24

Eran poco más de las diez cuando ella llamó. Para entonces yo había claudicado, había sacado la botella de las profundidades del cajón de la mesa y me había servido un par de modestos dedos de bourbon. El alcohol no parece un asunto tan serio cuando lo bebes en un vaso de papel. El whisky ardía en mi boca, que ya se encontraba en bastante mal estado por todos los cigarrillos que había fumado a lo largo del día. Desde luego, yo era la persona menos indicada para decirle a Bernie que dejara de fumar.

Supe que el teléfono iba a sonar un segundo antes de que lo hiciera. Su voz, muy baja, era casi un susurro.

—Está aquí. Coge el camino de siempre hasta el invernadero y no olvides apagar las luces de cruce.

No recuerdo qué le contesté. Tal vez, nada. Todavía me encontraba en ese estado extraño, casi onírico, de espera. Me parecía estar flotando fuera de mí mismo, observando lo que hacía, pero sin ser parte. Supongo que era el efecto de la larga espera y de lo único que había podido hacer durante ella, perder el tiempo.

Rufus ya se había ido a casa y, aunque el suelo que había fregado llevaba tiempo seco, las suelas de mis zapatos resonaban al andar como si aún estuviera mojado. Cuando salí a la calle, la noche había refrescado y el humo del día por fin había desaparecido del aire. Había dejado el coche aparcado en Vine, bajo una farola. Semejaba un animal grande y oscuro, agazapado junto a la acera, y los faros parecían observarme con mirada torva. Tardó un rato en arrancar, entre toses y escupitajos, antes de que volviera a la vida con un traqueteo. Probablemente necesitaba que le cambiara el aceite o algo por el estilo.

Aunque conduje despacio, no tardé mucho en ver el mar. Giré a la derecha y seguí la carretera. A mi izquierda, las olas dibujaban una blanca línea fantasmal, que se agitaba en la oscuridad. Encendí la radio. No era habitual que lo hiciera; de hecho, llegaba a olvidar que estaba allí durante largos períodos de tiempo. En la emisora que estaba sintonizada sonaba un viejo tema interpretado por la banda de Paul Whiteman, una música sensual, decentemente descafeinada para las masas. Resultaba increíble que un tipo con un nombre tan blanco como Whiteman tuviera el valor de tocar jazz.

Una liebre cruzó veloz la carretera delante del coche, su cola brillante como una mecha bajo la luz de los faros. Podría haber establecido alguna similitud entre el animal y yo, pero me encontraba demasiado ausente como para hacer ese esfuerzo.

Cuando llegué a la verja, apagué las luces, levanté el pie del acelerador y dejé que el vehículo rodara hasta detenerse. La luna había desaparecido y la oscuridad me rodeaba. Los árboles se cernían como gigantescas bestias ciegas olfateando su camino en la noche. Permanecí en el coche durante un rato, escuchando el tictaquear del motor recién apagado. Me sentía como un viajero que ha llegado al final de una larga y agotadora expedición. Deseaba descansar, pero sabía que todavía no había llegado el momento. Todavía no.

Salí al exterior y me detuve un instante para respirar. Excepto el olor a quemado del motor, era una noche fragante, con el aire saturado del aroma a hierba, a rosas y a otras plantas cuyo nombre desconocía. Atravesé el césped. Frente a mí se alzaba la casa. Estaba a oscuras, excepto unas cuantas ventanas iluminadas en el primer piso. Llegué a la senda de grava, ante la puerta principal, y giré a la izquierda. El olor a rosas se volvió intenso, empalagoso y casi embriagador.

Sentí cerca de mí un movimiento, como una repentina ráfaga de aire, y me detuve, pero no pude ver nada en la oscuridad. Entonces, sorprendí un destello azul, de un azul intenso y brillante, y escuché un breve sonido sibilante. Debía de ser el pavo real. Deseé que no gritara, pues mis nervios no lo habrían resistido.

Al girar la esquina de la casa y aproximarme al invernadero, me llegó el sonido de un piano y permanecí inmóvil para escuchar. Chopin, me figuré, pero es probable que me equivocara, pues todo lo que sale de un piano me parece Chopin. La música, tenue en la distancia, era desgarradoramente hermosa y…, bueno, sí, era desgarradora. Imagínate, pensé, imagínate que fueras capaz de sacar un sonido así de una gran caja negra hecha de madera, marfil y cables tensados.

Las puertas francesas del invernadero estaban cerradas, pero utilicé aquel fiel artilugio de mi llavero y en apenas unos segundos estaba dentro.

Seguí el sonido de la música. En la penumbra, atravesé lo que recordaba como el cuarto de estar y recorrí un corto pasillo alfombrado al final del cual había una puerta cerrada que debía de dar a la sala de música. Avancé con sigilo, intentando no hacer ningún ruido, pero estaba a unos cinco metros de la puerta cuando la música se detuvo abruptamente en medio de una frase. Yo también me detuve y me quedé inmóvil escuchando, pero lo único que oía era el zumbido grave y constante de una bombilla defectuosa de la lámpara de pie que había a mi lado. ¿A qué estaba esperando? ¿Creía que la puerta se abriría y una multitud de melómanos saldría para hacerme pasar y que me sentara en la primera fila?

No llamé. Giré el pomo, abrí la puerta y entré.

