Capítulo 4

SABINA entró en el salón donde Lady Thetford la esperaba, quien exclamó al verla:

—¡Ese vestido es perfecto!

Sabina cruzó la puerta y se quedó de pie un momento bajo la luz intensa de los ventanales que daban al jardín.

—Es el vestido más lindo que he tenido nunca —contestó—, excepto, tal vez, los trajes de noche. ¿Cómo podré darle las gracias?

Lady Thetford sonrió.

—Verte tan linda es suficiente pago. Te ves muy diferente a como te veías la noche de tu llegada. Me pregunto si Arthur te reconocerá.

Sabina se echó a reír.

—Yo misma me he preguntado lo mismo. Cuando me veo en el espejo, después que Marie ha terminado de vestirme, me parece que estoy viendo a una desconocida. No puedo ser Sabina Wantage, cuyas ropas se veían siempre tan mal hechas.

—Una de las razones de que te parecieran así era que escogías los colores inadecuados. Nunca entenderé por qué a las inglesas les gustan tanto el gris, el marrón y esos tonos desvaídos que llaman «pastel» —dijo Lady Thetford con severidad—. Con tu piel, puedes usar casi cualquier color, por atrevido que parezca, pero nunca un tono indeterminado. Yo esperaba que tuvieras el cabello dorado de tu madre, pero su piel nunca fue tan delicada como la tuya, ni sus ojos tan azules.

—¡Va a convertirme en una vanidosa! —sonrió Sabina, pero luego, en un gesto impulsivo, corrió a arrodillarse junto a Lady Thetford. Levantó su pequeña cara, en forma de corazón, la cual se veía muy dulce y hermosa al decir:

—¡Gracias, muchas gracias! Nunca sabrá la enorme diferencia que esta preciosa ropa ha significado para mí.

Lady Thetford le tocó la mejilla con gentileza.

—¡Niña ridícula! Me has dado las gracias en exceso. Nada me había producido tanto placer, en muchos años. Ahora veremos lo que Arthur tiene que decir.

Sabina se levantó y miró hacia el reloj que había sobre la chimenea.

—¿Dijo que llegaría a las cuatro? —preguntó.

—¡Oh, no! Arthur no se comprometería a algo tan preciso —dijo Lady Thetford—. Me escribió diciendo que llegaría tan pronto como Sus Altezas Reales pudieran prescindir de sus servicios. Como me enteré de que el cortejo real llegó a la hora del almuerzo, simplemente supuse que debía haber llegado desde hace un buen rato.

—Le está llevando mucho tiempo instalar a sus señores —comentó Sabina.

Había una leve insinuación de reproche en sus palabras. Le habría gustado pensar que Arthur estaba tan ansioso de verla que se precipitaría hacia la Villa Mimosa en cuanto llegara el tren a la estación.

Sabina se miró en un espejo de marco dorado que había sobre la repisa de la chimenea. No cabía la menor duda de que su vestido de color verde hoja, adornado con cinta de terciopelo y volantes de gasa plegada, le daba un aspecto primaveral. Recordó que el rey de los gitanos le había dicho que parecía una ninfa del bosque.

Sintió el deseo repentino de que él pudiera verla en esos momentos, pera se reprochó mentalmente a sí misma con severidad. Mientras más pronto olvidara lo sucedido sería mejor.

Dejó de contemplar su imagen en el espejo y se movió inquieta, a través de la habitación, hacia la ventana.

—¿Estás nerviosa?

Había olvidado que Lady Thetford la estaba observando.

—¿Por la llegada de. Arthur? —preguntó, volviéndose hacia ella—. ¿Por qué iba a estarlo?

Lady Thetford sonrió.

—No hay razón, queridita, por supuesto.

Sabina volvió al lado de su anfitriona y le sonrió también.

—Sí, estoy un poco nerviosa —confesó—. Arthur es una persona bastante imponente, creo.

Lady Thetford suspiró y entonces, de pronto, levantó la vista hacia Sabina y preguntó en voz bajá:

—¿Lo amas, niña?

La pregunta era inesperada.

—Sí… sí, por supuesto —contestó Sabina a toda prisa, y las palabras se atropellaron en sus labios—. Me siento tan agradecida hacia él…

Lady Thetford enarcó las cejas.

—¿Porque te pidió que te casaras con él?

Sabina asintió con la cabeza.

—Fue tan inesperado. Nunca imaginé siquiera que le gustara.

—Hija mía —dijo Lady Thetford con una sonrisa—, ¿de veras crees eso? Debes tener una opinión muy modesta de tus atractivos.

—¿Tengo alguno? —preguntó Sabina.

Lady Thetford se echó a reír.

—Te estabas mirando en el espejo. ¿Qué veías en el?

—Veía un vestido muy bello y un elegante peinado hecho por manos muy hábiles.

—Hay mucho más que eso —insistió Lady Thetford—. ¿No te das cuenta de que eres hermosa? Si hubieras oído lo que mis amigos me han estado diciendo desde que llegaste a Montecarlo, pensarías en forma muy diferente. Eres preciosa, como muchos otros hombres, además de Arthur, te lo dirán antes que te marches de aquí.

—¡Oh, cómo quisiera creerle! —exclamó Sabina.

Iba a mirarse de nuevo en el espejo cuando oyó pisadas de caballos y el chasquido de las ruedas de un carruaje.

—¡Arthur! —exclamó casi sin aliento.

—¡Sí, Arthur por fin! —sonrió Lady Thetford levantándose de la silla—. Ahora él podrá confirmar lo que te he estado diciendo… que eres muy linda, Sabina.

Las dos mujeres se quedaron de pie, en silencio, al escuchar ruido de pisadas y voces en el vestíbulo. Entonces se abrió la puerta.

—Es su señoría, milady —dijo un sirviente.

Arthur entró con lentitud en la habitación. Era un hombre de buena estatura, cabello rubio, piel clara, bastante pálida, y tenía un pequeño bigote. De facciones bien delineadas, sus fríos ojos grises eran profundos, bajo cejas muy rectas. Sus delgados labios, apretados siempre en una línea dura, excepto cuando sonreía, revelaban la extraordinaria severidad de su carácter y su lamentable falta de generosidad.

Pero la primera impresión que producía, era la de un joven bien parecido, de porte orgulloso, que vestía muy bien. Cuando entró en el salón, el corazón de Sabina dio un pequeño vuelco.

—Buenas tardes, Arthur. Empezábamos a pensar que te habías olvidado de nosotras, o que tal vez tu tren se había retrasado —dijo Lady Thetford avanzando para saludar a su hijo.

—Por el contrario, el tren Real llegó a la hora que se esperaba. Tuvimos un viaje excelente, madre, y vine tan pronto como me fue posible.

Sabina notó que Arthur no había besado a su madre, sino que tomó la mano que ella le extendía. Luego, se volvió hacia su prometida.

En el primer momento, sonrió al mirarla, pero luego su sonrisa se esfumó.

—¿Qué te hiciste? —preguntó.

Las palabras de bienvenida que temblaban en los labios de Sabina quedaron sin decirse.

—No… sé —tartamudeó ella—. ¿Quieres decir que… me veo diferente?

—¡Por supuesto que quiero decir eso! ¡Tu cabello, tu ropa!…

—¿Te gustan? —preguntó Sabina llena de ansiedad—. Por favor, di que sí. ¡Tu mamá ha sido tan bondadosa conmigo! Los vestidos que me ha regalado son los más maravillosos que he tenido en mi vida.

Arthur se volvió hacia su madre.

—¿Le regalaste ropa a Sabina? —preguntó.

Lady Thetford, que había estado observando a su hijo, contestó con suavidad:

—Sí, escribí a Evelyn y le dije que mi regalo de bodas a Sabina sería su trousseau y que sería mejor que usara algunos de los vestidos durante su estancia aquí.

—Ese gesto era del todo innecesario —dijo Arthur con irritación.

