I
Cuando los australianos encuentran un nombre que les gusta se aferran a él con gran entusiasmo. Podemos atribuir esta desafortunada costumbre a Lachlan Macquarie, un escocés que fue gobernador de la colonia a principios del siglo XIX, y cuyas gestas principales fueron construir la Great Western Highway a través de las Blue Mountains, la popularización del nombre de Australia (antes de él al país se le llamaba tanto Nueva Gales del Sur como Botany Bay) y el primer intento del mundo de bautizar con su nombre todo lo que encontró en el continente.
No puedes moverte por Australia sin tropezar con algo que te recuerde esa manía. Repasa el mapa y verás un Macquarie Harbour, una Macquarie Island, un Macquarie Marsh, un Macquarie River, unos Macquarie Fields, un Macquarie Pass, unas Macquarie Plains, un Lake Macquarie, un Port Macquarie, un Mrs Macquarie’s Chair (un mirador sobre el Sydney Harbour), un Macquarie’s Point y un pueblo llamado Macquarie. Siempre me lo imagino sentado a su mesa, echando un vistazo a mapas y planos con una lupa, y diciendo de vez en cuando a su lugarteniente: «Caramba, pero si no tenemos ningún pantano Macquarie, ¿verdad? Y fíjate en este bosquecillo diminuto. No tiene nombre. ¿Cómo podríamos llamarlo?».
Y éstos son sólo algunos de los Macquarie. Macquarie también es el nombre de un banco, una universidad, el diccionario nacional, un centro comercial y una de las calles principales de Sydney. Por no hablar de las 47 calles, avenidas, arboledas e hileras de casas adosadas de Sydney que, según Jan Morris, llevan su nombre por este hombre o por su familia. Tampoco hemos hablado del Lachlan River, el Lachlan Valley o cualquiera de las variaciones con ese nombre de pila que se le ocurrieron a su incansable mente.
Es como si ya quedara poca cosa por nombrar después de esto, pero uno de los sucesores de Macquarie como gobernador, Ralph Darling, también logró dejar su nombre por todas partes. En Sydney encontrarás un Darling Harbour, un Darling Drive, una Darling Island, un Darling Point, Darlinghurst y Darlington. Fuera de la ciudad, los modestos logros de Darling se nos recuerdan en los Darling Downs y las Darling Ranges, un montón de Darlington adicionales, y el importante Darling River. Lo que no se llama Darling o Macquarie se suele llamar Hunter o Murray. La verdad es que es un lío.
Incluso cuando los nombres no son idénticos, se parecen mucho. Existe un Cape York Peninsula en el lejano norte y una Yorke Peninsula en el lejano sur. Dos de los más famosos exploradores del siglo XIX se llamaban Sturt y Stuart y sus nombres también están por todas partes, de modo que te ves obligado a detenerte a cada rato a recapacitar, generalmente en una encrucijada llena de tráfico donde se necesita tomar una decisión rápida. «¿Quería ir a la Sturt Highway o a la Stuart Highway?». Como las dos autopistas parten de Adelaida y terminan a 3.994 km de distancia, representa una diferencia, creedme.
Pensaba en todo esto —la confusión entre topónimos y monumentos dedicados a Lachlan Macquarie— a la mañana siguiente porque había pasado gran parte de ella dominado por lo primero e interesado por lo segundo. Resulta que iba en un coche de alquiler intentando descubrir cómo salir de la interminable y abrumadora extensión de Sydney. Según la guía de teléfonos de la ciudad, hay 784 suburbios y otros barrios con identidad en la ciudad, y creo que pasé por todos ellos intentando encontrar en vano un rincón de Australia que no estuviera lleno de bungalows. Por algunos barrios pasé dos veces en diferentes momentos de la mañana. Pensé en abandonar el coche en Parramatta —me gustaba mucho el nombre y la gente ya empezaba a saludarme con familiaridad—, pero sin más ni más me encontré fuera de la ciudad, como un escupitajo, encantado de encontrarme bien encaminado a Lithgow, Bathurst y lo demás, con esa deliciosa sensación de vértigo que provoca el sentirse libre en un continente nuevo y desconocido.
Mi intención era pasar las dos semanas siguientes deambulando por lo que yo considero la Australia Civilizada: la parte inferior derecha del país, que se extiende desde Brisbane, al norte, a Adelaida, al sur y al oeste. Esta zona abarca el 5 % de la superficie del país pero contiene el 80 % de su población y casi todas las ciudades importantes (específicamente Brisbane, Sydney, Melbourne, Canberra y Adelaida). En todo este vasto continente ésta es prácticamente la única parte convencionalmente habitable. Por su forma curva, a veces se denomina Costa del Boomerang, aunque mi interés se orientaba básicamente hacia el interior. Me dirigía primero a Canberra, la interesante capital de la nación, que parece más bien un parque y a la que curiosamente tanto se ridiculiza; en consecuencia, tenía que cruzar 1.300 km de solitario outback hasta la distante Adelaida para llegar finalmente, lleno de polvo pero sin rendirme como siempre, a Melbourne, donde iba a reunirme con unos amigos que me darían un manguerazo y me llevarían al tan deseado viaje por las malezas infestadas de serpientes de Victoria, escasamente visitadas pero repletas de compensaciones. Había mucho que ver durante el camino. Estaba emocionado.
Pero primero tenía que encontrar el trayecto por las Blue Mountains, las pintorescas colinas hasta hace poco intransitables que hay al oeste de Sydney. Cuando te acercas, las Blue Mountains no parecen tan terribles; no tienen gran altura y por todas partes están revestidas de una suave vegetación. Pero en realidad están llenas de traicioneros desfiladeros y cañones de cantos rodados, algunos con paredes escarpadas que miden centenares de metros, y su vegetación demuestra ser, en una inspección cercana, una desconcertante maraña de origen incierto. Durante el primer cuarto de siglo de ocupación europea, las Blue Mountains fueron como una impenetrable barrera para la expansión. Las expediciones intentaron repetidas veces sin éxito encontrar un camino que las cruzara. Aunque consiguieran pasar a través de la cortante maleza, era imposible mantener el tipo en los erráticos desfiladeros. Watkin Tench, jefe de uno de los grupos, describió con comprensible desesperación cómo él y sus hombres batallaron durante horas hasta encontrar una vía para alcanzar la parte superior de un desfiladero por demás agotador, y cómo descubrieron al llegar a la cima que estaban justo al otro lado de donde esperaban.
