Había llegado el momento de ir al «Top End». Aterrizamos en Darwin pegando botes por entre los restos de dos ciclones menores que daban coletazos por la costa norte. Buscamos otro coche de alquiler: un reluciente y potente sedán Toyota capaz de cubrir los 1.500 km que nos separaban de Alice Springs en una sola estampida, como un cohete. Lo apodamos Testosterona.

El Territorio del Norte siempre ha tenido una cierta mentalidad de frontera. A finales de 1998, se invitó a sus habitantes a ser el séptimo estado de Australia y ellos rechazaron de plano la idea en un referéndum. Según parece les gusta seguir siendo forasteros. En consecuencia, una zona de 1.354.571 km2, es decir una quinta parte del país, está dentro de Australia pero no del todo. Esto plantea algunas anomalías interesantes. Todos los australianos tienen la obligación por ley de votar en las elecciones federales, incluidos los residentes del Territorio del Norte. Sin embargo, como el Territorio del Norte no es un estado, no tiene escaños en el Parlamento. De modo que los del Territorio eligen representantes que van a Canberra y asisten a las sesiones del Parlamento (al menos eso es lo que dicen en sus cartas a la familia) pero no votan, no participan ni tienen ningún tipo de influencia. Todavía más interesante es que en los referéndums se exija también a los ciudadanos del Territorio del Norte que voten, pero sus votos no cuentan. Deben guardarlos en un cajón o algo así. A mí me parece un poco raro, pero bueno, veo que la gente está satisfecha con esta situación.

Personalmente creo que no debería permitirse a los del Territorio que participasen plenamente en los asuntos del país hasta que no contratasen un personal más amable en los hoteles de Darwin. Puede que resulte una base curiosa para una filosofía política, pero es lo que pienso. Los hoteleros de Darwin son muy deficientes en lo que se refiere a la simpatía, y si hace falta privarlos de algunas libertades civiles para que corrijan este problema, francamente, me parece un precio insignificante.

Nuestros problemas comenzaron cuando empezamos a buscar un hotel. Nos habían hecho una reserva en el All Seasons Frontier Hotel, pero era como si no existiera. La guía mencionaba un Top End Frontier Hotel, y un folleto turístico que cogí en el aeropuerto tenía un Darwin City Frontier Hotel, y otro un tal All Seasons Premier Darwin Central Hotel. Los vimos todos desde el coche en los cuarenta minutos que estuvimos dando vueltas, riñendo sin parar, como un matrimonio desavenido. Paramos a una media docena de peatones, pero ninguno había oído hablar de un All Season Frontier Hotel, excepto uno que creía que estaba en Kakadu, a 200 km al este. Con la ayuda de un plano pequeño e inservible guié a Allan por una serie de calles que acababan siempre desembocando en una zona de peatones o en una calle de descarga sin salida, para desesperación suya.

—¿No eres capaz de descifrar un sencillo plano? —preguntó en el tono perverso de alguien cuya sed no está siendo satisfecha, al tiempo que chocaba con cajas de cartón y cubos de basura para dar la vuelta.

—No —contesté amablemente—, no soy capaz de descifrar un sencillo plano. Puedo descifrar un buen plano. Pero éste no sirve para nada. Menos que eso. Es el equivalente impreso de tu forma de conducir, por si te sirve de orientación.

Finalmente nos paramos ante un gran hotel frente a la playa y Allan me ordenó que entrara y pidiera ayuda profesional. En recepción había un joven, que evidentemente había invertido la última paga en un gran tubo de brillantina, de espaldas al mostrador contando una larga anécdota a dos compañeras. Esperé un minuto largo y al cabo dije:

—Ejem.

Se giró y me miró con una expresión que decía, sin visos de simpatía «¿Qué?».

—¿Podría decirme cómo llegar al All Seasons Frontier Hotel? —pregunté educadamente.

Sin preámbulos, empezó a soltar una serie de indicaciones complicadas. Darwin está lleno de calles con nombres raros —Cavenagh, Yuen, Foelsche, Knuckey— y no era capaz de seguirlo. Sobre el mostrador había un montón de planos y le pedí que me indicara el camino con uno.

—Es demasiado lejos para ir caminando —dijo despreciativamente.

—No voy andando. Tengo coche.

—Entonces dígale al chófer que le lleve.

Hizo una mueca a las chicas y siguió con su historia.

Es imposible explicar cuánto deseé tener una pistola o unas tenazas industriales con que atenazar su cuello rojizo y acercar más su cabeza para que oyera mejor lo que quería decirle. Que fue lo siguiente:

—¿Cree que si contara con chófer le estaría preguntando a usted cómo llegar? Es un coche de alquiler, ser engreído, presuntuoso y creído.

A lo mejor no lo dije por este orden o exactamente así, pero sin duda era ésta la esencia emocional de mi comunicación.

Con una expresión malhumorada y un gran suspiro, cogió un lápiz y rápida y vagamente me dibujó la ruta en el plano, lo arrancó del folleto y me lo pasó como si me estuviera dando un documento al que no tuviera derecho. Diez minutos después paramos ante un hotel que se anunciaba, en grandes letras, como el Darwin City Frontier Hotel. Ya habíamos pasado por allí varias veces, pero lo habíamos ignorado sin vacilar. Crucé la puerta principal a grandes zancadas.

—¿Éste es el All Seasons Frontier Hotel? —ladré desde una respetable distancia.

La chica del mostrador levantó la mirada y parpadeó.

—Sí —dijo.

—Entonces —me acerqué más— ¿por qué no ponen un rótulo que lo diga?

Me miró con ecuanimidad.

—Hay uno a un lado del edificio.

—No lo hay.

