I

Hasta que las seis colonias australianas se federaron en 1901, estaban separadas hasta un extremo absurdo. Cada una tenía sus propios sellos, su horario, su sistema de tasas y exenciones. Como observa Geoffrey Blainey en A Shorter History of Australia, el propietario de un pub de Wodonga, Victoria, que deseara vender cerveza elaborada en Albury, en la orilla opuesta del Murray River en Nueva Gales del Sur, pagaba tantas tasas como con la cerveza que se traía de Europa. Evidentemente, era una locura. Por ello, en 1891, las seis colonias (más Nueva Zelanda, que estuvo a punto de unirse a ellas, pero abandonó después) se reunieron en Sydney para discutir la formación de una nación como dios manda, que se conocería como la Commonwealth de Australia. Se tardó varios años en pulir todos los puntos, pero el 1 de enero de 1901 se proclamó una nueva nación.

Como Sydney y Melbourne estaban tan igualadas en cuestión de preeminencia, se acordó, en aras de la convivencia, construir una nueva capital en algún lugar del bush. Mientras tanto, Melbourne sería la capital interina.

Pasaron años sin que se decidiera dónde debía instalarse la capital hasta que los responsables se fijaron en una oculta comunidad de granjeros cerca de Tidbinhilla Hills, en el sur de Nueva Gales del Sur. Se llamaba Canberra, aunque entonces respondía a la versión inglesa de Canberry. Fría en invierno, con un calor abrasador en verano, lejos de todas partes, ocupaba una situación inverosímil para ser una capital nacional. Unos dos mil trescientos kilómetros cuadrados de territorio circundante, la mayoría de pastos prácticamente inútiles, fueron cedidos por Nueva Gales del Sur para formar la Capital Territorial Australiana, una zona federal a semejanza del distrito americano de Columbia.

La joven nación ya tenía capital. El siguiente problema era cómo llamarla, y así se consumió otro período entre apasionados rencores para resolver la cuestión. King O’Malley, un político de origen americano, uno de los impulsores de la federación, quería llamar a la nueva capital Shakespeare. Se sugirieron otros nombres como Myola, Wheatwoolgold, Emu, Eucalypta, Sydmeladperbrisho (las primeras sílabas de las capitales estatales), Opossum, Gladstone, Thirstyville, Kookaburra, Cromwell y el fatuo y malsonante Victoria Defendera Defender. Finalmente, Canberra ganó más o menos por defecto. En una ceremonia oficial para sancionar la decisión, la esposa del gobernador general habló ante una reunión de dignatarios y «con voz quejumbrosa» anunció que el nombre ganador era el que siempre se había utilizado. Desgraciadamente, nadie la había informado, y lo pronunció mal, colocando el acento enfáticamente en la sílaba media en lugar de ligeramente en la primera. No tiene importancia. La joven nación tenía capital y denominación, y, desde la unión, sólo habían tardado once años en conseguirlo. A ese paso arrollador, y si todo iba bien, podrían tener la ciudad en marcha al cabo de unos cincuenta años. Aunque, tardó bastante más.

Aunque Canberra es ahora una de las ciudades más grandes de la nación y una de las poblaciones más importantes de la Tierra, sigue siendo la parte más recóndita de Australia. Teniendo en cuenta que es la capital, no es nada fácil llegar a ella. Para ello hay que desviarse 65 km de la carretera principal de Sydney a Melbourne, la Hume Highway, y está igualmente abandonada por la principal línea de ferrocarril. Su carretera más importante hacia el sur no va a ninguna parte y no se puede llegar a la ciudad por el oeste como no sea por una pista que parte del pueblecito de Tumut.

En 1996, el primer ministro, John Howard, armó un escándalo después de su elección al negarse a vivir en Canberra. Dijo que seguiría residiendo en Sydney y viajaría a Canberra cuando hiciera falta. Como podéis imaginaros, esto armó un revuelo entre los ciudadanos de la capital, probablemente porque no se les había ocurrido a ellos antes. Lo más interesante es que John Howard es el hombre más aburrido de Australia. Imaginaos a un comprometido director de pompas fúnebres —alguien cuya mayor ambición desde los once años fuera hacer ese trabajo, y que estuviera orgulloso de haber sido elegido con el tiempo presidente de la Asociación de Directores de Pompas Fúnebres del Distrito—, después partid por la mitad su personalidad, volved a partirla de nuevo y tendréis a John Howard. Cuando un hombre tan pasmosamente soso como John Howard le hace ascos a un sitio vale la pena echarle un vistazo. Me moría de ganas de verlo.

Te acercas a Canberra por una carretera de dos carriles que discurre por un paisaje de bosques, gradualmente se metamorfosea en un bulevar más urbano, aunque sigue siendo bosque, y finalmente llegas a una zona de casas bien distanciadas y de aspecto imponente, entonces te das cuenta de que ya has llegado —o lo más cerca que puedes «llegar» a un lugar tan disperso y vago como Canberra—. Es una ciudad muy rara, porque no es realmente una ciudad, es más bien un parque enorme con una ciudad disimulada dentro. Toda ella es césped, árboles, setos y un gran lago ornamental. Todo muy agradable, pero un poco insólito.

Alquilé una habitación en el Hotel Rex sencillamente porque fui a parar allí y no había estado nunca en un hotel con nombre de animal doméstico. El Hotel Rex era exactamente lo que esperarías de un gran hotel de cemento denominado Rex. Pero me daba igual. Me moría de ganas de estirar las piernas y brincar un poco por tanto verdor. Así que me registré, dejé mis maletas y volví enseguida al aire libre. Había pasado ante una oficina de turismo antes de entrar y me pareció recordar que estaba cerca, o sea que decidí ir dando un paseo. Resultó ser muy lejos, pero que muy lejos, que es lo que suele suceder en Canberra.

