Capítulo 10
SABINA se movió un poco y despertó. Instantáneamente, sus pensamientos se lanzaron sobre ella como una multitud de inoportunos mendigos. ¡Había tanto que recordar acerca de la noche anterior!, pero su mente se aferraba sobre todo, a aquella cabalgata a través de la oscuridad, al lado del rey de los gitanos.
No habían necesitado hablar. Había una intimidad y un entendimiento entre ellos que hacía superfluas todas las palabras. Para Sabina fue una inmensa dicha ir cabalgando junto a él. La fuerza de su personalidad la envolvía y sabía que no tenía más que estirar la mano para poder tocarlo.
Cuando las luces de Montecarlo brillaron ante ellos, ella había dicho:
—Me parece que tu campamento está ahora más cerca que la primera vez que estuve en él.
El gitano volvió la cabeza para sonreírle.
—Quería estar tan cerca de ti como fuera posible —contestó.
Ella había sentido una dicha infinita al oírle decir esas palabras. Continuaron cabalgando y por fin, cuando llegaron a un punto donde se cruzaban varios caminos y aparecía la primera villa blanca acurrucada entre los árboles. El gitano detuvo su caballo.
—Voy a dejarte ahora, querida mía —dijo—, pero te veré más tarde. ¿En dónde puedo encontrarte?
—Le dije a Harry que me esperara en el camino que hay abajo de la villa.
—Te veré allí —dijo. Extendió la mano y tomó la de ella. Sabina llevaba puestos los guantes de montar, pero el levantó el ancho puño y besó la piel desnuda de su muñeca.
Ella se sintió temblar pero antes de poder decir nada, de preguntarle siquiera qué se proponía hacer, él se había lanzado a galope tendido por el tortuoso camino que conducía a la ciudad.
Ella había continuado a paso lento por el sendero que llevaba a la villa, Todavía no podía decir que el problema estuviera resuelto. Pero no podía menos que confiar en el rey de los gitanos. Sabía que él no le fallaría.
Iba sonriendo cuando, al llegar a la Villa Mimosa, pasó frente a la puerta del frente y descendió la colina hacia la parte posterior. Harry la esperaba a la sombra de los árboles. Cuando la vio aparecer, el palafrenero corrió hacia la cabeza del caballo para detenerlo y, en un instante, Harry estuvo junto a ella.
—¿Todo salió bien?
Apenas pudo pronunciar las palabras y ella comprendió, por las líneas oscuras que tenía bajo los ojos, lo que había estado sufriendo.
—Creo que saldrá bien —contestó Sabina en voz baja.
El la ayudó a desmontar y el palafrenero se llevó el caballo.
—¿No conseguiste el dinero? —preguntó Harry.
—No, pero alguien nos lo traerá. Estoy segura de eso.
—¿Quién es esta persona?
—Alguien a quien conocí al llegar aquí —contestó Sabina en forma evasiva.
—Es un hombre, por supuesto —dijo Harry.
Sabina no le había contestado, pero algo en su rostro y en la tensión de su cuerpo hizo que su hermano, que por lo general no era muy perceptivo, añadiera:
—¿Qué significa para ti?
Sabina lanzó un leve suspiro.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Porque te estás comportando de manera extraña y misteriosa respecto a él —contestó Harry—. Porque él parece dispuesto a ayudarte y… mira, hermanita, ¿no estarás en problemas, verdad?
—¿A qué te refieres con eso?
Harry la miró a la cara.
—Creo… que estás enamorada de él —declaró con lentitud.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Sabina, tratando de que su voz sonara ligera, aunque no pudo evitar que el sonrojo invadiera su rostro.
—No puedes mentirme. Y nunca fuiste buena para mentir, de cualquier modo. Si tienes algún problema, te ayudaré si puedo. Sabina levantó la mano para tocar la mejilla de su hermano.
—Mi querido Harry. Siempre nos hemos contado nuestras cosas, ¿verdad? Pero no puedo hablar contigo de esto; no comprenderías.
—¿Cómo sabes que no? ¿No confías en mí?
—No es eso —respondió Sabina—. Es que no puedo, no me atrevo a hablar de ello. El es mi amigo, es todo lo que puedo decirte. Y cuando venga, debes ser amable con él… ¡por favor, Harry, prométeme eso!
