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Era martes, una de esas tardes de verano en que la Tierra parece haberse detenido. El teléfono, sobre la mesa de mi despacho, tenía aspecto de sentirse observado. Por la ventana polvorienta de la oficina se veía un lento reguero de coches y a un puñado de buenos ciudadanos de nuestra encantadora ciudad, la mayoría hombres con sombrero, que deambulaban sin rumbo por la acera. Me fijé en una mujer que, en la esquina de Cahuenga y Hollywood, aguardaba a que cambiara la luz del semáforo. Piernas largas, una ajustada chaqueta color crema con hombreras, una falda azul marino. También lucía un sombrero, un accesorio tan diminuto como un pajarito que se hubiera posado en un lateral de su cabello y se hubiera quedado allí alegremente. Miró hacia la izquierda, luego hacia la derecha y de nuevo hacia la izquierda —debía de haber sido una niña muy buena— y entonces cruzó la calle soleada, avanzando con elegancia sobre su propia sombra.

La temporada estaba siendo muy floja. Había trabajado una semana como guardaespaldas de un tipo que acudió desde Nueva York volando en un clíper. Tenía la mandíbula azulada, un reloj de oro en la muñeca y un anillo en el dedo meñique con un rubí tan grande como un garbanzo. Se presentó como un hombre de negocios y yo decidí creerle. Él estaba preocupado y sudaba muchísimo, pero nada sucedió y me pagó lo estipulado. Poco después, Bernie Ohls, de la Oficina del Sheriff, me puso en contacto con una encantadora ancianita cuyo hijo drogadicto le había birlado la valiosa colección de monedas de su difunto marido. Tuve que ponerme algo violento para recuperar lo robado, pero la sangre no llegó al río. Había una moneda con la cabeza de Alejandro Magno y otra donde se veía el perfil de Cleopatra con aquella enorme nariz. ¿Qué verían los hombres en ella?

Sonó el timbre que anunciaba la apertura de la puerta principal y oí los pasos de una mujer, que atravesó la sala de espera y se detuvo un instante ante la puerta de mi oficina. El sonido de unos tacones altos en el suelo de madera siempre me produce un ligero cosquilleo. Iba a decirle que pasara con ese impostado tono grave de puedes-confiar-en-mí-soy-un-detective, cuando ella entró sin llamar.

Era más alta de lo que me había parecido desde la ventana, alta y delgada, con hombros anchos y elegantes caderas. Mi tipo, en otras palabras. Su sombrero tenía un velo, una exquisita transparencia negra de seda moteada que descendía hasta la punta de su nariz. Una punta preciosa para una nariz preciosa, aristocrática, pero no demasiado estrecha ni demasiado larga y, por supuesto, nada parecida a la trompa de Cleopatra. Lucía unos guantes largos de un pálido crema a juego con la chaqueta y hechos con la piel de alguna singular criatura que habría pasado su breve vida brincando con delicadeza sobre riscos alpinos. Tenía una bonita sonrisa, cordial de momento y ligeramente ladeada, que le daba un atractivo aire burlón. Era rubia, con unos ojos negros, negros y profundos como un lago de montaña, cuyos párpados se afilaban de manera exquisita en las esquinas. Una rubia de ojos negros no es muy frecuente. Intenté no mirarle las piernas. Evidentemente, el dios de la tarde de los martes había decidido que me merecía un pequeño aliciente.

—Me llamo Cavendish —dijo.

La invité a que tomara asiento. Si hubiera sabido que iba a llamar a mi puerta, me habría peinado y me habría perfumado detrás de las orejas con un ligero toque de ron de laurel. Pero habría de aceptarme tal como era. De hecho, lo que veía no parecía desagradarle demasiado. Se sentó al otro lado de la mesa, en la silla que le había señalado, y se quitó los guantes, dedo a dedo, mientras sus ojos negros me escrutaban serenos.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita Cavendish? —le pregunté.

—Señora.

—Disculpe… Señora Cavendish.

—Un amigo me ha hablado de usted.

—¿Ah, sí? Cosas buenas, espero.