Clare estaba sentada al piano, cerrando la tapa, y se volvió de lado en la banqueta para mirarme. Debía de haberme oído en el pasillo. Su rostro era inexpresivo; ni siquiera dio la impresión de sorprenderse ante mi súbita y no anunciada aparición. Llevaba un vestido azul medianoche largo y de cuello cisne. Se había recogido el pelo y lucía pendientes y una gargantilla de pequeños diamantes blancos. Parecía haberse vestido para un concierto. ¿Dónde estaba su público?

—Hola, Clare. No dejes de tocar por mí, por favor —le pedí.

Las dos ventanas altas que había tras el piano tenían las cortinas echadas. La única luz de la habitación provenía de la gran lámpara de cobre que había sobre la tapa del piano. La pantalla era un globo de cristal blanco y su base había sido moldeada como la garra de un león. Se trataba del tipo de objeto que la madre de Clare consideraría lo último en decoración. Ordenadas a su alrededor había una docena de fotografías en marcos de plata de diversos tamaños. En una de ellas reconocí a Clare de niña, con una tiara de flores en la melena rubia.

Se levantó y la seda de su vestido crujió leve y frágilmente. Ese sonido femenino hace galopar el corazón de un hombre en cualquier circunstancia. Su rostro seguía sin mostrar ninguna emoción.

—No he oído tu coche. Tal vez estaba tocando demasiado alto —dijo.

—Lo dejé en la verja.

—Ya, pero por lo general puedo oír cuando se detiene un coche, por lejos que sea.

—Entonces habrá sido la música.

—Sí, estaba distraída.

Permanecimos allí, a medio metro de distancia, mirándonos impotentes. No había calculado lo duro que sería. Sujetaba el sombrero en la mano.

—¿Dónde está?

Echó hacia atrás los hombros y alzó la cabeza con las aletas de la nariz dilatadas, como si hubiera dicho algo ofensivo.

—¿Para qué has venido?

—Porque tú me lo dijiste. Por teléfono.

Arrugó la frente con gesto hosco.

—¿Que yo te lo dije?

—Sí, tú me lo dijiste.

Parecía tener la cabeza en otra parte. Era obvio que estaba distraída. Cuando volvió a hablar lo hizo de manera exageradamente alta, como si quisiera que la oyeran.

—¿Qué quieres de nosotros?

—¿Sabes? Ahora que me lo preguntas, no estoy tan seguro. Supongo que pensé que podría aclarar algunas cuestiones, pero de pronto he olvidado qué exactamente.

—Parecías muy enfadado cuando llamaste.

—Porque lo estaba. Todavía lo estoy.

Sus labios se estiraron en lo que podía ser una sonrisa.

—No lo parece.

—Nos enseñan en la escuela de detectives. Creo que se llama «ocultar tus emociones». A ti tampoco se te da mal.

—¿Me podrías decir por qué estás enfadado?

Me reí o solté lo que pretendía ser una risa, mientras sacudía la cabeza.

—Ay, corazón, ¿por dónde debería empezar?

Oí un ruido a mi izquierda, una especie de borboteo estrangulado, y, al girarme para comprobar de dónde provenía, vi con sorpresa a Richard Cavendish espatarrado en el sofá, dormido o inconsciente. ¿Cómo no me había fijado en él cuando entré en la habitación? Un cuerpo en un sofá es algo que yo no debería pasar por alto. Estaba tumbado de espaldas con los brazos caídos a los costados y las piernas separadas. Llevaba vaqueros, unas lustrosas botas vaqueras y una camisa de cuadros. Su rostro era de una lividez grisácea y tenía la boca abierta.

—Hace un rato llegó tambaleándose y muy borracho —dijo Clare—. Dormirá durante horas y mañana por la mañana no recordará nada. Sucede a menudo. Creo que se acerca atraído por el sonido del piano, aunque la música le repele, o eso me dice a mí —esbozó de nuevo su tensa y pequeña sonrisa—. Como la polilla a la llama, supongo.

—¿Te importa si me siento? Estoy un poco cansado —dije.

Me señaló una silla primorosa con respaldo en forma de lira y tapizada en seda amarilla. Parecía demasiado delicada para aguantar mi peso, pero de todos modos me senté. Clare regresó al taburete del piano y se sentó en una estudiada pose, la espalda muy erguida, las rodillas cruzadas bajo el vestido y un brazo extendido sobre la tapa del piano. No me había dado cuenta hasta entonces de lo esbelto y delgado que era su cuello. En torno a él brillaban los diamantes y su resplandor me recordó las luces de la ciudad que había estado contemplando poco antes desde la ventana de mi oficina, mientras esperaba a que me llamara.

—He estado con Peterson —le dije.

Entonces reaccionó. Se echó hacia delante con presteza, como si fuera a levantarse, y noté cómo se tensaban los nudillos de su mano izquierda, posada sobre la tapa del piano. Sus ojos estaban dilatados y en ellos había aparecido una luz casi febril.

—¿Por qué no me lo habías dicho? —dijo con voz ahogada.

—Acabo de hacerlo.

—Me refiero a por qué no me lo dijiste antes. ¿Cuándo lo has visto?

—Hoy, en torno al mediodía.

—¿Dónde?

—Qué más da dónde. Me llamó, dijo que quería verme y quedé con él.

—Pero… —parpadeó rápidamente mientras un ligero estremecimiento recorría su cuerpo hasta la punta del zapato que asomaba por el bajo del vestido azul—. ¿Qué te contó? ¿Te… te dio alguna explicación de por qué simuló estar muerto? No puede ser tan sencillo como que aparezca así, con una llamada, y te pida que te reúnas con él. Cuéntame. Cuéntame.

