INTRODUCCIÓN
En el fondo sólo el grado cero podría resistir al mito.
Roland Barthes, MythologiesSi se lo piensa detenidamente, el principio de esta historia no resulta muy excitante. Imagínense a un decano de una facultad de ciencias sociales que declara que el departamento de Antropología recibe demasiado pocos estudiantes como para esperar cubrir sus gastos y que de todas maneras la antropología ya no es realmente una disciplina que conviene al "mundo moderno". Había entonces que reaccionar con rapidez, consultar un diario y tomar nota de lo que preocupaba a ese "mundo moderno" que parecía conocer el decano. Era 1983 y la página que ese diario consagra a las opiniones de sus lectores le otorgaba entonces mucho lugar a las controversias acerca del control político de la pornografía. La mayoría de los lectores denunciaban allí la progresión constante del mercado de la pornografía, ubicado entre los flagelos de la sociedad moderna y percibido como el reflejo de una degradación general del entorno social, cultural y moral; una forma de polución de alguna manera, comparable a la ruina de los medios naturales. Como la pasión que marcaba esos debates dejaba creer que eran muy importantes y dado que el sexo constituye un útil publicitario eficaz, el tema encontrado pareció perfecto.
El objetivo primero de este libro es, por lo tanto, mostrar cómo la antropología puede contribuir a esas discusiones actuales y permitir tal vez una mejor apreciación de sus apuestas; se trata entonces de intentar unir a estos debates acerca del bien y del mal una investigación sobre las condiciones que ha creado la pornografía y que aseguran su éxito, al tiempo que un examen de las razones que subyacen a las cuestiones políticas que ella promueve. En resumidas cuentas, ni más ni menos que poder explicar por qué la pornografía existe con sus contenidos actuales y bajo las formas particulares que ella reviste. Tratar de encontrar sus fuentes primeras y, por lo tanto, apuntar al grado cero del fenómeno, el cual según las leyes fundamentales de la antropología como también las de la física, jamás puede ser alcanzado enteramente, siendo sólo una aproximación.
Esta ambiciosa empresa implica un camino contrario al tomado por los comentarios habituales que proponen seguir la evolución de un fenómeno desde la prehistoria hasta nuestra época. El trabajo del antropólogo procede generalmente en sentido inverso: partir del caso indiscutiblemente moderno y totalmente actual para luego mostrar que las cuestiones que lo subyacen ya eran conocidas y habían incluso encontrado a veces respuesta en otra parte y desde hace mucho tiempo. En el caso que nos ocupa se trata de demostrar que en un ritual en que ciertos individuos se disfrazan de jaguares y otros de osos hormigueros, los indios Sherentes del Brasil central, exploran de hecho la única solución al dilema planteado por la pornografía moderna.
En seguida debemos prevenir a los amantes de los debates públicos que aquí probablemente no encontrarán una respuesta directa a su necesidad de saber cómo juzgar a la pornografía. Pues esta contribución a la antropología busca menos distinguir el bien del mal que localizar las condiciones necesarias para la emergencia de un fenómeno y medir las consecuencias. Como mucho las páginas que siguen trazarán un mapa de los riesgos futuros frente a los cuales las elecciones sociales parecerán a veces evidentes, a veces confusas e inciertas. Pero haciendo esto la antropología logra a veces extender y transformar los debates políticos insinuando que los parámetros de la discusión eran demasiado estrechos y que la pregunta incluso estaba mal planteada. Pretenciosa, la antropología espera incluso justificar su existencia a veces poniendo puntos allí donde a menudo ni siquiera se veía una i. Para ello fue necesario tomar algunos desvíos, visitar otros lugares y considerar otros temas, todo ello tras la noble meta admirablemente resumida por Dan Spelberg de volver "confusamente inteligibles algunos fragmentos de la experiencia humana, los cuales por ellos mismos valen el viaje"[1] pero no hay que olvidar que se trata de un ensayo, es decir, según el diccionario, de una "obra literaria en prosa de factura muy libre que trata de un tema que no agota". Pues ¿quién podría pretender agotar la pornografía?
Este trabajo está dividido en tres partes muy diferentes, tanto por los temas tratados como por el modo de escritura. Hay, por lo tanto, desde el principio una indiscutible apuesta por reunir tres géneros que de costumbre se frecuentan bastante poco.
