En mi infancia, los viernes por la noche que mi padre estaba fuera, cosa bastante frecuente (era redactor deportivo y viajaba por motivos de trabajo), mi madre y yo seguíamos un ritual: yo tomaba el autobús e iba al centro a buscarla (ella trabajaba en el periódico local), cenábamos en la cafetería Bishop’s y después íbamos al cine.

No pretendo insinuar que mi madre abusara de la confianza que yo depositaba en ella en el proceso de selección, pero resultaba misterioso que todas las películas que me apetecían acabaran de quitarlas y termináramos viendo alguna repleta de asesinatos, pasiones y traiciones, normalmente con Jeff Chandler como protagonista —por quien mi madre sentía una insólita admiración—, y casi siempre en un papel que exigía que estuviera mucho rato con el pecho al aire.

—Oh —exclamaba ella, en un tono de sincero disgusto—. Veinte mil leguas de viaje submarino ya no la ponen. Pero en el Orpheum han estrenado una nueva de Jeff Chandler, Tame Lust. ¿Qué te parece si vamos a verla?

No sé si con el tiempo estas películas se han difuminado en una sola en mi recuerdo o es que eran idénticas, pero a mí me parecía que siempre tenían los mismos elementos: mucha conversación, montones de abrazos apasionados con Lana Turner o alguna otra rubia estupenda, algún tiroteo ocasional que terminaba con alguien agarrándose el estómago, dando cuatro pasos tambaleantes y vertiendo una modesta cantidad de sangre (para mi decepción), y algún fragmento en que Chandler iba en lancha o hacía de guardacostas en bañador. (Sin mirar la pantalla ya sabía cuáles eran las escenas del bañador por la avidez con que mi madre chupaba sus caramelos de limón). Si no había ninguna película de Jeff Chandler en cartel —y a lo mejor pasaban semanas enteras sin que pusieran ninguna— íbamos a ver otra cosa.

Así fue como una semana, cuando yo tenía unos nueve años, fuimos a ver Tres vidas errantes, una epopeya en tecnicolor con Robert Mitchum y Deborah Kerr que interpretaban a una encantadora pareja, alegre e indomable, que se abría camino en el bush australiano. Era una película memorable en muchos sentidos, para empezar por el entrañable espectáculo de Robert Mitchum hablando con acento australiano y por el simple hecho de que estuviera ambientada en Australia, lo cual ya la convierte en única en la historia de Hollywood. Casi cuarenta años después ya no me acuerdo de muchos detalles de la película, aparte de que Mitchum y Kerr se pasan todo el rato que están despiertos recogiendo ejércitos de ovejas y batallando contra alguno de los desconcertantes peligros de esos parajes: incendios de maleza, tormentas de polvo, sequías, plagas de langosta y peleas en el pub, sobre todo. Era evidente el calor que hacía en Australia: Mitchum nunca hablaba antes de quitarse el polvoriento sombrero y pasarse la mano por la frente. Como ya a los nueve años mis planes futuros eran pasarme la vida conduciendo un descapotable por Europa con Jean Seberg, relegué mi interés por Australia y no pensé en ello hasta treinta años después.

En consecuencia, cuando fui por primera vez a Australia para asistir al Festival de Escritores de Melbourne en 1992, me quedé pasmado al descubrir que efectivamente existía. Estaba en la Collins Street de Melbourne, tan recién llegado que aún olía (posiblemente brillaba) al insecticida con que habían rociado el avión los auxiliares de vuelo antes de aterrizar, contemplando los ruidosos tranvías y el remolino de humanidad, y pensando: «Mira por dónde, pero si es un país de verdad». Fue como si hubiera descubierto vida en otro planeta, o un universo paralelo donde la vida era al mismo tiempo muy parecida pero totalmente diferente.

No os puedo describir lo emocionado que estaba. Las expectativas que había acumulado sobre Australia en todo aquel tiempo me habían hecho pensar en ella como en una especie de sur de California; un lugar donde siempre brilla el sol y con la alegre frivolidad de los lugares de playa, pero con un ligero toque británico, algo así como Los vigilantes de la playa jugando al cricket pensaba yo. Pero no tenía nada que ver. Melbourne tenía un ambiente ordenado y elegante más parecido a Europa que a Norteamérica, y llovía (llovió toda la semana), lo que me resultó muy chocante porque no me lo esperaba.

Es más, y ahora llegamos al quid de la cuestión, me gustó enseguida, sin matices ni dudas, de una forma que tampoco esperaba. Tenía algo que armonizaba con mi forma de ser. Supongo que también contribuyó que hubiera pasado la mitad de mi vida en Estados Unidos y la otra mitad en Gran Bretaña, porque Australia era una fusión muy agradable de los dos. Tenía una informalidad y una viveza —una falta de reserva, una facilidad de trato con los forasteros— que me sonaba totalmente americana, pero en un marco británico. Por su optimismo e informalidad, los australianos podrían pasar a primera vista por americanos, pero conducen por la izquierda, beben té, juegan al cricket, adornan los espacios públicos con estatuas de la reina Victoria y visten a sus hijos con esos uniformes que sólo los británicos son capaces de llevar sin desaliento evidente. Me sentía muy a gusto.

