19
No era la primera vez que me echaban droga en la bebida y probablemente tampoco sería la última. Con el tiempo aprendes a aceptarlo o, al menos, a soportar las secuelas. Por eso, al volver en mí supe que era preferible permanecer con los ojos cerrados. Para empezar, cuando te hallas en ese estado hasta el rayo de luz más débil te golpea la vista como una salpicadura de ácido. Y además, es mejor que la persona que te ha echado la droga crea que sigues inconsciente. Ganas tiempo para pensar y puede que hasta para decidir cuál será tu siguiente movimiento, mientras el cuerpo se habitúa al lugar y a las circunstancias en que te encuentras.
Lo primero que percibí es que me habían atado. Estaba sentado en una silla de respaldo recto y sujeto a ella con lazos corredizos. También tenía las manos atadas a la espalda. No me moví, permanecí desplomado con la barbilla hundida en el pecho y los párpados cerrados. El aire era cálido y denso como la lana y me pareció oír un chapoteo de agua con un eco lejano y hueco. ¿Me encontraba en un cuarto de baño? No, el sitio parecía mayor. Entonces olí el cloro. Estaba en una piscina.
Mi cabeza parecía rellena de algodón. El golpe que me dio López en la nuca había vuelto a la vida.
Muy cerca de mí, alguien gimió. Era casi un estertor, la persona que gemía debía de estar sufriendo terriblemente, tal vez incluso estaba agonizando. Durante un segundo dudé si no sería yo mismo quien gemía. Entonces, a escasos metros, oí una voz:
—Dale agua para que vuelva en sí.
No reconocí la voz. Pertenecía a un hombre que no era joven. De tono severo. Quienquiera que fuese, estaba acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido.
Escuché arcadas, una tos ronca, el sonido del agua al chocar contra la piedra.
—Está prácticamente muerto, señor C. —dijo otra voz. Me pareció conocida o, cuando menos, que la había escuchado antes. El acento era familiar, aunque no el tono.
—No dejéis que se muera —dijo la primera voz—. Aún va a pagar antes de que lo dejemos ir —se hizo el silencio. Escuché pasos aproximarse, un claro resonar de zapatos de cuero sobre lo que debía de ser mármol. Se detuvieron ante mí—. ¿Qué ocurre con este? Ya debería haber vuelto en sí.
Una mano me agarró por detrás del pelo y tiró violentamente de mi cabeza hacia arriba. Mis ojos se abrieron de inmediato como los de una muñeca. La luz no me golpeó con excesiva dureza, pero durante unos segundos lo único que distinguí fue una ardiente neblina blanquecina donde se movían figuras borrosas.
—Ha vuelto en sí —dijo la primera voz—. Bien.
La neblina empezó a desvanecerse. Estaba en la sala de la piscina. El espacio era amplio y largo y tenía un alto techo de cristal abovedado por el que entraba la luz a borbotones. Las paredes y el suelo se hallaban revestidos de grandes baldosas de mármol blanco veteado. La piscina debía de tener unos quince metros de largo. No podía ver quién se encontraba a mi espalda, empuñando con violencia un mechón de mi pelo. Frente a mí, ligeramente a un lado, estaba Hanson, pálido y con aspecto enfermizo, con su chaqueta azul celeste y su corbata de cordón con el cierre en forma de cabeza de toro.
Junto a él había un hombre mayor, de baja estatura, fornido. Era calvo, con un cráneo puntiagudo y unas espesas cejas negras que parecían pintadas. Llevaba unas botas marrones hasta la rodilla, tan brillantes como la piel nueva de las castañas, unos pantalones de sarga y una camisa negra desabotonada en la parte superior. Alrededor del cuello, ensartados en una cuerda, colgaban dientes de lobo y un amuleto indio hecho de hueso con un gran ojo azul almendrado pintado en el centro. Empuñaba en la mano derecha un bastón de caña malaca, al que los británicos llaman, según creo, bastón de mando. Parecía una versión en miniatura de Cecil B. DeMille cruzado con un domador de leones retirado.
Se aproximó a mí con la cabeza calva ladeada, mirándome con pausa mientras se golpeaba suavemente la cadera con la vara de bambú. Se detuvo, se inclinó y acercó su rostro como si sus ojos despiadados pudieran leer en mi alma.
—Soy Wilberforce Canning —dijo.
Tuve que esforzarme en recuperar la lengua y los labios antes de conseguir hablar.
—Eso suponía.
—¿Ah, sí? Mejor para usted.
Por encima del hombro de su jefe, Hanson me observaba con expresión alerta, como si temiera que pudiera soltarme y atacar al hombrecito calvo. Era imposible. Aparte de que las cuerdas me sujetaban con firmeza a la silla, estaba tan débil como un gato con sarna.
—¿Cómo se hizo esa herida en la mejilla? —me preguntó Canning.
—Me mordió un mosquito.
—Los mosquitos no muerden, pican.
—Este tenía dientes.
Con los ojos entrecerrados, observé la piscina más allá de Canning. El agua azul se extendía dolorosamente apetecible. Me imaginé flotando en su fresca y sedosa superficie, tranquilo y sin dolor.