Le ofrecí un Camel de la caja que tengo en la mesa para los clientes, pero ella abrió su bolso de charol, sacó una pitillera de plata y levantó la tapa con el pulgar. Sobranie Black Russian, por supuesto. Prendí una cerilla y alargué el brazo sobre el escritorio. Se echó hacia delante e inclinó la cabeza, bajando las pestañas, y su dedo rozó brevemente el dorso de mi mano. El barniz rosa perlado de sus uñas me encantó, pero no le dije nada. Ella se retrepó en la silla, cruzó las piernas bajo la estrecha falda azul y, de nuevo, me observó con aquella franca mirada indagadora. Estaba tomándose su tiempo para decidir qué opinión le merecía.

—Quiero que localice a alguien —me dijo.

—Vale. ¿De quién se trata?

—Un hombre llamado Peterson. Nico Peterson.

—¿Un amigo suyo?

—Era mi amante.

Si pensaba que me iba a dejar con la boca abierta, se equivocaba.

—¿Era? —le pregunté.

—Sí. Desapareció de forma bastante misteriosa, sin decir siquiera adiós.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Hace dos meses.

¿Por qué había tardado tanto en acudir a mí? Decidí no preguntárselo. O por lo menos de momento. Ser observado por aquellos ojos impasibles tras la negra red transparente del velo me producía una extraña sensación. Era como ser observado desde una ventana secreta. Observado y evaluado.

—Dice que desapareció. ¿Quiere decir de su vida o del todo? —le pregunté.

—Parece que de ambas maneras.

Aguardé a que siguiera, pero ella se limitó a echarse hacia atrás unos centímetros y una vez más sonrió. Aquella sonrisa… Era como los rescoldos de un fuego que ella hubiera prendido hacía mucho tiempo y luego dejado arder hasta consumirse. Tenía un hermoso labio superior, prominente como el de un bebé, tierno y un poco inflamado como si acabara de besar largamente otros labios y no precisamente de bebés. Debió de percibir la incomodidad que me creaba su velo, pues, levantando una mano, lo apartó de su rostro. Sin él sus ojos resultaban todavía más impresionantes; al contemplar su lustrosa e intensa negrura, sentí un nudo en la garganta.

—Hábleme de él, de su señor Peterson —le pedí.

—Como usted de alto. Cabello oscuro. Atractivo a su manera. Lleva un estúpido bigotito como el de Don Ameche. Viste bien, o solía hacerlo cuando escuchaba mi opinión.

Había cogido una boquilla de ébano de su bolso e introdujo en ella el filtro del Black Russian. Sus dedos eran hábiles, delgados pero fuertes.

—¿A qué se dedica él? —le pregunté.

Sus ojos brillaron con dureza.

—¿Para ganarse la vida, quiere decir? —pensó la pregunta antes de responder—. Ve a gente.

En esta ocasión fui yo quien se retrepó en la silla.

—¿Qué significa eso?

—Lo que le acabo de decir. Prácticamente cada vez que lo veía él estaba a punto de marcharse a algún asunto urgente. «Tengo que ver a este tipo. Hay un tipo al que tengo que ver.»

Era una buena imitadora. Yo empezaba a hacerme una idea del señor Peterson. No parecía su tipo.

—Un hombre ocupado, por lo que me dice —comenté.

—Me temo que sus ocupaciones no conducían a gran cosa. A nada que le pareciera importante a usted, se lo puedo asegurar, o a mí, desde luego. Si le pregunta, le dirá que es un agente de actrices de cine. La mayoría de las personas a quienes debía ver con tanta urgencia tenía conexión con algún plató.

Era interesante cómo cambiaba los tiempos de los verbos. En cualquier caso, yo tenía la sensación de que ese pájaro de Peterson pertenecía, para ella, al pasado. ¿Por qué quería entonces encontrarlo?

—¿Está en el negocio del cine? —le pregunté.

—Yo no diría en. Más bien acaricia los bordes con la punta de los dedos. Tuvo algo de éxito con Mandy Rogers.

—¿Debería sonarme ese nombre?

—Una aspirante a estrella. Ingenua, diría Nico. Imagine a Jean Harlow, pero sin talento.

