25

No llamé a Bernie. Bastante me había tenido que soportar ya y, desde luego, bastante lo había soportado yo a él. No tenía ganas de que empezara a gritarme de nuevo por teléfono, a soltarme improperios y a ordenarme que hiciera cosas que ni el mayor contorsionista del mundo conseguiría hacer. Así que, en su lugar, llamé a Joe Green, siempre dispuesto a tomarse una cerveza contigo, bromear y comentar el partido de béisbol; el bueno de Joe, a quien los calzoncillos se le arrugaban en la entrepierna cuando hacía calor.

Joe se encontraba de servicio, como siempre. Veinte minutos después de atender mi llamada, llegó al Pabellón Langrishe junto a dos coches patrulla con las sirenas aullando. Everett Edwards estaba acurrucado como un erizo en el sofá que, poco antes, había dejado libre su cuñado borracho. Lloraba amargamente, pero sus lágrimas no parecían de arrepentimiento, sino de frustración. Yo desconocía a qué se debía su frustración. Tal vez pensaba que Terry había muerto demasiado rápido, sin demasiado sufrimiento. Tal vez se sentía decepcionado por la banalidad de todo lo ocurrido; tal vez hubiera preferido una escena grandilocuente con espadas, discursos y cadáveres esparcidos por los rincones, del tipo que el otro Marlowe, el que vio la sangre de Cristo fluyendo por donde fuese, podría haber escrito para él.

Joe se detuvo en el centro de la habitación y miró alrededor con gesto preocupado. Se sentía fuera de su elemento. Él estaba acostumbrado a subir con contundencia las escaleras de edificios de pisos, a echar abajo las puertas de una patada, a empujar contra la pared a punkis con camisetas sudadas y a meterles en la boca el cañón de su Smith & Wesson de calibre 38 Special para que dejaran de gritar. Ese era el mundo de Joe. Pero lo que ahora tenía ante sus ojos parecía más bien un juego de salón de la alta sociedad que había acabado espectacularmente mal.

Se acuclilló y echó una ojeada a los orificios de bala en la cabeza de Terry, miró a Everett Edward acurrucado en el sofá y por último a mí.

—¡Por los clavos de Cristo, Phil! ¿Qué demonios significa todo esto? —me preguntó en voz baja.

Giré las palmas de las manos y me encogí de hombros. ¿Por dónde empezar?

Joe se puso en pie con un gruñido y se volvió hacia Clare Cavendish. Con el rostro afligido, las manos en los costados manchadas de sangre y la parte delantera del vestido brillante por la sangre que empapaba la tela azul, Clare parecía el personaje de una pieza clásica, escrita por un antiguo griego hacía muchísimo tiempo. Joe se dirigió a ella como señora Langrishe, dándome pie para que interviniera.

—Se llama Cavendish, Joe —le corregí—. La señora Clare Cavendish.

Clare, inmóvil como una estatua, no parecía darse cuenta de nada. Estaba conmocionada. Su hermano, en el sofá, sollozó con fuerza. Joe me miró de nuevo y sacudió la cabeza. Se encontraba perdido.

Al final, dejó a Clare en manos de uno de los policías, un inmenso zoquete irlandés pecoso y con el pelo color zanahoria, que le sonrió como si fuese Barry Fitzgerald y le dijo que no se preocupara, que no se preocupara de nada. Había encontrado una sábana en alguna parte, se la echó a Clare sobre los hombros y la condujo solícito fuera de la habitación. Ella le siguió sin ninguna resistencia, deslizándose hacia la puerta con su vestido ensangrentado, grácil y erguida como siempre, con el rostro inexpresivo y ofreciéndonos su hermoso perfil.

Esposaron a Everett y también se lo llevaron, en pijama y mocasines. No miró a nadie. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y restos de mocos en las mejillas. Me pregunté si sabría lo que lo esperaba en las semanas y los meses siguientes, por no mencionar los años que iba a tener que pasar en San Quintín, a menos que su madre contratara a un abogado tenaz y lo bastante listo como para encontrar un resquicio legal que hubiera pasado inadvertido al resto del mundo y por el que pudiera librar a Everett de la cárcel. No sería la primera vez que el hijo de una familia rica salía impune de un caso de asesinato.

Ya no estaban ni su hijo ni su hija cuando Mamá Langrishe apareció de nuevo con su redecilla y su mascarilla de arcilla blanca. Miró el cadáver en el suelo, que alguien había cubierto con una sábana, pero no pareció darse cuenta de lo que era. Luego me miró a mí y a continuación a Joe. No comprendía nada de lo que veía. Solo era una pobre anciana triste, confusa y desorientada.

Cuando todo terminó y los coches patrulla se marcharon, Joe y yo nos fumamos un pitillo junto a su coche, en el paseo de grava.

—¡Dios, Phil! ¿Nunca se te pasa por la cabeza cambiar de trabajo?

—Continuamente —le respondí—. Continuamente.

—Sabes que vas a tener que venir a la ciudad y hacer una declaración.

—Sí, lo sé, pero escucha, Joe, hazme un favor. Déjame ir a casa ahora para que duerma y te aseguro que estaré en la comisaría a primera hora de la mañana.