—Floyd me ha dicho que es usted un hombre muy curioso, señor Marlowe —dijo Canning, aún inclinado y con los ojos fijos en mi rostro. Deslizó la punta de la vara por mi mejilla y por la herida casi como en una caricia—. La curiosidad puede ser peligrosa —escuché otro gemido, venía de algún punto a mi derecha. Intenté mirar en aquella dirección, pero Canning presionó con dureza el bastón de mando contra mi mejilla para impedirme girar la cabeza—. Limítese ahora a prestarme atención. Concéntrese en el asunto que nos ocupa. ¿Por qué anda haciendo tantas preguntas sobre Nico Peterson?
—¿Tantas preguntas? Que yo sepa, solo hay una pregunta.
—¿Y cuál es?
—Si está muerto o si solo lo finge.
Canning asintió y retrocedió un paso; a mi espalda, la persona que me sujetaba por el cabello me soltó. Por fin, libre para mirar, giré la cabeza. A menos de medio metro, en el borde derecho de la piscina y de cara al agua, vi a López y a Gómez. Se hallaban sentados, uno junto al otro, en sillas de respaldo recto a las que, como yo, habían sido bien atados con metros y metros de soga fina y estrechamente trenzada. López ya estaba muerto. Su cabeza aparecía cubierta de tajos y golpes, y una cascada de brillante sangre medio seca empapaba la parte delantera de su camisa hawaiana. Una fuerte inflamación cerraba su ojo derecho, mientras que el izquierdo colgaba fuera de su órbita, ensangrentado y con una mirada enloquecida. Alguien le había golpeado en un lateral de la cabeza con tal contundencia y tantas veces que le había saltado el ojo. Su labio leporino estaba reventado en una docena de grietas.
Gómez también se encontraba en un estado deplorable. Su traje azul pálido, desgarrado y cubierto de manchas de sangre. Al menos uno de ellos se había cagado y el olor no era muy agradable. Era Gómez quien gemía. Era el lamento de alguien semiinconsciente y aterrorizado, como un hombre que sueña que está cayendo desde el tejado de un edificio alto. Parecía cuestión de poco tiempo que se reuniera con su cuate en el alegre más allá. Un hombre golpeado hasta la muerte y otro a punto de morir componen una visión terrible, pero yo no estaba dispuesto a compadecerme de esos dos. Recordaba a Lynn Peterson aquella noche, tumbada sobre las agujas de pino en el claro junto a la carretera, con el corte en la garganta, mientras Bernie Ohls me contaba lo que le habían hecho antes de matarla.
El que me había estado agarrando del pelo se colocó al alcance de mi vista. Era Bartlett, el mayordomo, el tipo mayor que nos había servido el té a Hanson y a mí la primera vez que fui al club. Llevaba su chaleco de rayas y unos pantalones negros de pinzas bajo un largo delantal blanco, cuyas cintas estaban atadas a la espalda en un pulcro lazo. Se había arremangado la camisa. No había rejuvenecido desde la última vez que lo vi, su rostro seguía siendo grisáceo y ajado. Sin embargo, parecía distinto. ¿Cómo no me había dado cuenta de lo fuerte que era, sólido y musculoso, con brazos cortos y anchos y un pecho tan grande como el de un buey? Debía de haber sido boxeador. Salpicaduras de sangre manchaban la pechera de su delantal. Tenía una porra en la mano derecha, tan pequeña como se pueda imaginar, pulida y brillante por el uso frecuente. Bueno, supongo que a los mayordomos se les pide que realicen todo tipo de tareas mientras están trabajando. Tal vez le había cogido a López la porra, esa misma que López había utilizado contra mí.
—Estoy seguro de que recuerda a esos caballeros —Canning señaló a los mexicanos—. Como puede ver, el señor Bartlett ha mantenido con ellos una intensa conversación. Ha tenido suerte de estar sumido en un sueño tan profundo porque el intercambio ha sido acalorado y, en algunos momentos, penoso de contemplar —se volvió hacia el mayordomo—. Haga el favor de sacarlos de aquí, Clarence. Floyd le echará una mano.
Hanson lo miró con espanto, pero su jefe lo ignoró.
—Por supuesto, señor Canning —dijo Bartlett, antes de girarse enérgico hacia Hanson—. Yo me encargo de este caballero y usted, del otro.
Se dirigió hacia Gómez, tiró hacia atrás del respaldo de la silla hasta dejarla en equilibro sobre las patas traseras y la arrastró hacia la puerta, en el lado opuesto de la piscina. Lynn Peterson salía por aquella puerta el día que la vi con la toalla enrollada como un turbante en la cabeza. Con expresión de profundo desagrado, Hanson inclinó la silla de López, la puso en equilibrio sobre las patas traseras y siguió a Bartlett. Sobre las baldosas de mármol, las patas de las sillas sonaban como uñas que estuvieran arañando una pizarra de arriba abajo. La cabeza de López se derrumbó hacia un lado con el ojo colgando.
Canning se volvió hacia mí y con el bastón de mando se dio un golpecito en la cadera.
—No han sido muy comunicativos —movió la cabeza en dirección a los dos mexicanos mientras se los llevaban.
—¿Comunicativos respecto a qué? —pregunté. Me asaltó un repentino e intenso deseo de fumar. ¿Iba a acabar como los mexicanos, golpeado hasta que me hicieran papilla y arrastrado fuera de la sala de la piscina, todavía atado a la maldita silla? ¡Qué manera de morir tan miserable e indigna!
Canning movió la cabeza de un lado a otro.
—Si quiere que le diga la verdad, no esperaba sacarles gran cosa —dijo.
—Eso debió de ser un alivio para ellos.
