Con toda evidencia, el debate estaba bloqueado por un problema de definición. La noción de violencia ejercida contra las mujeres no era comprendida del mismo modo por todo el mundo, de donde surge una confusión cada vez más evidente. El problema fue admirablemente ilustrado por las reacciones al número de diciembre de 1984 de la revista Penthouse. En las páginas 117 a 119 de ese número se podía ver una serie de fotos de Akira Ishigaki que mostraba a jóvenes mujeres maniatadas, atadas a los árboles o colgadas con la cabeza para abajo. En Canadá, esas fotos hicieron escándalo y el procurador general de Quebec incluso llegó a intentar una demanda judicial contra la firma que tiene el contrato de distribución local de la revista. Pero en ese mismo número, tres páginas más adelante, también se encontraba una serie de fotos de Linda Kenton, elegida Pens of the Year (la más alta distinción que se otorga anualmente a una modelo) posando en contextos de gran lujo con autos caros y ricos tapados de piel, dispuestos con mucho cuidado con el objeto de no cubrir más que sus hombros. Sin protesta pública y sin que el Señor Procurador General se inquiete. Allí no había violencia, puesto que esa joven mujer no estaba ni maniatada ni golpeada ni maltratada y parecía totalmente a gusto, feliz y no obligada.

A este respecto, es indiscutible que la gran mayoría de imágenes pornográficas no son violentas. Y para apoyar la idea de que toda pornografía es una violencia hecha a las mujeres fue necesario entonces extender considerablemente la noción.

Algunos esfuerzos bastante primitivos no han sido muy convincentes. Por ejemplo, se quiso medir las posiciones del cuerpo y mostrar que en la pornografía las mujeres aparecen más a menudo acostadas, inclinadas o de rodillas, lo cual habría que comprender como un signo de sumisión, mientras que el fotógrafo hablaría más bien de inevitables coerciones anatómicas a las cuales se enfrenta cualquier persona que quiere percibir y mostrar los órganos sexuales femeninos. Otros han querido leer la violencia en las puestas en contexto o en los decorados, en el gesto o en la ropa, en la expresión de los rostros o en el maquillaje. El punto de vista más simple fue expresado por Susan Griffin,[137] que afirmaba que toda pornografía es sádica y degradante porque desvestirse en público sigue siendo en nuestra cultura una humillación. A través de todas esas demostraciones más o menos convincentes, la primera noción no había cambiado y se trataba en cada caso de una violencia más o menos realizada: la desnudez pública constituye el preludio a una cadena que luego mostrará poses degradantes, la ejecución de actos más o menos impuestos, la sumisión a diversos malos tratos, y así sucesivamente hasta las mutilaciones y la muerte real o imaginada. La violencia contra las mujeres siempre es la misma.

Para muchos, este razonamiento era evidentemente muy simple y vulnerable. Como lo explican bastante ampliamente Duggan, Hunter y Vance,[138] la violencia, el sexismo y la sexualidad explícita son en principio tres realidades diferentes. Muchas violencias no llaman de ningún modo al sexo ni al sexismo, el cual por su parte no se limita al sexo y no es necesariamente violento, y el sexo debe poder ser mostrado sin violencia y sin sexismo. Lo que inquieta con justa razón es la conjunción de los tres elementos, cuando el espectáculo de la sexualidad se vuelve violento y sexista. Pero las tres autoras encuentran injustificable en sí y por lo demás muy inquietante para el movimiento feminista que se llegue a pensar que en los hechos esta conjunción es constante hasta el punto de volverse inevitable. Ello querría decir que ya no existen otras formas y, peor aún, que las mujeres serían incapaces de imaginarlas.

Habría habido entonces un rápido deslizamiento semántico que hizo de toda pornografía el equivalente a una violencia hecha contra las mujeres. Ello parece hasta tal punto somero y sorprendente que vale la pena detenerse aquí un instante.

En una entrevista[139] que siguió a la salida de su película Not a Love Story, la cineasta Bonnie Klein, respondiendo a la acusación de haber exagerado ampliamente la violencia para convertirla en el eje central de su denuncia de la pornografía, explicaba que el shock experimentado por el contacto de este tipo particular de pornografía había sido tan fuerte que le fue luego imposible desprenderse de él. Estas imágenes le habían parecido tan agresivas, tan horribles, que todo el resto se volvía insignificante. En resumidas cuentas, la conjunción del sexo, de la violencia y del sexismo sería de una potencia tal que resulta verosímil olvidarse de todo el resto.

Razón todavía más elemental, es muy probable que la pornografía como mercadería durante mucho tiempo reservada a los hombres a menudo fuera mal conocida por la mayoría de las mujeres que la denunciaban. En su comentario sobre los trabajos de la Comisión Williams,[140] A. W. Simpson exponía que algunos alegatos feministas hacían tan poca distinción entre los tipos de pornografía presentes en el mercado que resultaba difícil creer que sus autoras hubiesen visto alguna vez algo. Lejos de ser inverosímil (lo contrario es lo que es escaso y sorprendente) esta ignorancia explica las generalizaciones a partir de uno o de algunos ejemplos particularmente insoportables. Por el contrario, hay que desconfiar de los efectos sociales de la ignorancia sobre las mujeres que trabajan en la industria de la pornografía, sobre las consumidoras y los consumidores, pero también, como lo muestra admirablemente Simon Wattney,[141] sobre todos aquellos y aquellas que, homosexuales o desviados, siempre tienen mucho que temer de la censura.

