Capítulo 7

LA Princesa de Gales era aún más hermosa de lo que Sabina había imaginado. Las innumerables descripciones de ella que llenaban los periódicos no hacían justicia, en modo alguno, a su belleza y su gracia. Sus movimientos eran tan exquisitos que hacían que toda mujer cercana a ella se viera torpe y su sonrisa encantaba y deleitaba a cuantos tenían la suerte de conocerla.

Sonrió ahora a Sabina, cuando ésta se incorporaba después de hacerle una profunda reverencia.

—Así que ésta es su prometida, Lord Thetford —dijo en su atractivo inglés con ligero acento—. Es usted muy afortunado. Veo que no necesita nuestros buenos deseos por su felicidad.

—Gracias, señora —contestó Arthur.

—Al mismo tiempo, el príncipe y yo estamos muy enfadados con usted —continuó la princesa.

—¿Enfadados, señora? —preguntó Arthur con visible consternación.

—Claro que sí. No nos había dicho que su madre estaba viviendo aquí, en Montecarlo, pero esta noche, durante la cena, nuestro anfitrión, el Príncipe Carlos, nos hizo saber que, no sólo vive aquí, sino que tiene el más hermoso jardín en toda la costa. ¿Por qué lo tenía usted en secreto?

—No es un secreto, señora —dijo Arthur, tartamudeante—. No pensé que fuera de interés para Sus Altezas Reales.

—Por supuesto que estamos interesados —replicó la princesa—. La reina habla con muchísima frecuencia de la madre de usted y de cuánto la echa de menos. El príncipe y yo debemos encontrar tiempo para ver el jardín y la villa donde vive, a fin de hablarle de ello a Su Majestad cuando volvamos a casa.

—Mi madre se sentiría muy honrada, señora.

—Debe arreglarlo en nuestro nombre, Lord Thetford —ordenó la princesa y luego se volvió hacia Sabina y agregó—. Dígame, señorita Wantage, ¿cuándo piensan casarse?

—En junio, señora.

—Entonces espero que tendrá la bondad de invitarnos al príncipe y a mí a la boda —dijo la princesa en forma graciosa.

Sabina respondió tartamudeante que sería un honor, dio las gracias y volvió a hacer una nueva reverencia, mientras la princesa se volvía para saludar a otra persona. Arthur tomó del brazo a su prometida y ambos se alejaron a través de la multitud de bailarines, para salir del salón hacia el descanso de la escalera que llevaba al jardín.

—Sus Altezas Reales son bondadosos en exceso —dijo Arthur—. ¿Bajamos al jardín un rato? Hace tanto calor aquí…

Sabina no hubiera querido volver hacia donde estaban las flores y las linternas chinas, por si el rey de los gitanos aguardaba ahí, pero no encontró ninguna excusa para oponerse a los deseos de Arthur, por lo que lo siguió escalera abajo, para cruzar el patio y volver al jardín sombrío y perfumado.

Arthur la condujo a la banca más cercana, cubierta con suaves cojines.

—Te portaste muy bien —dijo en un tono de aprobación, y Sabina comprendió que estaba muy complacido, tanto consigo mismo como con la bondad de la princesa.

—¿De veras crees que vendrán a nuestra boda? —preguntó Sabina.

—Siempre había esperado que, como miembro de la casa real que soy, nos honrarían con su presencia —contestó Arthur—, pero uno nunca puede estar seguro, hasta que Sus Altezas Reales sugieran que quieren ser invitados.

—Creo que… eso va aterrorizarme —murmuró Sabina.

—No hay necesidad de que te pongas nerviosa —dijo Arthur en tono tranquilizador.

—Es que eso hará de nuestro matrimonio un evento importante —protestó Sabina—. Me siento asustada hasta de pensarlo.

—Yo, en lo personal, estoy encantado —observó Arthur.

Hubo un momento de silencio y luego él continuó diciendo:

—Siento que las cosas no hayan sido muy agradables para ti en estos últimos días, Sabina.

Sabina iba a protestar, pero al ver el rostro de Arthur a la luz de una linterna, comprendió, con gran asombro, que parecía turbado. Entonces se dio cuenta de que estaba tratando de disculparse con ella.

—No deseaba que te vieras involucrada en las peleas entre mi madre y yo —continuó—. Pero tal vez es mejor que sepas cuál es nuestra relación.

—Tu madre ha sido muy bondadosa conmigo —comentó Sabina.