Saqué la pitillera. No le pregunté si le importaba que fumara, me daba igual no ser educado.

—Nunca fue tu amante, ¿verdad? Te lo inventaste para que yo creyera que ese era tu motivo para contratarme y que lo buscara —empezó a decir algo, pero yo levanté la voz y continué hablando—. No te molestes en mentir. Mira, el asunto es que no me importa. Nunca me tragué esa historia de por-favor-encuentra-a-mi-novio-desaparecido. Bastaba oír cómo lo describiste para saber que Peterson era la clase de hombre a quien no le hubieras dado ni la hora.

—¿Por qué fingiste que me creías?

—Tenía curiosidad. Además, si quieres que te diga toda la verdad, no me gustaba la idea de que saldrías de la oficina y no volvería a verte jamás. Patético, ¿no?

Se sonrojó. Aquello me desconcertó tanto que pensé si no debería replantearme, aunque fuera un poco, las duras conclusiones sobre ella y su personalidad a las que había llegado tras hablar con Peterson aquella mañana. Tal vez era una de esas mujeres que se dejan enredar fácilmente por los hombres. ¿Quién era yo para juzgarla? Entonces me acordé de todas las mentiras que me había contado, aunque solo fuera por omisión; me acordé de cómo me había engañado desde el principio y la rabia me inundó de nuevo.

Ella había vuelto el rostro hacia la izquierda y contemplé su hermoso perfil. Puedes odiar a una mujer y saber, al mismo tiempo, que bastaría con que te hiciera una pequeña señal para que te arrojaras a sus pies y los cubrieras de besos.

—Por favor, cuéntame qué sucedió cuando te reuniste con él —me pidió.

—Llevaba una maleta. Quería que se la entregara a un hombre llamado Lou Hendricks. ¿Te suena el nombre?

Se encogió de hombros con desdén.

—Supongo que lo habré escuchado alguna vez.

—Puedes estar segura. Es el tipo a quien Peterson debía entregar la droga.

—¿Qué droga?

Solté una risa ahogada. Ella seguía sin mirarme, con el rostro vuelto de perfil, clásico y mucho más bello que el de Cleopatra.

—Vamos, deja ya de fingir… La farsa ha terminado. No pierdes nada diciendo la verdad, ¿o acaso has olvidado cómo se hace eso?

—No es necesario que me insultes.

—No, tienes razón, pero me gusta.

Golpeé levemente el pitillo para echar la ceniza en la palma ahuecada de mi mano. Clare se levantó, cogió un gran cenicero de cristal que había sobre la tapa del piano y se aproximó a mí para dármelo. Volqué en él la ceniza que tenía en la mano y lo dejé en el suelo, junto a la silla. Clare se giró con aquel leve crujir de seda y volvió a ocupar su sitio en el taburete del piano. Aunque estaba furioso con ella, furioso como un demonio, me dolía saber que la había perdido para siempre, por mínimo que fuese el fragmento que ella me había permitido creer, durante un breve tiempo, que me pertenecía.

—Dime, ¿todo ha sido mentira?

Las cortinas de la ventana de la izquierda se movieron ligeramente, aunque yo no percibía ninguna brisa.

—¿Qué quieres decir con todo?

—Sabes lo que quiero decir.

Bajó la vista hacia sus manos, cruzadas en el regazo. Recordé la lamparita junto a mi cama, con las rosas rojas pintadas; recordé sus gemidos entre mis brazos, el temblor de sus párpados, sus uñas clavadas en mis hombros.

—No —contestó con una voz tan tenue y suave que apenas podía oírla—. No todo.

Me miró a los ojos y, con expresión de súplica, se llevó un dedo a los labios e hizo un breve y rápido movimiento con la cabeza. La miré, perplejo. No necesitaba preocuparse: no iba a contar en voz alta lo que me estaba rogando en silencio que callara. ¿Para qué? ¿Para qué añadir más daño al que ya estaba hecho? Además, yo necesitaba desesperadamente creer que se había acostado conmigo porque lo deseaba, que no era una más de las cosas que había hecho por ayudar al hombre a quien amaba.

Las cortinas se movieron de nuevo.

—Mucho pides, señora Cavendish —dije lo bastante alto para que todos los que estaban en la habitación me oyeran.

Clare asintió e inclinó de nuevo la cabeza. Apagué el cigarrillo en el cenicero del suelo y me puse en pie.

—Muy bien, Terry. Ya puedes salir. Hemos acabado de jugar —dije.

Al principio no sucedió nada, excepto que Clare Cavendish soltó un sofocado y gracioso gritito, como si algo le hubiera picado, y se llevó la mano a la boca. Entonces se abrieron aquellas cortinas que se movían misteriosamente y el hombre que yo conocía como Terry Lennox dio un paso adelante. Tenía estampada en la cara aquella sonrisa que recordaba tan bien: juvenil, azorada, un poco triste. Llevaba un traje cruzado oscuro y una pajarita azul. Era alto, delgado y elegante, una elegancia que era tanto más llamativa cuanto que él no parecía ser consciente de la misma. Tenía el pelo oscuro y llevaba el bigote recortado.

