Los ejemplos podrían ser multiplicados, pero no dirían mejor hasta qué punto ciertas mujeres se sienten profundamente turbadas por la pornografía. La miseria y el horror no faltan sin embargo en el mundo, pero raramente se encuentran términos tan duros para describir una rabia tan entera. A tal punto que los debates se enconan y los intercambios de ideas se vuelven prácticamente imposibles. Muchos otros aspectos de la condición de las mujeres, desde el salario desigual hasta la amenaza de violación, son considerados no sólo como indisociables sino literalmente como equivalentes de la pornografía. Incluso hasta el momento en que, tal como lo reconocía Bonnie Klein, toda demostración empírica y toda verificación se vuelven inútiles. Y si otras mujeres se disocian de esta posición se las acusará simplemente de no ser "verdaderas mujeres". Se llega a hacer creer que nada es más horrible que la pornografía.
Esta actitud radical no es el fruto del azar. Las críticas más acerbas evocan muy fácilmente la ingenuidad y la estrechez de un espíritu obsesivo. Y tampoco es el efecto habitual de segmentación interna, que tan a menudo afecta a los movimientos sociales reivindicadores y que hace nacer peleas a veces feroces entre sectas de la ortodoxia política o religiosa (pensamos evidentemente en los primeros cristianos, pero también en los principios del psicoanálisis, sin hablar de los cismas en los monárquicos en Francia). Más bien hay que preguntarse si esta cólera no depende del descubrimiento de que todo el debate sobre la pornografía toca algo esencial. La pornografía misma era tal vez insignificante, pero es como tomar conciencia de que su apuesta era fundamental.
En primer lugar no hay que olvidar que el movimiento feminista apuntó mucho a una revalorización radical de la sexualidad. Debido a que habían sido reducidas durante tanto tiempo a su sexo, las mujeres debían necesariamente pasar por una liberación sexual y definirse como seres dotados de una sexualidad propia y retomar el control de su cuerpo con el objeto de ya no ser sometidas a las voluntades libidinosas y reproductoras de los machos. Resultaba urgente denunciar el modelo tradicional de la sexualidad femenina que era violento contra las mujeres.
Luego de lo cual había que explorar las soluciones. Y es muy precisamente lo que proponía la pornografía: una subversión de la ideología conservadora del amor romántico y de la monogamia heterosexual que había encajonado siempre a las mujeres en el rol de madres y de domésticas. Como lo mostró Ángela Cárter[155] y otras después de ella, los primeros modelos de mujeres liberadas de la literatura europea fueron Fanny Hill de John Cleland y Juliette de Sade; mujeres que por fin se desprenden de la sexualidad exclusivamente procreadora y que son la figura de heroínas al utilizar egoístamente su sexo para su provecho y con el objeto de asegurar su propio éxito social; mujeres inteligentes que renuncian al matrimonio, al amor y, sobre todo, a la maternidad y que consiguen en su carrera, a golpes de trampa, de cinismo y de maldad, lo que hace de ellas iguales a cualquier hombre; en una palabra, mujeres que ya no son la copa de los hombres sino que, por el contrario, dan la prueba de un talento considerable para la manipulación. Así, el modelo de la sexualidad femenina dominante de la pornografía moderna ofrece una contestación radical al modelo antiguo y una respuesta al cuestionamiento feminista: allí se presentan mujeres que no demuestran ninguna molestia en hablar del sexo y ninguna vergüenza de su cuerpo, que viven plenamente su sexualidad siendo activas al punto de volverse agresivas y transformarse en violadoras de hombres, que se permiten todo, que no se traban ante ninguna exclusividad sexual, que no tienen ninguna necesidad de vínculo sentimental y que parecen no tener ningún temor al embarazo. En este sentido, pornografía y feminismo tienen de hecho un mismo discurso: terminada la era de las víctimas pasivas, es tiempo de que el sexo de las mujeres se afirme.
