Volvimos, pues, a Alice Springs, y para compensar nuestro fracaso en Uluru, decidimos alojarnos en algún buen hotel sin reparar en gastos. Imaginaos nuestra sorpresa y alivio cuando paramos ante el oasis esplendoroso del Red Centre Resort y descubrimos que sólo costaba 20 dólares la noche, menos de lo que habíamos pagado por algo mucho peor en el Best Western del centro la noche anterior. Estuvimos de acuerdo que sólo por eso ya había merecido la pena el trayecto de 900 km.
El Red Centre era un motel muy grande con un poco de terreno, pero acogedor y agradable, y tenía una piscina en el centro con terraza, bar y restaurante contiguos. No hay ni que decir que es ahí donde podían localizarnos treinta segundos después de nuestra llegada. Unos amables camareros nos dijeron que llegábamos tarde para cenar, pero que probablemente podrían servirnos un par de bocadillos de carne o algo por el estilo. Les respondimos que nos contentábamos con cualquier cosa, sobre todo si iba acompañado de una copa, y nos sentamos en una mesa al borde de la piscina, donde nos quedamos contemplando tranquilamente el temblor del agua y saboreando el delicioso, cálido y saludable aire del desierto bajo un cielo tachonado de estrellas.
En aquel momento la vida nos parecía muy agradable. Ya habíamos olvidado las horas de coche. Habíamos visto Uluru; poco rato quizá, pero lo suficiente para apreciar su fascinación. Y en el Red Centre teníamos la sensación de haber empezado con buen pie.
Allan me anunció su intención de pasar su último día en Australia en una tumbona junto a la piscina, leyendo una novela barata y mejorando su bronceado.
—Qué poco nivel —dije.
Aceptó esta crítica con imperturbable ecuanimidad.
—¿No piensas venir conmigo al parque del desierto? —pregunté.
—No. Ni a la estación de telégrafos, ni a la exposición de dunas, ni a la granja de higos…
—Es un jardín de dátiles.
Una pausa para digerir la corrección.
—Ni a ninguna parte. Pienso sentarme aquí junto a la piscina y pasar el día de una forma vana y superficial. ¿Y tú?
—Iré a ver monumentos, evidentemente.
—Pues ya nos veremos después y me lo cuentas, lo que no dudo que harás con todo detalle.
—Puedes estar seguro.
A la mañana siguiente salí de mi habitación con una camisa limpia de verano, agarrando mi libreta de notas con un bolígrafo en la espiral, y muy animado para ver lo que Alice podía ofrecerme. Primero fui a la estación de telégrafos, en un promontorio castigado por el sol, a unos dos kilómetros de la ciudad. En sus inicios, Alice Springs era una estación de repetición, una de las doce que había entre Darwin y Adelaida, imprescindibles para mandar las señales telegráficas por todo el país. Qué existencia más triste y tediosa debía de ser estar perdido en medio de una desolación sofocante, tecleando interminablemente mensajes indirectos entre personas que nunca verías ni conocerías, y que encima vivían en lugares con los que sólo podías soñar. Junto a la estación estaba el estanque lleno de cañas que había dado nombre a Alice Springs. La Alice de marras era la esposa del director de telégrafos de Adelaida, y originalmente sólo la estación de telégrafos se llamaba Alice Springs. La ciudad que fue creciendo lentamente en el valle se llamó Stuart, por el explorador. Inexplicablemente la gente se hacía un lío y en 1933 todo empezó a conocerse como Alice Springs. Así que la ciudad más famosa del outback lleva el nombre de una mujer que no tenía ninguna relación con ella y, que yo sepa, nunca estuvo allí.
Después de esto puse una cruz al lado de «Estación de telégrafos» en mi lista y me dirigí al Parque del Desierto de Alice Springs. Mis expectativa sinceramente, no eran muchas, pero resultó un hallazgo espléndido. Lo gestiona la Comisión de Parques, Fauna y Flora del Territorio del Norte. Lo que han hecho es recrear en una gran zona tres hábitats desérticos primarios: uno muy seco, otro algo húmedo y uno más con un ambiente normal, pero que a veces se inunda de forma repentina. Sólo eso ya constituía una lección útil —te das cuenta de que los desiertos, a su manera silenciosa y árida, son un entorno tan variado como cualquier otro— pero además me encantó encontrar las diferentes matas y otras plantas etiquetadas y explicadas. Fue un placer poder decir: «Ah, esto es una pata de canguro. Vaya, vaya. A ver si este spinifex duele tanto como decía Ernest Giles. ¡Ay, sí, sí que duele!».