Me dedicó una sonrisa fina, metálica y supremamente condescendiente.

—Sí lo hay.

—No lo hay.

Dividida entre su obligación con el cliente y su seguridad juvenil dudó, y en una voz más baja, dijo:

—Sí.

Levanté un dedo de una forma que decía: «No te muevas. No te vayas. Voy a comprobarlo y volveré a estrangular a alguien. A ti, desde luego».

Salí y rodeé el hotel como si fuera un inspector de edificios demente, examinando todos los rincones y desde varias distancias, silencié a Allan, que me miraba desconcertado desde el asiento del conductor con un dedo levantado, volví dentro y dije:

—No pone All Seasons por ninguna parte.

Ella me miró y no dijo nada, pero era evidente que pensaba: «Sí».

Estoy encantado de decir que, se llame como se llame, el Darwin City Frontier Hotel era un desastre total. Caro, desangelado y mal situado. El televisor de mi habitación no funcionaba, las almohadas eran losas de cemento y la recepcionista irritante. Aquello no era la Australia que había llegado a respetar y adorar.

Descubrimos, después de mucho buscar a ciegas y una nueva entrevista con nuestra amiga de la recepción, que para llegar al bar del hotel había que bajar hasta el sótano por unas escaleras disimuladas, pasar por un almacén, salir del edificio y chocar con un par de puertas automáticas que no funcionaban. Allan, un hombre que no permite que ningún estorbo se interponga entre él y sus copas nocturnas, las abrió con una vehemencia que me dejó impresionado y por fin entramos. El bar estaba generosamente lleno —no diré que inesperadamente— de tipos duros, fanfarrones, borrachos y con aspecto peligroso, todos con tatuajes, el pelo largo y barbas como un relleno de colchón; no era la clientela que uno espera encontrar en el bar de un hotel para ejecutivos.

—Parece una jodida convención de ZZ top —murmuró Allan, con mucho acierto.

Pedimos un par de cervezas y nos sentamos melindrosamente en un rincón, como dos solteronas en una estación de autobús de una ciudad de provincias, mirando a dos de los tipos más fornidos que jugaban una partida de billar en la que todas las malas tacadas —y no parecía haber otras mejores— iban acompañadas de un estrépito de tacos sobre algún objeto metálico o inflexible: la mesa de billar, el respaldo de una silla, la lámpara que colgaba sobre la mesa. Era mera cuestión de tiempo que carne y huesos fueran víctimas de la bronca. Decidimos trasladarnos al restaurante de la terraza, en el séptimo piso, en busca de un ambiente más sereno y sosegado. El restaurante era una gran sala con enormes ventanales que ofrecían un extenso panorama del crepúsculo sobre Darwin. Entre las cincuenta mesas de la sala no había más de tres o cuatro ocupadas, por eso fue una sorpresa que la camarera nos informara, con una mirada extraviada de pánico, que no había mesas disponibles por el momento.

—Pero si está prácticamente vacío —señalé.

—Lo siento, pero tenemos un ajetreo tremendo.

Como para subrayar la urgencia de la situación, salió disparada.

Nos sentamos en el bar y tomamos un par de cervezas más que conseguimos sacarle a un festivo indonesio que pasaba por allí de vez en cuando y que debía de ser un empleado. Al cabo de treinta minutos y muchas más preguntas nos dieron una mesa en una ventana alejada. Estuvimos allí sentados diez minutos más hasta que llegó una camarera que plantificó frente a cada uno de nosotros una macetita de arcilla donde habían horneado una pequeña barra de pan.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Es pan —contestó.

—Pero está en una maceta.

Me miró de aquella manera que yo empezaba a identificar como la mirada de Darwin. Era como si dijera: «Sí. ¿Y qué?».

—Bueno, ¿no es un poco fuera de lo común?

Se lo pensó un momento.

—Un poquito, supongo.

—¿Seguiremos, quizás, una tendencia horticultural en la cena?

Su rostro se contorsionó en una mueca de profundo dolor, como si estuviera intentando chuparse la cara hacia la parte de atrás de la cabeza.

—¿Qué?

—Si nos traerá el primer plato en una carretilla —especifiqué para ayudarla—. ¿Nos servirán la ensalada con una horca?

—Oh, no. Sólo es especial el pan.

—Me alegro de saberlo.

Antes de que nuestra relación pudiera pasar a mayores y pedir bebidas o a lo mejor una carta, se fue, anunciando al marcharse que volvería en cuanto pudiera, pero que estaba muy ocupada. Entonces empezó una velada de lo más extraordinario en que, cada vez que queríamos comer algo, pedir una bebida o simplemente oír el sonido de una voz australiana, teníamos que levantarnos, apostarnos a la puerta de la cocina y pillar a alguien que saliera de allí. Los demás comensales hacían lo mismo. En una de estas expediciones coincidí con uno que sostenía una jarra de cerveza vacía y le pregunté si cenaba allí a menudo.

—A mi esposa le gusta la panorámica —explicó, y a través de la sala observamos a una mujercita rechoncha que nos saludó alegremente con la mano.

—Pero el servicio es un poco lento, ¿no cree?

—Un desastre absoluto —afirmó—. Por lo visto tienen algún lío allí dentro.

Por la mañana había un hombre en recepción.

—¿Ha disfrutado de su estancia, señor? —preguntó, amablemente.

—Ha sido abominable —repliqué.

—Oh, excelente —ronroneó satisfecho, arrancándome la tarjeta.

—Diría incluso que el valor principal de una estancia en este establecimiento es conseguir que cualquier otra experiencia relacionada con el servicio parezca, por comparación, edificante.