Enseguida me di cuenta, y en cierta forma me gustó, de lo poco que sabía de aquel lugar. No conocía sus periódicos, ni sus universidades, playas, barrios; no conocía su historia ni sus gestas, no era capaz de distinguir a un policía de un cartero. No sabía ni pedir un café. Tenías que especificar un tamaño (largo o corto), un color (blanco o negro) e incluso un ángulo de orientación respecto a la perpendicular (llano o no), y se podía añadir un montón de permutaciones: «negro largo», «negro corto», incluso «negro largo corto». Después de muchas horas de divertida experimentación descubrí que mi favorito era el «blanco llano». Fue un momento de suprema felicidad.

Como mis obligaciones en el festival eran prácticamente nulas —un par de presentaciones al público y un poco de charla después— tenía tiempo para deambular por la ciudad, y es lo que hice con entusiasmo y dedicación, escuchando las conversaciones, sentándome en las barras de los cafés con los periódicos de la mañana y media docena de bebidas (todavía estaba en fase experimental), devorándolo todo, leyendo etiquetas y vallas publicitarias y los rótulos de los escaparates, haciendo preguntas a los desconocidos: «Perdone, ¿qué es un Jacky Howe? ¿Qué son norks? ¿Qué es un Hills Hoist?»[*].

Me encantó —todavía me encanta— el acento australiano, el ritmo y la cadencia, la forma directa, sencilla y seca de ver la vida. En la recepción ofrecida durante la presentación de un premio menor —el East Gippsland Young Farmers First Novel Award[*] o algo por el estilo—, a la que asistí porque me ilusionó que me invitaran y porque había un refrigerio después, estaba yo con dos mujeres publicistas de mi editorial cuando entró una mujer notablemente dotada de norks.

—Mira, si es Bruce Dazzling —observó una de ellas, y después, con una especie de calculado desprecio añadió—. Ésta sería capaz de ir hasta la «apertura», de un sobre.

Alguien me contó la siguiente anécdota de un amigo inglés. Fue en un vuelo a Australia; una de las azafatas le dio una toalla caliente, como vio que estaba fría se lo dijo a la azafata; no por quejarse sino porque pensó que había sido un error. Ella lo miró y, sonriendo dulcemente, con el mínimo sarcasmo, dijo: «Bueno, ¿por qué no se sienta encima? Así la calentará». Cuando me lo contaron pensé que me gustaría este país. Y ya lo creo que me gusta.

Como el primer sitio que conocí fue Melbourne, creé un lazo sentimental con la ciudad. Todavía me emociono cuando llego a Melbourne —no es una emoción muy popular, pero es lo que siento— y mientras pasaba en coche ante los resplandecientes rascacielos del distrito central tenía la sensación de llegar a casa. Ahí estaba el primer hotel australiano donde había estado, allá la primera cafetería a la que había entrado, allí el famoso Estadio de Cricket de Melbourne, donde pasé tres horas felizmente alucinado con un partido de fútbol con reglas australianas y cené mi primer (y último) pastel veinticuatro («hecho con auténticos mirlos», me aseguraron tan felices). No sé si tiene mucho sentido, pero éste era mi hogar en Australia.

La mayor parte de la gente (y cuando digo «la mayor parte de la gente» me estoy refiriendo a mí, cuando llegué por primera vez) no se da cuenta de que durante mucho tiempo Melbourne fue la ciudad más importante de Australia. Aunque Sydney hace un siglo que es ligeramente mayor (la población de Melbourne es de 3,5 millones y la de Sydney de cuatro), Melbourne fue hasta hace relativamente poco el centro de todo, especialmente en lo que se refiere a las finanzas y la cultura. Sydney solía compensarlo inventando chistes crueles, pero casi siempre buenos, sobre la supuesta falta de animación en Melbourne, como el de:

«¿Tiene hijos?»

«Sí, dos vivos y uno en Melbourne».

Hoy en día Sydney hace chistes sobre Melbourne y le roba los proyectos, lo que a Melbourne le cuesta un poco de encajar. Nada ilustra mejor el cambio en la posición relativa de las dos ciudades que la celebración de los Juegos Olímpicos de 1956 en Melbourne y la del 2000 en Sydney. Lo mismo pasa con todo. En 1956 Melbourne era la sede de 50 de las empresas más importantes de Australia y Sydney de 37. Hoy la proporción se ha invertido. Hace una generación, las empresas internacionales elegían Melbourne como sede en Australia; hoy día más de dos tercios optan por Sydney. Pero mucho más mortificante para una ciudad con el dinamismo cultural de los programas de televisión diurnos, por poner un ejemplo, es que Melbourne ha tenido que ver cómo Sydney se apropiaba de su preeminencia cultural: en edición, moda, cine y televisión, y en el teatro. Antes iba a ver a mis editores australianos a Melbourne. Ahora, a Sydney.