Me di cuenta de que jamás había visto su verdadero rostro. Cuando le conocí, hacía ya años, tenía el pelo blanco y su mejilla y su mandíbula derechas estaban en pésimas condiciones, con la piel muerta atravesada por largas y delgadas cicatrices. Una ráfaga de mortero le había alcanzado durante la guerra, antes de ser capturado por los alemanes, que le hicieron una cura de urgencia de cualquier manera. Al menos, esa era la historia que él contaba. Cuando, tiempo después, su esposa fue asesinada y todo apuntaba a que él iba a pagar el pato, huyó a México —con mi ayuda, dicho sea de paso—, donde hizo correr la voz de que se había suicidado. En lugar de eso, se sometió a una impresionante operación de cirugía estética, un costoso trabajo de primera en esa ocasión, y se hizo pasar por sudamericano. Llegué a verlo una vez con su nueva identidad antes de que desapareciera de mi vida. Y ahora había vuelto.

—Hola, viejo amigo. ¿Me darías un cigarrillo? Ha sido oler el tuyo y me han entrado unas ganas enormes de fumar —me dijo.

Había que concedérselo a Terry. ¿Quién sino él era capaz de permanecer escondido detrás de unas cortinas durante media hora y salir luego tan sereno y elegantemente irónico como Cary Grant? Me aproximé a él, saqué la pitillera, la abrí con el pulgar y se la tendí.

—Toma, cógelo tú. ¿Has dejado de fumar?

—Sí —eligió un cigarrillo y lo hizo rodar apreciativamente entre los dedos—. Me estaba perjudicando la salud —se llevó una mano al pecho—. El ambiente seco que hay allá abajo no me va bien.

¿No es extraño que hasta en un momento semejante la gente hable de cosas banales? Clare seguía sentada en el taburete con la mano sobre la boca. Ni siquiera se había vuelto a mirar a Terry. Tampoco lo necesitaba.

Le tendí una cerilla a Terry, que se inclinó hacia la llama.

—¿Qué tal el vuelo? Vienes de Acapulco, ¿no? —le pregunté.

—No. Cuando Clare me llamó, estaba en Baja California pasando unos días de vacaciones. Afortunadamente, pude tomar una avioneta local hasta Tijuana y allí enlacé con un vuelo de Mexicana Airlines que venía hacia aquí. El avión era un DC-3. Me he agarrado a los reposabrazos con tanta fuerza que aún tengo los dedos entumecidos.

Tal como era su costumbre, aspiró una larga calada y dejó flotando el humo en el labio inferior un segundo antes de metérselo en los pulmones.

—Ah, ¡qué bien sabe! —suspiró. Ladeó la cabeza y me miró con ojo crítico de arriba abajo—. Tienes un aspecto lamentable, Phil. ¿Te ha creado muchos problemas el asunto de Nico y todo el resto? Lo siento, de verdad que lo siento.

Lo decía sinceramente. Así era Terry, capaz de robarte la cartera, golpearte y pisotearte y, un segundo después, estaba ayudándote a ponerte en pie, te limpiaba el polvo y te pedía perdón de todo corazón. Y lo creías. Incluso le preguntabas si se encontraba bien y le decías que esperabas que no se hubiera lastimado la muñeca al tener que aguantar aquella pesada pistola con que te había apuntado mientras te vaciaba los bolsillos. ¿Estaba exagerando? Quizá un poco. Antes, cuando yo creía conocerlo, era un hombre honesto. No sabía beber, era manirroto y andaba siempre metido en líos de faldas, pero no era un granuja profesional. Esa última parte había cambiado.

—¿Cómo está Menéndez?

Sonrió con ironía.

—Ya conoces a Mendy. Es como un gato, siempre cae de pie.

—¿Lo ves a menudo?

—Estamos en contacto. Le debo mucho dinero, ya lo sabes.

Sí, lo sabía. Menéndez y Randy Starr, el otro amigo de Terry del tiempo de la guerra, le habían ayudado a desaparecer y crearse una nueva identidad tras su presunto suicidio en Otatoclán. Los tres se encontraban en la misma trinchera, en algún lugar de Francia, cuando cayó junto a ellos la granada de mortero. Terry les salvó la vida al agarrar la granada, salir de la trinchera y arrojarla al aire como si estuviese en un partido de fútbol americano y él fuese un quarterback lanzando un Hail Mary. O, por lo menos, así seguía la historia que él contaba. Nunca supe cuánto debía creerme de las aventuras de Terry, y aún no lo sabía. Por ejemplo, tiempo después de conocerlo, descubrí que no era Terry Lennox de Salt Lake City, como él aseguraba, sino Paul Marston, un canadiense nacido en Montreal. Y, antes de eso, ¿quién era? ¿Y quién sería la siguiente vez que lo viera, si es que nos volvíamos a encontrar? ¿Cuántas capas tiene una cebolla?

—Mendy vive en Acapulco, ¿no? —le dije—. ¿Tú vives también allí?

—Sí, junto al océano. Es muy agradable.

—¿Cómo te llamas ahora? Lo he olvidado.

—Maioranos —contestó con expresión avergonzada—. Cisco Maioranos.

—Otro alias. Tengo que decirte que ese no te va, Terry.

¡Por el amor de Dios! —gritó Clare de repente y, como un torbellino, se levantó del taburete del piano y se volvió hacia nosotros, pálida de ira—. ¿Os vais a quedar ahí charlando toda la noche? ¡Esto es ridículo! Parecéis dos niños traviesos que han hecho algo malo sin que nadie se entere.

Nos quedamos mirándola. Creo que nos habíamos olvidado de que estaba allí.