Salvo que la pornografía goza de una cabeza de ventaja ofreciendo una solución ya lista. No sólo ella repite como el feminismo que son las mujeres quienes son interesantes, sino que desde hace mucho tiempo dice que hay que abandonar toda reserva opresora para explorar y expresar el conjunto de la sexualidad humana, intentar todas las combinaciones, todas las perversiones imaginables, incluso llegada la oportunidad, intentar las experiencias más inquietantes. Mientras que el movimiento femenino duda en hacer su cama entre un conjunto de respuestas complejas y muy a menudo paradójicas.
Pues el cuestionamiento del modelo antiguo descansa necesariamente en un juicio moral, el cual explica sólo por qué el modelo era malo, mientras que al mismo tiempo transpone y retoma sus mismas contradicciones. Muriel Dimen[156] da un ejemplo de ello al señalar la ambigüedad que persiste en declarar como políticamente aceptable el rechazo a ser un objeto sexual y por lo tanto ya no tener que preocuparse por su apariencia física; y, al mismo tiempo y a todo precio, querer seducir con el objeto de ya no ser definido como un ser que no tiene derecho al apetito sexual, con el fin de tener la posibilidad de explorar todas las formas de esta libertad nueva. Querer abolir la pornografía pero preservar el espectáculo. Para Gayle Rubin,[157] este debate en torno a la pornografía ha llevado al feminismo moderno a sus límites, provocando el impacto de dos tendencias que parecen inconciliables. La primera insiste en la importancia de liberar la sexualidad femenina y tiende a minimizar la significación de la pornografía; por ejemplo, Liza Orlando aprecia ver erigidas en modelos a mujeres que exigen su derecho al placer y que lo toman tal como les gusta, contradiciendo con ello todo lo que toda chica bien educada debería saber; Paula Webster[158] propone dejarse guiar por la pornografía en la exploración de un universo maravilloso que siempre ha sido negado a las mujeres; Sara Diamond[159] declara que sería necesario que las mujeres reconocieran por fin que la exposición pública de su sexo no hace necesariamente de ellas unas putas y que no sólo los hombres pueden ganar poder por medio de su sexo. Como mucho se llega a pensar que si la pornografía actual es a menudo sexista, no lo es ni más ni menos que el resto de la sociedad y que si es tan importante hay que transformarla, pero por sobre toda las cosas, no abolirla.
Según la otra perspectiva, la de la mayoría de los adversarios de la pornografía, esta liberación de la sexualidad femenina no es más que una peligrosa ilusión, puesto que no puede ser más que una extensión de los privilegios masculinos, sobre todo si la vía a seguir está definida por un universo tan tradicionalmente masculino como el de la pornografía. Joan Hoff[160] señalaba, en efecto, que el "estándar" de la sexualidad individual sigue siendo una construcción masculina, pero sin indicar lo que podría reemplazarlo. En esta óptica, la pornografía es importante porque está en el corazón de las relaciones de poder entre los sexos que determinan necesariamente todo análisis de la condición femenina. Por el contrario, la sexualidad se vuelve a partir de entonces menos central y se llega a menudo a un nuevo conservadorismo sexual. Según Gayle Rubin, que declara abiertamente su preferencia y para quien esta segunda tendencia constituye nada menos que una demonología tan terrorífica como el más opresor de los patriarcas, la censura de la pornografía lleva al absurdo reaccionario de una clasificación a partir del orden de comportamientos sexuales políticamente preferibles: el peor, la promiscuidad general y las relaciones sadomasoquistas (sean cuales fueran los sexos concernidos), en el medio la heterosexualidad y como mucho la monogamia lesbiana. Evidentemente, esta respuesta sigue siendo discutible (como lo sería cualquier otra del mismo modo, puesto que se trata de una paradoja) pero ella muestra bien cómo la cuestión de la pornografía finalmente obliga nada más ni nada menos que a la adopción de una cosmología general, que sirve para definir los sexos y la naturaleza de sus relaciones.
