I

Me habría quedado con gusto un par de días más en Adelaida, pero tenía otros compromisos. Había llegado el momento de encontrarme con mis amigos en Melbourne, aunque antes tenía que cumplir una promesa que me había hecho a mí mismo hacía mucho tiempo: visitar la Mornington Peninsula, una zona costera de gran belleza y encanto al sur de Melbourne. Como ya era habitual, iba a tardar un buen rato en llegar. Salí a primera hora de Adelaida y se me cayó el alma a los pies al descubrir, al cabo de una hora, que me esperaba otro largo día de coche por carreteras desiertas en un panorama de total desolación. Me parecía especialmente injusto porque, en primer lugar, había dado por descontado que volvía a la civilización; segundo, porque ya estaba un poco harto de esa historia y, tercero, porque había elegido intencionadamente una ruta más larga por la carretera de la costa para evitar el tedioso panorama terrestre.

La carretera donde me encontraba se llamaba Princess Highway. El plano la mostraba discurriendo en un grácil arco a lo largo de una enorme bahía identificada como Younghusband Peninsula, y sin duda ofrecía horas de vistas soleadas y costeras, pero la marea estaba a kilómetros de distancia, y el mar se veía como un hilo distante de azul brillante en la parte más lejana de un millón de hectáreas de salinas dolorosamente reflectantes. La parte del interior ofrecía una desolación pareja carente de interés, llena de una especie de maleza repetida hasta el infinito. A lo largo de 146 km la carretera estaba totalmente vacía.

Para pasar el rato cantaba el himno nacional extraoficial de Australia, «Waltzing Matilda». Es una canción interesante. La compuso Banjo Paterson, no sólo el poeta más importante de Australia del siglo XIX, sino también el único con nombre de instrumento de cuerda. Dice así (creo que son las palabras exactas que escribió Paterson):

Oh! There once was a swagman camped in the Billabong

Under the shade of a Coolibah tree

And he sang as he looked at his old billy boiling

Who’ll come a-waltzing Matilda with me[*].

El rasgo más distintivo de «Waltzing Matilda», como habréis advertido, es que no tiene ni pies ni cabeza. Evidentemente no lo tiene para nadie que no conozca el argot del bush —el autor lo hizo intencionadamente— pero incluso cuando entiendes las palabras sigue sin tener sentido. Por ejemplo, un billabong es una charca. De modo que una pregunta que surge inmediatamente, antes de haber acabado de leer el primer verso, es: ¿Por qué iba a acampar el buhonero en una charca? Yo personalmente acamparía al lado. ¿Os dais cuenta? La única conclusión posible es que Paterson se había tomado unas copas antes de agarrar el tintero y garabatear los versos. Veamos, sólo para que estéis informados, un swagman en la jerga australiana es una especie de viajante. El término procede de la manta enrollada, o swag que llevaban. Otro nombre que reciben es Matilda, evidentemente por el Mathilde alemán. (No tengo ni idea de por qué: mi interés ha llegado hasta aquí). Un billy es una lata para hervir agua y un coolibah tree es un eucalipto coolibah. Ya tenéis las palabras. Naturalmente, por qué el viajante está bailando el vals con su saco de dormir y por qué por encima de todo desea que alguien o algo (en el segundo verso es una oveja, ni más ni menos) se una a él en esta actividad grotesca y posiblemente depravada, son preguntas sin respuesta.

Por otro lado, tiene una música muy bonita (que tomó prestada de una tonada escocesa, «Thou Bonnie Wood O’ Craigielea»), que a mí me parece especialmente melódica, sobre todo cuando se saca la cabeza por la ventanilla para lograr ese efecto de gorjeo que se obtiene al cantarla contra el aire a cierta velocidad. El problema de saberse sólo una estrofa, es que acaba por hacerse repetitivo. Así que ya comprenderéis mi satisfacción cuando me di cuenta de que si cambiabas «billy boiling» por «willy[*] boiling» le daba un sesgo nuevo a la cosa, y fui capaz de inventarme 47 estrofas, lo que no sólo amplía la canción en los trayectos largos de autobús, sino que le aporta una dimensión y una coherencia que le ha faltado durante casi un siglo.

Podría haber aumentado aun más el total de estrofas a no ser porque al doblar la última curva de la bahía y adentrarme en la carretera interior encontré un rótulo junto a una extensión de matas, que decía «La Gran Langosta», y con la emoción abandoné mis intereses musicales. La gran langosta era algo —para ser exactos un espécimen de algo— que estaba deseando ver desde que había salido a la carretera.

