TERCERA PARTE
HACIA EL GRADO CERO
CAPÍTULO 6
INDIA O LA "ENCASTRACIÓN" DEL SEXO
En el siglo XIII, en el momento mismo en que Tomás de Aquino reflexionaba acerca de la homogeneidad fundamental del alma y de la materia y en que Roger Bacon proclamaba la importancia de conocer la naturaleza por la experimentación, en la otra punta del mundo medieval, es decir, en la costa oeste de lo que es en la actualidad India, el rey Narasimha I (1238-1264) hace construir el más bello de los templos, con el objeto de celebrar dignamente su reciente victoria militar sobre los yavanas musulmanes y marcar para la posteridad toda la importancia del acontecimiento. El templo debía ser vasto, espléndido, glorioso y admirablemente decorado. En doce años el rey invirtió la totalidad de sus ganancias y un ejército de trabajadores empezó el proyecto. Es posible imaginar fácilmente la vasta obra en construcción en donde un escultor tan anónimo como los que tuvieron por tarea decorar el conjunto de las fachadas del templo necesitó todo su genio creador para cincelar una primera figura en la piedra: la imagen de un hombre encorvado que pone sus labios sobre el sexo de una mujer extendida de espalda y que chupa su pene mientras que, parada al lado, la que parece ser una sirvienta le mete un dedo en el ano.
Una vez acabado, este relieve no será más que un detalle entre las decenas de esculturas eróticas que ornan el templo de Surya en Konarak y que proponen exponer la sexualidad humana bajo formas que varían desde el exhibicionismo solitario a la orgía, y que ponen en escena a hombres, mujeres y algunos animales, en posiciones a veces simples, a veces acrobáticas. El templo mismo no es más que un edificio en el conjunto de templos de Konarak, todos igualmente decorados con riqueza, y la región, aunque reconocida como un lugar importante de la arquitectura medieval india, no es la única en haber manifestado su interés por las representaciones sexuales. Pues en toda la India durante cerca de cinco siglos (del 900 al 1400) se construyen templos ornamentados con esculturas eróticas. No sólo se muestran imágenes del sexo a todos los públicos y en casi todas sus variaciones, sino que encima se los ha puesto en los mejores lugares, en las paredes del templo, allí donde no hay lugar más que para lo sagrado y lo venerable. El sexo era central y debía ser ostentoso.
Siguiendo las descripciones y los análisis de Devangana Desai,[259] es posible comprender hasta qué punto el ejemplo de India puede ser iluminador. Por un lado, porque estamos frente a un tratamiento de la sexualidad que contrasta con el que es propuesto en Occidente, pero sobre todo porque esos mismos templos más tarde se volverán pornográficos: atractivos turísticos para una sociedad puritana que encuentra allí materia para el cosquilleo y el escándalo. De este modo, hay que apreciar este tipo de ornamentación con tema crudamente sexual que, después de todo, constituiría una respuesta original a las mismas cuestiones que preocupaban con tanta justeza a Tomás de Aquino.
Si es necesario fijar el principio de esta historia, se lo encontraría tal vez en el clima de la ecología de una península en donde hay mucho para preocuparse en cuanto a la fertilidad. Por supuesto, todo lo que rodea a la fertilidad de las plantas y de los animales interesa siempre a las sociedades rurales, pero el equilibrio parece a menudo menos frágil en otros lugares que en India, en donde el peligro lo constituyen sus grandes precipitaciones, demasiado fuertes o demasiado débiles, con desastrosas consecuencias. Sean cuales fueren las raíces profundas, cierta inquietud por la fertilidad determina uno de los principales temas de la cultura hindú. Es por lo menos lo que pretende la arqueología toda vez que necesita explicar todas las representaciones de actos sexuales encontrados en amuletos del siglo VII antes de nuestra era, o en las ilustraciones de escenas de orgías producidas unos cinco siglos más tarde.[260] Habría que ver en ellos los instrumentos de un culto centrado no en el sexo sino en la fertilidad. Por lo demás, se habla allí de esa maravillosa "noche de los tiempos" que ha precedido a las primeras religiones védicas.
