—Quiero que sepas —dijo una voz a mi oído mientras el vuelo 406 de Qantas salía disparado como un corcho de unas torres de cumulonimbos monzónicos, ofreciendo a los pasajeros con ventanilla una repentina panorámica de montañas de color esmeralda elevándose en pronunciada vertical desde un mar de plata azulada— que si llega el momento puedes disponer de toda mi orina.
Me giré para dedicar a esta observación toda la atención que se merecía y me enfrenté al semblante solemne y sereno de Allan Sherwin, mi amigo y compañero de viaje provisional. No sería exacto decir que me sorprendió encontrarle sentado a mi lado, porque habíamos quedado en encontrarnos en Sydney y habíamos embarcado juntos en el avión y, pese a todo, verle allí sentado fue algo en cierto modo inesperado, como si necesitara que me pellizcaran. Un par de semanas antes había pasado unos días en Londres antes de volver a Estados Unidos de mi excursión por Oriente Medio, y me había reunido con Allan para discutir un proyecto que tenía pensado. (Es productor de televisión y nos hicimos amigos el año anterior trabajando juntos para una serie de la televisión británica). En un pub de Old Brompton Road, le conté mis experiencias vividas en Australia hasta entonces y le mencioné que en el siguiente viaje pensaba internarme en las formidables regiones desérticas solo y por tierra. Con la intención de que aumentara su admiración por mí, le había contado espeluznantes historias de viajeros que se habían perdido en el inflexible outback. Uno de ellos pertenecía a una expedición de 1850 encabezada por un tal Robert Austin, que se perdieron tanto y se quedaron con tan poca agua en las áridas estepas que se extienden tras el Mount Magnet de Australia Occidental, que sus miembros se vieron obligados a beber su propia orina y la de sus caballos. La historia le había impresionado tanto que me anunció su intención de acompañarme por los tramos más peligrosos del viaje en calidad de chófer y explorador. Yo había intentado disuadirle por su bien, pero no hubo manera. Era evidente que tenía la historia grabada en la mente, a juzgar por su amable oferta de cederme su orina.
—Gracias —contesté— es muy generoso por tu parte.
Asintió con la cabeza con un gesto regio.
—Para eso están los amigos.
—Tú puedes quedarte con toda la que me sobre.
Otro asentimiento regio.
El plan, al que estaba decididamente aferrado, era acompañarme primero a la parte norte de Queensland, donde nos relajaríamos un día entre los bancos fértiles de la Gran Barrera de Arrecifes y luego iríamos en un buen vehículo por un camino lleno de baches hacia Cooktown, una ciudad semifantasmal en medio de la selva, más al norte que Cairns. En cuanto cubriéramos esta aventura de calentamiento, iríamos en avión a Darwin, en el Territorio del Norte —el «Top End[*]» como lo llaman cariñosamente los australianos— para cruzar los 1.600 km a través del interior rojizo y chamuscado que lleva a Alice Springs y el imponente Uluru. Después de ayudarme a superar los peores peligros, el heroico señor Sherwin volvería en avión a Inglaterra desde Alice, y me dejaría continuar por los desiertos occidentales solo. No es que creyera que para entonces ya estaría preparado —porque no tenía ninguna confianza en mis capacidades de supervivencia— pero sólo podía dedicarme diez días. Por mi parte, no tenía mayor confianza en él, pero me alegraba tener compañía.
—Sabes —añadí tranquilizadoramente— no creo que sea necesario beber orina en este viaje. La infraestructura de las regiones áridas ha mejorado mucho desde 1850. Creo que ahora tienen hasta coca-cola.
—Bueno, pero el ofrecimiento sigue en pie.
—Y yo te lo agradezco.
Otro intercambio de asentimientos regios y volví a mirar el exótico verdor bajo la agitada ala. Si uno necesita convencerse de que Australia es un lugar del mundo excepcional, el trópico de Queensland es el lugar perfecto para convencerse. De los 500 lugares del planeta con la calificación de patrimonio de la humanidad, sólo trece cumplen los cuatro requisitos de la Unesco, y de estos trece lugares tan especiales, cuatro —casi un tercio— se encuentran en Australia. Es más, dos de ellos, la Gran Barrera de Arrecifes y los trópicos de Queensland, están en este estado. Creo que es el único sitio del mundo donde se juntan dos entornos tan completos.
Tuvimos la suerte de poder llegar. El norte tenía una estación terriblemente lluviosa. El ciclón Rona había arrasado recientemente la costa, provocando una destrucción por valor de 300 millones de dólares, y hacía semanas que otras tormentas menores torturaban la región impidiendo viajar por ella. El día anterior precisamente se habían anulado todos los vuelos. Era obvio, a juzgar por las sacudidas y bamboleos de nuestro aterrizaje en Cairns, que el tiempo seguía envalentonado. El panorama cuando descendíamos era de palmeras, pistas de golf, puertos de recreo, algunos grandes hoteles de playa y muchas, muchas casas de tejado rojo que sobresalían entre el abundante follaje. Dejando a un lado el tiempo, parecía un sitio prometedor.
Ahora que más de dos millones de personas al año van a visitar la Gran Barrera de Arrecifes y se considera un tesoro en todo el mundo, resulta extraordinario lo que tardó en descubrirlo la industria turística. Según el historiador Alan Moorehead en Rum Jungle, el relato de un viaje por el norte de Australia en los años cincuenta, aventurarse por el norte de Queensland era semejante a un viaje a las fuentes del Orinoco. Entonces Cairns era una avanzadilla fangosa en la costa, a centenares de kilómetros de distancia, por una carretera que cruzaba la selva, y estaba habitado por gente excéntrica con tendencia fugitiva. Hoy en día es una próspera minimetrópolis de 60.000 habitantes, como tantas otras poblaciones de tamaño similar en Australia excepto por la humedad que cae encima como una toalla caliente cuando sales de la terminal del aeropuerto, y por cierta sana devoción por el dólar del turista. Se ha convertido en un punto de encuentro de mochileros y otros jóvenes viajeros a quienes atrae su reputación de ambiente tropical. Ese día el ambiente estaba oprimido por el peso de esos cielos grises y bajos que amenazan lluvia torrencial en el momento menos pensado. Fuimos en taxi a la ciudad atravesando una estrambótica línea de hoteles, estaciones de servicio y establecimientos de comida rápida. El centro de Cairns era más acogedor, pero daba la sensación de un sitio que se acaba de construir a toda prisa. Tienda sí, tienda no, ofrecía cruceros por el arrecife y expediciones de buceo; el resto vendía camisetas y postales.