Puso una expresión enormemente apreciativa como si dijera: «Es todo un elogio», y me presentó la factura para la firma.

—Esperamos volver a verle por aquí.

—Antes me operaría los intestinos en el bosque con una rama.

Su expresión flaqueó pero se recuperó.

—Excelente —dijo de nuevo, pero sin demasiada convicción.

Fuimos a la ciudad a echar un vistazo. Darwin está en el corazón más húmedo del trópico, lo que a mi entender exige ciertos mínimos estilísticos: casas blancas con porches, ventanas con listones, palmeras, ventiladores girando perezosamente en el techo, bebidas frías en vasos altos presentadas por obsequiosos camareros, hombres con trajes blancos y sombreros panamá, damas con vestidos de algodón estampados y jugando al dominó para pasar las tardes bochornosas, Sydney Greenstreet y Peter Lorre paseando con expresión acalorada y gestos furtivos. Todo lo que se aleje de estos sencillos ideales me decepcionará siempre y Darwin no cumplía ni uno solo. Para ser justos, la ciudad ha recibido muchos palos —la bombardearon varias veces los japoneses en la Segunda Guerra Mundial y después la arrasó el ciclón Tracy en 1974—, por lo tanto gran parte de ella es necesariamente nueva. Pese a todo, no había nada que insinuara una afiliación climática particular. Podríamos haber estado en Wollongong, Bendigo o cualquier otra ciudad de provincias moderadamente próspera. La única peculiaridad local era que no parecía vivir allí nadie con un aspecto mínimamente profesional. Casi toda la gente que se veía por la calle llevaba barba y tatuajes y se arrastraban cual vagabundos borrachos, como si una importante misión hubiera hecho salir de la ciudad a todo el mundo. Aquí y allá se veían aborígenes, discretos y furtivos, sentados en silencio alrededor de las plazas soleadas como en una sala de espera. Mientras Allan iba a sacar dinero de un cajero automático me acerqué a tres de ellos, dos hombres y una mujer que miraban al vacío. Les saludé con la cabeza y con un respetuoso «buenos días» al pasar, pero no pude establecer contacto ocular de forma notoria. Fue como si estuvieran en otra parte o yo fuera transparente.

Desayunamos en un pequeño café italiano, del que éramos los únicos clientes, y después fuimos al Museum and Art Gallery del Territorio Norte, porque había leído que se exponía una medusa cofre. Creía que el museo sería pequeño y polvoriento, y que no nos entretendría más que el tiempo de entrar y examinar la medusa, pero era elegante, moderno y bastante bueno. Resultaba grande para ser un museo de provincias y estaba repleto de material interesante y muy bien presentado.

Una zona estaba dedicada al ciclón Tracy, el fenómeno natural más devastador de la historia australiana. Arrasó la ciudad la víspera de Navidad de 1974. Según parece, la gente no creía que fuera a ser tan potente. Unas semanas antes había pasado un ciclón más débil sin infligir demasiados daños, y la primera parte del Tracy había rozado la ciudad sin dejar pista alguna de su ferocidad futura. Casi todo el mundo se metió en la cama como una noche cualquiera. Hasta que cayó la cola del ciclón sobre Darwin, a las 2:30 de la madrugada, la gente no se dio cuenta de lo que se le venía encima. Los vientos soplaban a 260 km por hora y las frágiles casas tropicales de Darwin se desmoronaron y más tarde se desintegraron. La mayor parte de las construcciones eran casas de posguerra de madera conglomerada de un tipo llamado serie D, barata y fácil de construir pero que no podía resistir un huracán. Antes de que terminara la noche, el Tracy había destruido 9.000 casas y había matado a más de sesenta personas.

Junto a la zona de exposición principal había una cámara más pequeña y oscura donde se podía oír una grabación de la tormenta, registrada aquella noche por un sacerdote católico. Un cartel en la puerta advertía que las personas que habían vivido la tormenta podían sentirse afectadas por la grabación, lo que me pareció un poco exagerado hasta que la oí. Efectivamente era un medio sorprendente y eficaz de hacerte entender lo poderosa y terrorífica que puede ser una tormenta. La grabación empezaba con unos sonidos provocados por el viento, fuertes pero claramente preliminares —ramas que caían, puertas que golpeaban— y después aumentaba y aumentaba hasta que se convertía en un rugido continuo, una furia sobrenatural, con el ruido de tejados metálicos arrancados de cuajo y otros materiales pesados volando fatídicamente por el aire nocturno. Experimentarlo a oscuras tal como los que lo habían vivido le daba una autenticidad indescriptible. Sin darme cuenta, me encogía cuando algo chocaba cerca. Cuando terminó, Allan y yo nos miramos impresionados y agotados, y pasamos a la parte visual de la exposición con una nueva perspectiva.

Un televisor colgado de la pared pasaba una y otra vez la grabación original de la Australian Broadcasting Corporation, mostrando cómo se había despertado la ciudad por la mañana: era una devastación total. La película, tomada desde un coche que avanzaba lentamente, mostraba calles y calles donde todas las estructuras habían quedado arrasadas.

El resto del museo estaba dedicado a vitrinas de animales disecados que ilustraban la extraordinaria diversidad biológica del Territorio del Norte. El orgullo del lugar era un enorme cocodrilo disecado, Sweetheart, que en vida había sido el más famoso de Australia. A Sweetheart —que, a pesar de su nombre afeminado, era un macho— le desagradaban profundamente los motores fuera borda y tenía la costumbre de atacar los botes que perturbaban su paz. Curiosamente para un cocodrilo, nunca hizo daño a nadie, pero se cargó al menos quince botes y sus motores, haciendo bailar inesperadamente a más de un pescador aficionado. En 1979, temiendo que acabara por hacerse daño —era golpeado constantemente por las hélices—, los guardas decidieron trasladarlo a un lugar más seguro. Desgraciadamente la captura se frustró porque se enganchó un cable, y Sweetheart se ahogó. Por eso lo disecaron y lo expusieron en el museo de Darwin, donde asusta desde entonces a los visitantes con su considerable peso: mide casi cinco metros y en vida pesaba más de 775 kg.