Toda religión funciona como una máquina para preservar la vida: ella quiere favorecerla, ayudarla, como también quiere separar las fuerzas negativas que podrían amenazarla. Y cuando esta preciosa "vida" es comprendida como la potencia de la fertilidad, la fuerza creadora de una perpetua renovación, lo que hace crecer a las plantas y a los animales y lo que hace nacer todo lo que viene a reemplazar lo agotado y lo inerte, la fertilidad adquiere el status de principio canónico: ella se vuelve esencial para la supervivencia y la única manera concebible de escapar al fin de la condición humana. De pronto, la fertilidad se vuelve también el seguro indispensable para el bienestar colectivo. Queda todavía expresarla, afirmarla y enseñarla repitiendo cuán importantes son las lluvias que fertilizan la semilla y el sol que hace crecer la planta. De allí nacen los símbolos y los ritos. Desde el casamiento ritual del Sol y de la Tierra, hasta la pareja campesina que se une en el campo que él acaba de sembrar. No sólo la religión propone interpretar el mundo, sino que también tiene que definir los objetivos que deben perseguirse y, sobre todo, los mejores medios para alcanzarlos. El caso indio inventa entonces los medios para asegurar la fertilidad: rezos, encantamientos y letanías, comportamientos y disciplinas, himnos y celebraciones. La lógica de la magia religiosa se desarrollará luego en forma espiral: hacer lo que es exigido es una promesa de éxito, omitirlo puede arrastrar lo contrario, y si rezar trae la gracia y la felicidad, no rezar es correr el riesgo de atraer desgracias y castigos. La apuesta es prometedora pero arriesgada, pues queriendo darse los medios para garantizar la lluvia fertilizante es posible del mismo modo por omisión convertirse en el responsable de la sequía.
Evidentemente, es más fácil celebrar la fertilidad tomando por símbolo inmediato la sexualidad y la reproducción humana que intentar dominar la lluvia o el sol. El sexo puede ser celebrado como un himno a la fertilidad; las religiones de la India antigua imponían así ritos y ceremonias que comprendían el espectáculo o el cumplimiento de actos sexuales. Y encima se aclara que la copulación próxima a un templo tenía efectos particularmente poderosos y que toda mujer debía hacer el amor en el interior de un templo por lo menos una vez en el curso de su vida. Según esta misma lógica, la indecencia y el lenguaje obsceno podían ser prescriptos y obligatorios en ceremonias religiosas, con el objeto de estimular los poderes generadores de la naturaleza; pues a menudo se afirmaba que a los dioses les gusta "el sonido de la obscenidad". Y luego estaban los diversos medios para protegerse de las amenazas o bien llevando amuletos contra el "mal de ojo" o talismanes de suerte que representaban órganos sexuales. De allí también la práctica eficaz y relativamente fácil de traducir esta celebración de la fertilidad en su representación artística y reemplazar el acto sexual por su abstracción; con el resultado de que un templo bien decorado con motivos obscenos será mejor escuchado por los dioses y también mejor protegido contra los malos espíritus del rayo y del relámpago.
La cultura y la religión hindúes serían herederas de esta antigua tradición de creencias y de prácticas ligadas a la agricultura y a la fertilidad, la cual debía ofrecer como toda buena tradición religiosa una mezcla más o menos lograda de espiritualidad abstracta y de conceptos filosóficos, de gusto por el espectáculo y de ritos, de fiestas y de peregrinajes. La corriente se mantuvo aparentemente siempre a través de las situaciones de la historia de las religiones. Hacia el siglo V aparece el tantrismo (bajo una forma suficientemente localizable) que viene para volver a afirmar la existencia de un vínculo primario entre el sexo y la religión y que pronto se volverá muy popular e influirá bastante profundamente, a la vez, al hinduismo, al budismo y al jainismo, en una palabra, a toda la cultura de la India. Originario de las regiones más alejadas de la península, donde las religiones más oficiales estaban tal vez menos establecidas y donde las creencias antiguas seguían siendo muy vivas, el tantrismo propone en principio lo que todo buen budista o hindú ya conoce, la unión última con el ser supremo, la unión final y perfecta de dos identidades. El objetivo es el de volver a encontrar el estado de unidad originaria y final del mundo, logrando la unión de lo Negativo y de lo Positivo, del Reposo y de la Acción, de Chiva y de Chakti, del Método y del Saber. Todo ello, en el mundo material en el cual nosotros estamos, puede ser representado por la unión de los principios hembra y macho. Es la totalidad de esta búsqueda religiosa y cosmológica que está en juego en la relación sexual tántrica. La unión sexual es un acto sagrado que une a los dioses y que se vincula con el acuerdo supremo con el mundo.
