Carmel pasó la infancia en una granja de Victoria oriental en la costa meridional de la Gran Cordillera Divisoria, en un hermoso paisaje de campos verdes con montañas azules como telón de fondo. Howe, un chico de ciudad cuya idea del bush era una desolación monótona llena de bestias asesinas, había ido a visitar la granja de la familia empujado por su sentido del deber conyugal, pero enseguida se enamoró de ella, tanto que él y Carmel habían comprado una parcela de tierra en una loma cercana, habían arrastrado hasta allí una sencilla casita de madera y la habían colocado en una posición elevada, con hermosas vistas de multitud de colinas, bosques y granjas. Howe me había hablado de ella repetidamente con cierto éxtasis y se moría de ganas de que la viera. Al día siguiente, después de cargar provisiones, salimos en su coche para recorrer las tres horas de camino que nos separaban de su idílico hogar rural.

Bush es una palabra tan vaga en Australia que no estaba seguro de lo que me esperaba, pero fue evidente en cuanto dejamos atrás los suburbios de Melbourne que Victoria oriental era un rincón privilegiado del mundo: más verde que ningún otro lugar de Australia que hubiera visto y con un fondo de montañas con una respetable prestancia. La carretera serpenteaba por un paisaje de prados con una indecisión encantadora y cruzaba una sucesión de pueblecitos muy bonitos. Howe llevaba, con un orgullo singular e inexpugnable, un llamativo sombrero escandalosamente grande que conmovía por lo desfavorecedor, adquirido hace poco. Cuando nos parábamos a poner gasolina o a tomar café, a Carmel y a mí nos daban ganas de aclarar a los desconocidos que lo miraban que había salido del manicomio con un permiso pero que lo devolveríamos allí al acabar el fin de semana. Aparte de eso el viaje transcurrió sin incidentes demasiados bochornosos.

La casa de Alan y Carmel goza de una situación de glorioso retiro en el borde de una abrupta loma. La vista, sobre un valle ordenado y apacible de campos de tabaco y viñedos, era extensa y atractiva como salida de un libro de cuentos. Aquello debía de ser como ver el mundo desde lo alto de una mata de habichuelas.

—No está mal, ¿eh? —dijo Howe.

—Demasiado bien para alguien que lleva un sombrero como el tuyo. ¿Cómo se llama esta zona?

—King Valley. El padre de Carmel tenía una granja allí.

Me señaló una parcela de tierra ondulante encajada contra la colina contigua. Recordaba, de forma casi exacta, los paisajes del artista americano Grant Wood —gráciles colinas, campos ondulantes, árboles exuberantes—, que describían una Iowa idealizada que nunca existió. Existía aquí.

Cuando Howe abrió la casa, Carmel y él empezaron a moverse de aquí para allá con la destreza que da la práctica, abriendo ventanas, poniendo agua a hervir y guardando la comida. Ayudé a trasladar las cosas del coche, vigilando por si había serpientes bajo mis pies, y cuando terminé salí al amplio porche a contemplar la vista. Howe se reunió conmigo al cabo de un momento con dos cervezas frías y me dio una. Nunca lo había visto tan relajado. Al menos se había quitado el sombrero.

Bebió un poco de cerveza y dijo en un tono anecdótico:

—Cuando conocí a Carmel ella solía hablar de comprar algún día un terreno aquí y construir una casa y yo pensaba: «Sí, cariño». Quiero decir que ¿para qué quieres una casa en medio del campo con lo que cuesta, el peligro de incendios y todo lo demás? Pero un día vinimos a visitar a su familia, eché un vistazo y dije: «A ver, ¿dónde tengo que firmar?». Poco después su familia lo vendió todo y se mudó a Ballarat. Nosotros compramos este rincón de la propiedad, que estuvieron encantados de vendernos porque es demasiado elevado para el cultivo, e hicimos traer la casa —señaló con la cabeza a Carmel, que tarareaba en la cocina—. A ella le encanta esto. Y a mí también, la verdad. Pensaba que nunca llegaría a gustarme el campo pero ya ves, es un lugar estupendo para escapar de todo.

—¿Los incendios de la maleza no son un problema?

—Sí que lo son. A veces son colosales. Los eucaliptos arden bien, sabes… Es parte de su estrategia. Por eso superan a las demás plantas. Están llenos de aceite, y cuando se les prende fuego es imposible apagarlo. Se monta un incendio de maleza que corre a 75 km por hora, y con llamas que alcanzan los 45 m. Es una visión sobrecogedora, créeme.

—¿Sucede muy a menudo?