—Sí, por supuesto. Era de esperarse. Después de todo, ella insistió en que vinieras aquí. Pero no tendrás por qué volver a verla, una vez que nos hayamos casado.

—Pero yo quiero verla —protestó Sabina—. Ha sido tan buena, tan dulce… tan generosa.

Los labios de Arthur se cerraron con fuerza por un momento.

—Creo que no entiendes —dijo—. Es imposible que mi madre y yo tengamos la relación normal entre madre e hijo.

—Pero ¿por qué? —preguntó Sabina—. Ya todo pasó.

—¡Nunca la perdonaré por lo que hizo… nunca! —exclamó Arthur con amargura.

—Pero a ti no te afectó en nada. La gente no se enteró de lo sucedido. Ya has visto, esta noche, lo amable que fue con ella su Alteza Real.

—Eso ha sido un alivio, en verdad —reconoció Arthur—. Pero ¿te imaginas cómo fueron para mí todos estos años? Siempre pensando en lo que la gente podía estar diciendo; pensando en que murmuraban a mi espalda y que mi carrera en la corte podría terminar en cualquier momento porque mi madre se estaba exhibiendo con un hombre que estaba casado, sí… casado con otra mujer.

Había tanta pasión y tanta ira en su voz que Sabina sintió miedo de hablar. Luego, con un valor que ignoraba que poseía, dijo con voz gentil:

—Ella era feliz. Sin duda alguna eso debe contar un poco.

—¿Feliz? —rugió Arthur—. ¿Cómo puede alguien ser feliz cuando hace algo equivocado y perverso? ¿Cuando estaba creando un escándalo que podía afectar a sus seres más cercanos y queridos… en este caso… a mí?

—Pero no te afectó en realidad —protestó Sabina.

—Eso fue más por buena suerte, que por buen juicio de ella.

—Y ahora el hombre ha muerto. Nadie necesita enterarse nunca de lo sucedido. ¿No puedes perdonarla y olvidar?

—Me temo que me es imposible hacer ni una cosa ni la otra —dijo Arthur—. Por mi parte, no quisiera volver a verla jamás. Sólo porque ella forzó las cosas me vi obligado a dejarte venir y a que permanecieras con ella.

Distraídamente, sin pedir permiso a Sabina, como si sus sentimientos lo hicieran olvidar los buenos modales, Arthur tomó un cigarrillo y lo encendió. Sabina, que lo miraba de perfil, advirtió que estaba temblando de furia.

Ella sintió que aquella emoción era demasiado grande para que ella pudiera combatirla, o comprenderla siquiera. Sólo sabía que le causaba miedo y dolor el odio que revelaba la voz de Arthur y la forma en que se endurecían sus ojos cuando hablaba de su madre. Y, sin embargo, una inexplicable perversidad la hizo continuar la discusión, aunque comprendía que lo mejor sería estar de acuerdo con él, o guardar silencio.

—Arthur —preguntó después de un momento—. ¿Por qué vas a casarte conmigo?

El se volvió a mirarla, poniendo la mano en el respaldo de la banca, alrededor de los hombros de ella, y una débil sonrisa curvó por primera vez su boca.

—Porque te amo, Sabina. ¿Acaso no lo sabes?

—Me lo dijiste cuando me pediste que fuera tu esposa —contestó Sabina—. Pero si, en verdad me amas como dices, ¿no puedes comprender lo que tu madre sentía por el hombre con quien no se podía casar?

El, apartando el brazo, se sentó muy erguido.

—Escucha, Sabina —dijo enfadado—. No sé qué historias te ha estado contando mi madre. Por mi parte, siempre he evitado los desagradables detalles de una intriga que estuvo a punto de arruinarme la vida. Pero te aseguro que un amor como ése, si quieres llamarlo así, no tiene nada en común con el afecto que siento por ti. Debo suplicarte, de una vez por todas, que jamás vuelvas a mencionar ese sórdido asunto. De cualquier modo, eso no nos incumbe. Una vez que nos casemos, bajo ninguna circunstancia la invitaré a mi casa, ni aceptaré jamás pisar la suya.

—No logro comprenderte —murmuró Sabina.

—Entonces no trates de hacerlo en lo que a esto se refiere —replicó Arthur con brusquedad—. Hablemos de algo más agradable. Te veo muy bonita esta noche, Sabina.

—¿Te gusta mi vestido?