Aquí y allá había grandes recintos abiertos al público que contenían pájaros y otros pequeños animales del desierto —bandicuts, falangeros y otros— con etiquetas que describían sus costumbres. Lo mejor de todo era una estancia en penumbra donde toda clase de animales nocturnos merodeaban, saltaban y llenaban el aire en una sucesión de dioramas sombríos. La zona de exposición estaba tan débilmente iluminada que me di de narices varias veces con paredes y paneles de vidrio hasta que mis ojos se adaptaron y logré distinguir una gran gama de pequeños marsupiales: ratas canguros, betongs, bandicuts conejo, numbets, gatos marsupiales y muchos más.
Como el paisaje australiano es tan enorme, árido y difícil de estudiar, y como la modesta población base produce pocos científicos en relación con la inmensidad de terreno, y como, por encima de todo, los animales que viven allí a menudo son furtivos, nocturnos y a veces misteriosos, nadie sabe con seguridad lo que hay y lo que no hay. Todas las listas de fauna australiana están llamativamente salpicadas de comentarios tan precisos como «posiblemente extinguido» o «en peligro de extinción» o «puede sobrevivir en alguna zona remota». Creo que las dificultades quedan bien ilustradas con el incierto destino del oolacunta, o rata canguro del desierto. Casi todo lo que se conoce sobre este interesante animal se debe a dos hombres. El primero era John Gould, un naturalista del siglo XIX que estudió y describió el animal en 1843. Según Gould, tenía la forma y costumbres de un canguro pero era del tamaño de una liebre. Lo distinguía que podía moverse a grandes velocidades en distancias dilatadísimas. Sin embargo, desde ese informe inicial, no se había vuelto a ver al oolacunta. Y aquí entra Hedley Herbert Finlayson.
Finlayson era químico de profesión, pero dedicó gran parte de su vida a la búsqueda de animales autóctonos. En 1931 dirigió una expedición que se adentró a caballo por el outback, al perpetuo horno que es el Desierto de Sturt. Al llegar, Finlayson se quedó pasmado al ver que, lejos de estar a punto de extinguirse o haber desaparecido del todo, el oolacunta era visible y se reproducía felizmente. La velocidad y la resistencia del animal eran tal como las había descrito Gould. En una ocasión en que Finlayson y sus colegas intentaron perseguir a caballo a una rata canguro del desierto, ésta corrió 19 km sin parar en un día de un calor abrasador, en una carrera que agotó a tres de los caballos. El diminuto oolacunta es el mayor corredor (o saltador, más bien) que ha producido el reino animal. De vuelta a casa, Finlayson informó de su interesante descubrimiento y zoólogos y naturalistas de todo el mundo corrigieron aplicadamente sus textos registrando el redescubrimiento de la rata canguro del desierto. En los tres años siguientes, Finlayson realizó más expediciones, pero en 1935, cuando volvió de nuevo, se quedó desconcertado, como podéis imaginar, al descubrir que la pequeña rata canguro del desierto había desaparecido sin más, igual que le sucedió a Gould en 1843. No se ha vuelto a ver desde entonces.
Las crónicas de la fauna australiana están llenas de historias tan sorprendentes como ésta: hay animales que viven allí en un momento dado y desaparecen al siguiente. La víctima más reciente del fenómeno fue una rana llamada Rheobatrachus silus, que se vio durante un tiempo tan breve que no llegó a tener nombre común. Lo extraordinario de la R. Silus (sin duda, algo raro había de tener) era que daba a luz por la boca, algo nunca visto en Australia ni fuera de allí. La descubrieron los biólogos en 1973 y en 1981 ya había desaparecido. Está registrada como «probablemente extinguida».
Mi historia favorita de desapariciones de animales, no obstante, se remonta a una época anterior. La protagoniza un naturalista del siglo XIX llamado Gerrad Kreft, que en 1857 capturó dos bandicuts de pies de puerco muy raros. Desgraciadamente para la ciencia y los bandicuts, al poco tiempo Kreft se quedó sin comida y se los zampó. Eran, que se sepa, los últimos de la especie. Al menos nadie los ha vuelto a ver. Por cierto, a Kreft lo nombraron más tarde director del Australian Museum de Sidney, pero se le invitó a buscarse otro empleo cuando se descubrió que redondeaba su sueldo vendiendo postales pornográficas. Seguro que se puede extraer alguna moraleja de esto.