La fuerza de cierta crítica llamada feminista corre el riesgo en realidad de volverse contra las mujeres. Al hacer de la pornografía un objeto de horror, fácilmente se puede dejar entender no sólo que la intimidad sexual debería estar siempre rodeada del mayor de los secretos, sino que, además, se corre el riesgo de impresionar a mucha gente insinuando que allí está de nuevo el bien más preciado de toda mujer, volver a decir en otros términos que lo esencial hay que encontrarlo en el misterio de las profundidades de la matriz. El argumento ha sido entrampado. Resulta embarazoso tener que explicar que es el sexo mismo quien marca la diferencia y quien motiva el hecho de considerar que una mujer está más reducida al rango de un "objeto" en la pornografía que cuando es modelo, reina del carnaval o esposa del ministro; pues si los tres casos no son comparables no es sin duda en razón de su relativa pasividad.
Lo más molesto a veces es que la pornografía tiene el aspecto de haber prevenido todos los golpes y de tener todas las respuestas. En los debates en el seno del movimiento feminista norteamericano, los intercambios más acerbos a menudo tuvieron lugar entre lesbianas. Tal vez porque, de un lado, las lesbianas comprenden mejor que nadie lo que propone la pornografía cuando ella elogia los méritos del sexo por el sexo, sin procreación y sin otro objetivo que el del placer; mejor todavía que los homosexuales masculinos, que ya han aprendido en tanto que hombres que el sexo es necesariamente agradable y que el descanso del guerrero debe ser jovial. Por lo tanto, para algunas lesbianas la pornografía puede convertirse en una aliada ideológica en la lucha contra la discriminación. Mientras que para otras, que erigen su orientación sexual como gesto político en las relaciones de fuerza entre los sexos, los caminos propuestos por la pornografía parecen particularmente detestables. No necesariamente porque ella haga mucho caso a la heterosexualidad, sino porque presenta habitualmente a mujeres que se preocupan todavía por garantizar el placer de los hombres. Como si los hombres hubieran inventado y moldeado la futura sexualidad de esas mujeres liberadas según la imagen de su propio deseo. Debe haber otra salida, pero las discordias son tan profundas que ya no son del todo evidentes. Poco a poco se llega a comprender algunas de las razones que puedan explicar la rabia que marca a esos debates. Primeramente, el hecho de que la pornografía describe el antiguo modelo de la mujer sabia, modesta y prudente, doméstica y virtuosa, para quien el sexo era un deber conyugal, lamentablemente necesario para la multiplicación impuesta por la familia, la nación o la especie. La pornografía se opone a ello, afirmando como el feminismo que las mujeres también son seres sexuados. Pero propone una solución que hace inclinar el mundo en el sentido contrario: la aparición de mujeres desencadenadas que asumen el rol tradicionalmente reservado a los hombres, los cuales se convierten entonces en mirones pasivos o violados voluntarios y contentos. La idea puede parecer ridícula y puede ser ofensivo ver a los hombres pretender conocer lo que procura placer a las mujeres. Se puede también sentir la frustración de no tener ninguna otra solución aceptable que sirva para burlarse de todas las mujeres. Pero todo ello no basta para explicar la rabia.
Señalemos, para dejarlo de lado, un razonamiento poco convincente. Ya se ha hablado de los celos como motivo principal de esta rabia. Lo cual equivale a decir que en una sociedad en que las relaciones de pareja son todavía importantes y en donde la tradición cultural quiere hacer creer que una mujer es menos atractiva a partir del momento en que un lápiz puede sostenerse bajo su seno,[161] la visión omnipresente de cuerpos perfectos (que desde hace mucho tiempo han dejado de ser los cuerpos de mujeres desdeñables por ser de "mala vida", vulgares y a menudo feas, para ser reemplazados por los cuerpos de chicas jóvenes, ricas e inteligentes) crea una competencia absurda e insostenible. Ya no es necesario intentar probar que los hombres aprenden de la pornografía toda suerte de exigencias inaceptables. Alcanza con pensar que constantemente tienen en la cabeza la imagen demasiado perfecta de Bo Derek.[162] Sin ni siquiera tener que volverse celosa, una mujer tendría el derecho de concluir que la estupidez es exasperante…
Pero no hay nada nuevo en esta referencia a celos nacidos de la infidelidad imaginaria. Nada que fuera limitado a un solo sexo y nada que no existiera probablemente ya en el paleolítico inferior. Se puede comprender que la mayoría de las personas se sienten incómodas frente a la idea de que su partenaire sexual tenga la costumbre de recurrir a la masturbación, pero el argumento sigue siendo demasiado incompleto[163] y la rabia bien debe tener otras fuentes.