Comprendió más tarde, que no necesitaba haberle arrancado esa promesa. Harry había mirado al principio con asombro al rey de los gitanos, pero luego se portó de un modo muy natural con él. Era tanto el alivio que sintió al recibir el rollo de billetes que el gitano le entregó, que sólo acertó a tartamudear frases de agradecimiento, una y otra vez.
—¡Recuperaste el dinero! —exclamó Sabina—. ¡Yo estaba segura de que lo harías!
—¿Realmente se lo devolvió Katisha, señor? —preguntó Harry—. He estado pensando que la rubia iba sentada junto a mí en el carruaje y que tal vez fue ella y no…
El rey de los gitanos sonrió.
—¿Qué importa lo que sucedió? El dinero ha vuelto a sus manos y eso es lo que cuenta, ¿no?
—Por supuesto —exclamó Harry.
—¿Y me permite sugerirle, si no lo considera impertinente de mi parte, que lo lleve ahora mismo a las autoridades del casino?
—Por supuesto que es lo que haré. Pero ¿cómo puedo agradecerle, señor, lo que ha hecho por mí?
—Me haría sentir muy mal si insistiera en hacerlo. Dese prisa. En cualquier momento podría ser su cheque enviado a Inglaterra. Insista en que lo cancelen y se lo devuelvan. Y trate de no visitar las mesas antes de llegar con el cajero.
—Por supuesto, señor. No voy a cometer la misma tontería por segunda vez —dijo Harry—. Adiós, señor. Adiós, Sabina. Nunca pensé que este horrible día tuviera un final feliz.
Sabina lo besó y él se fue a toda prisa por el camino. Ella lo siguió con la vista y luego se volvió para descubrir que el gitano la estaba observando.
—¿Cómo puedo darte las gracias? —preguntó con suavidad.
—No necesito que lo hagas —respondió él—. Me siento muy orgulloso de que hayas acudido a mí, de que hayas confiado en que yo te ayudaría. —Su voz la había hecho estremecer y sentirse, de pronto, muy tímida.
—Debo marcharme —murmuró.
Como respuesta, el gitano la levantó de pronto en sus brazos y la elevó hasta hacer que quedara sentada sobre la orilla del muro.
—No te muevas hasta que pueda ayudarte —le ordenó.
Saltó el muro y se dejó caer en el jardín y, desde el otro lado, levantó los brazos y ayudó a bajar a Sabina. Por un momento, estuvieron muy cerca uno del otro y ella había sentido los latidos del corazón de él cuando la sujetó con sus brazos. La cabeza le dio vueltas y sintió el irresistible deseo de esconder la cabeza en su pecho y de que la besara. Pero él la soltó y se quedaron de pie, un poco apartados, entre los troncos de los árboles.
—Detesto decir que tienes que irte —dijo el gitano con suavidad—. Pero estás cansada. Has sufrido demasiadas emociones en un solo día. Ahora, debes irte a la cama y dormir.
Sabina estuvo a punto de echarse a llorar al escucharlo.
—Pero todo está ya bien ahora —dijo ella.
—¿Todo? —preguntó él, enarcando un poco las cejas.
Ella volvió la cabeza, comprendiendo que estaba pensando en su amor por ella y en el hecho de que seguía comprometida en matrimonio con Arthur.
—Pero estoy decidido a no abrumarte más esta noche —añadió el gitano—. Llega siempre un momento en la vida en que somos incapaces de pensar con claridad, crucificados entre las exigencias del cerebro y del corazón. Y ésa es la posición en que, según creo, te encuentras tú en este momento, amor mío. No, no digas nada —continuó cuando ella iba a contestarle—. Pero hay una cosa que quiero decirte antes de irme. Nunca vuelvas a arriesgarte para ir a buscarme, cabalgando sola en la noche por caminos peligrosos. Si me necesitas, sólo tienes que salir a la terraza, con una vela en la mano. Ata este pañuelo que voy a darte, en la balaustrada, y antes de una hora estaré a tu lado.
—¿Quieres decirme que… alguien estará observando?
—Siempre. No necesitas ver quién te está observando, no necesitas tener miedo; pero alguien estará aquí, listo para ir a buscarme, si quieres verme.
Al decir eso, se había quitado un pañuelo de seda que llevaba al cuello y se lo dio a Sabina. Ella cerró los dedos sobre la suave tela y pensó, con un repentino acceso de emoción, que aquello era algo de él, algo que había usado y qué podría atesorar para siempre.