Sin embargo, es en otro lugar donde el tantrismo innova. Antes que nada, por su método original de alcanzar más fácilmente objetivos que el budismo y el hinduismo no dejaban esperar sino luego de una larga disciplina y de modificaciones que llevan al verdadero ascetismo. El tantrismo propone de algún modo algunos atajos hacia la liberación que sigue siendo la meta de toda vida: rezos, reencarnaciones, amuletos, gestos y dibujos, en fin, útiles que, a menudo, serán luego adoptados por las otras religiones. A partir de entonces, el pensamiento religioso apunta más a la eficacia de la magia. De nuevo se puede constatar un efecto doble, cuando las ofrendas se vuelven útiles: es obligatorio ofrecer a los dioses carne, arroz, pescado y acoplamientos, y serán desgraciados todos aquellos que no lleven a cabo estas obligaciones. Por un lado, las ilustraciones ganan en poder y en importancia y superan ampliamente la simple representación, pues ahora son capaces de producir ellas mismas un efecto. Las imágenes alcanzan a los dioses, transmiten mensajes y expulsan a los espíritus malignos. En suma, la influencia del tantrismo habría sido la de retomar la tradición y volver a lanzar la dinámica de la eficacia mágica del sexo. Por lo tanto, es plausible que los ornamentos eróticos de los templos hayan sido concebidos como otras tantas ofrendas a dioses, que exigían una celebración del sexo y su lote de obscenidades, dioses a quienes se les atribuía el poder de ser muy amenazantes.
He aquí muy rápidamente expuesta una de las condiciones que explicarían la aparición de todos esos templos ornamentados con motivos sexuales en el seno de una cultura hindú que tantos observadores han sin embargo caracterizado por su espiritualidad y su pasión por lo etéreo y lo sublime. Una cultura que a menudo tuvo tendencia a considerar la sexualidad como una distracción marginal, cuando no como un obstáculo para la plena realización del ser. Pero semejante conclusión no sería suficiente. Primeramente debido a que la idea de exponer a la vista de todos un interés ritual por el sexo parece completamente contrario al tantrismo, que siempre quiso permanecer discreto y que insiste únicamente, para reservar sus ritos a los iniciados, en que deben practicarlos resguardados por la noche y lejos de las miradas indiscretas. Es concebible que la necesidad o la obligación de dar lugar a la magia religiosa haya sido apremiante, pero en general el tantrismo no lleva a ilustrar la moral en la piedra. Luego, según Desai, la idea de querer crear una imagen de la no dualidad de una realidad mística y superior encuadra mal con la grosera indecencia de numerosas ilustraciones que ornamentan los templos; en otros términos, la unión material de los principios Macho y Hembra como símbolo de la unidad fundamental del universo explica mal la imagen de la sirviente que hunde su dedo en el ano del cogedor. Por lo demás, no hay que olvidar que la sexualidad, por más que haya sido central en el orden cosmogónico, estaba infaltablemente sometida a reglas estrictas y a un código moral que proscribía la orgía, el sexo oral y muchas otras prácticas que, sin embargo, se encuentran corrientemente ilustradas en las paredes de los templos. Finalmente, Desai explica por qué ciertas hipótesis más antiguas también deben ser rechazadas, y afirma que esas esculturas no servían como manuales de educación sexual, ni tampoco que pueda tratarse allí de un test acerca de la fuerza moral de los fieles o de un separador entre lo exterior profano y carnal y el interior del templo más casto y puro.[261]
Estas hipótesis inadecuadas nos llevan por un lado a recordar que a todas luces había otros determinismos además de la religión. Por ejemplo, el estilo de los templos traduce menos la secta religiosa como la influencia de la moda artística regional. Los templos están decorados según el estilo de la región. Los artistas integraron motivos o temas que eran muy populares, sin preocuparse demasiado por las distinciones particulares que aportaban las religiones o las sectas; como si el mensaje religioso hubiera sido retomado por su propia cuenta por un artista que se habría permitido introducir diversos elementos exteriores a la religión porque para él también el arte era lo que daba su sentido al gesto de una decoración. Por otra parte, parecería que en esta misma época el erotismo encontró mil maneras de expresarse en un arte secular que aparentemente no tenía ningún vínculo con la vida religiosa (pero del que sabemos muy poco, aparte de la literatura, puesto que las casas y muebles decorados de esta manera sobre todo eran de madera, evidentemente perecedera). En resumidas cuentas, habría dos corrientes, una religiosa y la otra artística, a la vez autónomas y vinculadas, y que valorizan la ilustración franca de la sexualidad. Más importante sin duda, estos templos no pudieron ser construidos más que en un mundo que toleraba y que incluso alentaba la exposición pública de todas las facetas de la sexualidad humana. Pues necesariamente era imprescindible que esos esfuerzos estuviesen fundados en un interés cultural por la sexualidad y que al mismo tiempo estuvieran garantizados por autoridades religiosas y civiles que permitían tales exposiciones. Pero primeramente había que tener razones y medios para construir esos templos.