—No era mi intención que se sintieran aliviados.
—Ya, ya lo he comprobado.
—¿Siente compasión por ellos, señor Marlowe? Eran un par de animales. No, ni siquiera eso, los animales no matan por diversión.
Empezó a pasear de un lado a otro frente a mí: tres pequeños pasos a la derecha, tres pequeños pasos a la izquierda. Sus tacones resonaban secos sobre las baldosas. Era uno de esos hombres menudos, impacientes e irascibles. En aquel momento, parecía encontrarse extremadamente inquieto. Un gusto a metal me llenaba la boca, como si hubiera estado chupando un penique. Lo conocía, era el sabor del miedo.
—¿Podría fumarme un cigarrillo? Prometo no utilizarlo para liberarme quemando las cuerdas ni nada parecido.
—Yo no fumo. Es un hábito asqueroso —dijo Canning.
—Sí, lo es, tiene razón.
—¿Tiene cigarrillos? ¿Dónde los guarda?
Señalé con la barbilla el bolsillo superior de mi chaqueta.
—Ahí. También hay cerillas.
Metió la mano en el bolsillo y sacó la pitillera de plata con el monograma y el pequeño paquete de fósforos que había cogido en Barney’s Beanery. Había olvidado que lo tenía. Cogió un cigarrillo de la pitillera y me lo colocó entre los labios, encendió una cerilla y acercó la llama al pitillo. Aspiré una larga y profunda bocanada de humo caliente.
Canning devolvió la pitillera al bolsillo y reanudó su caminata.
—No tengo mucho respeto por las razas latinas. Lo único que saben hacer es cantar, torear y pelearse por las mujeres. ¿No le parece?
—Señor Canning —dije, desplazando el cigarrillo hacia un lado de la boca—. No me encuentro en la mejor situación para estar en desacuerdo con sus opiniones.
Se rio con un sonido delgado y agudo.
—Es cierto —y continuó andando. Era como si tuviera que estar en continuo movimiento, igual que un tiburón. Me pregunté cómo habría hecho su fortuna. Petróleo, quizá. O tal vez agua, un bien casi tan precioso en esta árida quebrada donde los primeros angelinos decidieron construir la ciudad—. En mi opinión, solo hay dos razas admirables. De hecho, no son razas, más bien especímenes. ¿Sabe a quiénes me refiero? —sacudí la cabeza y fue tal el dolor que me arrepentí de inmediato. Una lluvia de cenizas cayó silenciosamente por delante de mi camisa y aterrizó en mi regazo—. El indio americano y el caballero inglés. Una extraña pareja, pensará usted —me miró con ojos risueños.
—No crea. Puedo ver rasgos en común.
—¿Como cuáles? —Canning se detuvo y me miró de frente, arqueando una de sus espesas cejas negras.
—¿Amor a la tierra? ¿Fidelidad a la tradición? ¿Entusiasmo por la caza?…
—Es cierto. ¡Cierto!
—Además de la inclinación a asesinar a quienes se interponen en su camino.
Sacudió la cabeza, mientras me señalaba con el índice y lo movía con reprobación.
—Ahí ha estado impertinente, señor Marlowe. Y las impertinencias me gustan tan poco como la curiosidad.
Reanudó su marcha de un lado a otro. Yo no separaba los ojos de su bastón de mando. La marca que dejaría en mi rostro si me golpeaba no sería fácil de olvidar.
—Matar es necesario en algunas ocasiones. O llamémoslo más bien eliminar —su rostro se ensombreció—. Algunas personas no merecen vivir. Es un hecho —se aproximó a mí y se puso en cuclillas a un lado de la silla a la que yo estaba atado. Tuve la desagradable sensación de que iba a hacerme una confidencia—. Usted conocía a Lynn Peterson, ¿verdad?
—No la conocía, no. La vi…
Se limitó a asentir.
—Usted fue la última persona que la vio con vida. En esa cuenta no entran esas dos piltrafas —señaló con la cabeza hacia la puerta.
—Sí, eso parece. Ella me cayó bien, aunque fue poco el tiempo que pude tratarla, claro.
Contempló mi rostro desde el lateral donde permanecía acuclillado.
—¿De verdad? —un músculo se contraía espasmódicamente en su sien izquierda.
—Sí, me pareció una buena persona.
Asintió con expresión ausente. Una extraña tensión había aparecido en su mirada.
—Era mi hija —dijo.
Tardé en asimilar lo que acababa de oír. No se me ocurrió nada que decir, así que no dije nada. Canning seguía observándome. Una lejana y honda tristeza apareció y desapareció de su rostro en cuestión de segundos. Se levantó, caminó hasta el extremo de la piscina y permaneció allí en silencio, de espaldas a mí y con la mirada perdida en el agua. Luego se volvió.
—No finja no estar sorprendido, señor Marlowe.
—No estoy fingiendo nada. Estoy sorprendido. Solo que no sé qué decirle.
Ya no quedaba nada de mi cigarrillo. Canning se acercó y, con expresión de asco, despegó la colilla de mis labios. Sujetándola entre el índice y el pulgar, lejos de él como si fuese el cadáver de una cucaracha, la llevó hasta la mesa que había en la esquina y la dejó caer en un cenicero. Luego se acercó de nuevo a mí.
—¿Cómo es que su hija se apellidaba Peterson? —le pregunté.