La oficina de turismo estaba a punto de cerrar cuando llegué, y era simplemente un puesto de folletos de atracciones turísticas y lugares donde pasar la noche. En un lateral había una sala de cine que pasaba una película de promoción patéticamente optimista con el título de Canberra: ¡lo tiene todo!, de esas que se jactan de que puedes practicar esquí acuático, comprarte un traje de noche y comer una pizza, todo el mismo día, porque esta ciudad… ¡lo tiene todo! Os lo podéis imaginar. Pero me tragué la película tan contento porque la sala tenía aire acondicionado y era un placer sentare después de tanto caminar.

Por suerte no necesitaba un vestido de noche, ni una pizza, ni practicar esquí acuático, porque al volver a la calle no encontré nada de eso. Pero os advierto que, si algún día vais a Canberra, no salgáis del hotel sin un buen mapa, una brújula, provisiones para varios días y un teléfono móvil con el número del servicio de socorro. Anduve dos horas por barrios verdes, agradables, interminables e idénticos, sin saber si estaba dando vueltas en círculo. De vez en cuando llegaba a una rotonda frondosa, con calles que partían en todas direcciones, y que ofrecían una vista idéntica de aquel paraíso suburbano de las antípodas. Yo me aventuraba por la que creía que podía devolverme a la civilización, pero siempre acababa saliendo diez minutos después a otra rotonda idéntica. No vi a nadie andando o que regara el césped. Muy de vez en cuando pasaba algún coche, que se paraba en los cruces, y el conductor miraba a su alrededor con una cara desesperada que parecía decir: «¿Dónde demonios estará mi casa?».

Pensaba que encontraría un pub tan bonito como los que había visto en Sydney, un lugar lleno de trabajadores relajándose al final del día, tan concurrido que habría gente charlando alegremente hasta en la calle. Después seguiría una cena en un restaurante de barrio con sabor antiguo y generosas raciones. Sin embargo, cualquier tipo de diversión parecía ausente de las dormidas calles de Canberra. Al fin, bruscamente, doblé una esquina y me encontré en pleno centro. Al menos había tiendas y restaurantes y otras amenidades propias de una ciudad, pero todo estaba cerrado. El centro de Canberra era una serie de zonas de servicios intercaladas entre zonas de tiendas, y carecía de todo signo de vida, exceptuando un ruido de palmas o golpes que reconocí al cabo como de monopatines. Como no tenía nada mejor que hacer, seguí el sonido hasta una plaza abierta y vi a media docena de adolescentes, todos con gorras de béisbol con la visera al revés y pantalones cortos anchos, que afinaban sus modestas y mal encaminadas habilidades sobre un pasamanos de metal. Me senté un minuto en un banco y con interés morboso observé cómo se arriesgaban a sufrir una fractura y traumas testiculares por la efímera satisfacción de deslizarse por una barandilla de cinco centímetros para ser vencidos por la gravedad y la imposibilidad de mantener el equilibrio y caer al inflexible asfalto. Era un objetivo francamente tonto.

Creo que no hay nada más imbécil que preguntar a seis adolescentes con gorras de béisbol con la visera al revés que te recomienden un restaurante, pero eso es lo que hice.

—¿Eres americano? —preguntó uno de los chicos en un tono de sorpresa que francamente no me esperaba en una capital mundial.

Lo reconocí.

—Hay un McDonald’s muy cerca.

Amablemente les expliqué que no era necesario que fuera la comida de mi país.

—Pensaba en un restaurante tailandés —insinué.

Me miraron con esa expresión de convencido asombro que sólo se puede hacer cuando se tienen catorce años.

—¿O un indio, quizá? —propuse esperanzado, recibiendo la misma mirada de no-hay-nadie-en-casa—. ¿Indonesio? —seguí—. ¿Vietnamita? ¿Libanés? ¿Griego? ¿Mexicano? ¿Malayo?

A medida que la lista crecía, parecían más inquietos, como si temieran que los fuera a acusar por la falta de variedad culinaria de la zona.

—¿Italiano? —dije.

—Hay un Pizza Hut en Lonsdale Street —intervino uno con una mirada triunfal—. Tienen bufé libre los martes.

—Gracias —dije, aunque aquello no me llevaría a ninguna parte. Me disponía a marcharme, pero me volví—. Hoy es viernes —apunté.

—Sí —dijo el chico, asintiendo solemnemente—. Los viernes no hay.

Encontré la forma de volver al Rex, pero cuando llegué a la entrada me di cuenta de que no me apetecía cenar en mi propio hotel. Es un plan aburrido y solitario; como admitir que uno no tiene vida. La verdad es que no tenía vida, pero esa no es la cuestión. ¿Sabéis qué es lo más melancólico de cenar solo en tu hotel? Cuando vienen a retirar los demás servicios de la mesa como diciendo: «Es evidente que no espera a nadie esta noche, o sea que nos llevamos todo esto, le dejamos mirando a una columna, y enseguida le traemos un gran cesto con sólo un panecillo. ¡Diviértase!».