Primero fuimos a buscar el coche de alquiler. Como había estado de excursión por Oriente Medio, había encargado los preparativos a una agencia de viajes; por eso me quedé sorprendido al ver que el agente había elegido una empresa local de poca monta —Crocodile Car Hire o algo igual de bobo y desalentador— cuyas oficinas no eran más que un mostrador en una calle lateral. El joven encargado hacía gala de un engreimiento tontorrón que resultaba irritante, pero resolvió el papeleo con rapidez y eficiencia charlando todo el rato sobre el tiempo. Eran las peores lluvias desde hacía treinta años, nos dijo la mar de orgulloso. Después nos acompañó a la calle y nos mostró nuestro vehículo: una envejecida furgoneta Commodore Holden con los ejes hundidos.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Se inclinó hacia mí y dijo, como si yo sufriera demencia:
—Es su coche.
—Pero si yo pedí un todoterreno.
Echó un vistazo a los documentos y cuidadosamente extrajo el fax de la agencia de viajes y me lo pasó. En él se pedía un coche grande, normal, muy contaminante, con transmisión automática, un coche americano, vamos, o el equivalente local más parecido. Suspiré y le devolví el papel.
—Bueno, ¿tiene algún todoterreno que nos podamos llevar? —pregunté.
—No, lo siento. Sólo alquilamos turismos.
—Pero nosotros queremos ir a Cape York.
—Con este tiempo es imposible llegar allí. Ni con un todoterreno. En esta época del año, no. Se registraron cien centímetros cúbicos de lluvia en Cape Tribulation la semana pasada —yo no tenía muy claro cuánto era cien centímetros cúbicos, pero era evidente por su tono que constituía una cantidad considerable—. No llegará más allá de Daintree a no ser con helicóptero.
Suspiré de nuevo.
—La carretera a Townsville lleva tres días cortada —dijo, aún más orgulloso si cabe.
Volví a mirarlo. Townsville está al sur de Cairns, en dirección contraria a Cape York. Estábamos encajonados allí.
—¿Dónde podemos ir, pues? —pregunté.
Abrió las manos en un gesto irónicamente alegre.
—A todas partes dentro del área de Cairns.
Allan me miró con la insensata alegría del que no es consciente del desastre que se avecina, lo que me irrito todavía más. Suspire y cogí mis bultos.
—Bueno, ¿puede indicarnos la manera de llegar al Hotel Palm Cove? —pregunté.
—Claro. Tienen que pasar por el aeropuerto y coger la Cook Highway y allí la carretera hacia el norte. Está a unos veinte kilómetros costa arriba.
—¿Veinte kilómetros? —farfullé—. Pedí un hotel en Cairns.
Se rascó la barbilla pensativamente.
—En Cairns seguro que no.
—¿Pero está abierta, la carretera?
—Por ahora, sí.
—¿Quiere decir que puede inundarse?
—Es una posibilidad.
—Si se inunda nos quedaremos aislados en medio de la nada.
Me miró con compasión.
—Señor, ya está usted aislado en medio de la nada. —No podía discutírselo: Cairns estaba a 1.750 km de Brisbane, la capital del estado, y en las demás direcciones no había más que océano, selva y desierto—. Pero Palm Cove es precioso. Les gustará.
Y tenía razón. Palm Cove era muy hermoso, asombrosamente bonito. Era un pueblo especialmente construido e insertado con cuidado en una franja de exuberancia tropical junto a una bahía. Al lado de la carretera que bordeaba la playa se alzaban altos hoteles y apartamentos, casitas y bares, restaurantes y tiendas, todo discretamente oculto por palmeras, frondas desparramadas y parras en flor, y al otro lado un paseo de palmeras que daba a una playa suave y dorada, y más allá estaba el mar.
Nuestro hotel era, excepto por el nombre, el lugar y el precio, un motel muy agradable y frente al mar. Pedimos nuestras habitaciones y salimos a dar un paseo por la playa. Algunas personas caminaban por la arena, pero no había nadie en el agua y sus buenas razones tenían. Era la temporada de las medusas cofre, conocidas en Queensland como aguijones marinos. El nombre es lo de menos porque con estas pequeñas burbujas de dolor más vale no jugársela. De octubre a mayo, cuando las medusas se acercan a la costa a criar, dejan las playas del trópico inutilizables. Es una idea extraordinaria cuando te quedas mirándolas. Ante nosotros teníamos la bahía más serena y seductora que podíamos soñar, y sin embargo no había lugar en la Tierra donde fuera más probable encontrar una muerte instantánea.
—Eso quiere decir —dijo Allan, para quien todo era nuevo— que si me metiera ahora en el agua, ¿me moriría?
—Con la agonía más terrible y abyecta que un hombre pueda imaginar —contesté.
—Dios mío —murmuró.
—Y no cojas ninguna concha —añadí, impidiéndole que cogiera una.
Le conté lo de los cónidos, los venenosos animalitos que se esconden en el interior de las conchas más bellas, esperando que se acerque una mano humana para clavarle sus infames pinzas.
—¿Una concha puede matarte? —dijo—. ¿Hay conchas mortales aquí?
