15

Conduje con la ventanilla bajada. El aire fresco de la noche calmaba mi mejilla hinchada, aunque no tanto como los suaves dedos de Clare Cavendish antes de que yo lo echara todo a perder, provocando que desapareciera en la oscuridad, temerosa y enfadada. No conseguía quitármela de la cabeza. Y casi era mejor así, pues al pensar en ella no pensaba en la hermana de Nico Peterson y en lo que probablemente me esperaba en Encino Reservoir. Tampoco quería darle vueltas al terrible error que había cometido al ocasionar que los mexicanos se enfurecieran conmigo. Si me hubiera comportado de otra manera, si me hubiera mantenido sereno y encontrado el modo de persuadirlos, tal vez podría haber evitado que se llevaran a la mujer. Parecía improbable, aunque no imposible. Pero ya habría tiempo para sentirse culpable, ahora no era el momento.

A pesar de que el trayecto hasta Encino no era largo y las calles estaban vacías, me demoré, reacio a llegar antes de lo previsto. Terry Lennox había vivido en Encino, en una mansión monumental de falso estilo inglés situada en una finca de diez mil metros cuadrados en una zona cotizadísima. En aquella época, su mujer todavía estaba viva y él era su marido de nuevo. Casarse por segunda vez con la misma persona parecía una buena descripción de un problema doble.

Aún echaba de menos a Terry. Era un desastre absoluto, pero era mi amigo y en aquel mundo, mi mundo, eso era raro, pues yo no hago amigos fácilmente. Me pregunté dónde se encontraría y en qué estaría metido. Lo último que había escuchado era que andaba por México, gastándose el dinero de su esposa fallecida. Era probable que ya no le quedara mucho, teniendo en cuenta lo manirroto que era Terry. Cualquier día me acercaría a Victor’s a tomarme un gimlet a su salud. Era nuestro garito preferido y en un par de ocasiones, cuando todavía pensaba que Terry estaba muerto, había ido a brindar por él. Terry nos había tenido engañados a todos durante un tiempo.

Estaba tan cansado que por poco me estampo contra la señal de «Prohibido el paso». Giré a la derecha y casi al momento vi las luces ante mí. En un lado de la carretera había dos coches patrulla aparcados uno frente a otro: el desvencijado Chevy de Bernie y una ambulancia con las puertas traseras abiertas y la luz derramándose fuera. Resultaba una escena extraña en aquel paraje solitario, bajo los pinos altos como centinelas.

Aparqué. En el trayecto hacia allí iba tan rígido que, al salir del coche, las lumbares me dieron un aviso. Deseé regresar a mi cama, aunque Clare Cavendish ya no estuviera en ella. Me iba haciendo muy viejo para aquel trabajo.

Bernie estaba con un hombre que llevaba una bata blanca. Imaginé que se trataría del médico o de uno de los miembros del equipo forense. A sus pies, cubierto por una sábana, yacía lo que parecía un cuerpo. Tiré el cigarrillo que tenía en la boca y lo pisé. Avancé unos pasos y retrocedí de nuevo para asegurarme de que estaba apagado. Malo era provocar un incendio en West Hollywood, como me había prevenido el viejo de la calle de Nico Peterson al ver que arrojaba una colilla al suelo, pero en Encino ya eran palabras mayores. Un incendio en Encino habría supuesto un tremendo revés para las finanzas de la mitad de las compañías de seguros del condado de Los Ángeles y de otros condados. La casa de Terry Lennox, o más bien la casa de su esposa, estaba valorada en cien mil dólares o incluso más. Pero no había motivo para preocuparse, el terreno estaba empapado tras la reciente lluvia y el aire olía a humedad y a resina.

A poca distancia de Bernie, tres o cuatro policías uniformados y dos de paisano, que se cubrían la cabeza con sombrero, rastreaban el terreno con linternas. Las agujas de pino brillaban en la luz. Me dio la sensación de que no buscaban a conciencia. Los dos mexicanos habrían atravesado la frontera en su coche hacía tiempo y no era probable que las pistas permitieran localizarlos.

—¿Por qué has tardado tanto? —me preguntó Bernie.

—Me he detenido varias veces para admirar el paisaje y deleitarme con pensamientos poéticos.

—No me cabe duda. Venga, ¿qué has estado haciendo desde que me marché de tu casa?

—Ponerme al día con mi bordado —le respondí antes de bajar la vista al cuerpo cubierto con una sábana en el suelo—. ¿Es ella?

—Según su carné de conducir, sí. No va a ser fácil identificarla —con la puntera de uno de sus zapatones levantó una esquina de la tela—. ¿No crees?

Los mexicanos se habían empleado a fondo con ella. Su rostro, hinchado como una calabaza y amoratado por los golpes, estaba mucho más grande que cuando yo la había visto. Los rasgos tampoco estaban en su sitio. Además, le habían abierto una segunda y profunda boca en la garganta, bajo la barbilla. Ese habría sido López con su pequeño cuchillo. Durante un segundo, me vino a la cabeza la imagen de Lynn junto al fregadero de la casa de Peterson, con la bandeja de los hielos en las manos, girándose para indicarme dónde se encontraban las botellas de Canada Dry.

—¿Quién la ha encontrado? —le pregunté.

—Una parejita en coche, que estaba buscando un rincón tranquilo donde poder besuquearse.