La primera parte se titula "Notas de lectura" porque busca resumir lo esencial de lo que se ha escrito en una documentación que se ha vuelto ahora un tanto considerable. Los comentarios y el análisis están reagrupados allí bajo dos rúbricas habituales: la definición del tema y las controversias que suscita. Al principio, la búsqueda de una definición adecuada de la pornografía resulta un tanto divertida ante la frialdad y el molesto aburrimiento que los comentarios analíticos traicionan, sobre todo frente a la franqueza grosera del mercado de la pornografía, para luego considerar brevemente los límites siempre inciertos de las clasificaciones efectuadas por los juristas y de los censores de las costumbres nacionales. En cuanto al sobrevuelo de los debates, se efectúa en principio a través de la crítica de una perspectiva conservadora que espera proteger la moralidad púbica. Luego, por la llamada de las principales discusiones en el seno del movimiento feminista, las cuales han conseguido enseguida provocar preguntas cuya importancia supera de lejos la simple polémica acerca de la censura de imágenes sexistas.
La segunda parte resume algunos análisis que tratan a la pornografía en tanto que fenómeno característico de la sociedad moderna. Allí se aborda, por lo tanto, la cuestión de los contextos históricos y sociales. Esta parte lleva el título un poco rimbombante de "Lecturas notorias", con el primer objetivo de señalar que se trata una vez más muy ampliamente de un trabajo de lectura. La discusión se abre entonces sobre algunos gigantescos aspectos de la experiencia humana que parecerán enseguida inagotables, pues el tema de la pornografía vuelve a lanzar la mayoría de las preguntas clásicas en torno a la noción de imagen y de imaginario, de fantasma y de realidad, de relaciones entre los sexos, de violencia y de relaciones sociales, en una palabra, algunas de las grandes preocupaciones de la sociedad moderna que parecen todas pertinentes a hacer comprender el fenómeno, pero aparentemente sin orden de precedencia o incluso sin disposición particular. Estas lecturas son "notorias" porque los mejores espíritus han abordado cada una de estas preguntas. Lo mejor, por lo tanto, es reconocer en seguida que se encontrarán aquí algunos estribillos e inútiles repeticiones, pero tal como decía André Gide, "todas las cosas ya han sido dichas, pero como nadie escucha, siempre hay que volver a empezar".[2] Cuando un tema ha sido ya tratado por George Steiner, Susan Sontag, Roland Barthes, introducirse en él a su vez demanda una buena dosis de humildad. Sin embargo, no nos parece superfluo analizar la situación de algunas de estas ideas, aunque sólo fuera para decir que no las hemos inventado a todas sólo nosotros.
Finalmente, la investigación del grado cero vendrá en la tercera parte, cuando en la prosecución de las condiciones primeras de la pornografía encontrará los senderos más familiares y ya machacados de la antropología. Se tratará entonces de reflexionar con la ayuda de los Sherentes, así como de la India medieval, de los navajos u otros pueblos, acerca de cuestiones tan elementales como el pudor y lo privado, la creación de los géneros, el uso y la gestión social de la sexualidad, el caso muy particular de la masturbación y de la pérdida de solidaridades y, finalmente, la vida eterna.
Si bien es cierto que quien quiere triunfar con un poco de gloria desde un principio debe convencer a su auditorio de la amplitud del peligro que se dispone a vencer, hay que recordar que la pornografía sigue siendo un objeto de estudio particularmente difícil y sobre el cual todo investigador arriesga mucho. Por lo menos hay cuatro razones que explican por qué la introducción de un ensayo sobre la pornografía toma inevitablemente el aspecto de una advertencia.
