(Un aposento en el Vaticano. El Papa Urbano VIII, ex Cardenal Barberini, recibe al Cardenal Inquisidor, siendo vestido durante la audiencia. Desde afuera, se oye el paso furtivo de muchos pies.)

El Papa (en voz alta). - ¡No, he dicho que no!

El Inquisidor. - ¿Entonces Vuestra Santidad quiere comunicar a los doctores de todas la facultades, a los representantes de todas las Santas órdenes y del clero, aquí reunidos, que las Escrituras no pueden valer más por verdaderas? A ellos, que con su infantil creencia en el Verbo Divino han venido a escuchar de Vuestra Santidad la confirmación de su fe?

El Papa. - ¡No ordenaré hacer trizas las tablas de cálculos! ¡No!

El Inquisidor. - Esa gente dice que se trata de tablas de cálculos y no del espíritu de la rebelión y de la duda. Pero no son las tablas de cálculos. En el mundo ha sobrevenido una aterradora inquietud. Es la inquietud de sus propias mentes que trasmiten a la inmóvil tierra. Ellos gritan: ¡los números nos obligan! Pero, ¿de dónde vienen sus números? Todos saben que vienen de la incredulidad. Esos hombres dudan de todo. ¿Debemos acaso fundar la sociedad humana en la duda y no más en la fe? "Tú eres mi señor pero yo dudo si eso esta bien". "Esa es tú casa y tu mujer, pero yo dudo acaso no pueden ser los míos". Por otra parte, el amor que profesa Vuestra Santidad por las artes, al que debemos tantas hermosas colecciones, es pagado con comentarios injuriosos como son los que se leen en los frentes de las casas de Roma. "Lo que los bárbaros dejaron a Roma, se lo roban los Barberini". ¿Y en el extranjero? Dios decidió someter a severas pruebas a nuestra Sede. La política de Vuestra Santidad en España no es comprendida por los hombres de poco entedimiento, así como es lamentado vuestro conflicto con el Emperador. Desde hace tres lustros Alemania es una carnicería. La gente se acuchilla con citas de la Biblia en los labios. Y ahora, que después de la peste, de la guerra y de la reforma sólo quedan algunos puñados de la cristiandad, cunde por Europa el rumor que usted ha concertado con la Suecia luterana una alianza secreta para debilitar al católico Emperador. Y en ese momento, esos gusanos de matemáticos enfilan esos tubos al cielo y comunican al mundo que usted está equivocado, aquí, en el único lugar que todavía nadie le disputa. Uno se podría preguntar: ¿por qué tanto interés repentino en una ciencia tan apartada como es la astronomía? ¿No es indiferente acaso cómo giran esas esferas? Pero en toda Italia no hay ninguno, hasta el último palafrenero, que no hable -por el mal ejemplo dado por ese florentino- de las fases de Venus, y al mismo tiempo no deje de pensar en tantas de esas cosas que se les señalan como indiscutibles en escuelas y otros lugares y que tan incómodas son. ¿Qué pasaría si todos esos débiles a la carne e inclinados a cualquier exceso creyesen sólo en la propia razón que ese loco define como la única instancia? Ellos quisieran, ya que comenzaron a dudar si el sol se detuvo en Gabaón, ejercitar sus dudas con la colecta. Desde que navegan -no tengo nada en contra de ello- ponen su confianza en una esfera de latón que llaman el compás, y no más en Dios. Ese Galilei ya de jovenzuelo escribió sobre las máquinas. ¿Con máquinas quieren hacer milagros? ¿Qué clase de milagros? De todos modos ya no necesitan más a Dios, pero, ¿qué clase de milagros serán esos? Por ejemplo no deberá existir más un arriba y un abajo. Ellos no lo necesitan más. Aristóteles es para ellos un perro muerto, pero de él citan esta frase: "Si la lanzadera tejiera por sí sola y la púa tocara la cítara por sí misma, los señores no necesitarían ya siervos ni maestros artesanos, operarios". Y ellos piensan haber llegado ya a eso. El miserable sabe bien lo que hace cuando publica sus trabajos de astronomía en el idioma de las pescaderas y de los comerciantes de lana y no en latín.

El Papa. - Eso indica un gusto muy malo, ya se lo diré.

El Inquisidor. - Él provoca a unos y corrompe a los otros. Las ciudades marítimas del norte italiano exigen cada vez con más insistencia para sus buques los planisferios celestes del señor Galilei. Y tendremos que permitírselos, son intereses materiales.

El Papa. - Pero esos planisferios se basan en sus opiniones heréticas. Se trata precisamente de los movimientos de esas estrellas, que no tendrían lugar si se rechaza la teoría. No se puede condenar a la teoría y utilizar los planisferios al mismo tiempo.

El Inquisidor. - ¿Por qué no? No podemos hacer otra cosa.

El Papa. - Ese ruido de pasos me pone nervioso. Disculpe si siempre los oigo.