En otra vitrina se respondía a la pregunta que quizá se habrá hecho todo el mundo alguna vez: es decir, exactamente ¿cómo disecan a los animales? Siempre había pensado que los llenaban de serrín, calcetines viejos o algo así. Ahí aprendí, gracias a un pequeño animal disecado y cortado transversalmente, que están vacíos, aparte de un marco interior de bolas de poliestireno, y remaches de madera. Me conmovió, a la vez que agradecí, que un conservador del museo se hubiera tomado la molestia de ofrecernos esa lección. También había serpientes y reptiles, muchos de ellos terriblemente mortíferos, a los que Allan contempló con especial concentración.

Tal vez la cualidad más admirable del museo —y sospecho que es típico del Territorio del Norte— es que no oculta los peligros del mundo exterior. En general, los museos de Australia insisten mucho en las pocas probabilidades de que te suceda algo. El museo de Darwin pone en evidencia, con hechos y cifras puras y duras, que si te sucede algo en el exterior no te va a hacer ninguna gracia. Cosa que quedaba muy clara en la sección de animales acuáticos, donde finalmente encontramos lo que habíamos ido a ver: un gran cilindro de vidrio con una medusa cofre conservada, el animal más letal de la Tierra.

Parecía inofensiva: un borrón transparente en forma de cubo, de unos quince a veinte centímetros de altura, con tentáculos filamentosos de un metro de largo cayéndole por debajo. Como todas las medusas, no tiene mucho cerebro, pero su capacidad de matar es inconmensurable. Los tentáculos de una medusa cofre contienen una carga mortífera que liquidaría al equivalente a una habitación llena de gente, pero viven exclusivamente de camarones, animalitos que no necesitan ser sometidos con tanta violencia. Como siempre en el curioso mundo de la biología australiana, nadie sabe por qué esta medusa evolucionó con tan desmesurado grado de toxicidad.

Por todas partes había expuestos otros animales marinos peligrosos, de los que el Territorio del Norte tiene una impresionante abundancia: cinco tipos de pastinacas, dos de pulpo de anillos azules, treinta variedades de serpientes marinas, ocho tipos de cónidos y el habitual surtido de maliciosos peces piedra, peces escorpión, peces de fuego y muchos otros demasiado numerosos para enumerarlos y aún más deprimentes para entretenerse con ellos. Todos se pueden encontrar en aguas poco profundas de la costa, en aguas estancadas e incluso en las playas. No alcanzo a comprender que alguien se acerque a más de cien metros del mar en el norte de Australia. Las serpientes marinas son estremecedoras, y no porque sean agresivas, sino porque son inquisitivas. Si te metes en su territorio, salen a ver qué pasa y se refriegan contra ti como los gatos cuando desean que los acaricien. Son los animalitos de más buen carácter del mundo. Pero si se les cruzan los cables o se alarman, te pueden inyectar una carga de veneno que mataría a tres hombres adultos. Es terrorífico.

Mientras contemplábamos la exposición, un hombre, delgado y con una espesa barba al estilo darwiniano, nos dijo «buenos días» y nos preguntó cómo estábamos. Se identificó como el doctor Phil Alderslade, conservador de coelenterados.

—Medusas y corales —añadió inmediatamente, viendo nuestra expresión de ignorancia—. He visto que tomaban notas —añadió.

Le hablé de mi devoción por la medusa cofre y le pregunté si trabajaba con ellas.

—Oh, claro.

—Y ¿qué hace para que no le piquen?

—Tomamos precauciones. Llevamos trajes de neopreno y guantes de goma, y vamos con mucho cuidado cuando las tocamos porque incluso un diminuto pedazo de tentáculo que quede en el guante y roce por accidente la piel, secándote el sudor de la frente o apartando una mosca o algo sí, puede provocar una reacción muy desagradable, créanme.

—¿Le han picado alguna vez?

—Una. Se me cayó el guante y un tentáculo me tocó justo aquí —nos enseñó la parte interior de la muñeca. Se veía una cicatriz borrosa de un centímetro de largo—. Sólo me tocó, pero no vean cómo dolía.

—¿Qué tipo de dolor? —preguntamos los dos a la vez.

—Con lo único que puedo compararlo es con coger un cigarrillo encendido y apretarlo sobre la piel, unos treinta segundos, quizá. Es ese tipo de dolor. En mi profesión de vez en cuando te pica un bicho pero nunca había sentido algo así.

—¿Qué se sentiría con un metro de contacto? —me pregunté.

Meneó la cabeza ante la idea.

—Si intenta imaginarse el peor dolor posible, sería mucho más que eso. Se trata de un dolor de una magnitud que sobrepasa cualquier otro que se haya experimentado.

Hizo algo que no es habitual ver en los científicos: se estremeció.

Después sonrió alegremente bajo su extravagante pelosidad facial y se disculpó para volver con sus corales.

Salimos del museo y de la ciudad atravesando la soleada Darwin y sus pulcros barrios —casitas blancas con bonitos jardines—, y en el límite de la ciudad pasamos ante un rótulo que decía: «Alice Springs 1.479 km». Delante, por la solitaria Stuart Highway, nos esperaba una gran extensión de estepa sin accidentes geológicos hasta Alice Springs. Íbamos hacia la famosa e imponente «Never Never[*]», una tierra de calor abrumador y un sol que te secaba los huesos.