Última constatación que, sin embargo, habría podido tener un eco: la denuncia de la pornografía como violencia ejercida contra las mujeres no ha sido sino muy poco retomada fuera de América del Norte. Los movimientos feministas europeos muy activos y presentes en Italia, en los Países Escandinavos, en Francia y en otros países, jamás han querido otorgar la misma importancia a la lucha contra la pornografía y todavía menos a la asociación pornografía-violencia.[142] Dos razones vienen a la mente. En principio no hay más que la violencia, lo que los norteamericanos comprenden realmente bien: mientras que el sexismo sigue siendo un concepto turbio y que la sexualidad sigue siendo todavía una noción ampliamente incierta, la violencia es inmediatamente reconocida y constituye a menudo incluso una experiencia familiar y cotidiana. La pornografía se volvería entonces violencia del mismo modo que el deporte norteamericano, la política norteamericana, la televisión, la bolsa de Nueva York o las calles de Washington. No se trata de saber si la pornografía norteamericana es más violenta, sino de pensar que demuestra ser más fácilmente reconocible y comprendida en el interior de parámetros más familiares. Todo se volvía así más simple y se sabía realmente de qué se trataba.

La otra razón aparece a partir del momento en que se deja esta literatura norteamericana para encontrar en otras partes una noción de violencia pornográfica radicalmente diferente, aparentemente más sutil y a veces invertida. Al desplazarse hacia Europa, sobre todo, uno siente que el debate oscila: mientras que el movimiento feminista norteamericano se preguntaba sobre lo que debe ser la mujer, en otros lugares la pornografía servía en principio para explorar los misterios del erotismo masculino.

Las inversiones de lo imaginario

Incluso el más malvado de los amos no puede sólo soñar con el placer de fustigar a sus esclavos, pues podría consagrar sus días enteros a ese sueño. Lo contrario es más atrayente: soñar con castigar al amo. Para encontrar placer en imaginarlo, es necesario que la violencia apunte a otro, a quien se le reconoce por lo menos un mínimo de poder. Alcanza por ejemplo con estar convencido de que las mujeres son la fuente absoluta de todos los males de la tierra o, al menos, saber que ellas pueden rechazar una proposición.

Cualquiera que conozca algo el universo de la pornografía en seguida ha visto que su tema favorito no es el de las mujeres encadenadas, humilladas y golpeadas. Esta violencia existe sin duda alguna, pero los títulos de las películas de la producción pornográfica más corriente anuncian por el contrario una continuación ininterrumpida de "colegialas en calor", "enfermeras en la locura" y de "suecas de vacaciones". Prometen mujeres que, lejos de estar maniatadas, muestran todas las intenciones de desatarse lo más posible. Mujeres cuya presencia es todavía más grande que en cualquier obra de Fellini o de Rubens[143] y que ante todo son la encarnación carnal de una evidente y muy profunda fascinación. Pero, además, se trata de mujeres con ganas desbordantes, que aman el sexo y que vuelven a pedir siempre más. Mujeres todo el tiempo satisfechas y raramente agotadas. Mujeres insaciables, activas al punto de dar los primeros pasos y volverse agresivas y que multiplican los orgasmos tan rápidos y evidentes como los del macho (las heroínas de Sade "descargan" al gozar). Y para darle un toque más al placer, el hombre ideal de la pornografía será antes que nada el amante soberbio y perseguido que tiene éxito todas las veces en satisfacerlas a todas. El que todas ellas desean y que nunca se niega, el que manipula y que tiene el poder de satisfacer todas las voluntades, hasta matarlas a todas si ése es su buen placer.

Un simple vistazo más allá de todas esas mujeres desvestidas permite alcanzar la parte del universo masculino que queda allí develado y, puesto que la pornografía expone sin ningún pudor el mundo de los fantasmas, era una buena oportunidad para reflexionar acerca de la condición masculina.

Ante todo hemos señalado cuánto la imagen de la mujer ofrecida por la pornografía le daba, llegado el caso, aspectos masculinos. Es una mujer imaginada más a menudo por hombres y para hombres y es sobre todo una imagen que describe la sexualidad femenina en términos comprensibles para los hombres porque le son familiares. Este milagro de masculinización constituiría un esfuerzo totalmente parcial de mistificación:

Doble subterfugio de la pornografía: naturalizar la masculinización de la mujer; reinvertir el resentimiento (impotencia y rencor) que engendra su autonomía erótica en exigencia de liberación. Dictar a la mujer, y con ese dictado, darle el poder de una norma y el valor de una emancipación.