—¿Cómo murió?

Bernie soltó algo parecido a una carcajada.

—Mírala, ¿tú qué crees?

El tipo de la bata blanca intervino:

—Hay una profunda herida transversal y continua en el triángulo anterior del cuello que secciona las estructuras venosa y arterial, no compatible con la vida.

Me quedé mirándolo. Era mayor, había visto de todo en su profesión y parecía cansado, igual que yo.

—Disculpadme —dijo Bernie sin grandes ceremonias—. Este es el doctor…, ¿cómo me dijo que se llamaba?

—Torrance.

—Este es el doctor Torrance. Doctor, le presento a Philip Marlowe, detective estrella —terminadas las presentaciones, se giró hacia mí—: Lo que quiere decir es que le han rebanado el cuello. Le hicieron un favor, tal como debía de encontrarse cuando acabaron con ella.

Me enganchó del brazo y nos alejamos unos pocos metros.

—Sé sincero, Marlowe: ¿esa mujer significaba algo para ti? —me preguntó con voz queda.

—La vi hoy…, ayer hoy por primera vez. ¿Por qué me lo preguntas?

—El médico dice que esos tipos se divirtieron a lo grande con ella. Sabes a qué me refiero. Eso fue antes de que empezaran con la brasa de los cigarrillos, los puños americanos y el cuchillo. Lo siento.

—También yo lo siento, Bernie, pero te equivocas si crees que vas a llegar a alguna parte en esa dirección. No la había visto nunca hasta ayer y apenas habíamos intercambiado una docena de palabras cuando aparecieron los mexicanos.

—Estabais tomando una copa.

Separé mi brazo del suyo.

—Eso no nos convierte en novios. Habitualmente tomo copas con personas de todo tipo. Lo mismo que tú, estoy seguro.

Retrocedió un paso y me clavó la vista.

—Debía de ser una mujer muy atractiva antes de que los mexicanos le pusieran las manos encima.

—Bernie, para ya —suspiré—. Yo no conocía a Lynn Peterson, desde luego no del modo que insinúas.

—De acuerdo, no la conocías. Ella se presenta cuando tú estás poniendo la casa de su hermano patas arriba…

—¡Por los clavos de Cristo, Bernie! ¡No estaba poniendo la casa patas arriba!

—Da igual, ella te sorprende en la casa y, acto seguido, dos mexicanos se plantan allí, te dan un golpecito en la cabeza, la agarran con sus sucias manos y se piran. Lo siguiente es que ella aparece muerta en una carretera solitaria de Encino. Si tú estuvieras en mi pellejo, ¿crees que me dirías: «No pasa nada, Phil, no te preocupes, sigue con tus asuntos. Estoy convencido de que no tienes nada que ver con el asesinato de esa infortunada mujer, aunque estés buscando a su hermano-presuntamente-muerto»? ¿Lo harías?

Suspiré de nuevo, no solo porque estaba harto de las insinuaciones de Bernie Ohls, sino porque además estaba muerto de cansancio.

—Vale, Bernie, ya sé que solo estás haciendo tu trabajo, que te pagan para eso. Pero si insistes en relacionarme con lo sucedido, vas a perder mucho tiempo y lo único que vas a conseguir es enfurecerte y ponerte nervioso.

Estás relacionado —dijo Bernie, casi gritando—. Eres tú quien ha andado husmeando para encontrar al tal Peterson y su hermana acaba de aparecer muerta. Si una cosa no tiene que ver con la otra, tú me dirás.

—Ya sé que está muerta. Me la acabas de mostrar y el Albert Schweitzer que está junto a ella me lo ha explicado con toda suerte de detalles sangrientos. Pero escúchame, Bernie: no tiene nada que ver conmigo. Te lo digo en serio, tienes que creerme. Soy lo que se llama un testigo inocente —Bernie resopló—. Sabes perfectamente que eso sucede. Estás en la ventanilla del banco y entran dos ladrones, cogen hasta el último céntimo que hay en la caja fuerte y matan al director de la sucursal antes de largarse con el botín. El hecho de que tú te encontraras allí, metiendo o sacando dinero de la cuenta, no significa que estés implicado en el robo. ¿No es así?

Bernie se quedó pensativo, mientras se mordía los pellejos del pulgar. Sabía que yo tenía razón, pero, ante un caso semejante, a ningún policía le gusta soltar la única pista que cree tener. Al final, dejó escapar un gruñido e hizo un gesto con la mano como si estuviera espantando moscas.

—Venga, lárgate de aquí. Estoy harto de ti, payaso hipócrita.

No es muy agradable que te insulten. Podía tolerar que me llamara hipócrita, pero que me considerase un payaso, con su nariz roja y sus zapatones, era bien distinto.

—Me voy a casa, Bernie —le dije con tono tranquilo, cordial, incluso respetuoso—. Ha sido un día muy largo y difícil y necesito poner mi pobre cabeza en la almohada y descansar. Te aseguro que si me entero de algo sobre Nico Peterson, sobre su hermana o sobre cualquier miembro de su familia o sus amigos, y creo que puede serte útil para el caso, te lo contaré. ¿De acuerdo?

—¡Vete a freír espárragos! —me dio la espalda y se dirigió hacia el doctor Torrance, que estaba encargándose de que subieran el cuerpo roto de Lynn Peterson a la ambulancia.