Tal vez, la rabia de esas mujeres viene del riesgo de sentirse atrapadas entre dos modelos de la femineidad tan inaceptables uno como el otro. Por un lado, el modelo tradicional, que incluso en la actualidad no es fácil cuestionar y que consagra a las mujeres infieles al desprecio y al ostracismo. Por lo demás, las mujeres saben por experiencia que el estereotipo tradicional de la femineidad está íntimamente ligado con la sexualidad, lo cual las obliga a transformarse en un espectáculo permanente de seducción (que si alcanza su objetivo provocará los silbidos admirativos en la calle) pero que ellas al mismo tiempo deben seguir siendo pudorosas y nunca dejar parecer que se están ofreciendo en espectáculo. Y por otra parte, el otro modelo todavía vago e inquietante que les propone la pornografía, centrado en el alto voltaje sexual y la satisfacción total de todos sus caprichos (terreno que los hombres parecen conocer mejor y sobre el cual pretenden estar más cómodos).
El malestar sería todavía mayor en la medida en que el papel tradicional de la mujer después de todo le atribuía cierto poder, y que el amor cortés, a pesar de toda la opresión que traiciona, definía también el atractivo y la seducción sobre el cual una mujer podía apoyarse -manteniéndose como "un oscuro objeto del deseo"- para garantizar su seguridad social.
Ahora bien, justamente ya no queda nada oscuro en la pornografía. Ninguna reserva o discreción. La femineidad se ha vuelto profana y perdió todo misterio. Y el único poder que propone el nuevo modelo será el de la conquista que, según se decía antes, estaba reservada a los hombres. Por lo tanto, adoptando una sexualidad unisex habrá que invadir el terreno de los hombres y de algún modo darles confianza, pero sin por ello pedirles que modifiquen su propio modelo, que se encuentra incluso ajustado: más libertad, más partenaires, más oportunidades, en una palabra, todo para satisfacer a la "fiera".
En esta perspectiva, algunas mujeres se vuelven nostálgicas por el modelo antiguo y las intrigas amorosas más discretas. Otras, por el contrario, buscan en efecto quitar a los hombres la iniciativa de la conquista y la conducta de la sexualidad, exactamente de la misma manera que ellas quieren invadir todos sus cotos vedados y apoderarse de cualquier puesto de alta dirección. Algunas proponen más bien ganar en los dos tableros, siendo lo suficientemente fuertes y hábiles como para sacar provecho de los dos modelos. Pero evidentemente también corren el riesgo de perder en los dos tableros, provocando la ruptura con el poder tradicional de la atracción y de la fascinación obsesiva, pero sin adquirir por ello nuevos poderes en una sociedad que no los cederá fácilmente. Perder el poder que estaba inscripto en el derecho a la diferencia, en el intercambio que significa el privilegio de declarar a los hombres seductores. Volverse víctimas en el campo de la sexualidad, totalmente comparables a esas mujeres que en el universo doméstico se vuelven responsables del esencial ingreso adicional, mientras continúan cumpliendo con la mayoría de los trabajos hogareños. Mientras que tienen lugar estas discusiones, las soluciones aún no han sido inventadas y corren el riesgo de ser poco unánimes. Incluso la hipótesis de la homosexualidad como refugio parece inaceptable o demasiado multiforme. Visto de este ángulo, la situación puede parecer desesperada y de la desesperación puede nacer la rabia.
