Pensemos en el ornitorrinco. En un país lleno de animales inverosímiles, es el que se lleva la palma. Pertenece a un mundo anatómico inferior a medio camino entre los mamíferos y los reptiles. Cincuenta millones de años de aislamiento dio tiempo a los animales australianos para evolucionar en direcciones insólitas, y en ocasiones para no evolucionar. El ornitorrinco hizo las dos cosas.

En 1799, cuando se enteraron en Inglaterra de que en Australia existía un animal sin dientes, venenoso, cubierto de pelo, ovíparo y semiacuático con pico de pato, cola de castor, patas palmeadas y con garras, y un extraño orificio denominado cloaca que servía tanto para la reproducción como para excretar (una característica que, como observó delicadamente un taxonomista, era «extremadamente curiosa pero no muy bien adaptada a las funciones primordiales»), no es de extrañar que se lo tomaran como una broma. Incluso después de un examen cuidadoso de un espécimen que se les mandó, el anatomista del Museo Británico George Shaw manifestó que «le costaba no albergar algunas dudas sobre la autenticidad del animal, y suponer que podría haberse practicado alguna falsificación en su estructura». Según la historiadora de ciencias naturales Harriet Ritvo, en el espécimen original todavía se ven las cicatrices de las tijeras allí donde Shaw abrió y manipuló para averiguar si estaba siendo víctima de un engaño.

A lo largo del siglo siguiente, los científicos discutieron —y lo hicieron acaloradamente, porque era una época obsesionada por la exactitud— qué clasificación correspondía al animal hasta que decidieron incluirlos —a él y a su pariente el equidna (un animal parecido al erizo)— en una familia exclusivamente para ellos: los monotremas. El nombre significa «un solo orificio», en referencia a la singular cloaca. Pero quedó sin resolver la cuestión de si los monotremas se consideraban mamíferos o reptiles. Era evidente por su peculiar anatomía que los monotremas ponían huevos, un rasgo de los reptiles, pero era igual de evidente que amamantaban a sus crías, una característica de los mamíferos. Una vejación adicional fue que durante casi un siglo nadie pudo encontrar un huevo de monotrema. Por consiguiente, podemos imaginar el murmullo y el alboroto que barrió el auditorio cuando, en 1884, en una reunión de la Asociación Británica, se leyó a los delegados un cable que acababa de llegar de W. H. Caldwell, un joven naturalista británico en Australia.

El mensaje de Caldwell decía: «Monotremas ovíparos, óvulo meroblástico».

Pues bien, los murmullos eran interminables y se armó un gran alboroto. Caldwell afirmaba con tan esquemática elegancia que había encontrado huevos de ornitorrinco y que eran sin lugar a dudas propios de los reptiles. Al fin y al cabo, el descubrimiento de Caldwell no representó una gran diferencia. Los monotremas acabaron en el campo de los mamíferos, pero durante un tiempo fue una lucha reñida.

Explico esto para dotar de contexto a la gran emoción que sentí al día siguiente cuando, recién llegado a Perth, topé con un monotrema: un equidna que cruzaba un camino en un rincón solitario de Kings Park. He de decir que estaba muy animado. Perth es una ciudad preciosa y una de mis favoritas de Australia. A lo mejor le tengo un cariño exagerado porque la primera vez que fui, en 1993, venía de Johannesburgo, donde un grupo de jóvenes con navajas me había robado de forma terrorífica, en pleno día, en el centro de la ciudad. Fue un alivio tremendo llegar a una ciudad donde podía deambular sin miedo de que me acosaran en un callejón, me despojaran de mis posesiones y me pincharan con instrumentos afilados.

Pero aunque no acabes de sufrir este tipo de incidente, Perth es un lugar alegre y acogedor. De entrada ya es una delicia llegar allí, porque Perth es la metrópoli más aislada y remota de la Tierra; aunque más próxima a Singapur que a Sydney, no está demasiado cerca de ninguna de las dos. Tras de ti hay 2.700 km de inmóvil y rojiza desolación hasta Adelaida; ante ti no hay nada más que 5.000 millas de un mar azul y uniforme hasta África. La razón de que 1,3 millones de miembros de una sociedad libre elijan vivir en un lugar tan solitario y fronterizo es algo que vale la pena considerar, pero el clima ya lo explica en parte. Perth tiene un clima estupendo, agradable, de esos que hace silbar a los carteros y que carga de energía a los repartidores. Arquitectónicamente, no es nada del otro mundo —es una ciudad grande, limpia y moderna: la Minneapolis de las antípodas— pero su luz nítida y radiante la embellece. No veréis cielos más azules en una ciudad ni una luz solar más pura rebotando en los rascacielos como en Perth.