Finalmente, en 1813, tres hombres, Gregory Blaxland, William Charles Wentworth y William Lawson, consiguieron pasar por fin; agotados, andrajosos y «enfermos de mal de intestinos», como observaba amargamente Wentworht cada vez que alguien le prestaba oídos durante el resto de su larga vida. Habían tardado dieciocho días, pero cuando pusieron el pie en las ventosas alturas de Mount York tuvieron la recompensa de un panorama de un esplendor pastoril que no habían visto nunca unos ojos europeos. Por debajo de ellos, todo lo que el ojo alcanzaba a ver, había un soleado y dorado edén, un continente de pastos —suficiente para dar de comer a una metrópoli—. Australia sería un país poderoso. Las novedades, cuando volvieron a Sydney, hicieron un efecto electrizante. En menos de dos años se trazó una carretera a través del desierto; la colonización de la parte más occidental de Australia había empezado.
Hoy en día, la Great Western Highway, como se la conoce de forma majestuosa y romántica, sigue casi exactamente la ruta tomada por Blaxland y sus compañeros hace 200 años. Venerable sí lo es. La ruta sube cruzando la montaña y gran parte del camino pasa por espacios tan estrechos que no es posible construir una carretera moderna. La Great Western tiene las curvas estrechas y la anchura inflexible de una carretera diseñada en una época en que los automovilistas conducían con gafas protectoras y ponían en marcha los coches con manivela. Había pasado por allí no hacía mucho en el Indian Pacific, pero la vista desde el tren no era buena —atisbos momentáneos entre troncos de eucaliptos y bruscos giros hacia bosques más densos— y estaba demasiado ocupado explorando el tren. Por ello deseaba ver las montañas de cerca, sobre todo las famosas y fantasmagóricas vistas desde el pueblecito de Katoomba.
Pero ¡ay!, no estaba de suerte. Mientras seguía el tortuoso camino que subía a las distantes colinas, una llovizna empezó a salpicar el parabrisas y remolinos de niebla helada se adueñaron con gran rapidez de los espacios entre los árboles de sasafrás que flanqueaban la ría. Con gran rapidez la niebla se espesó como el humo de un incendio. Nunca había conducido en esas condiciones. A los pocos minutos, era como pilotar una avioneta entre la niebla. Se formaba una especie de pantalla al frente, y después todo era blanco. No podía hacer más que mantener el coche en su carril; la carretera era absurdamente estrecha y tortuosa, y con tan poca visibilidad todas las curvas me pillaban por sorpresa.
Finalmente alcancé Katoomba, donde la niebla era aún peor. El pueblo no era sino unas formas espectrales que sobresalían de vez en cuando, como espantajos de un túnel del terror. Dos veces, a no más de tres kilómetros por hora, estuve a punto de chocar con los coches aparcados. No sé por qué me tomé la molestia pero, después de llegar tan lejos, busqué un mirador llamado Echo Point, aparqué y salí. No es raro que fuera la única persona. Me agarré a la barandilla y miré, como hacemos siempre en los miradores. Ante mí tenía una blancura sin fondo y esa especial quietud de la niebla. Ante mi sorpresa, de los lechosos vapores emergió una pareja de ancianos, pulcros, despistados y abrigados como para un largo invierno. El hombre caminaba con un paso especialmente incierto, apoyándose en un bastón y en su mujer.
Cuando llegaron a mi altura me miraron sorprendidos.
—¡Hoy no verá nada! —soltó el hombre como si estuviera perdiendo tanto su tiempo como el mío. Por el modo en que habló deduje que debía de estar un poco sordo—. Esto no aclarará hasta dentro de treinta y seis horas —en un tono más íntimo, añadió—. Hay depresión sobre el Pacífico. Sucede a menudo.
Asintió sabiamente y se unió a mí en la contemplación de la nada.
Su esposa me dirigió una pequeña sonrisa a la vez de excusa, sufrimiento y sabiduría.
—Podría aclarar —especuló esperanzada.
Él la miró como si le acabara de decir que pensaba hacer sus necesidades en el asfalto.
—¿Aclarar? No va a aclarar. Es una depresión sobre el Pacífico.
Por un momento me pareció que le iba a dar con el bastón.
Pero no era fácil hacer que renunciara a su optimismo.
—¿Ya no te acuerdas de lo bien que se arregló aquella vez en Bunbury? —dijo.
—¿Bunbury? —contestó él, incrédulo—. ¿Bunbury? Eso está al otro lado del país. Es un océano muy distinto. ¿Se puede saber de qué hablas? Estás loca. Deberían encerrarte.
De repente reconocí el acento. Era de Yorkshire, o al menos de origen.
—Pues no parecía que fuera a arreglarse —siguió ella, esperando un auditorio más comprensivo— y luego resultó que…
—¡Es otro océano, mujer! ¿Estás sorda además de loca? —era evidente que aquella era una conversación, al menos en los puntos básicos, que hacía años que mantenían—. En el océano Índico las condiciones meteorológicas son completamente diferentes, completamente. Eso lo sabe cualquiera —se calló un segundo y después dijo—. Creía que íbamos a tomar una taza de té.
—Pues vamos, cariño. Pero pensé que un paseo nos iría bien.
Hábilmente lo puso en marcha otra vez.
—¿Un paseo? ¿Para qué? Si no hay nada que ver. ¿Eres ciega, además de sorda y loca? Esto tardará treinta y seis horas en aclarar.
—Ya lo sé, mi vida, pero…
A los pocos minutos eran sólo voces que flotaban en el velo blanco, y finalmente desaparecieron.