Para comprender esas razones también tenemos que hacer un salto bastante considerable. La caída del Imperio Romano, que sin embargo parece muy lejos de lo que nos ocupa, trastornó profundamente el conjunto del mundo. El acontecimiento no dejó de tener sus consecuencias en la escultura erótica. Es sabido que la India siempre mantuvo relaciones comerciales (generalmente con mucho provecho) con el Imperio Romano, y su sociedad se había ajustado a este comercio hasta el punto de depender de él; por otra parte, los principales puertos de la India estaban en contacto con Roma, la China y probablemente todo lo que constituía el mundo desde por lo menos los siglos V o IV antes de nuestra era. Incluso se señala la existencia de un tráfico internacional de objetos eróticos fabricados en India (del cual se ha encontrado un ejemplar en las ruinas de Pompeya), lo que tendería a demostrar, o bien que los marinos de todos los tiempos se aburren, o bien que los viajeros antiguos ya servían para escapar a la censura local. Por lo tanto, la caída del Imperio Romano constituyó para la India la pérdida de un importante socio comercial y el fin de una época. El comercio exterior disminuyó considerablemente desplazándose hacia Bizancio, China y el mundo árabe; en India incluso este nuevo comercio exterior pasaba bajo el control de mercaderes árabes y chinos que reemplazaron progresivamente a toda la clase mercantil autóctona. La desestabilización del orden social tradicional tomó entonces la forma de un vasto movimiento de descentralización. La estructura política piramidal se desmoronó; el poder político central se fragmentó en provecho de pequeñas potencias regionales cada vez más autónomas; la reorientación de la economía fue provechosa para las regiones, y sectores tan cruciales como la irrigación pasaron a manos de autoridades locales; las actividades comerciales se redujeron en todas partes. En una palabra, las regiones se encerraban en sí mismas y es fácilmente comprensible que ciertos historiadores hablen de un "feudalismo" indio, a pesar de todas las controversias que suscita semejante analogía.
Al margen de la aparición de estas autonomías políticas, la India tuvo un crecimiento marcado por conflictos entre las regiones y la emergencia de una clase militar importante que, de alguna manera, vino a reemplazar a la de los mercaderes en la jerarquía del poder. No sólo los militares hacían la guerra sino que detentaban cada vez más el poder de decidir si ella era necesaria, y cuándo. Lo cual evidentemente volvía la vida de los campesinos todavía más difícil: los impuestos aumentaban y estos se veían obligados a trabajar para las autoridades regionales y ser el alimento del ejército cada vez que pasaba (a menudo) por el pueblo. Al mismo tiempo, apareció una nueva ideología guerrera que, por un lado, parecía valorizar la gloria militar (además de buscar aparentemente siempre la pelea y el conflicto) y que, por otra parte, introducía la extraordinaria noción del orgullo de servir y de morir en el campo de honor. Los historiadores notan también que los espíritus se volvieron "estrechos". Las preocupaciones principales se regionalizan al mismo ritmo y en el mismo sentido que el poder, dando nacimiento a lo que se llama, en los lugares donde hay iglesias "el espíritu de campana". Este movimiento se refleja en la creación de toda suerte de modas regionales, de estilos, de acentos y de mil otras maneras de ser que distinguen a los vecinos de los extranjeros.