En un artículo publicado por el Northwestern University Law Review,[3] la jurista Ruth McGaffey muestra hasta qué punto la opinión de los testigos expertos es fácilmente despreciada en los procesos por obscenidad en los Estados Unidos y en Inglaterra. Mientras que en las causas por homicidio los testimonios competentes a menudo tienen una influencia considerable sobre el jurado, la opinión de expertos de las mismas disciplinas (psiquiatras, sociólogos, etcétera) se vuelven de pronto desdeñables cuando la corte busca probar si la materia que tiene que juzgar merece o no ser declarada obscena. Algunos magistrados incluso llegan hasta a aconsejar a los jurados resistir a los testimonios de los expertos y fiarse más bien de su propio juicio personal. Insisten incluso en decir que el jurado no debe modificar su opinión a partir de lo que escuchará a lo largo del proceso y que sería perfectamente comprensible que su conclusión ya esté formada y que se mantenga inquebrantable. Por supuesto, la corte busca con esta actitud alcanzar una definición de la obscenidad que reflejaría la opinión más ordinaria del ciudadano más idealmente medio. La sociedad afirma, en resumidas cuentas, por boca del magistrado, que el individuo modesto, sin título ni prestigio y sin competencia por lo demás sancionada, tiene derecho en este caso preciso a una opinión que iguala o incluso sobrepasa la de los mejores expertos. El hecho es extremadamente raro pues en la mayoría de las otras situaciones este mismo individuo medio es considerado como un ignorante al que la ciencia debe aclarar cuando no aplastar con el peso de múltiples mesas redondas de expertos.
Si se reconoce que la cuestión de la obscenidad sexual pertenece de entrada al dominio de lo privado y de lo secreto y puesto que los tribunales, por su parte, no dudan en juzgar a las personas sobre la base de opiniones personales, no hay nada sorprendente en el hecho de que en los debates públicos sobre los usos sociales y políticos de la obscenidad, los intercambios de opinión tomen tan a menudo el tono de diálogos de sordos.
Y de hecho, si todo no ha sido todavía dicho acerca de la pornografía, en cambio, sin duda alguna, sobre ella se ha dicho cualquier cosa.
Pocos temas parecen prestarse tan fácilmente a las afirmaciones perentorias aunque gratuitas, a las interpretaciones dudosas, a las conclusiones apresuradas, a las distorsiones y a la mala fe. Antes de intentar comprender por qué esto ocurre así uno debe ser consciente de que el número considerable de declaraciones públicas sobre el tema no es en realidad más que la expresión abierta de opiniones que no tienen otro peso que el de su total sinceridad. Incluso los análisis que pretenden ser serios no siempre son fiables: a veces se encuentra en ellos un sorprendente desprecio por el método científico (que se acomoda mal a las querellas de opinión) y sus mejores contribuciones a menudo se reducen a algunas intuiciones que quedan por ser verificadas. En pocas palabras, la documentación sobre el tema es considerable, pero terriblemente parcial y apasionada. Nuestra primera dificultad consiste, por lo tanto, en querer recorrer un campo que ya está densamente minado. ¿Cómo tratar, en efecto, un tema sobre el que cada uno tiene una opinión socialmente reconocida como válida e igual a cualquier otra? ¿Cómo evitar maneras de pensar, juicios ya formados y protegidos por la memoria selectiva que lleva a todo lector a no retener sino lo que confirma su convicción y a no escuchar jamás lo que no quiere oír?
A. W. B. Simpson consagró un libro entero a esta cuestión.[4] Cuatro años después de la publicación del informe del Comité Williams sobre la pornografía en Gran Bretaña, del que había sido miembro, Simpson se toma el trabajo de mostrar en detalle hasta qué punto el trabajo del comité no ha sido comprendido por sus críticos que jamás lo han realmente leído y del que las ideas preconcebidas indudablemente han permanecido sin cambiar. También muestra cómo esos mismos críticos han hecho un uso aparentemente ilimitado de falsas aserciones, de rumores, e incluso de calumnias. El libro ilustra el desasosiego de un intelectual que creía en la franqueza y en la honestidad, pero a quien se le podría fácilmente reprochar no haber comprendido que el imperio del sexo es uno de ésos en los que cada uno juega su vida y en los que todos los golpes no solamente están permitidos, sino incluso recomendados. Las reacciones que denuncia Simpson habrían sido previsibles porque estaban inscritas en la naturaleza misma del objeto de estudio.
En el caso presente hay algo peor: ¿cómo superar la opinión personal cuando una parte esencial de la tesis que se quiere defender consiste justamente en afirmar que la pornografía aparece cuando se vuelve socialmente admisible decir cualquier cosa? ¿Cómo participar en un debate para introducir la idea de que la discusión y el intercambio ya no son posibles? ¿Cómo Joseph Heller consiguió terminar Catch 22?