—¿Jean Harlow tenía talento?

Ella sonrió.

—Nico está firmemente convencido de que todas sus ocas son cisnes.

Saqué mi pipa y llené la cazoleta. Caí en la cuenta, de repente, de que la mezcla de tabaco que fumaba contenía algo de Cavendish. Decidí no mencionar aquella feliz coincidencia, pues imaginé la sonrisa escéptica y el leve movimiento de desdén en la comisura de su boca que provocaría.

—¿Conoce desde hace mucho a su señor Peterson? —le pregunté.

—No mucho.

—¿Cuánto es «no mucho»?

Ella se encogió de hombros con un mínimo movimiento del derecho.

—¿Un año? —se preguntó en voz alta—. Déjeme pensar. Nos conocimos en verano. Puede que fuese agosto.

—¿Dónde sucedió? Quiero decir, ¿dónde se conocieron?

—En el Club Cahuilla. ¿Lo conoce? Está en Palisades. Canchas de polo, piscinas, una multitud de personas inteligentes y atractivas. El tipo de sitio donde no activarían la apertura electrónica de las puertas para que un sabueso como usted pusiera un pie dentro.

Aunque no dijo la última frase, yo la sobreentendí.

—¿Su marido sabe algo de esto? ¿Conoce su relación con Peterson?

—No se lo puedo asegurar.

—¿No puede o no quiere?

—No puedo —bajó la mirada hacia los guantes color crema, que había extendido sobre su regazo—. El señor Cavendish y yo tenemos… ¿Cómo se lo explicaría? Tenemos un acuerdo.

—¿En qué consiste?

—No se haga el ingenuo, señor Marlowe. Estoy segura de que sabe muy bien de qué tipo de acuerdo le hablo. A mi marido le gustan los ponis de polo y las camareras que sirven cócteles. No necesariamente en ese orden.

—¿Y a usted?

—Me gustan muchas cosas. Sobre todo, la música. El señor Cavendish tiene dos reacciones ante la música, dependiendo de su humor y de cuánto haya bebido: le pone enfermo o le hace reír. Su risa no es muy melodiosa.

Me levanté de la mesa, me acerqué a la ventana con mi pipa y dejé vagar la vista, sin fijarme en nada en particular. Al otro lado de la calle, en el interior de una oficina, una secretaria con una blusa de tela escocesa y unos auriculares conectados a un dictáfono tecleaba, inclinada sobre su máquina de escribir. Me había cruzado con ella en la calle en varias ocasiones. Un rostro menudo y encantador, una sonrisa tímida; la clase de chica que vive con su madre y los domingos prepara pastel de carne para la comida. Aquella era una ciudad de solitarios.

—¿Cuándo vio al señor Peterson por última vez? —le pregunté sin apartar la vista de la atareada señorita Remington. Al no tener respuesta, me giré. Era obvio que la señora Cavendish no estaba acostumbrada a mantener conversaciones con la espalda de nadie—. No se inquiete, tengo costumbre de quedarme junto a la ventana, mirando cómo gira el mundo.

Me dirigí a la mesa y me senté de nuevo. Para demostrarle mi interés, dejé la pipa en el cenicero, crucé las manos y apoyé la barbilla sobre un par de nudillos. Ella aceptó esta voluntariosa muestra de mi total y firme atención.

—Ya le he dicho cuándo fue la última vez que lo vi, hace un par de meses.

—¿Dónde estaban?

—Justamente en el Cahuilla. Era domingo por la tarde. Mi marido estaba inmerso en un chukker especialmente difícil. Un chukker es…

—Un período de juego en polo. Lo sé.

Ella se inclinó hacia delante y dejó caer la ceniza de su cigarrillo junto a la cazoleta de mi pipa. Un leve soplo de su perfume flotó sobre la mesa de mi despacho. Parecía Chanel n.º 5, pero a mí todos los perfumes me parecen Chanel n.º 5. O así había sido hasta entonces.

—¿Dio el señor Peterson alguna señal de que se disponía a levantar el campo? —pregunté.

—¿Levantar el campo? Qué forma tan extraña de expresarlo.