Del Parque del Desierto fui al Strehlow Aboriginal Research Centre. Era una exposición discretamente aburrida sobre un nativo de la Harmannsbur Mission, una reserva aborigen de las afueras de Alice, que dedicó su vida a estudiar a los aborígenes. Reunió una gran colección de objetos espirituales, pero como son sagrados y no pueden verlos los no iniciados, no se pueden exponer. En lugar de eso puedes contemplar viejas fotografías de la vida en Harmannsburg, y más detalles de la vida y la obra de Theodore Strehlow de los que nadie podría desear.
Sin embargo, cuando volvía hacia el coche me fijé en un pequeño museo de la aviación en un viejo hangar cercano. Me extrañó que no hubiera nadie en la puerta pero, como estaba abierto, entré a echar un vistazo. El museo tenía un surtido bastante previsible de aparatos antiguos y paredes llenas de fotografías amarillentas, pero en una construcción contigua había algo que no tenía ni idea que todavía existiera y sin duda no esperaba ver. Las guías que había consultado no lo mencionaban; y los folletos del centro de información y turismo no daban indicación de su existencia. Sin embargo, por unos pocos e inquietantes días de 1929, fue el objeto más famoso y buscado de Australia, y lo tenían allí, en un pequeño museo de la aviación de Alice Springs. Me refiero a los restos de un aeroplano ligero conocido como el Cucaburra, que cayó en el desierto cuando buscaba a Charles Kingsford Smith, un piloto perdido.
Kingsford Smith fue el mejor aviador australiano no sólo de su época, sino posiblemente de todos los tiempos. Acumuló más récords que nadie y se enfrentó a los desafíos más arriesgados. Un año después de que Charles Lindbergh realizara su histórico vuelo en solitario a través del Atlántico, Kingsford Smith se convirtió en el primero que cruzó el Pacífico, una empresa mucho más ambiciosa no sólo porque la distancia era mayor, sino porque las condiciones de vuelo eran mucho, pero que mucho más duras y estaban menos estudiadas. Cuando él intentaba cruzar el Pacífico, sólo habían pasado diez meses desde que el primer aeroplano había conseguido volar a Hawai en una carrera patrocinada por un magnate de la piña hawaiana, y aquel acontecimiento se cobró las vidas de diez aviadores. Así que, cuando en 1928, Kingsford Smith despegó de San Francisco con tres tripulantes con la intención de llegar a Brisbane vía Honolulu y Suva, en las Fiji, el objetivo se consideraba imposible y necio, y por poco resultó ser verdad. A unos novecientos kilómetros de Hawai, Kingsford Smith topó con una franja de turbulencias meteorológicas conocidas como la zona de convergencia intertropical: una extensión de nubes en plena ebullición, impresionantes tormentas y un viento que es capaz de arrancarte el bigote. El aeroplano empezó a dar tumbos como una muñeca de goma y Kingsford Smith no tenía ni idea de lo que le esperaba ni al cabo de cuánto tiempo lo sabría porque ningún otro piloto había volado en aquellas condiciones antes que él.
Recordemos que el vuelo se hizo en un Fokker de los años veinte, frágil, con la estructura de madera de picea y revestido de tela, con un diseño tan elemental que los asientos no estaban ni siquiera clavados. Kingsford Smith estuvo batallando durante cuatro horas para mantener el rumbo del aeroplano sin que se hiciera añicos. Cuando finalmente salieron a un claro, se habían quedado peligrosamente bajos de combustible y no tenían ni idea de cómo encontrar las Fiji —una manchita en un océano infinito— antes de quedarse secos y caer al mar. A éste y centenares de obstáculos se enfrentó Kingsford Smith con valor, habilidad y decisión. Cruzar el Pacífico fue posiblemente la gesta organizada más atrevida de la aviación de todos los tiempos.
