10

No sabía muy bien hacia dónde me dirigía hasta que llegué allí. Había refrescado tras la lluvia y el aire tenía una fragancia melancólica. Bajé la ventanilla para disfrutar de la fresca brisa que me acariciaba el rostro, mientras pensaba en Mandy Rogers y en todos los jóvenes que, como ella, venían a la costa atraídos por la posibilidad de actuar un día junto a Doris y Rock en alguna película tontorrona con canciones sensibleras, abrigos de visón y teléfonos blancos. Seguro que había un chico en Hope Springs que todavía añoraba a Mandy. Podía imaginármelo con la misma claridad que tenía la luz recién lavada sobre las colinas de Hollywood: un chaval desgarbado con manos como palas y orejas de soplillo. ¿Pensaría ella alguna vez en él, abatido y con el corazón roto en aquel pueblo, entre campos de maíz? A mí me daba lástima, aunque a ella le diera igual. Me encontraba en ese estado de ánimo; era ese tipo de momento tras la lluvia.

Aparqué donde arrancaba Napier Street y me dirigí andando a casa de Peterson. No quería volver a encontrarme al viejo majadero que vivía enfrente y decidí evitar que reconociera el Oldsmobile. Él era de esa clase de personas que recuerdan con más claridad los coches que a sus dueños. Su casucha estaba cerrada y él no parecía encontrarse por allí. Esta vez no fui a la puerta delantera de Peterson, sino que rodeé la casa hacia la parte de atrás. La hierba húmeda rechinaba bajo mis pies.

Las malas hierbas se habían apoderado del patio, las acacias estaban agostadas y una enredadera con enfermizas flores amarillas se había extendido sin control, asfixiando todo lo que se encontraba a su alrededor. Al igual que en la parte delantera, unos escalones de madera conducían al porche. Las ventanas estaban polvorientas. Delante de la puerta dormía un gato atigrado que abrió un ojo, me miró y a continuación se levantó despacio y se marchó sin ruido, moviendo el rabo perezosamente. ¿Qué saben los gatos de nosotros para que nos desdeñen de semejante manera?

Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. No era ninguna sorpresa. Por suerte, llevaba en el llavero una herramienta muy útil de mis días en la Oficina del Fiscal del Distrito. Había conseguido quedármela cuando dejé el trabajo y, desde entonces, había demostrado ser de gran valor. Estaba hecha con el mismo metal negro azulado de los diapasones y abría cualquier cerradura que pudieras imaginar; una suerte de llave maestra del Fort Knox. Eché una rápida ojeada a mi espalda, moviendo la cabeza a derecha y a izquierda, e introduje el artilugio en la pequeña ranura bajo el pomo de la puerta. Con un ojo cerrado y apretando los dientes, lo moví durante un rato, girando y pulsando hasta que oí un clic y el pomo giró en mi mano. El actual fiscal del Distrito era un tipo llamado Springer, un político con grandes ambiciones. Me hubiera encantado contarle cuánto me había ayudado en mi lucha solitaria contra el crimen el tiempo que trabajé en su departamento.

Cerré la puerta y, con la espalda apoyada en ella, permanecí un rato escuchando. No hay nada semejante a la quietud de una casa vacía. En el aire inmóvil flotaba un leve olor dulzón a podredumbre seca. Se diría que los muebles me observaban como perros guardianes demasiado abatidos como para levantarse o incluso ladrar. No sabía qué debía buscar. El olor a moho, el polvo que todo lo cubría y las grisáceas cortinas de encaje que caían tristemente parecían señalar la presencia de un cadáver que estaría en alguna habitación cerrada, tumbado en la cama, con el colchón hundido bajo su peso y los ojos, detenidos en un gesto de sorpresa, clavados en el techo poco iluminado.