—Se puso el apellido de su madre, quién sabe por qué. Mi esposa no era una mujer muy recomendable, señor Marlowe. Era en parte mexicana, así que yo hubiera debido sospecharlo. Se casó conmigo por el dinero y cuando se gastó una buena parte (o, debería decir, cuando yo puse freno a sus gastos), se marchó con un tipo que resultó ser un estafador. No es una historia muy agradable, lo sé. No puedo decir que esté orgulloso de esa etapa de mi vida. Lo único que puedo alegar en mi defensa es que era joven y estaba, supongo, ciego de amor —sonrió de oreja a oreja mostrando los dientes—. ¿No es eso lo que dicen todos los cornudos?
—No lo sé.
—Es usted un hombre con suerte.
—Hay suertes y suertes, señor Canning —lancé una ojeada a las sogas—. La mía no parece muy activa últimamente.
Otra vez se me nubló la mente, supongo que debido a la presión de las cuerdas, que me cortaban la circulación. Pero sentía que estaba recuperando las fuerzas, a no ser que fuese un mero efecto de la nicotina. Me pregunté cuánto tiempo se alargaría la situación. Me pregunté también cómo acabaría. Recordé el ojo colgante de López y la sangre en la pechera de su camisa. Aunque Wilber Canning estaba interpretando el papel de viejo amable, yo sabía que no había nada amable en él. Excepto, quizá, en lo que concernía a su hija muerta.
—Oiga, ¿puedo concluir que si Lynn era su hija, entonces Nico es su hijo?
—Sí, los dos eran mis hijos —contestó sin mirarme.
—Lamento lo sucedido. Nunca coincidí con su hijo, pero, como le he dicho antes, Lynn me pareció una buena chica. ¿Cómo es que no asistió a su funeral?
Se encogió de hombros.
—Era una fulana —lo dijo sin especial énfasis— y Nico era un gigoló, cuando no trabajaba de algo peor. Ambos tenían mucho de su madre —dirigió la vista hacia mí—. Señor Marlowe, ¿le asombra mi actitud hacia mi hijo y mi hija, aunque los haya perdido?
—Es difícil que algo me asombre.
No me escuchaba. Había comenzado a caminar otra vez y seguirle sus idas y vueltas provocaba que me sintiera mareado.
—No puedo protestar. No he sido el mejor padre. Empezaron a hacer lo que les daba la gana y luego se marcharon. No intenté localizarlos. Luego ya fue demasiado tarde para intentar reconciliarme con ellos. Lynn me odiaba. Seguro que Nico también, solo que él me necesitaba para ciertas cosas.
—¿Qué cosas? —no se molestó en contestar—. Probablemente usted no fue tan malo como piensa. Los padres tienden a juzgarse con demasiada severidad.
—¿Usted tiene hijos, Marlowe? —sacudí la cabeza y fue como si enormes dados de madera entrechocaran dentro de mi cráneo—. Entonces no sabe de lo que habla —su voz sonaba más triste que otra cosa.
Aunque el día debía de estar acabando, el calor en la espaciosa sala con su alto techo era cada vez mayor. Me hacía pensar en una tarde de agosto en Savannah. La humedad del aire parecía aumentar además la presión de las cuerdas alrededor de mi pecho y de mis muñecas. Dudé si alguna vez volvería a recuperar la sensibilidad en los brazos.
—Mire, señor Canning, dígame lo que desea de mí o déjeme marchar. Me importan un carajo los mexicanos, se merecen lo que les ha hecho su mayordomo Jeeves. En su caso, una justicia brutal es suficiente justicia. Pero usted no tiene ninguna razón para tenerme atado como si fuera el pollo para asar de los domingos. No le he hecho nada ni a usted ni a su hijo ni a su hija. Únicamente soy un detective que se esfuerza en ganarse la vida y, por lo que se ve, no demasiado bien.
Con alivio comprobé que, aunque solo fuera eso, mis palabras habían conseguido que Canning se detuviera. Se aproximó y se situó frente a mí con las manos en las caderas y el bastón de mando bajo el brazo.
—El asunto, Marlowe, es que yo sé para quién trabaja usted.
—¿Lo sabe?
—Vamos, ¿por quién me toma?
—No le tomo por nada, señor Canning, pero tengo que decirle que dudo seriamente que conozca la identidad de mi cliente.
Se inclinó hacia delante y me mostró el amuleto que colgaba de la cuerda en torno a su cuello.
—¿Sabe qué es esto? Es el ojo del dios cahuilla. Los cahuilla son una tribu muy interesante. Poseen poderes de adivinación que han sido científicamente comprobados. Carece de sentido mentirles, pueden ver a través de usted. Tuve el privilegio de ser iniciado como guerrero honorario. Parte de la ceremonia era la entrega de esta valiosa imagen: el ojo que todo lo ve. Así que no intente contarme mentiras o despistarme haciéndose el inocente. ¡Hable!
—No sé de qué quiere que le hable.
Movió la cabeza con gesto triste.
—Mi hombre, Jeeves como usted lo llama, no tardará en volver. Ya ha visto lo que ha hecho con los mexicanos. No me gustaría verme obligado a pedirle que haga lo mismo con usted. A pesar de las circunstancias, le tengo cierto respeto. Aprecio a un hombre que mantiene la cabeza fría.
—El problema, señor Canning, es que no sé qué desea de mí.
—¿No?
