14
En la mesilla, junto a la cama, había una lámpara con rosas pintadas en la pantalla. La pintura, muy burda, parecía hecha por un aficionado. Había pensado a menudo en deshacerme de la lámpara, pero nunca encontraba el momento. Y no era porque sintiera ningún apego por ella. Era kitsch, como la mayoría de los objetos que la señora Paloosa había apilado en la casa. La señora P. era una coleccionista de baratijas. Aunque la palabra que mejor la definía sería acumuladora; había acumulado todo tipo de morralla, con la que ahora tenía que cargar yo. La verdad es que tampoco me fijaba mucho. Los objetos estaban ahí, eran parte del escenario, pero yo no les prestaba atención. Sin embargo, aquella lámpara era lo último que veía cada la noche al apagarla y, ya en la oscuridad, su imagen permanecía grabada en mis ojos durante un rato. ¿Qué dijo Oscar Wilde del papel que cubría las paredes de la habitación donde agonizaba? Uno de nosotros dos tiene que desaparecer.
Tumbado de lado, con el rostro apoyado en la almohada, contemplaba las rosas. Parecían pintadas con pegotes de mermelada de fresa que, al secarse, hubieran perdido su brillo. Acababa de hacer el amor con una de las mujeres más hermosas que había tenido entre mis brazos y, aun así, me encontraba inquieto. Clare Cavendish pertenecía a otro mundo y yo lo sabía. Tenía clase, tenía pasta para aburrir, estaba casada con un jugador de polo y conducía un deportivo italiano. ¿Qué diablos hacía en la cama conmigo?
Aunque no me había dado cuenta, ella estaba despierta. De nuevo, debió de leer mis pensamientos.
—¿Te acuestas con todos tus clientes?
Escuché su voz sensual a mi espalda. Giré el rostro en la almohada hacia ella.
—Solo con las mujeres.
Sonrió. Las sonrisas más bonitas poseen una pizca de melancolía. Así era la suya.
—Me alegro de haber venido. Cuando llegué estaba muy nerviosa y tú fuiste tan frío que estuve tentada de darme la vuelta y marcharme.
—Yo también estaba nervioso. Me alegro de que te quedaras —le dije.
—Ahora me tengo que ir.
Me besó en la punta de la nariz y se sentó. Sus pechos eran tan pequeños que apenas abultaban cuando estaba tumbada. Al contemplarlos, sentí cómo se me secaba la boca. Parecían planos en la parte superior y rechonchos en la parte inferior, y los pezones apuntaban hacia arriba de una manera tan deliciosa que no pude evitar sonreír.
—¿Cuándo te volveré a ver? —le pregunté. Nunca se dice nada original en esas ocasiones.
—Espero que pronto.
Se había dado la vuelta para sentarse en el borde de la cama y ponerse las medias. Su hermosa espalda, larga y delgada, se estrechaba hacia la cintura. Sentí deseos de encender un cigarrillo, pero jamás fumo en la cama después de hacer el amor.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le pregunté.
Me miró por encima de uno de sus hombros desnudos.
—¿A qué te refieres?
—Son las dos de la mañana. Imagino que no acostumbras a llegar a casa a estas horas, ¿no?
—¿Lo que quieres saber es si Richard se estará preguntando dónde me encuentro? Seguro que él está por ahí con alguna de sus amigas. Ya te lo dije: tenemos un arreglo.
—Un acuerdo. Creo que esa fue la palabra que utilizaste.
Ya no me miraba, entretenida con los cierres de la ropa.
—Acuerdo, arreglo… ¿Qué diferencia hay?
—Llámame pejiguero, pero para mí es distinto.
Se levantó, se puso la falda y se subió la cremallera en el costado. Me gusta contemplar a las mujeres cuando se visten. No es tan divertido como contemplarlas cuando se desvisten, desde luego. Se trata, más bien, de una experiencia estética.
—En cualquier caso, él no estará en casa, así que no se enterará de a qué hora llego. Tampoco le interesa mucho.
Ya había notado que hablaba siempre de su marido de una manera prosaica, sin amargura. Estaba claro que aquel matrimonio llevaba muerto y enterrado mucho tiempo. Pero si ella creía que un marido distanciado no era capaz de sentir celos, es que no conocía a los hombres.
—¿Y tu madre? —pregunté mientras me incorporaba para sentarme.
Clare estaba cerrando la hebilla de su ancho cinturón de cuero; se detuvo y me miró asombrada.
—¿Mi madre? ¿Qué pasa con ella?
—¿No te oirá cuando llegues a casa?
Ella se rio.
—Has estado en casa, ¿no te fijaste en lo grande que es? Vivimos en alas distintas: mi madre, en un lado, y Richard y yo, en otro.