—Hay aquí más cosas que pueden matarte que en toda Australia, y eso es mucho decir, créeme.
Le hablé del casuario, el ave corredora de tamaño humano que vive en los bosques tropicales, con una garra como una navaja en cada pata que diestra e implacable puede abrirte en canal; y de las serpientes verdes arborícolas, que cuelgan de las ramas y se confunden tanto con el follaje que no las ves hasta que se te han pegado a la cara. Le mencioné también el pulpo de anillos azules, pequeño pero espantosamente venenoso, cuya caricia representa una muerte instantánea; y la elegante pero irritable raya eléctrica, que se desplaza por el agua como una alfombra voladora descargando 220 voltios de electricidad sobre cualquier estorbo que encuentre en el camino; y el pez piedra, malvado y perezoso, llamado así porque es imposible distinguirlo de una roca, pero con la diferencia de que los doce aguijones que tiene en la espalda son tan afilados que pueden atravesar la suela de una zapatilla de deporte, inyectando a la desventurada víctima una miotoxina de un peso molecular de 150.000.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Un dolor imposible de describir seguido de parálisis muscular, disminución de la respiración, palpitaciones y movimientos espasmódicos. Los peces de fuego son más fáciles de detectar pero igual de malévolos. Incluso existe una medusa que se llama mocosa.
—Te lo estás inventando —dijo, pero sin convicción.
—Te aseguro que no.
Entonces le hablé del temido cocodrilo de agua salada que se esconde en las lagunas tropicales, los estuarios o las bahías como ésta, y sale del agua de vez en cuando para arrastrar y devorar a los transeúntes confiados. Un poco más arriba de donde estábamos paseando atacaron a una mujer llamada Beryl Wruck no hace mucho de una forma sobrecogedora.
—¿Te lo cuento? —me ofrecí.
—No.
—Bueno, pues un día —seguí, convencido de que quería oírlo— un grupo de amigos de Daintree se reunió para celebrar una barbacoa prenavideña y alguien propuso refrescarse en el río Daintree. Sabían algo de los cocodrilos, pero nunca habían atacado a nadie. Así que varios componentes del grupo se acercaron a la orilla, se quitaron la ropa y se lanzaron al mar. La señora Wruck no se atrevió a entrar y metió los pies en el agua. Contemplando como se divertían los demás, se inclinó y metió una mano en el mar. En ese instante el agua se agitó, y en un movimiento rapidísimo la señora Wruck desapareció. «No hubo ruido ni gritos», dijo uno de los testigos. «Fue tan rápido que si hubiera parpadeado me lo habría perdido». Así son los ataques de los cocodrilos, sabes; rápidos, inesperados e irreversibles.
—¿Me estás diciendo que aquí hay cocodrilos? —dijo Allan.
—Pues no sé si los hay o no. Pero por eso te hago caminar por la parte de dentro.
Justo entonces, de los quietos cielos llegó el crujido estremecedor de un trueno. Bruscamente se puso a soplar el viento, haciendo bailar las palmeras, y cayeron gruesas gotas de lluvia. Después los cielos se abrieron y cayó un chubasco cálido pero intenso. Corrimos a refugiarnos al hotel, aunque nos quedamos en el porche del bar de la playa, escurrimos como pudimos las camisas y contemplamos cómo caía la lluvia con tumultuosa furia. Aquello no tenía nada que ver con la delicadeza de las gotas de lluvia. Era una masa de agua que caía atronando el mundo con un estrépito pavoroso. Como he crecido en el Medio Oeste americano estaba acostumbrado a un clima revuelto, pero no me importa admitir que cuando se trata de los elementos, Australia juega su propia liga. Nunca había visto una cosa igual.
—Vamos a ver si lo entiendo —decía Allan—. No podemos ir a Cooktown porque no podemos pasar. No podemos bañarnos porque el océano está lleno de medusas venenosas. Y la carretera a Cairns pueden cortarla en cualquier momento.
—Más o menos.
Sonrió pensativamente.
—Al menos podemos tomarnos unas cervezas.
Y se fue a buscarlas. Me senté ante una mesita del porche y contemplé cómo caía la lluvia.
Se acercó uno de los empleados del bar y se quedó en el umbral.
—Es la peor lluvia desde hace treinta años —dijo.
Asentí.
—¿Qué dice la previsión meteorológica?
—Lo mismo.
Asentí descorazonado.
—Queríamos ir mañana a la Gran Barrera de Arrecifes.
—Ah, por eso no se preocupe. No anulan los viajes al arrecife a no ser por un huracán.
—¿Va la gente al arrecife con este tiempo?
Asintió. El agua de la bahía subía cada vez más como si un hombre muy gordo se hubiera zambullido en una bañera.
—¿Por qué?
—¿Cuánto le costaron los billetes?
No tenía ni idea —lo habían reservado todo como parte de un paquete— pero los llevaba encima y los busqué en mi cartera.
—Ciento cuarenta y cinco dólares cada uno —dije haciendo una mueca de avara incredulidad.
Sonrió.
—Por eso.
Volvió a entrar. Un momento después, Allan reapareció con las cervezas y una expresión abatida.
—Sí, hay una medusa que se llama mocosa —dijo pensativo—. Me lo ha dicho el camarero.
Le sonreí disculpándome.
—Te lo dije.
Contempló un rato la lluvia. Sobre la mesa alguien había dejado un ejemplar del periódico local, el Port Douglas and Mossman Gazette. Allan lo apartó para coger el cenicero, pero algo le llamó la atención. Leyó un momento, cada vez más concentrado, me pasó el periódico dando golpecitos sobre el artículo que quería que viera. Era una pequeña reseña al pie de la primera página que anunciaba que la epidemia de fiebre del dengue empezaba a remitir en Port Douglas. Según el artículo, desde el inicio de la epidemia se habían registrado 458 casos en la zona. Aunque el ritmo estaba bajando, no había que echar las campanas al vuelo, advertía una portavoz de la Unidad de Enfermedades Tropicales.