Dicho esto, y una vez te has deshecho de la ventaja visual de la que se beneficia Sydney gracias a su puerto, es muy poco lo que diferencia a ambas ciudades en cuanto a calidad de vida u oferta cultural. Mucho menos separa a Melbourne de Sydney que a Los Ángeles de Nueva York o a Birmingham de Londres.

Puede que Melbourne no tenga un Harbour Bridge ni un Opera House como Sydney, pero tiene algo no menos singular: los giros a la derecha más estrambóticos del mundo. Si estás conduciendo por el centro de Melbourne y quieres girar cruzando el tráfico en dirección contraria, no te colocas en el carril del centro, sino junto a la acera —lo más lejos posible de donde quieres ir— y te quedas ahí un período de tiempo indeterminado (en mi caso hasta que clubs y restaurantes han cerrado y se han ido todos a dormir), hasta que te toca girar frenéticamente antes de que el semáforo cambie. Hay que hacerlo para no entorpecer el camino a los tranvías —la otra especialidad de Melbourne—, que van por el centro y no se pueden permitir que los coches les bloqueen el paso. Es terriblemente confuso; no sólo para los visitantes extranjeros, también para los australianos, e incluso (sospecho) para los habitantes de Melbourne.

Pero lo que distingue a los ciudadanos de Melbourne es su amor por el fútbol con reglas australianas, un deporte con poca afición en Sydney o Nueva Gales del Sur, donde la pasión es el rugby. Es curioso que en Melbourne no se cuenten chistes de Sydney. Cuentan chistes de sus amados hinchas.

A saber:

Un hombre que llega a Melbourne para la Gran Final se sorprende al ver que el asiento de al lado está vacío. Las entradas para la Gran Final hace semanas que se vendieron y no hay localidades. Por eso, pregunta al hombre que está al otro lado del asiento vacío: «Perdone, ¿sabe por qué no hay nadie en este asiento?».

«Era de mi esposa —responde el otro, melancólico—, pero desgraciadamente ha muerto».

«Oh, cuanto lo siento. Es terrible».

«Sí, no se perdía un partido».

«¿Y no podría haber aprovechado la entrada un amigo o un pariente?».

«Oh, no. Están todos en el funeral».

Iba a visitar a un viejo amigo llamado Alan Howe, que fue quien me introdujo en las pasmosas peculiaridades de las reglas australianas. Lo conocí hace veinte años cuando yo trabajaba como editor adjunto en el departamento de economía de The Times en Londres y él era un novato con cara de niño. Yo ya llevaba allí unos meses cuando llegó él y le dieron un asiento a mi lado en la mesa de los adjuntos. Tampoco es que fuera tan joven entonces, pero era como si llevara un uniforme de explorador. Así que lo tomé bajo mi protección como compañero de las colonias y le enseñé lo que sabía. Fueron tres cosas: que la aseguradora Lloyd’s llevaba apóstrofe pero el Lloyds Bank, no; que la empresa Río Tinto-Zinc llevaba un guión muy curioso y que el bar estaba en el sótano. En aquel entonces no hacía falta más para trabajar en el departamento de economía.

Aprendía rápido y nos aventajó a todos. Un día en que discutíamos un colega y yo si el «p/g» de «ratio p/g» significaba «parar de gastar» o «príncipe de Gales», Howe dijo que era la abreviatura de «ratio precio/ganancia, una medida establecida para un valor percibido neto que se obtiene dividiendo su valor actual por las ganancias por acción en los anteriores doce meses». Entonces supe que aquel muchacho llegaría lejos. Hay que decir que no nos ha defraudado. Después de un distinguido período en The Times volvió a Australia, donde se convirtió en una estrella ascendente del firmamento de Murdoch, asumiendo a principios de 1990 el cargo de editor del Sunday Herald-Sun, publicación que todavía preside. Cuando pienso en él sentado en The Times con su pañuelo y su camisa azul, mi viejo corazón se hincha de orgullo.

Él y su esposa —Carmel Egan, una mujer simpática y tranquila—, viven en South Melbourne, en una encantadora casa antigua que había sido una carnicería. Llegué tarde debido a un pequeño experimento que realicé sin querer y que consistía en comprobar si es posible encontrar una dirección de Melbourne utilizando un plano de calles de Perth, pero al fin la encontré. Me recibió Carmel.

—Howe ha salido —dijo, haciéndome pasar—. Ha ido a correr un poco.

—¿A correr?