La carretera —el Track, como la llaman todavía en alguna ocasión— estaba casi vacía pero era lisa y estaba bien conservada. Si preguntas a personas de Sydney o Melbourne si la carretera de Darwin a Alice Springs está asfaltada o no, la mayoría de ellas no tiene ni idea. La asfaltaron mucho antes que las demás carreteras del interior: durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el norte de Australia se convirtió en un puesto importante para la campaña del Pacífico. Actualmente circula por ella un pequeño pero cada vez mayor número de turistas, tráfico local y montones de roadtrains —camiones con varios remolques, que miden hasta cuarenta y cinco metros de largo— que transportan la mercancía entre los puntos más distantes de Australia. Encontrarse de cara con un roadtrain a toda velocidad en una carretera de dos carriles de la que desea ocupar todo el suyo y parte del tuyo es una experiencia energética: sientes un bum explosivo y pegas contra el aire que te desplaza, luego hay un inevitable tambaleo hacia el arcén, de frenética acción de los ejes como para perder los empastes dentales y vaciarte los bolsillos de monedas, te envuelve un manto de polvo rojo y arenoso, oyes una serie de crujidos metálicos y pedradas, y tú emites sonidos inarticulados involuntariamente conforme se aclara la polvareda y empiezas a ver algún canto rodado en lontananza; y de repente, una milagrosa vuelta a la tranquilidad y la normalidad cuando el coche recupera su carril de la carretera, como por voluntad propia, y sigue camino a Alice Springs.

La única época en que esta zona del mundo estuvo habitada fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se construyeron 60 campos de aterrizaje y 35 hospitales a lo largo del tramo de carretera entre Darwin y Daly Waters, y se instalaron cien mil soldados americanos en la zona. Los campamentos todavía están indicados como puntos históricos y paramos un par de veces para echar un vistazo. Cuando Alan Moorehead pasó por aquí para escribir Rum Jungle, una década después de la guerra, la mayor parte de construcciones seguía en pie. A veces encontraba aviones abandonados y cajas de munición desintegrándose tranquilamente en el desierto. A mí también me habría gustado encontrar algo, pero no había nada más que quietud, un calor opresivo y la sensación de estar en el límite de una nulidad infinita.

En cualquier dirección que alcanzara la mirada, la tierra estaba cubierta de spinifex, una hierba quebradiza que crece en racimos tan prietos como los de una verdura. Parecía un suelo capaz de soportar dos mil cabezas de ganado por hectárea. Pero el spinifex no sirve para nada, por lo visto es la única hierba no comestible de todo el mundo. También es mortal porque, al atravesarla, sus puntas afiladas empapadas de silicato se abren al roce y se infiltran en la piel, donde provocan llagas pequeñas pero horrorosas. Entre el spinifex había maleza de color trementina y montículos de termitas del tamaño de un hombre que se alzaban en el desierto como prehistóricos dólmenes. Y eso era todo.

Al cabo de unas tres horas cruzamos Katherine, una pequeña población polvorienta e inofensiva y el último pueblo digno de este nombre en 650 km. Más allá, el paisaje se veía claramente más pobre, y el tráfico disminuía de escaso a inexistente. Gran parte del camino, la carretera era simplemente una línea tensa que conectaba horizontes distantes: a cada lado de la carretera había una monumental estepa salpicada de spinifex, maleza baja, rocas lunares y poco más. El cielo te rodeaba por todas partes y era de un azul brillante.

Llevábamos unos noventa minutos conduciendo en un silencio inconsciente cuando finalmente Allan habló.

—¿Cómo estás de orina? —dijo.

—Tengo toda la que necesito, gracias. ¿Por qué lo preguntas?

—Es que acabo de ver que nos estamos quedando sin gasolina.

—¿En serio? —me incliné para confirmar que Allan supiera interpretar el marcador de la gasolina, aunque no lo hiciera tan a menudo como era de desear.

—Es un momento curioso para fijarse, Allan —observé.

—Este trasto parece que se trague el combustible —contestó, quizá fuera de lugar—. ¿Dónde estamos? —preguntó al cabo de un rato de reflexión.

—Estamos en medio de la nada, Allan.

—Quiero decir en relación al siguiente pueblo.

Miré el mapa.

—En relación al siguiente pueblo, estamos —miré otra vez, para confirmarlo— en medio de la nada —tomé medidas con los dedos—. Parece que estemos a unos cuarenta kilómetros de una manchita en el mapa llamada Larrimah.

—¿Tienen estación de servicio?

—Espero que sí. ¿Crees que habrá suficiente para llegar allí?

—Espero encarecida y, si me permites, desesperadamente que sí.

Entramos resoplando en Larrimah con las últimas gotas de gasolina. Era un lugar de mala muerte, pero tenía estación de servicio. Mientras Allan repostaba, entré a comprar agua embotellada y cosas para picar para futuras emergencias. Juramos que a partir de entonces vigilaríamos los dos el indicador de la gasolina y no permitiríamos que bajara de la mitad del depósito. Faltaban todavía tramos más inhóspitos por recorrer.

Pero haber rozado el peligro nos levantó el ánimo, y estábamos de un humor triunfal cuando al caer la tarde llegamos a Daly Waters, nuestro destino del día. Daly Waters —a 600 km de Darwin y 917 de Alice Springs— estaba a unos tres kilómetros por un desvío sin asfaltar de la Stuart Highway, y en una pequeña fortaleza, lo que lo hacía parecer aún más remoto. Si quieres ver un lugar típico del interior, no puedes encontrar uno mejor. Consistía en unas pocas casas pequeñas, una tienda ruinosa y claramente cerrada hacía tiempo, dos bombas de gasolina sin relación evidente con ningún edificio y un rótulo que decía «Autoservicio del interior», y un pub improvisado con un tejado de uralita. Todo lo demás era calor y polvo.