—¡Está en un rincón de la página! —dijo Allan, con los ojos extraviados.
—Es donde iremos mañana —observé como si nada.
—¿Tienes idea de lo que sería una epidemia de dengue en Gran Bretaña? La gente cerraría las ventanas con tablones. Los ferrys se abarrotarían de gente intentando salir del país. La policía tendría que disparar en la calle para restablecer el orden. ¡Aquí tienen 485 casos en una sola ciudad y le dedican dos centímetros en un rincón de la página! ¿Adónde me has traído, Bryson? ¿Qué país es éste?
—Es un país maravilloso, Allan.
—Sí, claro.
Nos separamos para ducharnos y cambiarnos, y nos encontramos de nuevo en el bar para tomar un aperitivo antes de cenar. Como la lluvia no parecía tener intenciones de remitir, decidimos cenar en el hotel. Durante la cena, Allan pidió pargo rojo.
—¿No has oído hablar de la ciguatera? —dije, como quien no quiere la cosa.
—Claro que no he oído hablar de ella —contestó con los dientes apretados—. ¿Qué pasa?
—Nada —dije.
—Debe de pasar algo o no lo habrías mencionado. ¿Qué pasa? ¿Me he sentado encima? ¿La llevo en la cabeza? ¿Qué?
—No, es una toxina endémica de las aguas tropicales. Se acumula en ciertos peces.
—¿Como el pargo rojo, por ejemplo?
—Bueno, especialmente en el pargo rojo.
Lo sopesó con una especie de asentimiento de la cabeza lento y catatónico. Creo que el desfase horario empezaba a pesarle. Afecta enormemente al equilibrio de las personas.
—No tienes por qué preocuparte —añadí tranquilizadoramente—. Si hubiera un brote, el pargo no estaría en el menú, ¿verdad? A menos que… —me detuve.
—¿Qué?
—Bueno, que fueras el primer caso. Alguien tiene que ser el primero, ¿no? Pero, ¿cuántas posibilidades tienes? ¿Una entre cien? ¿Una entre veinte?
—Te exijo que pares inmediatamente.
—Claro —concedí enseguida—. Lo siento. ¿Quieres cambiarlo por otro plato?
—No.
—Los síntomas incluyen vómitos, grave debilidad muscular, pérdida del control psicomotriz, entumecimiento de los labios, laxitud general, mialgia y trastornos sensoriales paradójicos, es decir, sentir las superficies calientes como frías y viceversa, pero no se limitan a eso. La muerte se produce en un doce por ciento de los casos.
—Te he dicho que pares —llegó la camarera con las bebidas—. El pargo —dijo Allan con forzada despreocupación—. Está bien, ¿no?
—Oh, sí. Es de primera.
—Quiero decir que no tiene… ¿qué era, Bryson?
—Ciguatera.
Nos miró desconcertada.
—No, viene con patatas fritas y ensalada.
Intercambiamos miradas.
—¿Me equivoco si creo que usted no es de por aquí? —pregunté.
Su desconcierto aumentó.
—No, soy de Tassie. ¿Por qué?
—Curiosidad —y cuchicheando le dije a Allan—. Es de Tasmania.
Él se inclinó hacia mí y cuchicheó:
—¿Y qué?
—Sus pargos son normales.
—¿Puedo cambiar el plato?
Ella lo miró un buen rato con la expresión que ponen los jóvenes cuando se dan cuenta de que tendrán que hacer veinte pasos que no están calculados, y con cara de mártir fue a preguntarlo. Al cabo de un minuto volvió y dijo que le permitían cambiar el plato.
—¡Que bien! —dijo Allan súbitamente entusiasmado, mirando de nuevo la carta. Consideró las muchas opciones alternativas—. ¿Tienen mocosa asada? —preguntó fríamente.
Ella lo miró fijamente.
—¡Era broma! —dijo, ya más alegre—. Tomaré solomillo con patatas —anunció—. Medio hecho, por favor —me miró—. ¿No hay horripilantes enfermedades que provoque la ternera? ¿Parálisis de la ternera de Queensland o algo así?
—El bistec debe de estar bien.
—Pues bistec entonces —le devolvió la carta—. Cuidado con la ciguatera —le gritó—. Y las cervezas que no paren —añadió aún.
Fue una cena estupenda, y después volvimos al bar donde, entre las maravillosas necedades del alcohol, conseguimos reunir todos los síntomas que hacía poco nos habíamos esforzado tanto por evitar.
Por la mañana había dejado de llover, pero el cielo estaba oscuro y sucio y el mar picado. Sólo con mirarlo ya me sentía mareado. No soy un enamorado del océano ni de lo que tiene dentro, y la perspectiva de ir botando hasta un arrecife cubierto de lluvia para ver los peces que podía ver cómodamente en cualquier acuario público o incluso en la sala de espera de un dentista, no me resultaba tentadora. Según el periódico de la mañana, se esperaba una marejada de 2,3 m. Le pregunté a Allan, que una vez tuvo un velero y una gorra de capitán y por consiguiente se considera un marinero curtido, si era mucho y él arqueó las cejas como si estuviera impresionado.
—Eso es mucho —dijo.
De aquí pasó a contarme graciosas anécdotas sobre barcos avanzando entre bandazos en mares terroríficos, aunque estuvieran amarrados al muelle. Estando allí sentados, uno de los miembros de la tripulación pasó a nuestro lado.
—¡Viene un ciclón! —dijo de excelente humor.
—¿Hoy? —pregunté en lo que empezaba a ser mi tono quejumbroso habitual.
—¡Puede ser!