—Es encantador. El disfraz de Perséfone te sienta bien. Debo decirte que creí que iba a aburrirme en esta fiesta de disfraces, pero, en realidad, lo he pasado bien.

—¿Te gusta estar conmigo? —preguntó Sabina.

—¡Querida niña, qué pregunta tan extraña! —sonrió Arthur—. ¿Te hubiera pedido que te casaras conmigo si no quisiera estar a tu lado? A decir verdad, me enamoré de ti desde la primera vez que te vi. Eras tan diferente a las otras jóvenes de esa horrible reunión… Debo decirte que me gustabas más vestida con un traje sencillo que con todos esos extravagantes atuendos que te ha comprado mi madre. Quiero simplicidad en mi vida, Sabina. Quiero una esposa dispuesta a dedicarse a mí, y que no pierda el tiempo rivalizando con otras mujeres en el uso de ropas y sombreros.

—Pero, Arthur, ¿no quieres que me vista bien y que me vea elegante para ti?

—La elegancia revela un carácter frívolo, Sabina. Quiero que seas tú misma, como eras aquellos días cuando nos conocimos. Te veías encantadora, si no recuerdo mal, esa tarde en que llegaste a jugar croquet.

—Pero, Arthur… —empezó a decir Sabina, y las palabras murieron al instante en sus labios. ¿Qué objeto tenía discutir? ¿Cómo explicarle a Arthur que el vestido que llevaba esa tarde era un viejo traje descolorido que había pertenecido a su madre y que arregló la costurera del pueblo?

De pronto, con la clara percepción que la caracterizaba cuando observaba a otras personas, comprendió la verdad.

Arthur quería una esposa que fuera, en todos sentidos, lo opuesto a la madre que tanto odiaba. Sabina comprendió, al fin, por qué Arthur la había escogido a ella, la desconocida e insignificante hija de un pastor provinciano, en lugar de seleccionar por esposa a una de las muchas jóvenes aristócratas que conocía en los círculos de la corte y ello la hizo sentirse humillada y resentida. Había algo impersonal en el afecto que él le tenía. No la amaba como persona; ella era sólo un símbolo.

Arthur arrojó el cigarrillo que fumaba y puso de nuevo la mano en el respaldo de la silla.

—Sabina, vamos a ser muy felices, tú y yo —dijo—. Tengo mucho que enseñarte, pero sé que estás dispuesta a aprender. —Sonrió al añadir—: no tengo tan mal carácter como el que he demostrado estos días.

Era un hombre encantador cuando deseaba serlo y Sabina sintió el súbito deseo de brindarle un poco de comprensión, o ternura tal vez.

—¿Seremos felices? ¿Estás seguro?

Arthur puso la mano bajo su barbilla y le levantó la cara.

—Tú me harás muy feliz —afirmó—. Estoy seguro de ello.

La besó con suavidad y Sabina, instintivamente, trató de echarle los brazos al cuello. Hubiera querido que él la oprimiera contra su pecho, que le asegurara que la amaba tanto, que serían felices siempre.

Pero Arthur retiró su mano de su barbilla y se alejó.

—No debemos dar el espectáculo de cortejarnos en público. Creo que debemos volver al salón. No debemos olvidar que estoy atendiendo esta noche a Sus Altezas Reales.

—Sí, volvamos. Empieza a hacer frío —asintió Sabina.

Se estremeció al decir eso. De pronto, se sentía derrotada, profundamente desilusionada.

Volvieron al salón de baile en silencio y, al entrar, apareció Lord Sheringham diciendo en tono de reproche:

—¡Oh, ahí está, por fin! ¿Sabe que hemos perdido la mitad de los bailes que me había prometido?

—¿De veras, Sherry? Lo siento mucho —sonrió Sabina.

Sabina comprendió, al ver la rigidez de Arthur, que le había molestado que se dirigiera a Lord Sheringham con el apodo con que se le conocía.

—La señorita Wantage estaba en el jardín conmigo —declaró con brusquedad.

—Está bien, «Pomposo» —repuso Lord Sheringham con expresión alegre—. No te culpo por hacer algo que yo mismo haría, si tuviera la oportunidad.

Arthur lo miró con ofendida dignidad y se volvió para dirigirse al estrado, donde la pareja real estaba saludando todavía a sus amigos.

—¿Por qué se enfadó? —preguntó Sherry, rodeando la cintura de Sabina con su brazo para unirse a los demás bailarines.