Hace algunos años, un programa de televisión[5] reunía a mujeres y hombres cuyo trabajo consistía en desvestirse en público en clubes especializados. Ahora bien, la primera pregunta que les planteó la animadora era si hacían ese trabajo "por elección, por interés o más bien por necesidad de exhibicionismo". La pregunta era sin duda legítima, pero generalmente no se pensaría en plantearla, al menos no como entrada en el tema, a un lector de informaciones televisivas, a un especialista en derecho constitucional o a una vedette del deporte. Las costumbres, los hábitos y toda la tradición cultural, dicen muy claramente que el sexo sale de lo ordinario. Mostrarse desnudo no es la misma cosa que contar su vida.
Por lo tanto, hay una segunda dificultad: el tema es delicado. Sin duda todavía mal conocido, secreto, tabú, extremadamente privado y preocupante, pero al mismo tiempo reconocido y enunciado como terriblemente fundamental y determinante. Pretender hoy que la sexualidad no es una fuerza profunda de la experiencia humana sería contradecir una parte importante de los discursos oficiales de la psicología, del arte y de la religión. Sería más prudente y apenas excesivo sugerir que la evolución de nuestra cultura ha visto reemplazar el alma por el sexo: los menores detalles del comportamiento pueden hoy ser vinculados a él y se le ha designado un origen sexual a la mayoría de las enfermedades. Lo esencial depende de ello: una sexualidad sana muy a menudo ha sido presentada como la garantía de un bienestar general, a pesar del cáncer y de los accidentes de la ruta. El sexo ha sido promovido al rango del motor de la historia, tal vez no universal, pero por lo menos personal. No resulta, por lo tanto, sorprendente el hecho de que la opinión que cada uno se hace de él sea tan marcada y tan inmutable. Puesto que la sexualidad se ha vuelto constitutiva del ser entero, cambiar la opinión con respecto a este tema exigiría que se transforme al mismo tiempo todo su modo de vida.
De todos modos, esta fuerza prodigiosa sigue formando parte de lo desconocido. Como en las fórmulas latinas de la misa tradicional o de las recetas de antiguas pociones mágicas, el secreto y lo incomprensible conservan un poder considerable y es a menudo con una facilidad desconcertante que el sexo logra hacer reír burlonamente, impresionar, apasionar o repugnar. Sólo los sentimientos fuertes le convienen y es tal vez por ello que es tan difícil hablar de él.* Únicamente se describe al sexo y al goce por medio del desvío que permite el lenguaje culto o el de la obscenidad: por un lado, el lenguaje indecente y provocador de los chistes osados y de las películas de sexo, y por el otro los pasajes bruscamente puestos en latín de los textos antiguos o la designación de gestos ordinarios por las palabras cunnilingus y fellatio. Como si, apenas elegida, cada palabra sufriera una irresistible presión hacia lo vulgar ("follar") o hacia lo demasiado elegante, lo precioso y lo pedante ("hacer el amor") y ello hasta la exclusión de toda posibilidad de emplear un lenguaje ordinario. Se reconoce o bien las palabras groseras y los insultos de los proletarios, o bien la jerga semiótica y médica de la aristocracia: la clase media no tiene medios para hablar de sexo. George Orwell decía que es difícil discutir de obscenidad porque las personas tienen demasiado miedo o de parecer escandalizadas o de no parecer escandalizadas. Otros han notado que en los mejores momentos de audición de la televisión americana, el humor sirve como derivativo del aprieto, puesto que hay muchos más gestos y discursos que connotan la sexualidad en las comedias de situación que en los documentales o en las series policiales.[6][6]
En un primer tiempo este malestar refleja probablemente la ignorancia todavía considerable en buena parte de las personas de mucho de los aspectos de la sexualidad humana. La mayoría de las investigaciones públicas sobre el tema repiten que numerosas personas tienen por totalmente misteriosos fenómenos tan corrientes como las menstruaciones, la fecundación o la eyaculación;[7] y se trata de nuevo de la ignorancia, esa fuente muy real de accidentes y de dramas del que se quejan antes que nada los trabajadores sociales y los consejeros escolares. Pero sin duda hay que unir a esta ignorancia la idea de que el sexo ha sido desde siempre designado como lugar privilegiado del pecado. Toda una tradición religiosa, pero también civil, lo clasifica del lado del mal y de la tentación demoníaca en los estantes de las bibliotecas cuya designación "guardados bajo