Una de las peculiaridades más entrañables de los australianos es que les gusta construir cosas grandes con forma de otras pequeñas. Dales un rollo de alambre, fibra de vidrio y un par de botes de pintura y te harán, por ejemplo, una piña o una fresa enorme o, como en este caso, una langosta. Después ponen una cafetería o una tienda de regalos, clavan un gran rótulo junto a la carretera (para la pobre gente cuya agudeza no alcanza a distinguir una pieza de fruta de 15 m de altura en medio de una carretera vacía), y se sientan a esperar el dinero.

Hay unos sesenta objetos así esparcidos por el paisaje australiano, como piezas de atrezzo abandonadas de una película de horror de los años cincuenta. Si tienes dinero para gasolina y no mucha vida personal puedes ir a ver una Gran Gamba, un Gran Koala, una Gran Ostra (con focos en los ojos, dicen), una Gran Segadora, un Gran Pez Aguja, una Gran Naranja y un Gran Carnero Merino, entre otros. El proceso —me siento patrióticamente orgulloso de decirlo—, lo inició un americano llamado Landy, quien construyó un Gran Plátano en Coff’s Harbour, en la costa de Nueva Gales del Sur, y el local resultó ser tan mágicamente atractivo para los vehículos que pasaban por allí que para el señor Landy se convirtió, al fin y al cabo, en un gran negocio.

Generalmente están astutamente instalados a lo largo de un tramo de carretera tan terriblemente desolada y monótona que te pararías con cualquier excusa, que es lo que hice yo, naturalmente, cuando tras una curva me encontré ante una langosta monstruosamente grande, de un rosa rojizo, y encomiablemente viva, encabritándose junto a la carretera como si fuera a cenar con un bocado de tráfico. Debido a la peculiar forma de la langosta, los dueños habían decidido (imagino que después de mucha reflexión) no intentar instalar dentro la tienda de regalos y el café. La Gran Langosta estaba en el patio delantero, sujeta con alambres, y las instalaciones comerciales detrás en un edificio separado. Salí y me acerqué a mirarla de cerca. Era inmensa. Supe, después de preguntarlo, que medía 17 m desde el suelo hasta la punta de las antenas: un buen tamaño en el ambicioso mundo de los objetos gigantes.

La estaba observando desde varios ángulos cuando me di cuenta de que había alguien intentando fotografiarla.

—¡Oh, perdone! —dije.

—No se preocupe, amigo —contestó él con naturalidad—. Contribuye a darle escala.

Se acercó y se quedó a mi lado. Tenía treinta y pocos años y parecía un poco triste y zumbado, como si tuviera un empleo de poca monta y todavía viviera con los padres. Iba vestido como si estuviera de vacaciones, con pantalones cortos y una camiseta que decía «Noosa» en letras grandes. Noosa es un pueblo turístico de Queensland. Nos quedamos allí los dos admirando durante largo rato la langosta.

—¿A que es grande? —observé yo, que se me escapa poca cosa en el ámbito de los crustáceos de fibra de vidrio.

—¿No le molestaría sacarme una foto delante de ella? —dijo él, de esa forma curiosamente circular que tienen los australianos de pedir favores.

—Pues claro.

Se colocó delante, con una mano apoyada afectuosamente en una pata.

—Puede decirle a la gente que es una foto de compromiso —sugerí.

Le gustó la idea.

—¡Sí! —dijo con entusiasmo—. Ésta es mi novia. No es muy guapa ni muy habladora, pero ¡caramba, qué sabrosa es!

Aquel tipo me gustaba.

—¿Ha visitado muchas cosas de éstas? —dije, devolviéndole la cámara.

—Sólo si me viene de paso. Pero ésta es buena. Mejor que el Gran Koala de Moyston.

Me pareció mejor no comentarle nada.

—En Wauchope hay un Gran Toro —añadió.

Arqueé las cejas como diciendo: «¿Ah, sí?».

Asintió encantado.

—Se le balancean los testículos con el viento.

—¿Tiene testículos? —dije, impresionado.

—Ya lo creo. Si le cayeran encima, no le resultaría fácil levantarse.

Nos tomamos un momento para saborear la imagen.

—Resultaría una reclamación interesante, supongo —observé, finalmente.