La conclusión de estos debates deja en suspenso una importante cuestión que ha sido muy brevemente indicada por Murray S. Davis,[164] cuando señalaba que la pornografía representa tal vez el único fenómeno social acusado de ser simultáneamente peligroso, asqueroso y aburrido. ¿Cómo la pornografía puede ser a la vez insignificante y amenazante? Y aquí no se trata de un peligro que pueda representar el aburrimiento: se dice que la pornografía es insípida y repulsiva, pero al mismo tiempo, también es nociva.
Podría verse aquí una crítica fácil que sirve a los intereses de los censores, preocupados por conservar el derecho a imponer su voluntad y que, al mismo tiempo, pretenden actuar para el mayor bien del pueblo (hay peligro), pero que su gesta no constituye de ningún modo un abuso de poder (hay insignificancias). También se podría concluir que la pornografía molesta porque ella, por respeto a la imagen, debe separarse peligrosamente de lo real, proponiendo, por ejemplo, nociones tan ridículas como el poder de los feos y los miserables de contemplar la intimidad de los bellos y los seductores; sería entonces peligroso soñar demasiado. También se podría argüir que la pornografía es una mancha y que así se explican los procesos por obscenidad que han atraído tan a menudo toda la atención sobre las obras de autores serios (Sade, Miller, Roth…), mientras que se habría manchado a la corte, la verdadera pornografía, grosera y brutal, era vendida justo al lado y siempre bajo la mesa. Finalmente, se podría seguir el ejemplo de Alan Soble y hundir a algunas personas en la inquietud, dando una respuesta a una pregunta que nadie plantea: ¡sí, habrá pornografía en la sociedad comunista ideal de mañana![165] Pero no es realmente de esos peligros de lo que se trata. La pornografía no agrega nada o muy poco a la explotación de las masas y a los privilegios de los censores. Ella sobre todo no hace más que confirmar lo que ya había sido comprendido en una cosmología que incluía una definición de la sexualidad y una buena idea del lugar que le corresponde; es en este sentido, protesta Simón Watney[166] que una parte del movimiento feminista necesariamente ha interpretado la pornografía como un elemento de revuelta de un sistema global en que los hombres dominan y explotan a las mujeres, mientras que la ideología conservadora vio allí del mismo modo necesariamente una exposición carnal, inadmisible por ser totalmente obscena. El sentido atribuido a la pornografía viene a confirmar la interpretación del mundo ya estructurada, en los adultos capaces de afrontar la contradicción. Y si es necesario aclarar en qué resulta peligrosa, antes que nada se responderá que constituye la expresión de un malestar difuso, al cual ella no puede sino contribuir: el estado inquietante de las relaciones entre los sexos o la decadencia de la moralidad pública.
Puesto que no tiene nada nuevo por decir, se comprende entonces que la pornografía puede ser aburrida y asquerosa. Pero su carácter amenazante (la razón por la cual hay que quemar un libro o apagar el aparato de televisión) debe fundamentarse de manera más clara y más rigurosa. A la vez aburrida, asquerosa y peligrosa. En principio porque en la actualidad está admitido que la pornografía no tiene un efecto unívoco previsible y que sus consecuencias, a veces totalmente contradictorias, dependen esencialmente de las predisposiciones de su auditorio. Como dice David Freeberg[167] en su libro sobre el poder de la imagen, nunca es la imagen misma la que es inquietante, sino la reacción que ella puede suscitar. Sólo tenemos miedo de nuestras reacciones. O más bien es la reacción de los otros la que nos asusta. Dado que se cree que ciertas personas pueden llegar a reaccionar mal, la inquietud frente a la amenaza pornográfica se convierte en la de su impacto sobre esos pocos otros, determinados de manera bien precisa, un grupo particular o una categoría social cuyas reacciones son de temer o que habrá que proteger.