—De verdad que no. Me contrataron para encontrar a Nico Peterson. Mi cliente pensaba que Nico estaba muerto, al igual que todo el mundo, hasta que lo vio en la calle y entonces acudió a mí para pedirme que lo localizara. Es un asunto privado.
—¿Dónde se supone que él, su cliente como usted lo llama, vio a Nico?
Él. Así que no sabía lo que creía saber. Era un alivio. No me hubiera gustado imaginar a Clare Cavendish en aquel lugar y atada a una silla, con ese pequeño loco asesino pavoneándose arriba y abajo frente a ella.
—En San Francisco —respondí.
—Así que está allí, ¿no?
—¿Quién?
—Ya sabe quién. ¿Qué hacía en San Francisco? ¿Estaba buscando a Nico? ¿Qué le hizo sospechar que Nico no estaba muerto?
—Señor Canning —dije de la manera más paciente y amable posible—, nada de lo que está diciendo tiene ningún sentido. Lo ha entendido mal. Vio a Nico de casualidad, en caso de que fuera Nico.
Canning se colocó de nuevo frente a mí, con los puños contra las caderas. Me miró en silencio durante largo rato.
—¿Usted qué cree? ¿Cree que era Nico? —dijo finalmente.
—No lo sé, no puedo decirlo.
Hubo un nuevo silencio.
—Floyd me ha dicho que usted mencionó a Lou Hendricks. ¿Por qué lo hizo?
—Hendricks me detuvo en la calle y me llevó a dar un paseo en su elegante coche.
—¿Y?
—También está buscando a Nico. Su hijo es muy popular.
—¿Hendricks cree que Nico está vivo?
—No sabe si está vivo o no. Al igual que usted, oyó que yo andaba husmeando, intentando dar con el rastro de Nico —no mencioné esta vez la maleta, que desgraciadamente le había mencionado a Hendricks—. Tampoco pude decirle nada.
Canning suspiró.
—De acuerdo, Marlowe, como usted prefiera.
En la otra punta de la piscina se abrió la puerta justo en ese instante y entraron Bartlett y Floyd Hanson. Hanson tenía peor aspecto que nunca. Su rostro estaba gris con matices verdosos. Tenía manchas de sangre en su bonita chaqueta de lino y en los pantalones blancos, antes impolutos. Librarse de dos cadáveres machacados —no parecía exagerado asumir que el segundo mexicano ya habría muerto cuando llegaron a dondequiera que los llevaran— es un desastre para la ropa, en especial si te gusta vestir con elegancia, como a Floyd Hanson. A todas luces, no estaba acostumbrado a la visión de la sangre. Desde luego, no en las cantidades derramadas por los dos mexicanos. Pero ¿no me había dicho que había luchado en las Ardenas? Tendría que haber escuchado su historia con muchísimas reservas.
Bartlett se adelantó.
—Ya está todo solucionado, señor Canning —dijo con su acento cockney.
Canning asintió.
—Dos menos y uno en camino —dijo—. El señor Marlowe no parece dispuesto a cooperar. Tal vez una buena zambullida le aclararía la cabeza. Floyd, por favor, eche una mano al señor Bartlett.
Bartlett se puso a mi espalda y empezó a desanudar las cuerdas. Cuando terminó, tuvo que ayudarme a ponerme en pie, pues mis piernas estaban demasiado entumecidas para sostenerme. También me soltó las manos y flexioné los brazos para que la sangre volviera a circular. Me condujo al borde de la piscina y me puso una mano en el hombro para obligarme a que me arrodillara sobre las baldosas de mármol. El nivel del agua estaba a unos cinco centímetros del borde. Bartlett sujetó uno de mis brazos y Hanson se acercó y me sujetó el otro. Pensé que me iban a arrojar a la piscina, pero en lugar de eso tiraron de mis brazos hacia atrás para sujetármelos en la espalda, Bartlett me agarró del pelo de nuevo y me sumergió la cabeza dentro del agua. No había cogido suficiente aire y enseguida comencé a sentir el pánico de quien se ahoga. Intenté girar la cabeza para sacar la cara a la superficie y respirar, pero los dedos de Bartlett eran tan fuertes como las mandíbulas de un pitbull y no pude moverme. No pasó mucho tiempo antes de que sintiera que mis pulmones iban a estallar. Por fin, me alzaron fuera de la piscina con el agua chorreando dentro del cuello de mi camisa. Canning se acercó, se puso a mi lado y se inclinó, con las manos en las rodillas y el rostro próximo al mío.
—¿Ya está listo para contarnos lo que sabe?
—Está cometiendo un error, Canning —dije boqueando—, no sé nada.
Suspiró de nuevo, hizo un gesto a Bartlett y de nuevo me encontré bajo el agua. Qué extrañas las cosas en que te fijas hasta en las circunstancias más desesperadas. Tenía los ojos abiertos y vi abajo, en el fondo azul pálido de la piscina, un pequeño anillo, una sencilla alianza de oro que debía de haberse deslizado del dedo de una mujer mientras nadaba sin que ella se diera cuenta. Al menos, aquella vez había sido lo suficientemente avispado para llenarme los pulmones, pero no supuso gran diferencia y, tras algo así como un minuto, volví a ser un hombre que se estaba ahogando. No suelo ir a nadar y, desde luego, no había aprendido a aguantar la respiración como hacen los campeones de natación. Tampoco me habría sido muy útil. Pensé que aquel anillo en el fondo podía ser lo último que viera. Hay cosas peores que mirar cuando estás a punto de exhalar el último aliento. O, en mi caso, de no inhalar el último aliento.
Bartlett era capaz de percibir el momento en que, presa del pánico, estaba a punto de abrir la boca y dejar que mis pulmones se llenaran de agua. No iba a dejarme morir, todavía no. Él y Hanson me sacaron del agua de nuevo. Canning se inclinó y me miró a los ojos.
—¿Está dispuesto a hablar, Marlowe? Ya sabe lo que dicen acerca de la tercera vez en que te hunden la cabeza en el agua. Supongo que no querrá reunirse con los dos panchitos en el vertedero.
No dije nada ni tampoco levanté la cabeza empapada. Hanson estaba a mi derecha, retorciéndome el brazo en la espalda. Veía sus elegantes mocasines y las vueltas de su pantalón de lino blanco. Bartlett se hallaba en el otro lado, sujetando mi brazo izquierdo y aferrando la parte de atrás de mi cabeza con su mano derecha. Era muy probable que me ahogaran esta vez. Tenía que hacer algo. Prefería que me golpearan hasta la muerte que morir bajo el agua. Pero ¿qué podía hacer?
Nunca me había gustado pelear y, cuando pasas los cuarenta, es algo que ya no te planteas. Me había visto envuelto en bastantes peleas, pero siempre cuando no quedaba más remedio. Hay una gran diferencia entre defenderse cuando te atacan y lanzar un ataque. Sin embargo, si había aprendido algo era la importancia del equilibrio. Incluso los contrincantes más peligrosos —y Bartlett, a pesar de su edad y de su baja estatura, era tan peligroso como el que más— pueden ser derribados si los sorprendes en el momento adecuado, en la postura adecuada. Mientras se preparaba para zambullirme de nuevo, la atención y la fuerza de Bartlett estaban dirigidas a su mano derecha, con la que me sujetaba la parte posterior de la cabeza, y durante un segundo relajó la presión que mantenía en mi brazo con la mano izquierda. Al empujarme hacia el agua, inclinó ligeramente el cuerpo hacia los dedos de los pies. Liberé entonces el brazo de su presa, doblé el codo y se lo hundí en las costillas. Soltó un gruñido gutural y quitó la mano de mi cabeza. No me fue difícil liberar mi brazo derecho de Hanson, que lo sujetaba sin gran determinación. Este retrocedió un paso, temeroso de que lo golpeara como acababa de hacer con Bartlett.
A mi espalda, Canning gritó algo que no entendí, concentrado como estaba en Bartlett. Me levanté y con el puño izquierdo dibujé un amplio arco y le di de lleno en un lado del cuello. Con otro gruñido sofocado, se tambaleó en el borde de la piscina mientras movía los brazos de un modo que habría resultado cómico en una película, perdió el equilibrio y se cayó de espaldas al agua. La manera en que salpicó fue asombrosa, el agua se elevó en un gran embudo transparente y volvió a caer con extraña lentitud. Mi cerebro todavía debía de estar aletargado por la droga.
Todo había sucedido en un par de segundos. Me giré. Sabía que a Canning y a Hanson les llevaría aún menos tiempo reaccionar y lanzarse contra mí. Pero no les hizo falta. Hanson, como pude ver, llevaba un arma en la mano, un gran revólver negro con un largo cañón. «Un Webley», pensé. ¿De dónde había salido? Seguramente pertenecía a Canning; parecía propio de él poseer un arma británica, el tipo de revólver que utilizaría un arrogante caballero inglés.
—Quédese en donde está —dijo Hanson, igual que todos los malos que había visto en películas de serie B.
Lo miré con atención. No tenía ojos de asesino. Di un paso hacia delante. El cañón del revólver temblaba.
—¡Dispárele! —aulló Canning—. ¡Vamos, apriete el maldito gatillo!
Gritaba, sí, pero se abstenía de hacer ningún movimiento.
—Usted no va a matarme, Hanson. Ambos lo sabemos —dije.
El sudor brillaba en su frente y sobre su labio superior. No disparar a un hombre no te convierte en un cobarde. Matar nunca es fácil. Con el rabillo del ojo, vi a Bartlett alzándose fuera de la piscina. Avancé otro paso. El revólver apuntaba a mi esternón, agarré el cañón y lo aparté a un lado. Tal vez Hanson estaba demasiado sorprendido para ofrecer resistencia o tal vez lo único que deseaba era librarse del arma, pero el hecho es que la soltó y retrocedió con las manos extendidas hacia delante, como si pudieran protegerlo de una bala. Aquel viejo revólver pesaba tanto como un yunque y tuve que sujetarlo con ambas manos. No era un Webley y tampoco era británico. Era de fabricación alemana, un Weihrauch de calibre 38. Un arma fea, pero terriblemente efectiva.
Me giré y disparé a Bartlett en la rodilla derecha. No sé si apunté a su rodilla, pero fue ahí donde le di. Lanzó una exclamación parecida a un maullido, trastabilló, cayó de lado y se quedó en el suelo retorciéndose y encogido sobre sí mismo. Una gran mancha de sangre empezó a formarse en la parte inferior de la pernera de su pantalón empapado. Escuché un ruido a mi espalda, me eché rápidamente a un lado y Canning pasó de largo, tambaleante y maldiciendo, con los brazos extendidos en vano frente a él. Se detuvo y dio media vuelta, listo para arremeter contra mí de nuevo. Me cruzó la cabeza la idea de dispararle también, aunque no lo hice.
—No quiero matarlo, Canning, pero si es preciso, lo haré —moví la pistola hacia Hanson—. Acérquese aquí, Floyd.
Se aproximó y se colocó al lado de su jefe.
—¡Mariposón de mierda! —siseó Canning.
Me reí. Creo que, en toda mi vida, no había oído a nadie utilizar la palabra mariposón. No podía parar de reír. Supongo que todavía estaba bajo los efectos de la conmoción. Sin embargo, visto desde otra perspectiva, lo que había sucedido en el último medio minuto podía resultar tan cómico y grotesco como un número de Charlie Chaplin.
Bartlett se agarraba la pierna, con una mano bajo la rodilla hecha añicos, mientras movía sin descanso la otra pierna en un círculo que le hacía girar sobre las baldosas como un ciclista a cámara lenta. Seguía profiriendo aquellos gemidos que parecían maullidos. Por muy duro que seas, una rótula machacada produce un dolor infernal. Pasaría tiempo antes de que pudiera volver a servir el té de las cinco.
Los brazos, aún con la sensación de hormigueo, me dolían del peso de aquel artefacto alemán. Y del esfuerzo de mantener el cañón en posición más o menos horizontal. Canning me observaba con un desagradable destello de desprecio.
—Vale, Marlowe, ¿qué va a hacer ahora? Imagino que al final tendrá que matarme, al igual que a mi leal mayordomo —dijo.
Hanson le miró con profundo odio.
—Métanse en la piscina —les ordené a ambos. Me miraron con asombro. Señalé el agua con la pistola—. Ahora, métanse dentro.
—Yo…, yo no sé nadar —dijo Hanson.
—Esta es una buena oportunidad para aprender —repliqué, y volví a reír. Era una risa tonta. No era yo. Hanson tragó saliva con esfuerzo y empezó a quitarse sus lustrosos zapatos—. No, déjeselos puestos. No se quiten nada.
Canning, con sus pequeños ojos de demente, seguía observándome con mirada glacial. Pero había algo resuelto y casi soñador en su expresión. Supuse que estaría imaginando con deleite las cosas que ordenaría hacerme a Bartlett, o más bien al sucesor de Bartlett, en cuanto se presentara la ocasión.
—Vamos, Canning, al agua, a menos que quiera que haga con usted lo que le he hecho al simpático Jeeves. Y, de paso, tire el bastón.
Canning arrojó el bastón de mando contra el mármol, igual que un niño tira el juguete que le han ordenado devolver a su dueño. Me dio la espalda y empezó a andar hacia el extremo de la piscina donde menos cubría. No me había fijado hasta entonces en lo arqueadas que tenía las piernas. Llevaba los puños cerrados a ambos costados. Los hombres como él no saben cómo comportarse ni qué hacer cuando son ellos los que reciben órdenes y no pueden sino obedecerlas.
Hanson me miró con expresión suplicante y empezó a decir algo, pero moví el cañón de la pistola ante su rostro para hacerlo callar. Estaba harto de escuchar su voz, tan hastiada y distante antes, tan aguda y quejumbrosa ahora.
—Vamos, Floyd, el agua está estupenda.
Asintió compungido, se volvió y siguió a Canning.
—Ese es mi chico —le dije mientras se alejaba.
Cuando Canning llegó al extremo de la piscina, se volvió y me miró desde allí. Casi podía oír su cerebro, preguntándose si aún había alguna manera de jugármela.
—Puedo dispararle perfectamente desde aquí —el eco de mi voz onduló bajo el alto techo abovedado de cristal.
Canning vaciló un instante antes de meterse en la piscina y descendió con sus andares arqueados los blancos escalones que entraban en el agua.
—Siga andando hasta llegar a la mitad.
Floyd Hanson, que acababa de alcanzar la otra punta de la piscina, intentó retrasar el momento durante unos segundos y finalmente entró en el agua con gran cautela.
—Camine hasta que le cubra por la barbilla. Entonces puede detenerse, nadie quiere que usted se ahogue —le dije.
Canning avanzó hacia mí, vadeando. Cuando el agua le llegó al pecho, empezó a nadar a braza la distancia que le quedaba hasta el centro de la piscina. Se detuvo y comenzó a saltar suavemente arriba y abajo, moviendo los brazos y las piernas para mantenerse a flote. También Hanson avanzó vadeando, pero se paró cuando el agua cubrió sus hombros.
—Venga, Floyd. Ya le he dicho que no se detenga hasta que el agua le llegue a la barbilla —le conminé. Con gran sufrimiento, dio otro paso. Incluso a aquella distancia veía el pánico en sus ojos. Al menos, no fingía haber luchado en la Marina—. Así está bien, ahora deténgase.
La imagen resultaba inquietante: su cabeza parecía flotar, sin cuerpo, sobre el agua. Pensé en San Juan Bautista.
En la vida hay momentos que sabes que nunca olvidarás, que recordarás siempre con una viveza y precisión alucinantes hasta en los más mínimos detalles.
—Muy bien. Voy a salir por esta puerta y me quedaré esperando detrás de ella el tiempo que yo decida. Si mientras estoy ahí escucho salir de la piscina a alguno de ustedes, volveré a entrar y dispararé al que sea. ¿Lo han entendido? —apunté con la pistola a Canning—. ¿Lo ha entendido usted, viejo?
—¿Cree que va a salir airoso de esto? No importa a donde huya, lo cazaré —me contestó.
—No va a salir de caza durante una temporada, señor Canning. No mientras esté en el talego con un traje de rayas y haciéndose la cama cada noche.
—Váyase al infierno, Marlowe.
Empezaba a jadear, mientras sacudía las piernas para mantenerse a flote. Si se veía obligado a permanecer allí mucho más tiempo, podía llegar a ahogarse. Me daba igual.
Por supuesto, en cuanto atravesé la puerta, no me quedé esperando. Era dudoso, en cualquier caso, que Canning hubiera creído que yo haría tal cosa. No quise arriesgarme a salir del club por la puerta principal. Tal vez existía un botón que la recepcionista podría pulsar para avisar a una pandilla de matones. Busqué otra salida y encontré, casi inmediatamente, una que además ya conocía. Había abierto un par de puertas y cruzado a toda velocidad un par de salas cuando llegué a un pasillo que me resultó familiar, abrí una nueva puerta —pensé que por azar— y me encontré en el salón con los sillones de cretona y la imponente chimenea adonde Hanson me condujo en mi primera visita y donde Bartlett, en su papel de venerable criado, nos sirvió el té. Atravesé la sala, abrí la puerta acristalada y salí trastabillando a la luz del sol y al delicado perfume de los naranjos.
Los Shriners seguían deambulando por la finca. La mitad de ellos estaban borrachos y la otra mitad llevaban camino. Llevaban el fez torcido y sus voces eran más estridentes. En mi estado hipersensibilizado por la droga, tuve la sensación durante un minuto de haber irrumpido en una escena de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Tomé el sendero que discurría junto a las buganvillas colgantes y su exagerado esplendor.
Tenía una vaga idea de cómo llegar al lugar donde había aparcado mi coche. Me dirigía en esa dirección cuando, en un recodo del sendero, me encontré el camino bloqueado por un tipo pelirrojo con el rostro congestionado y el fez algo vapuleado, que tenía la envergadura de una nevera familiar. Vestía una camisa verde lima y unos pantalones cortos morados y sujetaba un vaso largo en su manaza rosa. Me contempló con una enorme sonrisa de felicidad y luego, señalando mi cabeza, frunció el ceño con fingida reprobación.
—Lleva la cabeza desnuda, hermano. Eso no está permitido. ¿Dónde está su fez?
—Me lo ha robado un mono y ha escapado con él entre los árboles —dije.
Al oír mi comentario, el gordo rompió a reír con ganas y su panza tembló bajo la deslumbradora camisa verde. Solo me di cuenta de que aún empuñaba la Weihrauch cuando él la señaló.
—¡Vaya, mira eso! Menuda arma pintona lleva ahí. ¿De dónde la ha sacado?
—Las están repartiendo en el edificio principal. Parece que el gerente se ha embolsado el dinero del club y están formando una cuadrilla para echarle el guante. Si se da prisa, aún está a tiempo de unirse.
Me miró con la boca abierta hasta que en su rostro, que tenía el color y la brillante textura de un jamón de Navidad, apareció una sonrisa socarrona. Me señaló con el dedo, mientras lo movía divertido.
—Me está tomando el pelo, hermano. Claro que me está tomando el pelo.
—Es verdad —dije sopesando el revólver con la mano—. Este armatoste es solo una copia del revólver auténtico. El gran jefe de todo esto, un tal Canning, los colecciona. Me refiero a que colecciona réplicas de armas. Le aconsejo que le pida que le muestre la sala donde las guarda. Es impresionante.
El hombre gordo echó la cabeza hacia atrás mientras me miraba con los ojos entornados.
—¿Por qué no? —dijo risueño—. Ahora mismo voy a hacerlo. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—Está en la piscina.
—¿Que está dónde?
—En la piscina. Refrescándose. Siga ese camino —apunté con el pulgar sobre mi hombro— y lo encontrará. A él le alegrará verlo.
—Gracias, hermano. Ha sido muy amable.
Y se marchó tan feliz, andando como un pato rumbo al edificio del club.
En cuanto giró en la curva y yo lo perdí de vista, miré alrededor, imagino que algo enloquecido, mientras decidía qué hacer con el revólver. Mi cerebro aún no funcionaba demasiado bien después de todos los insultos que había recibido en los últimos días y horas. Estaba de pie junto al alto muro cubierto por la densa enramada de la exuberante flor oficial de San Clemente y, sin pensarlo, lancé el arma lo más lejos posible. Escuché cómo golpeaba el muro y caía con un sonido sofocado sobre las hojas y residuos que había en la base. A los hombres de Bernie Ohls les llevaría casi dos días encontrarlo algún tiempo después.
El sol, para variar, daba de lleno en el coche y el interior estaba tan caliente como un horno de vapor. Me dio igual: el volante podría haber abrasado las palmas de mis manos hasta llegar al hueso y no lo hubiera sentido. Conduje hacia las puertas de la verja. En una de las curvas del camino, me sentí repentinamente mareado y a punto estuve de chocarme contra un árbol. Aún tenía los brazos doloridos por las cuerdas. Marvin, el guarda de la verja, me miró con recelo y puso cara de gárgola, pero levantó la barrera sin darme problemas. Me detuve en la primera cabina de teléfonos que encontré y llamé a Bernie. No me salía la voz y, al principio, él no entendía lo que le estaba contando. Luego, lo entendió.