—¡Sí! —esta idea también le gustó—. O un titular de periódico: «Hombre aplastado por caída de pelotas».

—«Por caída de pelotas bravas» —apunté.

—¡Sí!

Nos íbamos encendiendo como una casa en llamas. Hacía días que no mantenía una conversación tan larga. Quiero decir que hacía días que no me lo pasaba tan bien. Desgraciadamente, ninguno de los dos fue capaz de decir más, y empezamos a sentirnos un poco incómodos.

—Bueno, me alegro de haberle conocido —dijo él finalmente, y con una tímida sonrisa se alejó.

—El gusto ha sido mío —dije.

Y era sincero.

Entré y compré un imán para la nevera y unas quince postales de la Gran Langosta, y volví a la carretera en un estado mental más bien blandengue. Me dirigí a Warrnambool y la famosa Great Ocean Road y conduje unos minutos en reflexivo silencio. De repente, saqué la cabeza por la ventana, y a grito pelado canté:

Olvidando que con cuchara se remueven mejor los líquidos

El buhonero metió su herramienta en el té

Y suspiraba mirando de reojo cómo hervía su colita

Ya no os puedo jorobar, ¿vais a jorobarme a mí?

II

Pasé la noche en Port Fairy, y a la mañana siguiente fui a Mornington Peninsula por la Great Ocean Road, una carretera costera tortuosa y con vistas espectaculares, construida después de la Primera Guerra Mundial para dar trabajo a los veteranos. Se tardó catorce años en construirla y enseguida te das cuenta del porqué: a lo largo de 300 km bordea una costa dificultosa, con una forma que pone los pelos de punta, rozando promontorios rocosos y pegándose a los bordes de unos precipicios abruptos y a punto de desmoronarse. Es tanta la atención que exigen sus interminables curvas de horquilla que no tienes tiempo de fijarte en el panorama, pero supongo que un vistazo ocasional de vez en cuando es mejor que nada. Aquí y allá se veían pináculos de roca en el agua creados por la incansable erosión de la fuerza del mar. Antes había un arco de roca natural llamado London Bridge por el que se podía pasear por encima del mar, pero en 1990 se desplomó, mandando toneladas de ruinas a la marea y dejando a dos sobresaltados pero milagrosamente ilesos turistas en el extremo que daba al mar. Ahora el puente de Londres son las chimeneas de Londres.

El trayecto era tan bonito como prometía la guía: a un lado, las colinas pronunciadas, boscosas y semitropicales de Otway Range hundiéndose en el mar; al otro, la marea espumosa lamiendo las playas largas y curvas, enmarcadas a ambos lados por salientes rocosos. Este tramo de Victoria es famoso por dos cosas: el surf y los naufragios. Con sus corrientes salvajes y sus famosas nieblas, la costa sur de Victoria ya era famosa entre los marineros. Si alguien achicara toda el agua, se verían 1.200 pecios en el lecho del mar, más que en ningún otro lugar del mundo. De vez en cuando me detenía para contemplar la vista —era la única forma de que un conductor solitario disfrutara de ella— y me entretuve en uno o dos de los bonitos pueblos turísticos graciosamente anticuados que se encuentran por el camino. Parecían sorprendentemente tranquilos, teniendo en cuenta que estábamos en pleno verano australiano y era el día después de la fiesta nacional. No era la primera vez que me sorprendía, que hubiera más sitios para turistas que turistas para llenarlos.

En un lugar llamado Torquay, la Great Ocean Road se unía a la gran carretera que lleva a Melbourne. A unos treinta kilómetros hacia el oeste, advertí que estaba Winchelsea, donde Thomas Austin soltó los 24 conejos que transformaron el paisaje australiano. Los alrededores parecían más bien áridos y poco prometedores —me recordaban a Oklahoma o al oeste de Kansas—, pero no podía saber, hasta qué punto se podía atribuir a la voracidad de los conejos. Uno tiende a pensar que la gente se aprendió la lección con la experiencia de Austin, pero no. En el preciso momento en que los conejos devoraban el campo, personajes influyentes introducían otras especie de animales, ya fuera por puro deporte, o por accidente, para alegrar el país. Precisamente el mismo impulso que empujó a la gente a crear parques de estilo inglés en lugares como Adelaida los llevó a intentar manipular también el campo. Se consideraba que Australia era biológicamente deficiente, sus semiáridas llanuras demasiado monótonas, sus bosques demasiado silenciosos. Gradualmente surgieron sociedades que intentaron aclimatar especies para superar su añoranza. Pronto se les ocurrió que no había razón para reducirse a los animales británicos o europeos. Empezaron a soñar en crear una sabana africana, con jirafas, gacelas y búfalos que pastaran en las soleadas llanuras. Sus aspiraciones adquirieron un tinte casi surrealista. En 1862, sir Henry Barkly, gobernador de Victoria, pidió que se introdujeran monos en los bosques de la colonia «para diversión de los caminantes, a los que sus retozos deleitarían». Antes de que se pusiera en práctica, Barkly fue sustituido como gobernador por sir Charles Darling, que dijo que no quería monos, pero estaría encantado de ver boas constrictor. Tampoco se salió con la suya, pero muchos otros sí.