Nuestra excursión al arrecife incluía que nos recogieran en el hotel y nos llevaran en autobús a Port Douglas, al barco, a unos treinta kilómetros costa arriba. El autobús llegó a las ocho y media puntualmente. Mientras subíamos, el chófer ponía al público al día sobre los aguijones marinos, con vivas descripciones de gente que no había hecho caso de los carteles de advertencia. De todos modos, nos aseguró que no había medusas en el arrecife. Curiosamente, olvidó mencionar los tiburones, las medusas cofre, los peces escorpión, los corales punzantes, las serpientes marinas o el infame mero, un monstruo de 400 kg que de vez en cuando, por una mezcla de afán de experimentación y estupidez, le arranca un brazo o una pierna a un bañista, luego se acuerda de que no le gusta el sabor de la carne humana y lo escupe.
No puedo describir lo feliz que me hizo llegar a Port Douglas y ver que la barca era enorme —casi tanto como uno de los ferrys ingleses que cruzan el canal—, nueva y reluciente. También me alegró ver, por su bien y por el mío, que ninguno de los miembros de la tripulación manifestaba señal de sufrir la fiebre del dengue. Mientras nos amontonábamos con otros pasajeros que llegaban en otros autobuses, supe por un tripulante que el barco tenía capacidad para 450 personas y que aquel día seríamos 310. También me dijo que tardaríamos unos noventa minutos en llegar al arrecife y que el mar estaba en relativa calma. Había 38 millas marinas hasta Agincourt Reef, donde atracaríamos. Con algo más que un interés pasajero, recordé que fue allí donde habían olvidado a la pareja de americanos.
Al embarcar anunciaron que se distribuirían gratis pastillas para el mareo a los que lo desearan. Fui el primero en acudir.
—Son ustedes muy amables —dije, tragándome un puñado.
—Es mejor que ver gente vomitando por todas partes —dijo la chica sincera y sensatamente.
El viaje hasta el arrecife fue muy agradable, como habían prometido. Es más, salió el sol, aunque fuera débilmente, y cambió el color gris plomo del agua a un tono cercano al cobalto. Dejé a Allan en la cubierta soleada buscando a alguna mujer bien dotada que contemplar y me dediqué a mis notas.
Dependiendo de las fuentes que consultas, la Gran Barrera de Arrecifes tiene 280.000, 340.000 km2 o una cifra intermedia; mide 1.930 km de arriba abajo, o bien 2.570; es mayor que Kansas, Italia o el Reino Unido. Nadie se pone de acuerdo en dónde empieza y acaba, pero todos reconocen que es muy grande. Incluso con las medidas más modestas, tiene el equivalente en longitud a la costa oeste de Estados Unidos. Y, evidentemente, es un hábitat inmensamente vital: el equivalente oceánico de la selva amazónica. La Gran Barrera de Arrecifes contiene unas mil quinientas especies de peces, cuatrocientos tipos de coral y cuatro mil variedades de moluscos, pero se trata de cifras calculadas a ojo. Nadie se ha dedicado a hacer un inventario exhaustivo. Es demasiado trabajo.
Como consiste en unos tres mil arrecifes separados y más de seiscientas islas, algunos insisten en que no es una unidad y que no se la debería concebir como el espécimen más largo de la Tierra. Esto es como decir que Los Ángeles no es una ciudad porque consiste en muchos edificios separados. Qué más da. Es fabuloso. Y todo gracias a trillones de pequeños pólipos de coral que han trabajado con dedicación y microscópica diligencia durante más de dieciocho millones de años, añadiendo cada uno su grano o dos de grosor al expirar y formando una tumba de silicato. Es impresionante.
Cuando oí que el barco empezaba a hacer el ruido que sugiere una llegada inminente, salí a cubierta a reunirme con Allan. No sé por qué esperaba llegar a un atolón arenoso con algún chiringuito de playa con el techo de paja, pero sólo había mar abierto por todas partes y un largo collar de agua rompiendo suavemente contra un inmenso pontón de aluminio, de dos pisos de altura y grande como para acomodar a 400 turistas. Recordaba a una plataforma petrolífera. Sería nuestro hogar durante las próximas horas. Cuando el barco amarró, todos desembarcamos encantados. Por un altavoz se enumeraron las alternativas que había. Podíamos tomar el sol en tumbonas, bajar a una cámara submarina para ver el mar, coger unas gafas y unas aletas y darnos un baño o dar cómodamente una vuelta por el coral en un barco semisumergible.
Primero fuimos en el semisumergible, una nave donde treinta o cuarenta personas se apretujaban en una cámara transparente bajo el nivel del mar. Era una maravilla. Por mucho que hayas leído sobre la naturaleza de la Barrera de Arrecifes, no estás preparado para lo que vas a ver. El piloto nos paseó por un mundo trémulo de escarpados precipicios de coral y desfiladeros con bordes como hojas de afeitar, todo lleno de colores fabulosos e hirviendo de bancos de peces de una variedad de tamaños increíble: pez mariposa, pez doncella, pez ángel, pez loro, el precioso y coloreado pez colmillo arlequín y el tubular pez tubo. Vimos almejas gigantes, babosas marinas y estrellas de mar, bosquecitos de anémonas ondulantes y el grande y agradablemente aturdido bacalao patata. Fue, como había esperado, como estar en un acuario público, pero (claro está) aquello era salvaje y natural. Será una tontería pero estaba pasmado ante la diferencia entre una cosa y la otra. Vi pasar nadando una gran tortuga a un par de metros del cristal, indiferente a nuestra presencia. En otro lado, curioseando furtivamente por el fondo, había un tiburón del coral de unos sesenta centímetros de longitud pero capaz de pegarte un buen mordisco. Y además de los peces en movimiento y los demás especímenes, admiraba el modo como se filtraba la luz desde arriba, y la forma, la textura y la increíble variedad del coral. Estaba más cautivado de lo que podría describir.