Las autoridades locales recientemente llegadas al poder tomaban aspectos de nuevos ricos y de líderes a quienes todavía les faltaba seguridad. A menudo no eran hindúes, y buscaban magnificar sus orígenes inciertos y apoyar su poder en una base más sólida y creíble que la simple fuerza de un ejército. La astrología se volvió entonces muy popular y la literatura de esta nueva clase dominante buscaba muy libremente su repertorio en las supersticiones. Pero sobre todo, necesitaba fundarse en algún valor tradicional indiscutible. Como resulta fácil no innovar manteniéndose conservador, las nuevas élites buscaron la aprobación de los bramanes, los cuales, en tanto que personas de cultura, les inspiraban el mayor de los respetos. Y como sólo la sanción de los bramanes podía realmente legitimar y confirmar el status social de esos nuevos ricos, resultaba importante respetar las enseñanzas de la religión, las cuales se reflejaban concretamente en la obligación de hacer dones de caridad. Pagar para la construcción de un templo constituía un don ejemplar, un testimonio impresionante de fe y de generosidad, y como lo afirman plenamente los textos religiosos oficiales, uno de los mejores medios para alcanzar rápidamente la liberación última. En suma la construcción de un templo mataba tres pájaros de un tiro con un edificio: mientras satisfacía la necesidad ostentatoria de afirmar su propia grandeza, el templo respetaba las exigencias del orden religioso y social superior, al tiempo que calmaba las inquietudes de una creencia profunda en la eficacia de la magia religiosa en el seno de una sociedad que apreciaba más que nunca las incertidumbres de la guerra.
Mejor todavía, estos nuevos ricos tenían mucho dinero. Debido a que el país era próspero y a que los campesinos trabajaban duramente, pero también porque al haber demasiados obstáculos y barreras al comercio, las economías locales engendraban un excedente que, luego, la mayoría de las veces era reinvertido en el consumo ostentoso y que así se encontraba transformado en prestigio. Esta sociedad ofrece así un ejemplo muy clásico de la emergencia de un grupo restringido de individuos que muy literalmente ya no saben qué hacer para gastar su buena fortuna. Y como todos los miembros de todas las aristocracias locales (del mismo modo que la mayoría de los que pertenecen a la antigua clase de mercaderes reciclados ahora en el modelo feudal) poseían tierras, algunos territorios o incluso varios pueblos en los que era posible construir, los templos se multiplicaron muy rápidamente. Y como la empresa seguía siendo forzadamente competitiva, pues se trataba la mayoría de las veces de hacer algo mejor que su ancestro o que su vecino, se construyeron templos cada vez más imponentes, lo cual facilitaba la tarea de los escultores, a quienes se les ofrecía así mayor superficie de trabajo.
La capacidad de gastar sin reservas lleva siempre hacia el lujo que por definición debe mantenerse fuera de precio. En el caso hindú, esta prosecución llevó al gusto del sexo y de la lujuria. Respetuosa de las antiguas tradiciones, toda una clase acomodada decidió que ya no había mejores medios para probar su valor como la guerra y el amor. Para ocuparse de algo, la aristocracia encontró el placer de actuar como mecenas y el sexo entonces fue elevado al rango de arte que merecía gran atención, una actividad que había que cultivar y estudiar con minucia. Los ricos disponían de medios que les permitían consagrar mucha energía a ello. El sexo había sido transformado en fuente de prestigio y estaban convencidos de que era totalmente inútil ser competente y conquistar el mundo si se ignoraba cómo hacer correctamente el amor. Los sabios redactaron entonces manuales que buscaban decir todo lo que hay que saber para comprender el sexo, y sus lectores se pusieron rápidamente a dudar del aburrimiento, lo cual estimuló la invención de numerosos afrodisíacos y dio nacimiento a un vasto mercado de productos de lucha contra la saturación. En suma podría resumirse diciendo que la antigua tradición religiosa se vio degradada en el proceso de regionalización y que sus enseñanzas fueron secularizadas al punto de transformarse en un hedonismo sin límites y sin tormento. La noción de moderación, sin embargo, tan esencial para el tantrismo y para todas las demás religiones de la India, dio lugar a una cultura de nuevos ricos de la sexualidad, que dejó una profunda marca en la arquitectura, en el amoblamiento, los objetos pequeños, la literatura y en casi todas las artes de este largo período que va del siglo X al XV. Las personas que financiaban la