«La aclimatación fue una de las ideas más necias y peligrosas que infectaron el pensamiento del hombre del siglo XIX», escribe Tim Low en el curioso y absorbente Feral Future: The Untold Story of Australia’s Exotic Invaders[*]. E infectar, infectaron algo más. Victoria, vete a saber por qué, fue el centro del asunto. A pesar de la experiencia con los conejos, se hicieron muchas más aclimataciones absurdas. En 1860, la Ballarat Acclimatization Society soltó zorros en el campo, que pronto se convirtieron en una plaga, una situación que todavía es vigente. Otros animales se escaparon o fueron abandonados y se volvieron salvajes. Se utilizaron camellos para construir el ferrocarril de Adelaida a Alice Springs, pero se soltaron cuando se acabó el trabajo. Hoy en día hay 100.000 deambulando por los desiertos central y occidental, el único lugar del mundo donde los dromedarios existen en estado salvaje. Por todo el país hay cinco millones de asnos salvajes, un millón o más de caballos salvajes (llamados brumbies) y búfalos de agua, vacas, cabras, ovejas, cerdos, zorros y perros en abundancia. Se han capturado cerdos salvajes en los suburbios de Melbourne. Hay tantas especies introducidas que el canguro rojo, antaño el animal más grande del continente, está ahora en el decimotercer lugar en lo que a tamaño se refiere.

Las consecuencias para las especies nativas han sido desastrosas. Unos ciento treinta mamíferos australianos están en peligro de extinción. Dieciséis se han extinguido, más que en ningún otro continente. ¿Y adivináis cuál es el mayor depredador? Según los Parques Nacionales y el Servicio de Flora y Fauna es el gato común. Los gatos se lo pasan en grande en el campo australiano. Hay 12 millones sueltos por allí, viviendo en todos los paisajes posibles, desde los desiertos más secos a las montañas más altas. Junto al zorro, han contribuido a que los animales autóctonos más pequeños, bonitos y vulnerables de Australia estén al borde de la extinción: numbats, betongs, gatos marsupiales, ratas canguro, bandicuts, ualabís rupestres, ornitorrincos y muchos otros. Como son animalitos nocturnos y difíciles de ver, la gente no nota su ausencia, pero están desapareciendo a gran velocidad.

Y como los animales, las plantas. En 1850, Victoria tuvo la mala suerte de tener como director de botánica a un aclimatador convencido de nombre imponente: el barón Ferdinand Jacob Heinrich Von Mueller. Como en los casos anteriores, Von Mueller no podía soportar «la empobrecida naturaleza de la flora australiana» y dedicó gran parte de su tiempo libre a viajar por el país sembrando semillas de calabaza, coles, melones y todo lo que se le ocurrió que podía florecer. Tenía una afición especial a las zarzamoras y las plantó por todas partes. Ahora la zarzamora es la mala hierba más perniciosa de Victoria, imposible de erradicar, y una peste para los granjeros. Si no se le pone freno, se come todo el paisaje. Vi ejemplos de ello al pasar.

Esta lección —que las especies exóticas florecen en Australia de forma increíble— los australianos han tardado una barbaridad en asumirla. El higo chumbo, un cactus carnoso nativo de América, se introdujo en Queensland a principios del siglo XX como alimento para el ganado, y pronto se les fue de las manos. En 1925, 12 millones de hectáreas habían sido arrasadas por impenetrables bosquecillos de higos chumbos de dos metros de altura. Frente a las 15 toneladas de media hectárea de trigo, media hectárea de higos chumbos pesa unas ochocientas toneladas: es una pesadilla arrancarlo. Queensland y sus aledaños se convirtió en un lecho de higos chumbos del tamaño de Europa. Afortunadamente se pudo tratar con pesticidas y una oruga cuyas larvas se alimentaban de sus hojas, pero les fue de un pelo, y el coste fue sustancial.