Reticente a abandonar la zona, pasé la noche en Blackheath, un pueblo muy bonito en medio del bosque, unos veinte kilómetros carretera arriba. El último panorama que vi desde la ventana del motel antes de irme a la cama fue un coche que pasaba lentamente por la carretera, con los faros delanteros a modo de focos, y el mundo aposentado sobre un edredón de tinieblas. No era muy prometedor.
Entonces podréis imaginaros mi sorpresa cuando me desperté a la mañana siguiente y me encontré con un sol resplandeciente que inundaba la cama y las copas de los árboles. Abrí la puerta a un mundo dorado, tan brillante que me hizo pestañear. Los pájaros cantaban sus exóticas melodías del bosque. No perdí un momento y volví a Katoomba.
La vista cuando llegué a Echo Point era impresionante —un amplio valle de verde bosque roto a intervalos por inflorescencias y puntas quebradas—, impregnado de un vasto e imponente silencio. El cielo era de un azul intenso y sin nubes. Ya a las nueve de la mañana se veía que íbamos a tener un día muy caluroso. Pasé casi veinte minutos paseando por el borde del precipicio, disfrutando de la vista desde varios ángulos; obtuve una de Katoomba Falls y las paredes verticales de piedra caliza conocidas como Three Sisters y, finalmente, totalmente satisfecho, volví al pueblo a tomar un café.
Entre los años treinta y cuarenta, Katoomba era el refugio habitual de personas refinadas y de buena cuna. Era mucho menos disoluto que Bondi u otros lugares playeros, donde siempre existía el peligro de que los jóvenes Bruce y Noelene se vieran expuestos a ver más carne de la saludable a su edad o llegaran a oír cierto lenguaje: «¡Jesús!» «¡Dios Santo!» o algo por el estilo. Katoomba ofrecía atractivos muy distinguidos: paseos por el bosque, una saludable terapéutica en una piscina jacuzzi, baile con orquesta por las noches. Hoy día Katoomba se aferra, con un ligero aire de desesperación, a su pasada gloria. Su calle mayor tenía una generosa cantidad de casas art déco y, curiosamente, un plató de cine antiguo precioso, pero muchas de ellas —los platós incluidos—, estaban cerradas.
Compré un periódico y entré en una cafetería. Siempre me sorprende el poco interés de los visitantes por los diarios locales. Personalmente, no conozco nada más estimulante —al menos algo que puedas hacer en público ante una taza de café— que leer diarios de una parte del mundo de la que no sabes nada. Es un consuelo descubrir a una nación preocupada por asuntos que no tienen la menor consecuencia. Me encanta leer escándalos que implican a ministros de los que no he oído hablar, persecuciones de asesinos en lugares cuyo nombre suena polvoriento y remoto, crónicas de artistas y pensadores célebres cuyas gestas no han llegado nunca a mis oídos. Y por encima de todo me encantan los dominicales y ver la moda playera en esta parte del mundo, qué novedades hay de nuevo para la cocina, qué me darían a cambio de 400.000 dólares australianos si los tuviera y alguna razón para vivir en Dubbo o Woolloomooloo. En todo ello hay algo que te hace sentir privilegiado, algo casi ilícito, como fisgar en los cajones de un desconocido. ¿Con qué otra cosa se puede conseguir tanto placer por unas monedas?
En ese momento estaba siguiendo con cierta devoción un juicio por difamación en el que dos ministros del gobierno habían demandado a un editor por un libro que contenía acusaciones groseras y, como se demostró, sin fundamento, insinuando antiguas indiscreciones sexuales. El juicio adquiría cada día un tono más hilarante de farsa. Hacía poco un antiguo líder de la oposición había subido al estrado y, sin razón aparente, había empezado a contar animadas historias de supuestas aventuras sexuales de otros ministros que no estaban ni remotamente conectados con el libro ni con el juicio. Pero lo que en primer lugar me había cautivado del caso, y lo hacía tan especial, fue la sencilla y feliz coincidencia de que los ministros implicados se llamaran Abbot y Costello.
Me encontraba feliz y absorto cuando de repente oí una voz familiar que decía en tono de enfado:
—Esta confitura no es de fresa. Es de grosella.
Levanté la vista y vi a mis dos ancianos amigos del día anterior. Parecían mucho más menudos y frágiles sin los gorros, abrigos y bufandas. Todos aquellos artículos, perfectamente doblados, ocupaban las sillas vecinas, como si esperaran ser trasladados a un armario ropero. Me pregunté si llevarían toda esa ropa no sólo para calentarse sino porque aquel vestirse y desvestirse los ayudaba a matar el tiempo.
—No tienen de fresa, cariño —dijo la esposa en voz baja—. Ya te lo ha dicho la señora. Sólo tienen de grosella o mermelada.
—Pues no quiero ninguna de las dos.
—Pues no tomes ninguna.
Esto lo dijo con un poco de hastío.
—Pero es que está en mi tostada.
—No, mi vida, esta tostada es mía. Te he pedido un donut con confitura.
—¿Un donut con confitura? ¿Un donut con confitura? ¿Estás loca? No me gustan los donuts con confitura. Y el té está frío.
Volví a enfrascarme en el periódico, pero al salir me detuve a desearles buenos días a mis ancianos amigos. Era evidente que el hombre no tenía ni idea de quién era yo. Me fijé en que había devorado el donut con confitura; sólo quedaba una brillante gota púrpura en el plato.
—Es el joven que vimos en Echo Point —explicó la mujer, pero su esposo estaba demasiado ocupado resiguiendo la gota de confitura con una cuchara y no me hacía ni caso.
—El tiempo ha aclarado —observé animadamente.
—Eso suele pasar —dijo el hombre con un gritito, sin levantar la vista—. Ya dije que no duraría treinta y seis horas.
—Tuvimos una experiencia igual en Bunbury una vez —me dijo la esposa—. Una niebla terrible, y de repente el día se despejó y quedó precioso. ¿Te acuerdas, tesoro?
—Claro —dijo el hombre distraídamente. Acompañando la fugitiva gota de confitura con el dedo, levantó la cuchara y se la metió en la boca con expresión de inmensa satisfacción—. Claro que me acuerdo.