El Inquisidor. - Tal vez le dirán más de lo que yo puedo, Vuestra Santidad. ¿Deben marcharse todos ellos con la duda en el corazón?

El Papa. - Al fin y al cabo el hombre es el físico más grande de esta época, la luz de Italia, y no un iluso cualquiera. Y tiene amigos: ahí está Versalles, ahí está la corte de Viena. Todavía son capaces de titular a la Santa Iglesia de sumidero de prejuicios podridos. ¡No le vayáis a tocar un pelo!

El Inquisidor. - Prácticamente no se necesitará hacer mucho con él. Es un hombre de la carne. En seguida se doblará.

El Papa. - Galilei conoce más placeres que cualquier otro. Piensa de puro sensualismo. No podría negarse ni a un nuevo pensamiento ni a un viejo vino. Yo no quiero la condenación de principios de la física, ni gritos de batalla como: "¡Aquí la Iglesia!" y "¡Aquí la razón!" He autorizado su libro siempre que expresara la opinión que la última palabra no la tiene la ciencia sino la fe. Y él ha cumplido.

El Inquisidor. - Sí, ¿pero de qué manera? En su libro disputan un imbécil, que por supuesto representa los puntos de vista aristotélicos y un hombre inteligente que, naturalmente, representa las ideas del señor Galilei. Y la observación final, ¿quién la expresa?

El Papa. - ¿Qué, otra cosa más? ¿Quién dice la nuestra?

El Inquisidor. - El inteligente no.

El Papa. - ¡Es una desfachatez! Ese pataleo en los corredores es insoportable. ¿Ha venido acaso el mundo entero?

El Inquisidor. - No todo, pero su mejor parte. (Pausa. El Papa está ahora con todos los ornamentos pontificios.)

El Papa. - Lo máximo es mostrarle los instrumentos.

El Inquisidor. - Eso bastará, Vuestra Santidad. El señor Galilei entiende de instrumentos.

13. 22 DE JUNIO DE 1633: GALILEO GALILEI REVOCA ANTE LA INQUISICIÓN SU TEORÍA DEL MOVIMIENTO DE LA TIERRA.

En el palacio de la Legación florentina en Roma, los discípulos de Galilei esperan noticias. El pequeño monje y Federzoni juegan con amplios movimientos, al nuevo ajedrez. En un rincón, Virginia, de rodillas, reza la salutación angélica.

El pequeño Monje. - El Papa no lo ha recibido. Todo ha terminado.

Federzoni. - Su última esperanza. Era verdad lo que le dijo hace años, en Roma, el entonces cardenal Barberini: nosotros te necesitamos. Ahora ahí lo tienen.

Andrea. - Lo matarán.

Federzoni (lo mira de reojo). - ¿Crees tú?

Andrea. - No se retractará jamás. (Pausa.)

El pequeño Monje. - Uno se empeña siempre en pensamientos totalmente secundarios cuando de noche no se puede tomar el sueño. Anoche, por ejemplo, pensé continuamente: él nunca hubiera tenido que marcharse de la República de Venecia.

Andrea. - Ahí no podía escribir su libro.

Federzoni. - Y en Florencia no podía publicarlo. (Pausa.)

El pequeño Monje. - Yo pensé también si le habrán dejado su piedrecilla, esa que siempre lleva consigo en el bolsillo. La piedra de sus pruebas.

Federzoni. - Ahí, donde lo llevan se va sin bolsillos.

Andrea (gritando). - No se atreverán. Y aunque lo hagan, él no se retractará. "Quién no sabe la verdad sólo es un estúpido, pero quien la sabe y la llama mentira, es un criminal".

Federzoni. - Si él lo llega a hacer, no quisiera seguir viviendo… pero ellos hacen uso de la violencia.

Andrea. - Con la violencia no se logra todo.

Federzoni. - Tal vez no.

El pequeño Monje. - Ayer fue sometido al gran interrogatorio. Y hoy es la sesión. (En vista de que Andrea escucha, continúa en voz alta.) Cuando aquella vez lo visité, dos días después del decreto, estuvimos sentados allí enfrente y él me señaló el pequeño Príapo cerca del reloj de sol, en el jardín. Desde aquí lo podéis ver. Él comparó su obra con una poesía de Horacio en la que tampoco se puede cambiar nada. Habló sobre un sentido de la belleza que lo obliga a buscar la verdad. Y aludió al lema: hieme et aestate, et prope et procul, usque dum vivam et ultra, y se refería a la verdad.

Andrea (al pequeño monje). - ¿Le contaste cuando él estaba en el Colegio Romano mientras los otros examinaban su anteojo? Cuéntale. (El pequeño monje hace un signo negativo con la cabeza.) Se comportó igual que siempre. Tenía las manos sobre las nalgas, sacaba la barriga para afuera y decía: yo les ruego ser razonables, señores míos. (Imita, riendo, a Galilei. Pausa. Aludiendo a Virginia.) Implora para que él se retracte.

Federzoni. - Déjala. Está completamente perturbada desde que ellos le hablaron. Han hecho venir a su padre confesor desde Florencia. (Entra el individuo del palacio del Gran Duque de Florencia.)