Pero lo que caracteriza a Perth es contar con uno de los parques más grandes y hermosos del mundo, Kings Park. Ocupa unas cuatrocientas cinco hectáreas en un risco sobre la amplia cuenca del río Swan, y es todo lo que debería ser un parque urbano: lugar de recreo, santuario, paseo, jardín botánico, mirador, monumento. Es tan grande que nunca estás seguro de haberlo visto todo. En gran parte está dispuesto de forma convencional —prados ondulantes, senderos, parterres—, pero un rincón sustancial, que representa una cuarta parte del total, se ha conservado como bush natural. Fui paseando por un sendero soleado de la zona menos visitada cuando vi un pequeño hemisferio peludo, algo así como el cepillo de una pulidora, que salía de la maleza por un lado del camino y avanzaba con parsimonia hacia la maleza idéntica del otro lado.

Al verme, se detuvo. Tenía unas púas negras y brillantes que apuntaban hacia atrás y se había enrollado en una bola para ocultar su puntiagudo hocico, pero estaba claro que era un equidna. Es un poco patético, lo confieso, que éste fuera mi momento más emocionante de contacto con un animal salvaje de Australia. En un país repleto de formas de vida exóticas y asombrosas, mi punto culminante fue encontrar a una inofensiva almohadilla animada en un parque urbano. No me importó. Era un monotrema: una anomalía fisiológica, una maravilla del mundo reproductivo y una rareza de una rama aislada de los mamíferos. Cuando el equidna percibió que me había apartado a una distancia respetuosa, se desenrolló y siguió con su paso de pato hacia la maleza.

Encantado de la vida, seguí por el sendero de regreso al parque propiamente dicho, donde fui a parar a una larga y hermosa avenida de altos y blancos eucaliptos plantados hacía tiempo en conmemoración de los caídos en la Primera Guerra Mundial. Cada árbol tenía una plaquita que daba algunos detalles de una vida truncada; era conmovedor leer una tras otra en aquel largo paseo. «En honor del capitán Thomas H. Bone, batallón 44», decía una. «Muerto en la batalla de Passchendaele, 4 de octubre de 1917, 25 años. En nombre de su esposa e hija». Es un dato poco conocido fuera de Australia —y al menos se merece que lo mencione— que ningún otro país perdió a tantos hombres en proporción a su población en la Primera Guerra Mundial. De una población de menos de cinco millones, Australia sufrió 210.000 pasmosas bajas: 60.000 muertos, 150.000 heridos. La tasa de bajas en combate fue del 65 %. Como dijo John Pilger: «Ningún otro ejército quedó tan diezmado como éste que vino de tan lejos. Y todos eran voluntarios». Pocos días antes, había leído en uno de los semanarios una crítica de una nueva crónica de la Primera Guerra Mundial del historiador británico John Keegan. Discretamente, el crítico comentaba, con un suspiro evidente, que las 500 páginas de densas observaciones de Keegan no incluían ni una sola mención de los soldados australianos.

Pobre Australia, pensé. Otros países tienen soldados desconocidos. Australia tiene ejércitos desconocidos[*].