construcción de todos esos templos sin duda estaban influidas por el tantrismo, pero sobre todo reflejaban sus enseñanzas y sus doctrinas en términos mucho más profanos. De las nociones cosmológicas de fertilidad y de renovación perpetua se pasa fácilmente a la cuestión de la potencia sexual y a los afrodisíacos. Lo que en un principio era una noción metafísica se vuelve un comercio de lujuria; el precepto religioso, la preservación de la semilla y del control de esperma que no debe ser eyaculado se transforma en su corolario, una inquietud acerca del agotamiento que se cambia a su vez en temor por la impotencia, la cual da nacimiento luego a un comercio lucrativo de todo lo que puede pasar por afrodisíaco. El canon religioso se seculariza y el sexo como medio para alcanzar lo Absoluto se transforma en un juego divertido para una clase suficientemente ociosa y rica como para ya no preocuparse más que de su aburrimiento y de los límites de su potencia sexual.[262]
Durante todo este tiempo, las funciones sociales de los templos cambiaban diversificándose. Concebidos como los regalos de generosos donadores, preocupados por la gloria y la salvación, los templos permitieron en principio el alistamiento de algunos sacerdotes, astrólogos y ascetas. Luego, todas esas personas trataron de volver a su templo atractivo para una clientela potencial de peregrinos y de turistas dispuestos a llegarse hasta allí y a gastar su dinero. El recibimiento de estos peregrinos exigió entonces la creación de áreas de servicio en torno a los templos, en donde se instalaron todavía más sacerdotes y adivinos, pero también numerosos barberos, músicos y vendedores de recuerdos y finalmente de todo y de cualquier cosa. Se podían encontrar incluso a veces una escuela y albergues. Los mejores lugares eran reconocidos por su esplendor y la potencia ritual de su templo, pero también debido a que la fiesta allí era perpetua y los conciertos se sucedían sin interrupción. En algunos casos, el templo representaba incluso el único lugar seguro donde el ciudadano podía depositar sus ahorros con total seguridad. La suma de todo ello muestra que los templos se habían convertido en importantes fuentes de empleo y en el centro de muy diversas actividades. Además, como había impuestos al peregrinaje y al trabajo de los barberos y de algunas otras profesiones, los templos constituían además una fuente importante de beneficio para las administraciones locales. Y en los casos en que el territorio consagrado al culto era lo suficientemente grande como para que se pudieran ofrecer allí todos esos servicios, la autonomía administrativa de los responsables del templo hacían del lugar y de su "comunidad" un verdadero feudo independiente y a veces muy rico.
Por otra parte, cada templo debía mantener un grupo de bailarinas y de prostitutas sagradas, cuyo papel original parece haber sido el de ofrecer un espectáculo viviente que correspondía de algún modo a las ilustraciones eróticas que ornamentaban las paredes. Como era particularmente propicio a los ritos de fertilidad que los más grandes ascetas tuvieran relaciones sexuales en un lugar tan próximo a los dioses, les era necesario por lo tanto encontrar partenaires. Ahora bien, esta prostitución "sagrada" parece haber descuidado progresivamente un poco su adjetivo: los templos daban espectáculos "lascivos" que buscaban ilustrar las variaciones de la sexualidad humana pero cuyo sentido filosófico y función religiosa se volvían cada vez más oscuros y secundarios. Mientras que al lado, algunos albergues ligados a los templos servían de morada, pero también hacían las veces de burdeles para peregrinos y turistas.
En resumidas cuentas, sería fútil querer distinguir aquí a todo precio lo religioso de lo profano. No sólo las imágenes del sexo se encuentran en los más grandes y famosos templos de Khajuraho, Konarak o Bhubaneswar, sino que también están grabadas en casi todas las paredes de casi todos los templos construidos en India en la época medieval. Es evidente que su papel social y cultural excedía ampliamente las necesidades de la práctica religiosa. Lo que retenemos y que creemos comprender de algunos testimonios de este período lleva a concluir que hubo una conjunción de una religión que permitía el erotismo y que hacía de él un uso teñido por la magia con una tradición cultural que valorizaba la sexualidad y que alentaba el gusto por la ornamentación, todo ello en el centro de una sociedad suficientemente rica y dominada por una clase aristocrática que no tenía realmente otros proyectos más que construir templos y vivir agradablemente.