En conjunto, y según Low, en Australia viven más de dos mil setecientas malas hierbas foráneas. Curiosamente, entre los principales culpables se cuentan los jardines botánicos. Tres plantas fugadas de los Jardines Botánicos de Darwin —la mimosa, la minosácea Leucaena y el eucalipto muleta— están poniendo en peligro al Kakadu National Park, una zona protegida, y se dan muchos casos como éste.

A menudo es un misterio de dónde procede la invasión. Según Low, en los últimos años, una hormiga mordedora de la especie Iridomyrmex ha infestado Brisbane. Se ha convertido en un azote habitual. Pero nadie sabe de dónde ha salido y cómo ha llegado allí. Simplemente apareció un día. No se sabe si se extenderá o qué estragos producirá. Pero no nos engañemos: le va mejor en Australia que en su lugar de origen.

La Mornington Peninsula es un espolón de tierra al sur de Melbourne. Es como el Cape Cod de Victoria, porque está en la costa, es muy bonito y está lleno de casas de veraneo. Incluso se parece en la forma, que recuerda la cola de un escorpión que encierra la inmensidad de Port Phillip Bay, al otro lado del cual, a unos ochenta kilómetros, está Melbourne. Tenía dos razones concretas para ir allí: Catherine Veitch me lo había descrito como un lugar muy atractivo en sus cartas, y fue allí donde el sumergible primer ministro australiano, Harold Holt, tomó su trágico baño.

La fatídica zambullida de Holt fue en Portsea, en el extremo más lejano de la península, y allí me dirigí al día siguiente después de pasar la noche en el pueblecito de Mornington. Aunque partí con un sol desvaído, que parecía prometer un día mejor, Portsea estaba sumido en una pesada niebla marina, y la temperatura cuando salí del coche era más fresca de lo que había sido en los 30 km de carretera. Me fijé en que la poca gente que había en la calle llevaba jerseys de algodón o chaquetas.

Portsea es muy pequeño —unas cuantas tiendas y cafeterías frente a una hilera más larga de caserones fríos y melancólicos en una sutil niebla— pero tiene mucho dinero detrás. Una cabaña en la playa se había vendido en subasta por 185.000 dólares. No una casa en la playa, entendedme, sino una cabaña en la playa: un cobertizo de madera sin electricidad, agua ni otra comodidad más que la proximidad de la arena y el mar. El comprador ni siquiera obtuvo la propiedad. Compró el derecho a perpetuidad de pagar al ayuntamiento varios centenares de dólares de alquiler anual. Las cabañas, que sólo pueden comprar los residentes, son posesiones inmensamente apreciadas. La que se acababa de vender había pertenecido a la misma familia durante cincuenta años.

Me tomé un café para calentarme antes de seguir hacia el Parque Nacional de Mornington Peninsula, que cubre la última protuberancia de tierra hasta que se une al mar en un lejano lugar llamando Point Nepean, más allá del cual está el famoso remolino de agua llamado Rip: un estrecho pasaje que forma la entrada de Port Phillip Bay. No hace mucho que esta tierra es de propiedad pública. Durante centenares de años, toda esta zona —varios centenares de hectáreas de la más hermosa posesión costera de Victoria— estaba prohibida al público porque pertenecía a los militares, que la utilizaban como campo de tiro. Deteneos conmigo un instante para verlo en perspectiva. Tenemos un país de 8.000.000 km2 prácticamente vacío y bombardeable. Y aquí, a sólo un par de horas en coche de la segunda ciudad del país, hay un promontorio de una belleza única y suntuosa, de una importancia ecológica considerable, y está prohibido el paso porque intentan hacerlo añicos a base de explosiones. Mucho sentido no tiene, ¿verdad? El resultado es que después de muchos años de tira y afloja se logró convencer a los militares de que cedieran un fragmento de tierra para un parque nacional. De todos modos, el ejército se quedó con dos tercios de la península y de vez en cuando sigue soltando bombas por allí. En consecuencia, cuando has adquirido la entrada en la taquilla del centro de información de Portsea, todavía tienes que cruzar una zona de tres kilómetros de terreno militar por una carretera flanqueada a ambos lados por altas verjas llenas de severas advertencias de bombas y de castigos aplicados a los intrusos. Puedes coger un autobús en el parque o caminar. Yo decidí caminar, para hacer ejercicio, y partí bajo un manto de niebla, con la sensación de estar completamente solo.