llave"* rápidamente se transformó en "infierno". Esta tradición opone el sexo a la imagen de un Dios perfecto surgido de una madre virgen y de un padre puro y casto y que permaneció a su vez eternamente virgen y fue seguido y luego imitado por devotos que se aproximaban a él haciendo un voto de castidad. La primera persona que notó que la catedral de Chicago anteriormente estaba al lado del cuartel general del imperio Playboy sin duda tenía razón en concluir que éste no podría vivir sin aquélla. Resulta, por lo tanto, normal que las personas que se sienten más a gusto para discurrir acerca del sexo a menudo sean moralistas: predicadores cristianos, juristas especializados en las infidelidades conyugales, médicos que tratan las enfermedades de transmisión sexual, sexólogos en cruzada. Para el común de los mortales, cómo decía Susan Sontag, es difícil hablar del mal cuando se han perdido los términos religiosos y filosóficos para hacerlo.[8]
Sin embargo, no estamos solos, y la mayoría de las culturas humanas tienen un respeto por la sexualidad que no se origina para nada en nuestras propias obsesiones religiosas o morales. No necesariamente todas y, por supuesto, de mil maneras muy diferentes, la mayoría de las sociedades reconocen que el sexo es importante, esencial, poderoso, y a veces incluso sagrado, como si los seres humanos, sin embargo muy alejados unos de otros, hubiesen reconocido todos en el acto sexual la sorprendente capacidad, todo al mismo tiempo, de hacer gozar, de dar la vida y de hacer morir. Una etnología un poco chata diría sin duda que el acto sexual nos desarma y nos ubica en una situación de vulnerabilidad que impone la discreción e incluso el disimulo. Otros autores subrayarían más bien que el acoplamiento es un instante muy particular en que nuestro comportamiento se vincula peligrosamente con el de los animales y que por lo tanto es necesario hacer de él un tabú con el objeto de mantener la esencial distinción que nos separa de ellos.
Todo individuo pertenece a varias categorías sociales cuyas principales atribuciones le son impuestas: hay alimentos para jóvenes y alimentos para viejos, como hay ropa de mujeres y ropa de hombres; la música del dentista y la música del motociclista, expresiones de ricos y frases de pobres, lo cual no elimina sin embargo las trampas: hablar como un proletario para ocultar su fortuna, llevar jeans que rejuvenecen, o incluso en los extremos cambiar de sexo o ganar la lotería. Ahora bien, el sexo es también un atributo cultural. Se dirá entonces que hay una sexualidad joven y una sexualidad adulta; que la sexualidad femenina no es idéntica a la sexualidad masculina; que los ricos y los pobres hacen las cosas que las clases medias no se atreverían jamás a hacer, se divulgan rumores acerca de los monasterios. Así se llega a creer que los estereotipos de actitudes y de comportamiento sexuales están ampliamente definidos por el género, la edad, la profesión y todo lo demás. Por otra parte, es sobre esos mismos estereotipos que juega la pornografía, cuando elige sus vedettes entre los camioneros, las azafatas, las enfermeras o los monjes, pues todos tienen la reputación de ser mucho más activos sexualmente que los agrimensores-geómetras o los contadores.
A menudo el sexismo no es más que el más evidente de los numerosos peligros culturales que acechan cada incursión en el campo de la sexualidad; pero es considerable. Pues si la lucha contra el sexismo consiste en querer demostrar en todas partes que el sexo no es un factor de diferencia, esta lucha corre el riesgo de ser particularmente difícil allí donde justamente la diferencia es dada como esencial. Si en la actualidad se admite que el sexo de un individuo no determina en nada su inteligencia o su competencia profesional, sin embargo se duda en agregar que ese mismo sexo no determina más su sexualidad. Y sin embargo, a pesar de las diferencias físicas y las desconocidas de la neurofisiología del dimorfismo sexual, la primera lección de la etnología consiste en afirmar que hay otras tantas versiones de la sexualidad humana como culturas para inventarlas y que la plasticidad de este nivel no es tan diferente de la que caracteriza al alimento o a los modos vestimentarios. Por otra parte, a menudo es al balbucear esta lección que los etnólogos se vuelven interesantes en los salones o por el contrario aburren a todo el mundo en los debates públicos: siempre hay en alguna parte una isla en la que se pretende que las mujeres dominan sexualmente y que los hombres son menstruados y están obligados a darse en espectáculo.