—Pues cada diez años, más o menos, hay uno grande. Hubo uno en 1994 que quemó 600.000 hectáreas y puso en peligro algunos barrios de Sydney. Yo estaba allí entonces; en el horizonte había un manto de humo negro que cubría el cielo. Estuvo días ardiendo. El mayor de todos fue en 1939. La gente todavía habla de él. Fue durante una ola de calor tan fuerte que las cabezas de los maniquíes de los escaparates se derretían. ¿Te lo imaginas? Aquel incendio arrasó casi todo Victoria.

—¿Corréis mucho riesgo aquí?

Se encogió de hombros filosóficamente.

—Está en manos de los dioses. Podría ser la semana que viene, podría ser dentro de diez años o nunca —me miró con una sonrisa extraña—. En este país estás a merced de la naturaleza, amigo. Es la vida. Pero te diré una cosa.

—¿Qué?

—Que aprecias más todo esto al saber que puede desaparecer tras una humareda.

Howe es una persona que no soporta ver a nadie durmiendo cuando hay luz diurna. A la mañana siguiente me despertó temprano con la noticia de que había planeado un día completo. Bastante angustiado, pensé que iríamos a repasar el techo, abrir canales o algo así, pero añadió que íbamos a dedicarle un día a Ned Kelly. Howe estaba muy orgulloso de que Kelly procediera de aquella parte de Victoria y quería enseñarme varios lugares relacionados con su breve y brutal vida. Esta perspectiva ya me gustó más.

Es un dato interesante, que sin duda dice mucho del carácter australiano, que la nación no haya creado ningún héroe perteneciente a las fuerzas del orden como Wyatt Earp o Bat Masterson en Estados Unidos. Los héroes de la tradición australiana son malos del tipo Billy el Niño, y se les denomina bushrangers, y el más famoso de ellos fue Ned Kelly.

La historia de Kelly es fácil de contar. Era un asesino despiadado que merecía que lo ahorcaran, que fue lo que hicieron. Procedía de una familia de duros colonos irlandeses que se ganaban la vida robando ganado y atacando a inocentes transeúntes. Como muchos bushrangers, se tomó muchas molestias por mostrarse como defensor de los oprimidos, pero no hubo un atisbo de nobleza ni en su carácter ni en sus proezas. Mató a varias personas, a menudo a sangre fría, a veces sin ninguna razón.

En 1880, tras años de huir, corrió la voz de que estaba escondido con su modesta banda (un hermano y dos amigos) en Glenrowan, un pueblecito al pie de la Warby Range al noreste de Victoria. Al enterarse, la policía reunió un pelotón y fue tras él. Como ataque sorpresa, no fue nada del otro mundo. Cuando llegó la policía (en un tren de la tarde) se encontraron con que la noticia de su llegada les había precedido y había unas mil personas en las calles y tejados de las casas esperando ansiosamente que empezara el espectáculo. La policía tomó posiciones y empezó a coser a balas el escondite de Kelly. Los hombres de Kelly devolvieron el fuego y así estuvieron toda la noche. Al alba, en un momento de calma, Kelly salió de la casa, inesperadamente, por no decir grotescamente, vestido con una armadura casera: un pesado casco cilíndrico que debía de ser un cubo invertido, y una placa en el pecho que le cubría el torso y la entrepierna. No llevaba armadura en la parte inferior, y un policía le disparó en la pierna. Agraviado, Kelly se arrastró hacia unos bosques cercanos, cayó y fue capturado. Lo llevaron a Melbourne, lo juzgaron y lo ejecutaron enseguida. Sus últimas palabras fueron: «Así es la vida».

No da como para una leyenda, me parece a mí, pero en su país natal Kelly está muy bien considerado. Sidney Nolan, uno de los artistas más apreciados de Australia, realizó una serie de pinturas dedicadas a la vida de Kelly, y abundan los libros sobre el tema. Incluso los historiadores serios le otorgan una importancia que a un forastero le parece curiosamente desproporcionada. Manning Clark, por ejemplo, en su historia de Australia, dedica sólo un párrafo al diseño y la fundación de Canberra, ventila la federación en dos páginas, pero dedica nueve páginas enteras a la vida y milagros de Ned Kelly. También gasta con Kelly su prosa más florida e incoherente que es considerable, creedme; Manning Clark es un extraordinario estilista —un hombre que no llamaría nunca «luna» a «la luna» pudiéndola llamar «orbe lunar»—, pero con Kelly se sumió en inspiradas y elevadas alusiones, así como en reflexiones cósmicas de una singular impenetrabilidad. A continuación cito un pequeño fragmento de su descripción de la fatídica salida de Kelly del recinto la noche del tiroteo:

En la media luz que precede a la aparición del disco rojo [es decir, el sol] en el horizonte oriental […] una figura alta, envuelta en una armadura, salió de las neblinas del aire helado […]. Unos pensaron que era un loco o un fantasma; otros que era el Demonio, el ambiente estaba impregnado por igual, fueran amigos o enemigos, de un «pavor supersticioso».