—Creo que no le gustó que yo le llamara Sherry.

—¡Vaya que se ha vuelto estirado este pobre «Pomposo»! La realeza debe habérsele subido a la cabeza…

—A Arthur le gusta la formalidad —murmuró Sabina y decidió cambiar de tema para no decir nada en contra de Arthur. Empezó a hablarle a Sherry sobre Cecille.

—Quiero que usted la conozca —dijo—. Es una chica linda y dulce. Sé que le agradará.

Sherry la miró con expresión burlona.

—¿Quiere hacer el papel de cupido ya? —preguntó—. Siempre sucede. En cuanto una muchacha se compromete en matrimonio, trata de que todos los demás hagan lo mismo. Es demasiado tarde para presentarme a una muchacha bonita. Sabe tan bien como yo que estoy enamorado de usted.

—¡Oh, Sherry, qué tonterías dice!

—¡Es la verdad! Día y noche pienso en usted. ¿No podríamos fugarnos?

—No, Sherry. Arthur se pondría furioso. Además, yo no lo amo a usted.

—Ama a Arthur, por supuesto, ¿no?

La pregunta tomó a Sabina por sorpresa y hubo una leve pausa antes que contestara, muy sonrojada:

—¿Por qué otra razón iba a casarme con él?

—Hay muchas razones para casarse —comentó Sherry—. Pero, si me lo pregunta, el amor es la mejor de todas.

—Por supuesto —reconoció Sabina.

Sintió al decir eso, el anhelo de amar como Lady Thetford había amado. ¡Estar dispuesta a renunciar a todo! Amar como se amaban sus padres, cuyos rostros se iluminaban cuando se veían, y que tenían instintiva necesidad uno del otro en todos los sucesos de la vida cotidiana.

Sí, por supuesto, se dijo a sí misma, estaba enamorada de Arthur. ¿Qué muchacha no lo estaría? Era bien parecido, importante y atractivo. Y, sin embargo, ella sentía que faltaba algo. ¿Era el fuego del que Lady Thetford hablaba, o el tipo de amor que el gitano mencionaba con tanta frecuencia?

Eso la hizo pensar en él. ¿Estaría todavía en el salón? Sus ojos lo buscaron con ansiedad.

—¿En qué está pensando? —preguntó Sherry, y Sabina se dio cuenta, de pronto, que todavía estaba bailando con él.

—La respuesta adecuada a eso, desde luego, es que estaba pensando en usted —contestó ella riendo—. Pero, en realidad, estaba pensando en mí misma.

—¡Egoísta! —dijo él, sonriente—. Salgamos de aquí. Hace demasiado calor para seguir bailando.

—Pero afuera hace frío —repuso Sabina recordando cómo se había estremecido cuando estaba con Arthur.

—Bueno, nos quedaremos aquí, pero buscaremos una copa de vino. Sherry condujo a Sabina a otro salón, donde había servidos deliciosos bocadillos y donde los camareros iban de un lado a otro con las bandejas llenas de copas de champaña.

Cecille se veía muy bonita y estaba hablando con un hombre de edad madura vestido como un dux veneciano. Era alto, delgado y de aspecto aristocrático y Sabina supuso que se trataba del pretendiente con el que los padres de Cecille querían casarla.

Cecille lo presentó como el señor Rochdale y Sabina, a su vez, presentó a Sherry.

—Sabina ha estado hablando todo el día de sus encantos —dijo Sherry a Cecille—. Pensé que exageraba, pero ahora que la conozco veo que se quedó corta.

—¡Qué galantes frases! —sonrió Cecille.

Sabina se encontró conversando con el señor Rochdale.

—¿Es ésta su primera visita al palacio, señorita Wantage?

—Sí… la primera a un palacio, en realidad.

—Pues entonces escogió un excelente ejemplo para empezar —comentó el señor Rochdale—. Siempre que vengo aquí pienso en el delicioso contraste que ofrecen la Gran Roca, el palacio y la fortaleza… y, del otro lado de la barranca, ese hongo de alegres colores que llamarnos Montecarlo, tendido como una capa de bufón al sol y tan efímero como un arco iris.

—Su descripción lo hace parecer muy emocionante —exclamó Sabina.

—Pero no tanto como lo es en realidad —insistió el señor Rochdale—. ¿Se da cuenta de que, en este año, ya han venido cien mil visitantes a Montecarlo, y de que, no mucho tiempo atrás, los croupiers solían pararse afuera del casino, con telescopios, para ver si se acercaba una diligencia que trajera a algunos jugadores?