Al término de aquella umbrosa avenida estaba el reino más animado y soleado de los jardines botánicos, y allí me dirigí con insólita devoción, porque las plantas australianas son excepcionales y no hay sitio donde se encuentren más bellamente expuestas. Australia es en efecto un país asombrosamente fecundo. Contiene alrededor de veinticinco mil especies de plantas (Gran Bretaña, para establecer una comparación, tiene 1.600 especies) pero esta cifra es una suposición. Al menos una tercera parte de lo que hay no ha sido identificado, y cada día aparece algo nuevo en los lugares más inesperados. Por ejemplo, en 1989, en Sydney, los científicos descubrieron una especie nueva llamada Allocasuarina portuensis. La gente había vivido con aquellos árboles doscientos años, pero como no eran muy numerosos —sólo se encontraron diez— no se habían fijado en ellos. De una forma parecida, en 1994, en las Blue Mountains, un botánico que había salido a dar una vuelta encontró otra de esas reliquias inesperadas de una especie que se creía extinguida hacía tiempo. Se llaman pinos de Wollemi y no eran matas modestas ocultas entre la hierba sino unos sólidos e imponentes árboles de 40 m de alto y tres metros de circunferencia. Lo que pasa es que con tanto terreno y tan pocos botánicos, los dos factores tardaron en coincidir. No se sabe, por supuesto, qué más se puede descubrir. Por eso Australia es un lugar tan emocionante para los naturalistas. En Gran Bretaña, Alemania o Estados Unidos, se encuentra con suerte una nueva forma de liquen montañoso o una ramita de un musgo que antes se había pasado por alto, pero si uno sale de excursión por Australia encuentra docenas de flores silvestres sin identificar, un bosquecillo de angiospermas jurásicas y probablemente un pedazo de oro de diez kilos. Ya sé dónde iría a trabajar si me tirara la ciencia.

La pregunta que se plantea es por qué Australia, tan a menudo hostil a la vida, ha producido tanto y en tanta abundancia. Paradójicamente, la mitad de la respuesta radica en la pobreza del suelo. En el mundo templado, las plantas que conocemos prosperan en cualquier lugar —un roble crece tan productivamente en Oregón como en Pennsylvania— y tienden a predominar unas cuantas especies genéricas. En los suelos pobres, en cambio, suelen especializarse. Una especie aprenderá a tolerar suelos que contengan, pongamos, grandes concentraciones de níquel, un elemento que otras encuentran desagradable. Otra se hará tolerante al cobre. Otra, a su vez, aprende a tolerar el níquel y el cobre, y quizá también las sequías prolongadas. Y así sucesivamente. Después de unos cuantos millones de años, acabas teniendo un paisaje lleno de una gran variedad de plantas, donde cada una de ellas prefiere condiciones específicas y domina un retazo de terreno que pocas otras más pueden soportar. Las plantas especializadas conducen a los insectos especializados, y así avanza la cadena alimentaria. El resultado es un país que parece hostil a la vida pero que está maravillosamente diversificado.

El segundo factor, más evidente en la variedad australiana, es el aislamiento. Evidentemente, cincuenta millones de años como isla protegieron las formas de vida autóctonas de mucha competencia y permitieron que algunas de ellas —los eucaliptos en el mundo de las plantas, los marsupiales en el mundo animal— prosperaran de forma insólita. Así que no es menos importante para la diversidad de especies el aislamiento que ha existido en Australia. En general, Australia comprende bolsas de vida diseminadas y separadas por grandes zonas áridas. Y esto es palpable como en ningún otro lugar en el sudoeste de Australia. Según David Attenborough (en La vida privada de las plantas), ese rincón de Australia «contiene no menos de 12.000 especies diferentes de plantas y el 87 % de ellas no se encuentra en ningún otro lugar del mundo».

En consecuencia, es lamentable informar que muchas de estas singulares plantas están amenazadas por una enfermedad terrible llamada «dieback». Esta enfermedad procede de una familia de hongos denominada Phytophthora, relacionada con el hongo que causó la plaga de la patata en Irlanda. Hace un siglo que está en Australia y ha afectado a plantas de todo el país, aunque la ciencia no identificó la enfermedad hasta 1966. Es especialmente preocupante en el sudoeste de Australia, en parte porque allí se transmite como en ningún otro lugar, y además por la densidad de plantas raras y vulnerables que hay en el suroeste. Descubrí gracias a un letrero informativo que incluso las banksias están en peligro. La banksia (que tomó su nombre de su descubridor, Joseph Banks) es quizá la flor más amada de Australia. Es una rareza —las flores recuerdan los cepillos de dientes— pero a los australianos les encantan por su rareza, porque están por todas partes y sólo las tienen ellos. En consecuencia, fue una pena leer que hay siete especies de banksia entre las plantas en peligro de extinción y que podrían desaparecer en estado salvaje en los próximos años. Doce especies más están amenazadas. Quizá sea mi pesimismo natural, pero el interés de los viajes de hoy en día es ver cosas y más cosas. Lo que más me angustia, supongo, es que con tantas plantas todavía por estudiar, muchas podrían desaparecer antes de ser descubiertas.