—Y ahora, buenas noches —dijo el gitano con suavidad.
Tomó su mano libre en la suya y le quitó el guante. Se quedó mirando a su palma abierta.
—¿Quieres que trate de leerte el futuro? —preguntó—. ¿O te diré que te encuentras en un cruce de caminos? Hay dos caminos que puedes seguir y sólo tú, Sabina, debes decidir cuál tornar.
Ella había lanzado un leve murmullo de protesta y entonces sintió que los labios de él le besaban la palma de la mano y, luego, cada uno de sus dedos y que por último se aferraban, tibios y posesivos, a las suaves venas azulosas de su muñeca.
—Te amo —dijo él con suavidad—. Recuerda esta noche sólo eso: que te amo.
* * *
Sabina se había dormido escuchando aún sus palabras y despertó para descubrir que había pasado toda la noche con el pañuelo de seda bajo su mejilla.
Era ya de día. El sol entraba por la ventana y ella trató de decirse que todo le parecía diferente. Lo de la noche anterior había sido un sueño, un loco sueño emocionante que hacía pulsar sus venas de solo pensar en él. Pero, sin duda alguna, hoy debía ver las cosas desde un punto de vista muy distinto.
¿Cómo podía pensar, siquiera por un momento, en casarse con un gitano? Un hombre del que no sabía nada, y que podía tener ya media docena de esposas en su propia tribu.
Lanzó un pequeño sollozo y ocultó la cara en el pañuelo de seda. Era inútil… no podía pensar mal de él, ni siquiera por un momento. Lo amaba. Amaba todo lo que era y cuanto hacía… pero estaba comprometida con Arthur. Pensar en él era una locura. No podía faltar a la palabra dada; no podía avergonzar a su familia y convertirse, ante sus ojos y ante los ojos de todo el mundo, en una proscrita social, en alguien de quien sólo se habla en voz baja.
«¡Es una locura, locura, locura!», se dijo una y otra vez, pero no podía dejar de escuchar aquella voz profunda, de atractivo acento, que le decía: «¡Te amo!».
«¿Por qué tuvo que sucederme esto?», se preguntó, pero luego se dijo que si no le hubiera ocurrido, jamás habría sabido lo que significaba el amor. Había creído, con sinceridad, que amaba a Arthur. Pensó, al llegar a Montecarlo, que era la muchacha más afortunada del mundo al casarse con alguien tan importante, tan encantador, tan codiciable. ¿Qué había cambiado en ese corto espacio de tiempo? Sabía la respuesta: ¡se había enamorado!
—¡Estoy enamorada! —dijo en voz alta.
Pero ¿qué podía hacer sino casarse con Arthur, como todos esperaban de ella?
Pasó ese día en una especie de sopor. Fue de paseo en carruaje con Lady Thetford, asistieron a un almuerzo, volvieron a salir en la tarde, hicieron compras, tomaron el té con unas amistades y regresaron a la villa para encontrar un mensaje de Arthur, diciendo que pasaría a buscarlas un cuarto de hora antes de las ocho.
Todo el tiempo, Sabina se había sentido ajena a lo que sucedía a su alrededor, como una espectadora que estuviera contemplando una obra extraña que se representaba en torno suyo. Ahora, por primera vea, al escuchar el nombre de Arthur, volvió a la realidad.
—¿Adónde vamos esta noche? —preguntó.
—Vamos a cenar con el Gran Duque Iván de Rusia —contestó Lady Thetford—. Es un hombre encantador y te simpatizará. Tiene poco tiempo de haber construido una villa en Montecarlo y sus cenas son siempre espléndidas.
—¿Tiene mucho tiempo de conocerlo? —preguntó Sabina.
—Algunos años. Es otro de mis amigos que Arthur considera aceptable, para sorpresa suya —su voz era un poco aguda, pero entonces se echó a reír—. No debo amargarme, uno debe aprender a ver con filosofía los caprichos de sus hijos.
—Arthur viene con nosotras, ¿verdad?
—Sí. Cuando le dije al Gran Duque que estabas hospedada conmigo y que ibas a casarte con Arthur, los invitó a cenar a ustedes y a mí. Estoy ansiosa de que lo conozcas. Me interesa mucho tu opinión sobre él.
Sabina pensó por un momento que le hubiera gustado conocer la opinión de Lady Thetford sobre el rey de los gitanos. ¿Lo consideraría un hombre encantador? Era evidente que no tenía esa opinión respecto a su propio hijo.