Pero yo sabía que el cadáver no se encontraba allí. Había yacido desfigurado en una carretera en Pacific Palisades hasta que lo recogieron, lo llevaron a la morgue y lo incineraron. Ahora solo quedaban de él un puñado de átomos flotando al azar en el aire. Desde que Clare Cavendish entró en mi oficina, Peterson se había convertido en una presencia fantasmal, trémula y esquiva. Como una de esas motas flotantes y escurridizas que aparecen en la visión y que se escabullen cada vez que intentas fijarte en ellas. Pero ¿qué me importaba Peterson, en realidad? Nada. No era él quien me importaba.

Era una casa pequeña y he de reconocer que Peterson la mantenía ordenada. De hecho, estaba tan ordenada que no parecía que nadie hubiera vivido jamás en ella. Eché un vistazo al salón y asomé la cabeza en el dormitorio. La cama estaba tan estirada como las de los hospitales, con las sábanas bien remetidas en las esquinas y las almohadas lisas como una losa de mármol.

Había mirado en los cajones y abierto y cerrado los armarios cuando escuché el sonido de una llave en la puerta delantera. Reaccioné como suele ser habitual: se me erizaron los pelos de la nuca, mi corazón se disparó y empezaron a sudarme las palmas de las manos. En momentos así entiendes cómo se siente un animal cuando escucha el sonido de una ramita quebrarse bajo una bota y al alzar la vista sorprende la silueta del cazador contra el resplandor del bosque. Yo estaba inclinado sobre el escritorio con una fotografía enmarcada en la mano. Era el retrato de una anciana, probablemente la madre de Peterson, que miraba con desaprobación a la cámara con unas gafas de montura de acero en la punta de la nariz. Cuando alcé la vista, a través del cristal polvoriento de la puerta reconocí la silueta de una cabeza de mujer. La puerta se abrió. Con cuidado, dejé lentamente la fotografía sobre el escritorio.

—¡Dios mío! —exclamó la mujer, que, sobresaltada, retrocedió, golpeando el umbral de madera con uno de sus tacones—. ¿Quién es usted?

Solo con verla supe dos cosas: primero, que era la mujer que Mandy había visto con Peterson. Soy incapaz de explicar de dónde venía tal certeza. Sucede así algunas veces y lo aceptas como viene. Lo segundo que supe es que yo ya la había visto antes de entonces. Era una morena exuberante de mandíbula cuadrada, pecho voluminoso y anchas caderas. Vestía una ajustada blusa blanca, una falda roja aún más ajustada y unas sandalias blancas sin talón y de tacón alto y cuadrado. Parecía la clase de mujer que lleva una pequeña y bonita pistola en el bolso.

—No pasa nada —dije, alzando la mano con un gesto que pretendía ser tranquilizador—. Soy amigo de Nico.

—¿Cómo ha entrado aquí?

—La puerta de atrás no estaba cerrada con llave.

Podía ver cómo ella dudaba si quedarse o salir de allí lo más rápido posible.

—¿Cómo se llama? ¿Quién es usted? —me preguntó adusta.

—Philip Marlowe. Trabajo en seguridad.

—¿Qué seguridad?

Esbocé una pequeña sonrisa cómplice del tipo: soy-más-inofensivo-que-una-mosca.

—Mire, ¿por qué no entra y cierra la puerta? No voy a hacerle daño —le dije.

Mi sonrisa debió de convencerla. Entró y cerró la puerta, aunque sin quitarme los ojos de encima ni un segundo.

—Es usted la hermana de Nico, ¿verdad? —le pregunté.

Era un tiro al aire. Recordé que Floyd Hanson había mencionado que la hermana de Peterson identificó su cuerpo en la morgue. Tenía que ser ella. Desde luego, podría haber sido cualquiera de las muchas novias de las que tanto me habían hablado, pero no lo creía. En ese instante supe dónde la había visto antes: saliendo por la puerta que llevaba a la piscina en el Club Cahuilla, con un albornoz blanco de felpa y una toalla enrollada en la cabeza. El mismo rostro ancho, los mismos ojos verdes. Por eso Hanson se había quedado indeciso cuando ella apareció. Era la hermana de Peterson y él decidió no presentármela.