Quinientos años más tarde, estos mismos templos fueron generalmente declarados pornográficos. El encuentro (brutal) del ascetismo hindú y del colonialismo Victoriano, produjo una simbiosis notablemente puritana, y las grandes obras del período medieval a veces han contrariado a los más eminentes ciudadanos de la India moderna. El rumor dice que entre los innumerables secretos de los archivos administrativos de Nueva Delhi, estarían escondidas las cartas del Mahatma Gandhi en las que proponía disimular las esculturas e incluso revocar los templos de Khajuraho. El proyecto habría sido abandonado bajo la recomendación de Nehru, sin duda más liberal, que por el contrario proponía abrir esas regiones al turismo internacional.[263] Desde mediados de siglo, las visitas turísticas aumentan sin cesar y los visitantes llegan hasta allí entre otras razones confiando en la famosa guía Fodor que, al mismo tiempo, advierte que las esculturas son "demasiado explícitas y demasiado provocativas para los delicados" y promete que "el adulto verdadero juzgará sin duda el viaje muy satisfactorio".[264] La mayoría de esos adultos se lleva algún recuerdo bajo forma de una réplica de escultura erótica en yeso, en madera, en cobre o simplemente algunas tarjetas postales (la fotografía no está autorizada). Las visitas a los templos son breves y ya no se encuentran allí ni músicos ni prostitutas sagradas. Los recuerdos probablemente serán ubicados en el fondo de un cajón o en el estante más elevado de la biblioteca, para luego ser mostrados a algunos amigos socarrones o intimidados. En resumen, volvemos a encontrar el pequeño mundo de la pornografía.
¿Donde situar la diferencia entre la India medieval y la edad moderna sin levantar una banal lista de numerosos detalles que la caracterizan? ¿Y sin decir simplemente que las nociones occidentales de pudor, de obscenidad y de escándalo se acomodan mal a lo que es comprendido como la extravagancia desenfrenada de las esculturas eróticas? La insistencia del cine pornográfico en mostrar planos de eyaculación es evidentemente muy contraria a toda la visión tántrica de la sexualidad.
Sin querer aquí continuar más la comparación entre dos culturas y sociedades sin duda muy alejadas, habría que sugerir a cualquier investigación el contraste más fundamental, aquello a partir de lo cual todo lo demás se desprende, es decir, considerar en principio el concepto filosófico de individuo. En la tradición de la India, el individuo sigue siendo por definición un ser incompleto que debe unirse al otro con el fin de realizarse plenamente. Mientras que para la filosofía occidental, el individuo se ha convertido en un ser entero, que a menudo debe desconfiar de los demás. En un primer caso, el acto sexual es necesario y propicio para la plena satisfacción de sí. En el segundo, el sexo representa esencialmente un riesgo y una amenaza para la integridad del ser. Los primeros lo alientan, los segundos desconfían de él.
No obstante, esta oposición fundamental no alcanza a explicar el nacimiento de la pornografía ni qué es lo que, en el caso de la India, ofrece un buen ejemplo del contraste entre la época moderna y todas las demás sociedades conocidas, en las que no se encuentra nunca un verdadero equivalente de la pornografía actual. No alcanza con invocar el relativismo cultural y pretender que los rasgos aparentemente comparables no son nunca verdaderamente parecidos por ser extraídos de contextos sociales e históricos demasiado diferentes. Y todavía hay que tratar de comprender por qué algunas similitudes no son más que aparentes, mientras que las diferencias esconden a menudo algún denominador común.
Los contenidos pueden ser no sólo comparables sino idénticos, y muchas otras sociedades han ilustrado el sexo exactamente del mismo modo que la pornografía moderna. La etnografía mundial tiene numerosos ejemplos de dibujos y esculturas eróticas, de cantos y bailes lascivos, de cuentos verdes y de un humor atrevido, de hazañas sexuales y orgías públicas y, en la mayoría de estos casos, a pesar de todo el color local inscripto en los cuerpos y en razón de los límites de la sexualidad humana, lo que es dicho, hecho o mostrado, sigue siendo precisamente idéntico a las imágenes que proponen las obras de la industria pornográfica actual (un autor poco inspirado decía que "la redundancia comienza alrededor de la variación número 69"). Acerca de este punto, el ejemplo de la India es instructivo: decoraciones que podían hace cinco siglos ser alentadas, financiadas, miradas, admiradas y tal vez incluso veneradas por todos, se transforman más tarde en objetos de escándalo o de vergüenza. Las ilustraciones sin embargo no han cambiado. Más bien han sido simplemente desplazadas en el contexto social, de suerte que el espacio cultural que ocupan en la actualidad ya no es para nada el mismo.