Me quedé un momento en la entrada del Rex, y volví a salir a la calle. Estaba en un bulevar importante, aunque apenas tenía tráfico, ocupado por oscuros edificios de oficinas en plena expansión. Unos centenares de metros más adelante encontré un hotel parecido al Rex. Tenía un restaurante italiano con entrada propia, y me pareció lo mejor que podría encontrar. Entré y me quedé de piedra al ver que estaba lleno de paisanos acicalados como para salir. Su trato familiar con los camareros y con el entorno en general revelaba una relación con el local algo más que transitoria. Cuando los propios ciudadanos comen en el restaurante de un gran hotel de cristal y cemento, uno se da cuenta de que andan, en cierta medida, necesitados.

El camarero se llevó los demás servicios de la mesa, pero me trajo seis bastoncitos de pan, suficientes para compartirlos si hacía algún amigo. Era un lugar alegre, todo el mundo bebía a gusto —a los australianos les gusta beber, gracias a dios— y la comida era estupenda, pero seguía siendo evidente que estábamos cenando en un hotel. En Canberra es habitual, ya lo descubriría, comer y beber en hoteles grandes y sin carácter y en otros espacios neutros, de modo que te pasas el tiempo sintiéndote como si estuvieras haciendo escala en un enorme aeropuerto internacional.

Más tarde, repleto de pasta, tres botellas de cerveza italiana y los bastoncitos de pan (no llegué a trabar ninguna amistad), fui a dar otro paseo exploratorio, esta vez en una dirección ligeramente opuesta, convencido de que en algún lugar de Canberra tenía que haber un pub normal y posiblemente un restaurante agradable para la noche siguiente, pero no encontré nada y otra vez fui a parar al umbral del Rex. Miré el reloj. Eran sólo las nueve y media de la noche. Entré en el bar del hotel, pedí una cerveza y me senté en una butaca con un alto respaldo. El bar estaba vacío exceptuando una mesa con tres hombres y una mujer que se estaban poniendo ruidosamente alegres, y un caballero solitario en un taburete de la barra.

Me bebí la cerveza, saqué un pequeño bloc de notas y un bolígrafo y los dejé ante mí en la mesa por si de repente se me ocurría alguna observación importante, después saqué un libro que había comprado en una tienda de segunda mano en Sydney. Se titulaba Inside Australia y había sido publicado en 1972; era de John Gunther, un periodista americano, un nombre que hace tiempo figuró en los anales del periodismo de viajes, pero que ahora, yo creo, ha caído en el olvido. Era su último libro; tenía que serlo porque murió mientras lo preparaba, pobre.

Lo abrí por el capítulo de Canberra, ansioso por saber qué decía del lugar en aquella época. La Canberra que describe es una pequeña ciudad de 130.000 habitantes «bucólica como una ciudad en el campo», un lugar agradable con pocos semáforos, poca vida nocturna, un modesto surtido de bares y más o menos «media docena de buenos» restaurantes. En resumen, que parecía que desde 1972 hubiera ido hacia atrás. Me enorgulleció descubrir que el Hotel Rex figuraba como un lugar de buen gusto para turistas —siempre es agradable ver confirmadas tus decisiones ni que sea al cabo de treinta años— y que su bar se consideraba uno de los más animados de la ciudad. Levanté la mirada del libro y me estremecí al pensar que a lo mejor todavía lo era.

Finalmente pasé al capítulo de la política australiana, que había sido la razón para que comprara el libro. Aparte de la forma de puntuar en el fútbol australiano y un plato muy celebrado, pie floater (imaginaos algo poco apetitoso y marrón flotando sobre algo poco apetitoso y verde), no hay nada en la vida australiana más complicado y desconcertante para un extranjero que la política. Había intentado un par de veces leer libros de política australiana escritos por australianos, pero todos partían de la insólita premisa de que el tema es interesante —una postura atrevida, sin duda, pero no muy útil—, así que esperaba que las observaciones más distanciadas de un paisano americano pudieran ser más instructivas. Gunther había hecho un valeroso intento, hay que reconocerlo, pero era una misión que sobrepasaba su capacidad de síntesis sin perder la lucidez. Como ejemplo, lo siguiente es un fragmento de su explicación del sistema de votación preferente australiano:

Si después de añadir los segundos votos preferentes a los primeros, no hay todavía un candidato con una mayoría del total de papeletas escrutadas, el proceso se repite: las papeletas del candidato en última posición en esta etapa del recuento se dividen de acuerdo con la segunda preferencia. Si ha heredado algunos votos eliminados de segunda preferencia del primer hombre, éstos se redistribuyen de acuerdo con la tercera preferencia. Y así sucesivamente.

Lo que más me gusta es esa conclusión tan informal «Y así sucesivamente». Es muy hábil porque es como si dijera: «Yo lo entiendo todo perfectamente, pero no es necesario que os aburra con los detalles», cuando lo que está diciendo es: «No tengo ni la más remota idea de lo que significa esto y francamente me importa un rábano, porque mientras redacto estas palabras estoy sentado en el bar de un mausoleo del bush, o sea, el Hotel Rex, y es viernes por la noche, estoy medio colocado, estoy a punto de morirme de aburrimiento y voy a pedirme otra copa». Lo más extraordinario es que yo sentía exactamente lo mismo.