Todo esto lo pensaba porque me había propuesto llevar a cabo una pequeña incursión botánica por mi cuenta. Pero antes tenía un día libre en Perth. No había pensado nada concreto, pero pocos minutos después de estar sentado en una terraza a la sombra de la cafetería del parque, decorándome la cara con espuma de chocolate de capuccino, leí en el West Australian un artículo que me dio una idea.

El artículo hablaba de Lang Hancock, un personaje sobre el que había estado leyendo últimamente. Hancock era un ranchero en el remoto norte de Australia Occidental que tuvo la excepcional buena suerte de participar en uno de los mayores booms mineros de la historia moderna. Si alguien duda de que Australia sea un país afortunado, sólo tiene que repasar la historia de los descubrimientos mineros del país en los años cincuenta y posteriores. Hasta esa época, la creencia convencional estribaba en que Australia era deficitaria en recursos naturales. El mineral de hierro, por ejemplo, se consideraba tan escaso que durante dos décadas estuvo prohibido exportarlo. Pero en 1952 Lang Hancock realizó un importante descubrimiento. Pilotando un aeroplano ligero sobre la desolación de la Hamersley Range, cercana a la costa norte, perdió el control en una tormenta repentina y tuvo que realizar un aterrizaje forzoso en una zona de rocas planas conocida por los geólogos como el Western Shield. Bajó del aeroplano y se dio cuenta de que había ido a parar sobre un suelo de hierro sólido. Investigó un poco más y descubrió que era propietario de 100 km2 de mineral de hierro. Así como en 1950 las reservas de hierro de Australia se creían prácticamente nulas, se calcularon en 20 billones de toneladas en 1960. A finales de los años sesenta, Hancock controlaba unas reservas de hierro mayores que las de Estados Unidos y Canadá juntos. Y eso es mucho hierro.

Pero era sólo el comienzo. En una racha abrumadora se encontraron depósitos de mineral por todas partes: bauxita, níquel, manganeso, uranio, cobre, plomo, diamantes, aluminio, cinc, circón, rutilo, ilmenita y muchos más que la mayoría no hemos oído nombrar. De la noche a la mañana, la gente con intereses mineros amasó fortunas vergonzosas de calcular e imposibles de gastar. El mercado bursátil enloqueció en cuanto aparecieron inversores dispuestos a participar. En Sydney, un corredor perdió una oreja —¡una oreja!— en el frenesí que acompañaba a las constantes noticias de nuevos descubrimientos. Fue un período embriagador y transformó las fortunas de Australia. De ser una lánguida y tranquila productora de lana, pasó a ser un coloso de las minas, el mayor exportador de minerales del mundo. Los mayores hallazgos se produjeron en Australia Occidental, y gran parte de la riqueza se quedó en Perth, la capital del estado, cosa que explica tantos rascacielos.

Lang Hancock, el hombre que lo empezó todo, fue llamado a la gran montaña de hierro celestial en 1992, pero en su vejez hizo aquello que enfurece tanto a los hijos de los ricos de todo el mundo: se casó con Rose, su ama de llaves filipina. Según el periódico, la hija de Hancock había presentado una demanda alegando que la viuda y el difunto señor Hancock «habían gastado a manos llenas y de forma impropia un dinero que no era suyo». El artículo ofrecía un recuadro con los principales bienes de la señora Hancock. Entre éstos había una casa en Perth de 35 millones de dólares en un barrio llamado Mosman Park, con la dirección completa. Decían que era la residencia más majestuosa de la ciudad; sólo las lámparas de araña habían costado 3 millones de dólares. Mirando el plano de la ciudad, vi que Mosman Park estaba en el extremo más alejado de un grupo de barrios conocidos por su lujo que se extendía hasta Fremantle, y como hacía un día estupendo y estaba de buen humor, decidí ir caminando.