Sabina empezó a vestirse y decidió no pensar más en aquel dilema. Quería volver a sentir esa indiferencia a todo en la que había estado sumida todo el día. Pero le fue imposible. Una vez más, los problemas de la noche anterior pesaron sobre ella. Estaba en un cruce de caminos. ¿Cuál debía seguir?
La villa del Gran Duque era, como Lady Thetford había dicho, magnífica. No había nada pretencioso en su exterior, pero por dentro era tan lujosa que no se parecía a ninguna casa que Sabina hubiera visto antes y le hizo recordar el ambiente de Las Mil y Una Noches.
Aquél era, sin duda, el fondo adecuado para un hombre como el Gran Duque. Alto y apuesto, de delgadas facciones aristocráticas y cansados ojos oscuros, que parecían iluminarse cuando sonreía, parecía salido también de un cuento de hadas. Su cortesía y su encanto personal hacían sentirse a gusto a todos sus invitados.
Era un grupo grande: se sentaron a la mesa más de treinta personas y Sabina se alegró al ver que Sherry estaba entre ellas. El acudió a su lado en cuanto la vio, a pesar de que Arthur hizo notar con claridad que no le complacía verlo.
—No te pongas desagradable, «Pomposo» —le advirtió Sherry, a quien no pareció afectarle su helado saludo—. Voy a conversar con Sabina, te guste o no.
—No he prohibido que lo hagas —observó Arthur con aire sombrío.
—Y no lo intentes —contestó Sherry—, porque no te haríamos caso.
Sherry continuó con sus bromas y alegres comentarios, pero Arthur no cambió en ningún momento su actitud de dignidad ofendida y de desprecio absoluto por sus frivolidades. Debido a su actitud, la conversación terminó por hacerse pesada y tensa, hasta que se anunció la cena.
Sabina, encantada, encontró que Sherry estaba sentado a su derecha y la cena, formada por un largo y elaborado número de platillos, pasó, gracias a ello, con rapidez.
—¿Qué le pasa a «Pomposo» esta noche? Parece un oso con dolor de muelas —comentó Sherry.
—Oh, llámele Arthur —suplicó Sabina—. Detesta ese apodo. Lo hace estremecer cada vez que usted lo usa. Estoy segura de que se pone furioso.
—Arthur, entonces. ¿Qué le sucede?
—Nada. ¿Qué podía pasarle? —respondió Sabina.
—¡Cielos! ¿Me quiere decir que es siempre así? ¡Es mortalmente aburrido el pobre! Bueno, siempre lo ha sido.
—Sherry, no debe decirme esas cosas —protestó Sabina.
—¿Sabe que…? —Sherry se detuvo—. No, no se lo voy a decir ahora.
—¿A decirme qué?
—Lo que iba a decirle… —contestó Sherry en forma enigmática. Sabina no pudo conseguir que dijera nada más y se vio obligada a volver su atención al hombre que tenía a su izquierda.
Al terminar la cena, las damas pasaron al salón, que daba a un hermoso invernadero. Tocaba allí una orquesta y una fuente lanzaba chorros de agua iridiscente, entre grandes arbustos de flores exóticas. Sabina estaba tan interesada en todo lo que veía que no prestó mucha atención a lo que hablaban las damas y, cuando los hombres empezaron a entrar en el salón, levantó la vista y descubrió que Sherry estaba junto a ella.
Sherry la llamó a un lado, para mostrarle, en apariencia, unas orquídeas, pero cuando nadie los podía oír, dijo:
—No se enfade, Sabina, pero Arthur está pasado de copas.
—¿Cómo? —preguntó Sabina—. ¿Me quiere decir que ha… bebido de más?
Sherry le sonrió.
—No fue del todo su culpa. Varios de nosotros estábamos hartos de su fatuidad. Le contamos al Gran Duque cómo lo llamábamos en Eton y lo antipático que suele ser. El Gran Duque entró en el espíritu del plan.
—¿Qué plan? —preguntó Sabina.
—Habíamos decidido embriagar a Arthur. Convencimos al Gran Duque de que propusiera un brindis. El brindar al estilo ruso significa que un hombre debe vaciar su copa. El Gran Duque ordenó que llenaran siempre la copa de Arthur hasta el borde, mientras a los demás nos servían apenas un trago. Por supuesto, Arthur tenía que hacer lo que es correcto.