Para ser pornográfico en principio hay que poder volverse marginal. No pertenecer más que al mundo del ocio frívolo y de la distracción ociosa, a menudo malsana y grosera. Las esculturas eróticas de la India medieval, por su parte, eran inseparables de la religión o de la economía. El lugar que decoraban era a la vez un templo y un banco y ello no impedía en lo más mínimo al lugar ser ilustrado copiosamente con motivos escabrosos y tolerar el lenguaje obsceno y alentar el acto sexual bajo el concepto de ritual benéfico. El erotismo tenía allí su lugar entre las cosas serias de la vida: el dinero y la salvación del alma. Y es justamente esta característica, que también se encuentra en otros lugares, en diferentes sociedades, las cuales sin haber tenido la excepcional omnipresencia de la sexualidad de la India antigua, sin embargo han designado momentos del año, lugares y ocasiones en que el espectáculo del sexo estaba permitido, cuando no era directamente obligatorio. En todos esos casos, el discurso sexual, a menudo puntual y excepcional, sigue siendo al mismo tiempo una declaración política, un gesto social, un rezo ritual y un comentario cosmogónico. El espectáculo pertenece a la vida normal de la comunidad y da cuenta de valores centrales de la cultura; incluso si, como a veces es el caso, la orgía obligatoria sirve como enseñanza para el mal ejemplo mostrando lo que justamente es definido como lo contrario del buen sentido y del orden normal. Mientras que la pornografía se mantiene marginal, no hay que confundir aquí nunca la obscenidad sexual y la política, la religión o los negocios bancarios. La pornografía, en resumidas cuentas, sería comparable a una forma de marginalidad sexual que los etnógrafos han encontrado en casi todas las sociedades humanas: el caso del obsesivo que no habla más que del culo o el del idiota que se masturba aparentemente sin descanso bajo el gran árbol en la entrada del pueblo. Todo el mundo reconoce que se trata allí de la separación de conductas extrañas y secundarias, y que la verdadera vida social está en otro lugar. La única diferencia vendría de la amplitud del fenómeno, es decir, del hecho de que la sociedad moderna alienta esta marginalidad y permite ganarse con ello cómodamente la vida.
A su vez, semejante marginalidad parece impensable sin la creación de géneros distintos y ampliamente autónomos. Antes de estar empujado hacia el margen, la sexualidad tendría primero que ser reconocida como un dominio distinto, lo que debería permitir a los artistas trabajar en un género particular. Mientras el arte siga siendo obligatoriamente a la vez religioso, político, económico, social, etcétera, es inútil esperar lanzar una producción tan específica y unidimensional como la pornografía. Era necesario crear los géneros ("político", "económico", "social", "deportivo", "médico", etc.), porque había que distinguir y que separar antes que poder decir que un gesto, un objeto o una palabra podía ser eso y nada más que eso. No se podía aislar al sexo de la religión y de las finanzas sin al mismo tiempo aislar religión y finanzas: la autonomía es adquirida en grupo y todos los géneros se crearon en un mismo momento. Era necesario poder hablar de sexo sin otra referencia al contexto social y cultural, porque es justamente lo que engendra la pornografía y lo que la vuelve obscena.
Para ello era necesario entonces que el sexo pudiera volverse abstracto e intelectualizado, una manera de ver que parece haber empezado en el Renacimiento. Era necesario que la revolución industrial clasificara a los géneros en categorías distintas y ampliamente autónomas. Era necesaria, en fin, la muy moderna convicción que dice que es posible lanzarse con cuerpo y alma en un detalle muy parcial de la experiencia humana y de consagrarle a él la totalidad de una vida. Ahí está precisamente lo que sólo la sociedad moderna parece haber logrado plenamente y lo que hace que hoy en India o en otra parte se haya vuelto fácil mantener un discurso religioso o financiero que será reconocido como un género particular. Es entonces probable que el mismo proceso estimule también la emergencia de un discurso sexual específico, el cual no tiene más que ocuparse del resto. Mientras que la India medieval no tenía que preocuparse de lo parcial y de la totalidad a los ojos de los modernos, ella se permitía mezclar la Iglesia, el Estado y el sexo, todos los géneros, sin distinciones, en una confusión que recientemente se ha vuelto realmente intolerable. Mientras que la India medieval diría que es más bien la separación lo que es llamativo.