Personalmente —y no es más que una presunción— creo que Manning Clark tomaba demasiada codeína. La siguiente es otra de sus jugosas creaciones, un pequeño fragmento de un pasaje más largo donde habla del legado de Kelly:

Vivió como un hombre que se había enfrentado a la tranquilidad burguesa con toda la furia de un frenesí dionisíaco y magnífico, un hombre que había hecho caer de sus asientos a los poderosos y marchar a los ricos con las manos vacías. Vivió como un hombre que había luchado contra la policía según la vieja tradición del penal […] y denunció la brutal barbarie de los que enmascaraban su sadismo contra la gente corriente con la panoplia de la ley.

Yo diría que este discurso delata una toma de 2.800 mg.

Hoy en día, Glenrowan es un pueblo de una calle con un par de pubs, unas pocas casas diseminadas y una breve hilera de empresas dedicadas a extraer algo de dinero de la leyenda de Kelly. En ese día caluroso de verano habría unos doce visitantes en el pueblo, incluidos Alan, Carmel y yo. El establecimiento comercial más grande, un lugar llamado Ned Kelly’s Last Stand, estaba cubierto de inscripciones pintadas con un estilo semiprofesional. «Esto no es para llorones» decía una, para animar. Otra añadía: «Es una tontería que después de pasarte diez o veinte minutos sacando fotos, pateándote la calle arriba y abajo y comprando recuerdos, tengas la audacia de decir a tus amigos: «No vayáis a Glenrowan, porque no hay nada que ver». Seamos sinceros, los visitantes de Glenrowan ya no notarían ni que les caía el vertedero municipal encima […]».

La impresión que uno extraía tras un estudio más detallado era que el Ned Kelly’s Last Stand contenía algún espectáculo de animación por ordenador. Alan, Carmel y yo nos miramos encantados y decidimos que aquello era para nosotros. Dentro había un hombre muy amable ante la caja registradora. Nos quedamos un poco cortados al ver que la entrada costaba 15 dólares por cabeza.

—¿Será bueno? —dijo Howe.

—Señor —dijo el hombre con la mayor sinceridad— ahí adentro es Disneylandia.

Compramos las entradas y pasamos a una sala casi a oscuras donde iba a empezar el espectáculo. El espacio estaba diseñado a la manera de un viejo saloon. En medio había bancos para el público. Delante de nosotros, en aquella oscuridad, sólo distinguíamos la forma de los muebles y unos maniquíes sentados. A los pocos minutos, la poca luz que había se apagó, nos sobresaltaron con unos disparos y empezó la función.

Bueno, llamadme llorón, que me caiga un vertedero encima, pero puedo decir sinceramente que pocas veces he visto algo tan maravillosa, deliciosa y terriblemente malo como el Ned Kelly’s Last Stand. Era tan malo que valía la pena pagar. Valía más de lo que habíamos pagado. Estuvimos treinta y cinco minutos pasando por una serie de salas donde veíamos maniquíes caseros, con una sonrisa congelada y una fregona por pelo, recreando varias escenas del famoso tiroteo de Kelly de una forma azarosa, delirante e incoherente. De vez en cuando uno de ellos giraba su rígida cabeza o levantaba el brazo y disparaba una pistola, aunque no necesariamente en sincronía con la narración. Mientras tanto, en todas las salas tenían lugar mucho otros sucesos mecánicos: sillas que caían, puertas que se abrían y cerraban misteriosamente, hombres que tocaban el piano, una figura de un chico en un trapecio (¿por qué no?) que se balanceaba entre las vigas del techo. ¿Sabéis esas casetas de feria donde disparas con un rifle a una serie de blancos para que se abra una puerta o caiga un pollo relleno de cosas? Pues esto me lo recordaba, pero era mucho peor. La narración, o lo que se podía oír de ella con todos aquellos ruidos no tenía ni pies ni cabeza.

Cuando por fin nos vimos libres bajo el sol, estábamos tan encantados que dudamos si volver a entrar, pero 45 dólares es mucho dinero, al fin y al cabo, y nos temíamos que, con la repetición, aquella locura empezara a cobrar sentido. Así que nos fuimos a ver el Ned Kelly gigante de fibra de vidrio que había delante de una de las tiendas de recuerdos. No era tan grande ni intimidante como la Gran Langosta, y el viento no le movía los testículos, pero era un buen ejemplo en su género. Después dimos una vuelta por un par de tiendas, compramos unas postales y volvimos al coche a continuar aquel día de aventura.

