Resulta más fácil comprender estas luchas contra la pornografía si antes que nada se plantea que, para reinventar o reconstituir el mundo el siglo XIX, antes se debía poner allí un poco de orden. Había que identificar las cosas, nombrarlas y distinguirlas, definir las especialidades y separar los ámbitos, con el objeto de evitar toda confusión: los museos y los zoológicos hacen su aparición, las universidades son divididas en facultades, y luego según las múltiples y nuevas disciplinas científicas, se inventan sistemas de clasificación de libros para las bibliotecas, se discuten abundantemente las fronteras entre las diversas ramas del saber, aquello que distingue verdaderamente la biología de la zoología, o las relaciones que mantiene la filosofía con las demás ciencias. Los campos de actividad se vuelven cada vez más especializados y se guarda la esperanza de que sean cada vez más productivos. Es en este contexto que aparece la palabra "pornografía" al mismo tiempo que la "ninfomanía", el "autoerotismo", "el narcisismo", "la "urolagnie"* e incluso la categoría moderna de la homosexualidad.[197] También se inventa la noción de "sexualidad", concebida y manipulada de la misma manera que cuando se trata de la "economía", de lo "social". Más que nunca el sexo adquiere la autonomía de una actividad que, como todas las demás, podrá ser objetivamente distinguida y separada del resto de la vida.

Por supuesto, la sociedad desde hacía mucho tiempo había reservado lugares precisos y muy delimitados, burdeles o barrios "calientes", al pecado y al comercio del sexo. La separación del sexo no es realmente una novedad, que más bien corresponde a una creciente hiperespecialización de ciertos establecimientos. La innovación consiste en poder hablar cada vez más solamente de sexo, en describirlo y en soñar con él sin tener que deshacerse de la moral, de la religión o de la legalidad. El sexo se vuelve imaginable en sí, y a partir de ahora, es más posible que nunca contar una orgía sin dolores en los riñones y sin gastos de alquiler, pero sobre todo, sin un compromiso social y sin que el poder encuentre en él algo de qué burlarse. El sexo se transforma en objeto de contemplación y de disección intelectual, como una industria, como Dios, como la cultura y todo lo demás. Ahora es pensable considerarlo con cierta distancia.

No obstante no es fácil situar adecuadamente esa forma muy particular de este tipo de literatura de carácter sexual, y la paradoja de la crisis de la pornografía justamente vendrá del hecho de que le falta un lugar socialmente sancionado. La calle, los burdeles del siglo XIX ofrecen todos los servicios, salvo el de salas de lectura y de bibliotecas respetables en las que se pueda encontrar este tipo de obras. Los personajes de Zola pueden apasionarse mucho por una provocadora bailarina de los teatros famosos. No hay lugar en que el lector pueda emocionarse a causa del texto de Zola. Las calles del burdel siempre han sido lugares poco propicios para la masturbación y la pornografía que se encuentra allí jamás sirvió más que como un accesorio muy secundario. La pornografía no tiene realmente un ámbito propio en el espacio público, que sin embargo es el único lugar reconocido por la inmoralidad y por el desenfreno. Es evidente que ella está incómoda allí: se busca un nicho entre el lugar de trabajo y la casa, en la frontera de lo público y de lo privado. Lo cual no podía durar y más bien tuvo que invadir el universo privado, al principio con la mayor de las reservas y en el estante más alto de la biblioteca, fuera del alcance de los niños y de los domésticos. Pero, una vez más, esta invasión de la pornografía viene a poner en peligro la frontera entre la decencia íntima y la depravación necesariamente pública.

Finalmente, tal vez no es inútil volver a decir que la pornografía sobre todo inquietó a los censores, que veían en ella el presagio de desórdenes peores debido al hecho de que se estaba convirtiendo (cerca de mediados de siglo) en un producto realmente accesible a todos los públicos. Mientras que anteriormente las comedias satíricas podían permitirse todas las obscenidades justamente porque el lugar era apropiado y el auditorio era controlable, la pornografía moderna estaba menos ligada al mundo del espectáculo público que a la literatura discreta y disponible en cualquier momento. Es decir, que había un riesgo de confusión de géneros, de lugares y de momentos; y que los progresos de la educación popular tanto como la abundancia de libros y el aumento fulgurante de su tirada amenazaban atenuar todavía más las distinciones de clase y de sexo. Si se volvía imposible prohibir las obras eróticas a las masas populares, ¿cómo esperar seguir haciendo de ellas buenos trabajadores o buenos soldados? ¿Cómo controlar sus ganas de acceder a otros saberes y su voluntad de invadir la escena pública para adquirir por lo menos una parte del poder político y tal vez incluso algunos derechos de propiedad? Es efectivamente todo el orden social que parece amenazado y la pornografía, tanto como los debates que ella provocaba, participaba en el bullicio social de la época. Es así como algunos historiadores le han descubierto vínculos con el movimiento radical y han mostrado hasta qué punto su censura se mantiene indisociable de los proyectos militares de Europa,[198] y es también por ello que se ha visto cómo apareció periódicamente durante un siglo la expresión de una constante preocupación por ver a la pornografía llevándonos irremediablemente hacia el caos y la anarquía.

La revolución industrial ha construido en resumidas cuentas una paradoja que progresivamente se volvió insostenible. Pues la sociedad, que le otorgaba cada vez una mayor importancia a la sexualidad y que a menudo la toleraba en ciertos lugares especializados y bajo todas sus formas, incluso las juzgadas más perversas y condenables, al mismo tiempo no reservaba casi ningún lugar al consumo de la pornografía, que sin embargo producía en cantidad creciente. Los lugares públicos no convenían; mientras que la pornografía en la casa era una hipocresía malsana que no tenía sentido más que entre manos de adolescentes repletos de granos. Todavía no existía ni un lugar ni un uso socialmente aceptable y comprensible de la pornografía. Habrá que esperar algunos años para encontrar ese lugar en el interior de casilleros metálicos de los pilotos de los cazabombarderos. En la imaginería popular, los soldados eran los únicos que tenían derecho a pellizcar públicamente a las pin-ups, porque después de todo se trataba de personas infinitamente solas y que tenían a la muerte por tarea cotidiana. En resumidas cuentas, muy parecidos a los personajes que el siglo XX iba a inventar.