Aparcamos frente al pub. Tenía carteles colgados por todas partes. Uno decía: «Est. 1893. Local público con el permiso más antiguo de Australia». Otro cartel decía: «Est. 1930. Pub más antiguo del Territorio del Norte». El calor cuando salimos del coche te dejaba tieso. La temperatura debía de ir por los 43 ºC. Un folleto turístico que había recogido en Darwin insinuaba, sin afirmarlo rotundamente, que el pub de Daly Waters ofrecía alojamiento. Lo esperaba fervientemente, porque estábamos a 370 km del siguiente pueblo, sólo con un incierto surtido de puestos de carretera en medio. De todos modos es peligroso conducir de noche por el outback. Al anochecer los canguros salen a pegar botes y se ponen delante de los vehículos que circulan, con gran pesar por parte de ambos. Los camiones se los quitan de encima con facilidad, pero a los coches pueden destrozarlos, y también a sus ocupantes.

Entramos en el tenebroso interior del pub, tenebroso porque en el exterior era todo dolorosamente brillante y habíamos estado fuera toda la tarde. Casi no veía nada.

—Hola —dije a una cara tras la barra que, por lo poco que veía, podía haber sido una raqueta de ping pong—. ¿Tienen habitaciones?

—Las mejores habitaciones de Daly Waters —respondió la raqueta—. Las únicas habitaciones de Daly Waters —a medida que la forma hablaba, se iba transformando ante mis ojos en un hombre de mediana edad, sudado, con gafas, y de aspecto ligeramente atormentado. Nos evaluó con una mirada recelosa—. ¿Quieren dos habitaciones? —dijo— ¿O van a dormir juntos?

—Dos —dije enseguida.

Esto pareció gustarle. Abrió un cajón y sacó dos llaves con etiquetas diferentes.

—Ésta es individual —dijo, dejándome una llave en la palma de la mano— y ésta tiene una cama doble por si uno de los dos tuviera suerte esta noche.

Arqueó las cejas de una forma ligeramente obscena.

—¿Lo cree probable?

—Qué caramba, los milagros existen.

Las habitaciones estaban junto al pub en una construcción aneja, más o menos unas diez, dispuestas a cada lado de un pasillo. Insistí en que Allan se quedara con la doble argumentando que seguramente tendría más suerte que yo.

—¿Aquí?

Se rió socarronamente.

—Hay ocho millones de ovejas en el outback. No todas van a ser selectivas.

Fuimos a ver las habitaciones. Austera era la palabra que se te ocurría. La mía consistía en una vieja cama, un armario destartalado y una papelera de rafia. No había televisor ni teléfono, y la iluminación consistía en una bombilla amarilla desnuda pendiente del techo, pero en la solitaria ventana había un antiguo aparato de aire acondicionado que tembló y vibró violentamente cuando lo puse en marcha, pero parecía generar algo de aire. El baño estaba al fondo del pasillo y era más bien insalubre, con manchas de óxido en la pila y una ducha infecta.

Fui a ver a Allan, que estaba sentado en la cama sonriendo como un tonto.

—¡Pasa! —gritó—. Pasa. Te ofrecería algo del minibar, pero creo que no tengo. Coge una silla, ¡oh, no! No hay silla. Por favor, utiliza la papelera para lo que gustes.

—Es muy austero —admití.

—¿Austero? Es una celda asquerosa. Encendería la luz, pero se ha fundido.

—Seguro que nos darán otra bombilla.

—No, no, no. Creo que me gusta más a oscuras —apretó los labios—. ¿Es demasiado temprano para empezar a beber?

Miré el reloj. Sólo eran las cinco menos cuarto.

—Un poco. Hay una cosa que me gustaría ver.

—¿Una atracción? ¿En Daly Waters? ¿Qué puede ser? ¿Alguien repostando gasolina? ¿El polvo vespertino de las ovejas?

—Es un árbol.

—Un árbol. Pues claro que sí. Muéstrame el camino.

Cogimos el coche y condujimos unos tres kilómetros por una pista polvorienta y calurosa. En el borde de un gran árido claro junto a la carretera había un rótulo que anunciaba que estábamos en el buen camino para llegar al Stuart Tree, un monumento en memoria de John McDouall Stuart, quizá el más importante de los exploradores australianos. Stuart era un soldado escocés de las dimensiones de un peso gallo (no pasaba del metro y medio) que dirigió tres expediciones épicas por el outback y no pereció. La brillante luz del outback le afectó gravemente la visión, y al menos en dos de su viajes empezó a ver doble, no precisamente la mejor enfermedad para quien tiene que elegir ruta en una estepa sin mapa. («A ver, chicos, ¿a cuál de esa dos colinas gemelas os parece que tendríamos que dirigirnos? Yo iría hacia la que cae bajo el sol a mano izquierda»). Generalmente terminaba los viajes totalmente ciego. En su segunda expedición, también se quedó paralizado por el escorbuto, al cual parecía ser sensible. Su cuerpo se convirtió en «una masa de llagas que no se curaban». «La piel —anotó uno de sus ayudantes—, le colgaba del paladar, tenía la lengua hinchada y no podía ni hablar». Prácticamente insensible, lo llevaron en litera los últimos 600 km y cada día sus colegas lo levantaban esperando verlo muerto. Sin embargo, al cabo de un mes en la civilización estaba de nuevo en pie y dispuesto a salir hacia la castigadora estepa.