—¿Y tu hermano? ¿Dónde vive él?
—¿Rett? Aquí y allá, en ningún sitio fijo.
—¿Qué hace?
—¿Qué quieres decir? ¿Está mi otro zapato en tu lado de la cama? ¡Dios mío, nos hemos empleado a fondo para quitarnos la ropa!
Me incliné hacia mi lado para localizar el zapato y se lo di.
—Lo que te preguntaba es si Rett trabaja.
Me miró arqueando una ceja.
—Rett no necesita trabajar —me dijo como si estuviera explicándole algo a un niño—. Es el ojo derecho de mi madre; lo único que necesita hacer es seguir siendo su niñito.
—No me pareció un niñito.
—Porque no necesitaba representar ese papel contigo.
—Cualquiera diría que no te gusta demasiado.
Permaneció un instante en silencio, meditando la respuesta.
—Yo lo quiero, por supuesto; es mi hermano, aunque tengamos padres diferentes. Pero no, no puedo decir que me guste. Tal vez eso cambie el día que él decida madurar, pero dudo que eso vaya a ocurrir. Por lo menos, no mientras viva madre.
Aunque nos encontrábamos en el reino de la noche, no me pareció correcto quedarme sentado en la cama mientras ella se preparaba para enfrentarse de nuevo al mundo. Así que me puse en pie y empecé yo también a vestirme.
Acababa de ponerme la camisa cuando Clare se aproximó y me besó.
—Buenas noches, Philip Marlowe. O quizá debería decir buenos días —iba a darse la vuelta para marcharse, pero la retuve por el codo.
—¿Qué te contó tu madre de nuestra conversación? —le pregunté.
—¿Qué me contó? —se encogió de hombros—. No gran cosa.
—Me llama la atención que no me hayas preguntado sobre lo que ella me dijo. ¿No tienes curiosidad?
—Te lo pregunté antes.
—Ya, pero no tuve la sensación de que estuvieras realmente interesada en saberlo.
Se colocó frente a mí y me miró altanera.
—Muy bien, de acuerdo, ¿qué te contó mi madre?
Sonreí.
—No gran cosa.
Ella no sonrió.
—¿De verdad?
—Me contó cómo se fabrica el perfume. Y me contó cómo murió tu padre.
—Es una historia cruel.
—Una de las más crueles que he oído. Hay que ser muy fuerte para superar algo así, seguir adelante y hacer todo lo que ha hecho.
Su boca se tensó levemente.
—Sí, es una mujer muy fuerte, desde luego.
—¿No te gusta?
—¿No crees que ya has hecho suficientes preguntas para una sola noche?
Alcé las manos.
—Tienes razón. Solo que…
Ella aguardaba.
—¿Qué?
—Que no sé si debo confiar en ti o no.
Sonrió con frialdad y, por un segundo, vi en ella el reflejo de su madre, la dureza de su madre.
—Haz una apuesta, como Pascal —dijo.
—¿Quién es Pascal?
—Un francés de hace mucho tiempo. Un filósofo o algo parecido —se dirigió al salón mientras yo la seguía descalzo. Cogió su bolso y se volvió hacia mí—. ¿Cómo puedes decir que no confías en mí? ¿Cómo puedes, después de esto? —señaló la puerta del dormitorio con la cabeza.
Le di la espalda para servirme otro whisky.
—No he dicho que no confíe en ti. He dicho que no sé si debo confiar en ti o no.
Mis palabras la enfurecieron tanto que estampó un pie contra el suelo. Me vino a la cabeza la imagen de Lynn Peterson, detenida en el umbral de la casa de su hermano haciendo exactamente lo mismo, aunque por una razón diferente.
—¿Sabes lo que eres? Eres un pedante. ¿Sabes lo que es un pedante? —me preguntó.
—¿Un tipo que adormece a los demás?
Me lanzó una mirada feroz. ¿Quién hubiera pensado que unos ojos de aquel color pudieran generar semejante fuego?
—Lo que no eres es precisamente gracioso.
—Lo siento —dije, aunque probablemente no sonó como yo hubiera querido—. Voy a por tu abrigo.
Lo sostuve abierto ante ella. Permaneció inmóvil, la misma mirada feroz, un pequeño músculo temblando en su mandíbula.
—Veo que me he equivocado contigo.
—¿En qué sentido?
—Pensaba que eras… Bah, qué importa.
Introdujo los brazos en las mangas del abrigo. Podría haber hecho que se diera la vuelta, podría haberla abrazado, podría haberle dicho que lo sentía, habérselo dicho de tal manera que no le quedara ninguna duda. Porque era verdad que lo sentía. Podría haberme mordido la lengua. Ella era lo más hermoso que me había sucedido en la vida, aún más que Linda Loring, y ahí estaba yo con mi gran bocaza, cuestionando su honradez y haciendo chistes malos. Ese era Marlowe, el indio que se deshace de una perla que vale más que toda su tribu.