De vuelta al pontón, Allan insistió en que nos bañáramos. A un lado del pontón había unas escaleras de metal para bajar al agua. En lo alto de las escaleras había contenedores con aletas, gafas y tubos de buceo. Nos equipamos y nos lanzamos al agua. Había dado por sentado que caería unos pocos metros más abajo, y me quedé helado —por decirlo suavemente— al darme cuenta de que estaba a unos 30 m del fondo. Nunca me había bañado en aguas tan profundas y me resultó inesperadamente angustioso, tanto como si estuviera flotando en el aire 30 m por encima de la tierra. Tardé unos segundos en registrar este estremecedor descubrimiento, y a continuación mis gafas y mi tubo se llenaron de agua y empecé a ahogarme. Jadeando malhumoradamente, los vacié e intenté colocármelos de nuevo, pero las gafas se me llenaron de agua otra vez. Repetí el ejercicio dos o tres veces con el mismo resultado.
Mientras tanto, Allan estaba buceando como Daryl Hannah en Splash.
—Por el amor de Dios, Bryson, ¿qué haces? —dijo—. Estás a metro y medio del pontón y te estás ahogando.
—Me estoy ahogando —una ola me dio de pleno en la cara y emergí escupiendo—. Soy un hijo de la tierra —jadeé—. Esto no es para mí.
Se rió y desapareció. Sumergí un poco la cabeza y lo vi nadando como un torpedo en dirección a un tordo limpiador —un pez ángel del tamaño de un sofá— y me encogí de nuevo ante la profundidad incógnita que había debajo de mí. Había cosas grandísimas: peces como la mitad de un hombre y mucho más en su elemento. Mis gafas se llenaron de agua y volví a escupir. Otra minúscula ola rompió de lleno en mis ojos. Aquello me gustaba menos —muchísimo menos— de lo que esperaba, que ya no era mucho.
Por suerte descubrí más tarde que ésta es una reacción corriente entre los bañistas poco acostumbrados al océano. Se meten en el agua, descubren que están muy lejos de su hábitat, silenciosamente son presas del pánico y se desmayan (una especialidad japonesa, según parece) o les da un infarto (la especialidad de las personas gruesas). Y aquí viene el segundo aspecto interesante. Como los buceadores están en el agua con los brazos y las piernas extendidos y la cara bajo la superficie —es decir, haciendo el muerto— no es posible (o eso me han dicho) saber quiénes bucean realmente y quiénes han muerto. Hasta que no suena el silbato y salen todos del agua (menos un cuerpo curiosamente inerte y enfrascado) no saben que cuentan con uno menos para la merienda.
Afortunadamente, como os estáis suponiendo, esquivé tan desgraciado destino y volví a encararme al pontón. Me senté en una tumbona bajo el suave sol y me sequé con la camisa de Allan. Saqué los artículos de periódico que me había dado Allan Howe sobre la pareja americana que había muerto allí. Ya los había leído, pero ahora que podía vincular los hechos a los lugares volví a repasarlos con más interés.
La historia, o lo poco que se conocía de lo sucedido, es la siguiente. En enero de 1998, Thomas y Eileen Lonergan, de Baton Rouge, Louisiana, que habían realizado un viaje como voluntarios del cuerpo de paz en el Pacífico Sur, estaban de vacaciones en Australia antes de volver a casa cuando fueron a hacer inmersión en el arrecife con una empresa llamada Outer Edge. Al caer la tarde, no volvieron al bote a la hora requerida. Los demás no notaron su ausencia y el bote se marchó sin ellos. Pasaron dos días y medio hasta que se dieron cuenta de su desaparición. No se encontró rastro de ellos.
Sobre el porqué los Lonergan no volvieron al bote de inmersión y qué fue de ellos cuando vieron que habían sido abandonados sólo podemos hacer conjeturas.
Desde donde estaba yo veía muy bien el bote, y un miembro de la tripulación que pasaba por allí me dijo que estaba a tres millas marinas de distancia. (Una milla marina tiene unos cien metros más que una milla terrestre). Parecía terriblemente pequeño y lejano, pero los Lonergan, que eran expertos submarinistas y se encontraban en su elemento en el agua, podrían haber salvado la distancia sin demasiado esfuerzo. Las condiciones eran perfectas. El mar estaba en calma, la temperatura del agua era de 29 ºC y llevaban trajes de neopreno. Además del pontón, tenían otra alternativa más sencilla, nadar hasta el arrecife de St. Crispin a 1,2 millas marinas, donde podrían haberse encaramado a algunos salientes de coral en espera de que los rescataran. El problema, como me había recordado Alan Howe, era que para llegar a cualquiera de aquellos refugios había que cruzar un tramo de aguas profundas conocidas como guarida de dos grandes pelágicos: dentudos tiburones y algún inefable mero.
A partir de aquí el misterio se hace mayor. Unos días después de su desaparición, los chalecos salvavidas de los Lonergan aparecieron intactos en una playa del continente. Es una pregunta sin respuesta el porqué dos personas abandonadas en el mar se desprenderían de sus chalecos salvavidas. Además, el que los chalecos salvavidas estuvieran en perfectas condiciones indica que no los atacaron los tiburones. El desconcierto fue mayor cuando la policía examinó las pertenencias que habían dejado en el albergue de Cairns, donde se alojaban. Se descubrió que la joven y educada pareja de americanos no era tan feliz como aparentaba. Eileen Lonergan había escrito en su diario que su marido estaba deprimido y que quería «acabar de una vez» en una inmersión. (¡Uau!) y sugería que se la llevaría a ella con él. (¡Doble uau!).
Evidentemente había algo más.
Allan apareció por fin, claramente lleno de energía y sosteniéndose el estómago de una manera que me recordaba a Jeff Chandler en una de sus últimas películas, charlando con un placer tedioso sobre la maravillosa experiencia que había vivido y lo descaradamente enclenque que era yo. Se puso la camisa y se dejó caer en una tumbona a mi lado con expresión de felicidad. Después se sentó y se golpeó el torso con contundencia.