Regresé a la serpenteante carretera. Pasado Blackheat comenzaba un pronunciado descenso lleno de curvas hacia Lithgow, bordeando las montañas hasta torcer de golpe entre llanuras de pastos, hacia la ciudad de Bathurst. Ahora estaba en tierras rurales, en una zona conocida por los geólogos como la cuenca de Murray-Darling. A ambos lados los campos estaban llenos de una hierba dorada y alta, que ondulaba lánguidamente, con ranúnculos en los bordes; todo ello bañado por un sol brillante y cautivador. Aquí y allá majestuosos árboles daban sombra a las blancas granjas. No se veía ni un eucalipto. Podía haber estado en el Medio Oeste americano.
El agradable mundo que estaba cruzando ahora no era tan virginal como Blaxland y sus colegas supusieron al echarle el ojo la primera vez desde las alturas que yo dejaba atrás. Cuando los primeros colonos salieron de las boscosas montañas se sorprendieron al ver cientos de vacas, paciendo alegremente en la ufana hierba —descendientes de las que habían huido de Sydney Cave tantos años antes—. Podía deducirse que las vacas habían rodeado las montañas por un paso abierto al sur. Por qué a ningún ser humano se le había ocurrido durante veinticinco años intentar lo mismo es un tema que todos prefieren no plantearse y al que por ahora nadie ha respondido satisfactoriamente.
Tampoco la fértil llanura era tan ilimitada como se había creído al principio. La tierra buena de pastos se extendía sólo unos kilómetros hacia el interior desde la costa, e incluso eso dependía de los descorazonadores caprichos de la naturaleza. Igual que ahora. Unos ciento cincuenta kilómetros al norte de donde yo estaba, al margen de la zona de pasto, está el pueblecito de Nyngan. En 1989, 1990, 1992, 1995, 1996 y 1998 fue arrasado por repentinas inundaciones torrenciales. Durante cinco años y en ese mismo período, mientras Nyngan se anegaba una y otra vez, en la ciudad de Cobar, sólo a unos doce kilómetros al oeste, no había caído una gota de agua. Este país, por si no lo había dejado ya claro, es duro.
No obstante, lo más curioso de la zona era lo encantadora y acogedora que parecía. Las granjas eran pulcras y cuidadas, y los pueblos por los que pasé tenían apariencia de una cómoda prosperidad. Era imposible creer que hubiera una metrópolis de cuatro millones de personas al otro lado de las montañas. Me sentía como si hubiera tropezado con un mundo olvidado, mágicamente conservado. Había cosas allí que no veía hacía años. Estaciones de servicio con bombas anticuadas y sin baldaquín, de modo que te ponías gasolina a pleno sol, como seguramente Dios había previsto. Molinos de viento con ruedas de metal como los que se veían hasta hace poco en los campos de Kansas. Pueblecitos con gente atareada en sus asuntos, que se saludaba con una sonrisa y meneaba la cabeza. Todo me parecía familiar, pero era la familiaridad de algo medio olvidado. Poco a poco me fui dando cuenta de que estaba en el Medio Oeste americano —pero un Medio Oeste de hace mucho tiempo—. En pocas palabras, estaba haciendo el maravilloso y reconfortante descubrimiento de que, excepto en las ciudades, en Australia todavía estaban en 1958. No parece posible, pero es así. Estaba volviendo a mi infancia.
En parte tenía que ver con aquel sol deslumbrante. Era esa luz pura y clara que sólo puede proceder de un cielo azul y extremadamente caluroso, de aquellos que derriten el alquitrán de la carretera y provocan reverberaciones. Todos sabemos que en los días buenos de verano el sol brilla con una intensidad especial que hace que los elementos más insignificantes del paisaje luzcan con un resplandor insólito, de modo que los edificios y las estructuras por los que pasas normalmente sin darles la menor importancia, captan de golpe tu atención y te parecen hermosos. Bueno, pues en Australia parece que tengan esa luz siempre. Tardé un tiempo en reconocer que era precisamente aquélla la luz de los veranos en la Iowa de mi juventud, y fue impresionante darme cuenta del tiempo que hacía que no la veía.
En parte, también tenía que ver con la carretera. Casi todas las carreteras de Australia tienen sólo dos carriles, y eso representa una gran diferencia. No te aíslas del mundo como en una autopista sino que perteneces a él, estás íntimamente conectado. Los mil detalles del paisaje están a tu lado, cerca, sin difuminarse en la distancia, un telón de fondo tediosamente épico. Todo eso cambia completamente tu perspectiva. No tiene sentido apresurarse cuando lo único que conseguirás será situarte tras la estela plumosa del viejo camión de pollos que tienes a un kilómetro de distancia. Es mejor quedarse atrás y disfrutar del panorama. Por eso no se siente esa loca y absurda prisa —tengo que adelantarlo, tengo que apretar el acelerador, tengo que seguir unos kilómetros más— que hace que conducir por la autopista sea algo tan agotador y poco gratificante. Llegar a una ciudad por esta carretera es un acontecimiento. No la cruzas a toda velocidad, sino que te deslizas por ella, de forma respetable, como una carroza en un desfile, a tiempo de saludar a los peatones si lo deseas y fijarte en los escaparates de la calle mayor. «Caramba, vende camisas a buen precio», reflexionas, o «Esas sillas de jardín eran más baratas en Bathurst», porque, no hay ni que decirlo, a esas alturas ya hablas solo. A veces —bastante a menudo, la verdad— te paras a tomar un café y echar una ojeada a las tiendas.
Después, vuelves a la carretera y naturalmente al principio vas a una cierta velocidad, porque correr es instintivo, pero entonces —¡uau!— doblas una curva y te encuentras acercándote demasiado rápido a la parte trasera de un camión de basura que suelta humo y asciende pesadamente la pendiente. Así que te quedas atrás y te lo tomas con calma. Apoyas un brazo en la ventanilla, dejas un dedo sobre el volante y continúas. Hace años que no lo haces. No viajabas así desde que eras niño. Habías olvidado que ir en coche podía ser divertido. Me lo pasé en grande.