—¡Calma, jovencita! —dijo Terry, en un vano intento de relajar el ambiente—. Somos dos viejos amigos y nos estamos poniendo al día. ¿Verdad, Phil? —y me hizo un guiño.

Clare iba a decir algo, y era obvio que tenía muchas cosas que decir, cuando sonaron unos leves golpes, la puerta se entreabrió y asomó una extraña aparición. Era una cabeza con el rostro tan blanco como la máscara de un actor de teatro noh y con el cabello recogido en una redecilla. Los tres nos quedamos mirándola y entonces habló:

—Estaba buscando un libro en la biblioteca y he oído voces. ¿No es hora ya de irse a la cama?

Era la madre de Clare. Llevaba una bata rosa de lana y unas zapatillas rosas con unos pompones rosas. La sustancia que cubría su cara era una máscara de belleza. Sobre ese trasfondo blanco, sus ojos presentaban el borde enrojecido, como los de un borracho, y sus labios tenían el color de un filete crudo.

—Madre, por favor, vuelve a la cama —dijo Clare con la mano en la frente y en tono de desesperación.

La señora Langrishe la ignoró, entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Miró a Terry con el ceño fruncido.

—¿Puedo preguntarle quién es usted?

Sin vacilar, Terry se aproximó a ella sonriendo afablemente y con su delgada mano extendida.

—Mi nombre es Lennox, señora Langrishe. Terry Lennox. Creo que no nos conocemos.

Mamá Langrishe lo miró con detenimiento, intentando intimidarlo hasta que de pronto sonrió y le cogió la mano entre las suyas. Nadie, ni las jóvenes ni las viejas, podía resistirse a Terry cuando desplegaba sus encantos, como la nube de pequeñas gotas del vaporizador de un frasco de perfume.

—¿Es usted amigo de Richard?

Terry titubeó.

—Sí, puede decirse que sí.

Desvió la mirada hacia el sofá y hacia allá miró también Mamá Langrishe.

—¡Mira dónde está! —su sonrisa se ensanchó y se hizo más cálida—. Fijaos, durmiendo como un angelito —se volvió hacia Clare y el corte morboso de su boca se tensó—. ¿Qué haces así vestida? Es medianoche.

—Madre, vuelve a la cama, por favor —repitió Clare—. Mañana por la mañana tenemos la reunión con la gente de Bloomingdale y estarás agotada.

—¡Dios, déjame en paz! —exclamó su madre, y se volvió a Terry con un parpadeo pícaro—. Richard y usted han estado de parranda, ¿verdad? El pobre muchacho no debería beber, se le sube directamente a la cabeza —miró con indulgencia a la figura despatarrada en el sofá—. Es un caso —como si la hubiera oído, Cavendish se removió y lanzó un fuerte ronquido. La mujer se rio con ganas—. Escuche. ¡Menudo bribón está hecho!

Por fin, se dio cuenta de mi presencia. Frunció el ceño, mientras me apuntaba el pecho con un dedo.

—Yo lo conozco. Usted es…, ¿cómo se llama? El detective —sus labios se curvaron en una sonrisa astuta y maliciosa, y la máscara blanca se quebró en una red de pequeñas grietas a ambos lados de la boca. Durante un segundo, se pareció asombrosamente a un payaso. Con voz melodiosa y sugerente, me preguntó—: ¿Ha encontrado las perlas de su señoría? ¿Es esa la razón que lo trae aquí?

—No, no las he encontrado todavía, pero estoy muy pendiente.

La sonrisa de payaso se esfumó al instante y de nuevo la mujer me apuntó con el dedo, que temblaba ahora de ira.

—No se atreva a burlarse de mí, descarado —bufó.

Terry intervino con gesto cordial.

—Creo, señora Langrishe, que Clare tiene razón. Debería volver a la cama. No eche a perder su tratamiento nocturno de belleza.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados. Debía de haber tratado con una multitud de charlatanes como Terry a lo largo de los años, demasiados como para dejarse embaucar mucho tiempo por el turbio encanto de este.

Clare se aproximó a ella y puso con delicadeza una mano en su brazo.

—Vamos, madre, por favor. El señor Marlowe y Terry son viejos amigos. Por eso los he invitado esta noche. Es un encuentro de amigos.

La astuta y vieja lechuza sabía que la estaban engañando, pero probablemente estaba cansada, así que aceptó de buena gana la mentira y se retiró. Sonrió con dulzura a Terry, a mí me miró con enojo y permitió que Clare la acompañara. Antes de cruzar la puerta y desaparecer con su madre, Clare giró la cabeza para mirarnos. Me pregunté si llegaría el día en que se parecería a su madre.

Tan pronto salieron las dos mujeres, Terry silbó con suavidad y se rio.

—¡Qué mujer! ¡Me tenía aterrorizado! —dijo.

—No me ha parecido que estuvieras muy asustado —dije yo.

—Bueno, ya me conoces… El maestro del disimulo.

Se dirigió hacia donde yo había estado sentado, se inclinó y apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal que permanecía en el suelo. Luego, con las manos en los bolsillos, se aproximó al sofá y se quedó mirando a Cavendish, que yacía como un borracho de dibujos animados.

—Pobre Dick —dijo—. La madre de Clare tiene razón; no debería beber.

—¿Lo conoces? Me refiero a si ya lo conocías.