Miré el reloj y me quedé desolado al ver que eran sólo las diez y diez; pedí otra cerveza, cogí el bloc de notas y el bolígrafo y, después de reflexionar un minuto, escribí: «Canberra, lugar espantosamente aburrido. Pero cerveza fría». Pensé un poco más y escribí: «Comprar calcetines». Dejé el bloc de notas sobre la mesa, pero no lo guardé, e intenté sin mucho éxito enterarme de la conversación que mantenían los cuatro animados personajes de enfrente. Entonces decidí inventarme un nuevo eslogan para Canberra. Primero escribí: «Canberra: ¡no tiene nada!» y después «Canberra ¿por qué esperar a la muerte?». Pensé un poco más y escribí: «Canberra. ¡Una puerta a cualquier otro lugar!», que es la que más me gusta. Pedí otra cerveza e hice un dibujo donde veía a dos salmones jóvenes, que después de subir por una serie de animadas cascadas, descansaban agotados en un estanque de agua en calma, y uno le decía al otro: «¿Por qué no paramos un momento y nos la cascamos?». Esto me hizo mucha gracia y me guardé el papel en el bolsillo para cuando aprendiera a dibujar algo que la gente pudiera reconocer. Seguí escuchando al grupo un poco más, asintiendo y sonriendo apreciativamente cuando parecía que decían una ocurrencia y esperando que me vieran y me invitaran a reunirme con ellos, pero no lo hicieron. Me tomé otra cerveza.

Creo que la última cerveza fue un error porque no recuerdo gran cosa después, aparte de esa sensación de suprema buena voluntad hacia cualquiera que pasara por la habitación, incluida una señora filipina que entró con una aspiradora y me pidió que levantara las piernas para limpiar debajo de la butaca. Mis notas de la noche incluyen sólo dos entradas más, las dos con una letra bastante ilegible. Una dice: «Victoria Bitter: ¿por qué la llaman así? No es amarga en absoluto. ¡Pero qué buena es!». La otra decía: «Te lo juro, Barry, ¡le salían los pedos con chispas!». Creo que lo último tenía que ver más con alguna expresión australiana que había oído en la otra mesa que con una manifestación flatulenta.

Pero puedo equivocarme. Algo de eso había.

Por la mañana, al despertarme me encontré que en Canberra caía una monótona y pertinaz lluvia. Tenía planeado pasear por el puente principal sobre el Lake Burley Griffin y acercarme al barrio de museos y edificios administrativos del otro lado. Hacía una mañana espantosa, era una tontería salir a pasear, pero aun me sentí peor cuando me di cuenta inexorablemente, al salir del hotel, de que me había embarcado en una expedición todavía más épica que la de la tarde anterior. Canberra es la ciudad más espaciosa que uno pueda imaginarse. Sobre el papel resulta estimulante, con su lago serpenteante, las avenidas frondosas y las 4.000 hectáreas de parques (para hacerse una idea, Hyde Park en Londres tiene 137 hectáreas), pero a la hora de la verdad es sólo una barbaridad de jardines extensísimos, interrumpidos a intervalos distantes por edificios y monumentos.

Vale la pena pensar por qué ha acabado así. En 1911, una vez decidida la instalación de la capital, se convocó un concurso para diseñarla, que ganó un tal Walter Burley Griffin de Oak Parks, Illinois, un discípulo de Frank Lloyd Wright. El diseño de Griffin era sin lugar a dudas el mejor, pero eso no significa mucho. Otro concursante, un francés llamado Alfred Agache, sin tener demasiado en cuenta las reglas, u omitiéndolas del todo, colocó el Parlamento y muchos otros edificios en una llanura inundable, garantizando que los legisladores se dedicarían a achicar el agua cuando lloviera mientras debatían. Además, por razones que invitan a la especulación, situó la depuradora de aguas residuales en el centro de la ciudad, a modo de pieza central. A pesar de tan estrafalarios fallos, su propuesta quedó la tercera. La segunda fue para Eliel Saarinen, padre de Eero, el hombre que convenció posteriormente a los jueces del Opera House de que eligieran el atrevido diseño de Jørn Utzon. El diseño de Saarinen padre era perfectamente factible, pero tenía algo de brutal, una especie de toque de proto Tercer Reich que inquietó a los jueces australianos.

El plan de Griffin, en cambio, era atractivo de entrada. Proyectaba una gran ciudad jardín de 75.000 habitantes con avenidas bordeadas de árboles que la cruzaban y un lago ornamental en el centro. Elegante y tranquila, majestuosa pero no arrogante, se ajustaba a los modestos deseos de respetabilidad que caracterizan al australiano. Además, Griffin fue capaz de entender el alcance de la presentación. Lo suyo no eran simples esbozos que parecieran garabateados en una servilleta de un bar, sino una serie de cuadros panorámicos exquisitamente dibujados en un trazo muy fino. Para ello tuvo la inestimable ayuda —decisiva, diría— de su nueva esposa, Marion Mahony Griffin, sin duda una de las grandes artistas de la arquitectura de este siglo.

Los dibujos, realizados por Marion, muestran la silueta de la ciudad llena de formas gráciles —una cúpula aquí, un zigurat allá— pero poca cosa en detalle. Son impresiones seductoras, etéreas y astutamente distantes. Son unos dibujos que pueden contemplarse durante horas con placer, pero dejas de mirarlos y ya no te acuerdas de ellos, no te queda más que la sensación de una composición agradable. Aunque Griffin y su esposa no habían estado nunca en Australia (trabajaban con mapas fotográficos) los dibujos muestran una extraordinaria afinidad con el paisaje —una apreciación de su simple y ordenada belleza y sus grandes cielos que jurarías basada en el conocimiento del terreno—. No le estamos quitando méritos a Walter: era un arquitecto dotado e incluso a veces inspirado, pero Marion fue el genio del proyecto.