Del centro de Perth a Mosman Park hay un buen trecho. Caminé horas y horas por entre la frondosa extensión del campus de la Universidad de Australia Occidental, bordeando la soleada playa del estuario del río Swan, seguí las ondulantes bahías y los estuarios repletos de yates, y llegué por fin a zonas residenciales de una riqueza ostentosa —Nedlands, Dalkeith, Peppermint Grove— donde las mansiones palaciegas se asaban bajo un sol penetrante. Aquellos barrios ocupaban kilómetros para desgracia de mis pobres pies, calle tras calle de hogares trofeo, con grandes verjas y anchos paseos, patios adornados con estatuas griegas sobre bases ornamentales y garajes con flotas de coches. Era una aplastante demostración de la teoría de que el dinero y el buen gusto no siempre, o casi nunca, van a la par. Los propietarios de aquellas casas eran hombres que les había tocado la lotería, comerciantes de aquellos que aparecen en sus propios anuncios de televisión y gente que no se avergonzaría de decir que vive en «Peppermint Grove[*]». No pretendo insinuar que los nuevos ricos australianos sean menos refinados que los de otros países, pero la falta de una arquitectura vernácula y propia de Australia representa que la gente puede elegir su estilo en una gama más amplia: bancos automatizados, casinos, residencias de lujo para ancianos y hoteles en pistas de esquí. Verlo todo junto a lo largo de varios kilómetros como ocurre en los barrios occidentales de Perth es una experiencia embriagadora.

Llevaba unas tres horas caminando cuando llegué a un lugar llamado Chidley Point y me di cuenta de que había encontrado Mosman Park. Busqué en mi bolsa el periódico para comprobar la dirección y descubrí que lo había olvidado sobre la mesa del café de Kings Park. No importaba. Ya había caminado 12 o 13 km y había visto suficientes extravagancias inmobiliarias para toda la vida. Me parecía recordar que la casa de los Hancock estaba en Wellington Street, o sea que busqué mi camino hasta aquella adormilada calle y la recorrí. Por el camino vi unas ocho casas que contaban millones de dólares en ladrillos, mortero, adornos de jardín y relucientes lámparas de arañas, pero ninguna que pudiera jactarse de ser inequívocamente la mayor fortuna de la metrópolis. Mientras estaba dudando, una jovencita con pantalones cortos y una camiseta a juego —una paseadora de perros profesional, supuse— se me acercó tras de un perro retozón tan grande como un pony. Más que pasear al perro, la chica esquiaba tras él sobre las suelas de sus zapatos. Bajé de la acera para no ser devorado, pero le pregunté al pasar si sabía cuál era la casa de los Hancock y ella me señaló una tres puertas más arriba. Fui a echar un vistazo. Considerando lo que me había costado llegar allí, confieso que me esperaba más —me rondaba por la cabeza una especie de mausoleo fantástico dedicado al sueño de San Simeón—; la casa estaba en una parcela más bien pequeña y no era cursi ni estaba ornamentada con exageración. La miré unos minutos, abrumado por la idea un poco tardía de que aunque había invertido un montón de energía en llegar allí, me importaba un bledo dónde vivía Rose Hancock. Una vez digerido este pensamiento, di la vuelta con expresión reflexiva y seguí mi larga marcha hacia el mar.

Fremantle es un lugar interesante y agradable. En los días de la fiebre del oro fue un puerto muy cosmopolita, pero después se hundió en un largo período de decrepitud. En los años setenta, vivió una recuperación de población burguesa cuando la gente advirtió el potencial comercial de su gran surtido de casas victorianas en decadencia. O sea que hoy es un lugar de moda donde tomar un café con leche y un helado, y tiene tiendecitas que venden artesanía. A todo el mundo le encanta Fero, como lo llaman ellos. Y normalmente a mí también, aunque aquel día mi entusiasmo estaba languideciendo a toda velocidad. La tarde era espantosamente calurosa, sin visos de la refrescante brisa del océano que ellos llaman Fremantle Doctor (porque te hace sentir mejor, claro). Había caminado tanto que tenía los pies humeantes cuando me di cuenta de que me faltaban por cubrir unos seis kilómetros a lo largo de la ajetreada, falta de encanto y despiadadamente soleada Stirling Highway.

Cuando llegué al centro de Fremantle, a última hora de la tarde, estaba agotado. Entré en un pub y me bebí una cerveza con propósitos medicinales.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó la camarera.

—Sí —contesté—. ¿Por qué?

—¿Ha visto cómo tiene la cara?

Lo entendí enseguida.

—¿Me he quemado? —pregunté desolado.