—¿Estuvo usted aquí entonces?

—Sí, a decir verdad —contestó el señor Rochdale—. El Príncipe Carlos es un viejo amigo mío y pude aconsejarlo en algunas de las dificultades a las que tuvo que enfrentarse, tanto respecto al casino, como en una rebelión de los habitantes de Mónaco.

—¿Una rebelión? —preguntó Sabina—. ¿Se opusieron al casino?

—Pensaban que no estaban obteniendo suficientes beneficios de él, o al menos tan pronto como esperaban. Como el resto del mundo, eran codiciosos.

—Usted parece pensar que todos poseemos ese vicio.

—¿No es verdad que la mayor parte de nosotros lo somos? Nadie tiene nunca suficiente… amor, dinero o cariño. Siempre queremos más.

—Supongo que es verdad —convino Sabina con aire pensativo.

—En lugar de usar la palabra cariño, tal vez debí decir amor. Todos queremos amor… ricos y pobres, jóvenes y viejos. Es como la luz del sol, y la gente que no lo tiene vive en la oscuridad.

Sabina levantó la vista hacia él. Estaba sonriendo, pero había cierta seriedad detrás de sus ojos grises.

«Me agrada», pensó para sí misma. «Me agrada mucho y, si ama a Cecille, ella será una chica afortunada».

Cecille estaba riendo y coqueteando con Sherry, pero ahora se volvió hacia Sabina y dijo:

—¿Qué les parece si nos sentamos a comer y a beber algo?

—Tal vez Arthur piense que debo esperarlo —dijo Sabina, preocupada.

—No lo creo —intervino Sherry—. Acabo de verlos entrar en el comedor… a toda la procesión real, y «Pomposo» iba entre ellos.

—¡Oh, entonces voy con ustedes! —sonrió Sabina.

—Vamos… me muero de hambre —dijo Cecille.

Tomó a Sabina de la mano y se dirigieron hacia el gran salón de banquetes, a través de un largo corredor decorado con cuadros. Moviéndose con rapidez, las dos chicas lograron separarse de sus compañeros por unos momentos para hablar en voz baja.

—Espero que te simpatice Lord Sheringham.

—Es encantador —contestó Cecine—. Pero muy joven.

—¿Muy joven? —preguntó Sabina. Pero si es de la misma edad de Arthur.

—¡Vaya! Pero yo creo que un hombre mayor tiene mucha más distinción. Los jóvenes, con frecuencia, resultan aburridos, debido a su exceso de entusiasmo y a su inclinación a hablar de sí mismos.

Sabina la miró con asombro y entonces sonrió.

—A mí también me pareció encantador el señor Rochdale —dijo.

La cena de medianoche fue, para ellos, una comida alegre y divertida, en la que Sherry y el señor Rochdale contaron chistes, peripecias y anécdotas chuscas, que hicieron reír a Sabina y a Cecille hasta que ambas declararon que les dolía el costado. En contraste, del otro lado del comedor, el grupo real, que incluía a Arthur, comía con aburrido decoro. Sabina se alegró de no ser parte de él y se estremeció al pensar que, como esposa de Arthur, tendría que reunirse con ese tipo de gente en el futuro.

Sabina se encontró envidiando a Cecille y el señor Rochdale. Este último estaba relatando historias de la gente que había conocido en sus viajes, haciéndolos reír con sus descripciones acerca de las economías que se hacían en un castillo alemán, en contraste con el lujo exagerado de la corte de Rusia.

¡Qué diferente sería la vida de Cecille de la suya! Sin embargo, apenas esa tarde, Cecille había estado llorando por tener que casarse con el señor Rochdale. Era, en verdad, mucho mayor que ella, pero se trataba de un hombre atractivo, cuyos conocimientos, sabiduría y experiencia resultarían fascinantes para una jovencita.

Como el señor Rochdale continuaba hablando de países extranjeros, Sabina preguntó de pronto:

—¿Ha estado usted en Hungría?

—Por supuesto —contestó él—. Tengo muchos buenos amigos entre los húngaros. Son un pueblo encantador, cordial y bondadoso. Les gusta el buen vino, la música y las mujeres hermosas.