Para subrayar el agradable carácter retro de la experiencia de conducir por Australia, empecé a descubrir que las emisoras de radio de los pueblos interiores se especializan en canciones antiguas. No me refiero a canciones de los sesenta y los setenta, sino de mucho antes. Éste debe de ser el último país del mundo donde tengas muchas posibilidades de oír por la radio a Peggy Lee o a Julie London, e incluso Gisele McKenzie, cuya popularidad en los cincuenta sólo puede atribuirse a una sonrisa encantadora y a la suerte de vivir en una época con poco criterio. Sería injusto generalizar acerca de las emisoras de radio rurales de Australia porque no escuché más de seis o siete mil horas mientras estuve allí, o sea que pude haberme perdido algo bueno, pero esto puedo decirlo: cuando nuestros monumentos modernos se hayan convertido en polvo, cuando la mano implacable del tiempo haya borrado todos los trazos del siglo XX, puedes estar seguro de que en algún pueblo interior australiano habrá un pincha discos que diga: «Y ahora Doris Day con su clásico éxito Qué será será». Esto también me gustó.
Más o menos durante una semana.
Y así de feliz crucé Lithgow, Bathurst, Blayney y Lyndhurst, y finalmente, a media tarde, llegué a Cowra, una compacta y diminuta comunidad de 8.207 personas en el valle de Lachlan junto al rio Lachlan, evidentemente bautizados ambos por nuestro viejo amigo Macquarie. No sabía nada de Cowra, pero enseguida me di cuenta de que entre los australianos se conoce como el lugar de la infame evasión de Cowra.
Durante la Segunda Guerra Mundial había un gran campo de prisioneros de guerra en las afueras de Cowra. A un lado había 2.000 prisioneros de guerra italianos; al otro, 2.000 japoneses. Los italianos eran prisioneros modélicos. Superando la mortificación de que los hubieran arrastrado lejos del frente y los hubieran trasladado a una tierra soleada y distante del trueno de las armas, se instalaron y lo pasaron lo mejor que pudieron. Tan bien disimularon su decepción que uno podía llegar a pensar que se habían acomodado a su nueva situación. Trabajaban en las granjas cercanas y prácticamente no estaban vigilados. Sus oficiales —esta parte me encanta— tampoco tenían vigilancia. Eran libres de entrar y salir cuando les apetecía, y sólo les exigían que cerraran la puerta al entrar para que no se colaran moscas. Se les podía ver normalmente paseando por Cowra, comprando tabaco y periódicos, o tomando un aperitivo en el Hotel Lachlan.
Los japoneses ofrecían un sombrío contraste. Se negaron a hacer trabajo alguno y a cooperar en ningún sentido. La mayoría dio nombres falsos, tan vergonzoso les resultaba haber sido capturados. Ridícula y trágicamente, en agosto de 1944, en plena noche, 1.100 de ellos se suicidaron en masa, saliendo en tropel de los barracones con un grito banzai y cargando en grupo contra la torre de guardia empuñando bates de béisbol, patas de silla y cualquier arma que hubieran podido encontrar. Los sobresaltados guardias dispararon contra la masa pero enseguida se vieron sobrepasados. A los pocos minutos, 378 prisioneros habían escapado del campo. Qué pensaban hacer después es una incógnita. Se tardó nueve días en encontrarlos. Lo más lejos que había llegado alguno de ellos era a unos veinticinco kilómetros. Las bajas de los japoneses fueron 231 muertos y 112 heridos. Los australianos tuvieron tres muertos aquella noche, y un cuarto en la caza posterior.
Todo esto se conmemora con fotografías y otros elementos en el centro de turismo de Cowra, un sitio excelente, con una sala al fondo donde hay un pequeño teatro audiovisual que es una de las cosas más deliciosas que he visto, al menos en un pueblecito apartado del mundo.
Detrás de un cristal, en un pequeño escenario, había recuerdos del campo de prisioneros: libros y diarios, un par de fotografías enmarcadas, un bate de béisbol y un guante, un frasco de medicina, un juego de mesa japonés. Cuando entré, las luces bajaron automáticamente de intensidad. Se oyó una música introductoria y después —fue lo más cautivador— una joven de unos quince centímetros salió de una de las fotografías enmarcadas y empezó a moverse entre los objetos y a hablar de Cowra en los años cuarenta y de la huida del campamento. Me quedé con la boca abierta. No sólo se movía sino que interactuaba con los objetos —tocaba los libros, se apoyaba en una caja de concha— mientras hacía su presentación. Como podéis imaginaros, me levanté y miré desde cerca, y puedo deciros que por muy cerca que estuvieras del cristal (tenía la cara contra él, como los niños cuando quieren ser graciosos) no se veía el artificio. Era una persona perfectamente formada, a todo color, bellamente articulada, bastante mona, en tres dimensiones, justo delante de mí y de sólo quince centímetros. Era lo más cautivador que había visto hace tiempo. Sin duda se trataba de una película proyectada desde atrás, pero no hubo ni un tartamudeo ni un tropezón, ninguna irregularidad, ni un pelo fuera de lugar. Era lo más real que puede ser una imagen. Un pequeño holograma perfecto. La narración, merece la pena decirlo, era benévola e informativa, un modelo en su género. Lo miré tres veces y no podía haberme impresionado más.
—Es bueno, ¿verdad? —me dijo sonriente una señora en la recepción, viendo mi cara de sorpresa al salir.
—¡Ya lo creo!
Anticipándose a mis preguntas, me pasó una tarjeta plastificada que explicaba su funcionamiento. La exposición la había creado una empresa de Sydney, empleando un truco óptico que se había inventado hacía un siglo. Era la proyección de una imagen en una placa de cristal de tal modo que resulte invisible para el espectador. Además de eso, el único truco era procurar que la actriz se moviera exactamente por donde se debía mover. Debían de haber tardado meses. Era sencillamente estupendo.