—Oh, Sherry, ¿cómo pudo hacer algo tan perverso? —dijo Sabina disgustada—. Eso alterará a Lady Thetford. Además, Arthur se pondrá furioso con usted mañana.
—No va a saber nada. El pensará que todos bebimos lo mismo. ¿Usted no nos traicionará, verdad?
—¿Cómo puede pensar que lo haría? ¿Está muy mal?
—Vea por usted misma —sugirió Sherry—. Se mantiene en pie, cuando menos.
—No quiero verlo —repuso. Sabina con agitación.
Se sentía, de pronto, nerviosa e inquieta. Entonces, antes que se diera cuenta de lo que sucedía, Sherry la había llevado a un extremo del invernadero, donde había un sofá para dos personas, un poco oculto entre las flores.
—Sentémonos aquí —dijo—. Además, quiero hablar con usted.
—¿De qué? —preguntó Sabina.
—Quiero que se case conmigo.
—Si lo dice como broma, no me parece graciosa… —empezó Sabina, pero entonces se dio cuenta de que Sherry hablaba en serio.
—No se puede casar con Arthur. ¡No la hará feliz! Y yo nunca había conocido una muchacha que me gustara tanto como usted. Cásese conmigo, Sabina. Nos divertiremos mucho juntos.
—Se lo agradezco mucho, Sherry. De veras. Es muy bondadoso al proponerlo. Pero yo no lo amo… y no creo que realmente me ame usted.
—Pero, es cierto. Además, no puede casarse con Arthur sin amarlo.
—¿Cómo sabe que no lo amo? —preguntó Sabina, con voz débil.
—¡Caramba, tengo ojos en la cara! ¡Nadie podría amar a Arthur! Y no piense que él la ama a usted, tampoco. El solo quiere a una persona… a Arthur. Así ha sido siempre. ¡Cásese conmigo! Yo la haré feliz.
—Sabe que no puedo hacer eso —contestó Sabina—: Y, con toda franqueza, Sherry, no soy la muchacha adecuada para usted.
—Si usted no lo es, nadie más puede serlo. Le seguiré pidiendo que se case conmigo hasta el día mismo de su boda.
—¡Oh, Sherry! Usted es tan bondadoso conmigo y me resulta tan simpático… pero un día, en verdad, se enamorará de una linda chica, y yo me sentiré muy feliz por usted.
—¿Cómo que me enamoraré? ¡Ya estoy enamorado de usted!
—No, realmente —respondió ella.
—¿Cómo sabe tanto sobre mi? —preguntó Sherry.
Sabina buscaba una respuesta adecuada cuando, vio que Arthur se acercaba a ellos. Caminaba con paso tambaleante.
—¡Ah, ahí estás! —exclamó enfadado, aunque con más lentitud que de costumbre.
—Sí, aquí estoy, Arthur —contestó Sabina con tranquilidad.
—Quiero que te marches ahora mismo a casa, ¿me oyes? —ordenó Arthur, casi gritando—. No voy a permitir que sigas alternando con este tipo… este zángano inútil… lo era en Eton y lo sigue siendo ahora.
—Pero, Arthur… ¿en dónde está tu madre? —preguntó Sabina.
—Se fue al casino —contestó Arthur—. Me dijo que podías reunirte allí con ella si querías. Pero voy a llevarte a casa. Este ambiente no es bueno para una jovencita.
—Vamos, «Pomposo»… —empezó Sherry.
Sabina extendió la mano para detenerlo.
—Haré lo que él dice —murmuró Sabina con suavidad—. Vamos, Arthur. Saldremos ahora mismo.
Sabina se despidió del Gran Duque, recogió su capa y bajó con Arthur los escalones, dirigiéndose al carruaje que los esperaba. Se sentó en el asiento acojinado y, cuando Arthur se acomodó junto a ella, el lacayo les cubrió las piernas con una manta forrada de piel. La puerta se cerró y el carruaje se puso en marcha.
Entonces, para sorpresa de Sabina, Arthur la rodeó con sus brazos y la atrajo con brusquedad hacia él.
—No voy a permitir que sigas coqueteando con este tipo Sheringham, ¿me oyes? —le advirtió—. Tú me perteneces. Quiero dejar eso bien claro.
Inclinó la cabeza y la besó en la boca. Aquella situación tomó tan de sorpresa a Sabina que, por un momento, se quedó inmóvil, temblando en los brazos de él sin protestar. Luego, como la oprimiera con más fuerza, trató de forcejear y de zafarse, sin lograrlo.