Intenté no parecer demasiado asombrado, pero en el tiempo que hacía que lo conocía, la idea que tenía Howe del ejercicio físico era la de beber de pie. Además, era una de esas personas inquietas y llenas de energía que son incapaces constitucionalmente de acumular grasa. Necesitaba correr tanto como yo aumentar los gastos de universidad de mis hijos.

—Es por su corazón —añadió ella.

La miré fijamente.

—¿Tiene problemas de corazón?

—No, claro que no —se rió—. Pero acaba de descubrir que lo tiene.

Lo entendí enseguida. Howe ha sido siempre un hipocondríaco. Durante años se ha ido moviendo de un órgano a otro, seguro de que alguno le hará un día una mala pasada dolorosa y cara. Se pasa horas por los rincones palpándose bultos misteriosos y readaptando su modo de vida a causa de ellos.

Carmel y yo nos sentamos a tomar una taza de té, y le conté anécdotas de su esposo en aquellos lejanos días de Londres antes de que ella lo conociera: cómo le enseñé a usar el jabón y ponerse calcetines a juego, y que le ayudé a encontrar el tratamiento para las gónadas. En ese momento llegó el susodicho a la casa, acalorado en extremo, sin aliento y sudado.

—Eh, hola —consiguió articular lo que parecían ser sus últimas palabras.

—¿Te encuentras bien?

—Nunca me había sentido mejor.

—¿Por qué corres? —dije.

—El corazón, tío.

—Pero si no te pasa nada.

—Exactamente —dijo la mar de orgulloso—. ¿Y sabes por qué? Porque me lo cuido.

Asintió intencionadamente y, como si a mí no se me hubiera ocurrido, echó una discreta mirada a mi corpachón.

Para cenar fuimos caminando a un restaurante del barrio, donde lo pasamos muy bien comentando montones de cosas: amigos comunes, trabajo, donde había estado hasta entonces y adónde iba, lo que se habla con amigos a los que no ves a menudo. En cierto momento, Howe mencionó como si nada que recientemente había estado practicando el boogie boarding en Byron Bay, en Nueva Gales del Sur, cuando se topó con un tiburón.

—¿De verdad? —dije, impresionado.

Asintió.

—Era bastante grande, además, de unos tres metros, diría yo.

—¿A qué distancia estaba?

—Cerca. Podría haberlo tocado.

—¿Y tú qué hiciste?

—Una retirada estratégica. ¿Tú qué crees?

—¿No tenías miedo?

Puso una cara de repentino entusiasmo, como si hubiera puesto el dedo en la llaga.

—Sí —dijo—, algo de eso tuve.

—¿Algo?

—Sí —repitió incondicionalmente, como si estar algo asustado fuera el máximo que uno se podía permitir en Australia, y debe de ser así.

Aquello provocó cariñosas rememoraciones de otras experiencias mortales con animales, de las que Australia cuenta con abundancia: un encuentro con un cocodrilo en Queensland, las serpientes venenosas que estuvo a punto de pisar, cuando se despertó y se encontró una viuda australiana haciendo rappel por un hilo a dos palmos de su cara. Los australianos son muy injustos en este sentido. Se pasan la mitad de cualquier conversación insistiendo en que los peligros del país se han exagerado mucho y que no hay que preocuparse, y la otra mitad contándote que hace seis meses su tío Bob iba en coche a Mudgee cuando una serpiente tigre salió del salpicadero y le mordió en la ingle; pero bueno, ya lo han desconectado de la respiración artificial y se puede comunicar parpadeando con los ojos.

Yo, claro, era todo oídos.

—¿Y la historia del cocodrilo cuál era? —pregunté ansiosamente.

Howe sonrió con algo de timidez.

—Pues que, Carmel y yo estábamos de vacaciones en Queensland, en un lugar llamado Port Douglas, y pensamos —vio que ella estaba a punto de corregirlo— y pensé que sería divertido alquilar una barca y salir a pescar.

—En un estuario infestado de cocodrilos —añadió Carmel. Se dirigió a mí—. Alan no quiso alquilar una barca grande con guía, o sea que nos llevamos una pequeña nosotros solos. Era una barca pequeña.

Le permitió que continuara.

—Cogimos la barquita —siguió él, con un asentimiento magnánimo en dirección a ella— con motor fuera borda, y nos dispusimos a cruzar el estuario, que estaba lleno de barcas, pero entonces descubrí una calita y pensé: «Venga, vamos por allí». Bueno, la calita resultó que era un río, muy bonito. Subimos por el río y era una preciosidad, la quinta esencia del paraíso tropical: ancho y verde, con la selva alrededor, aves de colores volando entre los árboles. Ya te lo puedes imaginar. Y lo mejor de todo, no se veía a nadie. Lo teníamos para nosotros solos. Buscamos un lugar agradable, paré el motor, y estábamos allí sentados con los sedales en el agua la mar de relajados cuando Carmel señaló una especie de retazo fangoso en la orilla, y nos dimos cuenta de que era una rampa de inmersión de cocodrilos. No podía ser otra cosa. Después notamos que había varios lugares iguales en la orilla. Empezamos a comprender que fuera la razón de que no hubiera nadie allí arriba, que estaba infestado de cocodrilos. Y cuando llegábamos a esta significativa conclusión oímos algo que salpicaba el agua, algo pesado que cae al agua, y después una línea incierta en la corriente que se mueve hacia nosotros.