Porque esas personas estarían más afectadas por la pornografía, mientras que nosotros evidentemente no tenemos nada que temer, salvo, por supuesto, convertirnos en víctimas de esos "otros" que reaccionan mal. Es muy interesante notar que desde hace cerca de un siglo la amenaza se desplazó y las categorías sociales más vulnerables han cambiado radicalmente.
En principio, siguiendo la interpretación de Freeberg, volvamos a señalar la importancia de conservar el pleno control de sus emociones y de su expresión pública. La pornografía es un asunto de imágenes públicas (todos los debates hablan de censura) y sería intolerable dar muestras en público de reacciones demasiado sinceras y demasiado íntimas. Desde hace mucho tiempo, es esencial para el mantenimiento de una vida pública civilizada el hecho de que cada uno sea capaz de controlar sus emociones de manera de poder considerar el mundo con la distancia que exige la frialdad de la sociedad moderna. En todo caso, eso es lo que las buenas maneras del siglo XIX inculcaban. Así, casi inmediatamente después de su descubrimiento por una arqueología naciente y apasionada, los escabrosos resultados de las excavaciones de Pompeya fueron prontamente encerrados en el silencio de un "museo secreto" (el Museo Borbónico de Nápoles) cuyo acceso fue inmediatamente prohibido a las mujeres, a los niños y a los pobres de los dos sexos y de cualquier edad. Puesto que se sabía entonces que no había nadie más que los hombres adultos y educados que eran capaces de resistir al poder de esos objetos y de esos frescos obscenos. La civilización podía contar con ellos, pues eran los únicos que tenían la fuerza para permanecer calmos, dignos y moderados, mientras que un ser más frágil, una mujer, un niño o un pobre habrían sido incapaces de resistir al poder desestabilizador de la pornografía y sin duda habrían caído inmediatamente en el desenfreno. Peor aún, como lo explica Walter Kendrick,[168] todos esos bárbaros mantenidos en la ignorancia corrían el riesgo de descubrir en esas obras eróticas la llamada de sus propias necesidades y ganas, y un contacto con la pornografía podía llevarlos a alimentar sueños de liberación sexual que habrían podido a continuación desbordar en otras exigencias, para finalmente estremecer ni más ni menos que tres milenios de civilización. Frente a un riesgo tan considerable, sólo se podía confiar a los gentiles hombres, que evidentemente no tenían ninguna intención de destruir el edificio que habían contribuido ellos mismos a erigir.
La pornografía es siempre inquietante para el poder cada vez que ella cae en manos de otros. Como lo afirmaba muy claramente el presidente Nixon, la relajación sexual lleva inexorablemente a toda suerte de otros desenfrenos, y finalmente a la redistribución de la riqueza y a la división igualitaria de la propiedad.[169]
Más de un siglo después de las primeras excavaciones de Herculano y de Pompeya, las jerarquías ya no son las mismas y la amenaza pornográfica se desplazó. Antes que nada, algunas técnicas nuevas (principalmente la fotografía) han permitido un acceso más democrático a la pornografía y ya nadie tiene el poder de prohibirla a los pobres y a las mujeres. Es entonces que el fenómeno se vuelve un "problema social", a partir del momento en que ya no está reservado sólo a los gentiles hombres, cuyas reacciones son previsibles, pues saben mantenerse claramente por encima de las amenazas y de las leyes. Pero también hay que aclarar que el contexto ha cambiado y que en la actualidad sería bastante mal visto discurrir sobre las líneas de conducta que deben ser dictadas a los pobres y a las clases trabajadoras. Por otra parte, parecería que las mujeres ya no tienen nada que temer directamente de la pornografía, puesto que aparentemente no les interesa. Ellas pueden, por lo tanto, fácilmente considerarla sin emoción y no expresar otra reacción más que un cierto asco. La amenaza y la vulnerabilidad están ahora en otras partes.