—¡Oh, pero mamá se alegró tanto! —intervino Sabina—. Ella no hubiera podido comprarme el tipo de ropa que necesitaba para Montecarlo… jamás habríamos tenido dinero para adquirir las cosas lindas que Lady Thetford me ha regalado. Por favor Arthur, di que te gustan…

La súplica de Sabina era patética. Arthur no dijo nada, pero ella comprendió, por la expresión de su rostro, que estaba muy enfadado. Entonces, como si la tensión de aquel prolongado silencio le resultara imposible, Lady Thetford dijo con voz aguda:

—¡No seas ridículo, Arthur! La chica no podía andar por Montecarlo con el aspecto de una criada. Sabes eso tan bien como yo, pero te gusta hacerte el difícil y hacernos sentir incómodas a las dos.

Arthur miró a su madre. Sus ojos se endurecieron y apretó los labios antes de decir con reticencia:

—Muy bien, que sea como quieras. Pero soy yo quien debe determinar, como comprenderás, el aspecto que debe tener.

—Sabina ha sido muy admirada —replicó Lady Thetford.

—¿De veras? ¿Y por quiénes? —preguntó Arthur.

—Por mis amigos —contestó su madre.

Una sonrisa desagradable asomó a los labios de él al decir:

—Exacto.

Sabina, asombrada, miró alternativamente a Lady Thetford y a su hijo. Había un antagonismo en el ambiente que no alcanzaba a comprender. Acercándose impulsivamente, puso una mano en el brazo de Arthur.

—Lo hicimos para complacerte —dijo con suavidad—. Y ahora, ¿no vas a decir que te alegras de verme?

El la miró y después, por primera vez desde que había llegado, puso su mano sobre la de Sabina.

—Me alegra verte. Pero me gustabas como eras en Cobbleford.

—Soy la misma, en realidad —murmuró Sabina con timidez.

La tensión de Arthur se calmó un poco, pero luego, con una exclamación, soltó la mano de ella.

—Ven acá —dijo.

La tomó del brazo y la hizo acercarse a la ventana. Ahí la miró a la cara por un momento y luego sacó del bolsillo del pecho un inmaculado pañuelo blanco, con el que le frotó con fuerza las mejillas. Ella lanzó un pequeño grito ante su brusquedad y, antes que pudiera moverse, él soltándola miró con expresión sombría el pañuelo, manchado con la reveladora huella del colorete.

—¡Ésta es obra tuya! —exclamó, mirando a través de la habitación hacia donde Lady Thetford observaba la escena.

La acusación fue hecha casi a gritos, en una voz tan furibunda, que Sabina, instintivamente, retrocedió hacia el alféizar de la ventana y levantó las manos hacia su palpitante corazón.

—¡Mi querido Arthur! ¿Tienes que asustar a Sabina con esa exhibición de violencia? —preguntó Lady Thetford.

—¿No te pareció suficiente vestirla como una muñeca de vitrina, para tener que pintarla, además, como a una ramera del casino?

—¡Un poco de colorete no va a afectar su moral!

—Eso es lo que tú crees. Pero sé con exactitud lo que tales acciones significan, viniendo de ti —rugió Arthur—. Quieres que se parezca a ti. Quieres corromperla, arruinar su inocencia, para demostrarme que todas las mujeres son iguales y que ninguna es mejor que tú.

Su voz vibraba de furia por toda la habitación, pero Lady Thetford se enfrentó a él con calma.

—No hay necesidad de que pierdas los estribos, Arthur, ni de que seas más grosero conmigo que de costumbre. Sabina no se ha echado a perder porque añadí un poco de colorete a sus mejillas pálidas, o puse un toque de polvo en su nariz. Ella es dulce y gentil, como lo ha sido siempre, pero sólo Dios sabe cuánto tiempo seguirá así si tiene que escuchar tus opiniones, llenas de prejuicios, y saber que tú esperas siempre lo peor de toda mujer.

—Si tu ejemplo me ha hecho volverme tan desconfiado, la culpa es sólo tuya —contestó Arthur con amargura—. Fue contra mi voluntad que dejé venir a Sabina aquí y ahora veo lo acertados que eran mis temores.