Se trataba de ver el famoso Kelly Tree en un remoto lugar llamado Stringybark Creek. Había que recorrer un largo trayecto por un valle extraño y fantasmal de granjas abandonadas o semiabandonadas, medio quemadas y enterradas bajo zarzales, después cruzar un bosque tropical denso y verde, y finalmente por unas arboledas llenas de Eucaliptus obliqua apretujados. Australia tiene unas setecientas variedades de eucaliptos con nombres muy bonitos y expresivos —kakadu woollybutt, bastard tallow-wood, gympie messmate, candlebark, ghost gum— pero el Eucaliptus obliqua era el primero que podía identificar a primera vista. La corteza se va desprendiendo en largas tiras, y cuelga de las ramas en borlas fibrosas o cae en espirales que se amontonan en el suelo, y según parece quema muy bien. Eran unos árboles preciosos: altos y rectos, y crecían excepcionalmente cerca unos de otros. Al cabo de unos kilómetros de bosque llegamos a una zona de aparcamiento junto a un rótulo que anunciaba el Kelly Tree. Éramos los únicos visitantes; me daba la impresión de que éramos los únicos desde hacía años. El bosque estaba fresco y silencioso, y con aquellas ristras de corteza colgante tenía un aire singular, espectral y desapacible. Se llegaba al Kelly Tree por un camino del bosque, y se distinguía de los demás por la solidez de su tronco y una placa de metal con la forma del famoso casco de Kelly.

—¿Y qué es el Kelly Tree exactamente? —pregunté.

—Bueno —dijo Alan con cara de sabihondo—, la banda de Kelly se iba haciendo famosa y la policía empezó a buscarlos con más ahínco, de manera que tenían que esconderse cada vez en lugares más lejanos y remotos.

—¿Como aquí?

Asintió.

—No se puede estar más solo.

Dedicamos un momento a estudiar nuestro entorno. Debido a la proximidad con que crecían los Eucaliptus obliqua entre ellos casi no había espacio para echarse o pasear, y el aire tenía algo de malsano y de podredumbre orgánica. Era el bosque menos bucólico que he visto en mi vida. Incluso la luz parecía rancia.

—Kelly y su banda estuvieron escondidos aquí tres años, pero en 1878 los siguieron cuatro policías. Kelly y sus hombres redujeron y desarmaron a los policías. Mataron a tres de ellos de forma lenta y horrible.

—¿Horrible por qué? —pregunté, siempre pendiente de lo que fuera morboso.

—Les dispararon en las pelotas y dejaron que se desangraran. Para aumentar su dolor y la indignidad.

—¿Y el cuarto policía?

—Se escapó. Se escondió toda la noche en una madriguera de uombat y al día siguiente volvió a la civilización y dio la alarma. El asesinato de aquellos tres hombres provocó el tiroteo de Glenrowan, como nos ha descrito memorablemente la maravilla robótica del Ned Kelly’s Last Stand.

—Y ¿cómo sabes tanto del tema?

Me miró con cierta desilusión.

—Porque sé mucho de muchas cosas, Bryson.

—Pero no tienes ni idea de sombreros —dijo Carmel alegremente.

Él la miró y decidió que su comentario no merecía respuesta; después se dirigió a mí.

—Ahora a Powers Lookout —anunció decidido, y se fue dando firmes zancadas hacia el coche.

—¿Cuántos monumentos más de Kelly vamos a ver? —grité, intentando no traslucir demasiada angustia mientras le seguía por el bosque.

No pretendo ser irrespetuoso con el bandido más querido de Australia, ni mostrar decepción por el Kelly Tree —muy al contrario— pero parecía que estuviéramos a horas de distancia de cualquier sitio y nos acercábamos a ese momento del día en que uno empieza a pensar en las posibilidades sociables de la comida y la bebida.

—Sólo uno más que está camino de casa y no te pesará, luego tomaremos una cerveza.

Cumplió su promesa. Powers Lookout era fabuloso. Una plataforma de roca colgante en lo alto del cielo. Se llama así por Harry Powers, otro bushranger legendario que a veces compartía aquella vista con Kelly y su banda. Diligentes obreros habían construido una escalera de madera sobre las rocas escarpadas, convirtiéndolo en una sencilla ascensión, aunque ligeramente agotadora, desde el cuerpo principal del risco al saliente rocoso que era la atalaya. La vista era sensacional: a unos trescientos metros sobre la extensión de King Valley, un apacible y ordenado reino de granjas pequeñas y blancas haciendas. Más allá, en un aire de impecable claridad, se alzaban olas de montañas bajas que culminaban en la grupa distintiva de Mount Buffalo, a unos cincuenta kilómetros de distancia.