—Lo creo —declaró Sabina—. Conocí a un… húngaro una vez. Dijo cosas realmente deliciosas, pero no pude menos que preguntarme si estaría diciendo la verdad, si debía creerlo o no.

—Si le estuvo diciendo cosas encantadoras de usted, puede creerle —contestó el señor Rochdale con galantería.

Sabina se ruborizó.

—No me refería a eso. Sólo que me pregunté…

—¿Si serían aficionados a exagerar las cosas, como los irlandeses? —concluyó el señor Rochdale por ella—. Me es difícil contestarle. Pero yo diría lo siguiente: los húngaros tienen emociones fuertes y profundas. En todo lo que hacen ponen, tanto el corazón como el cerebro. Si odian, lo hacen con fuerza y pasión. Si aman, su amor llega a la desesperación. ¿Es eso lo que quería saber?

—¿Quién es este húngaro? —preguntó Sherry, que había estado escuchando la conversación—. ¡Caramba, me siento muy celoso de él!

—No es nadie de importancia —contestó Sabina, pero no pudo evitar que el color subiera a su rostro y Cecille se echó a reír.

—¿Sabe Arthur sobre él? —preguntó—. El es quien debe estar celoso, no Lord Sheringham.

—Están haciendo una montaña de un guijarro —protestó Sabina—. Sólo estaba preguntando al señor Rochdale, por simple curiosidad, sobre el carácter de ese pueblo en general.

—¡Mentirosilla! —rió Cecille—. Pero, no te haremos más bromas, queridita, porque yo las detesto.

—Otra cosa que debo recordar —dijo Rochdale.

Cecille, sonriendo, le hizo un gracioso mohín, y había una luz en sus ojos que Sabina no había visto antes.

«No debí haberme preocupado por ella», pensó. «Estaba dramatizando una situación que no conocía en realidad».

Estaban todavía conversando y riendo, cuando Arthur apareció de pronto junto a Sabina, que no se había dado cuenta de que el grupo real se había marchado.

—Mi madre se fue al casino hace un rato —le dijo él—. Le prometí llevarte a casa cuando estuvieras lista.

—¿Quieres que nos vayamos ahora? —preguntó Sabina.

—Se está haciendo tarde —contestó Arthur.

Sherry protestó e insistió en que Arthur se sentara con ellos. Sabina le presentó al señor Rochdale y, un poco a regañadientes, Arthur ocupó un asiento junto a ella. Pero, antes que los demás pudieran reanudar su alegre conversación, empezó a hablar de los planes reales para el día siguiente y Sabina se dio cuenta, con turbación, de que Sherry ahogaba un bostezo.

Inexplicablemente, la presencia de Arthur había desterrado la alegría de la reunión.

—Creo que tienes razón, Arthur —dijo Sabina—. Es hora ya de que volvamos a casa.

Era evidente que Arthur estaba ansioso de marcharse. Sabina estrechó la mano del señor Rochdale y de Sherry, besó a Cecille y luego, después de recoger su abrigo en el guardarropa, salió con Arthur a través del espléndido vestíbulo de mármol, cruzando después las grandes puertas, frente a las cuales los centinelas marchaban firmes de un lado a otro y en el sitio donde el pesado cañón señalaba hacia el mar.

Sabina subió al carruaje y un lacayo le cubrió las rodillas con una manta de piel.

—Fue una fiesta encantadora —comentó cuando se pusieron en marcha.

—Me alegro que la hayas disfrutado —dijo Arthur—. Aunque me hubiera gustado que encontraras para bailar una pareja más interesante que ese zángano frívolo de Sheringham.

—Eres poco bondadoso con Sherry. Pensé que eran buenos amigos.

—Estuvimos juntos en la escuela, pero él es un joven inútil que no sirve para nada. No se parece a mí, por ejemplo.

—Pero tú tuviste oportunidades excepcionales —contestó Sabina—. Tú padre estaba en la corte. No hiciste más que seguir sus pasos.

—Tienes razón, hasta cierto punto, pero me enorgullezco de haber avanzado más rápidamente que mi propio padre. A mi edad, mi padre no ocupaba el alto puesto que ocupo yo.

—¿Te simpatizó el señor Rochdale? —preguntó Sabina, ansiosa de evitar que la conversación se convirtiera en discusión.

—No le presté mucha atención. ¿Quién es? ¿Sabes algo de él?

—No mucho —confesó Sabina—. Excepto que va a casarse con Cecille Mason y que es banquero, como el padre de ella.