Sin apartar los ojos de mí, ella anduvo dos pasos hacia un lado, precavida como un gato, se detuvo junto a un sillón y posó una mano en el respaldo. Como estaba junto a la ventana, pude observarla detenidamente. Su cabello era casi negro, con reflejos broncíneos. Había algo vago e indefinido en ella, como si hubieran interrumpido a quien fuera que la creó antes de darle los últimos toques y el trabajo hubiese quedado sin terminar. Era una de esas mujeres que pueden tener una hermana guapa, como si la belleza les hubiera pasado de largo a ellas.

—Marlowe, ¿ese es su nombre, entonces? —me preguntó.

—Sí.

—¿Qué está haciendo aquí?

Tuve que pensar una respuesta.

—Estaba buscando algo entre las pertenencias de Nico —contesté sin convicción.

—Ah, ¿sí? ¿Por qué? ¿Le debe dinero?

—No. Tenía algo que es mío.

Ella hizo un mohín con la boca.

—¿Qué? ¿Su colección de sellos?

—No, simplemente es una cosa que necesito recuperar —era consciente de lo poco convincente que sonaba, pero improvisar sobre la marcha no es fácil. Me aparté del escritorio—. ¿Le importa si fumo? Usted ha conseguido ponerme nervioso.

—Adelante, no seré yo quien se lo impida.

Ojalá hubiera tenido la pipa; al prepararla hubiera ganado tiempo para poder pensar. Me entretuve con la pitillera y la caja de cerillas, cogí un cigarrillo y lo encendí, y todo eso de la manera más lenta posible. Ella permanecía junto al sillón, con la mano en el respaldo y los ojos clavados en mí.

Usted es la hermana de Nico, ¿verdad? —insistí.

—Soy Lynn Peterson. No me creo ni una palabra de lo que me ha contado. ¿Por qué no se deja de tonterías y me dice quién es usted realmente?

Había que reconocerlo, aquella mujer tenía agallas. Después de todo, yo era un intruso y ella me había sorprendido fisgoneando en la casa de su hermano. Podría haber sido un ladrón. Podría haber sido un loco escapado del manicomio. Podría haber sido cualquier cosa. Y podría estar armado. Pero allí estaba ella, firme y decidida a no aceptar ninguna de mis chorradas. En otras circunstancias, la habría invitado a algún bar en penumbra para ver qué ocurría.

—De acuerdo. Mi nombre es Marlowe, eso es verdad. Soy detective.

—Seguro, y yo soy Caperucita Roja.

—Tome —saqué una tarjeta de la cartera y se la tendí. Ella la leyó con el ceño fruncido—. Me han contratado para que investigue la muerte de su hermano.

No me escuchaba. De repente, empezó a asentir con la cabeza.

—Yo lo he visto antes. Usted estaba con Floyd en el club —dijo.

—Sí, es cierto.

—¿También fue a recuperar algo que tenía Floyd y le pertenecía?

—Fui a hablar con él sobre Nico.

—Hablar con él, ¿sobre qué de Nico?

—Sobre la noche que murió su hermano. Usted estaba en el club, ¿no es así? —ella no contestó—. ¿Vio a su hermano muerto?

—Floyd no me dejó.

—Pero usted lo identificó al día siguiente en la morgue, ¿no? El cadáver de su hermano, me refiero. Debió de ser muy duro.

—No fue divertido, no.

Estuvimos un rato en silencio. Parecíamos dos jugadores de tenis tomándose un respiro entre sets. Ella se dirigió al escritorio y cogió la fotografía enmarcada de la agria ancianita con gafas de montura de acero.

—Es imposible que sea esto lo que anda buscando —se volvió hacia mí con una fría sonrisa—. Es la tía Margie. Fue quien nos crio. Nico la odiaba, no sé por qué tenía una foto suya en el escritorio —la dejó de nuevo en su sitio—. Necesito beber algo.