—Esta camisa está mojada —manifestó.
—¿Está mojada? —dije, frunciendo el ceño preocupado.
—Está empapada.
La toqué ligeramente.
—Caramba, sí que lo está —dije.
Según parece, perdían a gente por todas partes en Queensland últimamente. Los diarios del día siguiente iban llenos de artículos sobre la investigación que se había iniciado para estudiar la desaparición en el promontorio de Cape Tribulation hacía unos dos años de Daniel Nute, un joven viajero británico. Nute había salido sólo para una excursión de seis horas a Mount Sorrow y había rellenado escrupulosamente los formularios de seguridad que cubren excursionistas para información de los grupos de rescate en caso de que no vuelvan.
Desgraciadamente, el personal del parque nacional no recogió ni comprobó los formularios de seguridad aquel día. Resultó que el personal del parque nacional raramente recogía ni comprobaba los formularios de seguridad. Así que, aunque Nute no volvió, nadie se enteró ni dio la alarma. Aún más increíble es que, aunque Nute había dejado la tienda montada en el terreno de un albergue de Daintree, el personal del albergue no comunicó a las autoridades que llevaba 23 días desaparecido. Un empleado del albergue dijo en la investigación que era «habitual que la gente abandonara la tienda y se marchara sin comunicarlo en recepción».
Es lo más normal.
El resultado fue que cuando se inició la búsqueda, había pasado un mes. Ya no encontraron el cuerpo de Nute.
Este suceso cobró cierta relevancia cuando a la mañana siguiente Allan y yo fuimos a Cairns en coche a hacer un par de recados. Le llamó la atención algún objeto del escaparate de una tienda de deportes y entramos. Mientras él se probaba ropa, yo me quedé charlando agradablemente con las dos señoras de mediana edad que trabajaban allí. Mencioné sin ninguna intención —sólo por entablar conversación, lo juro— que Cairns había salido mucho en las noticias últimamente.
—¡Oh! —dijo una de las señoras, un poco fríamente.
—Sí, me refiero al caso Lonergan, a los chinos del bote y a ese pobre chico que desapareció en Daintree.
—Ah, sí —dijo la señora, con un gesto despreciativo—. En el sur siempre sacan estas cosas de quicio.
Su colega asintió con vigor.
—Siempre que tienen la oportunidad de hacer quedar mal a Queensland, se aprovechan. Pasó lo mismo con el ciclón. Aquella semana yo había ido a Sydney a ver a mi hermana y sacaban páginas llenas de artículos sobre el tema.
—Es que era una gran noticia —señalé yo.
—Pero no le habrían dedicado tanto espacio si hubiera ocurrido en Australia Occidental.
—¿No?
—No. Lo hacen para desanimar a la gente que quiere venir aquí.
—¿Está usted segura?
—Oh, sí. No quieren que los turistas se marchen de Sydney. Quieren que se queden allí. Por eso aprovechan cualquier cosa con tal de que Queensland resulte, no sé…, peligrosa o atrasada y manipulan los hechos para asustar a la gente.
Las dos asintieron en absoluta comunión de pensamiento.
—Pasó lo mismo con aquella pareja de jóvenes que desapareció en el arrecife. Es evidente que se trató de un suicidio, pero lo exageraron de forma desproporcionada…
—Sí, desproporcionada —la secundó su amiga.
—… para hacer creer que el arrecife no es seguro.
—¿Y el chico de Daintree? —insinué.
—No saben ni siquiera si está muerto —dijo ella en el tono de quien cuenta con fuentes de información fidedignas.
—Pero lleva dos años desaparecido.
—Sí, pero lo han visto más de una vez en la península de Cape York.
—Más de una vez —apoyó su amiga.
—Perdonen, pero ¿insinúan que los periódicos informaron falsamente de su muerte con la intención de que Queensland parezca un lugar peligroso?
—Lo que digo es que no se han publicado todos los hechos.
Asintió melindrosamente y se cruzó de brazos. Su compañera hizo lo mismo.
Y yo pensé: locos de atar.
Da la casualidad de que nosotros íbamos a Daintree. Era lo más al norte que se podía llegar por una carretera asfaltada en aquella parte de Australia, y decidimos echar un vistazo. A media mañana todo rastro de lluvia había desaparecido y el sol empezó a salir —tímidamente al principio, pero después con auténtico entusiasmo—. Queensland se transformó. Era como si estuviéramos en Hawai: montañas tropicales perpendiculares al mar reluciente, bahías, playas impecables custodiadas por hileras de palmeras, isletas verdes y rocosas a dos pasos del continente. De vez en cuando pasábamos por campos de caña soleados, presididos por la imponente y azulada Gran Cordillera Divisoria.
En Daintree aparcamos y salimos a echar un vistazo. Caminamos hasta la orilla del río Daintree, y allí tanto la carretera como Beryl Wruck llegaron a sus respectivos y abruptos finales. No vimos cocodrilos por ninguna parte. Volvimos al coche y seguimos por una carretera secundaria serpenteante donde se toma el ferry que cruza desde Daintree hasta Cape Tribulation. El ferry llevaba una semana sin salir por la lluvia, y no tenía sentido ir allí, pero yo quería ver el cabo desde el otro lado del río, y siempre había la posibilidad de ver un cocodrilo. Con gran sorpresa, vimos que el ferry funcionaba. En Daintree nos habían asegurado que seguía cerrado.
—Abrimos el sábado —dijo el conductor del ferry, hombre de pocas palabras.
Cruzamos con el ferry y después cubrimos el trayecto de 32 km hasta Cape Tribulation a través del Parque Nacional de Daintree. La carretera ascendía agitadamente entre un bosque tropical montañoso y de gran belleza. Habíamos llegado finalmente al trópico y yo estaba encantado.