—Uau —dije.

—Exactamente lo que pensé yo, Bryson.

Sonrió.

—¿Y qué hicisteis?

—Pues, como soy buen marino, tiré del motor para salir de allí. Pero el motor no se ponía en marcha. No sé porqué no arrancaba.

—Yo estaba sentada en la popa mirando la línea que se acercaba —intervino Carmel— y le decía: «Alan, el cocodrilo se acerca. Viene hacia aquí. Vámonos de aquí. ¿Nos vamos o qué?».

—Y yo tirando de la cuerda, y tira que te tira, y el motor sólo hacía putt putt putt pffft. Y el cocodrilo seguía acercándose. Milagrosamente, el motor arranca y nos movemos. Pero estamos encarados en mala dirección, en dirección contraria a la que queremos ir, tenemos que seguir río arriba, así que hay que girar. Bueno, después de muchos líos, de golpes contra la orilla y de discutir entre nosotros cariñosamente sobre la muerte rápida y que todo es culpa mía, conseguimos dar la vuelta. El problema es que para salir de allí teníamos que ir hacia donde estaba el cocodrilo.

—¿Dónde estaba el cocodrilo entonces?

—Ni idea. No se lo veía por ningún lugar. Debía de estar por ahí, pero no sabíamos dónde. Podía estar junto al bote. El agua estaba tan embarrada que no se veía ni un centímetro hacia el fondo. Pero los cocodrilos van a por los botes.

—Sobre todo los botes pequeños —dijo Carmel, sonriéndole.

Alan sonrió feliz.

—Pongo el motor al máximo —siguió— y el bote va tirando a un kilómetro por hora más o menos que es todo lo que da de sí, lo admito, un bote pequeño y barato. Tenemos que cruzar medio kilómetro de territorio de cocodrilos a velocidad de pulga y todo el rato que estamos allí sentados lo pasamos esperando sentir un golpe contra el casco y la barca que vuelca. Fue un poco enervante.

—¿Sabías —dije— que un motor fuera borda le suena a un cocodrilo muy parecido al rugido territorial de otro cocodrilo? Por eso van a por los botes pequeños.

Me miraron con asombro. No es habitual que un extranjero deje a los australianos con la boca abierta, pero yo acababa de leer el libro, al fin y al cabo.

—Me alegro de no haberlo sabido en Port Douglas —dijo Carmel.

Se estremeció.

—Pero veo que lograsteis poneros a salvo —dije.

Alan asintió encantado.

—Bajamos por el río, cruzamos el estuario y salimos del bote. Saltamos de él antes que tocara el muelle —me miró con una sonrisa encantada y expectante—. ¿Cuánto rato crees que usamos el bote? Lo habíamos alquilado para medio día, tenlo en cuenta.

No me lo imaginaba.

Howe se inclinó hacia mí, sin dejar de sonreír.

—Veintinueve minutos —dijo rebosante de orgullo—. El chico nos dijo que era un récord.

—Espléndido —dije.

—Un éxito de la familia Howe —añadió, y lo decía en serio.

Howe tenía que trabajar en el periódico al día siguiente, pero Carmel se ofreció a llevarme de paseo. A última hora de la mañana siguiente fuimos a la ciudad a devolver mi coche de alquiler, hacer algunas compras y echar un vistazo. Bajábamos por Chapel Street buscando un lugar para aparcar, y Carmel me estaba contando cosas de su trabajo —es la corresponsal en Melbourne de News International— cuando se interrumpió de golpe y dijo muy animada: «Mira, es Jim Cairns». Señaló a un hombrecito que cruzaba la calle delante de nosotros cargado con una silla y una mesa plegable. Parecía algo maltratado por el tiempo pero nada más.

—Fue vicepresidente del gobierno de Whitlam —me informó. La miré para ver si me estaba tomando el pelo, pero ella sonreía con sinceridad—. Vende su autobiografía en aquel mercado.

Me indicó un lugar cubierto donde uno iría a comprar verduras.

La miré.

—¿Vende libros, su propio libro, con una mesa plegable?

Ella sonrió, reconociendo alegremente que aquello pudiera parecerle peculiar a un forastero.

—Es una manera de ganar dinero extra —añadió.

Era un hombre, no sé si os hacéis cargo, que hacía poco ostentaba el segundo cargo del país, el equivalente en Estados Unidos a encontrarse a Walter Mondale sentado ante una mesa plegable en un centro comercial de Minneapolis vendiendo posavasos de la Casa Blanca y otros recuerdos.