—Es menos dramático que desapareció, que fue la palabra que usted utilizó.

Ella sonrió e hizo un breve gesto afirmativo con la cabeza, reconociendo mi tanto.

—Parecía el de siempre. Tal vez estaba un poco más ausente, incluso un poco nervioso, aunque puede que solo me resulte así ahora, al pensarlo en retrospectiva —me gustaba su manera de hablar, me recordaba las paredes cubiertas de hiedra de algunas venerables universidades o cláusulas de fondos fiduciarios escritas sobre pergamino con letra de caligrafía—. Desde luego, nada en su comportamiento indicaba que fuese a levantar el campo —y sonrió.

Permanecí en silencio de modo que ella viera que estaba pensando.

—Dígame, ¿cuándo se dio cuenta de que se había ido? Lo que quiero saber es cuándo llegó a la conclusión de que había desaparecido —era mi turno de sonreír.

—Le llamé por teléfono varias veces, pero no contestaba. Acudí entonces a su casa. No había cancelado la orden para que le llevaran la leche, y los periódicos se apilaban en la entrada. Eso no era propio de él. Para esos detalles, era muy cuidadoso.

—¿Acudió a la policía?

Abrió los ojos con asombro.

—¿La policía? —creí que iba a romper a reír—. Ni se me pasó por la cabeza. Nico era muy cauteloso con la policía y no habría agradecido en absoluto que los hubiera puesto sobre aviso para buscarlo.

—¿Por qué era cauteloso? ¿Tenía algo que ocultar?

—¿No tenemos todos algo que ocultar, señor Marlowe? —de nuevo, sus encantadores párpados se abrieron un poco más.

—Depende.

—¿De qué?

—De muchas cosas.

Aquella conversación giraba en círculos, sin llegar a ninguna parte.

—Permítame preguntarle, señora Cavendish: ¿qué cree usted que le ha sucedido al señor Peterson?

Ella repitió aquel mínimo gesto para encogerse de hombros.

—No sé qué pensar. Por eso he acudido a usted.

Asentí, intentando que el gesto transmitiera prudencia. Cogí mi pipa y me entretuve con ella, sacando los restos de tabaco de la cazoleta y haciendo todo lo preciso para limpiarla. Una pipa es un artículo muy útil cuando quieres parecer inteligente y reflexivo.

—¿Puedo preguntarle por qué ha tardado tanto tiempo en acudir a mí?

—¿Qué quiere decir con tanto tiempo? Creía que antes o después tendría noticias, que un día sonaría el teléfono y sería él llamando desde México o desde cualquier otro sitio.

—¿Por qué México?

—Pues Francia, la Costa Azul. O algún paraje más exótico. Tal vez Moscú o Shanghái, no lo sé. A Nico le gustaba viajar. Le calmaba su permanente desasosiego —se desplazó ligeramente hacia delante en la silla, en un levísimo gesto de impaciencia—. ¿Acepta el caso, señor Marlowe?

—Haré lo que pueda, pero no lo llame «el caso». Aún no.

—¿Cuáles son sus condiciones?

—Las habituales.

—Puede estar seguro de que desconozco qué es lo habitual.

Ni se me había pasado por la cabeza tal posibilidad.

—Cien dólares de depósito y veinticinco al día más los gastos que se produzcan mientras hago las pesquisas necesarias.

—¿Cuánto tiempo le llevarán esas pesquisas?

—Eso también depende.

Ella permaneció silenciosa y me contempló de nuevo con aquella mirada apreciativa, que me provocó una ligera desazón.

—No me ha preguntado nada sobre mí —dijo.

—Estaba pensando cómo hacerlo.

—Le voy a ahorrar el trabajo. Mi apellido de soltera es Langrishe. ¿Le suena Langrishe Fragrances?

—Desde luego, la empresa de perfumes —respondí.

—Dorothea Langrishe es mi madre. Era viuda cuando llegó desde Irlanda conmigo y empezó su negocio en Los Ángeles. Si ha oído hablar de ella, conocerá su enorme éxito. Yo trabajo para ella, o con ella, como mi madre prefiere decir. La conclusión es que soy muy rica. Quiero que encuentre a Nico Peterson porque así lo deseo. Él no es gran cosa, pero me pertenece. Le pagaré lo que me pida.