El bosque de Daintree es una reminiscencia de una época en que el mundo era una masa única, toda ella cubierta de un verdor humeante. Con el tiempo, los continentes se separaron y fueron alejándose hacia los rincones más lejanos del globo, pero el de Daintree, por alguna casualidad tectónica, eludió las espectaculares transformaciones de clima y orientación que estimularon el cambio ecológico en los demás lugares. En consecuencia, allí hay plantas —familias completas de plantas— que no sobrevivieron en ningún otro lugar. Los científicos empezaron a apreciar el carácter antiguo y excepcional del bosque húmedo del norte de Australia cuando, en 1972, misteriosamente, empezó a morir ganado después de pastar en las laderas más bajas de la jungla. Resultó que las vacas se habían envenenado con las semillas de un árbol llamado Idiospermum australianse. Fue inesperado porque se creía que el Idiospermum había desaparecido de la Tierra hacía cien millones de años. A Daintree, como a otros once parajes más, la caracterizaba una avanzadilla primitiva de la botánica de las angiospermas, de donde descienden todas las plantas que florecen. Así es el Parque Nacional de Daintree: oscuro y denso, como perteneciente a una época remota. En un paisaje así no te extrañaría encontrarte con un pterosauro deslizándose entre los árboles o con un velociraptor corriendo por la carretera.
Está lleno de una vida realmente curiosa. Es una de las pocas zonas que quedan donde aún puedes ver casuarios. Se parecen mucho a los avestruces, y se diferencian de ellos por una protuberancia huesuda en la cabeza en forma de casco y una infame y mortífera garra en cada pata. Atacan saltando y golpeando con las dos patas juntas. Por suerte eso no pasa a menudo. El último ataque mortal fue en 1926, cuando un chico de dieciséis años se rió del casuario y el bicho le abrió la yugular con un salto. La razón de que haya tan pocos ataques es que los casuarios son de índole solitaria y, por desgracia, porque quedan muy pocos. No debe de haber más de mil. El parque de Daintree también es uno de los últimos hogares del famoso canguro arborícola —que, como su nombre indica, es un canguro que vive en los árboles— pero es aún más tímido que el casuario y no se ve casi nunca. La selva es tan densa y está tan alejada de los centros académicos que casi todo está pendiente de estudio. El primer estudio científico de los casuarios, por ejemplo, se empezó hace una década.
Finalmente la carretera terminó en un claro soleado de la selva con un incongruente puesto de comida para llevar y una cabina de teléfonos. Escondido entre el extravagante follaje había un campamento, y allí un rótulo con una flecha que señalaba la playa. El camino llevaba por una pasarela de madera entre manglares. Diminutos animales invisibles se removieron en el agua pantanosa a nuestro paso. A los pocos minutos llegamos a la playa. Era especialmente hermosa, una gran curva de arena blanca y suave salpicada de madera a la deriva, frondas de palmeras y otras agrupaciones naturales de vegetación frente a una bahía azul y brillante. Más allá se alzaba un imponente promontorio revestido de verde.
El lugar era prístino y soleado, exactamente como debió de verlo James Cook cuando llegó hace más de doscientos años. Lo llamó Cape Tribulation porque fue donde el Endeavour encalló desastrosamente en el coral a unas doce millas de la costa. Estaba gravemente agujereado y corría peligro inminente de hundimiento, pero Cook tenía en la tripulación a un marinero que había estado en apuros similares y se había salvado gracias a un proceso de «forrado» de la nave: consistía en vendarla por abajo con una vela muy tensa para cubrir el agujero. Era una medida desesperada y con pocas posibilidades, pero milagrosamente funcionó.
Cook logró acercar el barco a la costa, a pocas millas del promontorio donde estábamos nosotros. La tripulación se pasó siete semanas haciendo reparaciones y luego volvió a Inglaterra al encuentro de la gloria. De haberse hundido el Endeavour y no haber llegado Cook a su país, la historia habría sido diferente. Es probable que Australia hubiera sido francesa —una idea extraordinaria, por no decir más— y los británicos habrían tenido que adaptar sus ambiciones colonialistas a ello. Ninguna parte del mundo habría escapado a sus efectos. Melbourne podría estar ahora en las llanuras africanas. Sydney podría ser la capital de la Real Colonia de California. ¿Quién puede saberlo? Pero el equilibrio mundial del poder habría cambiado de un modo que no podemos imaginar. Por otro lado, nos habríamos ahorrado con seguridad el libro Home and Away, o sea que no habría sido un desastre total.
Allan y yo pasamos una media hora explorando la playa, después volvimos al claro donde estaba el chiringuito y echamos un vistazo por donde la carretera seguía hacia Cooktown. Más allá del chiringuito la pista se volvía dura y rocosa, y ascendía rápidamente hacia las colinas exuberantes. En aquel sitio Harrison Ford se habría lucido en una película de aventuras. El día anterior me había enterado de que la pista era peligrosa y desesperantemente inclinada incluso con buen tiempo, o sea que quizás era mejor que a Allan y a mí no nos hubieran permitido ir. De todos modos, era intransitable.
Pese a todo, era increíblemente seductora en lo que se refiere a la aventura. Cooktown, una antigua ciudad minera que antaño había tenido una población de 30.000 personas y que ahora sólo tenía 200, estaba a 75 km de distancia al otro lado de la montaña. Es el último pueblo de Australia oriental. Más allá no hay más que algún asentamiento aborigen a lo largo de los 600 km de pista de Cape York, el punto más al norte de Australia. Pero aquí era lo más lejos adonde podía llegar.
Me giré y vi que Allan se había ido. Reapareció a los pocos minutos procedente del chiringuito con dos latas de coca-cola y me dio una.
—No tenían orina —dijo, y los dos nos reímos de buena gana.