—¿Lo hace habitualmente?

—Es una institución. ¿Quieres conocerle?

—Ya lo creo.

Buscamos un lugar para aparcar, pero cuando llegamos al mercado ya se había marchado. Sin duda cuando lo habíamos visto volvía a casa.

—Supongo que se aburre —dijo Carmel cariñosamente—. Hace tiempo que vende el libro.

Asentí y reflexioné, como ya era habitual, sobre lo raro, humilde y distante que es Australia.

Queríamos ir al Museo de la Inmigración, pero en nuestra ruta se cruzó el nuevo Crown Casino, una casa de juego que la gente de Melbourne odia porque es de pacotilla y tienta a los tontos a perder sus ahorros, o lo adora porque a veces se gana dinero.

—¿Quieres verlo? —preguntó Carmel.

Dudé, había satisfecho mi curiosidad sobre el juego en el club de los Penrith Panthers de Sydney en mi primer viaje, pero ella dijo con insólita seguridad:

—Te interesará.

Y entramos.

Tenía toda la razón. Era un lugar asombroso, enorme —dejaba chiquito incluso al club de Penrith— y rebosaba ornamentación. En un atrio exterior elevado se desarrollaba un frenético espectáculo de láser con música sintética a tope y montones de humo (sería para resaltar los rayos danzarines), pero no lo miraba nadie. Lo interesante era el casino de atrás, no menos extravagante e interminable. El que hizo el contrato de las alfombras del Crown Casino no habrá tenido que volver a trabajar en su vida. Tardamos veinte minutos en cruzar la sala de punta a punta. Lo más sorprendente era lo lleno que estaba y lo intenso que era todo. Aún no era la hora de almorzar y habría unos dos mil jugadores esperando turno. No había un rincón o una máquina fuera de servicio. No había visto nada tan grande aparte de Las Vegas, y en Las Vegas muchas personas van a curiosear o a pasar el rato. La gente estaba absorta. En una mesa de ruleta vi a un hombre que distribuía unas veinte fichas por el tapete, las perdía todas, metía mano en la cartera y sacaba 50 dólares para comprar más. Después de un rato —porque la Australia urbana es un lugar tan multicultural que no notas estas cosas— advertí que él y una abrumadora proporción de clientes eran chinos. No sé si era debido a su vestimenta, pero parecía un camarero o un cocinero; pero no alguien que pudiera permitirse perder miles de dólares en una sesión. Se lo comenté a Carmel y ella asintió.

—Son jugadores espectaculares —cuchicheó y sonrió tristemente—. Es un gran negocio. Por aquí pasan cada año mil millones de dólares. Victoria obtiene el 15 % de sus ingresos del juego.

Lo pensé un momento. Aquello serían centenares de millones de dólares.

—¿Cuántos casinos hay en el estado? —pregunté.

—Sólo éste —dijo ella.

El Museo de la Inmigración, justo sobre el río Yarra, situado en un majestuoso y viejo edificio que había sido de Aduanas, ofrecía un contraste tranquilo y más razonable. Había abierto hacía poco y todavía relucía. Howe había insistido mucho en que lo visitara porque como pilar de la comunidad había sido uno de los impulsores de su fundación. Como la experiencia de la inmigración es la historia de lo Australia moderna, era en definitiva un museo de historia social y el mejor que había visto.

En una cavernosa sala central en forma de transatlántico había una exposición en la que te introducías con cabinas y otros simulacros que evocaban la vida a bordo de los inmigrantes en diferentes períodos. Me conmovió particularmente la época de 1950. Me crié a más de mil kilómetros del mar y añoraba la gran época de los trasatlánticos de pasajeros. Siempre me había dominado un deseo romántico de realizar un viaje oceánico. Me llenaron de ternura los detalles más triviales de la vida a bordo, estudié una carta de hacía cuarenta años como si hubiera tenido que elegir entre costillita de cordero y ternera asada, e imaginé mis libros y mis utensilios de aseo en el estante junto a la litera. Pensé si para el baile de la tarde me pondría mi camisa de gala u otra con un motivo de orquídeas salvajes de Hawai.

Me puse a pensar —nunca se me había ocurrido reflexionar sobre ello cuánto tiempo y dinero representaba un viaje a Australia en aquella época. Hasta principios de 1950, un billete de ida y vuelta de Australia a Inglaterra costaba tanto como una casa de tres dormitorios en un barrio de las afueras de Melbourne o Sydney. Qantas introdujo los Super Constellations de la Lockheed en 1954, y los precios empezaron a bajar, pero al final de la década ir a Europa en avión seguía costando más que un coche nuevo. Tampoco es que fuera un servicio veloz o cómodo. Los Super Constellations tardaban tres días en llegar a Londres y no tenían potencia ni alcance para esquivar las tormentas. Cuando encontraban monzones o ciclones, los pilotos no tenían más remedio que poner la señal de abrocharse el cinturón y empezar a botar. Incluso en condiciones normales volaban a una altura que garantizaba una turbulencia constante. (Qantas lo llamaba, sin intención de ironizar, la Ruta del Canguro). Era, según el criterio actual, una mala experiencia.