No obstante, la noción de la sexualidad necesariamente sexuada tiene aspectos de dogma y hace que la lucha contra el sexismo a veces se invierta: las diferencias entre los sexos, que en otra parte aparecen injustificables y son vistas como falaces pretextos para la opresión, se vuelven aquí constitutivas, inmutables y altamente respetables. Puesto que la sexualidad sigue siendo el punto de anclaje de toda relación entre los sexos, era natural que el movimiento de lucha contra el sexismo se interesara en ella y que la cuestión de la gestión social de la pornografía se convirtiera en la oportunidad de un debate más general sobre los estereotipos sexuales y sobre el conjunto de las relaciones entre los sexos. Y puesto que el aprendizaje de estos modelos culturales siempre puede dejar huellas, conviene precisar en seguida que este ensayo ha sido escrito por un macho heterosexual, estereotipo que habrá que esforzarse constantemente en neutralizar. A este respecto el autor debe por lo menos hacer una mención del punto de vista radical según el cual la dificultad sería insalvable. Afirmar que siempre será imposible apreciar la experiencia que el otro puede tener de la pornografía, es decir que las barreras entre los sexos y entre las diversas formas de sexualidad permanecerán siempre infranqueables. Pero no hay realmente una razón válida para no agregar de la misma manera la barrera de las clases sociales, de la edad, de la experiencia de vida, de las posiciones filosóficas, de la inteligencia y del talento para luego concluir que la comunicación es imposible y declarar que todo análisis no es finalmente más que el monólogo egotista de su autor. Para continuar se puede finalmente pretender que el mundo desaparece cada vez que se cierran los ojos. Más vale admitir simplemente que el tema es difícil y que aquí más que allá sin duda hay que desconfiar del sexismo vinculado con la mayoría de las ideas que fundan a la vez el fenómeno en sí mismo y su análisis crítico.[9]
Queda por admitir una última dificultad: la que proviene de la extraordinaria chatura del discurso culto cuando descansa sobre una empresa comercial enteramente centrada en el placer y el goce. Pornografía y ciencia son los productos de una sociedad que distingue y separa muy claramente las actividades del cuerpo y las del espíritu. El sexo, con el deporte, son por excelencia un asunto del cuerpo; esta separación llega a decir que las personas bellas y provistas de atractivo sexual, así como los grandes atletas, son obligatoriamente todos un poco estúpidos, mientras que a los genios no se les reconoce sexo y se les atribuye fácilmente la fealdad. Los intelectuales se encuentran aquí por lo tanto en un territorio mal conocido, y es sin duda por ello que la mayoría de los discursos cultos sobre el goce se vinculan habitualmente con el límite extremo de lo que la ciencia puede producir como aburrimiento, pues, como cada uno lo sabe, los intelectuales han alcanzado la función social que ocupan en parte por autodesprecio sexual y es por lo tanto fácil acusarlos de hablar como pedantes que sufren inhibición sexual. Es lo que decía muy claramente Al Golstein, gran productor americano de pornografía, cuando se encontró conducido por la prestigiosa New Scholl for Social Research de New York para participar de un debate con diversos intelectuales y comentadores de la sociedad americana (Erica Jong, Susan Brownmiller, Aryeh Neier y otros).[10] Aunque expresan su más perfecto desacuerdo sobre lo que habría que pensar a partir de entonces acerca de la pornografía, todos estos intelectuales se pusieron de acuerdo en reproducir el discurso oficial más común: la pornografía es un aburrimiento aplastante, la mayoría del tiempo desesperadamente triste y de muy mal gusto. Ahora bien, según notaba Golstein, puesto que ella tiene un éxito comercial, la pornografía bien debe procurar algún placer a alguien. Y como los intelectuales no osarían abiertamente pretender ser superiores a los millones de consumidores de pornografía, debe entonces comprenderse que agregan al tormento que rodea al sexo y a su tabú tradicional la vergüenza del placer mismo. De donde surge la necesidad de un ensayo como éste, que pretende ser culto, de no eludir las nociones de placer y de goce de manera de no olvidar lo que funda sin duda alguna lo esencial de nuestro tema.