—La dejaste venir porque no te quedaba otro remedio —contestó Lady Thetford—. No nos hagamos ilusiones a ese respecto.

—Muy bien, entonces. Pero quiero que entiendas que no voy a permitir que se le corrompa. Subirá ahora mismo a lavarse la cara. Y, si vuelvo a verla pintada o empolvada, la enviaré de regreso a casa en el primer tren. ¿Está eso claro?

Se volvió hacia Sabina al decir esto.

—Oh, Arthur, por favor… por favor no te… enfades.

Los ojos de Sabina estaban llenos de lágrimas y la voz se le ahogaba en la garganta.

—Ya oíste lo que dije —contestó él—. Sube a lavarte la cara, y la próxima vez que uses cosméticos, descubrirás que no te he amenazado por gusto.

Sabina corrió hacia la puerta. La abrió y la cerró casi con brusquedad y subió corriendo a su dormitorio. Allí, cuando se limpió las lágrimas con un pañuelo limpio, comprendió que estaba temblando de pies a cabeza.

¿Cómo podía Arthur hablar a su madre de ese modo?, se preguntó.

Se enjugó los ojos de nuevo, se dirigió al lavamanos y, después de vaciar un poco de agua de una jarra de porcelana floreada, empezó a lavarse la cara con la esponja. Se había puesto tan poco colorete que su cara quedó limpia en un segundo.

Volvió al tocador. No había duda de que se veía más bonita con un poco de color en las mejillas, y ahora que había hecho lo que Arthur le ordenó, se sintió de pronto furiosa contra él. ¿Cómo se atrevía a tratarla de ese modo?

Pero, aun mientras se hacía esa pregunta, Sabina sintió que todo deseo de desafiarlo se apagaba al instante. No quería que Arthur estuviera enfadado con ella, sino orgulloso de su presencia.

Por otra parte, recordó que, en Inglaterra, ninguna dama se atrevía a usar artificio alguno en su rostro. Sus propios padres se habrían disgustado si la hubieran visto maquillada.

«Debo disculparme con él», pensó; era necesario.

Con lentitud, casi contra su voluntad, volvió a bajar la escalera, cruzó el vestíbulo y sintió de pronto nostalgia de su casa y de los suyos cuando extendió la mano hacia la puerta del salón.

Jamás había visto escenas así en su propio hogar. Todos, en su familia, se amaban demasiado para lastimarse con frases violentas.

Al disponerse a abrir la puerta, Sabina descubrió algo en sí misma que no había percibido antes.

«Tengo miedo de Arthur», se dijo. ¡Sí, le tenía miedo! Siempre había dicho a sus hermanas que no le tenía miedo a nada. Y, sin embargo, ahora temía al hombre con quien iba a casarse.

Abrió la puerta y entró, ensayando en su mente las palabras de disculpa que debía decirle, pues no podía soportar la idea de que él estuviera enfadado con ella.

Por un momento, pensó que la habitación estaba vacía. Sin embargo, aunque Arthur no estaba ahí, Lady Thetford estaba recostada en un sofá, junto a la ventana.

Sabina se acercó a ella, pensando que tal vez estaba dormida. Pero Lady Thetford tenía los ojos fijos en los altos cipreses del jardín.

—¿Se fue Arthur? —preguntó Sabina en voz baja.

—Sí. Volverá a cenar —respondió Lady Thetford.

—¡Oh! —exclamó Sabina, sin saber qué decir.

Lady Thetford, con visible esfuerzo, volvió la cabeza.

—Ven aquí, niña —dijo—. Quiero hablar contigo.

Sabina avanzó, obediente. Se quedó de pie junto al sofá, mirando a Lady Thetford quien se veía muy cansada.

—Siéntate, Sabina —dijo Lady Thetford y, tomando un cojín del sofá, Io puso en el suelo.

Sabina se sentó en el cojín, extendiendo la amplia falda verde a su alrededor. Tenía los ojos fijos en Lady Thetford.