Así que para casi todos los inmigrantes de los años cincuenta, un viaje a Australia significaba un crucero marítimo de cinco semanas. Incluso ahora, que te ves obligado a encerrarte en una lata con alas un día entero para llegar allí, Australia parece muy lejos. Pero cuán infinitamente remoto debió de parecer en la cubierta de un barco viendo alejarse el continente y midiendo la distancia de 12.000 millas de estela marina. Estudié las caras de gente sonriente echada en tumbonas o paseando por las aireadas cubiertas. Eran las mismas expresiones que había visto en el Surfers Paradise de Adelaida. Aquella gente también era feliz, estaba pletórica. Iban a un país afortunado. Les esperaba una vida de abundante sol y buenos empleos, buenos hogares, buenas perspectivas y batidoras eléctricas. Se iban de vacaciones para siempre.

Fue una época muy interesante para Australia. Fueron millones los extranjeros que se hicieron australianos en los años cincuenta, y, curiosamente, también antes. Acababa de enterarme de que en 1949 no existía la ciudadanía australiana. Las personas nacidas en Australia no eran australianas en sentido estricto sino británicas, tan británicas como si fueran de Cornualles o Escocia. Juraban fidelidad al rey y al país, y cuando Gran Bretaña entró en guerra fueron a morir sin dudarlo a campos de batalla extranjeros. En la escuela estudiaban historia, geografía y economía británica con tanta normalidad como si vivieran en Liverpool o Manchester. Recuerdo que en una de sus cartas, Catherine Veitch me comentaba lo surrealista que era estar en un aula de Adelaida en los años treinta aprendiendo la altura de las montañas escocesas o las cifras de producción de cebada de Anglia del Este y viendo los exuberantes árboles de waratah y las bandadas de cuca burras afuera.

A los australianos no les pasó inadvertido lo absurdo de la situación, pero Gran Bretaña era todo para ellos. Como escribió una vez Alan Moorehead: «Los australianos de mi generación crecimos en un mundo aparte. Hasta que no íbamos al extranjero no habíamos visto nunca un edificio bello, no habíamos oído hablar otra lengua, no habíamos visto una buena representación teatral, saboreado una comida medianamente sofisticada o escuchado una buena orquesta». Lo más curioso era que millones de australianos que no habían salido nunca del país murieron pensando en Inglaterra como en su hogar. En 1957, en la novela de Nevil Shute On the Beach, una guerra nuclear deja a Australia como el último lugar habitado de la tierra. El autor ponía este lamento en boca de su heroína australiana: «Iba a ir a casa en marzo. A Londres. Hacía años que lo estaba preparando […] Es tan injusto…». Con «casa» quiere decir un país que no ha visto nunca y que no lo verá.

Pero mientras Shute escribía, Australia estaba en pleno proceso de convertirse en un país diferente. En la Segunda Guerra Mundial sufrió una especie de trauma brutal cuando, después de la caída de Birmania y Singapur, Gran Bretaña se marchó del Lejano Oriente, dejando a Australia abandonada y peligrosamente al descubierto. Al mismo tiempo Winston Churchill, un hombre cuya presunción no dejaba de ser atrayente, pidió a los jefes militares de Australia que mandaran soldados a la India: que abandonaran a sus esposas e hijos y lucharan por el bien del imperio. Los australianos decidieron que no. Se quedaron atrás y lucharon en la retaguardia para detener el avance de los japoneses en Nueva Guinea.

Poca gente fuera de Australia se dio cuenta de lo cerca que habían llegado los japoneses. Habían capturado gran parte de las islas Salomón y parte de Nueva Guinea, justo al norte, y parecían dispuestos a la invasión. Los militares australianos, conscientes de que estaban indefensos, diseñaron un plan para retirarse al rincón sureste del país, sacrificando el continente con la esperanza de poder defender las ciudades principales. Podría haber servido como táctica retardatoria. Afortunadamente, el rumbo de la batalla cambió de norte con la victoria naval americana de Midway y la victoria australiana sobre Japón en Milne Bay. Australia estaba indultada.

Australia se salvó pero se quedó con dos cicatrices: se dieron cuenta de que no podían contar con que Gran Bretaña fuera a rescatarlos en momentos de crisis, y con una sensación de vulnerabilidad ante la inestabilidad de los numerosos países del norte. Ambas cuestiones influyeron profundamente en las actitudes de los australianos en los años de posguerra, y todavía influyen. Se apoderó de Australia la convicción de que tenía que poblarse o perecer; que si no se utilizaba aquella tierra vacía y se llenaba el espacio lo haría alguien de fuera. En los años posteriores a la guerra, el país abrió sus puertas de par en par. En el medio siglo posterior a 1945 su población se elevó de siete a 18 millones.