—Eres mía —dijo él con voz ronca, una y otra vez. Y entonces empezó a besarla en forma brusca, casi brutal, hasta que ella lanzó una exclamación de dolor.
—Eres mía y no voy a permitir ninguna maldita tontería.
La oprimió contra su pecho; hasta que, con un esfuerzo, ella logró retirar sus labios de los de él, de modo que Arthur se vio obligado a besarle la mejilla. Pero sólo lo soportó unos segundos. Levantó la mano, la tomó de la barbilla con brusquedad y le hizo volver el rostro para encontrar de nuevo su boca.
—No, Arthur… por favor, Arthur… me estás lastimando.
Sabina estaba asustada, pero él no le hizo caso.
—Tú me perteneces —volvió a decir él. La besó de nuevo, en forma tan brutal, que ella pudo sentir la sangre en sus labios.
—Debía pegarte por la forma en que te portaste esta noche —dijo con voz espesa—. Algún día lo haré…
—Arthur… suéltame.
Sabina escuchó rasgarse su vestido al luchar con él y sintió, sobre sus brazos aquellas manos duras y brutales. Una vez más, los labios de él la aprisionaron, sin que ella pudiera defenderse.
Al fin, con un sentimiento de profundo alivio, escuchó que los caballos se detenían frente a la villa.
—Voy a entrar contigo —anunció Arthur, abrazándola todavía, aunque había levantado la cabeza por un momento para ver dónde se encontraban.
—¡No, Arthur!
—Quiero hablar contigo —dijo y sus ojos se veían duros y oscuros de deseo.
Fue entonces que Sabina comprendió que no podía soportar más. El lacayo abrió la puerta.
—No puedes entrar, Arthur —exclamó—. Estoy cansada… quiero acostarme.
Sabina comprendió que su voz sonaba un poco histérica, pero no le importó. Nada le importaba en esos momentos, más que librarse de él.
—Yo insisto —lo oyó decir.
—No… no… estoy cansada —se escuchó decir a sí misma.
Se apartó de él con una brusquedad que tomó a Arthur por sorpresa. Sabina bajó corriendo del carruaje, rompiéndose la orla del vestido al hacerlo. Luego, subió a toda prisa la escalinata que conducía a la villa y cruzó la puerta del frente.
—Me voy a acostar… Bates —dijo sin aliento al mayordomo que esperaba en el vestíbulo—. Estoy cansada y no quiero ver a… nadie. ¿Me entiende? No quiero que me moleste… nadie.
Bates miró por encima del hombro de ella hacia donde Arthur bajaba con lentitud, y cierta dificultad, del carruaje.
—Comprendo, señorita —dijo—. Nadie la molestará.
Sabina estaba ya a mitad de la escalera antes que él dijera las últimas palabras. Abrió airada la puerta de su alcoba, la cerró y dio vuelta a la llave. Se quedó de espaldas a la puerta, escuchando lo que sucedía abajo. Podía oír voces… la de Arthur, alta y enfadada, y la de Bates, suave y llena de dignidad. No podía oír lo que decían, pero, después de una larga pausa, escuchó un carruaje que se alejaba, la puerta del frente que se cerraba… y después, el silencio.
Se alejó de la puerta y se dejó caer en la silla junto al tocador. Se cubrió el rostro con las manos y sintió sus dedos helados y temblorosos. Por unos momentos, se quedó sentada en la misma posición, pero luego levantó la cabeza para mirarse al espejo. Sus ojos se veían muy grandes y el rostro lleno de una mortal palidez. A la luz de las velas podía ver el encaje roto que colgaba de su talle y la piel enrojecida de sus hombros, producto de la violencia de Arthur.
Se tocó la boca lastimada con los dedos y, tomando su pañuelo, se frotó la boca y la mejilla, como si quisiera borrar los besos recibidos. Era cierto que él estaba borracho, pero ésa no era excusa para proceder así. Aquello no era amor, sino lujuria.
Sabina se dio cuenta, en esos momentos, de que odiaba a Arthur. Contempló aún su imagen unos momentos, antes de ponerse de pie y correr hacia el pequeño cajón secreto que había en la mesita cercana a su cama. Lo abrió. En el fondo, yacía el pañuelo de seda que el rey de los gitanos le había dado la noche anterior. Lo puso contra su mejilla y lo besó, sintiéndose confortada.