Los Griffin tenían una tendencia decididamente bohemia —a él le gustaban los sombreros blandos y grandes y las corbatas de terciopelo; ella tenía una desafortunada afición a bailar en los claros del bosque con túnicas diáfanas, a lo Isadora Duncan— y esto sin duda se volvió contra ellos en el áspero y realista mundo de la política australiana de la segunda década del siglo. En definitiva, encontraron escasos fondos y poco entusiasmo cuando llegaron a Australia en 1913, y el estallido de la Primera Guerra Mundial al año siguiente lo estropeó todo aún más. Una vez allí, Griffin no parecía capaz de ponerse manos a la obra. No tenía experiencia en la gestión de un gran proyecto y tampoco se ajustaba a su forma de ser. En 1920 no se había hecho nada más que un somero trabajo de señalización de las principales calles. A finales de año, más o menos de común acuerdo, abandonaron el proyecto.

Griffin permaneció en Australia quince años más y se convirtió en uno de los arquitectos más ilustres del país, pero los edificios que diseñó no se llegaron a construir o desde entonces los han derribado. Cada vez más atrapado en problemas económicos, se trasladó a la India en 1935. Allí, en 1937, contrajo una peritonitis al caer de un andamio y murió con sesenta años. Lo enterraron en una tumba anónima. Hoy día lo único que ha perdurado de una larga y laboriosa carrera profesional son el Newman College, en la Universidad de Melbourne, un par de incineradoras municipales y Canberra, pero Canberra ni siquiera es toda suya.

Sólo el dibujo de la planta, por decirlo de algún modo, es suyo: las avenidas, las rotondas, el lago que parte la ciudad en dos. Las edificaciones fueron a parar a distintas manos. Se construyó toda una ciudad siguiendo su proyecto, pero no se obtuvo la coherencia que contenía su diseño. Es un montón de edificios estatales aislados en una estepa artificial. Incluso el lago, que serpentea entre la mitad comercial y parlamentaria de la ciudad, tiene algo curioso de monótono y artificial. En un promontorio abrupto de la zona norte del bosque había un edificio de proporciones modestas llamado National Capital Exhibition, y allí me dirigí primero, más con la esperanza de deshidratarme un poco, que porque esperara ampliar mi educación significativamente.

Estaba bastante lleno. En la entrada principal había dos simpáticas señoras sentadas ante una mesa con un montón de bolsas de regalo para los visitantes —bolsas grandes, amarillas y brillantes—, y todos los que pasaban las aceptaban con expresiones de gratitud y profunda emoción.

—¿Una bolsa para visitantes, señor? —me llamó una de las señoras.

—Oh, sí por favor —dije, más entusiasmado de lo que me gusta admitir.

La bolsa para visitantes era una pesada ofrenda, pero tras una inspección descubrí que no contenía más que un montón de folletos —las obras completas, parecía, de la oficina de turismo que había visitado el día anterior—. La bolsa pesaba tanto que las asas se tensaban y rozaba el suelo. La arrastré un rato hasta que decidí abandonarla detrás de una planta. Y ahora viene lo bueno. ¡Ya no había sitio! Allí había por lo menos noventa bolsas. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que casi nadie llevaba la bolsa de plástico. Apoyé la mía contra la pared, junto a la planta, y al incorporarme vi a un hombre que venía hacia mí.

—¿Es ahí dónde van las bolsas? —preguntó, seriamente.

—Sí, aquí es —contesté con la misma seriedad.

Asumiendo mi transitorio cargo de director de asuntos internos lo vi apoyar la bolsa cuidadosamente contra la pared. Después las observamos los dos un momento prudentemente, encantados de haber contribuido a la importante tarea de trasladar centenares de bolsas amarillas del vestíbulo a un punto de reunión de la sala contigua. Mientras estábamos así, llegaron dos más.

—Déjenlas ahí —propusimos los dos, casi al unísono, e indicamos donde estábamos apuntalando la pared.

Después intercambiamos satisfechos saludos con la cabeza y entramos en el museo.

El National Capital Exhibition era excelente. Estas cosas suelen serlo en Australia. No era un edificio muy grande, pero daba una buena información sobre la historia y el desarrollo de Canberra. Lo que me sorprendió fue lo reciente que era todo. Algunas paredes exponían fotografías de Canberra en el pasado, y eran impresionantes en comparación con el presente. Lake Burley Griffin[*], por ejemplo, no se llenó hasta 1946. Antes había sido una ciénaga en el centro de la ciudad. En otra parte, un par de fotografías aéreas contrastadas mostraban Canberra en 1959 (39.000 habitantes) y Canberra ahora (330.000 habitantes). Aparte de algunos edificios en lo que se conoce como Zona Parlamentaria y el relleno del lago, lo más notable era lo poco que había cambiado el aspecto de la ciudad.

Tras tanta información, tenía ganas de verlo todo con mis propios ojos, por lo que salí de allí y emprendí el camino del bosque contiguo hacia el Commonwealth Avenue Bridge y la parte lejana y, según dicen, oficial de la ciudad. Había dejado de llover, pero Lake Burley Griffin exhibe una maravilla de la ingeniería (la maravilla es que se molestaran en hacerla), el Captain Cook Memorial Jet, una especie de surtidor que lanza agua varios centenares de metros hacia arriba de una forma tan poco llamativa que asombra, porque pilla cualquier brisa y la difumina en una rociada fina pero torrencial sobre el puente y todo lo que haya en él. Suspirando, lo crucé y salí al otro lado, donde había una zona de césped extravagante por lo espaciosa, punteada a intervalos distantes por edificios gubernamentales y museos, todos tan remotos como los objetos que se ven por la parte equivocada de un telescopio.