Ella asintió franca y compasivamente, pero en el fondo risueña.

Me miré en el espejo de la barra. Me devolvió la mirada, burlonamente vestido con ropa parecida a la mía, un personaje de los dibujos animados llamado Señor Cabeza de Tomate. Solté un pequeño suspiro. Los próximos cuatro días sería objeto de preocupación de todos los ancianos de Australia Occidental y de diversión del resto. Después sufriría tres días más, conforme la piel se me escamaba y pelaba, y adquiriría el aspecto de fugado de una leprosería, y los demás adoptarían una actitud de horror y repulsión universal. Las camareras dejarían caer las bandejas; los mirones tropezarían con las farolas; los conductores de ambulancia disminuirían la velocidad al pasar y me mirarían preocupados. Sería, como siempre, un sufrimiento silencioso. Dentro de tres o cuatro horas me estaría muriendo de dolor. Entonces ya estaba hecho una ruina. Los pies y las piernas me dolían tanto que no estaba seguro de poder utilizarlos nunca más. Estaba tan sucio como un golfillo de la calle y olía como para que me enterraran. Y todo aquello por ver una casa que no tenía ningún interés y caminar después hasta la ciudad demasiado cansado para explorar.

Pero me daba igual. ¿Sabéis por qué? Había visto un monotrema. La vida no podía aportarme nada que disminuyera la emoción de aquel momento. Sostenido por ese pensamiento, apuré mi cerveza, bajé cautelosamente del taburete del bar y cojeé entre la multitud de mirones buscando un taxi que me llevara a la ciudad.

Por la mañana cogí otro coche de alquiler y salí en la penúltima de mis búsquedas australianas. Me dirigía a los bosques de eucaliptos jarrah y karri de la península sudoeste. Si os parece un plan un poco soso, confiad en mí, porque son árboles excepcionales. Son al mundo arbóreo australiano lo que el gusano gigante de Gippsland es a los invertebrados: son grandes, desconocidos y brindan su misteriosa presencia sólo en una pequeña zona, el extremo sudoeste de Australia Occidental, por debajo de Perth. Los karris son las sequoias australianas. Alcanzan alturas de 75 m, pero es su pasmosa circunferencia —más de quince metros hasta sus elevadas cimas— lo que les otorga majestad. Pensad en el sicomoro más imponente y grácil que hayáis visto, triplicadlo en dimensiones y tendréis un karri.

La especie dominante de la región, sin embargo, es el hermoso y noble jarrah, ligeramente menos imponente que el karri, pero aun así enorme y llamativo. Es un milagro que los jarrahs sigan allí, porque es el árbol vivo menos afortunado. La especialización que le permitió florecer fue también su trágica perdición, porque prospera en suelos ricos en bauxita, y la bauxita es un mineral muy valioso. En los años cincuenta las compañías mineras descubrieron la relación y simultáneamente llegaron a la gratificante conclusión de que podían talar y vender el jarrah a buen precio y después extraer la estupenda bauxita que había debajo, lo que suponía dos fuentes de ingresos en la misma superficie. La vida no puede ser mejor; siempre, claro está, que tu conciencia soporte la idea de cargarte un tipo de bosque que no existe en ningún otro lugar dejando en sustitución repugnantes hendiduras. Los ingenieros de minas —son gente ingeniosa— resolvieron el problema prescindiendo de la conciencia. ¡Genial!

Les ayudaron en ello sus colegas de la industria forestal. A los ingenieros de montes australianos, todo hay que decirlo, les gusta talar árboles. No se les puede culpar del todo —al fin y al cabo es con lo que se ganan la vida— y sin duda son menos descuidados ahora que en períodos anteriores, pero se les permitió cargarse tanto bosque durante tanto tiempo que todavía necesitan una atenta vigilancia. Se trata de elementos, para que os hagáis una idea, capaces de describir la tala como «el método de regeneración con luz solar» sin ruborizarse. Es decir, Australia es el menos boscoso de los continentes (exceptuando la Antártida, evidentemente) y sin embargo es también el mayor exportador mundial de astillas de madera. No soy ninguna autoridad, y que yo sepa todo esto se gestiona con el mayor cuidado (al menos esta es la impresión que pretende dar el Departamento Australiano de Conservación y Explotación de la Tierra), pero a mí me parece que existe una cierta discrepancia matemática entre tener muy pocos árboles por una parte y ser la industria de exportación de astillas de madera más dinámica del mundo, por la otra. Una cosa está clara: existen menos bosques de jarrah de los que había, y muchos menos de los irreemplazables karris. En opinión de William J. Lines, entre 1976 y 1993 Australia perdió una cuarta parte de los bosques de karris para hacer astillas de madera. ¡Para hacer astillas de madera! Repito, es gente que necesita vigilancia.