—Si esto estuviera en Virginia o Vermont —reflexioné— habría montones de personas por aquí, incluso a esta hora, puestos de souvenirs, un cine Imax y un parque temático.

Howe asintió.

—Lo mismo que en las Blue Mountains. Es lo que te decía. Este rincón de Victoria es como un gran secreto. No lo pongas en tu libro.

—Ya lo creo que no —contesté sinceramente.

—Y espera a ver lo que te enseñaré mañana. Es aún mejor.

—No es posible —dije.

—Sí, lo es. Es aún mejor.

Lo que nos tenía preparado al día siguiente era un lugar llamado Parque Nacional Alpino, y era aún mejor, efectivamente. Ocupa 6.475 km2 de Victoria oriental, es elevado, majestuoso, fresco y verde. Si hay alguna parte de Australia totalmente diferente a las imágenes estereotipadas de suelo rojo y sol abrasador, es ésta. Incluso se puede esquiar en invierno. Alpino es quizás un término demasiado ambicioso. Aquí no encontraremos escarpadas Matterhorns. Los Alpes australianos tienen un perfil más suave, como los Apalaches de Estados Unidos o las Cairngorms escocesas. Pero alcanzan alturas francamente respetables: Kosciuszko, la más alta, tiene unos dos mil cien metros.

Howe, a través de uno de sus contactos, se había procurado un amable y útil vigilante, Ron Riley, que había aceptado enseñarnos su aireado dominio. Ron era un hombre alegre con una pulcra barba gris, y con la planta esbelta y la mirada aguda de quienes viven al aire libre. Nos encontramos en el pueblecito de Mount Beauty, y allí en uno de los vehículos todoterreno del parque subimos por el camino largo y tortuoso de Mount Bogong, la cima más alta de Victoria, de 1.977 m. Le pregunté si Mount Bogong llevaba su nombre por las famosas mariposas bogong que aparecen en inmensas y revoloteantes multitudes cada primavera y durante uno o dos días parecen estar por todas partes. Con las regordetas larvas de las acacias y las largas y viscosas lombrices de manglar, son los manjares de la dieta aborigen más veces citados por los cronistas, evidentemente por lo poco apetitosos que resultan para el paladar occidental. Las bogongs se asan en cenizas calientes y se comen enteras, o eso he leído.

Ron afirmó que era de ahí de donde procedía el nombre.

—¿Y los aborígenes se las comen?

—Oh, sí, bueno, al menos tradicionalmente. Una larva bogong tiene un ochenta por ciento de grasa y ellos no comían mucha, así que era como una golosina. Venían aquí desde lejos.

—¿La ha probado alguna vez?

—Una.

—¿Y?

—Con una tuve bastante —dijo sonriendo.

—¿A qué sabía?

Pensó antes de contestar:

—A larva.

Sonreí.

—He leído que tiene un sabor mantecoso.

Pensó otra vez en ello.

—No. Sabe a larva.

Subimos por una carretera escarpada y serpenteante que pasaba entre densas arboledas de un árbol alto y hermoso. Ron me dijo que eran fresnos de montaña.

Puse una cara adecuadamente apreciativa.

—No sabía que tuvieran fresnos.

—No tenemos. Son eucaliptos.

Volví a mirar, sorprendido. Todo en él —su tronco esbelto, su altura, su aspecto lustroso— estaba reñido con los eucaliptos esqueléticos asociados a las tierras bajas. Era cierto que el eucalipto había llenado los nichos ecológicos de Australia. Nunca ha existido un árbol más variado.

—El árbol más alto del mundo después de la secuoya californiana —añadió Ron señalando con un gesto a los fresnos, lo que me obligó a poner otra cara apreciativa.

—¿Qué altura alcanzan?

—Noventa metros. La media es de 60 m. Noventa metros es la altura de un edificio de 25 pisos. Son árboles grandes.

—¿Sufren muchos incendios?

Ron asintió gravemente.

—A veces. Perdimos 500.000 hectáreas en esta parte de la Gran Cordillera Divisoria en 1985.