Kingsford Smith siempre volaba con un copiloto, y generalmente con un navegador y un operador de radio, y puede que no sea justo comparar sus hazañas con las heroicidades solitarias de Charles Lindbergh. Pero Lindbergh nunca atravesó volando algo tan feroz como una tormenta del Pacífico. Es más, después de 1927 Lindbergh no realizó ningún otro vuelo notable, mientras que Kingsford Smith siguió volando sin parar y estableciendo récords. Fue el primero que cruzó el Atlántico de este a oeste (también era mucho más duro, porque iba contra la corriente de propulsión), el primero que fue y volvió de Australia a Nueva Zelanda, y el primero que cruzó el Pacífico en la dirección contraria. También ostentaba varios récords por los vuelos más rápidos entre Australia e Inglaterra, y por varios tramos en la misma ruta.
Y esto nos devuelve al Kookaburra. En marzo de 1929, con tres tripulantes, Kingsford Smith despegó en un vuelo de Sydney a Inglaterra. En el noroeste de Australia, por la costa de Kimberley, encontraron mal tiempo, se perdieron (lo que no es de extrañar: como guía llevaban un par de mapas de la Marina y un mapa de Australia arrancado de un Times Atlas de uso normal) y realizaron un aterrizaje forzoso en unas marismas costeras, casi sin combustible y con escasas provisiones. Todo lo que tenían, como quien dice, era un termo de café y un poco de brandy que se podían combinar en el llamado café real. Supongo que, por este motivo, lo que sucedió después se bautizó como la Aventura del Café Real.
Por suerte para Kingsford Smith, él y sus hombres estaban en una zona con mucha agua dulce y algunos recursos comestibles, aunque no muy apetecibles (básicamente caracoles de agua). No obstante, como la radio del avión se había roto, no podían comunicar dónde estaban. Cuando se enteraron en Sydney de su desaparición, dos de los socios de Kingsford Smith, Keith Anderson y Bob Hitchcock, decidieron salir al rescate. Despegaron del Mascot Airport de Sydney en el pequeño Cucaburra, volaron a Alice Spring por etapas, y finalmente despegaron de allí para realizar lo que se suponía el tramo final a primera hora de la mañana del 12 de abril de 1929. Poco después, mientras cruzaban la seca aridez del desierto de Tanami —la zona que Allan y yo habíamos bordeado en nuestro recorrido entre Daly Waters y Alice Springs—, el motor empezó a fallar y a encenderse y se vieron obligados a hacer un aterrizaje de emergencia en el desierto. Con las prisas por partir no habían cogido provisiones y sólo tres litros de agua. A diferencia de Kingsford Smith, aterrizaron en un lugar que no ofrecía ningún recurso.
A los tres días estaban muertos. El outback es así de fatídico. No quiero parecer obsesivo, pero también se bebieron su propia orina. Casi todos los que se pierden en el outback lo hacen. (Aunque es contraproducente porque las sales de la orina aumentan la sed).
Casi en el mismo momento en que Anderson y Hitchcock expiraban tan lamentablemente, Kingsford Smith y sus compañeros eran rescatados por otro avión. Volvieron a la civilización con un aspecto tan estupendo y descansado que algunos empezaron a sospechar (diversos periódicos especularon con ello) que no había sido más que un truco publicitario. El asunto se complicó. A Kingsford Smith lo sometieron a la humillación de un examen físico público (finalmente fue absuelto). Mientras tanto, el país esperó conteniendo el aliento que encontraran con vida a Anderson y Hitchcock. Pero por desgracia no fue así. A finales de abril, un avión de búsqueda localizó el Cucaburra estrellado y los cadáveres cerca, y pocos días después un grupo de rescate recuperó los restos y los devolvió a la civilización. La familia de Hitchcock optó por un discreto funeral en Perth, pero a Anderson se le hizo un funeral oficial con gran majestuosidad y pompa en Sydney. Antes del funeral, miles de personas pasaron durante días ofreciendo sus respetos ante el ataúd. El día del funeral, muchos miles más se amontonaron en las calles para ver el cortejo fúnebre o acudieron al cementerio. Fue el funeral más importante de Sydney de aquella época, y posiblemente el más importante hasta ahora.
Hoy en día, no hay ni que decirlo, Anderson y Hitchcock han caído en el olvido, en Australia y fuera de ella. También durante mucho tiempo cayó en olvido el Cucaburra. Se pasó medio siglo en el desierto, oxidándose olvidado de todos, hasta que lo recogieron y lo llevaron a Darwin para restaurarlo. Hace unos diez años lo colocaron en una sala especialmente construida para él en el museo de aviación de Alice Springs, donde parece no despertar ningún interés.