Y diré más. El día que consigan que la figurita baile sobre las rodillas del espectador, ganarán una fortuna.
Terminé el día en Young, una población de agricultores con un paisaje de ciruelas y cerezas, a unos sesenta y cinco kilómetros de Cowra por la Olympic Highway en dirección a Canberra. Alquilé una habitación en un motel de una calle secundaria no muy lejos del centro de la ciudad. El dueño, un tipo muy en forma en pantalón corto y camisa de manga corta, leyó mi nombre en el registro y dijo: «Buenos días, Bill. Bienvenido a Young», y me estrechó la mano con tanta fuerza como si me estuviera admitiendo en una sociedad secreta. La hospitalidad de los australianos —todos bastante sinceros y espontáneos, por lo que he visto— nunca deja de sorprenderte y de resultar gratificante. Nunca me había estrechado la mano el dueño de un hotel ni se había comportado como si estuviera encantado de que el destino nos hubiera unido.
—Me llamo Bruce —creo que me dijo, porque yo estaba desarmado, en todos los sentidos, para enterarme—. Bueno, Bill, ya está arreglado —dijo soltándome la mano de golpe—. Tienes la habitación seis.
Me llevé la llave a la habitación, abrí la puerta y entré. La habitación era, en sus mínimos detalles, de 1958. No pretendo decir que no la hubieran redecorado desde 1958 ni nada tan poco respetuoso. Quiero decir que dentro de la habitación era 1958. Las paredes estaban revestidas de pino nudoso. El televisor tenía cadena de UHF. La taza del retrete estaba protegida por un envoltorio «desinfectado para usted». En un cajón del dormitorio había dos postales de regalo con vistas del motel y una bolsa de papel en que se rogaba, también por mi bien, que colocara allí los objetos que no podían tirarse por el retrete. La bolsa tenía un dibujo de mujer (para darnos una pista de que estaba dirigida a los objetos «personales» femeninos y no a mazorcas de maíz o piezas de motor, por poner un ejemplo). No podía estar más contento. Dejé mis cosas y me fui a la ciudad caminando bajo el abrasador sol crepuscular. Allí vi los años cincuenta por todas partes. Incluso me fijé que las señales de tráfico de «cuidado, niños» de Australia muestran a niños vestidos como en los años cincuenta: una niña con vestido de fiesta y un niño con pantalones cortos.
A primera vista, Young no se parecía demasiado a las ciudades donde yo había crecido. Las calles excepcionalmente anchas (en las ciudades interiores de Australia hacen unas calles verdaderamente anchas), los tejados rojos de hojalata, las marquesinas de metal que rodean casi todos los comercios: aquello era sin ninguna duda australiano. Pero tal como funcionaba y por lo que contenía, Young era misteriosamente familiar. Era un lugar donde ibas al centro de la ciudad cuando tenías que hacer algo determinado, no a las afueras, y aparcabas en una esquina de la calle mayor. Sólo esto ya me tuvo traspuesto unos minutos. Había olvidado que en alguna otra época lo único que necesitaba un lugar era un pequeño aparcamiento en la calle mayor. Me paseé sumido en un estado de profunda admiración. Exceptuando los bancos y un supermercado, los negocios eran todos de propiedad local, con las peculiaridades de sabor y presentación que eso supone. Había tiendas allí que no había visto desde hacía años —tiendas de reparación en general y tiendecitas de material eléctrico, pastelerías, zapateros, salones de té— y vendían las combinaciones más extraordinarias de mercancías. En un extremo de la calle mayor encontré un lugar tan excepcional que me detuve de golpe.
Era una tienda que vendía artículos para animales domésticos y pornografía. Os lo juro. Me giré a mirar el rótulo, eché un vistazo al escaparate y finalmente entré. Era un tienda pequeñita y yo era el único cliente. En una plataforma poco elevada había un hombre sentado junto a una caja registradora leyendo un periódico. No me saludó ni me hizo caso, lo que me pareció raro —muy poco australiano— hasta que me di cuenta de que intentaba ser discreto. Imagino que la mayoría de sus clientes hacían lo mismo que yo: curiosear demostrando un enorme interés por las cestitas de gato o polvos contra las pulgas, parándose de vez en cuando a leer las etiquetas de las latas de pescado y cosas así, y acabar, como quien no quiere la cosa, al fondo de la tienda en la sección de jadeos. Eso es exactamente lo que me sucedió. La sección para adultos estaba relegada a un pequeño recinto, al que se entraba por una verja de madera. Mientras estaba allí, la puerta emitió un discreto zumbido —del tipo que se oye en los edificios de oficinas cuando se abre una puerta en algún lugar remoto— y se balanceó de forma provocativa. Miré a mi alrededor, sorprendido. El hombre seguía aparentemente absorto en su periódico, como si no se hubiera enterado siquiera de que estaba yo en la tienda, y mucho menos en el umbral de un paraíso porno. Sonreí como un tonto y pensé en acercarme a él para explicarle que había cometido un comprensible pero sin duda cómico error; que yo, lejos de ser un pervertido desesperado y necesitado de alimento pictórico, era un respetable escritor de viajes atraído a su tienda por la insólita yuxtaposición de contenidos. Entonces nos reiríamos los dos y posiblemente empezaríamos a cartearnos.
Pero entonces se me ocurrió que si compraba algo —no estoy diciendo que pensara comprarlo, pero por otro lado todavía no tenía nada para los niños— no me gustaría que mi tarjeta figurara en su tablón de anuncios. Y también se me ocurrió el deber de descubrir la inesperada relación entre las dos ramas de su negocio. Quizá petting[*] tuviera un significado diferente en la Australia rural. Por no hablar del amor de los perros. Seguramente los estantes del otro lado de la verja estaban llenos de publicaciones con títulos fogosos y animalescos —Monturas de primera clase, Látigo y collar, Ovejitas traviesas—. ¿Cómo iba a saberlo? Sin duda era mi deber descubrirlo, así que recuperé mi expresión de sobrio explorador y entré.
Nunca había estado en uno de esos locales, y no me estoy refiriendo a una tienda porno de artículos para animales domésticos. Me refiero a cualquier local de estos para adultos, y la verdad es que me quedé estupefacto. Los participantes eran humanos, no animales. No voy a dar más detalles. Puedo asegurar que no era 1958 en la trastienda de animales de Young. Hasta ahí puedo llegar.
II
Por mucho que me hubiera gustado encontrar una tienda pornográfica de artículos para animales domésticos en Young (o donde sea), mis intenciones eran de un carácter ligeramente más elevado. Había ido a ver el famoso Langing Flat Museum, que conmemora los días de gloria de la ciudad como pueblo minero. Era demasiado tarde para visitar el museo aquel día, pero me presenté en su puerta al día siguiente a las nueve de la mañana, y resultó que no abría hasta las diez.
Yo, que no soporto perder un momento, decidí instalarme en una cafetería del centro para desayunar y prepararme con un poco de lectura. Así es como me encontré diez minutos después sentado en un local vacío de la calle mayor de Young, tomando un café, esperando mis huevos con tocino, y sumergiéndome en una gruesa historia de Australia de un solo volumen del afamado historiador Manning Clark, que había comprado unos días antes en Sydney.
La historia del oro en Australia es vivaz y generalmente reconfortante. Comienza con un tipo, Edward Hargraves, que en 1849 viajó de Sydney a los yacimientos de oro de California con la esperanza de hacer fortuna. En dos años de excavaciones no encontró más que polvo, pero advirtió una extraordinaria semejanza entre el terreno lleno de oro de California y la tierra de Nueva Gales del Sur tras las Blue Mountains, la zona que yo acababa de cruzar.
Volvió apresuradamente a Australia antes de que a otro se le ocurriera lo mismo. Hargraves inició su búsqueda en los lechos de los ríos alrededor de Orange y Bathurst, y pronto encontró oro en cantidades considerables. Al cabo de un mes de su descubrimiento, mil personas pululaban por la zona con picos levantando rocas y tierra. En cuanto supieron qué buscaban, empezaron a encontrar oro por todas partes. Australia estaba repleta de oro. Un granjero aborigen tropezó con un bloque que contenía casi ocho kilos del precioso metal, una cantidad inconcebible en el mismo lugar. Era para asegurarse una vida de principesco esplendor, o lo habría sido porque, como aborigen, no le permitieron quedárselo. La roca pasó a ser propiedad del dueño del terreno.
Empezaba a ponerse en marcha este éxodo y comenzó a encontrarse oro en cantidades aún más desorbitadas al margen de la recién creada colonia de Victoria. Australia se vio inmersa en una fiebre que hizo que la carrera de California pareciera pálida e indecisa. Las ciudades y los pueblos se despoblaron a ojos vistas cuando los trabajadores se marcharon a buscar fortuna. Las tiendas perdieron a sus dependientes. Los policías abandonaron sus puestos. Las esposas se encontraron notas sobre la mesa y sin el carro. Antes de terminar el año, se calcula que la mitad de los hombres de Victoria estaban buscando oro, y miles más llegaban al país desde el extranjero.
La fiebre del oro transformó el destino de Australia. Antes, era imposible convencer a la gente de que se instalara en el país. A partir de entonces llegó de estampida desde todos los rincones del globo. En menos de una década, el país tenía 600.000 caras nuevas, y doblaba con creces su población. El mayor crecimiento se produjo en Victoria, donde se encontraron los campos de oro más ricos. Melbourne se hizo más grande que Sydney y durante un tiempo fue probablemente la ciudad con mayor renta per cápita. Pero el verdadero efecto del oro fue que puso punto final a la deportación. Cuando en Londres se enteraron de que la deportación se consideraba más una oportunidad que un castigo y que los condenados deseaban que los mandaran a Australia, la idea de mantener el país como prisión dejó de ser plausible. Se mandaron algunas naves más a Australia Occidental hasta 1868 (también encontrarían oro allí, en cantidades igual de gratificantes) pero fue básicamente la locura del oro de los años 1850 lo que marcó el final de Australia como campo de concentración y su comienzo como nación.
A pesar de todas las riquezas que se encontraron, las cosas no eran siempre fáciles para los buscadores. Como la intención era dar a todo el mundo una oportunidad, a los prospectores se les permitía reclamar sólo zonas modestas —apenas unos metros cuadrados— y aquí empezaron los problemas. Cuando en abril de 1860 se encontró oro en Lambing Flat, como se llamaba Young entonces, aparecieron buscadores de fortuna en cantidad. En 1861, 22.000 personas, entre ellas 2.000 chinos, excavaban en un pedazo de tierra del tamaño de una alfombra. Era inevitable que algunos no encontraran gran cosa. Muchos de los mineros empezaron a mirar con resentimiento a los chinos, que parecían soportar el calor y las privaciones con más entereza que sus compañeros europeos, y que colaboraban entre ellos de tal forma que les daba una injusta ventaja. Además parecía que encontraran más oro. Y encima eran chinos.
El resultado fue que los buscadores blancos decidieron dar una paliza a los chinos. Sin duda mejoraría mucho las cosas. Así, a mediados de 1861 se organizó una minoría sustancial de mineros blancos —entre 2.000 y 3.000, parece ser— y empezó una revuelta. Fue un movimiento curiosamente organizado. Para empezar, los alborotadores llevaron una orquesta, que tocó Rule Britannia y La Marsellesa entre otras canciones entusiastas que consideraron adecuadas para una revuelta civil. También confeccionaron y enarbolaron una gran bandera, que desde entonces se ha convertido en un emblema de la historia australiana. La banda tocaba por su lado las melodías que uno oye normalmente el domingo por la tarde en un concierto en el parque, mientras los mineros se dirigían a la zona china a pegar a la gente con los mangos de las piquetas o aún peor, a robarles y prender fuego a sus tiendas. Después, para zanjar el asunto, se fueron a quemar el juzgado. Posteriormente se juzgó a once de los alborotadores pero no se condenó a ninguno. Sin duda no fue el mejor momento de Australia.