Pero aunque no tuviera bosques tan singulares, el extremo suroeste de Australia sería una zona interesante. Se extiende a lo largo de 280 km desde Cape Naturalista, en el Océano Índico, a Cape Knob, en el océano meridional, y es otra de esas invasiones inesperadas de exuberancia que se producen en Australia de vez en cuando. Es parecido al Valle de Barossa de Australia Meridional, pero tan discreto y sin pretensiones que ni siquiera tiene nombre. En Australia encuentras rótulos orientativos por todas partes —Sunshine Coast, Northern Tropics, Mornington Peninsula, Atherton Tablelands— pero el apelativo más concreto que vi en la región fue «el extremo meridional de Australia Occidental». Deberían afinar un poco más. Sin embargo, en lo que a la tierra y los mares se refiere, no es necesaria ninguna mejora.

Ya fuera porque mi aventura australiana estaba llegando a su fin y me sentía conmovido, porque había pasado gran parte de las dos semanas anteriores inmerso en paisajes interminables y áridos, o porque no conocía casi nada de la zona (nadie que no sea de Australia Occidental la conoce) y por consiguiente no tenía expectativas que pudieran frustrarse, el caso es que me cautivó enseguida. Era como si hubieran juntado las partes más agradables y menos ostentosas de Europa y Norteamérica: las tierras bajas escocesas, el valle de Meuse de Bélgica, el altiplano de Michigan, los pastizales de Wisconsin, Shropshire o Herefordshire en Inglaterra; lugares hermosos pero no tanto como para recorrer grandes distancias para verlos. No era el paisaje más imprescindible del mundo, pero era seductor, acogedor y completo. Lo bauticé —y desde aquí lo ofrezco gratis mientras no encuentren algo mejor— como Península Agradable. («¡Donde todo es… bastante bonito!»)

Pasé un buen día —un día muy agradable— conduciendo entre bosques y suaves colinas, me crucé con ordenados huertos y viñas de color verde botella, por carreteras comarcales serpenteantes que seguían indefinidamente hacia el mar azul y soleado. Era un pequeño reino bendito. Me paré a menudo en los pueblos —Donnybrook, Bridgetown, Busselton, Margaret River— a tomar un café, fisgar en las librerías de segunda mano y caminar por un paseo de madera o una playa de dunas.

Pasé la noche en Manjimup, en el límite del bosque del sur, y por la mañana me levanté temprano y descansado y seguí sin demora en dirección a los Parques Nacionales de Shannon y Mount Frankland. A los pocos minutos llegué a un bosque fresco y verde de una erecta y majestuosa grandiosidad. Aquello parecía muy prometedor. Pero me dirigía a un lugar llamado el Valle de los Gigantes, una atracción turística de reciente creación que me habían dicho que no me perdiera. Se lo llama Tree Top Walk, y como su nombre indica es un paso elevado, una pasarela entre la arboleda de tingles, otra de las raras especies de eucaliptos gigantes que sólo se encuentran en la región. Había dado por supuesto que se trataba de una atracción, pero me enteré de que los tingles, con toda su grandiosidad, son delicados y dependen de los pocos nutrientes que encuentran en su base, y que el constante pisoteo de los visitantes interfería en la descomposición de la materia orgánica y ponía en peligro su bienestar. El Tree Top Walk pues, no sólo es una insólita diversión y una nueva perspectiva para los visitantes, sino que los mantiene a una distancia segura y conveniente.

Para llegar al Tree Top Walk hay que recorrer un par o tres de kilómetros por un bosque costero cercano al pueblo de Walpole. Llegué cuando estaban abriendo, pero el aparcamiento ya estaba casi lleno. Había mucha gente a la entrada y curioseando en la pequeña tienda. El complejo lo gestiona el Departamento de Conservación y Explotación de la Tierra y, como en el Parque del Desierto de Alice Springs, era un impresionante ejemplo de un departamento gubernativo capaz de hacer algo innovador y de hacerlo bien. Esa gente nos sería muy útil en el Mundo Conocido.