El blanco y víctima más probable de la pornografía es en la actualidad indudablemente el sexo masculino. Ya no necesita ser particularmente joven ni de origen modesto, pero deberá ser un poco débil de espíritu, un poco salvaje, y a menudo brutal. De alguna manera es el nuevo idiota de la era planetaria, el que aprende todos los días cuán fácil es la violencia y, por lo tanto, aquél sobre el cual la pornografía podría tener el efecto más amenazante para la comunidad. A la manera de los antiguos gentiles hombres, que podían tenerle miedo a las mujeres y a los miserables, un mundo que se imagina socialdemócrata no concibe más terrible peligro que la barbarie y ahora es de ella de donde viene la amenaza al buen orden y la revolución temida. El monstruo toma un aspecto grosero, vulgar, racista, skin head, fascista, brutal, y en varias oportunidades manifestó una capacidad inquietante para ajustar la realidad al fantasma, de manera muy tonta y por medio de la fuerza. He aquí la nueva clientela vulnerable entre la cual la pornografía amenaza con hacer más estragos. Es por ello que se busca prohibirla, con el objeto de proteger a esos nuevos bárbaros de aquello que los volvería todavía más insoportables.
Finalmente queda el único lugar de unanimidad total y que no cambió desde hace un siglo: los niños son siempre particularmente vulnerables y los adultos no tienen ningún derecho a abusar de ellos, mostrándoles obscenidades o, lo cual es mucho peor, sirviéndose de ellos en la pornografía. Es así que al término de los debates más acerbos o de discusiones más complejas, a pesar de las divergencias radicales de miradas y de opiniones, se consigue muy generalmente ese consenso. Y es también porque todas las comisiones de investigación que quedan en aguas de borraja consiguen a pesar de todo salvar la cara adoptando con el mayor de los brillos posibles la única conclusión sin duda popular: no debe haber nunca conjunción entre infancia y pornografía. Y todo buen gobierno dará la impresión de mantener una política dura si promete que por lo menos allí todo contraventor será severamente castigado.
Lo cual parecerá sorprendente, pero todavía se puede sostener una vez más que la amenaza ha sido en parte invertida y que en el fondo la prohibición busca tal vez menos proteger los niños que neutralizar un peligro provocado por la sociedad. Primeramente, es indiscutible que los niños son reconocidos como seres todavía muy frágiles y que un abuso de poder de parte de un adulto constituye un crimen particularmente indecente. Sobre este punto no hay ninguna discusión y los incestuosos, los violadores de niños e incluso la mayoría de los pedófilos parecen a menudo vergonzosos frente a la humanidad entera, además de tener que vivir bajo la amenaza de leyes muy severas o con el temor de hacerse masacrar por sus codetenidos. Por el contrario, como ya lo señaló I. C. Jarvie,[170] el problema social engendrado por el muy pequeño número de individuos que encuentran su placer sexual en niños sigue siendo siempre ínfimo, y no hay razón para creer que podría crecer bajo el efecto de una pornografía infantil que no le interesa a casi nadie. Mientras que su prohibición no cambiará con toda evidencia nada en un mundo perfectamente marginal y ya acostumbrado a vivir en la más total ilegalidad. Todas las investigaciones están de acuerdo al decir que este sector de la industria ha sido siempre en todos los sentidos excepcional. Es por ello que tomarse el trabajo de declarar muy fuerte que la pornografía infantil es un mal, no será probablemente ni más ni menos eficaz que proclamar que está igualmente prohibido violar a los niños para luego asesinarlos. Por lo demás, obligar a los niños sin defensas a participar en espectáculos obscenos constituye un abuso de poder tan generalmente condenado que toda discusión parece superflua. Ahora bien, justamente se sigue hablando mucho y los niños se encuentran de algún modo promovidos al rango de víctimas por excelencia. A tal punto que uno puede preguntarse por qué otorgarle, más allá de la necesidad de encontrar algún terreno de entendimiento al término de largas controversias, tal importancia a la cuestión de los niños en la mayoría de los debates sobre la pornografía. Sobre todo cuando hay un deslizamiento evidente: al no tener nada que agregar acerca del horror de servirse de niños en la pornografía, se insiste en la necesidad de proteger a nuestros niños de la pornografía, lo cual ya no es para nada lo mismo.