Gran Bretaña no podía aportar todo el personal necesario, de modo que se recibió a gente de toda Europa en los años inmediatos de posguerra, especialmente Grecia e Italia, y el país se hizo mucho más cosmopolita. De repente, Australia estaba llena de gente a quien le gustaba el vino, el buen café, las aceitunas y las berenjenas, y aprendió que los espaguetis no habían de tener un color naranja intenso ni salir de una lata. La forma y el ritmo de vida cambiaron completamente. Se establecieron Consejos de Buena Vecindad por todas partes para ayudar a los inmigrantes a instalarse y que se sintieran bienvenidos, y la Australian Broadcasting Corporation ofrecía cursos de inglés a decenas de miles de personas que asistían con entusiasmo. En 1970, el país podía jactarse de dos millones y medio de «Australianos Nuevos», como los llamaban.

Evidentemente, no era perfecto. En la fiebre de la repoblación se aceptaron algunos inmigrantes con menos reflexión de la deseable. Grupos de apoyo a la infancia como el Salvation Army, Barnardo’s y los Christian Brothers sacaron de los orfanatos británicos al menos a diez mil niños, desde los cuatro años, entre 1947 Y 1967. La iniciativa era genuinamente altruista —se creía que los niños tendrían la oportunidad de una vida mejor en un país cálido, soleado y que necesitaba mano de obra— pero la ejecución careció de sutileza. Se separó a hermanos que nunca volvieron a encontrarse, y había muchos que no tenían ni idea de lo que hacían con ellos. En su libro Orphans of the Empire, Alan Gill cuenta que un chiquillo, al ver un cartel que convocaba a un lugar concreto al «grupo de Barnardo’s» se emocionó porque pensaba que lo de «grupo» significaba salir a jugar con los demás. Otro preguntó, mientras el barco avanzaba por el Támesis, si volverían a casa a la hora del té. Todas las historias son tan patéticas como éstas.

También estaba el gran oprobio de la White Australian Policy que permitía que los oficiales de inmigración impidieran la entrada a los indeseables exigiéndoles pasar un examen en cualquier lengua europea que eligieran las autoridades (en una ocasión fue el gaélico escocés) y deportaran sin compasión a los que no fueran blancos. A principios de los años cincuenta, Arthur Calwell, el ministro de Inmigración, intentó repatriar a una viuda de origen indonesio con ocho hijos de un ciudadano australiano. Si los australianos tienen una sola y radiante virtud es la creencia en un «trato justo" —un sentido de lo correcto basado en la justicia común— y el caso levantó un clamor popular. Los tribunales le dijeron a Calwell que no se excediera, y el punto flaco de la política de exclusión empezó a erosionarse. Alrededor de 1970, cuando Australia empezó a reconocer que era, al menos geográficamente, una nación asiática y no europea, la ley del color se abolió y se permitió la entrada a centenares de miles de inmigrantes. Hoy en día Australia es uno de los países más plurales de la Tierra. Un tercio de la población de Sydney ha nacido en otro país; en Melbourne los cuatro apellidos más comunes son Smith, Brown, Jones y Nguyen. Una cuarta parte de la población no tiene antecedentes británicos en la familia. Para millones de personas fue la posibilidad de una nueva vida, y una oportunidad que se aprovechó con creces y con agradecimiento.

En una sola generación, Australia se rehizo a sí misma. De ser un puesto lejano y medio olvidado de Gran Bretaña, provincial, aburrido y dependiente culturalmente, pasó a ser una nación infinitamente más sofisticada, segura de sí misma, interesante y con proyección exterior. Y lo hizo, puedo asegurarlo, sin discordias, disturbios o errores graves, incluso a veces con cierta gracia.

Por casualidad, unas noches antes había visto un documental en televisión sobre la experiencia de la inmigración en los años cincuenta. Una de las personas a las que entrevistaban era un hombre que había llegado de Hungría siendo adolescente después de la revuelta de su país. A su llegada había ido, tal como le habían recomendado, a la comisaría de policía, y había explicado en un inglés inseguro que era un nuevo inmigrante que iba a registrar su nueva dirección. El sargento lo había mirado fijamente un momento después se levantó de su asiento y dio la vuelta a la mesa. El húngaro recordaba que por un momento se desconcertó y pensó que iba a pegarle, pero le ofreció una mano carnosa y le dijo afectuosamente: «Bienvenido a Australia, hijo». El húngaro recordaba el incidente con admiración hasta aquel mismo momento, y cuando terminó tenía lágrimas en los ojos.

Os lo digo sinceramente. Es un país maravilloso.