—Sí. Él y Clare venían a menudo a México. Todos nos conocemos: Nico, nuestro amigo Mendy, algunos más… Solíamos reunirnos al anochecer en un bar del paseo marítimo para tomar un cóctel. Un sitio estupendo —giró la cabeza y me miró por encima del hombro—. Alguna vez deberías venir a visitarme. Tienes aspecto de que te sentaría bien un poco de sol y de relax. Trabajas demasiado, Phil. Siempre lo has hecho.

El día después de que su esposa fuese asesinada, había llevado en coche a Terry hasta el aeropuerto de Tijuana para que cogiera un vuelo hacia el sur. A mi vuelta, Joe Green me estaba esperando. Sabían que Terry había escapado y me detuvieron como su cómplice. El jefe de Joe, un matón llamado Gregorius, me dio una paliza y pasé un par de días en chirona antes de que les llegara la noticia del conveniente suicidio de Terry y me soltaran. Fue un duro golpe para mí y para mi presunta reputación. Sí, claro que Terry me debía una.

Se acercó a mí, aún con las manos en los bolsillos y su sonrisa más aduladora pintada en el rostro.

—¿Por casualidad has traído la maleta? Imagino que esa es la razón por la que Nico quería verte: para dártela. Nico nunca fue muy perseverante, se asusta con mucha facilidad. Tengo que confesarlo, siempre he sentido por él un cierto desprecio.

—No lo suficiente como para dejar de utilizarlo como tu mula.

Abrió los ojos con asombro.

—¿Mi mula? Venga, viejo amigo, ¿no creerás que yo estoy en el negocio? Demasiado sucio para mí.

—Eso mismo habría pensado yo hace tiempo, pero has cambiado, Terry. Lo veo en tus ojos.

—Te equivocas, Phil —movió la cabeza lentamente de un lado a otro—. Claro que he cambiado, me he visto obligado a hacerlo. La vida allá abajo no es solo música de guitarras, margaritas y pollo con mole. He tenido que hacer cosas que nunca hubiera imaginado cuando vivía aquí.

—¿Me estás diciendo que te has gastado todo el dinero que heredaste de Sylvia? Era la herencia que Harlan Potter le dio a su hija. Debía de ser muchísimo.

Frunció los labios como si fuera a silbar de nuevo, aunque probablemente lo hizo para no sonreír.

—Digamos que hice algunas inversiones imprudentes.

—¿Con Mendy Menéndez?

Aunque no contestó, vi que había dado en el blanco.

—Así que te has empeñado con Mendy y le debes dinero con mayúsculas. Por eso enviaste a Clare a mi oficina, por Mendy. ¿Me equivoco?

Terry se dio la vuelta y se alejó con andares rígidos y la vista fija en el suelo. Luego se giró de nuevo, volvió a recorrer el mismo camino y se detuvo frente a mí.

—Ya conoces a Mendy. No perdona cuando se trata de dinero, de deudas o de otros temas similares.

—Pensaba que eras su amigo y su héroe, teniendo en cuenta que los salvaste a él y a Randy Starr de una muerte sangrienta en el campo de batalla —le dije.

Terry se rio con ironía.

—Los héroes pierden el brillo con el tiempo. Y además, sabes tan bien como yo que la gente se cansa de tener que estar agradecida. Incluso empieza a irritarles estar en deuda contigo.

Pensé en lo que acababa de decir. Tenía razón. Para empezar, siempre me había sorprendido que Mendy lo hubiera ayudado. Sospechaba que Terry debía de tener algún poder sobre él. Podría haberle preguntado si era así, pero ya no me interesaba.

—Clare, por supuesto, habría estado encantada de ayudarme. Tiene mucho dinero y puede disponer de él. Quiso darme parte para saldar mi deuda con Mendy, pero todavía me quedaba algo de honor —esbozó aquella sonrisa suya que servía, al mismo tiempo, para disculparse y para justificarse.

—¿Qué me dices de los dos mexicanos?

Un tajo se dibujó entre las cejas de Terry.

—Eso fue un asunto muy feo. La hermana de Nico… No la conocía, pero estoy seguro de que no se merecía morir —dijo.

—Estaba compinchada con Nico. Fue ella quien identificó el cadáver.

—En cualquier caso, ser asesinada de esa manera… —hizo una mueca—. Te juro que no sabía que Mendy iba a enviar a los mexicanos a por Nico. Creía que esperaría a que Clare hubiera… hubiera hablado contigo, que se daría un tiempo para que tú encontraras a Nico, como estoy seguro de que habría pasado si Mendy hubiera esperado lo suficiente. Pero Mendy es un desafortunado cóctel de impaciencia y desconfianza. Así que envió a esos dos matones para que buscaran por su cuenta a Nico. Un desgraciado error.

—El asunto, por supuesto, es que nadie, ni tú ni Mendy ni ninguna otra persona, habría descubierto la farsa de Nico si Clare no lo hubiera visto un día en una calle de San Francisco.

—Sí, es cierto —giró sobre los talones y reanudó su rígido caminar, ahora con las manos entrelazadas en la espalda—. Ojalá no lo hubiera visto. Todo habría sido mucho más fácil.

—Es probable, pero ¿fue culpa suya? Ella no le dijo a Mendy que lo había visto, ¿no? Imagino que te lo dijo a ti y se lo dijiste a Mendy. Y fue entonces cuando la maquinaria se puso en marcha. ¿Acierto?