—Dios santo —dije, aunque la cifra no significaba mucho para mí. Después lo miré en un libro y descubrí que 500.000 hectáreas es el equivalente a la zona que cubren los parques nacionales de Yosemite, Grand Teton, Zion y Redwood en Estados Unidos. En otras palabras, era un desastre natural a una escala inconcebible en otro lugar. (También miré en el New York Times Index para ver si se había hablado de ello: nada). Pero aunque no fuera capaz de concebir lo que eran 500.000 hectáreas, sabía que era mucho, así que añadí educadamente—. Debió de ser terrible.

Ron asintió de nuevo.

—Sí, fue muy fuerte —dijo.

Pasamos por una zona de fresnos de montaña —otro nicho dominado por el versátil árbol— y emergimos a un mundo soleado de altas y suaves llanuras ondulantes, cubiertas de hierba pálida y plantas esponjosas y alpinas, con extensas vistas de cumbres lejanas. Se veían unos pocos visitantes, la mayor parte con el paso elástico y el equipo del caminante entrenado. Junto a todos los grupos que pasábamos, Ron reducía la marcha, gritaba «Buenos días» y preguntaba si tenían la información que necesitaban. Siempre la tenían, pero era un agradable gesto de hospitalidad.

Pasamos un día maravilloso. A trechos nos parábamos y caminábamos, y el resto circulábamos en coche. El tiempo era estupendo —fresco a aquellas alturas, pero soleado— y Ron, una persona tranquila y de buen carácter. Conocía las hojas, brotes e insectos, y disfrutaba mostrándonos los rincones secretos del parque. Trotamos por senderos descuidados que cruzaban prados y valles y ascendimos saltando sobre caminos de grava perpendiculares a torres de vigilancia ocultas. En todas partes había puntos de interés o vistas memorables. El Parque Nacional Alpino es inmenso. Se extiende por unos 6.460 km2 —el equivalente a 17 islas de Wight— pero aún es más vasto porque está situado junto al borde oriental del aún mayor Parque Nacional de Kosciuszko en las Snowy Mountains, en la frontera de Nueva Gales del Sur. Ron nos señaló Kosciuszko —«Kozzie», la llamó él—, casi a cien kilómetros de distancia, pero no pude verlo ni con prismáticos.

Acabamos el día en la imponente mole denominada Mount McKay, donde había más vistas magníficas: cordilleras y más cordilleras de colinas escarpadas ondulando hacia el horizonte lejano. Ron contempló la vista con la mirada evaluadora del que busca un revelador hilo de humo.

—¿De qué parte es usted responsable? —pregunté.

—Unas cien mil hectáreas —contestó.

—Mucha tierra —dije, pensando en la responsabilidad.

—Sí —respondió, empequeñeciendo los ojos ante la panorámica—. Tengo mucha suerte.

Sin duda se necesitaría algo excepcional para superar lo de Glenrowan, Powers Look y el Parque Nacional Alpino, y francamente no estoy seguro de que muchos otros países lo tengan, pero Howe me aseguró que tenía un último lugar que visitar, algo que no existía más que en un rincón de Victoria. No pude sacarle más que esto. Al día siguiente, para añadir más placer al que ya nos esperaba, fuimos a Lakes Entrance, antiguo pueblecito turístico adormilado en la costa, donde paramos a pasar la noche. Comimos una mariscada y fuimos a dar un paseo. Al día siguiente salimos hacia Melbourne en busca de nuestra misteriosa atracción.

Durante un buen rato condujimos por un país llano, soleado, tranquilo y lleno de cultivos. Yo iba en el asiento de atrás en un estado de tranquila inconsciencia cuando Alan detuvo el coche bruscamente junto a un rótulo enorme que no vi del todo bien y aparcó en un gran aparcamiento casi vacío. Me desperecé en mi asiento y salí parpadeando del coche. Junto a nosotros había un edificio tubular y largo, como una campana, pero de cemento y pintado de blanco.

Miré a Howe interrogativamente.

—La Lombriz Gigante —anunció.

Lo miré lleno de admiración.

—¿Como los famosos gusanos gigantes del suroeste de Gippsland?

—Los mismos. ¿Los conoces?

Hice la risa sorda que la pregunta merecía. Llevaba meses leyendo sobre aquellos gigantes del mundo subterráneo, aunque casi todo en notas al pie u otras referencias de paso. No esperaba encontrar un santuario dedicado a ellos.

Incluso en una tierra de animales extraordinarios, los gusanos gigantes de Gippsland son excepcionales. Se llaman Megascolides australis y son las lombrices más grandes del mundo porque llegan a medir tres metros de largo y más de quince centímetros de diámetro. Son tan enormes que las oyes moviéndose por la tierra con el sonido gorgoteante de una tubería en mal estado. Qué tiene este pequeño rincón de Victoria para que evolucionaran gusanos gigantes es una pregunta que la ciencia todavía no ha desvelado, aunque pocas de las mejores mentes del mundo se sienten atraídas por la fisiología y la distribución de las lombrices. Pero, aseguró Howe, todo el conocimiento que tiene el mundo estaba contenido en la estructura tubular que teníamos delante.