—Siento mucho lo que pasó hace unos momentos —dijo esta ultima—. Fue mi culpa. Debí haber comprendido que Arthur se enfadaría… no sólo conmigo, sino contigo.

—¿Está todavía muy enfadado? —preguntó Sabina.

—Se le pasará.

—No creí que lo notara.

—Nadie más lo habría hecho —dijo Lady Thetford—. Pero él lo sospechó porque estabas conmigo.

—¿Por qué? ¿Por qué iba a sospecharlo?

—Porque me odia —contestó Lady Thetford.

—¿Odiarla a usted? ¡Oh, no! No es posible, ¿por qué iba a hacerlo?

—¿Nadie te ha dicho nada acerca de mí? —preguntó Lady Thetford.

—Nada en particular. Mamá dijo lo buena y dulce que había sido usted siempre con ella y la tristeza que le causaba que no se hubieran visto en tantos años. Le alegró muchísimo que Arthur fuera a convenirse en su hijo. Ésa fue una de las razones, dijo, por las que ella y papá dieron su consentimiento al matrimonio sin reservas.

—Supongo que por eso Arthur no se atrevió a hablar mal de mí frente a ellos —murmuró Lady Thetford, casi como si hablara consigo misma.

—¿A hablar mal? ¿Por qué motivo?

—Voy a decírtelo. Sé que a ti, que has crecido en un hogar feliz, amando a tus padres, te resultará difícil comprender lo que significa que a una madre la odie su único hijo.

—¿Por qué? ¿Por qué? —repitió Sabina.

Lady Thetford se llevó un pañuelo de encaje a los labios y luego continuó diciendo:

—Arthur se parece mucho a su padre, mi esposo. El era un hombre de carácter fuerte y mente estrecha, llena de prejuicios. Una vez que llegaba a una conclusión acerca de un asunto, nada lo hacía cambiar de opinión. Arthur es así. No hay nada que yo pueda hacer o decir para hacerlo cambiar de opinión sobre mí.

—Pero ¿qué pudo usted haber hecho? —preguntó Sabina, asombrada.

—Te lo contaré todo —contestó Lady Thetford—. Yo tenía dieciocho años cuando me casé con el padre de Arthur y él más de cuarenta. Era viudo; había estado casado con una mujer neurótica y difícil, que nunca compartió su vida con él. Mi esposo, por lo tanto, no conocía la ternura y sentía muy poca simpatía por el llamado sexo débil. Nos casamos y nació Arthur, pero poco después empecé a sentirme muy desdichada. Yo no amaba a mi esposo cuando me casé con él. Lo admiraba mucho. Como era joven y tonta, no tenía la menor idea de lo que significaba vivir con un hombre de su temperamento. De ser sólo desventurada pasé a ser intensamente desdichada. Como no podía hacer otra cosa, traté de hacer creer al mundo que nuestro matrimonio era un éxito.

Lady Thetford suspiró tristemente y luego continuó diciendo:

—Acepté un puesto en la corte, lo cual me proporcionó intereses fuera de mi hogar. Vivía una existencia muy activa, llena de compromisos sociales y de obras caritativas. Hacía cualquier cosa, para evitar estar a solas con mi marido. Arthur constituyó una gran alegría en mi vida, hasta que fue enviado de interno a la escuela y después a una universidad. Era muy parecido a su padre, tanto en lo físico como en el temperamento. Tal vez la única persona con quien mi esposo fue bondadoso y comprensivo en su vida fue su hijo y Arthur lo adoraba.

Sabina escuchaba atentamente y después de una pausa Lady Thetford prosiguió:

—Los años pasaron y, por fin, mi esposo murió. No puedo decirte, lo que significó para mí ser libre. Entonces me enamoré, por primera vez en mi vida, de alguien a quien conocía hacía mucho… un hombre que me amaba desde largo tiempo atrás. Por desgracia, estaba casado con una mujer que llevaba veinte años en un manicomio. No había ninguna posibilidad de divorcio, porque la ley no lo permite.