—A ti no te puedo mentir —aquello me hizo reír y Terry me miró con expresión herida… Me miró con esa expresión, es cierto—. En cualquier caso, ahora no te estoy mintiendo —añadió en tono ofendido—. Sí, yo se lo dije a Mendy. No debería haberlo hecho, lo sé. Pero ya te he dicho antes que tengo razones para estarle agradecido…

—Y también necesitabas quedar bien con él, así que le pasaste la información privilegiada de que Peterson no solo no estaba muerto, sino que andaba por ahí, vivito y coleando, con la maleta de Mendy llena de droga.

—Ah, sí, la maleta —dijo Terry.

—La misma maleta que me diste, hace tiempo, para que te la guardara.

—Es verdad. ¿Fue la noche que me llevaste a Tijuana, tras la muerte de la pobre Sylvia? Ya no me acuerdo. Y cuando viste a Peterson con ella, la reconociste, claro.

—Desde luego, esa maleta ha vivido lo suyo.

—Hecha en Inglaterra, ya ves. Los ingleses trabajan para que las cosas duren.

Se detuvo, se sentó en el taburete del piano, cruzó las piernas y se llevó la mano a la barbilla igual que El pensador de Rodin. Terry tenía las piernas más largas y delgadas que había visto nunca. Igual que una cigüeña.

Estaba empezando a decir algo cuando Richard Cavendish se sentó de golpe en el sofá y nos miró, parpadeando y humedeciéndose los labios.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz espesa.

Terry apenas lo miró.

—Todo va bien, Dick. Vuelve a dormir —le dijo.

—Ah, vale —murmuró Cavendish, y se dejó caer en el sofá en la misma postura que antes, con los brazos y las piernas extendidos a ambos lados. Un segundo después empezó a roncar suavemente.

Terry estaba rebuscando en sus bolsillos. No sé qué esperaba encontrar.

—Te pediría otro cigarrillo, pero no quiero volver a fumar tanto como antes —dijo mientras me miraba de soslayo—. ¿Me vas a decir dónde está la maleta?

—Por supuesto. Está en una taquilla de Union Station y la llave de la taquilla está en un sobre dirigido a un amigo mío (bueno, un conocido) llamado Bernie Ohls. Es el jefe adjunto de Homicidios. Trabaja para la Oficina del Sheriff.

La habitación se quedó repentinamente silenciosa. Terry permaneció sentado, encerrado en sí mismo, con las rodillas cruzadas, una mano en la barbilla y la otra sujetando el codo. Me aproximé a la ventana, me colé por el espacio dejado por las cortinas entreabiertas y miré hacia fuera. No se veía nada, solo oscuridad y mi propio reflejo fantasmal en el cristal.

—No creo —comentó Terry a mi espalda—, no creo que eso haya sido muy inteligente, amigo. No creo que haya sido nada inteligente.

No parecía enfadado, ni amenazador, ni nada en especial. Excepto quizá melancólico. Sí, esa era la palabra: melancólico.

Cuando volvió a hablar, su voz había cambiado.

—Ah, eres tú. ¿Qué llevas ahí? —dijo.

Me di la vuelta. Sentado en el taburete del piano, Terry me daba la espalda. Más allá estaba el hermano de Clare, Everett, de pie en el umbral de la puerta abierta, con el mechón lacio de pelo cayéndole sobre la frente. No tenía mejor aspecto que la última vez que lo había visto, pero al menos estaba consciente. Iba en pijama y con una bata de seda con dragones bordados. Llevaba mocasines, que resultaban extraños con el pijama, y una pistola en la mano. Era un arma pequeña y delicada, un Colt probablemente. Vi que tenía la empuñadura de nácar. Parecía un juguete, pero todas las armas, por delicadas que parezcan, pueden abrir un agujero en el pecho más coriáceo.

Me vio cuando abandoné la sombra de las cortinas y avancé hacia el centro de la sala. Una expresión de incertidumbre apareció en sus ojos. No esperaba encontrar allí a nadie más.

—Hola, Everett. ¿Te hemos despertado? Tu madre estuvo aquí hace un rato.

Me miraba fijamente. La debilidad de su rostro hacía que pareciera más joven de lo que era. Puede que también influyese el hecho de que su madre lo hubiera malcriado, mimado y protegido del fiero mundo. Al menos eso pensaba ella.

—¿Quién eres tú? —tenía los ojos hundidos y rodeados por oscuros cercos morados.

—Mi nombre es Marlowe. Hemos coincidido en un par de ocasiones. La primera vez, estabas despierto y charlamos en el jardín, ¿te acuerdas? Me confundiste con el nuevo chófer. La segunda vez no te enteraste de que yo estaba contigo.

—¿De qué estás hablando?

—Me has preguntado quién era y te lo estoy explicando —repliqué.

Me obligué a sonreír. Estaba haciendo tiempo. Everett Edwards Tercero podía ser un mariposón, como habría dicho Wilber Canning, pero seguía siendo un heroinómano y tenía un revólver en la mano.

—Ah, sí —dijo con asco—. Ahora me acuerdo, eres el tipo que buscaba a Clare aquel día. Un detective o algo así, ¿no? —soltó una risita—. ¡Un detective! Esta sí que es buena: yo tengo un revólver y tú eres un detective. ¡Es buenísimo!

Se dirigió entonces a Terry.

—Tú —había dejado de reír—, ¿qué haces aquí?

Terry pensó la respuesta.

—Bueno, digamos que soy amigo de la familia, Rett. Tú me conoces.

Aunque yo solo veía la nuca y la espalda de Terry, me pareció que estaba tranquilo. Me alegré. Todos necesitábamos estar muy, muy tranquilos.