Pasó de largo en dirección a la cocina. La seguí. Había sacado una botella de Dewar’s de un armario alto que había en la pared y estaba buscando cubitos de hielo en el congelador.

—¿Y usted? —me dijo girando la cabeza por encima del hombro—. ¿Le apetece un trago?

Cogí un par de vasos altos de un estante y los dejé en la encimera, junto a la cocina de gas. Ella llevó una bandeja de hielo al fregadero y abrió el grifo para que el agua cayera sobre la parte inferior hasta que un puñado de cubitos se desprendió. Los echó en los vasos hasta llenarlos.

—A ver si encuentra soda por ahí abajo —me dijo.

Abrí el armario que me había indicado y vi un par de botellas en miniatura de tónica Canada Dry. Me gusta el glu-glu-glu que hace la tónica cuando cae sobre el hielo, es un sonido que siempre me alegra. Sentí el perfume de Lynn Peterson, un aroma intenso y felino. También me alegró. Aquel encuentro fortuito estaba resultando bastante interesante.

—A su salud, gringo —dijo Lynn y chocó el borde de su vaso contra el mío. Apoyó el trasero contra el fregadero y me miró de arriba abajo—. No tiene pinta de detective. Ni privado ni de ninguna otra clase.

—¿De qué tengo pinta?

—Difícil pregunta. Tal vez de jugador.

—Antes apostaba.

—¿Ganaba?

—No con la frecuencia deseada.

El alcohol extendía lentamente su calor en mi interior como la luz del sol desplazándose por una ladera en verano.

—¿Conoce a Clare Cavendish? —le pregunté, aunque tal vez hubiera debido mantener la boca cerrada—. La novia de Nico.

Mi comentario le provocó tal carcajada que casi se atraganta con la bebida.

—¿La mujer de hielo? —dijo ronca, mirándome con sonrisa incrédula—. ¿Su novia?

—Eso me han dicho.

—Entonces supongo que será cierto —se rio de nuevo, mientras sacudía la cabeza.

—Ella también estaba en el club esa noche… La noche en que murió Nico.

—¿Estaba allí? No lo recuerdo —de repente frunció el ceño—. ¿Es ella quien le ha contratado para que meta las narices en lo que sucedió aquella noche?

Tomé otro trago del excelente señor Dewar’s. Aquella claridad interior se volvía más y más soleada cada minuto que pasaba.

—Cuénteme lo que sucedió en la morgue —le pedí.

Me estaba observando con la misma expresión que la primera vez que me vio.

—¿Qué quiere decir con «lo que sucedió»? Me condujeron a una habitación blanca, levantaron una sábana y allí estaba Nico, tan muerto como el pavo de Acción de Gracias. Derramé una lágrima, el poli me dio unos golpecitos en la espalda, me acompañaron fuera y eso es todo.

—¿Quién era el policía?

Alzó los hombros y luego los dejó caer.

—No sé quién era. Estaba allí, me preguntó si era mi hermano, le dije que sí, asintió y yo me fui. Los policías son policías. Todos me resultan iguales.

Medio escuché el vago sonido de un coche frenando junto a la entrada. No le presté más atención, aunque hubiera debido hacerlo.

—¿No le dijo su nombre?

—Si lo hizo, lo he olvidado. Mire, Marlowe, ¿de qué va todo esto?

Desvié la mirada. ¿Debía contarle lo que me había dicho Clare Cavendish? ¿Que había visto a Nico en San Francisco, andando apresurado entre la multitud en Market Street? ¿Podía arriesgarme a contárselo? Estaba a punto de abrir la boca, aún sin saber muy bien qué iba a decir, cuando me di cuenta de que la mujer estaba mirando por encima de mis hombros con una extraña expresión en el rostro. Me giré justo en el momento en que se abrió la puerta trasera y un hombre con una pistola en la mano irrumpió en la habitación. Era mexicano. Detrás de él entró otro mexicano. No llevaba pistola. No parecía necesitarla.