Incluso el National Capital Authority, el órgano que gobierna la ciudad, admite en un folleto promocional que «muchas personas creen que la Zona Parlamentaria tiene un carácter vacío e inacabado, donde las vastas distancias entre las instituciones y otras instalaciones desaniman a los peatones a moverse y realizar actividades». Eso digo yo. Era como caminar por el recinto de una feria mundial enorme que no hubiera acabado de desmontarse nunca del todo.

Fui primero a la Biblioteca Nacional porque quería ver el diario del Endeavour, el famoso diario de viaje del capitán Cook. Él, naturalmente, se llevó el diario a su casa después de su épico viaje de descubrimientos, pero se perdió después de su muerte y así continuó casi ciento cincuenta años, hasta que apareció en una subasta de Sotheby’s en Londres, en 1923. El gobierno australiano lo compró inmediatamente por 5.000 libras esterlinas (casi el doble de lo que estaba dispuesto a pagar por el diseño de la ciudad en que se guarda) y ahora se trata con la clase de reverencia que en Estados Unidos reservamos a antiguos tesoros como la Constitución y Nancy Reagan. Desgraciadamente, como descubrí cuando me presenté en el mostrador de recepción, no está expuesto, y sólo se puede ver una vez a la semana con cita previa.

Miré desanimado al hombre.

—Pero si he viajado 13.500 km —balbuceé.

—Lo siento —dijo, como si lo sintiera de verdad.

—He pasado una noche en el Rex —dije, pensando que lo ablandaría, pero no estaba en su mano ayudarme.

Sin embargo, sí que me facilitó un folleto donde se podía ver una foto del diario y me animó a dar una vuelta por las galerías públicas. Resultaron ser espléndidas. Una sala tenía retratos de australianos notables (bueno, al menos para otros australianos) y en otra había una exposición de los dibujos originales del Opera House de Sydney. Entre ellos había no sólo los esbozos ganadores de Utzon, sino los que habían quedado segundo y tercero, ambos radiantes y mediocres. En segundo lugar había quedado un gran cilindro con estampado de arlequín en acero inoxidable. En tercer lugar algo que parecía un gran supermercado. En una vitrina de cristal había una maqueta de madera, obra de Utzon, mostrando que las velas del tejado del Opera House no pretendían equiparar a los veleros del puerto (una afirmación que se hace una y otra vez en libros y artículos, dentro y fuera de Australia), sino que son simples secciones de una esfera.

Después había otras 400 hectáreas de sabana sin civilizar hasta la National Gallery, un museo sorprendente por su enormidad, metido en una especie de fortaleza. Era espacioso y variado y en general muy interesante. Me conmovieron especialmente las pinturas del outback de Arthur Streeton, de quien no había oído hablar, y la gran colección de pinturas aborígenes, realizadas sobre corteza enrollada u otra superficie natural y cubiertas de manchas de colores y garabatos. Un hecho que se destaca poco es que los aborígenes tienen la cultura más antigua de la Tierra, y su arte se remonta a las auténticas raíces. Imaginaos que hubiera una gente así en Francia que pudiera llevaros a las cuevas de Lascaux y explicaros con detalle el significado de las pinturas —por qué el bisonte huye del rebaño, qué significan esas tres líneas onduladas— porque para ellos está tan fresco y tiene tanto sentido como si lo hubieran hecho ayer. Pues los aborígenes pueden hacerlo. Es una gesta humana sin igual, poco apreciada, y creo que merece que lo mencione aquí, ¿no os parece?

Tenía la intención de ir al Parlamento, pero al salir de la National Gallery descubrí que la tarde estaba en el ocaso. Tendría que dejarlo para el día siguiente. Empecé a bajar la suave pendiente hacia el lago y el puente. El cielo se estaba aclarando y en las colinas lejanas se veían retazos de luz plateada. Ahora que las nubes habían cesado su asalto a la tierra y se habían retirado a unas alturas más algodonosas, la vista era realmente preciosa. Canberra es una ciudad de monumentos, la mayoría muy grandes y casi todos con su propia avenida de árboles; desde allí los contemplabas de una ojeada. Me recordaba menos a una ciudad —mucho menos— que a, pongamos, un campo de batalla. Producía esa sensación de espacio y respetuoso verdor que encuentras en Gettysburg o Waterloo.

Era imposible creer que 330.000 personas estuvieran incluidas en esa vista y fue esta idea —que me sobresaltó— la que me hizo cambiar mi percepción de Canberra. La había estado ridiculizando por lo que era su mayor logro. Era un lugar que, sin el menor indicio de estrés, se había multiplicado por diez desde finales de los años cincuenta y seguía siendo un parque.

Me imaginé alguna comunidad pequeña y agradable de Estados Unidos como Aspen, Colorado, intentando absorber 30.000 residentes más en cuarenta años y pensé en los kilómetros de infraestructura que habría que montar en cualquier parte y de cualquier manera; los centros comerciales y los aparcamientos, las carreteras elevadas sobre un bosque de rótulos brillantes y vallas publicitarias, las hectáreas de zonas residenciales («¡Adiós a los bosques! ¡Adiós a las granjas!»), los supermercados y tiendas lejanas, la maraña de moteles, estaciones de servicio y restaurantes de comida rápida. En Canberra no hay nada de eso. Se puede considerar un triunfo. Mis sentimientos hacia la ciudad se habían transformado instantáneamente.

Aun así, uno o dos pubs decentes no le irían mal.