—¿Te acuerdas de los buenos ratos que pasamos en Acapulco? —prosiguió Terry—. ¿Te acuerdas del día en que te enseñé a hacer esquí acuático? Fue estupendo, ¿verdad? Y luego cenamos en aquel restaurante de la playa. Pedro, se llama. Aún sigue allí. Voy a menudo y en cada ocasión pienso en ti y en los buenos ratos que hemos pasado juntos.

—Eres un bastardo —dijo Everett sin alterarse—. Fuiste tú quien me inició. Fuiste tú el primero que me la dio —su mano temblaba y el revólver, también. Aquello no era bueno. Un revólver tembloroso puede dispararse con facilidad. Lo he comprobado en otras ocasiones. Everett estaba a punto de llorar, pero sus lágrimas eran de rabia—. Fuiste tú.

—No seas tan melodramático, Rett —dijo Terry con una risa despreocupada—. Eras un chico muy nervioso y pensé que un pellizco ocasional del polvo de la felicidad te sentaría bien. Lo siento si me equivoqué.

—¿Cómo te atreves a pisar esta casa? —el temblor de la mano de Everett había aumentado y el cañón del revólver se agitaba de un lado a otro de una manera que me hizo apretar los dientes.

—Escucha —le dije—. Escúchame, Rett. ¿Por qué no me das la pistola?

El joven me miró fijamente durante un instante y luego rompió a reír con una risa aguda.

—¿Así hablan de verdad los detectives? Pensé que solo era en las películas —simuló una expresión seria y bajó el tono de voz para imitarme—. Everett, ¿por qué no me das la pistola antes de que alguien resulte herido? —alzó la vista al techo—. ¿Es que no te enteras, estúpido? De eso se trata exactamente: alguien va a resultar herido. Alguien va a resultar muy herido. ¿No es así, Terry? ¿No es así, mi viejo amigo de los felices días de Acapulco?

Fue entonces cuando Terry cometió el error. En ese tipo de situaciones alguien hace siempre un estúpido movimiento equivocado, que desencadena el infierno. De repente, Terry se lanzó hacia delante desde la banqueta del piano, como un nadador tirándose de cabeza a la ola que llega, aterrizó sobre el estómago y agarró el cenicero de cristal que había en el suelo, junto a la silla donde yo había estado sentado. Su intención era arrojárselo a Everett como un disco letal. No se dio cuenta de que cuando estás tumbado boca abajo no puedes lanzar con mucha fuerza. Sin contar con que Everett era mucho más rápido que él. Terry aún estaba echando el brazo hacia atrás cuando Everett dio un paso adelante, extendió la mano con la que sujetaba el revólver, apuntó a la cabeza de Terry y apretó el gatillo.

La bala dio en la frente de Terry, justo bajo la línea del cabello. Durante un instante permaneció inmóvil, aún con el cenicero en una mano y la otra apoyada en el suelo delante del cuerpo, como si fuera a darse impulso para levantarse. Pero no iba a levantarse nunca más. Había dos orificios en su cabeza: uno en la frente y otro, mayor, en la nuca. Por el segundo orificio salía muchísima sangre y una sustancia pegajosa y grisácea. Su cabeza cayó hacia delante y su rostro golpeó la alfombra.

Everett parecía a punto de disparar de nuevo, pero llegué hasta él antes de que volviera a apretar el gatillo. No me costó mucho quitarle el revólver. De hecho, fue él quien me lo entregó. Estaba inmóvil, débil como una niñita y con el labio inferior temblando, mientras miraba a Terry, que se desangraba en el suelo. El pie derecho de Terry se movió varias veces y luego se quedó quieto. Igual que en ocasiones anteriores, me llamó la atención cómo la pólvora huele a beicon frito.

La puerta se abrió detrás de Everett y entró Clare. Se detuvo en el umbral y miró la escena con una expresión de horror e incredulidad. Luego, empujó a un lado a su hermano y se abalanzó hacia el interior de la sala. Cayó sobre sus rodillas, levantó la cabeza de Terry y la colocó en su regazo. No dijo nada. Ni siquiera lloró. Supe con certeza que lo había amado. Era imposible no verlo.

Alzó la vista hacia mí y contempló el revólver en mi mano.

—¿Has sido…?

Sacudí la cabeza.

Entonces, se giró hacia su hermano.

—¿Has sido tú? —él no la miraba—. Jamás te perdonaré —hablaba con voz tranquila, casi formal—. Jamás te perdonaré. Ojalá te mueras muy pronto. Espero que tengas una sobredosis, entres en coma y ya no salgas. Ahora sé por qué siempre te he odiado. Sabía que un día me destrozarías la vida.

Everett, aún sin mirarla, no contestó, no dijo una palabra. Tampoco había mucho que decir.

Richard Cavendish se puso en pie y avanzó hacia nosotros arrastrando los pies. Al ver a Terry y la sangre brillante que empapaba el vestido azul de su mujer, se detuvo. Todos permanecimos inmóviles hasta que, tras unos segundos, Cavendish rompió a reír.

—Bueno, bueno, uno menos.

Y se rio de nuevo. Debía de creer que estaba soñando, que nada de lo que estaba viendo era real. Pasó por encima del cuerpo de Terry, dio unos golpecitos con la mano en la cabeza de Clare y continuó andando tambaleante, atravesó la puerta tarareando y desapareció.

Clare comenzó a llorar. Quise acercarme a ella, pero ¿para qué? Era demasiado tarde para hacer nada.