El resultado inmediato de todo esto no os lo puedo contar. Manning Clark, que es —tengo que decirlo— un historiador que me saca de quicio, menciona que un minero europeo murió en la refriega, pero no da un indicio de cuántos chinos murieron o resultaron heridos. Tampoco dice qué fue de ellos: si los echaron para siempre del lugar o el ambiente se tranquilizó y volvieron al trabajo. Lo seguro es que la revuelta de Lambing Flat comportó la adopción de lo que se conoce como la White Australian Policy, que esencialmente prohibió la emigración de personas no europeas hasta 1970. Lo cual —y no pretendo hacer ningún juego de palabras— daría color a todos los aspectos de la vida australiana durante más de un siglo.
El Lambing Flat Museum era un edificio de ladrillo grande, viejo y de un solo piso, situado en una calle lateral. Ya estaba allí cuando abrieron —algo que parecía exigir mucho descorrer de cerrojos y manejo de llaves por la parte interior—. Empezaba a sospechar que no se trataba de una institución tan popular o importante como había creído, porque cuando la puerta se abrió de golpe, la mujer que apareció al otro lado estuvo a punto de caerse del susto. —«¡Vaya sobresalto!» dijo, chasqueando la lengua alegremente como si le hubiera gastado una broma—, lo que me dejó con la sensación de que los visitantes eran más bien escasos. De todos modos, parecía contenta de tenerme allí y, después de aceptar mis tres dólares de entrada, me conminó a no apresurarme y a dirigirme a ella si tenía alguna duda.
El museo era bastante grande y estaba lleno de una colección extraordinaria de artículos —planchas de hierro, hormas de bota, un cochecito, linternas viejas, curiosas piezas de maquinaria—. Salvo por la ausencia de telarañas podría haber sido el granero de mi abuelo. En un rincón de la sala principal encontré lo más importante de la colección del museo —la gran bandera que los sublevados enarbolaron en 1861. Se la conoce como la «bandera vengan todos», porque tenía claramente bordadas las palabras: «Vengan todos. Vengan todos. Fuera los chinos». En su libro A Secret Country, que había leído antes de ir a Australia, el periodista australiano John Pilger apunta que el Lambing Flat Museum conmemora el hecho sin presentar ningún tipo de contrición. Si eso era cierto cuando lo visitó Pilger —su libro se publicó en 1991— ya no era así. Las cartelas daban una idea equilibrada y reflexiva de la revuelta, aunque con una curiosa ausencia de cifras de bajas en ambos bandos.
El museo seguía, y parecía contener todo lo que la gente de Young había desechado: máquinas de coser, calculadoras, rifles, álbumes de boda, trajes de bautizo. Sobre una mesa había un recipiente lleno de diminutas bolitas negras y brillantes con miles. Las miré de cerca, intentando adivinar qué eran.
—Semillas de canola —dijo una voz, muy cerca, tanto que me hizo pegar un salto.
Me giré y vi a la señora que me había dejado entrar.
—¡Oh! ¡Me ha asustado! —dije, y ella sonrió de una forma que me hizo sospechar que había sido precisamente su intención.
Quizá, pensé, así pasaba el rato la gente de Young.
—¿Lo encuentra usted todo? —preguntó.
La miré con interés. ¿Cómo iba a saber si lo encontraba o no todo? Pero contesté:
—Sí, claro —y añadí educadamente—. Es muy interesante.
—Sí, hay mucha historia en Young —afirmó, y echó un vistazo como si pensara que había demasiada.
Volví a mirar el recipiente de semillas.
—¿Tienen mucha canola por aquí? —pregunté.
—No —dijo sencillamente.
Lo sopesé e intenté pensar en algo más que decir.
—Bueno, si se deciden a empezar, ya tienen semillas —observé por decir algo.
—Hay gente que lo llama… colza[*] —dijo cuchicheando la última palabra y arqueando las cejas significativamente.
—Sí —dije en un tono que intentaba ser comprensivo.
—Prefiero canola.
—Yo también.
No sé por qué lo dije. No tengo ningún criterio sobre nombres de semillas, por muy emotivos que sean, pero me pareció más prudente no llevarle la contraria.
Por suerte, sonó una campana justo entonces —la clásica campana que se oye cuando se entra en una tienda— y se fue. Esperé unos segundos y yo hice lo mismo, porque ya había visto todo lo que quería y tenía ganas de ponerme en marcha.
En la sala de entrada una pareja de mediana edad compraba las entradas. El sitio era pequeño y tuve que esperar a que terminaran y se apartaran para dejarme pasar, y le di las gracias a la señora del pelo blanco al pasar.
—Le ha gustado, ¿verdad que sí? —me preguntó.
—Mucho —mentí.
—¿Está aquí de vacaciones? —preguntó la visitante, sin duda captando mi acento.
—Sí, eso es —volví a mentir.
—¿Le está gustando Australia?
—Me encanta —esto no era mentira, pero ella me miró dudosa—. De verdad —añadí.
Entonces sucedió una cosa muy rara, bueno, a mí me pareció rara. La visitante me puso una mano en el brazo y dijo, en tono realmente angustiado:
—Espero que todo el mundo se porte bien con usted.
La miré.
—Pues claro que sí —dije—. Los australianos son muy simpáticos.
Me miró con una expresión implorante.
—¿De verdad lo cree?
No me interpretéis mal. Los australianos son personas maravillosas, pero cuando se ponen introspectivos resulta todo un poco raro.
Asentí.
—De verdad —dije intentando tranquilizarla—. Los australianos son muy simpáticos.
—¡Pues claro que lo son, Maureen! —ladró su marido—. Somos la sal de la tierra. Deja que se marche, pobre hombre. Seguro que quiere ver otros lugares.
Era claramente de la otra escuela de arquetipos australianos, más campechanos, de los que piensan que cualquiera que no haya tenido la suerte de nacer en Australia está poco favorecido por el destino y probablemente tenga un pito diminuto, pobrecillo.
Y tenía razón, claro, me refiero a lo de ver otros lugares. Ya era hora de ir a Canberra.