El Tree Top Walk merece ser mundialmente famoso. Consiste en una serie de rampas voladizas de metal, como pasarelas industriales, situadas a respetable altura de algunos de los árboles más bellos e imponentes del mundo. El Tree Top Walk es una construcción impresionante. Recorre unos seiscientos metros y en sus puntos más altos está a unos treinta y seis metros del suelo —una altura considerable, creedme, cuando miras desde el borde de una barandilla que te llega a la cintura—. Como la superficie del suelo es una parrilla que te permite ver hacia abajo —y además te impulsa a hacerlo— pasar por ella te da una sensación de chulería y atrevimiento. Me encantó. Hay árboles más grandes que el tingle (incluso los fresnos de Australia oriental son algo más altos) y sin duda hay árboles más bellos, pero no creo que haya ejemplares que sean ambas cosas a la vez. Las sequoias alcanzan alturas más vertiginosas, pero su tronco no tiene gracia: es como un palo de escoba con cuatro clavos. Los tingles tienen una copa más ancha y se expanden exuberantes. Ésa es la diferencia. No se puede encontrar un árbol mejor.

Lo recorrí dos veces, admirado. Hasta que no me encontraba a medio camino de la segunda vuelta no me di cuenta de que aquello estaba lleno de gente y de que yo, como los demás, compartía la experiencia con los que me rodeaban, señalando detalles a desconocidos y atendiendo a quienes me los señalaban a mí. Rara vez entablo conversación con niños que no conozco pero allí hablé con dos chicos —dos hermanos de Melbourne muy listos, de diez y doce años, que estaban de vacaciones con sus padres— intentando recordar si había koalas en Australia Occidental y elucubrando si podríamos ver alguno en las copas de los árboles. Después su padre se unió a nosotros y lo discutimos con él. Entonces llegó la madre y me miró. «Oiga, está muy quemado» me dijo, preocupada, y me ofreció su crema protectora. Rechacé el ofrecimiento pero se lo agradecí de corazón.

Fue reconfortante ver aquello como una experiencia solidaria, compartiendo observaciones y productos farmacéuticos. Me recordaba mi paseo por los parques de Adelaida el Día de Australia, cuando centenares de personas parecían estar —o efectivamente estaban— divirtiéndose juntas. Aquello tenía el mismo ambiente de empresa común. En el sentido antropológico más elemental, era un acontecimiento social.

Pero entonces no fui consciente de lo importante que es este componente en la vida australiana, hasta que descendí a tierra para dar un paseo por una zona llamada el Antiguo Imperio. Consistía en un sendero de tablones que formaba un gracioso círculo en otra parte del bosque. A su modo era casi tan entretenido como el Tree Top Walk —estar al pie de un círculo de tingles, con la cabeza inclinada hacia atrás para abarcar su remota altura, es una experiencia que marca tanto como pasear a pie por la frondosa pasarela— pero como los tablones no eran nuevos ni encumbrados, nadie pasaba por allí. Lo disfrutaba yo solo, y en lugar de alegrarme por haber encontrado un poco de soledad, como habría sido lo normal, me sentía inesperadamente solo. «¡Eh, vosotros!» tenía ganas de gritar. «¡Venid a ver esto! Es estupendo. ¡Bajad aquí conmigo! ¡Quien sea! ¡Por favor!».

Pero naturalmente no grité. Miré larga y respetuosamente. En un momento de ensoñación se me ocurrió que aquel bosque era una buena metáfora de Australia. Era al mundo arbóreo lo que Charles Kingsford Smith a la aviación o los aborígenes a la prehistoria: inexplicablemente olvidado. De todos modos, me parecía sorprendente que pudiera existir en esa zona tan limitada uno de los árboles más raros e imponentes, formando un bosque de una belleza consumada y singular, y que casi nadie hubiera oído hablar de él fuera de Australia. Pero ésa es la gracia de Australia, claro: que está llena de maravillas desconocidas.

Y con esta idea en la cabeza, me marché de allí; a su manera discreta, era una de las más sorprendentes maravillas del país.