Su intento final, en 1861-1862, también parecía predestinado al fracaso. Sus caballos «estaban muy nerviosos» por falta de agua, y tanto hombres como animales andaban atormentados por el bulwaddy, una traidora mata con punzantes espinas. Pero en Daly Waters encontraron un riachuelo con agua potable. Aquello salvó la expedición. Los hombres descansaron, cargaron agua y continuaron. En julio de 1862, nueve meses después de salir de Adelaida, llegaron al mar de Timor y se convirtieron en los primeros que encontraron una ruta practicable que cruzaba el continente. En una década, se había instalado una línea de telégrafos desde Adelaida hasta lo que acabaría por ser Darwin, conectando finalmente Australia con el mundo.

Stuart se alegró tanto de encontrar el riachuelo de Daly Waters que grabó una S en un gran eucalipto. Es lo que íbamos a ver. El árbol, todo hay que decirlo, no era gran cosa: un pedazo de eucalipto de unos cuatro metros y medio, despojado de sus ramas más altas y muerto desde hacía tiempo. Todas las guías dicen que la S es claramente visible, pero no la encontramos. Sin embargo, nos produjo un cierto placer estar en un lugar tan famoso y que pocos australianos visitan. Mientras estábamos allí, una bandada de cacatúas Eolophus roseicapillus, un ruidoso loro rosado, se instaló en los árboles circundantes. Era un escenario monótono —una estepa árida, el sol hinchado a punto de ponerse, algunos eucaliptos ajados— pero resultaba una vista encantadora por lo poco habitual. No sabría decir por qué, pero me encantó.

Estuvimos mucho rato mirando, hasta que Allan me preguntó en un tono respetuoso si podíamos ir ya a tomar algo.

—Claro que sí —dije.

La fama de Daly Waters no empezó y terminó con la fugaz visita de Stuart y su banda. En los años veinte una pareja bastante discreta, los Pearce, llegaron a Daly Waters y abrieron una tienda con veinte libras que habían pedido prestadas. Asombrosamente, les fue de maravilla. A los pocos años tenían una tienda, un hotel, un pub y un aeródromo. Daly Waters se convirtió en una parada entre Brisbane y Darwin en el trayecto a Singapur y después a Londres, en los primeros días de Qantas y la antigua Imperial Airways. Lady Mountbatten fue de los primeros huéspedes que pasó la noche en el hotel. Me gustaría saber qué le pareció el lugar, aunque imagino que debía de estar demasiado feliz de estar en tierra firme para quejarse. En aquellos tiempos, un vuelo comercial desde Londres representaba (además de nervios de acero), 42 paradas para repostar, cinco cambios de avión y un viaje en tren a través de Italia, porque Mussolini no permitía que los vuelos cruzaran el espacio aéreo italiano. Se tardaba doce días. Los vuelos estaban sujetos además de a los monzones estacionales, a las tormentas de polvo, los fallos mecánicos, las confusiones de navegación y los ocasionales tiros de hostiles o gamberros beduinos. Los accidentes eran frecuentes.

Los peligros de la aviación en aquel período están bien representados en la experiencia de Harold C. Brinsmead, director del Departamento de Aviación Civil de Australia en los primeros días de la aviación comercial. En 1931, Brinsmead iba en un avión a Londres, en parte por trabajo y en parte para demostrar la seguridad y fiabilidad de los servicios aéreos modernos de pasajeros, cuando su avión se estrelló en Indonesia al despegar. Nadie resultó gravemente herido, pero el avión quedó para el arrastre. Como no quería esperar un avión de recambio, Brinsmead embarcó en un vuelo con las nuevas líneas aéreas holandesas, KLM. Ese avión se estrelló al despegar de Bangkok. Como resultado, murieron cinco personas y Brinsmead sufrió graves heridas de las que nunca se recuperó totalmente. Murió dos años después. Mientras tanto, los pasajeros supervivientes fueron trasladados a Londres en otro avión, que se estrelló en el vuelo de vuelta.

Daly Waters afirma ser el aeropuerto internacional más antiguo de Australia, aunque sospecho que muchas otras pistas de aterrizaje venerable se jactan de lo mismo. Es verdad que fue utilizado como parada en algunos vuelos internacionales y más regularmente en vuelos a través del país entre Queensland y Australia Occidental, o sea que era una especie de encrucijada. Estuvo abierto hasta 1947. El pub abrió en 1938, o sea que no es ni de lejos el más antiguo del outback ni del Territorio del Norte, pero sin duda uno de los más extraordinarios.

Como en casi todos los pubs del interior, toda la superficie —paredes, techo, vigas— estaba cubierta de recuerdos dejados por los visitantes: tarjetas de identidad de la universidad, permisos de conducir, billetes de distintos países, pegatinas de coche, chapas de varios departamentos de policía y bomberos, incluso un surtido generoso y llamativo de ropa interior que colgaba del techo o estaba clavada a las paredes. El resto era agradablemente espartano: una barra en el centro, grande pero sencilla, suelo de cemento, tejado de uralita, mesas y sillas de diferentes procedencias y estilos, y una mesa de billar destartalada. En la barra, siete u ocho hombres, todos en pantalón corto, camiseta, botas y sombrero, bebían stubbies —botellas de cerveza pequeñas— servidas en envases aislantes de poliestireno para mantenerlas frías. Todos parecían acalorados y llenos de polvo, pero es que todo en Daly Waters parecía acalorado y lleno de polvo. El ambiente del pub puede describirse como de sofocante convivencia. Incluso estando de pie, nos chorreaba el sudor. Las ventanas tenían persianas, pero estaban agujereadas y además las puertas permanecían abiertas de par en par, de modo que las moscas entraban a sus anchas. Los hombres de la barra me saludaron con gestos compactos pero amistosos de la cabeza cuando entré, y amablemente me hicieron sitio para que pidiera, pero no demostraron el interés que se tiene por un forastero. Claramente, como testimoniaban los souvenirs, los visitantes no eran ninguna novedad.