II

Ahora os explicaré por qué nunca entenderéis la política australiana. En 1972, después de 23 años de gobierno del Partido Liberal conservador, Australia eligió un gobierno laborista bajo el liderazgo del elegante y urbano Gough Whitlam. Enseguida, el gobierno de Whitlam emprendió un ambicioso programa de reformas, dio derechos a los aborígenes, hizo volver a los soldados australianos de Vietnam, declaró gratuita la educación universitaria y muchas cosas más. Pero, como sucede a veces, el gobierno perdió gradualmente su mayoría y en 1975 el Parlamento estaba en un punto muerto del que ni Whitlam ni el líder de la oposición, Malcolm Fraser, pensaban moverse.

En este callejón sin salida intervino el gobernador general, sir John Kerr, representante oficial de la reina en Australia. Haciendo uso de un privilegio de reserva no invocado anteriormente, disolvió el gobierno de Whitlam, puso a Fraser al mando y convocó elecciones generales. El ultraje y la indignación que sintieron los australianos ante la arbitraria interferencia es difícil de describir. El país fue presa de un furioso resentimiento. Antes de que tuvieran la menor posibilidad de resolver sus diferencias entre ellos, un representante no elegido de un gobierno del otro lado del planeta había tomado cartas en el asunto. Era un recordatorio humillante de que Australia seguía siendo en el fondo una colonia subordinada constitucionalmente al Reino Unido.

No obstante, como se les exigía, los australianos celebraron unas elecciones generales en las que los votantes expulsaron abrumadoramente —abrumadoramente— a Whitlam y eligieron a Fraser. En otras palabras, el electorado refrendó tranquilamente la acción que tanto había sublevado a la nación hacía sólo un mes.

A esto me refiero cuando digo que nunca entenderéis la política australiana.

Parte del problema, naturalmente, es que es imposible seguir la política australiana desde el extranjero porque nos llegan muy pocas noticias de los asuntos del país. Pero aunque estés allí y te apliques a seguir el tema, te encuentras preso en una densidad de argumentos, una complejidad de puntos delicados, una madeja de relaciones y enemistades que impide la comprensión. Dales un tema a los australianos, y discutirán apasionadamente y con tanto detalle, desde tantos ángulos, con la introducción de tantos asuntos secundarios que le resultará impenetrable a un forastero.

En el momento de mi visita, el tema nacional era si Australia se convertiría en una república, si cortaría sus últimos lazos coloniales con Gran Bretaña y adoptaría medidas para asegurarse de que ningún futuro John Kerr volviera a humillar de aquella forma a la nación. A mí no me parecía cuestionable. Es obvio que cualquier nación querría tener el control de su propio destino. Uno esperaría, como mínimo, que la decisión fuera clara.

Sin embargo, sé con seguridad que los australianos se han hecho un lío dando vueltas a cualquier posible objeción a tal cambio durante dos años. ¿Quién será el nuevo presidente que se ajuste a ese sistema y cómo garantizar que no haga lo que no debe? ¿Qué haremos con nombres como «Royal Australian Air Force» y «Royal Flying Doctor Service» si ya no somos «reales»? ¿Qué palabras pondremos en el nuevo preámbulo de la constitución? ¿Nos referiremos al «compañerismo» australiano como le gustaría a John Howard o reconoceremos que es un concepto vacío y tonto? Ay, Señor, qué complicado. Quizá fuera mejor dejar las cosas como están, y a ver si los británicos son buenos con nosotros.

No pretendo decir que no sean cuestiones importantes, naturalmente. Pero resulta muy agotador seguirlo, y acabas con dos impresiones interrelacionadas: que a los australianos les encanta discutir por discutir y que preferirían dejarlo todo tal como está. Finalmente, claro, votaron en contra de la república, aunque en el momento de mi visita parecía un resultado improbable. Otra razón por la que los forasteros nunca entenderán la política australiana.

Por otro lado, y eso compensa bastante, los australianos tienen los mejores y más entretenidos debates parlamentarios del mundo. Las noticias de televisión de Estados Unidos, e incluso la británica, se animarían enormemente si ofrecieran un informe diario del debate australiano. No haría falta explicar de qué iba el asunto —de todos modos por lo general no hay quien lo entienda—, sino simplemente permitir que el público disfrutara del intercambio de insultos.

En su libro Among the Barbarians, el escritor australiano Paul Sheehan informa de un intercambio de insultos en el Parlamento entre un hombre llamado Wilson Tuckey y el entonces primer ministro Paul Keating, del que transcribimos sólo un fragmento:

Tuckey: «Usted es idiota. Es un tonto acabado […]».

Keating: «¡Cállese! Siéntese y cállese, cerdo […] ¿por qué no se calla de una vez, payaso? […] Este hombre tiene una mente criminal […] este payaso nos va interrumpir eternamente».

Fue un intercambio muy suave teniendo en cuenta la versatilidad lingüística del señor Keating. Entre los epítetos que habían salido de su boca en el curso del debate público y que embellecen las páginas de lo que debería ser el equivalente australiano del Hansard[*], figuran cabronazos, basura criminal, depravados, gusanos estúpidos y malhablados, meaculos, gusanos sarnosos, gigolós perfumados, chanchulleros cobardes, cabezas cuadradas, timadores inmundos y merluzas pasmados. Y eso para describir a su madre. (Es una broma, ¡claro!) No todas las invectivas parlamentarias son tan groseras, pero todas son igual de buenas.

Había observado estas cosas con placer en mis visitas a Australia, así que ya os imaginaréis la ansiedad con que aparqué mi coche en la zona de visita de Parliament Hill a la mañana siguiente y crucé los ornamentados céspedes para echar un rápido vistazo antes de marcharme a Adelaida.