—No sé, Phil —dijo frotándose la barbilla con gesto preocupado.

—A primera hora, Joe, te doy mi palabra.

—Vale, de acuerdo.

—Eres un amigo.

—Soy un blando, eso es lo que soy.

Tiré el cigarrillo a la grava y pisé la colilla con el tacón.

—No, Joe, yo soy el blando.

Fui a casa, me duché y dormí las escasas horas que quedaban de noche. A las siete sonó la alarma, me levanté como pude, bebí una taza de café ardiendo, conduje hasta la comisaría como le había prometido a Joe e hice mi declaración al oficial que estaba de servicio.

No conté gran cosa, lo suficiente para tener contento a Joe y para cumplir con el tribunal cuando se celebrara el caso de «El estado de California contra Everett Edwards III». Me citarían como testigo, por supuesto, pero eso no me importaba. Lo que me importaba era declarar en el banquillo de los testigos y contemplar a Clare, sentada en la primera fila de la sala, mirando a su hermano, al que se referirían como el acusado, el hombre que había matado a su amante. Era una perspectiva que no me entusiasmaba. Me acordé de su madre cuando me advirtió, en el Ritz-Beverly, del daño que podría ocasionar mi investigación. Entonces pensé que se refería al sufrimiento que yo podía causarle a su hija, pero no era así. Ella se refería a mí; de algún modo, ya sabía entonces que sería yo quien terminaría con cicatrices. Debería haberla escuchado.

Cuando salí de la comisaría, el sol daba en mi Oldsmobile y el aire caliente vibraba sobre el techo. Era seguro que el volante estaría ardiendo.

Pensarán que les voy a decir que al final del día me acerqué a Victor’s y me tomé un gimlet en memoria de mi amigo muerto. No lo hice. El Terry que yo conocía estaba muerto mucho antes de que Everett le metiera una bala en los sesos. Aunque nunca se lo dije a él, Terry Lennox era mi ideal de caballero. A pesar de la bebida, de las mujeres y de la gente con que se relacionaba, como Mendy Menéndez; a pesar de que cuando las cosas se ponían feas solo se preocupaba de sí mismo, Terry era, a su manera, un hombre de honor.

Ese era el Terry que yo había conocido. O que yo pensaba, por lo menos, que conocía. ¿Qué le había pasado? ¿Qué había ocurrido para que dejara de ser decente, honrado y leal? Él solía culpar a la guerra, se golpeaba el pecho y decía que dentro de él no quedaba nada desde el día en que dejó el ejército. Pero yo nunca creí esa versión, resultaba demasiado melodramática. Tal vez vivir en el soleado México, con su esquí acuático y sus cócteles en el paseo marítimo, y tener que ser el informador y el apañador de Mendy Menéndez, lo había matado por dentro. Conservaba su estilo, la elegante pátina, pero debajo de ella el metal estaba carcomido por el ácido, el óxido y las llagas. El Terry que yo conocía jamás hubiera enganchado a la heroína a un crío como Everett Edwards. Jamás se hubiera asociado con un matón como Mendy Menéndez. Y, sobre todo, jamás hubiera enviado a la mujer que lo amaba a seducir a otro hombre porque le convenía.

Decidí ignorar esa última parte de la traición. Quiero creer que Clare Cavendish se metió en mi cama porque lo deseaba. Recuerdo cómo la última noche que la vi, con Terry aún escondido detrás de las cortinas, bajó la voz y se llevó un dedo a los labios para evitar que yo dijera que nos habíamos acostado. Incluso si no me deseaba, incluso si se acostó conmigo para que yo investigara dónde se encontraba Nico Peterson, quiero creer que lo hizo porque quiso y no porque Terry la empujara a hacerlo. Hay cosas que necesitas creer. ¿Cómo era lo que me dijo? Haz una apuesta, como Pascal. Bueno, eso he hecho. Aún no sé muy bien qué apostó Pascal, pero debía de ser algo extremadamente importante.

Hace un momento he abierto el cajón de mi mesa, he rebuscado dentro hasta que he encontrado un viejo horario de vuelos y he mirado los que salen hacia París. No existe la más remota posibilidad de que vaya, pero soñar es agradable. La verdad es que no consigo olvidar la alianza de oro que había en el fondo de la piscina del Club Cahuilla y me pregunto si acaso no sería una señal.

Hice un acto simbólico: cogí la lámpara con las rosas pintadas de la mesilla de noche, la llevé al patio trasero y la tiré al cubo de la basura. Luego, entré en la casa y me preparé una pipa. Para mí significó el final de Clare Cavendish. Había entrado en mi vida y conseguido que la amara —tal vez no se lo propuso, pero sabía que estaba sucediendo—, y ahora había desaparecido.

No puedo decir que no la echara de menos, que no la echo de menos. Una belleza como la suya no pasa por tus manos sin quemarlas. Sé que estoy mejor sin ella. Eso es lo que me digo. Lo sé y algún día también lo creeré.

La última noche que fui a su casa, Clare estaba tocando el piano para Terry. Imagino que no es vulgar tocar para otra persona cuando la amas.

Nunca me pagó por el trabajo para el que me contrató.