No había caminado más de cuatro metros cuando se me unió una mosca, más pequeña y negra que una mosca casera. Zumbó ante mí e intentó instalarse en el labio superior. La aparté, pero volvió enseguida, siempre al mismo lugar. Un momento después se le unió otra que deseaba introducírseme en la nariz. Tampoco hubo manera de ahuyentarla. Al cabo de un momento tenía unos veinte de aquellos puntos activos alrededor de la cabeza y sucumbía a un estado de abyecta desdicha provocado por el contacto con la mosca australiana.

Las moscas son sin duda pesadas en todas partes, pero la variedad australiana se distingue por su particular persistencia. Si una mosca australiana se te quiere meter por la nariz o la oreja, no hay forma de impedírselo. Golpéala cuanto quieras, se pondrá fuera de alcance pero volverá enseguida. Es imposible frenarlas. En algún descubierto del cuerpo hay un punto del tamaño de un botón que la mosca quiere lamer y pellizcar y revolotea delirantemente a su alrededor. No es sólo su persistencia, sino sus objetivos. Una mosca australiana intentará chuparte la humedad del globo ocular. Si no la apartas constantemente, intentará meterse en partes de tu oreja que un palito de algodón no podría ni soñar. Morirá feliz por la gloria de descargar en tu lengua diminutos excrementos. Cuando tienes treinta o cuarenta bailando a tu alrededor, la locura está a la vuelta de la esquina.

Y así avanzaba yo por el parque, perdido en mi pequeña nube zumbona de aflicción, agitando las manos cada vez con menos convicción y de forma más inconexa —se le llama saludo del bush— escupiendo constantemente por la boca y la nariz, meneando la cabeza con furiosa demencia, y abofeteándome la mejilla o la frente con inusitada violencia. Al final, como sabían perfectamente las moscas, me rendí y cayeron sobre mí como sobre un cadáver.

Al cabo de un buen rato, las moscas y yo llegamos al final de la zona militar y al comienzo del parque propiamente dicho. En la zona de transición había un camino señalizado que conducía a un promontorio de tamaño mediano llamado Cheviot Hill. Era lo que había venido a ver, porque fue en Cheviot Beach, al otro lado, donde Harold Holt tomó el Baño Que No Necesita Toalla. Seguí el sendero ascendente entre brumosos bosquecillos de maleza (moonah, prímulas y árbol del té, según unos útiles rótulos colocados a intervalos). En lo alto de la loma corría una brisa inflexible, que me hacía tambalear cuando no estaba bien afianzado, y allí al menos las moscas me dejaron un diminuto respiro. Sentí el viento en el rostro, más feliz de estar solo de lo que puedo describir.

Dicen que la vista desde lo alto de Cheviot Hill es una de las mejores de la costa de Victoria, aunque no puedo confirmarlo porque apenas vi nada. En un valle gris verdoso, a un par de kilómetros, se alzaba la otra loma de Point Nepean, cubierta de una perezosa nube. Más allá estaba el famoso Rip, invisible desde donde yo estaba. Debajo de mí las cosas no eran menos impenetrables. Estaba directamente a unos treinta metros sobre Cheviot Beach, pero era como mirar dentro de una caldera. Lo único que podía ver a través de aquella sopa móvil eran unos perfiles de rocas indefinidos y una extensión indeterminada de arena. El sonido de unas olas invisibles golpeando en una costa invisible ponía en evidencia que había encontrado el mar.