El Individuo. - El señor Galilei estará pronto aquí. Necesitará una cama.

Federzoni. - Lo han soltado.

El Individuo. - Se espera que el señor Galilei se retractará a las cinco, en una sesión de la Inquisición. Se escuchará la gran campana de San Marco y se leerá públicamente el texto de la retractación.

Andrea. - No lo creo.

El Individuo. - Debido a la aglomeración de gente en las calles, el señor Galilei será traído a través del portón del jardín trasero del palacio. (Se va.)

Andrea (de improviso en voz alta). - ¡La Luna es una tierra y no tiene luz propia, y tampoco Venus tiene luz propia y es como la Tierra y gira alrededor del Sol! ¡Y cuatro satélites giran en torno a Júpiter que se encuentra a la altura de las estrellas fijas y no está unido a ningún anillo! ¡El Sol es el centro del universo y está inmóvil en su sitio, y la Tierra no es centro ni es inmóvil! ¡Y él es quien nos ha demostrado todo eso!

El pequeño Monje. - Y con violencia no se puede hacer invisible lo que ya se ha visto. (Silencio.)

Federzoni (mira el reloj de sol en el jardín). - Las cinco. (Virginia reza más fuerte.)

Andrea. - ¡Yo no puedo esperar más! ¡Esos descabezan la verdad! (Se tapa las orejas, el pequeño monje lo imita. Pero la campana no suena. Luego de una pausa en la que sólo se escucha el piadoso murmullo de Virginia, Federzoni mueve la cabeza negativamente. Los otros dejan caer los brazos.)

Federzoni (ronco). - Nada. Las cinco y tres minutos.

Andrea. - ¡Se resiste! ¡Oh, dichosos de nosotros!

El pequeño Monje. - No se retracta.

Federzoni. - No. (Se abrazan, son más felices.)

Andrea. - Quiere decir: que con violencia no va, no se puede lograr todo. Quiere decir: se puede también vencer la insensatez, que no es invulnerable. Luego: ¡el hombre no teme a la muerte!

Federzoni. - Ahora comienza realmente la era del saber. Esta es la hora de su nacimiento. Pensad: ¡si él se hubiera retractado!

El pequeño Monje. - Yo no lo dije pero estaba muy preocupado. Yo, hombre de poca fe.

Andrea. - ¡Pero yo lo sabía!

Federzoni. - Hubiera sido como si después del amanecer llegara de nuevo la noche.

Andrea. - O como si la montaña hubiese dicho: yo soy agua.

El pequeño Monje (se arrodilla llorando). - ¡Señor, te agradezco!

Andrea. - Hoy todo es distinto. El hombre, el martirizado, levanta su cabeza y dice: yo puedo vivir. Tanto se ha ganado cuando sólo uno se levanta y dice: ¡no! (En ese momento, la campana de San Marcos comienza a resonar. Todo queda paralizado.)

Virginia (se levanta). - ¡La campana de San Marcos! ¡No está condenado! (Desde la calle se oye la lectura de la retractación de Galilei.)

Una Voz. - "Yo, Galileo Galilei, maestro de matemáticas y de física en Florencia, abjuro solemnemente lo que he enseñado, que el Sol es el centro del mundo y está inmóvil en su lugar, y que la Tierra no es centro y no está inmóvil. Yo abjuro, maldigo y abomino con honrado corazón y con fe no fingida todos esos errores y herejías así como también todo otro error u opinión que se opongan a la Santa Iglesia." (Oscurece. Cuando se aclara de nuevo todavía resuena la campana, callando luego. Virginia ha salido. Los discípulos de Galilei están todavía allí.)

Federzoni. - Nunca te pagó un centavo por tu trabajo. Ni pudiste comprar un pantalón ni tampoco te fue posible publicar algo por tu cuenta. Eso lo has sufrido "porque se trabajaba por la ciencia".

Andrea (en voz alta).- ¡Desgraciada es la tierra que no tiene héroes! (Galilei ha entrado totalmente cambiado por el proceso, casi irreconocible. Espera algunos minutos en la puerta por un saludo. Ya que ésto no ocurre porque sus discípulos lo rehuyen, se dirige hacia adelante, lento e inseguro a causa de su poca vista. Allí encuentra un banco donde se sienta.) No lo quiero ver. Que se vaya.

Federzoni. - Tranquilízate.

Andrea (le grita a Galilei en la cara). - ¡Borracho! ¡Tragón! ¿Salvaste tu tripa, eh?

Galilei (tranquilo). - ¡Dadle un vaso de agua! (El pequeño monje trae desde afuera un vaso de agua a Andrea. Federzoni atiende a Galilei que escucha, sentado, la voz que afuera lee de nuevo su retractación.)

Andrea. - Ya puedo caminar de nuevo si me ayudáis un poco. (Lo acompañan hasta la puerta. En ese momento, Galilei comienza a hablar.)

Galilei. - No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes.