23
Debería saber esperar, dada la forma que he elegido de ganarme la vida, si acaso la elegí y no fue más bien que me vi metido en esta profesión como quien se ve metido en una alcantarilla al caer por la boca abierta. En cualquier caso, no tengo el carácter adecuado para esperar. No tengo ningún problema en perder el tiempo. Puedo permanecer horas sentado en la silla giratoria de la oficina, frente a la ventana, con los ojos fijos en la secretaria del otro lado de la calle, inclinada sobre su dictáfono, sin siquiera verla la mitad de las veces. Puedo quedarme delante del tablero de ajedrez con la apertura Gambito de Rey hasta que veo las piezas borrosas y los cuadros blancos y negros del tablero hacen que me dé vueltas la cabeza. Puedo sentarme con una cerveza en un local de mala muerte mientras el camarero me cuenta lo estúpida que es su mujer y cómo sus críos no le tienen ningún respeto, y ni siquiera bostezar. Soy un profesional de perder el tiempo. Pero dame una razón concreta que me obligue a esperar y en menos de quince minutos me estaré comiendo las uñas.
Aquel día comí temprano en Rudy’s Bar-B-Q, en La Cienega Boulevard: unas costillas tan brillantes como si les hubieran dado un barniz rojo oscuro y que, de hecho, sabían a barniz. Me bebí una cerveza mexicana; parecía, con humor siniestro, lo más adecuado. México era la banda sonora de todo lo sucedido, pero yo no había sido lo suficientemente listo para darme cuenta. Regresé a la oficina con la esperanza de que entrara algún cliente. Hasta me hubiera alegrado volver a ver a la vieja dama cuya vecina intentaba envenenarle al gato. Pero pasó una hora, una hora que me pareció tres, y seguía solo. Di un par de sorbos a la botella de la oficina. Me fumé otro cigarrillo. La señorita Remington apagó la grabadora y se dispuso a cubrir la máquina de escribir con la funda. Luego, sacaría la polvera y se empolvaría la nariz, mirándose en el espejito y poniendo morritos. Y, a continuación, se pasaría el peine, cerraría el bolso y se iría a casa. Había llegado a conocer a fondo su rutina.
Eché un vistazo a la cartelera. Había una reposición de Plumas de caballo en el Roxie. Justo lo que necesitaba; Groucho y sus hermanos me harían disfrutar durante un par de horas. Me acerqué y compré una entrada para el anfiteatro. La acomodadora me llevó hasta el asiento. Era una pelirroja con flequillo, mirada amistosa y una bonita boca. Abajo, en el patio de butacas, había otra chica igual de guapa parada frente a la pantalla con una bandeja con helados, dulces y cigarrillos. Llevaba un uniforme similar al de una doncella, con un cuello de encaje, una falda corta negra y un sombrerito blanco que parecía un barco de papel boca abajo. No habría más de doce personas en el cine, almas solitarias igual que yo, que se habían sentado lo más lejos posible unas de otras.
Las cortinas granates se abrieron con un susurro al rozar el suelo, se apagaron las luces y en la pantalla apareció un tráiler de La novia del gorila, con Lon Chaney y Barbara Payton de protagonistas. Raymond Burr interpretaba el papel de jefe de una plantación, en el corazón de una selva de Sudamérica, a quien un brujo nativo había lanzado una maldición. Cada noche se convertía en lo-que-ya-sabes, arrancando los gritos de las mujeres y logrando que los hombres se encogieran de miedo. Acto seguido proyectaron anuncios de Philip Morris, de Clorox y de otros artículos semejantes y entonces las cortinas se cerraron de nuevo y un foco se encendió sobre la chica de los helados en el patio de butacas. Ella saludó, flexionando una rodilla e inclinando la cabeza, y esbozó una sonrisa de reclamo, pero nadie se acercó y, un minuto después, el foco se apagó con un triste clic, las cortinas se abrieron y empezó la película.
Aguardé a que la magia de los histriónicos hermanos surtiera su efecto, pero no resultó. Ni me reí yo ni se rio nadie. Las películas de humor solo son divertidas si la sala está llena. Cuando el cine está prácticamente vacío, queda patente cómo después de cada broma hay una pausa en la acción, pensada para que en ese momento el público se ría. Pero aquella tarde no se oía ni una carcajada y la situación comenzaba a resultar más bien triste. Hacia la mitad de la película me levanté y me fui. Al otro lado de la puerta batiente, la acomodadora pelirroja estaba sentada limándose las uñas. Me preguntó si me sentía mal y le dije que no, que solo quería salir un minuto a tomar el aire. Me dedicó una dulce sonrisa que solo consiguió aumentar mi tristeza.
Empezaba a anochecer y el aire estaba caliente y cargado de humo, igual que en una estación de metro. Eché a caminar por el bulevar sin pensar en nada en concreto. Me encontraba en ese estado de espera propio de alguien a quien van a operar. Lo que suceda sucederá, lo que sea será. En cualquier caso, presentía que lo que la noche me reservaba no serían más que las consecuencias de algo que ya había ocurrido. No podían hacerme más daño del que ya me habían infligido. A partir del momento en la vida en que pueden romperte el corazón, los golpes que recibes te endurecen. Pero un día llega un golpe mayor que cualquiera que hayas sufrido antes y te das cuenta de lo vulnerable que eres, de lo vulnerable que siempre serás.
Me detuve ante un buzón, miré las horas de recogida y comprobé que acababan de llevarse la saca. Extraje un sobre del bolsillo interior de mi chaqueta, lo introduje en la ranura y oí cómo caía al fondo.
El Edificio Cahuenga estaba vacío. Las únicas personas que seguían allí eran el vigilante nocturno, en la cabina de cristal junto al ascensor, y el conserje, un negro muy alto llamado Rufus. Rufus siempre tenía una palabra amable para mí. Alguna vez le daba una propina para las carreras de caballos, aunque nunca supe si le gustaba apostar. Cuando salí del ascensor, me lo encontré en el pasillo. Limpiaba el suelo, frotando una bayeta húmeda hacia delante y hacia atrás a su ritmo tranquilo. Medía casi dos metros y tenía una hermosa y gran cabeza africana.
—¿Tiene trabajo esta noche, señor Marlowe? —me preguntó.
—Estoy esperando una llamada de teléfono. ¿Todo bien, Rufus?
Una gran sonrisa iluminó su rostro.
—Ya me conoce, señor Marlowe. El viejo Rufo siempre está en forma.
—Se ve —le dije—. Ya se ve.
No encendí ninguna lámpara al entrar en la oficina. Me senté en la oscuridad y giré el asiento de la silla hacia la ventana para contemplar las luces de la ciudad y la luna suspendida sobre las lejanas colinas azuladas. Saqué la botella del cajón, pero la volví a guardar inmediatamente. Lo último que necesitaba aquella noche era estar aturdido.
Llamé a Bernie Ohls, pero no estaba en la oficina. Busqué en mi manoseada agenda de teléfonos y encontré el número de su casa. No le gustaba que lo llamaran allí, pero me dio igual. Contestó su mujer y, cuando le dije mi nombre, pensé que iba a colgar; no lo hizo. Oí cómo llamaba a Bernie y, más débilmente, oí cómo él le respondía a gritos y luego oí el ruido de sus pasos bajando las escaleras.
—Es tu amigo Marlowe —le dijo la señora Ohls con tono desabrido.
Entonces se puso Bernie.
—¿Qué quieres, Marlowe? —gruñó.
—Hola, Bernie. Espero no molestarte.
—Vamos a dejarnos de charlitas. ¿Qué pasa?
Le conté que había estado con Peterson. Casi pude sentir cómo se le aguzaban las orejas.
—¿Lo has visto? ¿Dónde?
—En Union Station. Me llamó y me dijo que fuera allí. Me citó en la estación porque llevaba una maleta y no quería llamar la atención.
Hubo un breve silencio.
—¿Qué clase de maleta?
—Una maleta. Hecha en Inglaterra, de cuero, con herrajes dorados.
—¿Qué había dentro?
—Un millón de pavos en forma de heroína. Propiedad de un tal señor Menéndez. ¿Recuerdas a nuestro viejo amigo Mendy, que fijó su residencia al otro lado de la frontera?
Bernie no dijo nada y me lo imaginé como si estuviera enroscando la tapa de una olla a presión. Su genio había empeorado con los años. Debería hacer algo al respecto, pensé.
—Muy bien, Marlowe, comienza a contármelo —me conminó con una voz más cerrada que la cartera de Bob Hope.
Y comencé a contárselo. Se mantuvo en silencio, excepto por algún ocasional bufido de sorpresa o desagrado. Cuando terminé, respiró a fondo y eso le provocó un acceso de tos. Alejé el auricular de mi oreja hasta que cesó.
—A ver si lo he entendido bien —dijo, jadeando ligeramente—: Peterson hacía de mula para sacar la droga de Menéndez de México y entregársela a Lou Hendricks, hasta que se le ocurrió la brillante idea de quedarse con una remesa y vendérsela a unos caballeros, descendientes de italianos. Pero el plan se fastidió y empezaron a amontonarse los cadáveres y Peterson perdió la calma y te contrató…
—Intentó contratarme.
—… para que le entregaras la maleta a Hendricks.