Aun así, sentí un escalofrío de satisfacción por haber llegado al lugar del fatídico chapuzón de Holt. Intenté imaginarme la escena como debió de haber sucedido, pero no resultaba fácil. El día que Holt se adentró en el mar era ventoso pero claro. Las cosas no le iban muy bien como primer ministro —tenía más éxito besuqueando niños e impresionando a las mujeres (sin duda era un poco mujeriego) que llevando asuntos de estado— y seguro que estaría encantado de salir de Canberra a pasar las largas vacaciones de Navidad. Holt vino a esta playa porque tenía una casa de verano en Portsea y el ejército le permitía pasear por aquellos parajes para que estuviera tranquilo. Así que no había escoltas, público en general, ni siquiera guardias de seguridad cuando, el 17 de diciembre de 1967, salió a dar un paseo con unos amigos entre las rocas y las olas. Aunque el mar estaba bravío y la marea peligrosamente alta, pese a que Holt había estado a punto de ahogarse allí mismo seis meses antes buceando con unos amigos, decidió darse un baño. Antes que nadie pudiera impedírselo, se había quitado la camisa y se había metido en el agua. Nadó alejándose de la playa unos sesenta metros y desapareció, sin aspavientos ni conmociones, ni siquiera un lánguido saludo con el brazo. Tenía cincuenta y nueve años y hacía casi dos que era primer ministro. Nunca encontraron su cadáver.

Cheviot Beach sigue cerrado al público, y no hay forma de bajar desde los riscos, así que me divertí unos minutos curioseando entre un montón de fortines y lóbregos búnkers de hormigón abandonados desde la Segunda Guerra Mundial, hasta que tropecé con una gran telaraña y, con un chillido resonante y un buen rato debatiéndome entre paredes, dinteles bajos y otros obstáculos insuperables, volví más sumiso al aire libre. Rascándome la cabeza y convocando de nuevo a las moscas seguí el camino de descenso a la carretera. Al pie de la colina había un cementerio grande y desordenado, una reliquia de cuando aquello era zona en cuarentena. Intenté echar un vistazo, pero las moscas no me daban tregua. Habría querido pasear hasta el promontorio donde había un fuerte del siglo XIX, pero no podía soportar la idea de tener a las moscas como compañeras durante otra hora, de modo que regresé por donde había venido.

En el centro de información me detuve a contemplar la exposición y me puse a charlar con el guarda forestal del parque. Le pregunté si esa parte de la costa era muy peligrosa.

—Oh, sí, mucho —dijo alegremente.

Me enseñó sobre un mapa marino por dónde iban las corrientes, que es como decir por todas partes. Si te pillaba una, pensé, te debían de pasar de la una a la otra como un objeto no deseado. Hasta el más fuerte de los nadadores se cansaría enseguida de semejante lucha. Tenía la culpa el Rip porque, allí, enormes volúmenes de agua pasaban por una abertura de sólo cien metros cuando la marea subía o bajaba. Hasta que no lo vi en el mapa no me había fijado en lo cerca de Cheviot Beach que estaba la zona del remolino acuático. Incluso en el mapa parecía una locura.

—¿Entonces no fue muy buena idea que Harold Holt se bañara allí?

—Bueno, yo no lo haría —contestó—. Mire, hay unos cien barcos hundidos en la zona —indicó un tramo absurdamente modesto de costa en la proximidad de Cheviot y el Rip—. Si sabes que en un tramo de mar se han hundido cien barcos, puedes tomártelo como una advertencia de que no es el lugar más plácido del mundo para una zambullida.

—¿No es raro que nunca hayan encontrado el cuerpo?

—No.

Lo dijo sin vacilar.

—¿En serio? No entiendo mucho cómo funciona el mar, pero a juzgar por los troncos y las latas de coca-cola, diría que los objetos flotantes terminan algún día en una playa.

—No quisiera ser demasiado crudo, pero si te mueres allí no tardas mucho en formar parte de la cadena trófica alimentaria.

—Ah.

—La única cosa rara de la muerte de Harold Holt —añadió con una repentina expresión reflexiva— es que fuera primer ministro en el momento que sucedió. De no haber sido por eso, el suceso se habría olvidado por completo. La verdad es que aun así ya está bastante olvidado.

—O sea que no viene mucha gente por aquí en peregrinaje.

—No, en absoluto. La mayoría no se acuerda. Mucha gente de menos de treinta años ni siquiera ha oído hablar de ello.

Me dejó para vender entradas a unos recién llegados y yo me fui a contemplar la exposición de hierbas marinas y vida en las charcas. Pero cuando ya me marchaba, me llamó como si se le hubiera ocurrido algo.

—Le hicieron un homenaje en Melbourne —dijo—. ¿Sabe cuál?

Le indiqué que no tenía ni idea.

Sonrió ligeramente.

—Le pusieron su nombre a una piscina municipal.

—¿De verdad?

Su sonrisa se amplió, pero el asentimiento era sincero.

—Es un país increíble —dije.

—Sí —asintió encantado—. Tiene razón.