—No puedo casarme con Arthur… no puedo.
Dijo las palabras en voz alta y escuchó el temblor desesperado de su propia voz. Miró detenidamente el pañuelo. ¡Éste era el momento en que debía decidir qué camino seguir! Impulsivamente, como si tuviera miedo de sí misma, tomó la vela del tocador.
No titubeó más. Hizo las cortinas a un lado y salió a la terraza. Se quedó un momento de pie, sosteniendo la vela por encima de su cabeza. Luego, la bajó y ató el pañuelo a la orilla de la balaustrada. Se quedó mirando hacia afuera. Todo estaba muy tranquilo. No vio ningún movimiento en el jardín y se preguntó si habría en verdad dos ojos observándola, si su señal había sido vista, o si todo aquello no era más que un sueño.
Esperó, sin que sucediera nada; pero, después de unos minutos, volvió a entrar en su habitación y puso la vela sobre el tocador. Ahora sentía como si los muros que poco antes le parecieran un santuario la estuvieran asfixiando.
Tomó un chal de encaje del cajón y se lo puso sobre los hombros. Saliendo a la terraza, bajó los escalones que conducían al jardín. Si él llegaba, tendría que pasar por la pérgola frente a la fuente. Decidió que prefería esperarlo ahí y no en la casa.
Comprendía que a él le tomaría algún tiempo llegar y que ella no podía hacer otra cosa que esperar. Se sentó, dejando transcurrir los minutos, mientras la fuente murmuraba con suavidad a sus pies y las hojas de las palmeras se estremecían, sacudidas por la brisa nocturna.
Le dolían mucho los brazos y comprendió que al día siguiente le saldrían moretones, pero el horror que invadía su alma era más intenso que el dolor físico. Sintió odio, por primera vez en su vida, odio hacia Arthur.
El tiempo pasó lentamente, hasta que, de pronto, en la distancia, oyó el sonido de las pisadas de un caballo. Se detuvieron y, uno o dos minutos más tarde, vio venir al rey de los gitanos a través del jardín iluminado por la luna.
Todos sus sentimientos contenidos, su desventura, su temor ante lo sucedido, sus indecisiones y dudas cedieron paso al infinito alivio y al placer que le produjo verlo.
Corrió por el sendero con los brazos extendidos, y el chal que llevaba puesto se agitó volando al viento. No pensaba en nada, salvo que él estaba ahí y entonces se encontró en sus brazos y él la estrechó con fuerza, como ella había anhelado tan largamente.
—Has venido… has venido —murmuró Sabina—. ¡Oh, abrázame… oprímeme con fuerza, no me dejes ir!
—¿Qué te pasa mi amor? —preguntó él—. ¿Qué te ha asustado? ¿Qué sucedió?
—¡Acércame más a ti! —suplicó ella.
Estar en sus brazos era como haber alcanzado el cielo de pronto. No imaginaba que nadie pudiera ser tan fuerte, y tan gentil al mismo tiempo.
—Tuve… miedo —murmuró—. Miedo de que no hubiera nadie viendo, como habías prometido… que no te dijeran que yo… te necesitaba.
—Estoy aquí —contestó él en tono consolador—. Vine tan pronto como pude.
—¿No te irás de nuevo? —preguntó—. ¿No me dejarás?
Levantó su rostro hacia él y el gitano pudo ver, en la oscuridad de sus ojos y en la repentina tensión de sus facciones, que estaba realmente asustada.
—No te dejaré —dijo con suavidad—, hasta que tú me lo pidas. Estaré aquí mientras tú lo desees.
—Prométeme que no dejarás… que me toque… ¡Nunca… nunca más!
—¿Quién te ha tocado? —empezó él. Entonces vio las huellas en sus hombros y el encaje roto de su vestido—. ¿Quién se ha atrevido? —preguntó, con la voz ronca de furia.
—No puedo… casarme con él —sollozó Sabina—. No puedo. He tratado de hacer lo que es correcto… pero ahora sé que no puedo… casarme con Arthur… sin importar lo que diga nadie.
Echó hacia atrás la cabeza. Las lágrimas temblaban en sus pestañas y sus ojos lo miraban con intensidad.
—Cuida de mí —suplicó—. Por favor… cuida de mí… no puedo seguir luchando contra mi corazón… por más tiempo… ¡Te… amo!