Kingsford Smith volvió a volar y a acumular más récords. En 1935, en un vuelo de regreso de Inglaterra, su avión se estrelló en el mar cerca de Birmania y murió. Actualmente se le recuerda hasta cierto punto en Australia (el aeropuerto de Sydney lleva su nombre) y en absoluto fuera de ella. En 1998, el escritor americano Scott Berg escribió una biografía de Charles Lindbergh en un tocho de 600 páginas que naturalmente repasa la historia de los primeros años de la aviación. A Charles Kingsford Smith no se le menciona ni una sola vez.
Allan y yo cenamos en el patio del Red Centre donde le conté con todo detalle mis muchos y emocionantes descubrimientos del día. Como remate, mientras estábamos sentados disfrutando de la cálida noche y tratando perezosamente de llegar al fondo de nuestra segunda botella de buen Cabernet Sauvignon de Australia Occidental, un ualabí saltó la valla del hotel por la parte más alejada de la piscina, nos miró un momento con una expresión de absoluta despreocupación y se puso a mordisquear las plantas. Era la primera vez, desde que había cruzado el país en el Indian Pacific hacía semanas, que veía a un animal australiano en libertad. Era la primera vez que Allan veía uno y estaba encantado.
No sé si por ese o por otro motivo, anunció que Australia le parecía un lugar estupendo.
—¿De verdad? —dije, contento, pero sorprendido porque lo único que había visto él era desierto.
Se inclinó hacia mí y dijo, como si fuera un secreto:
—Es muy espacioso.
Lo miré.
—Sí, es verdad.
—Hay mucho espacio en este país.
Pensándolo bien, a lo mejor era la tercera botella.
Por la mañana fui con él al pequeño pero bonito aeropuerto de Alice, donde tomamos un café en silencio porque los dos teníamos un poco de resaca. Lo acompañé hasta la puerta, donde intercambiamos las habituales y vanas expresiones de agradecimiento y buena voluntad a toda prisa, y se fue. Le miré marchar y después volví al coche. Disponía de un día hasta regresar a Australia Occidental, y no estaba seguro de cómo lo iba a llenar. Fui hacia el centro comercial de la ciudad en busca de un cajero automático para comprar un periódico, pero por el camino vi un rótulo que anunciaba la Escuela de las Ondas por una calle lateral, e impulsivamente decidí echar un vistazo.
No me esperaba nada concreto, pero fue estupendo. Alice Springs estaba resultando un lugar lleno de agradables sorpresas. La Escuela de las Ondas estaba en un edificio anodino de una calle residencial. Consistía en una zona de recepción con los trabajos de los alumnos sobre las mesas y pegados a las paredes, y tenía dos pequeñas salas de estudio, una gran sala de reuniones y poco más. Aunque hay 17 escuelas de las ondas en Australia actualmente, la de Alice Springs es la más antigua y todavía cubre la zona más grande y desolada. Era sábado, o sea que no había clases, pero un hombre muy simpático se ofreció a mostrármela y explicarme cómo funcionaba.
La idea era muy sencilla: ofrece una escolarización formal y un cierto sentido de convivencia a los niños que viven en las estaciones ganaderas u otras agrupaciones solitarias, cosa que se lleva haciendo desde 1951. Solitario es la palabra clave. Con un territorio de influencia de 1.212.000 km2 —se trata de una zona que es el doble de Francia— la escuela de Alice Springs sólo tiene 140 alumnos distribuidos entre parvulario y educación básica. Tengo un recuerdo extrañamente vivo y perdurable de un documental que vi sobre el tema en la escuela cuando tenía ocho o nueve años, y me impresionó mucho la idea de estar a centenares de kilómetros de distancia del profesor, con micrófono y radiotransmisor de onda corta, y en libertad para estudiar desnudo y con un plato de galletas si te daba la gana, porque no te veía nadie. Me parecía inmensamente mejor que la situación que prevalecía en la Greenwood Elementary de Des Moines, en Iowa. Y el romanticismo de aprender por radio nunca me ha abandonado del todo. En consecuencia, me decepcionó descubrir que la parte de aprendizaje por radio es irrelevante dentro del programa. La Escuela de las Ondas es, y siempre ha sido, un curso por correspondencia, y no es tan fabuloso ni mucho menos.