Mencionemos en principio que algunos participantes en las discusiones tienen a veces el aspecto de conocer bastante mal a los niños. Imaginar que estos se precipitarán a las estanterías de revistas obscenas equivale a suponer de manera sorprendente que habría en los niños un interés pronunciado por temas sobre los cuales sin embargo son mucho más abiertos y francos que los adultos. Mientras que algunos gobiernos quieren limitar el acceso a la pornografía, ubicándola en los estantes más altos, en los Países Bajos y en Dinamarca, en que las distribuidoras automáticas de revistas pornográficas se encuentran en la calle al alcance de todo el mundo y donde tos establecimientos escolares se muestran particularmente tolerantes, se ha constatado que los niños se interesan muy poco en ello.[171] Luego de las audiencias de la Comisión Williams, A. W. B. Simpson[172] expresaba su sorpresa frente al testimonio de adultos que hablaban de niños con gran seguridad "como si alguien algún día les hubiese descrito uno"; e incluso se pretendió que si los niños gastaban su mensualidad para comprar pornografía, la consecuencia más inmediata sería el mejoramiento de su higiene dental. Es evidente, los niños se sienten en general mucho más cómodos que los adultos cuando hay que hablar de pene, de vulva, de ano, de pipí y de caca, mientras que la molestia es uno de los elementos esenciales que fundan el atractivo de la pornografía.
Jarvie sugiere que, justamente, es esta familiaridad de los niños con el sexo lo que es percibido como molesto y que viene incluso a constituir una amenaza para el mundo adulto. Hoy ya sabemos (no sin sorpresa y con alguna resistencia): los niños no viven para nada esa especie de pureza virginal que a los adultos les gusta atribuirles. Son más bien perversos polimorfos, a la vez exhibicionistas y mirones, atraviesan períodos homosexuales, coprófilos y zoófilos. La sexualidad infantil busca explorar todas las variantes y se niega a las barreras de lo masculino y de lo femenino, de lo oral y de lo anal, hasta los límites mismos de la especie. No reconoce todavía ninguna regla ni ha aprendido la normalidad ni los buenos modales. En una palabra, la sexualidad infantil es un insulto a la civilización.
En resumidas cuentas, la sociedad siente la necesidad de protegerse, y su autodefensa toma una vez más la forma de una protección impuesta al otro. Se pretende proteger a los niños de la sexualidad de los adultos, pero es el mundo civilizado el que necesita protegerse de la sexualidad de los niños. Puesto que la sexualidad infantil, tanto como antes la de las mujeres, de los pobres o los salvajes, presenta un desafío que podría desmitificar el sexo, demostrar el carácter represivo de la sexualidad de los adultos y tal vez dentro de poco significaría correr el riesgo de poner en peligro a la familia, a la escuela, a la religión y luego finalmente a toda posibilidad de llevar una vida formal. En una palabra, de nuevo esta misma pornografía, que no tiene efecto sobre nosotros, deberá ser prohibida a los otros, los cuales podrían reaccionar mal, pero que, por sobre todas las cosas, son nuestras más fecundas fuentes de preocupaciones.
Es posible, por lo tanto, clausurar este largo sobrevuelo de los debates públicos subrayando una evidencia: la pornografía se vuelve un problema cuando ella amenaza con dar rienda suelta al enemigo público, a los desviados, a los retrasados, a los incultos, a los bárbaros y a todos los demás parias del buen orden social. Y si la mayoría de los contendientes que discuten de pornografía aprovechan para atraer la atención acerca de todos los peligros que ella representa, es que sólo se habla verdaderamente de pornografía bajo la amenaza.