—¿Si la esposa o el marido de una persona está loco, no hay posibilidad de que ésta se libere del matrimonio? —preguntó Sabina.

—Ninguna —contestó Lady Thetford—. Y Guy era un hombre que ansiaba tener hijos, y que habría sido un padre perfecto y comprensivo. Fue tal vez eso lo que me hizo amarlo tanto, pues aunque él empezaba a envejecer, era muy joven de corazón y sentía un gran cariño por los jóvenes. Los comprendía muy bien y ellos lo adoraban… todos excepto Arthur, desde luego. Arthur nunca simpatizó con él.

—¿Y qué podían hacer ustedes? —preguntó Sabina.

—Ésa era la pregunta que nos hacíamos, una y otra vez. ¿Qué podíamos hacer? Nos amábamos y los dos habíamos sido muy desventurados por muchos años. Entonces, Sabina… nos fugamos. No hubo ningún escándalo. Yo renuncié a mi puesto en la corte y dije que deseaba vivir en el extranjero, a causa de mi salud. Guy cerró sus posesiones en Dorset y nos fuimos a vivir a un lugar pequeño de Italia donde nadie nos conocía. No creo que nadie se haya dado cuenta de que vivíamos juntos, excepto, desde luego, Arthur.

—¿Usted se lo, dijo? —preguntó Sabina.

—Sí; le comuniqué con franqueza lo que iba a hacer —contestó Lady Thetford—. Nunca olvidaré las cosas que me dijo entonces.

Cerró los ojos por un momento, como si lo ocurrido fuera demasiado terrible para recordarlo.

—¿Se enfadó mucho? —preguntó Sabina en voz baja.

—Dijo lo que cualquiera podía decir en aquellas circunstancias. Pero añadió, también, que siempre había desconfiado de mí y nunca me había considerado digna de su padre. Me culpó de todo. Yo era perversa, y su padre un santo. Salí de Inglaterra y sus maldiciones resonaban aún en mis oídos. Me fui a Italia y allá lo olvidé todo, disfrutando de la primera felicidad real que había conocido en mi vida.

—¿Nadie los descubrió? —preguntó Sabina.

—Nadie que yo sepa —contestó Lady Thetford—. Pero, debido a que había vivido seis años, libre y sin trabas, con el hombre amado, me fue imposible pensar en vivir otra vez en Inglaterra, en la sociedad aburrida, llena de prejuicios y convencionalismos, que conocí cuando estuve casada con el padre de Arthur.

—¿Qué sucedió después de esos seis años? —preguntó Sabina.

—Guy murió —dijo Lady Thetford—, víctima de una enfermedad muy dolorosa que duró, gracias a Dios, muy poco tiempo. ¡Su esposa sigue viva, pero él está muerto!

—¿Nunca se arrepintió de haberse fugado con él?

—¿Arrepentirme? Fue la única cosa buena que he hecho en mi vida. Fuimos felices… y cuando Guy estaba muriéndose, me dio las gracias… y yo, a mi vez, ¡había conocido el paraíso por seis cortos años!

—¿Qué hizo usted después de eso? —preguntó Sabina.

—Desde entonces no hago otra cosa más que tratar de matar el tiempo —suspiró Lady Thetford—. Vagué algún tiempo por Europa. Luego construí esta villa aquí, porque la única cosa que me hace olvidar mi soledad es el juego. Además, el sol me recuerda los años felices que Guy y yo pasamos juntos en un pueblecito de pescadores, junto al mar. Dos personas olvidadas del mundo… dos seres que tenían todo lo que un hombre y una mujer pueden desear en la vida.

—¿Fue Arthur alguna vez a verla? —preguntó Sabina.

—No, por supuesto que no. Sólo una vez me escribió y pidió verme, pero sólo porque ciertas dificultades legales afectaban su herencia. ¿Sabes, Sabina? La vida tiene caprichos inexplicables. Mi marido, que siempre me despreció, que me llamó incompetente y tonta, dejó al morir un testamento muy raro. La mayor parte de su fortuna, desde luego, pasará a su hijo, pero él no podía disponer de ella hasta los cuarenta años, a menos que se casara con mi entera aprobación. Fue extraño que pusiera tal condición en su testamento, ¿no? De modo que Arthur, por mucho que me deteste, se encuentra en la incómoda posición de tener que pedir mi consentimiento para casarse.