Aun así, el sitio tenía una gracia especial y un ambiente de buena voluntad. El tablón de anuncios estaba lleno de trabajos ilustrados de niños de unos once años que describían la vida en las estaciones ganaderas y cómo era un día normal para ellos. Los leí todos con gran concentración.
—¿Le gustaría escuchar una lección? —me preguntó el encargado.
—Mucho —contesté.
Me llevó a una habitación pequeña y puso una cinta grabada de una lección para niños de cinco años. Consistía en una alegre maestra que pasaba lista diciendo: «Buenos días, Kylie. ¿Me oyes? Corto».
Al cabo de un momento se oía un débil crujido, como si la transmisión llegara de otra galaxia, y sonidos identificables como lenguaje humano pero demasiado confusos para descifrarlos.
«He dicho buenos días, Kylie. ¿Estás ahí? ¿Me oyes? Corto».
Esta vez había una pausa y ninguna respuesta, sólo un intervalo angustioso de silencio. Después: «Vamos a probar con Gavin. Buenos días Gavin. ¿Estás ahí? Corto».
Más crujidos y luego se oía una vocecita: «Buenos días, señorita Smith».
Y así sucesivamente, con otras voces que llegaban claras y fuertes, pero muchas que se desvanecían o eran inaudibles. Mientras lo escuchaba, iba leyendo un librito que había comprado y me dejó pasmado que los niños sólo pasaban media hora al día (en realidad «un máximo de media hora») con la radio, más diez minutos a la semana con una clase particular con el tutor; no se puede decir que sea una atención personal excesiva. En cuanto al resto, se espera que pasen de cinco a seis horas al día trabajando bajo la supervisión de un padre o una niñera. Los alumnos también utilizan televisores, vídeos y ordenadores personales, pero yo no vi rastro de ellos. La conclusión ineludible que extraes, aunque sea con reticencia, es que la Escuela de las Ondas sigue en el año 1951.
Sin embargo, era una sorpresa que no hubiera ni un solo niño aborigen en la escuela, o al menos no salía ninguno en las fotografías. La población del Territorio del Norte tiene un 20 % de aborígenes en total, pero en el outback profundo la proporción es mayor. Le pregunté al hombre sobre la cuestión al salir.
—Sí, hay alguno —dijo—, no estoy seguro de cuántos en este momento, pero hay alguno. El problema es que los alumnos tienen que ser supervisados por un adulto competente, ¿comprende?
Esperé un momento y dije:
—Lo siento, no lo comprendo.
—Necesitan al lado un adulto de confianza y meticuloso, con un cierto nivel de lenguaje y lectura.
—¿Y los padres aborígenes no lo tienen?
Me miró con expresión de desdicha, como si aquel fuera un camino que no debiéramos tomar.
—No, me temo que no. No siempre.
—Pero si no se dan lecciones a los niños porque los padres no pueden ayudarles, cuando esos niños sean padres tampoco tendrán esa capacidad, ¿no le parece?
—Sí, es un problema.
—¿Y seguirá así en el futuro?
—Es un problema muy grande.
—Entiendo —dije, aunque evidentemente no entendía nada.
Después fui a la ciudad. Compré un periódico y me lo llevé a una cafetería de Todd Street al aire libre, una calle peatonal. Lo leí un par de minutos, pero sin darme cuenta me puse a mirar a los transeúntes. Estaba lleno de la típica gente que sale a comprar en sábado. En la calle había una proporción abrumadora de gente blanca, pero también aborígenes, no muchos, pero andaban por allí, al margen de la escena, sin molestar, en silencio y en segundo plano. Los blancos no miraban a los aborígenes ni los aborígenes miraban a los blancos. Las dos razas parecían habitar en universos separados pero paralelos. Me sentí como la única persona que consideraba a los dos grupos al mismo tiempo. Era muy extraño.