Compramos tres entradas y entramos ansiosos a la exposición. En la pared de enfrente había una fotografía en primer plano, tomada a principios del siglo XX, con cuatro hombres ridículamente encantados consigo mismos que sostenían una mustia lombriz más gruesa de lo normal, pero descaradamente ambiciosa en cuanto a longitud. La estudié con interés hasta que Carmel me llamó la atención sobre una exposición de gusanos gigantes vivos. Estaban en una gran vitrina de cristal del espesor de un centímetro y llena de tierra, como un terrario de hormigas muy grande colgado de la pared. Según una etiqueta, la vitrina contenía un par de gusanos gigantes. En un par de puntos en que la tierra se había despegado del vidrio se veían uno o dos milímetros de gusano gigante, pero como no se movían ni hacían nada (por lo visto el Megascolides es partidario del reposo), la experiencia fue un chasco. Yo esperaba que se besaran en un rincón o que un domador con látigo y silla las hiciera saltar por un aro. Alan y yo intentamos animar a los gusanos golpeando ligeramente el cristal, pero se negaron.

Junto a la vitrina había dos grandes tubos de cristal llenos de formaldehído que contenían un par de gusanos gigantes, los dos con la circunferencia normal de la lombriz pero de metro o metro y medio de largo; no eran exactamente titanes pero eran tan largos que impresionaban. Los gusanos no se conservan especialmente bien y el formaldehído tenía horribles pedacitos de piel de gusano flotando como si alguien hubiera agitado los tubos o, más probablemente (como Alan y yo descubrimos golpeándolos), los hubiera golpeado. Era difícil mirarlos sin sentirte mal.

En la sala contigua pasaban una breve película que contaba lo que se sabía de la lombriz gigante, que es como decir nada. Son solitarias, delicadas, no muy numerosas y pertinazmente poco cooperadoras, y por eso no son fáciles de estudiar, incluso si te apeteciera hacerlo. Como recordaréis de vuestros experimentos infantiles, las lombrices no tienen muchas ganas de salir de sus madrigueras, y si tiras de ellas tienden a encogerse. Bueno, pues imaginaos tirando de una lombriz de tres metros y medio para que salga de la madriguera. Es imposible.

Lo que sí deja claro el Giant Worm Museum, sin ningún lugar a dudas, es que las lombrices gigantes se pueden explotar hasta cierto punto. Reconociéndolo, los propietarios habían añadido otras exposiciones. En otra sala había vitrinas que contenían serpientes vivas, incluido el famoso y temible taipán, la serpiente más mortífera de Australia. Alan y yo insistimos en nuestro experimento de golpear el cristal, y después nos retiramos cuatro metros en un platónico abrazo cuando el taipán nos gruñó (o quizá bostezó), abriendo la boca tanto como para tragarse una cabeza humana, o eso parecía. Decidimos que a partir de entonces nos guardaríamos las manos en los bolsillos y seguimos a Carmel afuera a un recinto que contenía más animales: canguros, emúes, un dingo con cara de tristeza, cacatúas enjauladas, media docena de uombats enrollados y dormidos y un par de koalas, también durmiendo. Era una tarde muy calurosa y sin viento y evidentemente era la hora de la siesta, de modo que las jaulas tenían un aspecto de profunda inmovilidad —hasta las cacatúas dormían— pero los contemplé a todos fascinado, encantado de ver tanta fauna exótica en el mismo sitio. Miré con particular interés los uombats —«un cuadrúpedo rechoncho, grueso, paticorto y bastante inactivo, con la apariencia de tener poca fuerza»—, como lo describió el primer inglés que vio uno en 1788 en palabras que no pueden mejorarse. (El hombre, David Collins, no se lució tanto con el canguro, que escribió como «un pequeño pájaro de hermoso plumaje»). Alan y Carmel miraban con la tolerante ironía con que un americano contemplaría una exposición de mapaches y ardillas, porque casi todos eran animales que veían a menudo en estado natural, pero para mí eran una novedad, incluso el dingo, que al fin y al cabo es un perro. Di dos vueltas completas al recinto, y después, ya satisfecho, les hice una señal, y nos pusimos en marcha otra vez hacia Melbourne.