Compré un par de botellas frías y las llevé a la mesa donde estaba sentado Allan bajo una pegatina que conmemoraba una visita del «Wheredafukarwi Touring Club». Allan parecía invadido de una extraña felicidad.

—¿Te gusta esto? —dije.

Meneó la cabeza con una especie de deleite indescriptible.

—Sí. La verdad es que sí.

—Pero si creía que no lo podías soportar.

—Antes no —dijo—. Pero me he sentado aquí mirando por la ventana la puesta de sol y ha sido precioso, quiero decir, increíble; luego me he girado, he visto la barra con todos esos personajes y he pensado: «Qué caramba, esto me gusta» —me miró con sincero estupor—. Y es verdad. De verdad que me gusta.

—Me parece estupendo.

Vació su cerveza y se levantó.

—¿Te pido otra?

Pero entonces yo también me quedé estupefacto. Estaba a punto de decir que era un poco temprano para empezar con un ritmo tan feroz pero pensé: «A paseo». Habíamos venido de muy lejos y en definitiva aquel era un lugar dedicado a la bebida.

Acabé la cerveza y le pasé la botella.

—Sí —dije—. ¿Por qué no?

Bueno, no sé si recuerdo bien lo que pasó después. Bebimos gran cantidad de cerveza. Comimos bistecs del tamaño del guante de un catcher (podrían haber sido guantes de catcher) y los hicimos bajar con más cerveza.

Hicimos muchas amistades. Circulamos por allí como si hubiera sido un cóctel. Hablé con rancheros y esquiladores de ovejas, con niñeras y cocineros. Conocí a otros viajeros de todo el mundo, y hablé un buen rato con el dueño, un tal Bruce Caterer, que me contó la complicada historia de cómo había acabado por ser el propietario de un pub en aquel lugar tan solitario y dejado de la mano de Dios, confidencia de la que no recuerdo absolutamente nada y de la que no tengo ni una nota. A medida que avanzaba la noche, el bar se fue animando y llenando hasta los topes. No tengo ni idea de dónde procedía toda aquella gente. Pero en los alrededores de Daly Waters vivían al menos cincuenta bebedores alegremente empedernidos y llegaron tantos turistas como nosotros, al menos. Fui derrotado al billar por unas catorce personas. Invité a rondas a desconocidos. Llamé a mi esposa y le confesé un amor sin límites. Me reí con todo lo que me contaron e irradié afecto incondicional en todas direcciones. Habría ido a cualquier parte con cualquiera. Me desperté a la mañana siguiente, vestido y sobre la colcha, sin recuerdos muy claros posteriores a la ración de guante de catcher de la noche, y una cabeza que era como una reproducción continua de un choque de trenes.

Acerqué el reloj a un globo ocular y gemí ante el descubrimiento de que eran casi las diez. Llevábamos horas de retraso si queríamos llegar a Alice Springs. Fui tambaleándome al baño y realicé unas someras abluciones; después busqué legañosamente el camino del pub. Allan estaba sentado, apoyado en la pared, con los ojos cerrados, y tenía una taza de café caliente e intacta ante él. No había nadie más por allí.

—¿Dónde, el café, dónde? —gemí con una voz lamentable.

Hizo una señal vaga con una mano insegura. En una habitación lateral encontré una jarra de agua caliente y botes de café instantáneo, bolsas de té, leche en polvo y azúcar con que preparar una bebida caliente. Llené una taza de café instantáneo hasta la mitad, le eché un poco de agua y fui a reunirme con Allan.

Débilmente, como un inválido, levanté la taza e introduje un poco de café entre mis labios. Después de un par de sorbos, empecé a sentirme un poco mejor. Allan, por su parte, parecía en estado terminal.

—¿Hasta qué hora estuvimos de juerga? —pregunté.

—Hasta tarde.

—¿Muy tarde?

—Mucho.

—¿Por qué estás sentado con los ojos cerrados?

—Porque me da miedo desangrarme si los abro.

—¿Me puse muy en ridículo? —eché un vistazo alrededor para ver si mis calzoncillos andaban por ahí colgados de una viga.

—No que yo recuerde. Estuviste fatal en el billar.

Asentí sin sorprenderme. A menudo utilizo el alcohol como comprobación artificial de mi habilidad con el billar. Es mi forma de ayudar a los forasteros a ganar seguridad y entrar en contacto con mi cartera.

—¿Qué más? —pregunté.

—Tienes un intercambio el próximo verano con una familia de Corea.

Apreté los labios pensativamente.

—¿Del Norte o del Sur? —pregunté.

—No estoy seguro.

—Te lo estás inventando.

Se inclinó hacia mí y extrajo del bolsillo de mi camisa una tarjeta de visita, que me enseñó.

—Park Ho Lee, mayorista de carne —dijo, o algo por el estilo y me dio una dirección de Pusan.

Debajo, en mi propia letra, decía: «10 de junio-27 de agosto. A vuestra disposición».

Dejé la tarjeta, doblada, en el cenicero.

—Creo que me gustaría marcharme de aquí ahora mismo —dije.

Él asintió y con un esfuerzo de voluntad se levantó de la mesa, se tambaleó ligeramente y fue a recoger sus cosas. Yo dudé un buen rato y le seguí.

A los diez minutos íbamos camino de Alice Springs.