En general los aborígenes ofrecían muy mal aspecto. Muchos tenían la cara hinchada, como si hubieran caído sobre una colmena, y otros muchos llevaban vendajes o tiritas en la barbilla, el codo, la frente o la rodilla. Una cartela de la exposición de Strehlow que había visto el día anterior insistía en que los aborígenes en peores condiciones eran los que se veían en la ciudad. La intención, supongo, era prevenir a los turistas como yo para que no juzgaran a todos los aborígenes a partir de aquellas ruinas humanas que se arrastraban por la calle. Pese a todo, me pareció una conclusión peligrosamente paternalista, porque insinuaba que los aborígenes tenían dos posibilidades en esta vida: quedarse en la reserva y prosperar o ir a la ciudad y caer en la penuria y el abandono. Me recordó una frase atribuida a un famoso personaje del outback, Daisy Bates, una mujer que llegó a Australia en 1884 procedente de Irlanda y vivió muchos años con ellos estudiando a los pueblos indígenas de Australia Occidental. En The Passing of the Aborigines, publicado en 1938, escribió: «Los nativos australianos soportan las catástrofes de la naturaleza, sequías diabólicas y devastadoras inundaciones, los horrores de la sed y el hambre, pero no pueden soportar la civilización». En 1938, este comentario podía calificarse de comprensivo y clarividente, pero era descorazonador encontrarlo modificado en un centro de investigación aborigen en 1999.
No hay que ser un genio para deducir que los aborígenes son el mayor fracaso social de Australia. Los índices de prosperidad y bienestar —tasas de hospitalización, de suicidio, de mortalidad infantil, de encarcelamiento, de empleo, etcétera— son con relación a los aborígenes de dos a veinte veces peores que los de la población general. Según John Pilger, Australia es la única nación desarrollada que tiene una alta incidencia de tracoma —una enfermedad vírica que a menudo provoca ceguera— y es exclusivamente una enfermedad aborigen. En conjunto, la esperanza de vida de un australiano indígena medio es veinte años —veinte— menor que la de un australiano blanco medio.
En Cairns, por casualidad, me habían hablado de Jim Brooks, un abogado que había trabajado muchos años con los aborígenes y en su favor, y logré quedar con él para tomar un café en la ciudad antes de que Allan y yo saliéramos para Darwin en avión. Era un hombre tranquilo, relajado y que caía inmediatamente bien, con cierta formalidad que podía haberle llevado a dedicar su vida profesional a luchar por los desfavorecidos en lugar de amontonar dinero con el ejercicio privado. Dirige la Native Title Rights Office en Cairns, que ayuda a los pueblos nativos con problemas de tierras, y fue miembro de la comisión de derechos humanos que se creó en 1990 para investigar un desgraciado experimento de ingeniería social conocido popularmente como la Generación Robada.
Consistió en un intento del gobierno de arrancar a los niños aborígenes de la pobreza y la situación de desventaja, distanciándolos físicamente de sus familias y comunidades. Nadie sabe la cantidad exacta, pero entre 1910 y 1970, de una décima a una tercera parte de los niños aborígenes fueron separados de sus padres y mandados con familias de acogida o a centros públicos. La idea —que entonces se consideraba avanzada— era prepararlos para una vida mejor en el mundo de los blancos. Lo más sorprendente fue el mecanismo legal que lo permitió. Hasta los años sesenta, los padres aborígenes no tenían en ningún estado australiano la custodia legal de sus hijos. La tenía el estado. El estado podía llevarse a los niños de sus casas cuando le diera la gana, por cualquier razón que considerara correcta, sin disculpas ni explicaciones.
—Hicieron cuanto pudieron por eliminar el contacto entre padres e hijos —me contó Jim Brooks cuando nos vimos—. Encontramos a una mujer cuyos cinco hijos fueron enviados cada uno a un estado diferente. No tenía forma de mantener contacto con ellos, ni de saber dónde estaban, si estaban enfermos o si eran felices. ¿Tiene hijos?
—Cuatro —contesté.
—Pues imagínese que llega una furgoneta del gobierno a su casa un día, llama un inspector y le dice que se llevan a sus hijos. En serio, imagínese cómo se sentiría si tuviera que ver que le arrancan a sus hijos de los brazos y los meten en una furgoneta. Imagínese la furgoneta alejándose, y los niños llorando, mirándole por la ventanilla trasera y sabiendo que probablemente no los volverá a ver.
—Basta —dije, en un intento desesperado de frivolizar.
Sonrió comprensivamente ante mi malestar.
—Y no puede hacer nada en contra. No tiene a nadie a quien acudir. No hay ningún tribunal que lo apoye. El asunto permaneció así durante muchos años.
—¿Por qué lo hicieron de forma tan despiadada?