—Sí, eso es —en la línea se escucharon unos ruidos, como si Bernie rebuscara algo, y luego el raspar de una cerilla—. ¿Has encendido un cigarrillo? ¿No has tosido ya bastante?
Le oí aspirar una calada y luego exhalar.
—¿Dónde está la maleta ahora?
—En una taquilla de la estación. Y la llave de la taquilla está en un sobre metido en un buzón de South Broadway. Te llegará en el segundo reparto de la mañana. Y antes de que me preguntes, lo he hecho así porque le prometí a Peterson que le daría tiempo para esfumarse.
—¿Dónde se encuentra él?
—En un crucero por Sudamérica.
—Muy gracioso.
—No merece la pena detenerlo, Bernie. Sería un gasto inútil de energía y solo conseguirías cabrearte aún más de lo que ya estás.
—¿Y Hendricks?
—¿Qué pasa con Hendricks?
—Debería hacer que fuera a comisaría para tener con él una pequeña charla.
—¿Y qué conseguirías con eso? No le han entregado la droga. La tienes tú o, más bien, la tendrás tú cuando la llave de la taquilla caiga sobre la alfombrilla de tu puerta mañana al mediodía. No hay nada que implique a Hendricks.
Bernie inhaló otra larga calada de su cigarrillo. Nadie disfruta tanto de un pitillo como un hombre que supuestamente ha dejado el tabaco.
—Te das cuenta de que después de todo lo que ha sucedido con…, ¿cuántos?…, con cinco muertos, incluyendo al gorila de Canning, que, por cierto…, ¿cómo se llamaba?
—Bartlett.
—Incluyéndole a él, porque ha muerto esta tarde.
—Qué lástima —dije, como si realmente fuera lo que sentía.
—En cualquier caso, después de tantos muertos y tanto jaleo, no tengo un solo cargo que presentar ni un solo sospechoso en la trena.
—Puedes acusarme a mí de disparar a Bartlett, si eso te hace feliz. Pero ese cargo no llegaría muy lejos.
Bernie suspiró. Era un hombre fatigado. Me pasó por la cabeza plantearle por qué no empezaba a pensar en jubilarse, pero mantuve la boca cerrada.
—¿Ves los combates de boxeo, Marlowe? —preguntó tras una pausa.
—¿En televisión, te refieres?
—Sí.
—Algunas veces.
—Esta noche yo estaba viendo uno arriba, en mi guarida, donde tengo mi propio aparato de televisión. Cuando llamaste, Sugar Ray estaba utilizando a Joey Maxim de bayeta para limpiar el suelo. Y ahora mismo acabo de escuchar el sonido de una campana y una gran ovación. Eso significa probablemente que Joey vuelve a estar en el suelo y que está manchando la lona de sangre y escupiendo dientes rotos. Me habría gustado verlo caer por última vez. No tengo nada contra el gran Joey, tiene un buen cuerpo y es un luchador valiente. Estoy seguro de que ha combatido con fiereza antes de quedar eliminado. Es una lástima que no haya llegado a ver el final del combate. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—Lo siento, Bernie. No quería privarte de tus placeres mundanos, tan solo pensé que te gustaría saber lo sucedido con Peterson y el resto de la historia.
—Tienes razón, Marlowe. Te agradezco que me hayas informado de todo lo que ignoraba. De verdad que te lo agradezco. ¿Y sabes lo que puedes hacer ahora? ¿Te gustaría saber lo que puedes hacer?
—La verdad es que no, pero estoy seguro de que me lo vas a decir de todas maneras.
No me equivocaba. Lo hizo. Sus sugerencias eran obscenas, gráficas y en su mayoría anatómicamente impracticables.
Cuando terminó, le deseé buenas noches con toda cortesía y colgué el auricular. Bernie no era un mal tipo. Lo que pasaba es que se le fundían los plomos con facilidad y cada vez con mayor frecuencia.
Puse los pies sobre la mesa y dejé vagar la vista por la ventana. ¿Por qué las luces de la ciudad parecen parpadear en la distancia? Cuando las miras de cerca, su brillo es constante. Quizá tenga que ver con el aire, con los millones de diminutas motas de polvo que flotan en él. Todo parece detenido, pero no es así, sino que está moviéndose. La mesa sobre la que apoyaba mis pies, por ejemplo, lejos de ser sólida, era un enjambre de partículas tan pequeñas que ningún ojo humano podría llegar a ver alguna. Cuando te detienes a pensar, el mundo es un lugar aterrador. Y eso sin tener en cuenta a la gente.
Hasta entonces había creído que Clare Cavendish podía romperme el corazón, sin darme cuenta de que ya estaba roto. Vivir para aprender, Marlowe. Vivir para aprender.