—¡Caramba! ¿Quieres decirme que es Rochdale, el banquero? —exclamó Arthur—. ¿Por qué diablos no me lo dijiste? El príncipe estaba hablando de él apenas anoche. No tenía idea de que había llegado a Montecarlo.

—¿Es amigo de Su Alteza Real? —preguntó Sabina.

—Tiene cierta intimidad con el príncipe —contestó Arthur en forma evasiva—. Y debo avisar a Su Alteza que ha llegado, desde luego. ¿Sabes en qué hotel se hospeda?

—No, me temo que no.

—Debe ser el Hotel de París, sin duda. Ésta es una buena noticia. Su Alteza se sentirá encantado. Sólo hubiera querido que me hubieras dicho con claridad de quien se trataba y yo habría preparado las cosas para su encuentro con el príncipe.

—Te dije su nombre con toda claridad —murmuró Sabina.

—Sí, pero Rochdale a secas no me dijo mucho. Además, no hubiera pensado encontrarlo contigo.

—¡No, por supuesto que no!

Sabina hubiera querido que Arthur no la hiciera sentir siempre tan insignificante. Pero se consoló recordando las horas que ella y Sherry habían pasado con el banquero y, por la forma en que se había esforzado por hacerlos reír y divertirlos, era evidente que él, al menos, no los consideraba carentes de importancia.

Los caballos ascendían la colina hacia Montecarlo, cuando Sabina extendió la mano y tocó la de Arthur.

—Quiero ser una ayuda para ti —dijo con suavidad—. Quiero hacer lo correcto y que te sientas orgulloso de mí.

Arthur tomó su mano en la de él y se echó a reír.

—No creo que puedas ayudarme, Sabina —contestó—. Más bien será a la inversa; pero, si haces siempre lo que yo te diga, nos llevaremos admirablemente.

Sabina trató de reprimir un suspiro, pues la respuesta no la satisfizo. En la puerta de la villa Arthur le dio las buenas noches con un leve beso en la boca y la ayudó a bajar del carruaje.

—¿No quieres pasar? —preguntó ella, pensando que le desagradaba la idea de quedarse sola, pues Lady Thetford regresaría una hora más tarde.

—Querida niña, ¿a esta hora de la noche? —preguntó Arthur escandalizado—. Tenemos que pensar en tu reputación, ¿no?

—Sí, tienes razón —dijo Sabina a toda prisa.

Al llegar a su dormitorio, Sabina cerró la puerta tras ella. Las velas parpadeaban debido al aire que entraba por la ventana abierta. No se asomaría a ver la luna esta noche, pensó. Instintivamente, sabía que no había nadie allí. El gitano debía haber vuelto a su campamento, después de bailar con ella.

El señor Rochdale decía que los húngaros amaban con gran pasión. A Sabina le resultaba fácil creerle. Cuando el gitano hablaba de amor, su voz se volvía más profunda y el corazón de ella palpitaba de un modo extraño.

Cruzó la habitación y sus ojos se detuvieron en la cama. Había algo sobre la almohada: era un ramo de rosas rojas, todavía en botón. Al tomarlas, Sabina sintió que su fragancia impregnaba toda la habitación. Una tarjetita, adherida a ellas, llevaba escritas sólo dos palabras con letra firme y muy masculina: Para Perséfone.

Por un largo rato, Sabina se quedó mirando la tarjeta y luego escondió el rostro entre las rosas. El rey de los gitanos debía haber subido por la escalera de madera hasta la terraza para llegar a su alcoba. Pensó en los riesgos que corrió al hacerlo y se estremeció. Si lo hubiera sorprendido la servidumbre, lo habrían detenido como ladrón y entregado a la policía.

Al pensar que él había entrado en su dormitorio, el corazón de Sabina latió con más fuerza. Al encontrarse ahí, ¿había pensado en ella, imaginándola dormida? ¿Por qué, se preguntó a sí misma, aquel hombre tenía el poder de hacerla sentir como si, en lugar de sangre, corriera vino por sus venas? ¿Por qué la hacía palpitar y sentir, sentir, sentir?

Bajó la vista a las rosas. ¡Qué preciosas eran! Y, de algún modo, Sabina comprendió por qué las había elegido.

¡Rosas en botón! ¡Y rosas rojas, que eran el símbolo universal del amor! ¿Pensaba él que el amor empezaba a florecer en ella? Y en ese caso… ¿amor por quién?