—Así que ésa fue la razón de que yo viniera aquí —dijo Sabina.

—En efecto. Arthur me escribió una carta muy formal, pidiendo mi autorización para su matrimonio. Pero yo dije que no aceptaría hasta no verte.

—¡Oh, me alegro tanto de que me aceptara! —exclamó Sabina.

—¿De veras? Pues ahora estoy dudando que haya sido sabio de parte mía.

—Le diré a Arthur que siento mucho lo ocurrido y se le olvidará.

Lady Thetford extendió una mano y acercó a Sabina hacia ella.

—Tienes una naturaleza muy dulce —dijo—. Por mi culpa, Arthur está enfadado contigo. Tal vez, sin pensarlo, quise desafiarlo un poco. Yo misma me pinto un poco más cuando él está aquí, porque sé que eso lo molesta mucho. El no entiende las costumbres extranjeras; tiene la misma mente estrecha de su padre. Si tuviera la oportunidad, mantendría a las mujeres en estado de esclavitud.

—¿En verdad piensa Arthur de ese modo?

—Tal vez soy injusta con él —se apresuró a decir Lady Thetford—. Arthur tiene muchas buenas cualidades y tal vez tú seas su salvación.

—¿En qué forma?

—Puedes hacerlo más humano; enseñarle que las mujeres deben ser amadas y apreciadas.

—Nunca pensé que podría enseñar nada a Arthur. Creía que él me enseñaría a mí. —Sabina adoptó una expresión de duda.

—Arthur tiene mucho que aprender —insistió Lady Thetford—. Pero si te ama lo suficiente, cualquier cosa es posible. Si algo he aprendido en la vida es que el amor puede hacer milagros. Tal vez mi peor pecado fue el haberme casado con el padre de Arthur sin amarlo. ¿Sabes? Yo no tenía idea de lo que era el amor en esos días; no sabía lo maravilloso, lo glorioso que puede ser.

—Como un mar turbulento —dijo Sabina con suavidad, recordando las palabras del gitano.

—Sí, es verdad. Como un mar turbulento, o tal vez como el fuego. El fuego puede quemar o purificar; puede destruir o construir.

—¿Cree que Arthur me ame así? —preguntó Sabina en voz muy bajo.

—No podría decirlo. Sólo tú puedes contestar a esa pregunta. Sabina levantó la cara y besó la mejilla de Lady Thetford.

—Gracias por contarme su historia. Y me alegra que haya encontrado la felicidad, aunque haya sido por tan corto tiempo —le dijo.

Lady Thetford lanzó un leve suspiro.

—Los años pasan con lentitud desde que Guy murió. Pero vivo de mis recuerdos y eso es suficiente para una mujer —besó a Sabina con gentileza y se puso de pie—. Ven, vamos a escoger el vestido que te pondrás esta noche. Debes verte linda, pero tal vez un poco modesta.

—No puedo imaginarme modesta en ninguno de esos preciosos vestidos que me compró usted en París —dijo Sabina riendo—. Además, no quiero verme modesta. Quiero verme atractiva, para que Arthur me admire.

—Debemos tratar de que así sea —sonrió Lady Thetford.

—Sí, eso es… debemos intentarlo.

Sabina seguía pensando lo mismo cuando descendió la escalera, tres horas más tarde, ataviada con un vestido de muselina blanca que adornaba una cinta de terciopelo negro, muy angosta. Era el traje más sencillo que tenía, pero poseía la elegancia y la gracia que sólo la alta costura parisina podía lograr. Sabía que la hacía verse refinada y que embellecía su figura.

Había oído llegar a Arthur unos minutos antes y Marie había salido de la habitación de Lady Thetford para avisarle que bajara, porque su ama se retrasaría unos minutos más. Con el corazón palpitante, Sabina entró en el salón y vio a Arthur de pie, con la espalda vuelta hacia la chimenea. Se veía muy elegante en su traje de etiqueta, con una gardenia en el ojal de la solapa.