Parliament House es una edificación nueva que sustituyó a la vieja y más modesta Parliament House en 1988. Es un edificio llamativo y horrible, coronado con una ridícula erección que hace que parezca un árbol de Navidad. Al entrar, me paré junto a un estanque ornamental para echar un vistazo a la erección del tejado.

—La estructura de aluminio más grande del hemisferio sur —declaró, con evidente orgullo, un hombre con una cámara colgada al cuello que me vio examinándola.

—¿Hay muchas estructuras de aluminio compitiendo por el puesto? —pregunté sin poder contenerme.

El hombre se quedó confundido.

—Bueno, no sé —dijo—. Pero si las hay son más pequeñas.

No había pretendido ofenderlo.

—Bueno, sí, es… impresionante —concedí.

—Sí —dijo—. Ésa es la palabra. Impresionante.

—¿Cuánto aluminio lleva? —pregunté.

—Oh, no tengo idea. Pero mucho, se lo aseguro.

—Suficiente para envolver un montón de bocadillos —sugerí ingeniosamente.

Me miró como si yo fuera peligrosamente imbécil.

—No sabría decirle —dijo y, después de dudar un momento, se fue.

Como era domingo por la mañana, no esperaba que el Parlamento estuviera abierto a los visitantes, pero me equivoqué. Tuve que pasar por una inspección de seguridad y me retiraron una pequeña navaja de bolsillo; al cabo de veinte minutos estaba cortando un bollo en la cafetería con algo más letal. El conjunto del Parlamento es así: superficialmente serio y pendiente de la seguridad, con el boato de una importante nación, pero al mismo tiempo bastante relajado, como si supieran que ningún terrorista internacional va a saltarse los parapetos y que los visitantes no son más que gente como tú y yo, que quiere ver dónde se deciden las cosas y después tomarse una taza de té y alguna sabrosa golosina en la cafetería.

Dentro era bastante más bonito de lo que hacía pensar el soso exterior, con madera del país cubriendo suelos y paredes. Lo mejor de todo es que no te llevaban en grupo, sino que te dejaban explorar a tu aire. No he estado en el Capitolio de Estados Unidos, pero me atrevería a decir que no te permiten deambular donde el corazón te lleva. Me sentía como si pudiera ir a cualquier lugar; de haber sabido cuál era la puerta podría haber entrado en el despacho del primer ministro y dejado una nota en el papel secante o quizá dejar el dibujo de los salmones para alegrarle el día. Un par de veces probé las manillas de las puertas. Estaban siempre cerradas, pero no se disparó ninguna alarma ni el personal de seguridad atravesó las ventanas para inmovilizarme con redes y llevarme a la sala de interrogatorios. En las zonas donde había agentes de seguridad, todos eran amables y estaban encantados de responder a tus preguntas. Me quedé impresionado.

El Parlamento australiano está dividido en dos cámaras, la Cámara de los Representantes y el Senado (es interesante, y más bien lamentable, que utilicen el término británico para denominar la institución y el término americano para las cámaras) y ambas estaban abiertas para verlas desde las galerías de visita. Las dos eran bastante pequeñas, pero más elegantes de lo que esperaba. En la televisión, el verde de la Cámara de los Representantes adquiere un aspecto bilioso, como si los miembros debatieran dentro del páncreas de alguien, pero en vivo resulta más refinado y comedido. El Senado, que nunca había visto en televisión (creo que porque los senadores no hacen nada, pero lo comprobaré en mi John Gunther y ya os lo contaré), era de un tono ocre más suave.

En un gran vestíbulo de la planta superior había una galería que contenía retratos al óleo de todos los primeros ministros, y los observé con interés. Había leído bastante sobre ellos, como podéis imaginar, y fue un auténtico placer —algo así como he-oído-hablar-mucho-de-usted— ver finalmente sus caras. Allí tenía al amable Ben Chifley, el primer ministro laborista después de la guerra y un hombre del pueblo hasta el punto de que en Canberra vivía en el modesto Hotel Kurrajong, lo que costaba al contribuyente sólo seis chelines por día, y se le veía cada día yendo en camisón al baño comunitario para afeitarse y lavarse con los demás huéspedes. Después estaba el majestuoso y leonino Robert Menzies, que fue primer ministro durante veinte años pero se consideraba «británico hasta la médula» y soñaba con retirarse a una casita de la campiña inglesa, feliz de volver la espalda a su tierra nativa para siempre. Y el pobre Harold Holt, cuyo desgraciado fin en el mar en 1967 le granjeó mi eterna devoción.

Es un grupo bastante pequeño. Desde 1901 Australia sólo ha tenido 24 primeros ministros, pero me sobresalté al darme cuenta de cuántos no sabía nada. De los 24, conté 14 de los que no sabía absolutamente nada, incluidos ocho —exactamente un tercio— que no sabía ni que hubieran existido. Entre éstos había uno con un festivo nombre, sir Earle Christmas Grafton Page, que fue, para ser justos, primer ministro durante menos de un mes en 1939; pero también William MacMahon, que lo fue casi dos años a principios de los años setenta y de cuya existencia no tenía hasta entonces ni la menor sospecha.

Me habría sentido peor si no fuera porque el día anterior había leído un artículo en el periódico informando de un estudio del gobierno que decía que los propios australianos ignoraban quiénes eran estos hombres tanto como yo; que en Australia había más gente que podía identificar y discutir los éxitos de George Washington que hacer lo mismo con su propio primer jefe de estado electo, sir Edmund Barton.

Y con este sobrio pensamiento en la cabeza, dejé la capital del país y me marché a la lejana Adelaida.