—No les parecía despiadada. Creían estar haciendo algo positivo.
Me pasó un resumen del informe de la comisión de derechos que me había traído y me enseñó una cita de los primeros años del siglo XX del inspector James Isdell, que hablaba de los padres desposeídos: «Por mucho dolor y desesperación que muestren en ese momento, pronto olvidan a sus hijos».
—Creían que los indígenas eran inmunes a las emociones humanas normales —dijo Brooks. Se estremeció ante la imbecilidad de la idea—. A menudo les decían a los niños que sus padres habían muerto; a veces, que sus padres ya no los querían. Era su manera de ayudarles a superar la separación. Ya puede imaginarse las consecuencias. Hubo mucho alcoholismo provocado por la pena, niveles extraordinarios de suicidio, toda clase de desastres.
—¿Qué fue de los niños?
—A los niños se les cuidó hasta que tuvieron dieciséis o diecisiete años y después se les devolvió a la sociedad. Se les dejaba decidir entre quedarse en las ciudades conviviendo con los inevitables prejuicios, o volver a sus comunidades tradicionales y adaptarse a una forma de vida que ya no recordaban, con personas a quienes no conocían. La base para la disfunción y desestructuración se había sembrado en el sistema. Es imposible deshacerse de eso de la noche a la mañana. Algunos le dirán que la separación de niños afectó a una pequeña proporción de familias indígenas. Eso es totalmente falso: no podrá encontrar una familia que no resultara afectada a un nivel profundo e inmediato, y además, llevándose a los niños destruyeron la continuidad de las relaciones. Y dejar de hacerlo no significa que por arte de magia el daño se repare y todo vaya de maravilla.
—¿Qué hace usted por ellos, entonces? —pregunté.
—Proporcionarles una voz —dijo—. Sólo puedo hacer eso.
Se encogió de hombros con cierta desesperanza y sonrió.
Le pregunté si seguía habiendo muchos prejuicios en Australia y él asintió.
—Muchísimos —dijo—. En proporciones enormes, por desgracia.
En los últimos veinte años, los sucesivos gobiernos han hecho bastante, o bastante en comparación con lo que se había hecho antes. Han devuelto grandes zonas de tierra a las comunidades aborígenes. Han devuelto Uluru a los conservadores aborígenes. Han dedicado más dinero a sus escuelas y clínicas. Han introducido las habituales iniciativas para fomentar proyectos de las comunidades y contribuir a iniciar pequeñas empresas. Todo esto no ha representado ninguna diferencia en las estadísticas. Algunas han empeorado. Al final del siglo XX, un australiano aborigen tenía ochenta veces más probabilidades de morir que un australiano blanco, y diecisiete veces más de ser hospitalizado como resultado de un ataque violento. Un bebé aborigen seguía teniendo de dos a cuatro veces más probabilidades de morir al nacer, dependiendo de la causa.
Lo más curioso para un forastero es que los aborígenes no aparecen en ninguna parte. No salen en la televisión ni despachan en las tiendas. En el Parlamento sólo ha habido dos aborígenes; ninguno ha sido ministro. Los indígenas constituyen sólo el 1,5 % de la población australiana y viven mayoritariamente en zonas rurales. Por lo tanto, no cabe esperar verlos en grandes cantidades, pero sí de vez en cuando: trabajando en un banco, repartiendo el correo, poniendo multas, arreglando una línea de teléfonos, participando en el funcionamiento del mundo de forma productiva. Eso yo no lo he visto nunca. Sin duda hay alguna desconexión.
Sentado en mi mesa de Todd Street con un café y contemplando a la gente —satisfechos consumidores blancos con sonrisas de sábado y andares enérgicos, oscuros aborígenes con sus singulares vendajes y el paso lento, incierto y abrumado— me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de cuál podía ser la solución, cómo repartir los frutos de la prosperidad general australiana con quienes parecían incapaces de aprovecharla. Si me contratara la Commonwealth de Australia para asesorar sobre temas aborígenes sólo podría decir: «Hagan algo más. Inténtenlo con más ganas. Empiecen inmediatamente».
Sin ninguna idea original o útil en la cabeza, seguí sentado unos minutos más y miré pasar a aquella pobre gente desconectada. Después hice lo que hacen la mayor parte de los australianos blancos. Leí el periódico, terminé el café y dejé de mirarlos.