Sabina cruzó con lentitud la habitación hacia él. Arthur no dijo nada, ni hizo ningún movimiento y, cuando llegó a su lado, ella llevaba los dedos unidos en un nervioso gesto. Le parecía que había olvidado lo alto que era su prometido y su reserva y altivez usual. Era como si apenas se diera cuenta de su existencia y eso la hizo sentir pequeña e insignificante.

—Por favor, Arthur… lo siento… mucho.

Las palabras salieron temblorosas de sus labios y entonces, por fin, él se volvió para escudriñar sus mejillas y comprobar que su piel estuviera completamente libre de afeites.

—Así es mejor.

Habló con la condescendiente aprobación de un maestro de escuela, más que de un enamorado.

—¿Ya no estás… enfadado?

Era la pregunta de una niña que había estado asustada.

—Estaba furioso esta tarde, te lo digo con franqueza.

—Lo sé y lo… siento. No pensé que lo… notarías, o nunca lo habría… hecho.

—¡Claro que noto todo en ti! —contestó Arthur.

Como si de pronto se hubiera recobrado de su mal humor, la rodeó con su brazo y la atrajo hacia él.

—Tienes que aprender lo que está bien y lo que está mal, ¿sabes? No tienes mucha experiencia y has llevado una vida muy sencilla, así que no te puedo culpar del todo por cometer un error. Además, fue culpa de mi madre. Pero déjame poner esto bien en claro desde un principio: Me gustas tal como te vi por primera vez. No quiero una muñeca engalanada por esposa. Quiero una muchacha inglesa del campo… alguien en quien yo pueda confiar, alguien que se sienta satisfecha con ser mi esposa y que no quiera andar por ahí, llamando la atención.

—Comprendo —contestó Sabina en voz baja—. Pero me gustan los vestidos bonitos, de cualquier modo. No es posible que te haya gustado de verdad ese horrible vestido blanco que llevaba puesto la noche que te conocí. Era un traje viejo y, además no me quedaba bien.

—A mí me pareció bien —contestó Arthur con vaguedad—. Parecías una dama; eso fue lo que me gustó de ti.

—¿Y no me veo como una dama ahora? —preguntó Sabina, con un ligero toque de malicia que no pudo suprimir del todo.

—Te ves bien —dijo Arthur—. Pero me gustaba más cómo llevabas el cabello antes. No era tan llamativo.

—Un francés en el casino, anoche, se refería continuamente en francés a la bella inglesa. No comprendí, hasta largo rato después, que se refería a mí.

—¡Pues vaya tipo impertinente! —dijo Arthur con brusquedad—. Esos patanes son todos iguales cuando ven a una mujer decente. No debes buscar cumplidos de ese tipo. No quiero que te dirijan ninguno.

—Pero, a mí me gustan los cumplidos —dijo Sabina con sinceridad—. ¿Sabes?… no he recibido muchos en mi vida.

—Y no los necesitas ahora —dijo Arthur con cierta rudeza.

Se inclinó hacia ella y le besó la mejilla.

—Te ves muy bien. ¿Es eso lo que querías oír?

—Sí; por supuesto —sonrió Sabina—, y gracias por decirlo.

Arthur la atrajo hacia él y volvió a besarle la mejilla.

—Entonces, todo está bien —dijo—. Ahora ya me tienes aquí y no necesitas escuchar a ningún francés. Amigos de mi madre, supongo. Una colección completa de zánganos, buenos-para-nada, si quieres mi opinión sobre ellos.

—A mí me parecieron encantadores y fueron muy amables conmigo —murmuró Sabina.

No pudo evitar que la molestara el que Arthur criticara a su madre ante ella. Pero él no pareció escucharla.

—Detesto los países extranjeros… siempre los he aborrecido —dijo con aire pomposo—. Pero lo que más me disgusta es la gente que vive en ellos.