Me hubiera gustado simular de nuevo que limpiaba mi pipa, pero no hubiera funcionado una segunda vez. La miré con gesto inexpresivo.

—Como ya le he dicho, señora Cavendish: cien dólares ahora y veinticinco al día más gastos. Para mí, cada caso es especial.

Ella sonrió sin abrir los labios.

—Creía que no íbamos a llamarlo «caso». De momento.

Le concedí ese tanto. Abrí un cajón, saqué un contrato estándar y se lo acerqué deslizándolo sobre la mesa con un dedo.

—Lléveselo, léalo y, si está de acuerdo con las condiciones, fírmelo y me lo trae. Antes de marcharse, deme la dirección y el teléfono del señor Peterson. Y cualquier otro dato que crea que puede serme útil.

Ella ojeó el contrato, como si estuviera decidiendo si llevárselo o arrojármelo a la cara. Al final, lo agarró, lo dobló cuidadosamente y lo metió en el bolso.

—Vive en West Hollywood, no muy lejos de Bay City Boulevard —abrió de nuevo el bolso y sacó una pequeña libreta encuadernada en cuero y un estilizado lapicero de oro. Escribió una breve nota, arrancó la página y me la tendió—. Napier Street. Esté atento cuando vaya o se pasará de largo sin darse cuenta. Nico prefiere los lugares apartados.

—Porque es cauteloso —añadí.

Ella se levantó. Aún sentado, volví a sentir su perfume. Así que no era Chanel, sino Langrishe, ya averiguaría qué nombre o qué número.

—Necesito asimismo sus datos para ponerme en contacto con usted.

Señaló el papel que yo tenía en la mano.

—Ahí tiene escrito mi número de teléfono. Llámeme cuando lo necesite, sea la hora que sea.

Leí su dirección: 444 Ocean Heights. Si hubiera estado solo, habría silbado. Solo los más ricos vivían allí, en aquellas calles privadas junto al mar.

—Aún no sé su nombre. Me refiero a su nombre de pila.

Un leve rubor cubrió sus mejillas y bajó los ojos, aunque enseguida levantó la vista.

—Clare, sin la i. Me llamo igual que la comarca donde nací, en Irlanda —una resignada mueca burlona apareció en su rostro—. Mi madre es muy sentimental en todo lo concerniente a su viejo país.

Metí la nota en mi cartera, me puse en pie y rodeé el escritorio para aproximarme a ella. Por alto que seas, algunas mujeres te hacen sentir más bajo que ellas. Aunque Clare Cavendish era más pequeña que yo, me sentí como si la mirara desde abajo. Me tendió la mano y se la estreché. Hay siempre algo especial en el primer contacto físico entre dos personas, por muy breve que sea.

La seguí con la vista hasta el ascensor, esbozó una rápida sonrisa de despedida y desapareció.

Entré en la oficina y me dirigí a mi puesto habitual junto a la ventana. La señorita Remington aún estaba tecleando, era una chica muy diligente. Deseé que levantara la vista y me viera, pero fue en vano. ¿Qué habría hecho yo, además, en ese caso? ¿Saludar como un idiota?

Pensé en Clare Cavendish. Algo no casaba. Tengo cierta fama como detective privado, pero ¿por qué la hija de Dorothea Langrishe, de Ocean Heights, que se codeaba con quién sabe cuánta gente encopetada, me había elegido a mí para encontrar a su amante? Y, para empezar, ¿por qué se había liado con Nico Peterson? De ser cierta su descripción, no parecía más que un estafador de poca monta con trajes a medida. Las preguntas se sucedían enrevesadas y sin fin, pero el recuerdo de los ojos francos de Clare Cavendish y del brillo inteligente y burlón que los iluminaba me impedía concentrarme.

Cuando me giré, vi la boquilla en la esquina del escritorio donde ella la había dejado. El ébano tenía la misma negrura resplandeciente de sus ojos. También se había olvidado de pagar el depósito. No pareció importarme.