—Escúchame, hoy sucedió algo —le dije.
Se volvió hacia mí, su rostro repentinamente preocupado y receloso.
—¿Qué?
Le conté que había ido a casa de Peterson, que Lynn apareció mientras yo miraba alrededor, que los mexicanos llegaron y el resto de la historia. Fui al grano, sin florituras. Mientras yo hablaba, ella no separaba los ojos de mi boca, como si estuviera leyéndome los labios.
Cuando terminé, permaneció inmóvil, parpadeando lentamente.
—¿Por qué no me lo has contado antes? ¿Por qué? —inquirió con voz apagada.
—Porque estábamos en otra historia.
—¡Dios mío! —exclamó, y luego calló mientras meneaba la cabeza—. No te comprendo. Todo el tiempo que… —movió una mano con impotencia—, el dormitorio, todo eso… ¿Cómo no me lo has contado? ¿Cómo has podido guardártelo?
—No me lo estaba guardando, pero me pareció más importante lo que estaba pasando entre nosotros —le dije.
Movió de nuevo la cabeza con enojada incredulidad.
—¿Quiénes eran esos mexicanos?
—Buscaban a Nico. Tengo la impresión de que él se ha quedado con algo que les pertenece o que les debe algo. Dinero, imagino. ¿Tú sabes algo de eso?
Hizo un gesto despectivo con la mano.
—Por supuesto que no —miró alrededor con desesperación antes de detener sus ojos en mí—. ¿Por eso tienes así la cara? ¿Te lo hicieron los mexicanos? —asentí. Ella parecía estar pensando, sumando acontecimientos, dándoles un sentido—. Y ahora tienen a Lynn. ¿Le harán daño?
—Son un par de matones.
Se llevó la mano a la boca.
—Dios mío —repitió en un suspiro. Era demasiado para ella y estaba encontrando problemas para digerirlo—. ¿Y la policía? ¿Acudió la policía a la casa?
—Sí, un tipo que conozco de la Oficina del Sheriff. Iba en el coche con el que te has cruzado cuando venías.
—¿Ha estado aquí? ¿Le has hablado de mí?
—Claro que no. No tiene ni idea de quién eres tú ni para quién trabajo yo. Y nunca lo sabrá, a menos que me lleve ante un Gran Jurado. Y no lo va a hacer.
Parpadeaba aún más lentamente que antes.
—Tengo miedo —murmuró. Además de miedo, había en su voz una nota de asombro, el asombro de alguien que no entiende cómo se ha metido en semejante embrollo.
—No debes tener miedo de nada —extendí una mano hacia su brazo, pero ella lo retiró en el acto como si mis dedos fueran a ensuciar la manga de su abrigo.
—He de irme a casa —dijo fríamente, y se dio la vuelta.
Bajé los escalones de secuoya tras ella. La bocanada helada que Clare despedía hubiera podido formar carámbanos en mis cejas. Entró en el coche y, casi al mismo tiempo que cerraba de un portazo, arrancó. Se alejó dejando atrás una nube de humo del tubo de escape, que hizo que me escociera la nariz y me entró en la boca. Subí la escalera carraspeando de nuevo. «Buen trabajo, Phil —pensé con amargura—. Buen trabajo».
Estaba en el porche cuando sonó el teléfono. A esa hora de la noche, quienquiera que fuese no llamaría para dar buenas noticias. Agarré el auricular justo cuando el timbre acababa de detenerse. Solté una palabrota. Digo muchas palabrotas cuando estoy solo en casa. No sé por qué, pero humaniza el lugar.
Terminé el whisky antes de llevar mi vaso y el de Clare a la cocina. Los lavé en el fregadero y los puse a secar boca abajo en el escurreplatos. Estaba agotado. Me dolía la cara y en mi nuca había recomenzado el tam-tam.
Estaba felicitándome de nuevo, con amargura, por mi gran actuación con Clare aquella noche cuando el teléfono volvió a sonar. Era Bernie Ohls. Había presentido que sería él.
—¿Dónde demonios estabas? —ladró—. Pensé que habrías muerto.
—Había salido fuera un minuto para comunicarme con las estrellas.
—Muy romántico —hizo una pausa, supongo que para crear un efecto dramático—. Hemos encontrado a la dama.
—¿Lynn Peterson?
—No, Lana Turner.
—Dime.
—Ven a verlo tú mismo. Encino Reservoir. Coge Encino Avenue y, cuando llegues a la señal de «Prohibido el paso», gira a la derecha. Trae tus sales aromáticas. No es un espectáculo muy agradable.