Fuimos a cenar al Richmond, un restaurante vietnamita en un barrio interior de Melbourne en una calle repleta de restaurantes exóticos, y Alan defendió la tesis, que no podía discutirle, de que Melbourne es una ciudad infinitamente mejor que Sydney para salir a cenar. En el curso de la conversación, Alan preguntó si pensaba ir a la Gran Barrera de Arrecifes, un lugar al que él era especialmente aficionado. Le dije que en esta ocasión no, pero que iría cuando volviera al cabo de unas semanas.

—Ve con cuidado, que no te dejen allí.

Me dirigió una sonrisa poco convincente.

—¿Qué quieres decir?

—Hubo un caso recientemente. Se dejaron a una pareja americana en el arrecife.

—¿Se la dejaron? —dije, confundido pero intrigado.

Howe asintió y comió algo de pasta.

—Sí. No sé cómo la barca volvió al puerto con dos pasajeros menos. Vaya jugada para la gente que olvidaron, ¿no te parece? Estás tan tranquilo, nadando entre el coral y los peces, pasándotelo en grande, y cuando sales descubres que la barca se ha marchado y te han dejado en océano plano.

—¿No podían nadar hasta la costa?

Sonrió con tolerancia ante mi ignorancia.

—La Barrera de Arrecifes está muy lejos, Bryson, estaban a unos cuarenta y cinco kilómetros de tierra. No se puede hacer nadando.

—¿Y no había islas ni nada parecido?

—Donde estaban ellos, no. Estaban muy mar adentro. Al parecer había un par de sitios adonde podían ir nadando: un gran pontón atracado que utiliza la empresa de submarinismo y un atolón de coral, los dos a unos kilómetros. Probablemente se pusieron a nadar hacia ellos. Lo que no sabían es que estaban cruzando un canal de aguas profundas. ¿Y sabes qué hay en los canales de aguas profundas?

—Tiburones —dije.

Asintió ante mi perspicacia.

—Imagínate. Estás a millas de tierra, sin salida. Estás cansado. Nadas hacia un saliente de coral y te cuesta porque la marea sube. La luz disminuye. Y miras a tu alrededor y ves las aletas que te rodean, quizá media docena —me concedió un momento para que evocara la imagen, y después me miró fijamente con cara inexpresiva—. No sé tú, pero yo creo que habría exigido que me devolvieran el dinero.

Se echó a reír.

—¿Nadie volvió a rescatarlos?

—Pasaron dos días antes de que alguien notara su ausencia —dijo Carmel.

La miré maravillado.

—¿Dos días?

—Para entonces ya no estaban.

—¿Devorados por los tiburones?

Se encogió de hombros.

—No se sabe, pero es lo más probable. El caso es que desaparecieron.

—Uau.

Comimos en silencio un momento, y después comenté que siempre que me contaban alguna historia curiosa de Australia había sucedido en Queensland. Mi favorita en aquel momento era la de un alemán, detenido en las afueras de Cairns que había llegado con un visado de turista en 1982, y se había pasado diecisiete años deambulando a pie por los desiertos del norte viviendo exclusivamente de los animales que encontraba muertos en la carretera. También me interesaba mucho la historia de un grupo de inmigrantes ilegales que llegaron de China con una vieja barca de pesca que los dejó en aguas poco profundas a cien metros de la playa de Cairns. Los pillaron cuando uno de sus miembros, con una maleta, chorreando agua por los pantalones y chapoteando a cada paso, se presentó en un quiosco y educadamente preguntó al dueño si podía solicitar una flota de taxis para poder ir todo el grupo a la estación de Cairns. Tenía la sensación de que a diario los periódicos incluían un suceso extraordinario en algún lugar de Queensland.

Alan estaba de acuerdo.

—Todo tiene su porqué.

—¿Cuál?

—En Queensland están como una cabra. Están locos de atar. Te gustará.

Por la mañana, Alan me acompañó al aeropuerto, pero antes pasamos por su oficina. Se fue un momento a revisar la primera página o a hacer lo que hagan los editores y me dejó sentado en su gran mesa jugando con la silla giratoria. Cuando volvió llevaba una carpeta y me la pasó.

—He buscado información sobre la pareja americana que desapareció. Pensé que te podría ser útil.

—Gracias —dije, conmovido.

—Te puede dar alguna idea para que no te abandonen en el arrecife. Sé que eres un poco distraído, Bryson.

En el aeropuerto salió del coche y sacamos la maleta del portaequipajes. Me estrechó la mano:

—Recuerda lo que te he dicho de ir con cuidado en el norte —dijo.

—Están como una cabra —repetí para demostrar que había estado atento.

—Más locos que todo un rebaño.

Sonrió, se metió en el coche, me saludó con la mano y se fue.