un carruaje alquilado en el pueblo. Esperaba sentirse como pez fuera del agua entre la gente elegante y presuntuosa que casi siempre visitaba a los Bartram, pero tuvo la agradable sorpresa de verse sentada, durante la cena, junto a un joven que insistió en hablar, en forma un tanto pomposa, sobre libros y la situación política de Europa.
Sabina no comprendió ni la mitad de lo que decía, pero lo escuchó con gran atención y se sintió satisfecha cuando, después de la cena, él buscó su compañía. La velada transcurrió agradablemente y cuando se despidió de Lady Bartram, ésta le pidió que fuera al día siguiente a jugar croquet, a fin de que las parejas estuvieran completas.
A Lady Evelyn no le había parecido bien que Lady Bartram no mandara una invitación escrita para el día siguiente, pero esta vez Sabina fue de buena gana a cumplir el compromiso. Aunque no jugaba muy bien el croquet, pues era un juego que detestaba, se sintió muy a gusto con el joven que había sido su compañero durante la cena, y él acudió a su lado en cuanto la vio aparecer.
Fue entonces cuando supo que se trataba de Lord Thetford y, antes de separarse, él le dijo:
—Creo que su madre conoce a varios miembros de mi familia. Me gustaría ofrecerle mis respetos a ella y al padre de usted. ¿Cree que estarán en la vicaría si los visito mañana en la tarde?
—Estoy segura de que mis padres se sentirán muy complacidos de verlo —había contestado Sabina y no le sorprendió que Lady Evelyn se mostrara feliz con el anuncio de la visita.
Después no le había dado importancia alguna al hecho de que Lord Thetford, que pasaba una semana con los Bartram, fuera a visitar la vicaría todos los días. Lo llevó a conocer los jardines y le mostró la caballeriza, pero notó que a él no le impresionaba ninguna de las dos cosas. Sus visitas eran más agradables cuando se sentaba en la terraza contigua a la sala y hablaba con la familia sobre sí mismo y su vida en la corte.
Cuando Arthur Thetford se le declaró, al concluir la semana, Sabina se quedó estupefacta.
—He obtenido permiso de tu padre —había dicho él—, para tratarte un asunto muy delicado. Quiero, Sabina, que seas mi esposa. Eres la única persona que he conocido, que considero digna de compartir la posición que ocupo en la corte.
—¿Hablaste ya con papá? —preguntó Sabina asombrada.
—Tu padre me ha dado autorización para hablar contigo.
Poco tiempo después, sin salir aún de su asombro, Sabina se dio cuenta de que lo había aceptado. No estaba segura de haberlo hecho saber así con claridad; pero Arthur había supuesto que sólo podía haber una respuesta por parte de ella a la oferta de su mano y de su corazón.
—Mi amor, todo ha sido como yo esperaba —había exclamado Lady Evelyn—. ¡Imagínate lo maravilloso que será todo! Lord Thetford es caballero de la guardia del Príncipe de Gales, lo que significa que te moverás en los círculos de la corte. Y, piensa, queridita, lo que podrás hacer por tus hermanas cuando lleguen a la edad de ser presentadas.
Harriet lo había expresado con mayor claridad.
—Iré a hospedarme contigo, Sabina. Y me organizarás un baile, ¿verdad? Y el Príncipe y la Princesa de Gales asistirán sin duda, ¿no crees? Me divertiré una enormidad en Londres, porque no me llevarán a esas fiestas aburridas a las que te llevó la tía Edith. Lord Thetford es rico y muy importante. ¡Oh, Sabina, qué suerte tienes!
Por supuesto que era una chica afortunada, se dijo Sabina a sí misma. La chica más afortunada del mundo entero. Era una suerte tener una posición en la que podría hacer tanto por Harriet, Melloney, Angelina y Claire; una suerte ir a Londres para conocer al Príncipe y a la Princesa de Galés, y tal vez a la reina; una gran suerte haber ido a Montecarlo, y estar acostada ahí, en esa habitación dorada, sabiendo que en unas horas más vería a… Arthur.